Finalmente, la esposa de un dibujante del equipo de la izquierda había cedido a los encantos de Aperti. Hacía calor, estaba barriendo ante su puerta, con los pechos desnudos y los cabellos sueltos, y él había pasado por la calleja desierta. Sus miradas, llenas de deseo, se habían encontrado. Ella se había quitado el taparrabos de cañas que llevaba durante las tareas domésticas, y él la había abrazado.
Al regresar a su casa, Aperti pensaba aún en su amante cuando su joven esposa le sonrió.
—Te he preparado un buen almuerzo.
—Come tú sola.
—¡Te aseguro que es excelente, querido! Pruébalo, al menos.
—Debo salir.
—¿Adonde vas?
—Es la fiesta de los bateleros, en Tebas. Participo en la justa y saldré vencedor.
—¿Me llevas?
—¡De ningún modo! El papel de un ama de casa es encargarse de las tareas domésticas.
—Aperti, yo…
La abofeteó.
—Deja de molestarme. Me horrorizan las mujeres charlatanas.
Aperti, de pie en la proa de un barco, con una larga y pesada pértiga en la mano, se enfrentaba a su cuarto adversario; había herido gravemente a los tres anteriores.
¡Dos victorias más y sería el héroe de la fiesta! Y aquel tipo enclenque con quien se enfrentaba no le impediría alcanzar su objetivo.
Cuando las embarcaciones impelidas por catorce remeros se cruzaron, Aperti lanzó un grito de rabia, apuntando a la cabeza de su enemigo.
Éste lo esquivó con gran rapidez; la pértiga le rozó la sien pero, con la suya, consiguió tocar el vientre del joven coloso.
Aperti perdió el equilibrio y cayó al agua ante la gran satisfacción de la concurrencia.
A pesar del dolor, nadó hasta la ribera, donde dos muchachas lo ayudaron a ponerse en pie.
—Soy enfermera —dijo la más hermosa—. Deja que te examine la herida.
—Con mucho gusto…
—¿De dónde vienes?
—Mi nombre es Aperti y soy ayudante de un jefe de equipo del Lugar de Verdad.
—¿La aldea secreta de los artesanos?
—Exacto.
—¿Entonces conoces todos sus misterios?
—Todos.
—¿Y los demás artesanos son tan fuertes como tú?
—Yo soy su campeón. Nadie me ha vencido aún.
—Salvo ese batelero flacucho…
—¡Ha utilizado la astucia, el arma de los cobardes! Si se cruza en mi camino, lo haré mil pedazos.
—Veamos esa herida…
Cuando la enfermera se inclinó, Aperti le cogió un pecho con la mano derecha y, con la izquierda, reservó el mismo tratamiento a su amiga.
—¡Ya basta, muchacho! Las dos estamos casadas.
—En ese caso…
Aperti se dejó conducir hasta una improvisada cabaña que se levantaba en la ribera. Se tendió en una estera, mirando al cielo.
—Me duele mucho… ¿Es grave?
—¡El golpe ha sido fuerte y ha provocado un soberbio hematoma! Atenuaré el dolor con hierbas. Pero tendrás que ir a ver a un médico.
—Pensaré en ello… ¿No bastaría con un buen masaje?
—Mi amiga te ayudará.
Cada una de las dos mujeres se encargó de un hombro. Y sin poder resistir lo que a él le parecían caricias, Aperti las abrazó a las dos.
—¡Basta ya! —protestó la enfermera.
—Tú me deseas, yo te deseo… ¡No nos compliquemos la vida!
La amiga, furiosa, intentó resistirse. Él la apartó de un revés.
—A cada cual su turno, pequeña; luego me encargaré de ti.
Aperti desgarró la túnica de la enfermera y dejó al descubierto sus pechos redondos, más bien pequeños pero muy apetitosos.
—¡Déjame, bruto, no quiero!
—Claro que quieres.
Cuando el violador se tendió sobre su víctima, la amiga pidió socorro.
Aperti debería haberla hecho callar, pero estaba demasiado cautivado por el cuerpo arrobador de la enfermera, que se debatía en vano.
Y cuando se disponía a abusar de ella, varios bateleros entraron en la cabaña y se lanzaron sobre el muchacho.
Durante toda la travesía, Paneb había permanecido en silencio, pensando en el viaje que había realizado en compañía de Nefer cuando el maestro de obras le descubrió las tres pirámides de la altiplanicie de Gizeh.
Hoy, solo en la cima de su jerarquía, partía a enfrentarse con la regente en un mundo cuyas leyes ignoraba.
Gracias a una fuerte corriente y a la habilidad de los marineros, que habían aceptado navegar de noche, el recorrido se había realizado en un tiempo récord, menos de seis días.
En el embarcadero de Pi-Ramsés, unos soldados se habían opuesto a su desembarco.
—Soy Paneb el Ardiente, maestro de obras del Lugar de Verdad.
—Vuestra llegada no ha sido anunciada —se extrañó el oficial que mandaba el destacamento.
—Deseo ver urgentemente a la reina Tausert.
—Voy a avisarla… Entretanto, permaneceréis en este barco.
De la soberbia capital construida por Ramsés el Grande, Paneb sólo había visto el gran canal flanqueado por hermosos jardines y el puerto, donde atracaban algunos navíos de guerra. Había una gran agitación, las patrullas recorrían los muelles y las callejas adyacentes.
El maestro de obras se preguntó si el viaje no se saldaría en un lamentable fracaso. Tausert, que estaba comprometida en una feroz batalla por su propia supervivencia, tal vez no tuviera tiempo de recibirlo y escucharlo.
Paneb, inquieto, se recluyó en su camarote para comer, pero la carne seca le pareció insulsa, y el vino tinto, agrio. Regresó, pues, a la cubierta que los marineros limpiaban con grandes cubos de agua. El capitán discutía con un colega al pie de la pasarela.
Cuando volvió a bordo, el coloso se dirigió a él.
—¿Se sabe lo que pasa en la ciudad?
—Todo está tranquilo, pero hay soldados por todas partes.
—¿Sigue siendo regente la reina Tausert?
—Así es. Acaba de celebrar un ritual para apaciguar a la diosa Sejmet, como si quisiera demostrar su capacidad para rechazar el desorden.
—¿Se ha doblegado Set-Nakht?
—No, y sus partidarios siguen siendo numerosos y decididos. Si queréis saber mi opinión, haced igual que yo y limitaos a contar los golpes. Yo voy a dormir.
Al negarse a ampliar la tumba de Siptah, tal vez el maestro de obras del Lugar de Verdad cambiara el destino de Egipto. Pero el oficio tenía sus exigencias, y debía ser el primero en defenderlas.
El sol comenzó a ponerse.
Tendido en su estera de viaje, Paneb pensó de nuevo en Nefer el Silencioso. En semejantes circunstancias, él no habría cedido un ápice. Ni las amenazas ni las falsas promesas lo habrían hecho desviarse del camino de Maat.
Él, su hijo espiritual, se juró respetar el ejemplo del padre.
Cuando se estaba quedando dormido, llamaron a la puerta de su camarote.
—Unos soldados preguntan por vos —dijo la voz pastosa del capitán.
Paneb abrió.
—¿Quién los envía?
—La regente.
Aunque era más fuerte que Imuni, el oficial que se encargó del maestro de obras tenía la misma cara de hurón que el ex escriba ayudante.
—Démonos prisa —exigió con voz quebrada—. La regente está impaciente por veros.
El oficial marchaba en cabeza, dos soldados flanqueaban a Paneb y otros dos iban detrás de él.
—Se diría que soy un prisionero —observó el maestro de obras.
—Simples medidas de seguridad.
—¿Está lejos de aquí el palacio?
—No demasiado, si caminamos deprisa.
Aunque no conocía la capital, a Paneb le intrigó aquel recorrido, de calleja en calleja, hacia un barrio cada vez menos habitado. De pronto vio unas casas en construcción y se detuvo.
—Me he hecho daño… Sin duda, ha sido una esquirla de piedra.
El coloso fingió sentarse para examinar su pie derecho, pero de repente se levantó con tal furia que los dos soldados de retaguardia no tuvieron tiempo de reaccionar cuando los agarró por los cabellos para, violentamente, golpear sus cabezas entre sí. Atontados, se derrumbaron, soltando su garrote.
El oficial intentó golpear con el suyo la nuca de Paneb pero, de una patada, éste le hundió el tacón en el bajo vientre, antes de dar un salto hacia un lado para esquivar el asalto de los dos últimos soldados, que golpearon el vacío. Con el canto de la mano, el coloso hirió al primero antes de fracturar las costillas del segundo de un codazo.
—¿Quién os ha enviado? —preguntó Paneb al falso oficial, que se retorcía de dolor.
—Somos… mercenarios…
Era evidente que aquel malandrín no permitiría al maestro de obras llegar hasta el comanditario.
—¿Por dónde se va a palacio?
—Toma por la segunda calleja, a la izquierda… Luego dirígete hacia el norte…
El coloso, indiferente a los gemidos de los vencidos, reemprendió la marcha a grandes pasos.