Todos los encargos del exterior habían sido realizados y entregados, con la consecuente satisfacción del templo de Karnak e, incluso, del viejo visir destituido que había pagado a precio de oro sus dos sarcófagos.
La aldea vivía un período de descanso tras aquel derroche de esfuerzos coronados por el éxito. El calor de finales de mayo era abrumador, y el tiempo pasaba muy lentamente.
Clara permanecía largos ratos al pie de la persea plantada sobre la tumba de Nefer el Silencioso. El árbol crecía a ojos vista y, a través de él, la mujer sabia sentía la presencia tranquilizadora del hombre al que seguía amando con idéntico fervor.
Los artesanos jugaban a los dados, con cinco piedras a las que habían dado unas formas particulares. La primera era una pirámide de base triangular y cuatro caras, símbolo del fuego; la segunda tenía veinte caras formadas por veinte triángulos equiláteros, para evocar el agua; la tercera, de ocho caras, encarnaba el aire, y la cuarta, un cubo con sus seis caras, la tierra. En cuanto a la quinta, con sus doce caras, evocaba la quintaesencia, el universo del que procedían los cuatro elementos.
Nakht el Poderoso se disponía a lanzar cuando el enorme gato de Paneb se plantó ante él, con los pelos del lomo erizados y mostrando las garras.
—¿Qué ocurre, Encantador?
El felino maulló, a modo de respuesta.
—Intenta avisarnos de algún peligro —aventuró Fened la Nariz.
Los artesanos dejaron los dados y siguieron al gato, que caminaba como un cangrejo, con la cola hinchada y los bigotes tiesos.
Encantador los condujo hasta la gran puerta, contra la que se arrojó furiosamente.
—Este animal se ha vuelto loco —dijo Pai el Pedazo de Pan—; voy a buscar a Paneb. Sobre todo, no os acerquéis a él: podría arañaros.
De pronto, llamaron con violentos golpes.
—Es el guardián —advirtió el dibujante.
—¡Ese gato no está tan loco! —comentó Casa la Cuerda—. Avisa al maestro de obras.
En pocos instantes, todos los aldeanos se reunieron ante la gran puerta.
—Dejadme pasar —ordenó Paneb.
Junto al guardián estaba el cartero Uputy.
—Tengo que transmitiros dos mensajes —le dijo al maestro de obras—: el primero es oral; el segundo, escrito. Me han encargado que os anuncie que el alma del faraón Siptah ha emprendido el vuelo para penetrar en el paraíso celestial y unirse con la luz de la que brotó.
Y el cartero añadió, entregando a Paneb un papiro que llevaba el sello de la regente:
—He aquí el mensaje escrito.
Paneb leyó la misiva de la reina, e inmediatamente convocó, muy contrariado, el consejo restringido que estaba formado por la mujer sabia, el escriba de la Tumba y el jefe del equipo de la izquierda.
—Para honrar la memoria de Siptah —reveló el maestro de obras—, la reina nos ordena que ampliemos su tumba.
—Como máximo podemos prolongarla —sugirió Hay.
—Considero que nuestro trabajo está terminado. El tamaño de la tumba respeta las leyes de armonía, al igual que su decoración.
—Se trata de una orden de la regente —recordó Kenhir—; debemos obedecer.
—Siptah ha muerto, su momificación durará setenta días y será inhumado en su morada de eternidad. En tan corto plazo de tiempo, ¿cómo podemos excavar, esculpir y pintar correctamente?
—Los servidores del Lugar de Verdad son capaces de trabajar rápido y bien, empezando por ti —objetó el jefe del equipo de la izquierda.
—No es la capacidad técnica de la cofradía lo que te preocupa —afirmó la mujer sabia—; ¿Por qué razón te rebelas contra esa decisión?
—Porque nos exponemos a una catástrofe. Tocar esa tumba sería un error.
—Sabrás tomar las precauciones necesarias —consideró Kenhir.
—¿No deberíais escribir a la reina para comunicarle nuestro desacuerdo?
—No me parece una buena idea… En Pi-Ramsés, sin duda, ha comenzado la guerra de sucesión y no creo que a Tausert le gustara ser contrariada por la desobediencia del Lugar de Verdad. Por lo que sabemos de su carácter, creo que no cambiará de opinión.
—De todos modos, escribidle y decidle que yo tengo serias reservas con respecto a la ampliación de la tumba de Siptah.
Kenhir comenzaba a sentirse inquieto.
—Sin embargo, ¿aceptas reanudar las obras?
—¿Acaso tengo otra opción?
Inmediatamente después del anuncio oficial de la muerte del rey, la regente había convocado el gran consejo para comunicarle que el ritual de la momificación daba comienzo y que había ordenado al Lugar de Verdad que embelleciera la última morada de Siptah.
Set-Nakht se había extrañado de aquella decisión, ya que podía retrasar la ceremonia de los funerales; pero la reina había mantenido su posición, alegando que el monarca, respetuoso con la ley de Maat durante su corta existencia, bien merecía ese último homenaje.
Set-Nakht regresó a su casa, furioso.
—Vuestro hijo mayor acaba de llegar —le avisó su intendente.
El ministro de Asuntos Exteriores parecía inquieto.
—¡Circulan muchos rumores, padre! ¿Realmente ha muerto el rey Siptah?
—En efecto, nos ha abandonado. ¿Qué noticias me traes?
—Nada bueno, pero tampoco desastroso. A pesar de la actividad de nuestros diplomáticos, no creo que tengan éxito. Egipto es una tentación cada vez más grande para los pueblos ávidos de conquistas.
—Tausert se niega a admitirlo.
—¿Quién sucederá a Siptah?
—La regente puede convertirse en rey… ¡Pero eso sería un desastre para el país!
—¿Debo entender que estáis dispuesto a enfrentaros a ella?
Set-Nakht tardó en responder.
—Aún no lo sé. Es una decisión muy importante… La guerra civil me aterroriza, pues sólo engendra miseria y desolación. ¿Pero cómo evitarla si la reina sigue en sus trece? No es mi porvenir lo que me preocupa, sino el de Egipto. Soy el único capaz de reunir a los oponentes de Tausert para evitar la disolución de nuestros ejércitos.
—La regente ostenta la legitimidad, padre.
—Hasta la inhumación de Siptah, sí. Pero cuando la puerta de su tumba se haya cerrado, será preciso designar un nuevo faraón.
Padre e hijo se miraron largo rato.
—¿Estarás conmigo o contra mí, hijo mío?
—Con vos, padre.
Tausert, que estaba muy afectada por el fallecimiento del joven monarca, había asistido al comienzo del ritual de momificación, confiado a los especialistas del templo de Amón. Ante el sacerdote que llevaba la máscara de Anubis, había afirmado que el monarca se había portado como un hombre justo, que no había cometido faltas graves y que merecía ser reconocido como tal por el tribunal de Osiris.
Durante el consejo de ministros, la reina había notado que algunas miradas críticas se clavaban en ella, como si fuera la responsable de la muerte del faraón. Así pues, se había limitado a hacer unas breves declaraciones, dejando para más tarde la lectura de los informes.
A petición de la reina, sólo el visir se había quedado en la estancia.
—¿Qué piensas de la decisión que he tomado con respecto al embellecimiento de la tumba de Siptah?
—Lo que piensan todos, majestad; deseáis rendir el último homenaje a un monarca por el que sentíais una gran estima.
—Ahora, sé sincero.
—Pues bien… Digamos que algunos consideran ese honor excesivo, teniendo en cuenta que su reinado fue más bien gris, y creen que vuestra intención es ganar tiempo alargando el período de los funerales.
—Pues tienen razón —reconoció Tausert.
—Vuestro ministro de Asuntos Exteriores acaba de regresar a Pi-Ramsés, majestad. Ha acudido de inmediato a casa de su padre, que no deja de recibir dignatarios.
—Set-Nakht ya ni siquiera disimula… ¿Te ha convocado a ti también?
El visir, molesto, no se atrevió a mentir.
—Me ha invitado a cenar, majestad.
—¡Rechaza esa invitación!
—Majestad… No estaría bien crear más tensiones aún. Y, además, tal vez esa entrevista privada tenga un carácter diplomático que podría ser el último. Intentaré convencer a Set-Nakht de que no cometa ninguna imprudencia.
—¿Qué me aconsejas, visir?
—Que penséis sólo en Egipto y en su felicidad, majestad.
Tausert dio la espalda a su primer ministro y se dirigió al jardín de palacio, poblado por los cantos de los pájaros.
¡Qué sola se sentía en aquel día de estío en el que el calor, incluso en el Norte, se anunciaba abrumador! Si el canciller Bay hubiera estado a su lado, habría sabido elaborar una estrategia para impedir que Set-Nakht la perjudicara. Y Paneb el Ardiente, por su parte, no se habría limitado a pronunciar palabras vacías y consejos insípidos.
Pero Bay había muerto y el maestro de obras del Lugar de Verdad ejercía su función sagrada lejos de Pi-Ramsés.
Tausert sólo podía contar consigo misma para tomar una decisión fundamental: renunciar al trono, dejando el campo libre a Set-Nakht, o enfrentarse con su adversario en una lucha sin cuartel.