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Parece grave —le dijo Ched el Salvador a Paneb—; el trío que excavaba la tumba de Set-Nakht te reclama.

El maestro de obras volvió al aire libre.

—¿Algún problema, Fened?

—¡Una catástrofe, más bien! Siguiendo tu plano, hemos dado de lleno con la morada de eternidad de Amenmés.

—¡Es imposible!

—Y, sin embargo, es así —deploró Ipuy el Examinador.

Paneb acudió inmediatamente al lugar y comprobó que Ipuy no exageraba.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Nakht, que parecía haber envejecido.

—Volved a cerrar herméticamente el corredor que habéis excavado.

—¿Abandonamos el paraje?

—No queda otra solución.

—No me gustaba —recordó Fened la Nariz—, no me gustaba en absoluto.

—Ya protestarás más tarde —intervino Nakht—. De momento, cerrémoslo.

El equipo se había puesto en camino hacia el collado, en un absoluto silencio. Paneb caminaba a la cabeza, y a los otros les costaba seguirlo. Llegó a la aldea en primer lugar, y miró al sol poniente como si no existiera nada más.

Los artesanos comenzaron a cenar sin decir una palabra, y sólo Kenhir se atrevió a acercarse a Ardiente, cuya sombra gigantesca cubría parte de la montaña.

—Debo redactar el Diario de la Tumba, Paneb.

—¿Y quién os lo impide?

—Todo el equipo está informado de ese terrible incidente, y me veo obligado a consignarlo por escrito.

—Cumplid con vuestro trabajo, Kenhir.

—Por desgracia, no bastará con eso…

—¿Qué más hay?

—El maestro de obras no está por encima de las leyes de la cofradía, al contrario; dada la gravedad del incidente, me veo obligado a convocar al tribunal.

Paneb se volvió hacia Kenhir.

—¿Queréis juzgarme a mí?

—Si el tribunal te absuelve, seguirás dirigiendo los trabajos de la cofradía, pero si te considera culpable de ese error, serás condenado a retirarte.

Un larguísimo silencio siguió a las palabras del escriba de la Tumba.

—No me presentaré ante el tribunal, pues conozco de antemano el resultado de las deliberaciones. Soy el único responsable de lo ocurrido y, por tanto, el único culpable.

Los artesanos, cautivados por la poderosa voz del maestro de obras, habían dejado de comer para aguzar el oído.

—No te lo tomes así —recomendó el escriba de la Tumba—; sabes muy bien que gozas de la estima general.

—Una estima que llevará a mi destitución… Vivís en un país de sol, pero no soportáis su brillo. Vosotros y yo no estamos hechos de la misma pasta. Vosotros buscáis la comodidad, la seguridad, pero no aceptáis que la luz de pleno estío inunde vuestro corazón. Mañana regresaréis a la aldea y elegiréis a otro maestro de obras.

Todos los artesanos se levantaron.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Kenhir.

—Ir a respirar el aire de la cima y abrasarme en su fuego.

Nadie se atrevió a protestar, pues el rostro del coloso se había vuelto impenetrable. Pero cuando Paneb salió del villorrio, Nakht el Poderoso lo alcanzó.

—¡No volverás vivo de allí arriba!

—¿Qué importa eso, si ya estoy excluido de la cofradía?

—¡El tribunal no se ha pronunciado aún!

—Mi error es peor que un crimen, ningún artesano afirmará lo contrario. Pido, pues, justicia a la cima.

—Si absuelve a Paneb —precisó Thuty el Sabio—, seguirá siendo nuestro jefe de equipo y maestro de obras.

Kenhir mantenía la cabeza gacha. Sabía muy bien que, en el pasado, la cima nunca había concedido el perdón a los culpables. Mejor hubiera sido, para Ardiente, comparecer ante «la asamblea de la escuadra y el ángulo recto», que habría reconocido su buena fe.

Pero Paneb no era un ser de medias tintas; no volvería a ser un simple artesano tras haber sido maestro de obras. Al enfrentarse al fuego devorador de la cima quería verse purificado de su error por las propias potencias divinas y seguir creando la morada de eternidad de Tausert, en la que pensaba expresar todo su arte.

Como escriba de la Tumba, Kenhir no tenía derecho a mostrarse indulgente con un maestro de obras, fueran cuales fuesen sus cualidades, pues la obra que se debía realizar prevalecía sobre el hombre. Ésa era la ley del Lugar de Verdad desde su fundación y, si dejaba de aplicarse, la cofradía desaparecería. Dada la popularidad adquirida por Paneb, el escriba de la Tumba sería odiado por los artesanos, puesto que se había mostrado intransigente; pero eso no le preocupaba, ya que gracias a su rigor estaba protegiendo a toda la aldea.

—Supongo que descansaremos en casa, a la espera de la sentencia de la cima —sugirió Unesh el Chacal, tajante.

—A menos que Kenhir decida dirigir él mismo los trabajos —ironizó Casa la Cuerda.

El viejo escriba no respondió a la provocación y, con la ayuda de su bastón, inició el descenso. Tenía los huesos doloridos y no sentía, siquiera, ganas de admirar el espléndido panorama que tan a menudo lo había deslumbrado. En adelante, sería considerado el perseguidor de Paneb el Ardiente y, sin duda, tendría que jubilarse fuera de una aldea a la que, sin embargo, seguía amando. Pero, al menos, moriría con la conciencia tranquila al haber cumplido con sus obligaciones de escriba de la Tumba, la más ingrata de las tareas; ¿pero cómo podía ser que un dibujante tan experto como Paneb hubiese cometido un error tan grosero al copiar el plano original?

Turquesa topó con Niut la Vigorosa, que estaba plantada delante de la puerta del despacho de Kenhir.

—¿Es cierto que el escriba de la Tumba ha mandado a Paneb a la muerte?

—¡Claro que no! Ardiente decidió enfrentarse a la cima, nadie lo ha obligado a hacerlo.

—¡Pero Kenhir quería llevarlo ante el tribunal!

—Era su deber, Turquesa, dada la grave falta cometida por el maestro de obras. He dado las mismas explicaciones a Uabet la Pura y ni un artesano ni una sacerdotisa de Hator pueden criticar el rigor de nuestra regla. Mi marido se ha limitado a aplicarla, y debemos felicitarlo por ello.

—¿Por qué no aparece?

—Porque está agotado y deprimido. ¿O crees que la decisión de Paneb le ha alegrado? Es inútil atormentar más al escriba de la Tumba, ya que sólo ha cumplido con su deber.

Impresionada por la determinación de la joven esposa de Kenhir, Turquesa se retiró y se dirigió hacia la morada de la mujer sabia. La soberbia pelirroja nunca había imaginado que el coloso pudiese desaparecer; sentía la calidez de su deseo, como si la estrechara entre sus brazos sin haberla abandonado nunca.

Desde su primer encuentro, durante el que sus febriles cuerpos habían vivido una comunión que seguía siendo tan intensa cada vez que hacían el amor, Turquesa no había engañado nunca a Paneb. Seguía siendo, sin embargo, una mujer libre, dispuesta a hechizar a quien deseara, pero nunca había deseado a ningún otro hombre tras haberse convertido en amante del coloso.

Ella, enamorada hasta ese punto… El joven insumiso, elevado a la dignidad de maestro de obras de la cofradía, desplegaba una extraña magia de la que ella no conocía, aún, todos los secretos. ¡No, no quería perderlo!

La mujer sabia estaba conversando con la pequeña Selena, que le pedía noticias de su padre.

—¿Es cierto que se ha marchado solo a la montaña?

—Sí, Selena.

—¿Quiere llegar a la cima y ver a la diosa?

—Eso pretende, en efecto.

La niña permaneció pensativa, pues sabía que la mujer sabia no le mentía nunca.

—Bueno, voy a leer el papiro sobre las enfermedades del pulmón.

Selena se retiró a la biblioteca de Clara.

—No se da cuenta de la gravedad de la situación —estimó Turquesa.

—Te equivocas.

—¡Selena parece tan tranquila, tan indiferente!

—Conoce, a la vez, la cima y a su padre.

—¡Déjame subir, Clara, para ayudar a Paneb!

—Es demasiado tarde, Turquesa. Debe afrontar ese juicio él solo.

—Bebed al menos un poco de caldo de verduras —le recomendó Niut a Kenhir, hundido en un sillón bajo.

—No tengo hambre ni sed.

—Haciéndoos mala sangre y privándoos de comer no lograréis que Paneb regrese.

—La aldea entera me detesta.

—¿Y qué importa eso si estáis en paz con vos mismo?

—En paz, en paz… ¡Es muy fácil de decir!

Niut la Vigorosa frunció el ceño.

—¿Qué os reprocháis?

—No lo sé, pero me parece haber omitido un detalle importante… Dame un poco de vino.

—¿Creéis que eso os aclarará el espíritu?

—Nunca se sabe.

Niut llenó sólo el fondo de una copa.

Y al vaciarla, Kenhir encontró, por fin, la realidad que lo rehuía.

—Me duelen demasiado las piernas para moverme… Vete a buscar a Fened la Nariz y dile que venga inmediatamente con el plano dibujado por Paneb.