Seis Dedos conocía el desierto a la perfección. Habían apodado así al jefe de los exploradores libios porque tenía un dedo más en cada pie, lo que le valía ser considerado como un demonio sin fe ni ley. Para sobrevivir en un medio hostil, Seis Dedos sabía que nunca debía relajarse y que era necesario no bajar la guardia ni un solo instante, incluso durante la noche.
Al acercarse a Tebas oeste había escapado más de veinte veces a las patrullas de la policía egipcia, formadas por guerreros tan temibles como él mismo. Se sentía invencible, y ardía en deseos de hacerles pagar caro a los súbditos del faraón las humillaciones que habían infligido a su pueblo.
Era demasiado pronto para pensar en atacar la rica ciudad del dios Amón, que estaba muy bien defendida por los soldados del general Méhy; sería preciso identificar, en primer lugar, la posición de los puestos de vanguardia para preparar la ofensiva.
—¿Podemos encender fuego, jefe? —preguntó su brazo derecho.
—Al abrigo del montículo, allí, con las brasas de ayer.
—Eso va a ser difícil…
—¿Qué quieres decir?
—Las brasas de ayer se han quedado en nuestro campamento de ayer.
Seis Dedos abofeteó a su compatriota.
—¡Y, sin embargo, te ordené que te las llevaras!
El explorador blandió un cuchillo.
—¡A mí nadie me trata así!
—¡Pobre idiota! Para la policía egipcia, un rastro como ése es…
Una flecha se clavó entre ambos hombres; una voz ruda los dejó petrificados.
—Vuestros centinelas son prisioneros nuestros. No intentéis resistiros ni huir o seréis abatidos.
Tortura y, luego, ejecución sumaria: eso era lo que les esperaba. Seis Dedos habría peleado de buena gana, pero los policías estaban demasiado cerca. Al menor gesto amenazador, el libio sería acribillado a flechazos.
—Atadlos —ordenó Daktair.
Las cuerdas se hundieron en las carnes, el adjunto de Seis Dedos hizo una mueca de dolor.
—Dime tu nombre y el objeto de tu misión —le exigió Daktair, cuya altivez revelaba su posición de jefe.
El libio escupió a la barba del sabio, que se limpió con el dorso de la mano.
—¡Dejad que me ocupe de ese insolente! —exigió el comandante.
—¡Nada de violencia!
—¡Pero no sabéis con quién tenéis que véroslas!
—Ese bandido se llama Seis Dedos —indicó un policía que miraba los pies del libio—. Al parecer, es uno de sus mejores exploradores… ¡Una buena captura!
—Quiero quedarme a solas con él —exigió Daktair.
—Desconfiad —recomendó el oficial, apartándose.
Seis Dedos contemplaba a Daktair, asombrado.
—Tú no eres un soldado…
—No, soy un negociador.
—Si has inventado una nueva forma de tortura, ¡adelante! De todos modos, no voy a darte ninguna información.
—Pues yo tengo una: el general Méhy quiere hablar con alguno de tus jefes, en secreto.
—¡Te estás burlando de mí!
—La cita será en plena noche, dentro de tres lunas nuevas, junto al pozo abandonado al salir del ued de las gacelas.
—¿Y crees que los libios van a caer en una trampa tan grosera?
—El general irá solo, con algunos policías del desierto, no con su ejército. Podrás comprobarlo fácilmente. Que tu jefe haga lo mismo; de lo contrario, la entrevista no se celebrará. Y, créeme, tendríais mucho que perder, pues el general tiene la intención de mostrarse especialmente generoso con sus futuros aliados.
—Sus futuros aliados… —repitió Seis Dedos, atónito.
—Méhy desea confiaros una misión y la pagará muy bien.
Durante una fracción de segundo, la codicia prevaleció sobre la incredulidad.
—¡Estás mintiendo!
—Voy a soltaros, a ti y a tus hombres, para que transmitáis el mensaje.
—¿Soltarnos? ¡Imposible!
Daktair se dirigió a los policías.
—Liberadlos y dejadlos partir.
El comandante se irguió frente al hombrecillo barbudo.
—¡Ni hablar! Todos esos criminales merecen la pena de muerte.
—¿No lo habéis comprendido, comandante?
—¿Comprender qué?
—Al general Méhy no le interesan esos exploradores —dijo Daktair en voz baja—. Desea echar mano a sus jefes y sólo una emboscada bien organizada nos permitirá lograrlo. Vosotros seréis, por otra parte, sus actores principales.
—Me gusta pero no me gusta —concluyó Fened la Nariz.
Nakht el Poderoso dejó el pico y se secó la frente.
—¿Y si fueras más claro?
—La roca es acogedora, el calcáreo de calidad, pero el emplazamiento recuerda a una mujer que no desea nada.
—¡Será que tu divorcio sigue royéndote el cerebro! —estimó Ipuy—. Olvida a tu esposa de una vez por todas, y te darás cuenta de que vale la pena vivir la vida.
Fened hinchó el pecho.
—Nunca he mezclado mis problemas personales con mis deberes profesionales… Te apodan Examinador, así que deberías saberlo.
—Las historias de mujeres estropean la mano de los más fuertes —asestó Nakht.
—En vez de inventar proverbios de tres al cuarto, sería mejor que te pusieras a trabajar; eso nos permitiría avanzar.
—Hay unos que charlan y otros que trabajan —observó Ipuy, limpiando el gran pico.
—¡Tú añoras la tumba de Tausert! —observó Fened.
Examinador dejó la herramienta con delicadeza y miró a su colega.
—El mundo de los humanos se divide en dos categorías: los imbéciles y el resto. Y mucho me temo que tú te encuentras en la primera. Al designarnos, a los tres, para esta misión, el maestro de obras nos honró con su confianza, y yo me siento especialmente orgulloso.
—Acabas de tratarme de imbécil, ¿no es eso?
—No ha llegado todavía la hora de la pausa para almorzar —intervino Nakht—. Ya seguiréis más tarde con vuestras discusiones.
Poderoso siguió excavando el pasadizo. Sus dos compañeros se miraron por el rabillo del ojo y lo ayudaron.
—Un poco más a la derecha —exigió Fened, que seguía escrupulosamente el plano dibujado por el maestro de obras.
—Es extraño…
—¿Qué ocurre?
—La roca resuena de un modo distinto.
—Déjame ver.
Fened utilizó un cincel ancho.
—Tienes razón, se diría que no tiene mucho grosor.
—Consulta de nuevo tu plano.
—No hay ningún error, vamos en la buena dirección.
—¡Prosigamos, entonces!
Los tres servidores del Lugar de Verdad pusieron más empeño aún en su trabajo. No podían rivalizar con sus colegas, que avanzaban a pasmosa velocidad en la obra consagrada a Tausert, pero demostrarían que un equipo pequeño era capaz de obtener resultados excepcionales.
Y el pico de Nakht cayó de nuevo, con la fuerza necesaria para derribar el obstáculo sin estropear la herramienta.
Pero la punta se hundió tan profundamente que el cantero se desequilibró y estuvo a punto de soltar el mango.
—¿Pero qué te pasa? —se irritó Ipuy—. ¡Apuesto a que has bebido a nuestras espaldas!
Nakht, confuso, se levantó muy enojado.
—¡Deja ya de decir tonterías! Es la primera vez que doy con un hueso semejante… El lugar está maldito, es la única explicación posible.
Ipuy se inclinó hacia la grieta que había abierto el pico.
—No hay maleficio que valga… Simplemente has abierto una grieta en una especie de caverna.
Fened acercó una antorcha al orificio.
—Ensanchemos el agujero.
Nakht no se hizo de rogar.
A costa de duros esfuerzos, Poderoso abrió un paso lo suficientemente ancho para que Ipuy el Examinador consiguiera deslizarse por la grieta.
—¿Qué ves? —preguntó Fened.
—Otro pasadizo… Tengo que trepar.
—¡Ten cuidado!
—Todo va bien, no te preocupes.
Ipuy sólo desapareció durante unos minutos, pero su ausencia pareció interminable.
Cuando Examinador regresó, estaba completamente pálido.
—Es increíble… ¡Este pasadizo desemboca en la tumba del faraón Amenmés!