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El jefe Sobek contemplaba, circunspecto, el trabajo de los auxiliares mientras se rascaba la cicatriz que tenía bajo el ojo izquierdo. Por primera vez desde hacía muchos años, se había levantado tarde y había escuchado sin prestar mucho interés los informes de sus vigías, que no habían advertido nada anormal durante la noche.

Nada anormal… ¡Sólo una serie de asesinatos cuyos autores seguían impunes!

El maestro de obras penetró en su pequeño despacho del quinto fortín, y el jefe Sobek mantuvo la cabeza gacha.

—¿Te encuentras mal?

—Me pregunto si todavía sirvo para algo —reconoció el policía nubio—. Soy incapaz de identificar a un criminal, mi balance es desastroso. O me sustituyes en mi cargo o dimito.

—Salgamos de este reducto y caminemos por la colina. Necesitas respirar aire puro.

El alto nubio aceptó, mascullando.

Era casi tan corpulento como Paneb, pero, sin embargo, parecía abatido y envejecido. Obligándolo a caminar a buen ritmo, Ardiente consiguió que recuperara el ánimo.

—Cómo me gusta este lugar —murmuró Sobek—. El sol le infunde otra vida a este desierto, muy distinta a la del Valle. Aquí no hay trampas ni falsas apariencias. Es preciso afrontar la realidad en todo su salvajismo y no temer a las serpientes ni a los escorpiones. Pero, de todos modos, una sombra ha conseguido enmascarar la luz y yo soy incapaz de disiparla.

—¿Has vigilado las idas y venidas de Userhat el León?

—Claro que sí, al igual que las de los demás, pero no he obtenido resultado alguno.

Sobek se sentó en una piedra ardiente.

—Acabo preguntándome si no será un demonio el que se divierte adoptando una forma humana para atacar a sus víctimas y no dejar rastro… Que la mujer sabia utilice la magia y que otro policía se ocupe del caso. Yo he fracasado.

Paneb recogió algo de arena y dejó que resbalara entre sus dedos.

—Tu trabajo consiste en encargarte de la seguridad de la aldea y de sus habitantes. Considero que la has cumplido.

—¿Con esa sombra asesina que se burla de nosotros?

—La cofradía ha incubado una serpiente en su seno, le toca librarse de ella con tu ayuda.

—Creo que te equivocas al confiar en mí, Paneb.

—No será mi primero ni mi último error. Infunde confianza a tus hombres, Sobek, y convéncete de que aún no hemos perdido el combate.

Paneb ocupó el sitial de maestro de obras donde anteriormente se había sentado Nefer el Silencioso, cerró los ojos e imploró a su padre celestial que lo ayudara a dirigir la cofradía.

En el local de la cofradía estaban presentes los miembros del equipo de la derecha y Hay, el jefe del equipo de la izquierda, cuyos artesanos trabajaban en la reparación de las tumbas del Valle de las Reinas.

Tras el ritual de purificación, Paneb había hecho una emotiva llamada a los antepasados, y todos habían advertido que la función de maestro de obras comenzaba a apoderarse del coloso.

Los servidores del Lugar de Verdad, que ocupaban los asientos empotrados en banquetas de piedra, estaban inquietos. Por la expresión de preocupación de Paneb, sabían que las noticias no eran buenas.

—De momento, no tenemos ningún trabajo pendiente en el Valle de los Reyes —declaró el maestro de obras—. A juzgar por su estado de salud, la muerte del rey Siptah se anuncia inminente, pero los meses pasan y, en realidad, el escriba de la Tumba no dispone de ninguna información seria. Por eso he decidido aceptar varios encargos del exterior para preservar el buen nombre de la cofradía y demostrar su habilidad en los más diversos campos.

—¿No vas a aumentar el ritmo de trabajo? —preguntó Karo el Huraño, preocupado.

—Nuestro reglamento será respetado y obtendréis primas sustanciosas si respondéis a mi llamada.

—¿Quién las pagará? —preguntó Unesh el Chacal, dubitativo.

—Los comanditarios, y serán atribuidas íntegramente a quienes respeten los plazos.

—¿Realmente es necesario conceder tanta importancia al exterior? —protestó Gau el Preciso—. Varios oratorios de la aldea necesitan una buena reparación, al igual que ciertas tumbas.

—Pienso destinar al equipo de la izquierda a esas tareas, con el permiso de su jefe.

Hay asintió con la cabeza, en señal de aprobación.

—Si lo comprendo bien —dijo Ched el Salvador con una irónica sonrisa—, nos estás poniendo a prueba.

—¿Qué prueba? —se inquietó Pai el Pedazo de Pan.

—El maestro de obras teme que nos sumamos en la vanidad y en la rutina —intervino Ched.

—Basta de charla —interrumpió Casa la Cuerda—; ¿cuáles son esos famosos encargos del exterior?

—Una serie de trampas —precisó Paneb.

Un pesado silencio siguió a sus palabras.

—¿Te burlas de nosotros? —preguntó Unesh el Chacal.

—Como es evidente, el poder central esta siendo víctima de convulsiones cuya naturaleza y gravedad ignoramos. Si se derrumba, la propia supervivencia del Lugar de Verdad se verá amenazada. Mi deber es preservarlo, aun en caso de disturbios. Esos encargos no han llegado porque sí; el exterior quiere saber si, al margen de la construcción de las moradas de eternidad, servimos para algo. Por eso nos están desafiando, y nosotros vamos a aceptar ese desafío.

—¿Y si somos incapaces de afrontarlo? —se preocupó Gau el Preciso.

—No hay razón para dudar de nosotros mismos —afirmó Userhat el León—. Además, poseemos la Piedra de Luz: cada vez que se le ha sometido una cuestión vital, ha sabido responder iluminando nuestro camino.

—Dicho de otro modo, todos somos voluntarios, puesto que sólo podemos conseguirlo en equipo —concluyó Thuty el Sabio.

Nadie discutió el argumento.

—Bueno —intervino Fened la Nariz—, ¿qué debemos hacer?

—En primer lugar, un gran número de exvotos para los templos de la región tebana —repuso el maestro de obras—. Habrá que trabajar pequeños fragmentos de calcáreo, muy finos, y esculpirlos en forma de plaquetas que se depositarán en los oratorios o se insertarán en las paredes de las capillas. Debemos elegir el tema del grabado.

—El dios Ptah, patrón de los constructores, protegido por las alas de la diosa Maat —propuso Ipuy el Examinador—. Sólo ella puede dar el soplo de vida al gran arquitecto que todos los días recrea un universo armonioso.

—Podríamos buscar algo más sencillo —objetó Renupe el Jovial.

—La propuesta de Ipuy me parece excelente —consideró Paneb—; transmite a la perfección el ideal del Lugar de Verdad.

—Naturalmente, nuestra labor no se limitará a eso —aventuró Karo el Huraño.

—Naturalmente —aprobó el maestro de obras con una amplia sonrisa—. También deberemos proporcionar a Karnak estatuas y estelas, sin olvidar algunos ejemplares del Libro de salir a la luz, con muchos dibujos que ilustren las transformaciones del alma.

—¿Qué capítulos habrá que reproducir? —preguntó Gau el Preciso.

—Los que elijamos. Pero hay algo mucho más difícil…

Todas las miradas convergieron en el maestro de obras.

—La administración central nos exige jarrones de loza, de un azul perfecto, para adornar los aposentos reales.

Casa la Cuerda emitió un silbido de desaprobación.

—¿Podremos fabricarlos?

—Creo que sí —respondió Thuty—, pero tendremos que consultar los archivos de nuestros maestros loceros.

—Mi iniciador era uno de ellos —recordó Hay—, y no he olvidado nada de sus enseñanzas; pero necesitaré ayuda si la cantidad de jarrones exigida es importante.

—Lo es —afirmó Paneb—. Mañana mismo abriremos un taller consagrado a su fabricación.

—¿Tenemos bastante arena que contenga una gran proporción de cuarzo? —preguntó el jefe del equipo de la izquierda.

—No —repuso el orfebre Thuty—, pero sé dónde encontrarla.

—Eso no es todo —prosiguió Paneb.

—¡Pero nos están exigiendo demasiado! —protestó Casa la Cuerda.

—El visir del Sur nos ha hecho, personalmente, un encargo urgente.

—¿Ese viejo perillán? —se extrañó Fened la Nariz—. Se limita a sacarse de encima los asuntos en curso, a la espera de que lo sustituyan en su cargo. ¡Y nunca ha puesto los pies en la aldea!

—El visir necesita dos grandes sarcófagos de madera.

—Los carpinteros de Karnak pueden procurárselos —estimó Didia el Generoso.

—Pero nos lo ha pedido a nosotros. Tú los harás, carpintero.

—Bueno, tal vez sea mejor dejar de discutir, beber un buen trago y ponerse manos a la obra.

La proposición del carpintero ganó por unanimidad.

A invitación del maestro de obras, los artesanos unieron las manos para sentir la energía que circulaba por el equipo.

Cuando la puerta del local de la cofradía se cerró, Paneb permaneció solo bajo el cielo estrellado.

—No te alejes de mí, Nefer, y que tu silencio se haga palabra. Escucho tu voz, vivo con tu vida, mi mano prolonga tu mano y te continúo.