Cómo que enfermo? —se extrañó Paneb.
—Sí, enfermo —repitió la agresiva morenita, esposa del cantero Casa la Cuerda—. Así es, y debe quedarse en casa.
—Salimos esta mañana hacia el Valle de los Reyes y necesito a todos los miembros del equipo.
—¡Pues deberás prescindir de Casa! Está durmiendo y no voy a despertarlo.
—Yo me encargaré, pues.
—Por muy maestro de obras que seas, te prohíbo cruzar el umbral de mi morada.
—No exageres porque puedo enfadarme.
—Si no me crees, ve a ver a la mujer sabia. Examinó a mi marido y decidió que estaba demasiado débil para levantarse.
Paneb, intrigado, se fue a grandes pasos a la consulta, donde Clara curaba el tobillo torcido de un muchacho demasiado fogoso.
—Casa finge estar enfermo —acusó el coloso.
—Sufre una infección renal; lo curaré en pocos días —precisó la mujer sabia.
—No me digas que es incapaz de levantarse, de caminar y trabajar.
—Por desgracia, sí.
—Si me dejas, yo lo curaré más rápidamente que tú.
—Nuestra regla te prohíbe emplear a un enfermo en una obra.
No podía hacer otra cosa, por lo que Paneb pasó por casa del escriba de la Tumba para que anotase en el Diario el nombre de Casa y las razones de su ausencia.
Le sorprendió encontrarlo vestido con una grosera túnica, con el material de escritura al alcance de la mano.
—¿Acaso pensáis trepar hasta el collado, Kenhir?
—Pero bueno… ¡Pues claro! ¿Acaso has imaginado que no te ayudaría en la excavación de una nueva tumba real? En marcha.
Viento del Norte, el asno de Paneb, se había puesto a la cabeza del cortejo. Tan robusto como su dueño, había aceptado llevar las cosas del escriba de la Tumba y él era el que marcaba el ritmo del ascenso, deplorando la lentitud de los bípedos y la falta de seguridad de sus pies.
No sin emoción, el maestro de obras regresaba al camino del collado, donde se habían construido unos oratorios y unas chozas de piedra. Allí dormían los artesanos durante los períodos de trabajo, y allí se sentían más cerca del cielo. Para preservar la serenidad del paraje estaba prohibido encender fuego y cocer alimentos; pero los aldeanos estaban autorizados a entregar excelentes comidas.
Las noches pasadas en el collado eran inolvidables. Paneb se sentaba en el tejado de su choza, formado por gruesos bloques de calcáreo unidos con mortero, y admiraba la Gran Obra, rodeada de las imperecederas estrellas.
—¿Tú tampoco duermes? —advirtió Kenhir.
—La jornada que hemos pasado restaurando las estelas consagradas a los antepasados me ha quitado el sueño. Ni por un instante he dejado de pensar en Nefer, cuya presencia es, aquí, casi palpable.
—No te preocupes, tú la preservas y la prolongas… ¿Has pensado bien en la obra que quieres emprender?
—El fuego que me habita desde siempre me dictó el plano de la morada de eternidad de Tausert.
—No has cambiado, Paneb… Desde el momento en que te defendí, ante el tribunal de admisión de la cofradía, sabía que superarías todos los obstáculos. Y ni siquiera la más alta función te ha hecho perder un ápice de tu determinación y tu deseo. De todos modos, sé prudente: los demás artesanos no están hechos de la misma pasta que tú.
Kenhir regresó a su choza, la única que tenía tres estancias: la primera incluía un banco con un sitial en U, con el nombre de su propietario inscrito, y unas jarras de agua fresca; la segunda, un lecho de piedra cubierto de una estera, y la tercera era un despacho donde el anciano escriba redactaba el Diario de la Tumba.
En aquella modesta morada, Kenhir olvidaba su edad y sus dolores, pues recordaba las grandes horas de la cofradía en las que había tenido la suerte de participar. ¡Qué razón había tenido al renunciar a una carrera tan brillante como trivial para ponerse al servicio del Lugar de Verdad! ¿Dónde, si no allí, se habría acercado tanto al misterio de la vida? ¿Dónde habría vivido una fraternidad que las pruebas no dejaban de reforzar?
Penbu, el policía nubio encargado de vigilar el almacén de material, a la entrada del Valle de los Reyes, dejó pasar a Viento del Norte, el asno más célebre de la orilla oeste, pero observó a los artesanos con mirada inquisidora.
—Falta uno —advirtió.
—Casa la Cuerda está enfermo —explicó el escriba de la Tumba—; se reunirá con nosotros la semana que viene.
El maestro de obras llamó a Tusa, el colega nubio de Penbu, y le dio la orden de vigilar la entrada de la tumba de Tausert en cuanto estuviera excavada. El policía iba armado con una espada corta, un puñal, un arco, flechas y una honda, y estaba autorizado a dispararle a cualquier sospechoso que intentara aventurarse por aquellos parajes.
Con la ayuda del carpintero Didia, Ched el Salvador ya estaba instalando un taller en una profunda grieta de la roca. La equiparon con unas tablas para colocar botes, crisoles, recipientes y panes de color, protegidos del sol por una tela blanca. La tumba era inmensa, por lo que dibujantes y pintores necesitarían muchísimo material.
Ante la roca intacta aún, la mujer sabia entregó al maestro de obras el delantal dorado, el mazo y el cincel de oro con los que desprendió el primer fragmento de calcáreo, que fue examinado por Fenecí la Nariz.
—Perfecto —dijo.
Paneb utilizó el gran pico en el que el fuego del cielo había trazado el hocico y las dos orejas de Seth, luego los canteros lo ayudaron con todas sus fuerzas. Se inició el acompasado baile de las herramientas, mientras los demás artesanos recogían los restos en fuertes cestos de mimbre y los sacaban del paraje.
—¡Esa pared es una delicia! —exclamó Nakht el Poderoso—. Se diría que estaba esperándonos.
—No hables tanto —le aconsejó Karo el Huraño—, de lo contrario, tu brazo se cansará.
—Y tú, golpea al compás o te destrozarás un músculo. Ya tenemos a uno lesionado.
Sin decir palabra, Paneb se interpuso en seguida. Y las herramientas cantaron a coro con la roca.
—Hay que deshacerse de inmediato de ese Tran-Bel —decidió el general—. Supongo que lo harás encantada, palomita mía.
Serketa le daba un masaje en la espalda a su marido, que estaba tendido junto a la alberca de los lotos.
—Me divertiría mucho, pero aún es demasiado pronto, tierno león mío.
—¿Deseas darle una oportunidad a ese rufián?
—Todavía puede servirnos para algo.
—Ya no tengo nada que temer de Tausert, ¿por qué voy a preocuparme por un mediocre que sólo piensa en traicionarnos?
—¡Precisamente porque es mediocre! No podemos encontrar mejor aliado para llevar a cabo el plan que he ideado.
El general se dio la vuelta, intrigado.
—¿Tran-Bel, un aliado? ¡Estás desvariando, Serketa! Para él sólo cuentan los beneficios.
Ella pasó lentamente el dedo índice por el ancho torso de Méhy.
—Precisamente por eso, cocodrilo mío, precisamente. Ese estúpido sirio no sospechará nada. Quedará, incluso, tan cautivado que no tomará ninguna precaución.
—Me intrigas… ¿Te estás volviendo estratega?
—Decídelo tú…
A medida que Serketa exponía su plan, a Méhy se le hacía la boca agua. No sólo era una idea excelente sino que, además, les procuraría una decisiva ventaja sobre la cofradía.
Paneb no hubiera creído que el trabajo iba a avanzar con tanta rapidez. Pero el entusiasmo de los artesanos y la precisión de sus manos había permitido excavar ampliamente la roca y hacer que la bajada progresara con gran rapidez.
Una vez curado de su afección renal, Casa la Cuerda se había reunido con sus compañeros y había demostrado que su vigor seguía intacto.
En el taller de dibujo, el programa iconográfico iba tomando forma. Los escultores no se quedaban atrás, y el maestro de obras no había tenido que intervenir para estimular su inspiración.
Kenhir vivía una nueva alegría, de insospechada profundidad: gracias a su irradiación y al poder de su magia personal, Paneb el Ardiente había conseguido dar un nuevo impulso al equipo, cuyas cualidades parecían inagotables.
Cada anochecer, revivían la felicidad en el collado. Se alegraban por el trabajo realizado, se planeaba el del día siguiente y se discutía el menor detalle técnico, hasta que el maestro de obras decidía. La morada de eternidad de Tausert parecía haberse apoderado de todo el equipo de la derecha, e incluso Ched el Salvador, tan distante por lo común, estaba entusiasmado con la construcción de aquella nueva Gran Obra.
Paneb, alimentado por esa sed de creación, ignoraba el cansancio, y sólo dormía dos horas por noche. Contemplando las estrellas, obtenía fuerzas para el día siguiente.
El maestro de obras era el primero en levantarse. Se arrodillaba ante una estela grabada por uno de sus predecesores y pronunciaba las fórmulas rituales de salutación al sol resucitado, antes de despertar a quienes tenían el sueño más profundo.
Kenhir se desperezaba penosamente.
—Yo ya no estoy para estos trotes… ¡Pero qué maravillosos momentos estamos viviendo!
—Parecen serlo, en efecto.
—Piensas en el traidor, ¿no es cierto?
—Y en el asesinato de Nefer, como todas las mañanas.
—Temo que todo se haya dicho ya.
La mirada del maestro de obras se clavó en el horizonte.
—Alguien trepa por el sendero que lleva al collado.
—¿Estás seguro?
—Y creo que se trata de una mujer.