Paneb no se equivocaba.
Por su frágil silueta, reconoció a Uabet la Pura. No llevaba ningún cesto de comida, por lo que Ardiente temió que subiera hasta allí para hacerle ciertos reproches de orden privado.
Pero la joven sacó muy pronto de su error al maestro de obras.
—Un mensaje urgente procedente de Pi-Ramsés. El cartero ha insistido, y he considerado preferible que el escriba de la Tumba y tú os enterarais lo antes posible.
—Te lo agradezco, Uabet.
—Vuelvo a bajar a la aldea.
Kenhir leyó la misiva del visir Hori.
—Esta carta debería haber pasado por las manos de la reina Tausert… —se extrañó Paneb.
El anciano escriba estaba muy contrariado.
—Una orden de Set-Nakht: exige que excavemos su morada de eternidad en el Valle de los Reyes.
—¡Tebas no está bajo su autoridad!
—Set-Nakht es faraón —recordó Kenhir—, y sus exigencias son legítimas. Debemos obedecer.
—Dos tumbas al mismo tiempo… ¡Imposible! Ya he exigido a los equipos del Lugar de Verdad más de lo que pueden dar de sí.
—Y, sin embargo, es preciso encontrar una solución.
—¿Retrasar la construcción de la morada de eternidad de Tausert? ¡Ni hablar! Negociad con Set-Nakht, Kenhir; seguro que podréis convencerlo de que espere.
—No sobreestimes mis capacidades. De acuerdo con la misiva, el rey tiene prisa y una idea muy precisa sobre el emplazamiento de su morada de eternidad: en el centro del Valle, para estar relativamente cerca de los faraones a quienes venera, Ramsés I, Seti I y Ramsés II.
—¿Acaso no es la cofradía la que debe hacerle una proposición teniendo en cuenta las características del terreno? Hasta hoy, ningún monarca se ha comportado como un tirano, y nosotros siempre hemos llevado la iniciativa en la elección.
—¿Aceptas por lo menos estudiar esa hipótesis? —preguntó Kenhir, que se sentía atrapado.
—Los artesanos están cansados, ya va siendo hora de volver a la aldea.
La reunión era tormentosa; pero dado el carácter sagrado del lugar, que estaba bajo la protección de los antepasados, y la presencia invisible de Nefer el Silencioso, cuyo sitial permanecía vacío, cada cual se expresó con dignidad.
—La situación está perfectamente clara —resumió Userhat el León—: dos faraones reinan al mismo tiempo, ambos quieren su tumba y nosotros sólo podemos crear una. La de Tausert está ya empezada y la reina-faraón reside en Tebas; no veo por qué hay que darle más vueltas.
—Nuestra regla nos obliga a obedecer una orden del faraón, sobre todo cuando se trata de su morada de eternidad —objetó Unesh el Chacal.
—¿Eres capaz de desdoblarte para trabajar en dos lugares al mismo tiempo? —ironizó Thuty el Sabio—. ¡Tendremos que tomar partido por uno de los dos!
—Set-Nakht nos haría pagar muy cara una negativa —dijo Renupe el Jovial, preocupado.
—¡Qué la reina Tausert se las arregle con él! —insinuó Karo el Huraño.
—¿Y el papel del escriba de la Tumba no consiste en sacarnos de ese mal paso? —preguntó Pai el Pedazo de Pan.
—Apretemos los puños y no nos dividamos —aconsejó Ched el Salvador.
—Sólo hay una solución —decidió el maestro de obras—: complacer a los dos faraones.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó Ipuy el Examinador.
—Primero, concediéndoos tres días de descanso. Luego, nombrando un pequeño equipo que comience a excavar una tumba para Set-Nakht en la parte central del Valle.
—¿Tú formarás parte de él? —preguntó Didia el Generoso.
—No, yo me ocuparé de la obra principal.
—¿A quien designas?
—Nakht el Poderoso, Fened la Nariz e Ipuy el Examinador trabajarán de acuerdo con la copia del plano del Valle que yo les entregaré.
Al oír esas palabras, el traidor empezó a urdir un plan que albergaba un riesgo mínimo y que empezaba por la inevitable destitución del maestro de obras.
Una vez hubiera quitado de en medio a Paneb, la cofradía quedaría tocada y sus defensas se debilitarían.
Y entonces, la Piedra de Luz por fin sería suya.
En mitad de la noche y ante la atenta mirada de Bestia Fea y Negrote, Kenhir corrió los tres cerrojos de la cámara fuerte; el escriba de la Tumba y el maestro de obras eran los únicos que conocían el funcionamiento del mecanismo.
—¿Nada anormal? —preguntó Paneb.
—No hay ningún rastro de que haya sido forzado.
Con la ayuda de una antorcha, el viejo escriba desplazó unos cinceles de cobre, de primera calidad, y luego desanudó la gruesa cuerda que aseguraba un arcón de madera de ébano.
Levantó la tapa, no sin inquietud, pero el tesoro aún seguía allí. Kenhir desenrolló con delicadeza el papiro en el que se había dibujado el plano del Valle de los Reyes que revelaba el emplazamiento de las moradas de eternidad.
—Copiaré la parte que nos interesa —anunció Paneb—, y se la entregaré a Fened mañana por la mañana.
Mientras el maestro de obras lo hacía, Kenhir aguzaba el oído. Pero la oca y el perro, que estaban montando guardia, permanecían muy tranquilos.
Kenhir cerró la puerta de la cámara fuerte sin que se hubiera producido ningún incidente. La aldea dormía apaciblemente.
—Esto no me gusta —dijo el maestro de obras.
—¿Esperabas que el devorador de sombras atacara?
—No, me refiero a las exigencias de Set-Nakht.
—Has dado con la solución adecuada, todos la han aceptado.
—La solución adecuada… Yo no estoy tan seguro.
—¿Qué temes, Paneb?
—¡A mí también me gustaría saberlo! Vayamos a dormir.
Unos taparrabos por el suelo, la cocina desordenada, la loza sucia, un lecho que amenazaba ruina… A la casa de Fened la Nariz le faltaba un buen repaso. Desde su divorcio, el cantero no prestaba demasiado interés a los quehaceres domésticos.
Paneb lo zarandeó.
—¡Despierta, Fened!
—Ah, eres tú… ¡Pero si hoy es día de descanso!
—Ése es el plano que utilizarás cuando yo haya dado el primer golpe de pico.
—Déjame levantarme, al menos, antes de estudiarlo.
—No te iría mal una mujer que te ayudara en las tareas domésticas.
—¡Ah, no, no quiero otra mujer en mi casa! Yo mismo cogeré la escoba.
—Si te comprometes a ello…
—Un servidor del Lugar de Verdad sólo tiene una palabra —recordó Fened, levantándose—. Pero dime… ¿por qué me confías una tarea tan ardua?
—Porque las circunstancias me impiden asumirla yo mismo. Tranquilízate: si se produjera algún incidente, yo sería el único responsable.
—Bueno… Me lavo y te acompaño hasta el Valle.
A Daktair no le llegaba la camisa al cuerpo.
A causa de sus dolencias de estómago, había tenido que retirarse varias veces, retrasando la marcha hacia adelante de los policías del desierto, hastiados por la presencia de un sabio poco acostumbrado a aquel tipo de expediciones. Pero como el general Méhy en persona les había ordenado que obedecieran sin discusión a Daktair, el comandante de la escuadra había impuesto silencio a sus hombres.
—¿Ningún rastro de los libios aún? —preguntó Daktair, que calmaba sus espasmos poniéndose una piedra caliente sobre el vientre.
—Sí, justamente… Y tendríais que pensarlo bien.
—¿Pensar qué, comandante?
—La situación se hará pronto peligrosa. Los libios son peores que bestias feroces y el enfrentamiento puede resultar violento. Un hombre como vos no está preparado para ello.
Daktair se hinchó como un sapo.
—El general Méhy me ha confiado una misión y voy a llevarla a cabo, sean cuales sean los riesgos. Yo soy el jefe de esta expedición, y nadie más. Os recuerdo que quiero vivos a esos libios.
—Bien se ve que no conocéis el terreno ni a la presa que perseguimos.
—Según parece, este comando está formado por los mejores especialistas… Que lo demuestren, pues.
El desafío hirió al oficial.
—Sí, somos los mejores y os lo demostraremos.
—Eso es exactamente lo que espero. ¿Cuándo cogeremos a esos libios?
—Como muy tarde, dentro de dos días… Están empezando a andar en círculo, y dejan rastros a sus espaldas. Dicho de otro modo, están cansados y carecen de instrucciones concretas. Por muy astutos que sean, no se nos escaparán.