Mientras trepaba hacia la cima, Paneb recordaba la advertencia de Ched el Salvador: «La vida nos reserva, fatalmente, pruebas que nos hacen caer desde lo alto. Y, para ti, la caída será más dura aún que para los demás; recuerda, entonces, la victoria sobre el dragón de las tinieblas».
¿Pero la montaña de Tebas ocultaba realmente un monstruo con el que era necesario enfrentarse? El coloso pensaba más bien en la inesperada caída que acababa de arrebatarle la función de maestro de obras, a la que se había consagrado en cuerpo y alma. Ardiente se sentía con fuerzas para luchar con los más resueltos adversarios, pero el acontecimiento lo había cogido desprevenido, y había sido derrotado sin librar batalla alguna.
Las sacerdotisas de Hator afirmaban que nadie debía subir a la cima sin ofrecer ramos de flores a la diosa del Occidente, para apaciguar su furia; sin embargo, Paneb llevaba las manos vacías, y su única ofrenda era una cólera capaz de hacer temblar las colinas de los alrededores.
Ardiente no quería nada del levante ni del poniente; sólo la plena luz de mediodía tendría el valor de una sentencia. Por eso esperó a que el calor estuviese en su máximo apogeo para afrontar la cima, a la vez protectora del Lugar de Verdad y llama implacable que aniquilaba a los imprudentes y los vanidosos.
Paneb llegó finalmente al oratorio de la cumbre, blandió el puño y gritó:
—¡Tú que tanto amas el silencio, respóndeme! Puesto que eres la encarnación de Maat, la dueña del cielo, de los nacimientos y las transformaciones, dime si me consideras digno de dirigir la cofradía de tus servidores. ¿La falta que he cometido es realmente tan grave que me impide crear la morada de eternidad del faraón Tausert?
Primero, sólo hubo el silencio.
Un silencio implacable, tan pesado que incluso los hombros de Paneb estuvieron a punto de doblegarse bajo su peso. Pero aguantó e interrogó de nuevo a la diosa, con la misma vehemencia.
Entonces, la montaña se movió.
No era un terremoto, sino una especie de danza, muy lenta, que sin embargo hizo vacilar al coloso.
—¡Por fin has hablado! ¡No vaciles, habla con más fuerza, que oiga bien tu veredicto!
Paneb estaba recuperando el equilibrio cuando las rocas de la cumbre se abrieron y dejaron brotar una luz roja.
Lanzó un grito de dolor, llevándose las manos a los ojos, pero permaneció de pie.
Cuando volvió a abrir los párpados, estaba ciego.
—¡Quieres impedir que pinte porque eres una diosa cruel! ¿Acaso has olvidado distinguir el bien del mal? ¿He prestado falso juramento o mancillado el nombre de Ptah, patrón de los constructores? Me rebelo contra tu mutismo, por eso intentas destruirme humillándome, ¡pero no lo lograrás! ¡Qué el león que hay en ti me devore y que me arrastre el viento furioso!
A Kenhir le temblaba la voz.
—Es una equivocación terrible… No, una sórdida manipulación… Paneb no ha cometido ningún error… ¡Mira el plano, Clara, míralo bien!
La mujer sabia examinó el documento con atención.
—Este trazo no es el de Paneb.
El escriba de la Tumba se llenó de júbilo.
—¡Eso es también lo que yo creo! El traidor robó el dibujo del maestro de obras de casa de Fened, hizo una copia deliberadamente equivocada y fue ésta la que Fened utilizó… ¡Ésta es la causa real del terrible accidente! Si no se me hubiera ocurrido estudiar otra vez ese dibujo falso seguiría creyendo que Paneb había cometido una terrible equivocación.
—¿Le habéis preguntado a Fened?
—¡Claro que sí! Dice que robar el documento y cambiarlo por otro resultaba muy fácil. ¿Fened, un devorador de sombras lo bastante perverso como para falsificar el dibujo y hacerse pasar por víctima?… ¡Es absurdo!
—Voy a buscar al maestro de obras —decidió la mujer sabia.
—Si la cima lo hubiera absuelto, ya habría regresado hace mucho tiempo.
En efecto, eso era evidente, y el traidor había conseguido deshacerse del maestro de obras gracias a la astucia. Pero Clara quería seguir esperando.
—No corras ningún riesgo —imploró Kenhir—; ¡te necesitamos!
Cuando la mujer sabia tomaba el sendero que llevaba a la cima, una manita apretó la suya.
—Sé que vas a buscar a papá; yo iré contigo.
La mujer sabia debería haberse negado, pero Selena parecía tan decidida que aceptó. La niña sabría mostrarse lo bastante fuerte si, como era probable, había ocurrido lo peor.
Treparon lentamente y, a pocos metros de la cima, descubrieron al maestro de obras, sentado en una roca y contemplando la cumbre.
—¡Papá!
Selena corrió a acurrucarse en los brazos del coloso.
—El brazo de la cima me ha golpeado, y he sentido su aliento después de que me ha hecho ver su potencia —le reveló él—. Me ha dado unos ojos nuevos cuando la oscuridad reinaba en pleno día. Abre de par en par tus oídos, Selena: la cima será generosa si sabes hablarle.
La mujer sabia abrazó al maestro de obras.
—No has cometido ningún error, Paneb; el traidor robó de la casa de Fened el plano que habías dibujado. Lo modificó con la esperanza de que los canteros cometieran un error fatal del que fueras considerado el único responsable.
Abrazando a su hijita, el maestro de obras se puso en pie.
—¿Significa eso que soy confirmado en todas mis funciones?
—La diosa te ha considerado inocente y el tribunal de la cofradía confirmará su sentencia. Esta prueba te habrá permitido conocer el fuego de la cima que, en adelante, animará tus manos y tus obras.
El traidor se cruzó con Turquesa en la calle principal de la aldea, y se extrañó ante su aire gozoso.
—¿Por qué estás tan contenta? —le preguntó.
—¡Paneb ha regresado!
—Una sacerdotisa de Hator acaba de decirme que la cima lo había dejado inválido.
—¡Al contrario, lo ha absuelto! La mujer sabia ha llevado al maestro de obras al oratorio de la diosa del silencio para que le rinda homenaje y, mañana, organizaremos un banquete en su honor. ¡Si supieras qué feliz soy!
—Se ve, Turquesa, se ve… Yo también estoy muy contento de que Paneb haya sobrevivido a la prueba.
—Su corazón es un cuenco inmenso que aún contiene muchas obras maestras que, gracias a la cima, veremos muy pronto.
Más floreciente que nunca, la soberbia pelirroja se dirigió al oratorio con paso de bailarina, mientras el traidor regresaba cabizbajo a su casa, donde su mujer estaba preparando cerdo con lentejas.
Al ver su rostro descompuesto, ella comprendió.
—Paneb está sano y salvo, ¿no es así?
—La montaña lo ha absuelto.
—¡No es un hombre como los demás, goza de los favores de Set!
—¡También creíamos que Nefer el Silencioso estaba protegido por los dioses y lo asesiné! Esas viejas supersticiones no me impedirán actuar.
—Tengo miedo, cada vez más miedo…
—¡Basta ya de lloriqueos! No renunciaremos a la fortuna que nos espera en el exterior. Piensa en una casa grande y hermosa, en criados, en las tierras que cultivarán nuestros campesinos, y olvida tu miedo. Paneb sólo es un hombre, acabaré con él como acabé con su padre espiritual, me apoderaré de la Piedra de Luz y obtendremos lo que siempre hemos deseado.
En ese instante llamaron a la puerta.
La esposa del traidor se pegó a la pared, aterrorizada.
—¡Te han identificado y vienen a buscarnos!
Preocupado, el traidor entreabrió la puerta y descubrió a Niut la Vigorosa.
—El escriba de la Tumba convoca en su casa a los miembros del equipo de la derecha.
—Voy.
Niut fue a avisar a otro artesano.
—¡No vayas, es una trampa! —le aconsejó su mujer—. El viejo Kenhir te detendrá ante tus colegas.
El traidor estaba perplejo. Si su esposa tenía razón, la única solución era huir sin más dilación. ¿Pero qué error había cometido?
Aunque la diosa del silencio se hubiera negado a tomar la vida de Paneb, quedaba su error profesional, aquel plano inexacto que lo había conducido a provocar una catástrofe indigna de un maestro de obras… Y el traidor se lo recordaría con firmeza al escriba de la Tumba, para que Paneb fuese condenado.
—¡Salgamos inmediatamente de la aldea! —recomendó su mujer.
—Iré a casa de Kenhir —decidió finalmente el traidor.
Paneb examinó el plano que había utilizado Fened la Nariz, ante los artesanos del equipo de la derecha.
—Es una falsificación —concluyó—, y no es difícil de demostrar por tres razones: en primer lugar, no es la tinta que utilicé para copiar el original; además, el grosor de las líneas no se corresponde con el que yo obtengo con mi pincel; finalmente, la calidad del papiro, que podréis comparar con el fragmento que queda en la reserva del escriba de la Tumba, no es idéntica.
—Lo confirmo —declaró Kenhir—, y no es necesario, por tanto, convocar el tribunal; el maestro de obras no ha cometido ningún error.
Todos los artesanos se sintieron aliviados y Karo el Huraño fue el primero en felicitar a Paneb.
Ched el Salvador se dirigió a Fened la Nariz.
—¿No deberías darnos una explicación?