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La embarcación rápida de Paneb había sufrido una grave avería que los astilleros habían fardado una eternidad en reparar. Había tenido que permanecer varios días en Pi-Ramsés, pero ahora, por fin, ya estaba a punto de zarpar hacia Tebas.

Un oficial de la guardia de élite se dirigió a él.

—El visir Hori quiere veros.

—¿El visir? Pero si mi barco me espera y…

—¡Seguidme!

El tono del oficial era imperioso. Sin duda, la reina Tausert le había ordenado a su primer ministro que proporcionara ciertos detalles al maestro de obras.

Hori era un personaje austero y frío, que no se deshacía en cumplidos y fórmulas de cortesía. En cuanto recibió su nombramiento, el nuevo visir se puso a estudiar el conjunto de los expedientes confiados por la reina. Se entrevistaba, cara a cara, con cada ministro, incluido Set-Nakht, para conocer los problemas específicos en todos los ámbitos de la vida de Egipto.

—¿Sois el maestro de obras del Lugar de Verdad, Paneb el Ardiente?

—Así es.

—¿Os consideráis responsable de los artesanos que están a vuestras órdenes?

La pregunta del visir le cayó a Paneb como un jarro de agua fría.

—¿Cómo os atrevéis a dudarlo?

—¿Cómo no dudar de un jefe que nombra a un bandido para ocupar un cargo importante?

El coloso estaba estupefacto.

—A un bandido… ¿Pero de quién estáis hablando?

—Las autoridades judiciales rebanas me han hecho llegar un expediente referente a los delitos cometidos por un artesano de vuestra cofradía durante la fiesta de los bateleros. El perillán secuestró a dos mujeres, las apaleó e intentó violarlas. Ha reconocido estar casado y engañar a su joven mujer con las esposas de sus colegas. Dado que pertenece al Lugar de Verdad y al papel que la regente pretende hacer desempeñar a vuestra cofradía, deseo una detallada y discreta instrucción, tanto más cuanto el culpable es uno de vuestros principales ayudantes.

—¿Cuál es su nombre? —exigió Paneb, consternado.

—Es ayudante de un jefe de equipo y se llama Aperti.

El coloso creyó que el palacio real se derrumbaba sobre sus hombros.

—Aperti es el nombre de mi hijo —reveló—. No es ayudante de jefe de equipo, sino un simple yesero.

El visir Hori no se inmutó lo más mínimo.

—Dada la gravedad de los hechos, no podemos echar tierra sobre el asunto, tanto menos cuanto la detención de vuestro hijo se produjo fuera del territorio del Lugar de Verdad. Queda claro, sin embargo, que la responsabilidad de éste no queda comprometida.

—¿No debería comparecer ante nuestro tribunal?

—Tenéis derecho a exigirlo, en efecto, pero no os lo aconsejo. Buscando circunstancias atenuantes, no haríais más que retrasar el procedimiento, pero el caso acabaría llegando hasta mi tribunal. Y, sobre todo, no contéis con mi indulgencia.

—Sea o no mi hijo, Aperti es un artesano y debe ser juzgado por quienes lo formaron.

Hori se levantó.

—Hacéis mal desafiándome, maestro de obras.

—Sencillamente, respeto nuestra ley.

En cuanto se anunció la embarcación rápida a bordo de la que debía viajar Paneb, que había escapado a los mercenarios pagados por uno de sus agentes en Pi-Ramsés, el general Méhy abandonó el cuartel principal de Tebas y acudió al embarcadero, ansioso por ver aparecer a un maestro de obras dotado de nuevos poderes. Tal vez la regente le hubiera concedido, incluso, algunos adjuntos.

Pero Paneb bajó solo por la pasarela, y no tenía el aspecto alegre de un dignatario al que acababan de conceder honores inesperados.

—¿Habéis tenido un buen viaje?

—¿Podéis acompañarme hasta la prisión? Tal vez necesite vuestra ayuda.

—A la prisión… ¿Por qué?

—Porque debo sacar de allí a mi hijo para llevarlo a la aldea, donde será juzgado.

—Sin duda se trata de un malentendido que se disipará de inmediato…

—Fue él quien provocó disturbios durante la fiesta de los bateleros.

—Ah… el caso es serio, pues el incidente hizo mucho ruido. Me hubiera gustado ayudaros, pero…

—El visir Hori ya está al corriente.

Méhy adoptó un aire desolado.

—Espero que vuestro hijo comprenda que actuó mal y que corrija su comportamiento.

Los dos hombres se acercaron a la prisión, y finalmente Méhy se atrevió a hacerle la pregunta que le quemaba la lengua desde hacía mucho rato.

—¿Habéis visto a la regente?

—Tuve ese honor.

—¿Cómo se encuentra Su Majestad?

—Gobierna.

—Me tranquilizáis, Paneb.

El maestro de obras no parecía tener el menor interés por los asuntos del Estado, por lo que Méhy llegó a la conclusión de que su viaje había resultado un fracaso. Sin duda había presentado, en balde, una petición a la regente referente al Lugar de Verdad.

El general, aliviado, se dirigió con soberbia al director de la prisión y le ordenó que le entregara al prisionero Aperti para transferirlo al Lugar de Verdad. La presencia del maestro de obras tranquilizó al funcionario.

El hijo de Paneb fue sacado de su celda. No parecía en absoluto afectado por la detención.

—¡Por fin has llegado, padre! Comenzaba a impacientarme.

—La policía te llevará a la aldea. Quédate en tu casa y, sobre todo, no salgas de ella bajo ningún concepto.

—Sabes que no he hecho nada grave y…

—Obedece.

Por el tono de su padre, Aperti sintió que sería mejor dejar la discusión para más tarde.

—Necesito el expediente completo de la acusación —dijo Paneb al general.

El maestro de obras expuso los resultados de su entrevista con Tausert a la mujer sabia, al escriba de la Tumba y al jefe del equipo de la izquierda.

—Tomé una decisión sin consultaros —reconoció—, pero tenía que responder a la reina.

—Has actuado bien —consideró Kenhir—; ella gobierna el país y la reconocemos como nuestra soberana.

Hay se sentía inquieto.

—¿Podremos fabricar la cantidad necesaria de oro?

—No será fácil —admitió la mujer sabia—; el proceso es complejo y si fuéramos demasiado deprisa fracasaríamos.

—¡No perdamos más tiempo, pues!

—Primero hay que convocar al tribunal —decidió Paneb.

—He leído el expediente referente a tu hijo —dijo Kenhir—. Aperti no tiene excusa, lo que ha hecho es imperdonable.

—De todos modos, pertenece a la cofradía —recordó el jefe del equipo de la izquierda—, y es un buen yesero. ¿Quién no ha cometido alguna tontería en su juventud?

—No se trata de una tontería —recordó el escriba de la Tumba—, sino de adulterio, agresión e intento de violación. Aperti está poseído por una violencia brutal y se burla de nuestra regla de vida. Varias esposas de artesanos lo han denunciado ya. Tal vez algunas lo incitaran, pero la mayoría fueron importunadas, maltratadas incluso, por ese gamberro.

Paneb no puso objeción alguna.

—Mañana por la mañana convocaremos al tribunal.

Uabet la Pura lloraba desconsoladamente.

—¿Por qué… Por qué ha actuado de ese modo? Su esposa lo adora, está dispuesta a todo para hacerlo feliz y él maltrata a las mujeres casadas. Oh, Paneb… ¡Nuestro hijo es un demonio!

La frágil Uabet se refugió en los brazos del coloso.

—Los dioses te infligen dolorosas heridas —le dijo—, pero te han concedido a Selena, que tal vez sea nuestra futura mujer sabia.

—Tienes razón… La pequeña es tan luminosa como Clara.

—Ya es la hora, Uabet.

—Prefiero quedarme aquí.

Paneb se dirigió hacia el pilono del templo de Hator y de Maat, ante el que se habían reunido los aldeanos. Aperti estaba flanqueado por Nakht el Poderoso y Karo el Huraño.

—Como maestro de obras del Lugar de Verdad, me corresponde presidir el tribunal, pero el acusado es mi hijo y se me podría acusar de parcialidad. Por la pluma de la diosa Maat, juro que no será así. No obstante, me gustaría saber si alguno de vosotros me rechaza.

Nadie dijo nada.

—Que el escriba de la Tumba tenga la bondad de leer el acta de acusación.

Lentamente, Kenhir enumeró las fechorías de Aperti y detalló las denuncias presentadas contra él. El joven sonreía, seguro de que el tribunal de la aldea pronunciaría una pena mucho más leve que el de Tebas-este, y que saldría vencedor de la larga querella jurídica que estaba a punto de comenzar. Su calidad de miembro de la cofradía le confería una especie de impunidad con respecto al mundo exterior.

—Que el acusado se defienda —ordenó Paneb.

—¡Sólo son chismes de hembras en celo! —protestó Aperti, con sorna—. Sólo tuvieron lo que estaban buscando, ¿no? ¡No hay que darle tantas vueltas!

—¿El acusado reconoce los hechos?

—¡Ya lo creo que sí! Todas ellas tuvieron su placer. A las mujeres les gustan los verdaderos machos, y yo tengo la suerte de serlo.

Entre los presentes se hizo un doloroso silencio escandalizados por la arrogancia de Aperti.

—He aquí el castigo que propongo —declaró el maestro de obras—: hijo de Uabet la Pura y de Paneb el Ardiente, el yesero Aperti, que ha sido reconocido culpable de agresiones graves contra las personas y de violación de la Regla de Maat, ya no es digno de pertenecer a nuestra cofradía. Por consiguiente, debe ser expulsado del Lugar de Verdad. Su esposa obtendrá el divorcio que solicita, y lo pronunciamos a expensas de su marido. Aperti no cruzará nunca más la puerta de la aldea, y su nombre será tachado del Diario de la Tumba, como si nunca hubiera existido. Ningún artesano lo reconocerá como miembro del equipo. Finalmente, su padre y su madre reniegan de él y ya no tiene derecho a la calidad de hijo.