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Cómo podía penetrar en el templo de Hator y de Maat sin que nadie lo viera y disponer de suficiente tiempo para descubrir el escondrijo de la Piedra de Luz? Ésa era la pregunta que obsesionaba al traidor y para la que no hallaba respuesta.

Por ello perdía el sueño y el apetito, y su esposa había intentado convencerlo varias veces de que renunciara a aquel proyecto tan peligroso. Y aquella noche, volvía a hacerlo.

—Aun sabiendo dónde ha ocultado la piedra el maestro de obras, tampoco podrías alcanzarla. ¿Por qué empecinarte, entonces?

—¡Porque no tenemos porvenir alguno en esta aldea! En el exterior nos espera una gran fortuna; pero debemos cumplir con nuestra parte del trato.

—¡Si te descubren, el tribunal será implacable contigo!

—No debes tener miedo; comprende que, por fin, estamos llegando a nuestro objetivo. En vez de ir con los demás al Valle de los Reyes, fingiré que estoy enfermo. No, no es una buena idea… Clara lo descubriría. Ponme un alimento nocivo en la comida. Tengo que estar realmente enfermo.

—¿Y crees que dejarán el templo sin vigilancia? Si eres el único artesano del equipo de la derecha que se queda en la aldea y se produce el menor incidente, inmediatamente sospecharán de ti.

—Tienes razón… Debo pensar en algo mejor.

Su mujer, despechada, le sirvió unas habas demasiado cocidas.

—Acabo de enterarme de una extraña noticia —declaró—, pero no sé si te servirá de algo.

—Cuéntame.

—La esposa del orfebre del equipo de la izquierda me ha dicho, exigiéndome que guardara el secreto, que el maestro de obras ha encargado a su marido una oca de oro.

—Una oca… ¿Estás segura de haberlo entendido bien?

—¡Claro que sí! Al restaurar la tumba de una hija de Ramsés en el Valle de los Reyes, un escultor descubrió que esa pieza del mobiliario fúnebre se había estropeado, y Paneb ha decidido fabricar otra.

—Una oca de oro… Una oca guardiana lo bastante grande para ocultar la Piedra de Luz… y no aquí, en la aldea, sino en el Valle de las Reinas. ¿Puedes enterarte de algo acerca de esa tumba?

—La esposa del orfebre del equipo de la izquierda es tan pretenciosa como charlatana… No será difícil.

En la corte no se hablaba de otra cosa: la reina Tausert había admitido que no daría la talla frente a Set-Nakht y su hijo mayor. Durante varios días seguidos, la regente se había entrevistado con las más altas autoridades civiles y militares, y había escuchado sus consejos.

Así, durante la convocatoria de un consejo excepcional al que fue invitado el propio Set-Nakht, éste ya no tenía la menor duda de cómo iba a acabar el conflicto que lo enfrentaba a la viuda de Seti II.

—Tausert añade la lucidez a la inteligencia —le confió a su hijo.

—¿Me acompañas?

—Desde mi dimisión, ya no ocupo ningún cargo oficial. Es inútil provocar a la reina.

—¡Cuánta diplomacia has aprendido! Pídeme la silla de manos.

El reumatismo que sufría el viejo cortesano prácticamente le impedía caminar, y no se hacía demasiadas ilusiones sobre la duración de su reinado, que se limitaría a una vigorosa intervención militar en Siria-Palestina, antes de que su hijo mayor lo sucediese.

Cuando Set-Nakht llegó a palacio, los saludos que le dirigieron fueron más efusivos que de ordinario. Los cortesanos reconocían en él al nuevo dueño de Egipto y se felicitaban por esa tranquila cesión del poder.

La reina hizo su aparición, llevaba una túnica dorada y la corona roja, y Set-Nakht no pudo evitar admirarla una vez más. ¡Cuántos hombres debían de haberse enamorado de ella, sin conseguir romper su juramento de fidelidad a su marido difunto!

Tausert se sentó en el trono.

—Hace veinte días que empezó la momificación del rey Siptah —declaró—. Aunque estemos en un período de luto, es preciso seguir gobernando. Por eso me he visto obligada a tomar una decisión esencial para el porvenir del país.

«La regente habría podido esperar a que finalizara la momificación para retirarse —pensó Set-Nakht—. Pero tal vez sea mejor así. Cuando se conozca el nombre del futuro faraón, los ánimos se calmarán y Egipto quedará reforzado.»

—He elegido un nuevo visir —prosiguió la reina.

Si un rayo hubiera caído en la sala del trono, no habría causado más estragos que aquellas simples palabras. Al nombrar a un nuevo primer ministro, la regente estaba dando a entender sus intenciones de convertirse en faraón.

Set-Nakht lo tuvo claro: ¡iba a nombrarlo a él, para tenerlo controlado! Pero, de ese modo, Tausert estaba cometiendo un grave error. Él se negaría rotundamente, lo que demostraría a la regente que no le tenía ningún miedo.

—Que el visir Hori se acerque a prestar juramento en nombre del faraón y ante la Regla de Maat —exigió la reina.

Hori, uno de los sacerdotes del templo de Amón que había iniciado al joven Siptah en la lectura de los textos sagrados, fue introducido en la sala del trono.

Tausert levantó una pluma de oro, símbolo de Maat, y el nuevo visir juró que cumpliría sin desfallecer su función «amarga como la hiel», según la expresión de los sabios.

Dos ritualistas lo revistieron con una pesada túnica almidonada y le pusieron al cuello un collar adornado con dos colgantes, el uno en forma de corazón y el otro representando a la diosa Maat.

La cólera de Set-Nakht había sido digna del dios cuyo nombre llevaba. En su villa tebana había estallado una tremenda tormenta.

El viejo dignatario estaba rojo de indignación y casi le faltaba el aliento.

—¡Puesto que quiere guerra, la va a tener! ¿Se imagina esa regente que voy a doblegarme ante ella? ¡Ese visir fantoche no va a darme órdenes a mí!

—Os recomiendo prudencia, padre.

Esa advertencia dejó atónito a Set-Nakht.

—¿Acaso piensas aliarte con Tausert?

—Simplemente he recabado informaciones sobre el visir Hori. Por un lado, debería gustaros: es íntegro, trabajador, carece de ambición, es riguroso y poco influenciable; por el otro, su nombramiento significa que la elección de la reina ha sido juiciosa y que su nuevo primer ministro no será un hombre de paja ni una marioneta. Ya se ha instalado en el despacho del canciller Bay para estudiar los decretos que la regente piensa adoptar.

Set-Nakht hizo una mueca.

—¡Sólo es una torpe maniobra para intentar impresionarnos!

—No lo creo, padre; Tausert quiere convertirse en faraón y está haciendo lo necesario para conseguirlo.

—Lo necesario… ¡Si sólo es un pequeño visir sin experiencia!

—Un hombre nuevo al que los compromisos y las relaciones privilegiadas con algún clan no le supondrán ningún tipo de problema.

Set-Nakht apreciaba el análisis de su hijo mayor.

—¡A Hori le quedan menos de cincuenta días para lograr imponerse! Sea cual sea su talento, no lo logrará.

—Sabéis muy bien que Tausert escurrirá el bulto alegando que la nueva tumba aún no está lista y que la fecha de los funerales dependerá de su conclusión.

—¡El Lugar de Verdad debe darse prisa, pues!

—No tenemos influencia alguna sobre él, padre.

—¿Quién la tiene?

—La propia Tausert, como regenta y sustituía del faraón.

—¿No hay algún representante del Estado en esa cofradía?

—El escriba de la Tumba.

—¿Y quién es el titular del cargo?

—Kenhir, un anciano que vive en la aldea desde hace muchos años y no tolera ninguna intromisión de la administración en sus prerrogativas.

—¡Estás muy bien informado, hijo mío!

—Hace mucho tiempo que me intereso por el Lugar de Verdad. Sin él, nuestros reyes sólo tendrían una existencia terrenal; gracias a las moradas de eternidad creadas por los artesanos, siguen brillando más allá de la muerte. Al intentar utilizar la cofradía en su provecho, Tausert está llevando a cabo una hábil maniobra contra la que no podemos rebelarnos.

—El hombre fuerte de Tebas es el general Méhy… A tu entender, ¿cuál será su actitud?

—Siempre ha obedecido al poder legítimo.

—¡Así pues, será fiel a Tausert!

—Es probable, padre.

Set-Nakht se sintió muy cansado de pronto.

—Todo lo que he construido me parece ahora tan frágil… No subestimé a esa reina, pero de repente me parece mucho más temible de lo que imaginaba. Jamás reacciona como yo espero que lo haga.

—Precisamente porque es una verdadera reina.

—¿De modo que tú también la admiras…?

—¿Y quién no siente un profundo respeto hacia esa mujer excepcional?

—Entonces, estamos vencidos.

—De ningún modo.

—¿Qué esperas, pues?

—Hemos definido una línea de conducta, sigámosla. No deseamos derribar a la reina Tausert, sino salvar Egipto de un peligro muy real. Ese deseo no debe cambiar; si no nos equivocamos, saldremos victoriosos.

De pronto, los años le pesaron menos a Set-Nakht: las palabras de su hijo le devolvían las esperanzas en el futuro.

—Tausert se equivoca, está poniendo en peligro a nuestro país. Por eso debemos quitarla de en medio.