Ya está tardando demasiado —estimó Karo el Huraño, lanzando los dados.
—Fabricar oro lleva su tiempo —respondió Casa la Cuerda—. Me toca jugar a mí.
—Has vuelto a perder —advirtió Gau el Preciso.
—¡Realmente no es mi noche!
—Ayer tampoco lo era, también perdiste. Y nos debes una cena.
—¿Habéis visto a Unesh el Chacal? —preguntó Userhat el León—. Hace un buen rato que lo estoy buscando.
—Se ha marchado en dirección al templo —respondió Karo.
—¡Ése siempre tan curioso! Si piensa que sabrá algo antes que los demás… En fin, soñar es gratis.
—No hay modo de sobornar a las sacerdotisas de Hator —deploró Ched el Salvador, que se limitaba a observar a los jugadores—. Se diría que mi poder de seducción ha desaparecido.
—Yo no me preocupo en absoluto —aseguró Renupe el Jovial—. La mujer sabia y el maestro de obras sabrán estar a la altura.
—Tal vez no baste —se angustió Pai el Pedazo de Pan—. ¡Nunca se puede esclavizar a la materia prima! Y como es libre de actuar a su guisa, nada demuestra que el oro vaya a fabricarse en el plazo previsto.
—Haz como los que no juegan —aconsejó Ched—: duerme.
—¡Me dan miedo las pesadillas!
—¿No querrá decir eso que no tienes la conciencia tranquila?
—Pero… ¿Qué tiene que ver eso?
—Deja ya de pincharlo, Ched —recomendó Userhat.
—¿También tú estás ansioso?
—Ansioso e irritable.
—¡Caramba! —intervino Karo—; ¿de qué sirve que os pongáis tan nerviosos?
Ched silbó una melodía lánguida, Userhat se encogió de hombros y sirvió más bebida.
Tanto los que eran más tranquilos como los más inquietos estaban al borde del ataque de nervios. Se iniciaba una nueva noche y la puerta del templo cubierto seguía cerrada.
La esposa del traidor lo despertó.
—¡Han salido, ve a ver, pronto!
El traidor se incorporó trabajosamente, saliendo de un sueño en el que se había visto coronado de oro y manejando los cetros del faraón.
—¿De quién estás hablando?
—¡De la mujer sabia y del maestro de obras!
Ya completamente despierto, se vistió a toda prisa y salió de su casa. Otros artesanos y varias sacerdotisas de Hator ya se habían reunido ante el pilono que custodiaba Turquesa, ayudada por Negro te y Bestia Fea.
—¿Realmente han terminado ya? —preguntó una voz de mujer.
—La obra se ha consumado al alba.
—¿Significa eso… que se ha producido el oro?
—Ellos mismos os lo dirán.
La puerta del pilono se abrió y por ella aparecieron Clara y Paneb. La mujer sabia estaba visiblemente agotada y el rostro del coloso mostraba algunas huellas de fatiga.
—¿Lo habéis conseguido? —preguntó Fened la Nariz.
—Los antepasados nos han sido favorables —respondió Clara.
Durante unas grandes maniobras celebradas bajo el mando de Méhy, los carros se habían lanzado a toda velocidad, sin intentar evitar a los infantes.
Se habían producido varios heridos e, incluso, un muerto, pero era necesario entrenar a las tropas ante la amenaza de un posible conflicto.
Méhy, satisfecho al haber comprobado la competencia de sus cuerpos de élite y la calidad de su material sobre el terreno, regresó a su casa a todo galope. Le gustaba agotar a sus caballos hasta que sacaban el corazón por la boca; sólo eran animales, y únicamente los viejos sabios de Egipto creían que una bestia encarnaba una fuerza divina.
En cuanto el general puso pie en tierra, su intendente corrió hacia él.
—Señor, vuestra esposa…
El criado estaba temblando.
—¿Qué pasa con mi esposa?
—Se ha vuelto loca y ha empezado a destrozar muchos objetos valiosos… Nadie se ha atrevido a impedírselo y yo…
—¿Dónde está?
—En sus aposentos.
Méhy anduvo sobre restos de cerámica y recipientes que se hacían cada vez más numerosos a medida que se acercaba a la alcoba de Serketa. Los aullidos que de ella brotaban eran los de una mujer en plena crisis de histeria.
La esposa del general mancillaba con ungüentos de alto precio los muros decorados con delicadas pinturas. Daba brincos como un saltamontes y ni siquiera advirtió la presencia de su marido.
Méhy la agarró del pelo y la abofeteó con tanta violencia que le abrió el pómulo izquierdo.
La sangre que manchaba su túnica asustó a Serketa.
—¿Pero qué… Quién se ha atrevido…? Tú, Méhy, ¿eres tú?
El general la agarró por los hombros y la sacudió hasta que su mirada volvió a ser normal.
—¡Ya basta, Serketa!
—Basta… —repitió ella con una voz de niña que ha sido pillada haciendo una travesura; luego se derrumbó sobre unos almohadones.
—¿Por qué has hecho esto?
—No lo sé… ¡Ah, sí, ya lo recuerdo! Una carta… Una carta de nuestro aliado en el Lugar de Verdad. Me comunica que el maestro de obras y la mujer sabia han conseguido fabricar oro. Son omnipotentes, dulce amor mío, no podemos hacer nada contra ellos…
—¡Al contrario, son noticias excelentes! Ahora sabemos a ciencia cierta qué es capaz de hacer esa cofradía. Sus secretos nos son más indispensables que nunca.
—Tengo miedo, Méhy… Unos seres que llevan a cabo semejantes prodigios nos lacerarán como a los grifos del desierto.
—¡Basta de tonterías, Serketa! Tómate una infusión de flores de adormidera y vuelve en ti de una vez. Pero antes lávate y cambiare de vestido.
La esposa del general obedeció y se refugió en su cuarto de baño.
Méhy se preguntaba cómo iba a tomar esa nueva curva, especialmente peligrosa. La cofradía, pues, satisfaría los deseos de la regente, que se enorgullecería de ese éxito y se reafirmaría como una mujer de poder. Pero aquel éxito pasajero no intimidaría a Set-Nakht ni a su hijo mayor, demasiado comprometidos en la conquista del trono. Inclinarse ahora ante Tausert supondría firmar su sentencia de muerte.
La guerra civil era inevitable.
¿Pero de qué lado debía estar para poder destruir con más facilidad al vencedor?
—Ya estoy mejor, amor mío, mucho mejor…
Serketa parecía de nuevo dueña de sí misma. Llevaba una túnica nueva, perfumada, y se había puesto un ungüento en la herida de la mejilla.
—No me gusta demasiado que te desanimes de ese modo, palomita mía.
—Tienes razón —dijo ella, melindrosa—; me he puesto nerviosa. Puedes contar conmigo para combatir a esa cofradía hasta destruirla por completo.
Tras haber pasado la mañana en compañía de la pequeña Selena, que ponía mucho interés en aprender el arte de curar, Clara se había recogido bajo la persea que estaba plantada en el jardín funerario de Nefer el Silencioso. El árbol había crecido muchísimo, y proporcionaba una agradable sombra. Allí, la mujer sabia sentía la presencia de su marido, que vivía en los paraísos celestiales. Las hojas de la persea, en forma de corazón, relucían bajo el sol que hacía resplandecer, también, las blancas fachadas de las casas de la aldea.
Las aldeanas iban a buscar agua en grandes jarras y aprovechaban para hacerse confidencias, los niños jugaban con pelotas de trapo, y los artesanos trabajaban en sus respectivos talleres. La vida discurría como el Nilo, apacible, soleada y majestuosa. El espíritu del maestro de obras desaparecido impregnaba todos los gestos de ambos equipos, y la barca comunitaria seguía navegando por el río que, año tras año, recogía las lágrimas de Isis para formar su crecida y depositar en las riberas la tierra negra donde la vida resucitaba.
¿Por qué Clara sobrevivía tanto tiempo a Nefer el Silencioso, salvo para atestiguar que ninguna catástrofe, por grave que fuese, ponía en peligro el Lugar de Verdad? Ya no tenía acceso a aquella felicidad cotidiana pero, sin embargo, seguía siendo su fiadora.
Negrote le lamió la mano y la contempló con sus ojos de color avellana, risueños y confiados.
—¿Tienes hambre?
Y el perro se relamió con su suave lengua rosa.
Clara se dirigió hacia la cocina, donde su sierva estaba cocinando codornices, cuyo olorcillo había despertado, desde hacía mucho rato, el olfato del perro. Luego las servía sobre unos garbanzos y las acompañaba con chicharrones, y hacían las delicias del paladar más exigente.
—¡Una urgencia! —la avisó la esposa de Karo el Huraño—. La hija de mi vecina se ha hecho un corte en el pie.
—Dale de comer a Negrote —le pidió Clara a la cocinera.
—¿Y cuándo almorzaréis vos?
—Cuando pueda —respondió la mujer sabia, sonriendo.
Sí, la vida proseguía.