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Méhy, que había sido avisado de la llegada de la regente, había puesto sus tropas en estado de alerta. ¿Recibiría el general a una reina que ya no lo era o al nuevo faraón? Sus informadores de Pi-Ramsés no habían podido responderle a esa pregunta. Sólo sabían que Set-Nakht y Tausert se habían entrevistado durante largo rato, a solas, antes de que la regente partiera hacia Tebas. Pero no se había filtrado ninguna información, y sería preciso aguardar las declaraciones de Tausert, al finalizar los funerales del rey Siptah, para saber si había renunciado al trono o si se disponía a provocar una guerra civil.

Méhy, corroído por la incertidumbre, había ido a cazar al desierto del oeste. Matar a sus presas le calmaba los nervios y le devolvía la lucidez que tanto necesitaría durante su encuentro con la regente. Como responsable de su seguridad, intentaría sonsacarle su última decisión, y entonces tendría que tomar partido, a su favor o contra ella.

Si se convertía en un fiel servidor de Set-Nakht, por algún tiempo al menos, le entregaría a la regente, preferentemente muerta, para que no pudiera irse de la lengua. En cambio, si se enrolaba en el bando de Tausert, tendría que convencerla de que lanzase una ofensiva relámpago contra su enemigo, utilizando las armas de que disponía.

Méhy aún no estaba satisfecho después de haber atravesado con sus flechas varias liebres, un corzo y dos gacelas. Dueño de la vida y de la muerte, el general fulminaba con su omnipotencia aterrorizadas criaturas que no conseguían escapar de él.

Entonces lo descubrió: un magnífico zorro del desierto, provisto de una soberbia cola de color blanco y anaranjado. La pequeña fiera, sintiéndose descubierta, se refugió bajo una piedra plana, al pie de un montículo de arena.

Méhy sonrió.

Creyendo que estaba a cubierto, el zorro se había condenado a muerte. Al general no le costaría en absoluto desplazar la piedra, ampliar el cubil y alcanzar a su víctima en las profundidades de su antro. Y le atravesaría el cuello antes de rematarlo con el puñal.

Pero un detalle insólito le llamó la atención: una pluma de avestruz rota.

Aquella estúpida ave no era rara en aquellos parajes, pero la pluma tenía una particularidad: estaba pintada de vivos colores.

El general excavó en la arena, y encontró los restos de un fuego de campamento.

Sólo los libios solían llevar ese tipo de emblema, sujeto en sus cabelleras, cuando partían a guerrear.

Exploradores procedentes de Libia se habían atrevido a acercarse tanto a Tebas… Méhy debería haber acudido inmediatamente al cuartel principal para iniciar una operación de peinado, pero tal y como estaba la situación en el país, pensó que podría hacer algo mejor. Pese al odio que sentía por Egipto, un libio se vendía siempre al mejor postor; añadir algunos mercenarios sin fe ni ley a su panoplia de guerreros aumentaría las posibilidades de victoria de Méhy. Ciertamente, tomar contacto con aquellos combatientes, a menudo ebrios o drogados, iba a ser especialmente delicado; pero el general ya tenía un plan para evitar cualquier problema si fracasaba en su intento.

Quedaba el zorro, que debía de pensar que su mediocre artimaña le había salvado la vida.

Pero se equivocaba.

Méhy levantó la piedra, ensanchó el orificio del cubil, en el que penetró con violencia la luz del día.

La pequeña fiera contempló a su asesino desde el fondo de su escondrijo.

Méhy ya había visto antes aquella mirada. Estaba preñada de una dignidad y un valor más fuertes que el miedo. Pero el cazador era insensible a ella.

El general disparó, pero la flecha se clavó en la tierra, en el lugar que unos segundos antes ocupaba el zorro.

Méhy, estupefacto, advirtió que el animal había excavado otro túnel, más profundo, donde se había refugiado tras haberse arriesgado a desafiar a su depredador.

El general, furioso, partió su arco.

—¡Ahí viene! —exclamó el centinela nubio.

Desde primeras horas de la mañana, no apartaba los ojos de la pista que conducía al Lugar de Verdad.

Desde lo alto del primer fortín, agitó los brazos para avisar a su colega del segundo fortín, que haría lo mismo con el siguiente, y así sucesivamente hasta el quinto.

El jefe Sobek salió de su despacho vestido de gala. El día anterior lo había peinado el peluquero; iba recién afeitado y perfumado, con el torso cruzado por un tahalí y la corta espada al cinto; se dirigió hacia la soberana.

Méhy había querido conducir personalmente el carro de Tausert, pero la regente se había mostrado altanera, y el general seguía sin conocer cuáles eran sus intenciones.

—Bienvenida al territorio del Lugar de Verdad, majestad —declaró Sobek, inclinándose.

Soldados y policías se sentían fascinados por la prestancia de la reina, que llevaba una larga túnica de un verde claro y un collar y unos brazaletes de oro que brillaban al sol.

—Dadas las circunstancias, debo acompañar a Su Majestad para garantizar su seguridad —afirmó Méhy.

—Hasta la zona de los auxiliares, de acuerdo; pero sólo vos, no vuestras tropas. Aquí yo me encargo de la seguridad de nuestros huéspedes. Y ni vos ni yo penetraremos en el interior de la aldea.

—Jefe Sobek, este reglamento no puede…

—Es el del Lugar de Verdad, general, y todos debemos respetarlo —recordó la reina.

Méhy se vio obligado a obedecer.

Los policías nubios contemplaron, hechizados, a la soberana mientras caminaba lentamente hacia la gran puerta de la aldea.

—Podéis volver a vuestro carro —le dijo Sobek a Méhy.

—Pero si debo…

—¡El reglamento, general, recordad el reglamento! Su Majestad acaba de subrayar la necesidad de respetarlo. Ella es la reina de esta aldea, así que, ¿qué riesgo puede correr?

—¡Ni siquiera sé cuánto tiempo piensa permanecer aquí la regente!

—¿Qué importancia tiene eso? Vos y yo somos servidores de la Corona. Cuando Su Majestad decida abandonar el Lugar de Verdad, os lo haré saber.

Todos los aldeanos se habían reunido para formar un pasillo de honor, y los niños más jóvenes habían ofrecido un ramo de flores de loto a la reina, en cuanto dio sus primeros pasos por la calle principal.

Los artesanos se habían puesto el taparrabos de ceremonia, e incluso Kenhir, gracias a los atentos cuidados de Niut la Vigorosa, mostraba una extraña elegancia.

El escriba de la Tumba, el maestro de obras y el jefe del equipo de la izquierda se inclinaron ante la regente.

—Majestad —dijo Kenhir—, esta aldea es la vuestra.

—Residiré en el palacio de Ramsés el Grande hasta que finalicen los funerales —anunció Tausert—. ¿Estáis preparados para celebrar la ceremonia?

—Los sarcófagos ya han sido bajados a la morada de eternidad del faraón Siptah —respondió Paneb—. La capilla de oro está terminada, y el equipamiento funerario del difunto, a vuestra disposición.

—De modo que realmente lo habéis conseguido…

—Los dioses nos han sido favorables, majestad, y hemos respetado las enseñanzas de los Antiguos al actuar en la Morada del Oro.

—La momia de Siptah será llevada mañana mismo al Valle de los Reyes. Los dos equipos de artesanos, y sólo ellos, participarán en el ritual y depositarán en la tumba los objetos que han fabricado.

Aquella decisión preocupó a la pequeña comunidad. ¿Acaso no significaba que Tausert había perdido todo poder y que su último refugio sería el Lugar de Verdad?

—Cuando acaben los funerales seré coronada faraón en Karnak —reveló con serenidad—, como «Amada por la diosa Mut» e «Hija de la luz divina»; al mismo tiempo, en Pi-Ramsés, también Set-Nakht será coronado. Al aceptar mi proposición de compartir la corona, ha evitado sumir a las Dos Tierras en el caos.

Kenhir estaba atónito. ¿Cómo iba a sobrevivir Egipto en aquellas condiciones?

—Mi decisión tal vez os sorprenda —prosiguió Tausert—, pero preservar la paz era lo más importante. Set-Nakht me ha demostrado que se preocupaba más por la felicidad de nuestro país que por su ambición personal. Al sellar el pacto, dio su palabra de no actuar sin mi conformidad. Hemos pasado de ser enemigos a ser aliados, por el interés supremo del reino.

La grandeza de espíritu de la reina conmovía a Paneb. Por el tono de su voz advirtió que ya se había desprendido de los imperativos materiales del poder, para contemplar otros horizontes. Pero seguía siendo la guardiana inflexible del ideal faraónico y tal vez lograra, por sí sola, cercenar las pulsiones de un monarca que corría el riesgo de colocar su reinado bajo la peligrosa protección del dios Set.

—¿Deseáis una infusión, majestad? —preguntó Kenhir.

—Más tarde… Primero deseo recogerme en el templo.

Dos sacerdotisas, precedidas por Negrote, acompañaron a la reina mientras Niut la Vigorosa se precipitaba hacia el pequeño palacio de Ramsés para asegurarse de que ni una mota de polvo mancillara el lugar y de que los aposentos estuvieran llenos de flores.

En el umbral del templo cubierto estaba Clara, superiora de las sacerdotisas de Hator.

—La morada de la diosa esperaba vuestra llegada, majestad.

—Vos y yo somos viudas, y fieles al único hombre al que hemos amado, cuyo recuerdo no nos abandona ni un solo instante. Aquí, y en ninguna otra parte, percibí el verdadero sentido del amor: una total comunión de espíritu con el camino de Maat. Y el Lugar de Verdad vive ese momento de gracia todos los días. Ramsés el Grande tenía razón: nada es más importante que preservar su existencia.

—Pongo este templo en manos de su verdadera superiora —dijo Clara.

—Sois la mujer sabia y seguiréis celebrando los ritos. Tan sólo me gustaría pediros algo: contemplar la Piedra de Luz.

—La veréis esta misma noche, majestad.

—Por fin he obtenido la respuesta a la pregunta que me obsesionaba desde hacía tanto tiempo: ¿por qué no lograbais encontrar un emplazamiento para mi tumba en el Valle de las Reinas? Porque, desde nuestro primer encuentro, sabíais que la cofradía, antes o después, tendría que excavar y decorar la morada de eternidad del faraón Tausert en el Valle de los Reyes. Y ese momento ya ha llegado.