Set-Nakht trabajaba con paciencia y meticulosidad. Con el mayor secreto, convocaba uno a uno a los ministros de la reina Tausert y los convencía de la incapacidad de la reina para gobernar el país y mandar el ejército en caso de una grave crisis. Algunos lo habían aprobado sin reservas, otros se habían mostrado reticentes, y dos, francamente hostiles; el viejo cortesano no se había desanimado por ello y había proseguido sus consultas hasta convencer a los vacilantes de que se pasaran a su bando, para obtener, por lo menos, la neutralidad de sus adversarios.
Había obtenido el resultado: en el próximo consejo que reuniera el conjunto de los miembros del gobierno, Set-Nakht propondría que adoptasen una moción de censura con respecto a la reina; una primera etapa hacia una paulatina destitución.
El futuro faraón no sentía animosidad alguna contra Tausert; muy al contrario, la admiraba cada día más por su inteligencia y sus aptitudes de estadista. Pero seguía creyendo que no tendría la autoridad suficiente para defender Egipto contra una oleada de invasiones que el nuevo ministro de Asuntos Exteriores consideraba inevitable. Set-Nakht se consideraba a sí mismo como el único dignatario consciente del terrible peligro que corría el país, por lo que debía actuar en consecuencia.
Su secretario le anunció la visita que esperaba: el tesorero del gran templo de Amón.
Había tenido que andarse con muchos rodeos antes de que el hombre aceptara informar a Set-Nakht sobre el estado de salud del faraón Siptah.
Ante el asombro general, el joven rey se resistía a la muerte, y poseía una energía que se extinguía al ocaso y renacía al amanecer, tras haber dirigido el ritual del despertar de la potencia divina en el santuario. Durante el resto de la jornada permanecía acostado, se alimentaba poco pero seguía leyendo las obras de lo sabios del Imperio Antiguo sin dejar de consultar el informe de síntesis que le transmitía el palacio real. Y siempre estaba satisfecho de recibir a la reina, en quien tenía una total confianza.
El tesorero se inclinó ante Set-Nakht.
—Una noticia importante, señor: el faraón Siptah no ha abandonado su alcoba esta mañana. El sumo sacerdote de Amón ha celebrado en su lugar el ritual y el médico personal del rey cree que está agonizando.
—¿Hipótesis o certeza?
—La ausencia del monarca no permite albergar duda alguna sobre la gravedad de su estado.
Set-Nakht despidió al tesorero. Lo que acababa de saber, menos de una hora antes del gran consejo, fortalecía más aún su posición.
Los ministros, atónitos, entraron en una de las grandes salas de audiencia del palacio real ante la atenta mirada de los soldados de la guardia personal del faraón.
—¿Por qué no nos reunimos en la sala del consejo? —preguntó Set-Nakht, descontento.
—Órdenes de la regente —respondió un oficial.
El viejo cortesano vaciló en cruzar el umbral. ¿Y si Tausert hubiese decidido que suprimieran a todos sus oponentes? No, era imposible. Sólo los tiranos actuaban de ese modo, y la reina se sometía, como sus súbditos, a la ley de Maat. Nunca se atrevería a recurrir a la violencia y al crimen para gobernar.
Set-Nakht penetró a su vez en la vasta estancia, iluminada por unas ventanas altas y estrechas. Varios ministros le consultaron con la mirada; su calma los tranquilizó.
Todos permanecieron de pie hasta que entró la regente, vestida con una larga túnica de color turquesa. Una fina diadema y unos pendientes de oro realzaban la nobleza de sus rasgos.
Cuando Tausert se sentó en un austero trono de madera dorada, ya había reconquistado el corazón de varios dignatarios que pensaban en traicionarla en beneficio de Set-Nakht.
—He querido reuniros en este marco solemne para hacer balance de las tareas que os he confiado. En caso de fracaso, serán nombrados otros responsables. Servir a Egipto es un hecho glorioso; quien no lo comprenda así, no merece indulgencia alguna.
—Todos lo hemos comprendido, majestad —declaró Set-Nakht—, y no encontraréis entre nosotros perezosos ni irresponsables. Y antes de examinar el estado del país, ¿podemos conocer el del faraón legítimo?
—Durante la última hora de la noche, el rey Siptah ha sido víctima de un malestar que ha estado a punto de acabar con su vida. Por esta razón no ha podido celebrar el ritual de la mañana. Acaba de recuperar el conocimiento y su alma permanece unida a su cuerpo. Le he hablado de esta audiencia excepcional, cuyos resultados espera. Comencemos por la exposición del ministro de Agricultura.
El interpelado desenrolló un papiro y, provincia por provincia, detalló las cantidades de cereal recogido, comparándolas con las del año anterior.
Los comentarios de Tausert fueron precisos y cortantes. Hizo hincapié en los puntos débiles del informe, exigió que se comprobaran ciertas cifras, de las que dudaba, y propuso mejoras para la administración de ciertas provincias. Luego, la regente demostró idéntica competencia en los demás sectores de la administración.
Ya sólo quedaba la política exterior.
—Puesto que el ministro de Asuntos Exteriores está ausente, ¿puede Set-Nakht hablarnos de los peligros que nos amenazan?
El viejo cortesano se levantó.
—Según los últimos informes procedentes de Asia, que están en posesión de Su Majestad, naturalmente, debemos esperar profundos trastornos que modifiquen nuestras alianzas y nos valgan nuevos y poderosos enemigos. Egipto aparece, más que nunca, como un país próspero que debe conquistarse, y los invasores no dejarán de lanzarse al corredor sirio-palestino. Quienes me trataran de pesimista se equivocarían gravemente; sólo describo la realidad, pues la amenaza está muy lejos de ser ilusoria.
—Vuestros consejos han sido escuchados, Set-Nakht, y nuestro sistema de defensa se refuerza cada día más.
—Cada uno de vuestros súbditos os lo agradecerá, majestad, ¿pero no sería conveniente ir más allá y, siguiendo el ejemplo de gloriosos faraones, lanzar un ataque preventivo?
—¿Contra quién y de qué magnitud? La situación es demasiado incierta para lanzarnos a una aventura de semejante calibre. Gracias a vos y a vuestro hijo, nuestra red de espionaje se ha reconstruido y nos proporciona los datos necesarios. Según las actuales informaciones, hay que dar preferencia al aspecto defensivo.
Set-Nakht esperaba que algunos ministros acudieran en su ayuda, pero la autoridad y los argumentos de Tausert los habían convencido a todos.
El anciano cortesano, derrotado, ya sólo podía inclinarse ante la reina.
Mientras sus colegas abandonaban la sala de audiencia, Set-Nakht se aproximó a Tausert.
—Felicidades, majestad; he quedado deslumbrado, como los demás. Nadie podría discutir vuestra aptitud para gobernar las Dos Tierras.
—Y en ese caso, ¿por qué intentáis poner a mis ministros en mi contra?
¡Los tibios habían hablado! Sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies, Set-Nakht tuvo, sin embargo, el valor de dar la cara.
—Siempre por la misma razón, majestad: Egipto entrará forzosamente en conflicto con pueblos decididos a conquistarlo, y vos seréis incapaz de poneros a la cabeza de nuestros ejércitos. Además, vos rechazáis la única política posible.
—Que nuestras opiniones diverjan y que expreséis la vuestra no me duele; pero me debéis obediencia y conspirar contra mí significa debilitar Egipto. No lo olvidéis, Set-Nakht.
Más subyugado de lo que deseaba admitir por la personalidad de la reina, el viejo cortesano comprendió que estaba formulando una última advertencia.
Y tras saludarle, se retiró.
Fatigada por el duro combate que acababa de librar, Tausert no tuvo, sin embargo, posibilidad de descansar, pues su secretario particular la abordó antes de que llegara a sus aposentos.
—¡Una mala noticia, majestad!
—¿El rey Siptah?
—No, no, un correo procedente de Tebas.
—¿Disturbios en la provincia?
—No, tranquilizaos, pero hay un grave escándalo en perspectiva… El visir de Tebas ha recibido un expediente que compromete al maestro de obras del Lugar de Verdad, Paneb el Ardiente.
—¿Hasta qué punto… lo compromete?
—Lo acusan de toda clase de exacciones. Si los hechos se comprueban, y puesto que se refieren en parte al Valle de los Reyes, habrá que detener a Paneb y juzgarlo. Sin duda recibirá una pesada condena y podemos temer que la cofradía se rebele y abandone el trabajo. El acontecimiento desbordaría la región tebana y sembraría el caos en todo el país, la importancia del Lugar de Verdad…
—La conozco —recordó la reina, irritada—. ¿Quién es el autor del expediente que acusa a Paneb?
—Es un documento anónimo.
—¡En ese caso, no lo tendremos en cuenta!
—Sería deseable, majestad, pero el documento ha pasado por varias manos antes de llegar al visir del Sur, y mucho me temo que no pueda garantizarse su confidencialidad. Si no actuamos, empezarán a circular rumores, se acusará de inercia al poder judicial y vuestra reputación quedará manchada.
El rey Siptah, moribundo; Set-Nakht, dispuesto a apoderarse del trono; el Lugar de Verdad, al borde del abismo… Los peligros se hacían tan acuciantes que Tausert, por un instante, sintió ganas de abandonar su fardo. Pero nunca podrían acusarla de deserción.
—¿Me es fiel ese visir?
—Es un personaje gris que ha hecho toda su carrera en la administración de los graneros, antes de ser nombrado para el cargo por recomendación del general Méhy y con la aprobación del canciller Bay.
—Que haga una investigación rápida y discreta sobre Paneb el Ardiente y que los resultados me sean comunicados sin dilación.
—Tu hígado no está bien —estimó la mujer sabia.
—¿Estáis segura de eso? —se extrañó Renupe el Jovial—. Mi régimen alimenticio es de lo más razonable.
—En ese caso, no es el responsable de tus trastornos. No creo que mi medicación pueda ser efectiva.
El artesano perdió su alegría.
—¿Tengo que ir a consultar con un especialista de la orilla este?
—El único médico capaz de curarte eres tú mismo.
—No comprendo…
—Ignoras que el hígado es la sede de Maat. No sufres por una afección física, sino por falta de verdad. ¿No te corroerá alguna mentira, Renupe?
El Jovial frunció el ceño.
—No, claro que no… Bueno, no del todo. Pero es tan difícil de decir…
—¿Acaso has ocultado un hecho grave? —preguntó Clara con dulzura.
—¡Un recuerdo, un simple recuerdo que me obsesiona desde hace varias semanas! Es tan horrible… Si hablo, denuncio a un colega y me comporto como un chivato.
La mujer sabia permaneció imperturbable.
—Que tu corazón te dicte la decisión que debas tomar, Renupe.
El artesano inspiró profundamente.
—Mucho antes del nombramiento de Nefer como maestro de obras, discutíamos sobre la capacidad de unos y otros para dirigir la cofradía. El Silencioso obtenía casi la unanimidad, a excepción de Unesh el Chacal, indeciso, y de Gau el Preciso, que me hizo algunas confidencias. Se consideraba digno de mandar el equipo con Ched el Salvador. ¡Os dais cuenta! Gau está amargado y no me atrevo a imaginar qué revancha ha querido tomarse…
En la sala de columnas del templo reinaba una profunda paz.
—¿Por qué me habéis convocado aquí? —preguntó Gau el Preciso, ante Clara y Paneb.
—Porque Maat reina en este lugar —respondió la mujer sabia—, y ninguna mentira podría pronunciarse aquí, so pena de ver el alma de su autor condenada a la segunda muerte. ¿Deseabas ocupar el puesto de maestro de obras, Gau, en lugar de Nefer el Silencioso?
El dibujante se tomó largo rato para reflexionar.
—Es cierto, sentía ese deseo… En aquel momento, sólo Ched el Salvador me parecía apto para orientar a la cofradía, pero él rechazaba ese cargo, y Nefer no tenía la experiencia necesaria. Me equivoqué… Me equivoqué gravemente…
—¿Detestaste a Nefer hasta el punto de…?
—Nunca detesté a Nefer. Lo subestimé, lo envidié y, luego, lo admiré… como la mayoría de nosotros, por otra parte. Pero yo no oculto mis opiniones. Y no importa si me perjudican: prefiero merecer mi apodo de «Preciso».
—He aquí un collar de oro destinado a la estatua de Maat —declaró la mujer sabia—. ¿Tus manos son lo bastante puras para colocarlo ante su capilla?
Gau no vaciló ni un solo instante.
—¡Mirad mis manos! —exigió con voz alterada por la indignación—. Son las de un servidor del Lugar de Verdad y aceptarán todas las tareas que éste les confiera.
El dibujante llevó a cabo el rito.
Clara y Paneb, aliviados, permanecían, sin embargo, turbados. ¿Por qué Renupe había tardado tanto tiempo en contarlo?