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Niut la Vigorosa colocó la prenda húmeda entre dos tablas de madera con ranuras que servían de prensa. De ese modo, obtendría un soberbio plisado y el escriba de la Tumba podría llevar una camisa de ceremonias digna de su cargo.

Aunque estaba muy trastornado por la conducta de Imuni, Kenhir había recuperado el sueño gracias a los sedantes que le había recetado Clara, y no le faltaba el apetito.

Sin embargo, cuando regresó del consejo restringido en el que habían participado la mujer sabia y los dos jefes de equipo, tenía un aspecto sombrío.

—¿Algún problema? —le preguntó Niut la Vigorosa.

—No, no exactamente… ¿Qué opinabas de Imuni?

—Varias veces os di mi opinión sobre él: cuando se tiene cara de roedor, se roe. Cuando se tiene la voz melosa, se adula, y cuando se adula, se miente. ¡Pero vos nunca escucháis a nadie!

—Te escuchaba, Niut, pero no podía creer que realmente fuese tan malvado…

—Y seguís sin creerlo, porque no podéis imaginar el monstruo que puede crear la unión de la mezquindad y la ambición.

—El consejo ha decidido nombrar un nuevo escriba ayudante.

—¡Eso está bien! A vuestra edad, necesitáis ayuda.

—He propuesto un candidato que ha sido aceptado por unanimidad.

—Mejor así. Para su nombramiento oficial llevaréis una hermosa camisa plisada.

—Antes me gustaría saber tu opinión acerca del candidato.

—¿A qué viene eso, si ya se ha votado?

—Es preciso que el ayudante designado acepte su nombramiento… Bueno, debería decir: la ayudanta.

—¿Una mujer escriba?

—Tú, Niut. Eres un ama de casa y una cocinera excepcional, pero además sabes leer y escribir. Todos conocen tu rigor y tu capacidad de trabajo, y el consejo, como yo mismo, considera que no hay mejor candidato para el cargo.

Niut la Vigorosa examinó la camisa.

—Podría hacerlo mejor, pero necesitaré un tejido más fino. Bueno, manos a la obra: ¿queréis dictarme el texto de hoy para el Diario de la Tumba?

La hija de un escultor del equipo de la izquierda, una hermosa morenita de quince años, estaba llorando.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Uabet la Pura.

—Quisiera… Quisiera decíroslo, pero ya no me atrevo… Y además…

—Entra.

La morada de Uabet era preciosa. Estaba decorada con pinturas de múltiples colores que Paneb retocaba cuando un color iba apagándose. Figuras geométricas, pámpanos, hojas de loto y pájaros retozando entre los papiros componían un palacio en miniatura cuya dueña se sentía orgullosa de él.

Uabet hizo que la muchacha se sentara en uno de los almohadones anaranjados que ella misma había bordado.

—¿Querías hablar conmigo?

—Sí… No… Dejad que me vaya, por favor.

—Tranquilízate, pequeña, estoy dispuesta a escucharte, sea lo que sea lo que tengas que decirme.

La morenita levantó los ojos, llenos de lágrimas.

—¿De verdad?

—De verdad.

—¿Tendríais un poco de agua?

La muchacha bebió con avidez, como si acabara de cruzar el desierto.

—¿No… No me reprocharéis nada?

—Te lo prometo.

La morenita cerró las rodillas.

—Con mis amigas, incitamos a los chicos, ayer por la noche, después de la puesta del sol… Bailamos con los pechos desnudos, como de costumbre, pero no nos limitamos a eso… Como habíamos bebido un poco de cerveza fuerte y hacía mucho calor, nos quitamos también los taparrabos para hacer mejor las figuras acrobáticas.

—Y supongo que también los muchachos se quitaron los suyos.

—Cuando finalizó la danza, sí… Pero sólo nos miramos los unos a los otros, riendo, y luego cada cual volvió a su casa. Pero yo no pude…

—¿Por qué?

—Por culpa de vuestro hijo Aperti.

La morenita rompió a llorar.

—¿Te violó?

—Sí y no… Cuando se acercó a mí, no se había puesto el taparrabos, y yo, tampoco… Al principio creí que sólo quería acariciarme, y además es tan apuesto, tan fuerte… Debería haber gritado, resistido, pedido socorro…

—¿Y no lo hiciste?

—No —reconoció la muchacha, avergonzada.

—De modo que hicisteis el amor y ya no eres virgen.

La morenita inclinó la cabeza, nerviosa.

—¿Estás enamorada de Aperti?

—No lo sé… Creo que sí. ¡Pero no me atrevo a decirles nada a mis padres!

—¿Has vuelto a ver a mi hijo?

—¡No, no!

El puño de Aperti alcanzó en el mentón al hijo del carpintero del equipo de la izquierda, que cayó de espaldas.

—¡He ganado! —exclamó el joven atleta de diecinueve años, a quien nadie había vencido aún peleando con los puños.

—La vida no es una lucha —dijo Paneb con gravedad.

El muchacho, sorprendido, no se atrevió a mirar a su padre a la cara.

—Te has convertido en un buen yesero, Aperti. Ya es hora de que vivas en tu propia casa y te cases con la mujer a la que sedujiste y a la que amas.

—Pero… ¡Si no amo a ninguna mujer!

—Claro que sí, ¿no te acuerdas?, una hermosa morenita a la que demostraste tu virilidad.

—¡Sólo nos estábamos divirtiendo!

—Para ella no fue un juego; para ti, tampoco lo es ya. Tú decides, o restauras la pequeña morada que el escriba de la Tumba te concede para que vivas en ella con tu esposa, o abandonas la aldea.

Como todas las noches después de las consultas, Clara se enfrentaba con la soledad. Despierta desde antes de que amaneciera, vivía intensamente los ritos matinales y, luego, se ocupaba de sus pacientes preocupándose, constantemente, de la salud de los habitantes de la aldea. Estaba feliz por haber conseguido que Ched el Salvador no perdiera más vista, y no había tenido que deplorar ninguna enfermedad grave que exigiera el traslado del enfermo a Tebas.

Cuando el último paciente salía de su consulta, debía vivir de nuevo la ausencia de Nefer el Silencioso, consciente de que aquel vacío no se llenaría nunca. A pesar del amor que sentía por la cofradía, deseaba ardientemente reunirse cuanto antes con él, pues la separación le resultaba muy dura.

Al caer la noche, Clara se sentía muy fatigada. No tenía ganas de cenar y sabía que el propio sueño no le procuraría ningún consuelo.

Decidió, pues, subir a la cima, con la esperanza de que la diosa del silencio la aceptara en su seno y le abriera las puertas del más allá.

En el umbral estaba sentada la pequeña Selena, que tenía siete años. La hija de Paneb el Ardiente y Uabet la Pura estrechaba en sus manos tres pequeñas bolsas de tela que contenían granos de uva, dátiles y cebada.

—¿Qué estás haciendo aquí, Selena?

—Yo misma he preparado las dádivas para ofrecerlas en la cima. Te recuerdo que me prometiste que me llevarías. Estoy preparada.

Los ojos de la niña brillaban de emoción. En aquel momento, Clara supo que el destino había elegido a la futura mujer sabia del Lugar de Verdad y que, en adelante, tendría que consagrar buena parte de su tiempo a formarla.

—Concédeme unos instantes.

Cuando Clara apareció de nuevo, iba vestida con una túnica de lino plisada, blanca y rosada, y engalanada con un ancho collar y unos brazaletes de oro. Un aro del mismo metal ceñía su peluca, que estaba coronada por un loto.

—¡Qué hermosa eres, Clara!

—Es para honrar a la diosa. Estoy segura de que apreciará tus ofrendas.

La mujer sabia y la niña empezaron a subir lentamente a la luz del ocaso. Selena sujetaba con fuerza la mano de Clara, sin dejar de mirar hacia la cima.

—Venera a la diosa del silencio, la que mora en lo alto de la montaña —le recomendó la mujer sabia—. A veces adopta un aspecto terrible, pero en ella vive el fuego de la creación. Cuando yo me haya dirigido al Occidente, que ella sea tu guía y tu mirada.

Cuando llegaron a la cima, la cobra real hembra salió de su cueva.

Selena apretó aún con más fuerza la mano de Clara.

—Ponte detrás de mí e imita cada uno de mis movimientos.

La danza ritual de la serpiente y la mujer sabia se celebró en perfecta armonía. Apaciguada por los presentes, la cobra regresó al reino del silencio.

Clara y Selena se sentaron una junto a otra para disfrutar el frescor del crepúsculo.

—Vamos a recorrer juntas las horas de la noche, Selena. Algún día tocarás a la gran serpiente, la encarnación de la diosa, y ella te transmitirá su energía.

La niña no sintió deseos de dormir ni un solo instante. Justo antes de que el sol se levantara, Clara le hizo beber el rocío que exudaba la más alta piedra de la cima, el agua regeneradora que brotaba de las estrellas.

Luego, la mujer y la niña bajaron de nuevo hacia la aldea.

Al lado del sendero estaba Paneb.

La niña corrió hacia su padre, que la tomó en sus brazos, y se durmió en seguida.

Las miradas de la mujer sabia y el maestro de obras se cruzaron; ni el uno ni la otra tuvieron necesidad de pronunciar una sola palabra.

Y, por primera vez, Clara vio llorar al coloso.