El vejestorio tragó saliva con dificultad. Le habían descrito al maestro de obras como un personaje violento y vengativo, capaz de acabar, él solo, con nueve adversarios.
—¿Está todo listo?
—Tranquilizaos, estaréis seguro —le prometió su secretario.
—Bueno, bueno… Que pase, pues.
Al ver aparecer al coloso, el visir se sintió de pronto más débil y más viejo. Se encogió en su asiento y procuró evitar la mirada de Ardiente, tan intensa como una llama.
—Vuestros dos sarcófagos aún no están terminados del todo —le anunció Paneb—, pero ya puedo aseguraros que se tratará de unas piezas excepcionales. Los demás encargos se están concluyendo; he aquí una muestra de nuestro trabajo.
El maestro de obras dio un paso hacia el alto magistrado, portando el jarrón azul como si se tratara de una ofrenda.
—¡No os acerquéis!
Paneb, sorprendido, se detuvo.
—Estáis arrestado —dijo el visir con voz temblorosa.
Mientras, una decena de guardias penetraba en el despacho para rodear al detenido, dirigiendo sus lanzas hacia él.
—¡Se trata de un malentendido!
—Sois un peligroso criminal, y tengo un testimonio definitivo. Al menor movimiento sospechoso, cargarán contra vos.
Los soldados que amenazaban a Paneb no eran alfeñiques y habían aprovechado el factor sorpresa. El coloso estaba rodeado.
—¿Puedo saber al menos de qué se me acusa?
—¡Lo sabréis muy pronto! Llevad a ese criminal a la cárcel.
Un soldado le puso unas esposas de madera, otro le ató los tobillos, mientras la punta de las hojas se hendían en su cuello, su pecho y sus riñones.
Méhy se apoderó de su arco, lo tensó como si quisiera quebrarlo y apuntó a un halcón peregrino que había cometido la imprudencia de sobrevolar su villa, trazando grandes círculos en el cielo. Ningún cazador atacaba a esa ave rapaz, encarnación de Horus, el protector de la realeza, pero al general le importaban un comino esas viejas supersticiones.
Un grito de espanto turbó a Méhy, que soltó la flecha demasiado pronto.
La aguda visión de la rapaz le permitió descubrir el peligro de muerte y se apartó en el último instante, ascendiendo hacia el sol con un poderoso aleteo.
Al volverse, Méhy vio a la sirvienta nubia, a quien Serketa ya había castigado. Se había puesto de rodillas y estaba lloriqueando.
—¡Perdonadme, señor, pero he tenido miedo por el pájaro!
El general la abofeteó, y la muchacha se derrumbó en la arenosa avenida por la violencia del golpe.
—Pequeña idiota, me has hecho fallar el tiro. Desaparece de mi vista y no vuelvas a molestarme, de lo contrario…
La hermosa negra se levantó y huyó corriendo. Méhy la habría violado de buena gana, pero no se fiaba de Serketa. Si la engañaba, ella acabaría enterándose y no se lo perdonaría nunca. En vísperas de una gran victoria, no era el momento de cometer una estupidez. Cuando su esposa estuviera demasiado gorda y vieja y fuera incapaz de ayudarlo, sería la hora de decidir.
—¿Todavía nada? —preguntó Méhy a su intendente.
—El correo habitual, pero aún nada del despacho del visir.
Un caballo se acercaba al galope.
Méhy corrió hacia la entrada de su villa. En efecto, era un enviado del visir que traía un mensaje urgente. Al general le encantó el principio de la misiva: Paneb había sido detenido y encarcelado.
Pero el resto le inquietó: un visitante de alta alcurnia acababa de llegar a Tebas.
Méhy no sabía cómo interpretar aquel inesperado acontecimiento.
Caía la tarde, y Paneb no había regresado aún.
—¿No tenéis hambre? —preguntó Niut la Vigorosa a Kenhir, que ni siquiera había tocado un apetitoso mújol asado, acompañado de lentejas.
—Algo no marcha bien.
—Seguramente, el visir habrá invitado al maestro de obras a cenar.
—Paneb nos lo habría comunicado…
Niut estaba tan inquieta como el escriba de la Tumba y no intentó retenerlo cuando se levantó para coger su bastón. Antes de salir, ella le puso una capa por encima de los hombros.
—El viento es fresco, no vayáis a resfriaros.
Kenhir se dirigió al quinto fortín.
—¿Sobek está aquí? —le preguntó al policía nubio que estaba de guardia.
—No, ha cogido el carro de servicio para acudir al embarcadero.
También el nubio se había alarmado hasta el punto de partir en busca de noticias.
—Dame un taburete; lo esperaré aquí.
—No tengo nada que sea muy cómodo…
—No importa.
Paneb había caído en una trampa. ¿Pero quién se la había tendido? Probablemente no había sido aquel viejo visir imbécil el que había osado meterse con el maestro de obras del Lugar de Verdad. La orden debía de proceder del verdadero señor de Tebas, el general Méhy.
Pero, como administrador principal de la orilla oeste, estaba encargado de la protección de la cofradía. Además, no tenía razón alguna para atacarla.
Por encima de Méhy, ya sólo quedaba el dueño supremo de la cofradía, el faraón de Egipto.
Evidentemente, no podía tratarse del infeliz Siptah; la responsabilidad de semejante iniciativa sólo podía tener que ver, pues, con la reina Tausert. Kenhir se estremeció.
Si su razonamiento era correcto, la regente había firmado la condena de muerte de la cofradía, por un motivo que él ignoraba.
En primer lugar, haciendo que el visir detuviese al maestro de obras, luego…
—¡Sobek regresa! —avisó el policía.
El nubio detuvo bruscamente su carro, acarició al caballo y se plantó ante el escriba de la Tumba.
—Paneb está encarcelado en palacio —reveló.
—¿Por qué motivo?
—Se han formulado numerosas acusaciones contra él, pero ignoro su naturaleza.
—¿Quién ha sido?
—También lo ignoro. Al parecer el visir ha recibido un informe detallado que no deja duda alguna sobre la culpabilidad de Paneb.
—El traidor, claro está… Pediré audiencia al visir.
La osamenta del viejo escriba apenas soportó las sacudidas del camino, pero Kenhir olvidó sus dolores para pensar sólo en el maestro de obras. Tendría que convencer al visir de que se trataba de una falsa acusación y de que Paneb tenía que quedar libre inmediatamente.
Sobek despertó a un barquero que, de mala gana, aceptó cruzar el Nilo cuando la noche ya había caído. El imperioso tono del nubio y su corpulencia lo disuadieron de discutir demasiado.
Los aposentos del visir estaban junto al palacio real de Karnak, y fue necesaria la fuerza de convicción del escriba de la Tumba para convencer al responsable de la seguridad de que despertara al alto dignatario.
El visir, que había sido cogido por sorpresa, aceptó recibir a Kenhir en la antecámara donde, por lo general, esperaban sus visitantes. Prefería no retrasar el inevitable enfrentamiento entre ambos, pues temía el escándalo que causaría aquel viejo escriba gruñón.
—¿Está encerrado aquí nuestro maestro de obras?
—En efecto.
—¿De qué se lo acusa?
—No tengo por qué decíroslo.
—¡Naturalmente que sí! Como escriba de la Tumba, tengo derecho a tener acceso a todos los documentos oficiales que se refieran a la cofradía.
—Se trata de un caso excepcional…
—¡Y es decir poco!
La cólera de Kenhir impresionó al visir, pero ya no tenía posibilidades de retroceder.
—A caso excepcional, procedimiento excepcional —afirmó con voz temblorosa.
—Por muy visir que seáis, y precisamente porque lo sois, debéis respetar la ley de Maat.
—Escuchadme, Kenhir…
—Contadme qué dice el expediente de acusación y liberad en seguida al maestro de obras del Lugar de Verdad.
—Eso es imposible.
—Escribiré inmediatamente a Su Majestad para denunciar vuestro comportamiento y exigir vuestra destitución.
—Tenéis derecho a hacerlo, Kenhir.
—Mejor haríais satisfaciendo mis exigencias.
—Es imposible, os lo repito.
—Si queréis guerra, la vais a tener.
Paneb habría podido derribar la puerta de la pequeña estancia, enfrentarse con los guardias e intentar salir de palacio. Pero eso era ilegal y su función se lo impedía. Además, deseaba conocer los motivos de su arresto y saber quién intentaba destruir la cofradía por medio de las acusaciones presentadas contra él.
Así pues, se había tumbado en un sumario lecho para pasar una noche apacible y disponerse a comparecer ante un tribunal donde podría expresarse libremente, mientras Kenhir libraba una encarnizada lucha para conseguir su libertad. Egipto era un país donde se respetaba la ley de Maat, comenzando por el visir, que era su garante.
Pero su despertar fue brutal: dos puntas de lanza pincharon la espalda del coloso.
—Síguenos —ordenó un guardia.
Paneb fue conducido hasta una pequeña sala con dos columnas que no se parecía nada a un tribunal.
Sentado en una silla baja, con un papiro desenrollado sobre las rodillas, el visir no se atrevía a mirar a los ojos al prisionero.
—Paneb el Ardiente, ha llegado la hora de que respondáis de vuestros crímenes.