El funcionario se había asustado tanto que estaba entre los primeros visitantes que solicitaban ser recibido por el administrador principal de la orilla oeste. Para evitar que quienes lo rodeaban se dieran cuenta de que tenía prisa por hablar con el guardián de los archivos, Méhy lo había hecho pasar en tercer lugar.
A pesar del fresco matinal, el hombre sudaba profusamente.
—Siéntate —le dijo el general, cerrando la puerta.
—No hace falta… Os lo he traído todo.
—Muéstramelo.
El funcionario abrió un cesto cuadrado, del que sacó cinco papiros que Méhy examinó uno a uno. Si hubieran caído en manos de Tausert, habría podido comprender que, desde hacía varios años, el general desviaba fondos públicos en su propio beneficio. Ciertamente, había que poseer profundos conocimientos de contabilidad y tener el olfato de un perro de caza, pero sería mejor no correr ningún riesgo.
—He borrado el número de estos papiros de la lista general —añadió el guardián de los archivos, al que le temblaban las manos—. Ahora es como si nunca hubieran existido.
—Perfecto, amigo mío.
—¿Y… mi nuevo cargo?
—El mes que viene apoyaré tu candidatura y entrarás en funciones poco después. Permíteme que te envíe unos vasos cretenses de colores que te encantarán.
—¡Es demasiado, realmente demasiado!
—Nunca es demasiado para los amigos. No dudes de que has tomado la decisión adecuada.
Gracias a su nuevo salario, el ex guardián de los archivos del Tesoro cambiaría primero de casa y, luego, emprendería la conquista de una mujer agradable que no sabría resistirse a sus atractivos.
Había estudiado demasiados documentos contables, y el funcionario ya no creía en los sentimientos, pero tenía plena confianza en el irresistible poder de las cifras.
Contempló con desdén su casita de dos pisos, en el arrabal norte de Tebas. ¿Cómo era posible que él, que era apto para tan altas funciones, pudiera haberse conformado, durante tanto tiempo, con tan poco? ¡Y aquel minúsculo jardín, poblado por dos viejas palmeras, no era realmente digno de un hombre de su condición!
Muy pronto descansaría a la sombra de los magníficos árboles plantados a orillas de su estanque privado.
Una mujer que agachaba humildemente la cabeza se presentó ante él.
—Unos valiosos vasos… ¿Son para vos?
—¡Claro que sí! Deja en seguida tu cesto en esa mesita.
Impaciente por descubrir el pequeño tesoro que Méhy le regalaba, el funcionario desató el cordel y levantó la tapa.
Enfurecida por la larga reclusión, una víbora negra dio un salto para morder a su víctima en el cuello.
El infeliz se llevó las manos a la herida, aterrorizado.
—¡Un médico, pronto!
—Es inútil —afirmó Serketa, a quien el funcionario apenas reconoció, pues iba muy bien maquillada—. En menos de tres minutos estarás muerto.
—¡Ayudadme, os lo suplico!
—El general sabía que no lograrías dominar tu lengua… Te dejo con la víbora. Yo me llevaré los vasos.
Serketa escapó del funcionario, cuyos desordenados movimientos sólo consiguieron precipitar la difusión del veneno en su sangre.
Mientras asistía a la rápida agonía, la asesina pensó que, gracias a la desaparición de los documentos comprometedores, el general ya estaba a salvo; pero Tausert proseguiría su investigación y acabaría dándose cuenta de que Méhy reinaba sobre Tebas por medio de la corrupción y las amenazas.
Antes de que atacase a su marido, Serketa ya habría acabado con ella.
Reunidos en su local, recién pintado, los artesanos del equipo de la derecha habían escuchado con atención el breve discurso de Paneb el Ardiente.
Karo el Huraño, indignado, se expresó con vehemencia.
—¿No nos habías prometido que respetarías los horarios de trabajo habituales y que no suprimirías ningún día de descanso? ¡Y ahora nos exiges que realicemos trabajos forzados para que terminemos lo antes posible la morada de eternidad de Tausert!
—No reniego de mis compromisos —aceptó el maestro de obras—, y no tengo la intención de contrariar vuestra voluntad.
—Si nos negamos, no podrás excavar y decorar la tumba tú solo —supuso Pai el Pedazo de Pan.
—Pues será necesario, si ninguno de vosotros acepta esforzarse un poco más de lo habitual.
—¿Cuáles son las verdaderas razones de tu actitud? —preguntó Ched el Salvador, esbozando una irónica sonrisa.
—Puesto que estamos hablando protegidos por el sello del secreto, sabed que el reinado de Tausert puede ser breve y que ella espera excelencia y rapidez de nuestra cofradía, que le den, a la vez, un templo de millones de años y una morada de eternidad.
—¿Y por qué construirla tan vasta? —preguntó Gau el Preciso—. La tumba del primero de los Ramsés, que ocupó el trono durante menos de dos años, es pequeña aunque espléndida.
—Las dimensiones de las tumbas reales no dependen de la longitud de los reinados —repuso Paneb—. Tras tantos años de experiencia, todos sois expertos en vuestro oficio, y sois capaces de llevar a cabo una obra de ese tamaño.
—¿De dónde sacas tus informaciones? —inquirió Unesh el Chacal.
—Es un simple presentimiento de la propia Tausert.
—¿Y qué dice la mujer sabia? —preguntó Fened la Nariz.
—Nada.
—Mala señal —advirtió Ipuy el Examinador.
—¡El proyecto del maestro de obras me parece exaltante! —declaró Nakht el Poderoso—. Hemos trabajado mucho para el exterior durante los últimos meses y ya es hora de que nos consagremos a lo esencial.
—¿Acaso lo más divertido no es intentar lo imposible? —sugirió Ched el Salvador—. Disponer de un largo plazo de tiempo para crear una tumba como la de Siptah no nos permitió recurrir a nuestras reservas y exigir de nuestras manos lo que no habían dado aún. No tengo la energía ni la salud de Paneb, pero participaré en la aventura tan intensamente como mis fuerzas me lo permitan.
—Seremos dos, por lo menos —precisó Didia el Generoso, con calma.
—Basta ya de cháchara —interrumpió Thuty el Sabio—: ¿quién se opone al maestro de obras?
—¡Bah! —exclamó Karo el Huraño—. Aquí nunca hay modo de discutir… En vez de estar perdiendo el tiempo, sería mejor que nos dispusiéramos a partir hacia el Valle de los Reyes.
Serketa había dormido hasta mediodía, colmada por el asesinato que acababa de cometer. Pero su beatitud había desaparecido brutalmente cuando, al contemplarse en un espejo, había descubierto, horrorizada, una pequeña arruga en la comisura de los labios.
Inmediatamente llamó a su camarera y a su peluquera, profiriendo estridentes gritos, para que le llevaran cremas y ungüentos.
—¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que esta monstruosidad me desfigure el rostro! ¡Y llamad de inmediato a mi médico!
Una vez maquillada, Serketa se sintió algo aliviada. Su intendente le dirigió la palabra con deferencia.
—Un visitante os está esperando desde primeras horas de la mañana, dama Serketa.
—¿Cómo se llama?
—Se ha negado a decírmelo. He intentado despedirle pero dice que debe entregaros un mensaje importante. Y en esas circunstancias, sólo vuestra decisión…
—¿Cómo es?
—Talla mediana, grueso, cabeza redonda, pelo negro…
—Instálalo en el quiosco y dile que voy en seguida.
El intendente no se había atrevido a decirle que el visitante, de aspecto vulgar, se parecía mucho al general Méhy. Serketa, sin embargo, estaba convencida de que se trataba de Tran-Bel, el pequeño mercader de muebles que bailaba al son que ella tocaba.
La esposa del general comprobó su maquillaje antes de reunirse con un huésped tan inesperado como indeseable.
Lamentablemente, se trataba en efecto del mercader, con su falsa sonrisa y sus aires hipócritas.
—¿Qué mosca te ha picado, Tran-Bel? ¡No te autoricé a venir a molestarme a mi casa!
—Perdonad mi insolencia, dama Serketa, pero era urgente. Espero que nadie pueda oírnos.
—Nadie.
—En Tebas circulan innumerables rumores… Es difícil discernir lo cierto de lo falso, pero no cabe duda de que la reina Tausert se comporta como un verdadero faraón y que la posición de vuestro marido se ve por ello… debilitada. Ahora bien, vos y yo estamos muy unidos.
—¿De dónde sacas tú eso?
—Recordadlo, dama Serketa… Uno de los artesanos del Lugar de Verdad es uno de vuestros íntimos amigos, y yo conozco a ese artesano. ¿No valdría mucho oro una información como ésa, si se la vendiera a Tausert?
De los ojos de Serketa salieron chispas.
—¡Oh, ya sé lo que estáis pensando! Sobre todo, no lo intentéis, pues he tomado mis precauciones. Además, tengo confianza en vos y estoy convencido de que el general Méhy tiene un gran porvenir.
«El bueno de Tran-Bel resulta molesto y, si desapareciese, ni mi marido ni yo lo íbamos a lamentar.»
—¿Qué quieres?
—Primero, el precio de mi silencio; luego, ser socio de uno de vuestros negocios. Uno de los mejores, claro está.
Serketa contempló durante largo rato al mercader.
—De acuerdo —decidió finalmente.