Paneb, en su calidad de maestro de obras del Lugar de Verdad, presidía el tribunal, que se había reunido ante el pilono del templo de Maat y de Hator.
Formaban parte del jurado la mujer sabia, el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de la izquierda, Ched el Salvador y dos sacerdotisas de Hator. Todos los aldeanos asistían a una audiencia que se anunciaba excepcional.
Desde su regreso, Paneb no había hecho ninguna declaración oficial y menudeaban las conjeturas sobre los motivos de su arresto.
Se hizo un profundo silencio cuando el maestro de obras tomó la palabra.
—Diversas acusaciones falsas fueron formuladas contra mí por un habitante de la aldea que ni siquiera tuvo el valor de firmar el documento que entregó al visir. Fui encarcelado como un vulgar ladrón, pero tuve la posibilidad de defenderme gracias a la intervención de la reina Tausert, y demostré mi inocencia. Había que identificar al delator, el hombre que intentaba asentar su dominio sobre la aldea a costa de cometer una fechoría tras otra, el hombre que siempre me ha detestado y cuyo único alimento es la ambición.
Un murmullo de desaprobación recorrió la asamblea.
—¡Debemos denunciar esa basura de inmediato! —exigió Nakht el Poderoso.
Se dejó libre un acceso al tribunal, pero nadie se presentó.
Fened la Nariz se dirigió al maestro de obras.
—¿Sabes quién es el culpable?
—Sus propias acusaciones lo han delatado. Sólo él podía formularlas y disfrazar la realidad con tanto odio y mezquindad.
Los artesanos se miraron unos a otros, pero ninguno lograba creer que uno de sus compañeros se hubiera comportado de un modo tan mezquino.
Paneb el Ardiente se dirigió a Imuni, que se ocultaba detrás de Didia el Generoso.
—Al menos ten el valor de confesar —le recomendó.
El pequeño escriba de mirada falsa y rostro de roedor intentó retroceder, pero Karo el Huraño y Casa la Cuerda lo agarraron, uno por cada lado.
—No comprendo —farfulló Imuni, en el tono meloso que siempre había exasperado a Kenhir—. He hecho mi trabajo correctamente y…
—Acércate —ordenó el maestro de obras.
El escriba ayudante obedeció. Ante Paneb, la mujer sabia y el escriba de la Tumba fingió, primero, humildad.
—Tal vez haya cometido algún error, aunque mi intención no era hacer daño… Determinadas circunstancias me hicieron ver en Paneb unas faltas que no había cometido.
—¿Fuiste tú el que envió el expediente al visir? —preguntó el maestro de obras.
—Me sentí obligado a informarle de ciertos incidentes…
—¿Sin mi autorización? —atronó Kenhir.
—No… No deseaba importunaros.
—¿A quién crees que le estás tomando el pelo, Imuni? ¡Has traicionado mi confianza, has calumniado al maestro de obras y te has convertido en el enemigo de toda la aldea!
El pequeño bigotudo cambió de actitud y dio rienda suelta a su cólera.
—¡Nunca os habéis percatado de mis cualidades y mis derechos! —eructó—. Yo debería ocupar, desde hace mucho tiempo, el cargo de escriba de la Tumba, ¡soy el más cualificado de todos vosotros! ¿Por qué os negáis a admitirlo?
Paneb miró a Imuni directamente a los ojos.
—¿Fuiste tú el asesino de Nefer el Silencioso?
—No, no… claro que no… ¡Juro que soy inocente!
Paneb advirtió que el escriba le tenía demasiado miedo para mentir.
—¡Aplastemos a ese engendro! —propuso Karo el Huraño.
—Calma —exigió el maestro de obras—. Estamos en un tribunal.
Kenhir estaba hundido. Nunca le había gustado el carácter de su ayudante, ¿pero cómo podía imaginar que la envidia y el odio devorarían su alma?
—La traición de Imuni es un hecho probado —consideró Hay, que fue vivamente aprobado por los demás miembros de la cofradía.
—El castigo se impone, pues, por sí solo —concluyó Paneb—: será excluido definitivamente de la aldea.
Los jurados dieron su aprobación.
Imuni se había puesto muy pálido.
—¡No… no tenéis derecho a hacer eso!
—No volverás a cruzar la puerta del Lugar de Verdad —anunció Paneb—, y ni siquiera serás admitido en la zona de los auxiliares. Presentaremos una denuncia contra ti ante el visir, por injuria a un magistrado y acusación calumniosa. Adiós, Imuni.
Casa la Cuerda y Karo el Huraño agarraron al pequeño bigotudo por el cuello de la túnica y, seguidos por los demás artesanos, lo arrastraron a lo largo de la calle principal.
Imuni temió ser apaleado, pero los dos canteros se limitaron a llevarlo hasta el umbral de la gran puerta, que abrió Renupe el Jovial.
El equipo de la derecha y el equipo de la izquierda se dispusieron en dos filas.
—¡Márchate, engendro! —ordenó Userhat el León.
Imuni vaciló.
—¡No sabéis lo que os perdéis! Yo habría…
Fened la Nariz agarró una piedra y la lanzó a las nalgas del pequeño escriba, que aulló de dolor.
—¡Lárgate o te lapido!
Imuni puso pies en polvorosa y abandonó el Lugar de Verdad, abucheado por ambos equipos.
El banquete organizado por Méhy y Serketa en su villa de la orilla oeste sería uno de los mejores del año. El administrador principal debía honrar, así, el nombramiento del nuevo visir elegido por la reina Tausert, un oscuro sacerdote de Karnak.
Al alto magistrado no le habían gustado demasiado las evoluciones de las bailarinas desnudas, que jugaban con el velo rosado que colgaba de su collar y flotaba a su alrededor. Ni siquiera se había emborrachado, pese a la calidad de los grandes caldos, y había abandonado la recepción mucho antes de que ésta concluyera.
Sin dejar de sonreír a sus huéspedes y de compartir sus confidencias, Serketa había remachado el mensaje que debía transmitir: Méhy y ella formaban una pareja feliz y generosa, todos sus deseos habían sido colmados por el destino y no tenían más ambición que servir a su país. ¿Acaso la buena salud de que gozaba la economía tebana no demostraba la capacidad como administrador de su esposo, hombre honesto por excelencia?
Durante una breve entrevista con Tausert, antes de que embarcara hacia Pi-Ramsés, Méhy había aprobado fervientemente la sustitución del viejo visir que, por otra parte, él mismo pensaba proponer, y se había felicitado por la rápida rehabilitación de Paneb el Ardiente, un notable maestro de obras, pese a su carácter demasiado abrupto a veces. Y, naturalmente, el general había asegurado a la reina que podía contar con su apoyo incondicional.
Gracias a varios apartes con los dignatarios de la provincia, Méhy había comprobado que su reputación y su influencia seguían intactas.
Cuando los invitados se hubieron marchado, Serketa hizo que la sierva nubia le diera un masaje en los pies.
—Todavía debemos hablar con un huésped —le dijo Méhy.
—Basta de bobos por hoy, querido mío.
—Éste debería interesarte más que los demás.
—Qué emocionante… ¿Quién es?
El general hizo entrar a un pequeño escriba con cara de hurón y mirada falsa.
—Te presento a Imuni, ex ayudante del escriba de la Tumba.
Serketa adoptó un aire afligido.
—Habéis sido víctima de una terrible injusticia, ¿no es así? —susurró.
—Sí, por desgracia, así es, y no sé cómo defenderme.
—¿Y si nos contarais detalladamente lo que ha sucedido? —sugirió Méhy—. Como protector del Lugar de Verdad, debo recoger el máximo de informaciones para evitar cometer errores.
Imuni no se hizo de rogar. El general y su esposa lo escucharon con atención.
—Os consideráis expoliado, pues —concluyó Méhy—, cuando os sentís capaz de dirigir la cofradía.
—¡Me habéis entendido perfectamente, general!
—Vuestra situación es delicada, muy delicada… Paneb ha sido absuelto, vuestras acusaciones se consideraron infundadas y el nuevo visir no está dispuesto a abrir nuevamente el caso. Sin embargo…
La mirada del pequeño escriba brilló de ambición.
—Sin embargo —prosiguió Méhy—, soy un hombre enamorado de la justicia y vuestra sinceridad me conmueve. De momento, vuestra carrera ha quedado destrozada y no puedo oponerme al tribunal de la cofradía. Pero si me contáis todo lo que sabéis sobre el Lugar de Verdad, comprenderé mejor ese doloroso asunto y tal vez pueda ayudaros.
Imuni alisó con el dedo índice los pelos de su bigote.
—La información de esa clase es tan confidencial que resulta muy cara…
—Todo tiene su precio, es cierto; pero sólo me la venderéis a mí. Pues si resultarais demasiado charlatán, el visir ordenaría que fuerais detenido por alta traición. Es decir, que nadie debe saber nada de lo que hablemos aquí. A cambio de vuestra amistad, os instalaré en una villa del Egipto Medio, de cuya administración os encargaréis, a la espera de un período más favorable.
Imuni habló durante largo rato, feliz de haber encontrado un aliado tan poderoso que le ofrecía el porvenir con el que siempre había soñado: expulsar a Paneb y convertirse en el patrón de la cofradía. Sólo necesitaría paciencia, y eso al escriba no le faltaba.
Serketa no se enteró de nada nuevo sobre la aldea y su funcionamiento, pero apreció el rencor del pequeño escriba, que sería un divertido juguete en manos de su marido. Y se alegró sobre todo por la ingenuidad de los miembros de la cofradía, que estaban convencidos de que, con la expulsión de Imuni, por fin se habían librado del traidor.
Pero no sabían que el traidor era otro…