Paneb había propuesto a Tausert construir su templo de millones de años entre el de Merenptah y el de Tutmosis IV. La reina-faraón había estado de acuerdo, por lo que el maestro de obras dibujó de inmediato un plano en un rollo de cuero, antes de exponérselo a Hay, jefe del equipo de la izquierda, encargado de construir el edificio con la mayor rapidez. Él era quien procuraría a la soberana la energía necesaria para reinar y combatir las fuerzas del mal.
Ningún profano habría podido descifrar las indicaciones en codos y las plantillas de proporciones que utilizaba el arquitecto para dar vida al templo. Los primeros bloques, que habían sido encargados a las canteras en cuanto se anunció la coronación de Tausert, llegaban a la obra, tallados de forma irregular para que su poder no se perdiera durante el ensamblado, pues la simetría hubiera engendrado la uniformidad y la muerte. Fueron colocados sobre narrias y balancines de gran tamaño, que facilitarían el transporte y la colocación, y fueron examinados uno a uno. El maestro de obras rechazó tres de ellos.
—¿Has preparado el mortero? —preguntó Paneb a Hay.
—Hemos elegido un excelente yeso que ha reaccionado muy bien a la cocción, y nuestras junturas horizontales serán de poco grosor. Las pruebas de lubrificante para el deslizamiento de los troncos han sido satisfactorias.
Hay posó la mano, amorosamente, en una de las piedras destinadas a la primera hilada.
—Ese gres vibra de un modo armonioso —estimó—; construiremos gruesos muros sin olvidar darles el fruto que asegure la circulación de la savia mineral.
Paneb excavó personalmente la primera cola de milano gracias a la que dos bloques se unirían para siempre. Hay la llenó con un trozo de rama de acacia, luego repartió el trabajo entre los artesanos del equipo de la izquierda y cada cual puso su marca en las piedras que trabajaría.
Cuando Paneb oyó que los artesanos silbaban los primeros compases de la canción que celebraba la belleza de la obra, supo que los trabajos se desarrollarían sin incidentes.
Los guardias del palacio real parecían casi enclenques al lado del maestro de obras del Lugar de Verdad. Su capitán se hizo, pues, acompañar por seis hombres para conducir al coloso hasta el gran despacho donde Tausert había trabajado durante toda la mañana en compañía de los responsables de la irrigación.
La reina-faraón disipó su fatiga perfumándose y bebiendo una copa de leche fresca con cilantro antes de recibir a Paneb.
—La construcción de vuestro templo de millones de años ha empezado, majestad. La entrega de los últimos bloques de gres se realizará antes del fin de semana, y podréis consagrar el naos en menos de dos meses. A partir de ese instante, el santuario estará en actividad y los ritualistas oficiarán allí, cada mañana, en vuestro nombre.
—¡Excelentes noticias, maestro de obras!
—Queda por emprender lo más difícil, majestad.
—Te refieres a mi morada de eternidad… ¿Qué emplazamiento me propones?
Paneb sintió cierta aprensión al desvelar su proyecto, por miedo a decepcionar a la soberana.
Y Tausert no podía confesarle que ella misma era presa de la inquietud. ¿En qué lugar del Valle deseaba la cofradía abrir el crisol alquímico en el que resucitaría su alma de faraón?
—¿No sería preferible que lo descubrierais en el propio paraje, majestad?
Los guardias nubios se apartaron ante Tausert y el maestro de obras, que penetraron en silencio en el Valle de los Reyes, sobrevolado por una pareja de halcones peregrinos. El calor era intenso, los acantilados brillaban con una luz cegadora.
Paneb, que iba delante de la soberana, pasó junto a la tumba de Ramsés el Grande, dejó a su derecha la de su hijo Merenptah y a su izquierda la de Amenmés, antes de tomar el sendero que llevaba hacia el sur y bifurcar, luego, hacia el oeste.
El maestro de obras no se detuvo ante la morada de eternidad de Siptah, situada casi enfrente de la del canciller Bay. Prosiguiendo hacia el sur, se paró un poco antes de llegar a la tumba del primero de los Tutmosis, en cuyas proximidades se había excavado la de Seti II.
—He aquí el emplazamiento elegido por la mujer sabia —declaró Paneb—. Según Fened la Nariz y yo mismo, es excelente.
—El centro de un triángulo cuya base está formada por Bay y Siptah y cuyo vértice es ocupado por mi esposo difunto… ¿Es ésa la razón por la que lo habéis elegido?
—La roca es pura y responde bien al cincel. Excavaremos a gran profundidad sin demasiadas dificultades.
Tausert tocó el acantilado.
—¡Será aquí, pues!
—Si place a vuestra majestad.
—El lugar es magnífico, Paneb.
El maestro de obras sintió que Tausert necesitaba meditar, a solas, ante aquella roca no violada aún, donde su alma residiría por toda la eternidad. Se apartó, pues, para contemplarla, inmóvil bajo el sol e indiferente a sus dentelladas. Y el maestro de obras supo que la reina-faraón y él habían nacido de un mismo fuego.
El tiempo se detuvo, el espíritu del Valle de los Reyes penetró en el corazón de Tausert e hizo de una mujer y una reina un faraón de Egipto.
—Paneb…
El coloso se aproximó.
—¿Cuándo iniciarás los trabajos?
—Sólo esperaba vuestra conformidad.
—Muéstrame el plan previsto.
El maestro de obras lo trazó en la arena. Aquel simple gesto le recordó su adolescencia y su insaciable deseo de dibujar la vida y sus secretos.
—Pero… ¡Has previsto una tumba inmensa!
—No sólo inmensa, también decorada con pinturas inéditas.
—¿No será un trabajo demasiado ambicioso?
—La cofradía está formada por artesanos lo bastante expertos para llevarlo a cabo.
El soberbio rostro de Tausert se ensombreció.
—No creo que el destino me conceda un largo reinado… y estoy impaciente por ir junto a Seti.
Paneb, conmovido, no consiguió pronunciar unas palabras insípidas que la soberana ni siquiera hubiera escuchado.
—Majestad…
—Te escucho, maestro de obras.
—La cofradía dará lo mejor de sí misma, y yo pintaré día y noche. Trabajaremos sin cesar para realizar este proyecto.
Tausert sonrió con gravedad.
—Confío en ti, Paneb.
Al coloso le hubiera gustado pronunciar otras palabras, pero los dioses no se lo permitían. Todo lo que podría obtener de aquella mujer sublime sería esa mirada de pureza más ardiente que las brasas.
Méhy y Serketa organizaban banquete tras banquete, para poder entrevistarse en privado con los principales notables de la provincia tebana. El general había advertido que su prestigio seguía intacto, aunque nadie discutiera la autoridad de la reina-faraón.
Pero Tausert no tardaría en identificar a los miembros de la red de Méhy y en comprender cómo los utilizaba para mantener su dominio sobre la ciudad del dios Amón. A cambio de su fidelidad, éstos habían exigido más privilegios, y el general se había visto obligado a concedérselos.
Mientras él se hacía mala sangre, Serketa desplegaba sus encantos ante el guardián de los archivos del Tesoro, un funcionario obtuso y venal, aficionado a las mujeres hermosas e inaccesibles. La esposa del general era demasiado exuberante para su gusto, pero de buena gana dejaba que sus ojos se posaran en sus apetitosas curvas. Y cuando Serketa adoptaba su tono de niña boba, él sentía que lo dominaban extrañas pulsiones.
—¿Habéis probado ese vino blanco, querido amigo? —preguntó Méhy, acercándose a la pareja.
—Me temo que ya he bebido demasiado…
—Ni hablar, hay que saber gozar de los placeres de la vida —afirmó el general, sirviendo generosamente a su huésped.
—Nuestro amigo es encantador —susurró Serketa—. ¡Y es tan divertido!
—Me halagáis, dama Serketa.
—Para seros franca, muchos altos funcionarios no son precisamente demasiado ocurrentes. Vos sois tan distinto… Estoy convencida de que mi marido no tardará en obtener un ascenso para vos.
—Excelente idea —aprobó el general—. ¿Qué os parecería un puesto de subdirector en la administración central de la orilla oeste?
El guardián de los archivos se quedó gratamente sorprendido.
—Sería… Es…
—Con una remuneración doble, claro está.
—No sé yo si sabré estar a la altura…
—No os preocupéis por eso. Sólo hay que cumplir una pequeña condición: sacar de los archivos los papiros contables que hay en esta lista y traérmelos mañana por la mañana.
El funcionario dio un respingo.
—No puedo hacer eso, yo…
Serketa se colgó de su brazo.
—Sois tan amable, ¿no haríais eso por nosotros?
—Me debéis vuestro puesto —recordó Méhy—, y me deberéis vuestro ascenso. ¿Puedo contar con vos, sí o no?
La gélida mirada del general petrificó al guardián de los archivos.
—Sí, sí… Claro que podéis.