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Tras un mes de regocijo, Pi-Ramsés, aturdida aún por los festejos de la coronación de Set-Nakht, volvía poco a poco a la vida cotidiana. Así pues, al nuevo faraón no le sorprendió ver cómo el visir Hori entraba en sus aposentos privados, poco después del amanecer.

—Siento mucho importunaros tan pronto, majestad, pero debemos examinar juntos muchos expedientes para que yo pueda adoptar medidas concretas.

A Set-Nakht no le asustaba el trabajo. Abandonó, pues, su abundante desayuno para sentarse ante el primer ministro.

—Tengo excelentes noticias —prosiguió Hori—. Tebas ha celebrado con entusiasmo la coronación del faraón Tausert, que se instaló en palacio tras los funerales del rey Siptah. Aquí tengo el programa de las grandes obras que se deben realizar, especialmente las del Delta que, sin duda, vos supervisaréis con mucha atención.

—Creía que ibais a dimitir si yo tomaba la cabeza del Estado…

—Como os prometí, majestad, sigo siendo fiel a la reina Tausert. También ella se encarga de gobernar las Dos Tierras y sigo, pues, sirviéndola… sin dejar de recordaros vuestros compromisos.

Si el rey se hubiera entregado al furor de Set, de buena gana hubiera aplastado al insolente visir. Set-Nakht no confiaba en nadie, salvo en su primogénito. El tal Hori era honesto e intransigente, y Set-Nakht había pensado en varios cortesanos para sustituirlo, pero ninguno sería capaz de realizar su trabajo con tanta competencia.

Una vez más, Tausert había acertado al nombrar a aquel visir y al presentir que Set-Nakht no iba a despedirlo.

—Tengo la sensación de que debemos trabajar juntos…

—Me alegro mucho, majestad. Voy, pues, a exponeros varios problemas, a escuchar vuestras soluciones y a solicitar la opinión de la reina-faraón Tausert que, sin duda alguna, buscará siempre un terreno de entendimiento. Con un mínimo de buena voluntad y mucha paciencia, tendríamos que obtener excelentes resultados.

—¿Cómo os encontráis, padre mío?

—Estoy agotado y encantado —respondió Set-Nakht a su hijo mayor—. Agotado porque el visir Hori no me deja un solo día de descanso. Encantado, porque me escucha con atención y no se opone sistemáticamente a mis decisiones. Sin embargo…

—Sin embargo, él es los ojos y los oídos de Tausert en la capital y os impide actuar a vuestra guisa.

—No es posible decirlo más claro, hijo mío.

—Y como esta situación os incomoda, habéis pensado consultar conmigo para que yo os dé una solución.

—¿Acaso me lees el pensamiento?

—Conozco vuestro carácter y sé que compartir el poder no os conviene en absoluto.

—¿Ya quién le convendría?

—¿Cuál es vuestra solución?

—¿Acaso no la imaginas?

—Me temo que sí, padre. Destituir a Hori y sustituirlo por un hombre de paja sería un grave error. Ese visir es un hombre respetado y respetable cuya gestión no es criticada por nadie.

—¡Es la sombra gris de Tausert!

—Y qué importa eso si habéis establecido con ella un pacto y respetaréis vuestra palabra. El acuerdo es un buen acuerdo, padre; no intentéis romperlo.

Set-Nakht respiró, aliviado.

El consejo de su primogénito era exactamente el que estaba esperando y lo nombraría, pues, como estaba previsto, comandante en jefe de los ejércitos egipcios.

El banquete ofrecido por Méhy en honor de Tausert, que acababa de instalarse en el palacio situado junto a Karnak, había deslumbrado incluso a los más hastiados. La reina-faraón sólo había asistido a los festejos durante unos minutos, el tiempo necesario para recibir el homenaje de los dignatarios tebanos, pero su breve aparición había bastado para seducirlos hasta convertirlos en unos partidarios incondicionales.

—¡Qué mujer! —dijo el alcalde al general—, ¡y qué inteligencia política! No me sorprenderá en absoluto que Tausert consiga reducir progresivamente las prerrogativas de Set-Nakht y reconquistar el conjunto del territorio.

—¿No habréis sucumbido a los encantos de nuestra soberana?

—¿Y quién no? Un faraón que establece su residencia en Tebas, ¡qué honor para nuestra ciudad! Pi-Ramsés pierde, así, un poco de su soberbia. Pero tenéis mala cara, Méhy…

—Sólo estoy algo cansado.

—¡Tendríais que descansar más! El mando de nuestras tropas, la administración de la orilla oeste, vuestra incesante labor para mantener la prosperidad de nuestra provincia… Tanta abnegación por el bien público os valen la admiración general, pero deberíais pensar un poco en vos mismo.

—Tranquilizaos, estoy bien.

—No temáis: los notables se deshacen en elogios hacia vos, y la reina os confirmará en vuestras funciones. Yo mismo he elogiado vuestras cualidades de estadista.

—Os lo agradezco.

—¡Era lo mínimo que podía hacer, Méhy! Escuchad mi consejo y cuidaos.

El general esbozó una crispada sonrisa. En cuanto el alcalde se alejó para verter su chorro de melosas palabras en otros oídos, Méhy abandonó la sala de recepción, donde la embriaguez se había apoderado de la mayoría de los invitados. Tras unas jornadas de angustia, los ricos tebanos podían relajarse por fin. Como Tausert les había prometido, el nuevo régimen no modificaría las jerarquías vigentes.

Méhy, que estaba hecho un manojo de nervios, bebió un trago de licor de dátiles que le abrasó la garganta. El cansancio… Le importaba un pimiento cuando sentía que estaba atrapado, como una de sus presas, por las que no sentía compasión alguna. Hasta el momento, había sido el dueño indiscutible de la región, pero ahora debía someterse a la voluntad de la reina-faraón, que evidentemente no tenía intención de cederle ni una onza de soberanía. Cuando terminaron los funerales de Siptah, Tausert había abandonado el Lugar de Verdad para instalarse en la orilla este donde, en la gran sala de audiencias del palacio que antaño había usado Ramsés el Grande, había convocado a las diez personalidades tebanas más influyentes, a cuya cabeza figuraba Méhy.

El discurso había sido breve y claro: la reina-faraón pretendía supervisar todos los sectores de actividad, incluido el ejército. Méhy se había visto obligado a permitir que inspeccionara de inmediato el cuartel principal, donde la reina había hablado con los oficiales superiores antes de presenciar unas maniobras de los carros y la infantería.

El general, profundamente humillado, tuvo que comportarse como un leal servidor de Su Majestad que, en adelante, sería la única que diera unas órdenes que Méhy tendría que acatar sin discusión.

—¿Piensas en esa maldita reina, dulce amor mío? —murmuró Serketa, acariciándole la mejilla.

—No tardará en meter las narices en los archivos del Tesoro y controlar mis actividades… Al menor tropiezo, las babosas como el alcalde no vacilarán ni un instante en llenarme de babas.

—Siempre que yo les dé tiempo, tierno león mío.

—¡No hagas nada sin mi permiso! —ordenó el general.

—¿No deberíamos pensar en acabar con esa tigresa?

Méhy tomó a su esposa por la cintura y la estrechó contra sí.

—Tal vez, palomita mía, tal vez… Pero cuando yo lo decida. ¿Está claro?

—¿No sería mejor hacerlo lo antes posible?

—Espero que la ofensiva de Tausert sólo sea un farol para deslumbrar a los cortesanos, y que muy pronto se limitará a llevar una vida tranquila que yo me esforzaré en procurarle. ¿Por qué no va a concederme su confianza, como los demás?

—Porque es faraón y, además, una mujer de poder. Desconfía de ella, es una adversaria temible.

Méhy se tomó muy en serio la advertencia de Serketa.

—Si es necesario, intervendremos antes de que pueda comprender cómo me aprovecho de Tebas.

Serketa estaba encantada, y ya imaginaba el delicioso momento en el que tendría el placer de asesinar a un faraón.

—¿Ha llegado Daktair?

—Te está esperando en tu despacho.

Aquel hombrecillo gordo y barbudo no podía estarse quieto. Cuando vio aparecer a Méhy, dio rienda suelta a su cólera.

—¡Por fin! ¿Por qué no he sido invitado a esa recepción y por qué me han hecho entrar con la cabeza encapuchada?

—Porque esta entrevista debe ser secreta.

La animosidad de Daktair cesó de pronto. La actitud de Méhy significaba que el general había decidido recuperar la iniciativa.

—¿Acaso necesitáis mis servicios? —preguntó el sabio, con voz almibarada.

—Descubrí un campamento libio en el desierto del oeste.

Daktair palideció.

—¡Libio! ¿Acaso piensan… atacar Tebas?

—Se trata tan sólo de exploradores, pero hacía mucho tiempo que no se atrevían a acercarse tanto.

—Supongo que habréis enviado un destacamento para interceptarlos.

—Tausert me crea muchos problemas y tal vez necesite nuevos aliados.

—¡Aliados libios…! ¡Pero si son los eternos enemigos de Egipto!

—Todo depende de las circunstancias, mi querido Daktair. Partirás con algunos policías del desierto que conocen perfectamente la región e interceptaréis a los exploradores.

—¡Los policías los matarán!

—Mis órdenes serán estrictas y tú te encargarás de velar por su escrupulosa ejecución: primero interrogarlos, y luego entregarles un mensaje de mi parte.

El sabio quedó estupefacto.

—Dicho de otro modo… ¡Liberaremos a unos prisioneros libios! Los policías no lo aceptarán nunca.

—Las órdenes son las órdenes… Y también tú tendrás las tuyas.

El general reveló a Daktair lo que esperaba de él.

—El riesgo es enorme…

—No tienes elección, amigo mío.

La gélida mirada de Méhy disuadió al sabio de protestar.

—Consíguelo, Daktair. De lo contrario, estarás acabado.