Paneb y su esposa escuchaban a la pequeña Selena, que les estaba contando un hermoso sueño en el que se había transformado en ibis para sobrevolar la montaña. Karo el Huraño interrumpió el relato.
—Tienes que venir en seguida —le dijo al coloso—. Según el jefe de los auxiliares, uno de tus bueyes está enfermo y las codornices no tardarán en atacar tu campo. Si no tomas medidas, devastarán toda tu cosecha.
La cosecha suponía un buen complemento para ciertas familias de la aldea, por lo que Paneb se tomó en serio el asunto y acudió inmediatamente a casa de Kenhir, que sentía un fuerte dolor en el codo y se veía obligado a dictar a Imuni el Diario de la Tumba.
—Debo salir de la aldea con dos hombres del equipo de la derecha, por lo menos —anunció, explicándole la situación.
El viejo escriba hizo una mueca.
—Sabes muy bien que está prohibido emplear artesanos del Lugar de Verdad en tareas de ese tipo.
—No se trata de un trabajo, sino sólo de que me echen una mano para colocar las redes que protejan el trigo y atrapen el máximo de codornices, que nos comeremos asadas.
Kenhir masculló una vaga aprobación, que le bastó al maestro de obras, sin advertir el rictus satisfecho de Imuni.
—¿Y qué podíamos hacer nosotros? —protestó uno de los cinco campesinos que estaban al servicio de Paneb—. Os hemos avisado con rapidez, ¡y eso ya es bastante!
Paneb, que iba acompañado por Nakht el Poderoso y Didia el Generoso, prefirió no responder para examinar al buey, que respiraba con dificultad.
—Llévalo hasta la zona de los auxiliares —le ordenó el coloso a Nakht—, y pide a la mujer sabia que lo cuide. Luego vuelve en seguida.
Algunos centinelas habían anunciado a las autoridades tebanas los primeros ataques de las codornices, tan numerosas que oscurecían el sol antes de caer sobre los cultivos. De modo que Paneb, Didia y los campesinos desplegaron una red de prietas mallas, tendiéndola entre unas estacas profundamente hundidas en el suelo. Para evitar lastimarse los pies, llevaban unas vastas sandalias de papiro.
—¡Ahí llegan! —aulló uno de los campesinos.
Una nube de pájaros caía, batiendo las alas con estruendo. Los cazadores blandieron jirones de tela y su agitación bastó para perturbar la bandada de codornices que, en gran número, volaron hacia la red, donde quedaron atrapadas por las patas, sin posibilidad alguna de liberarse.
—¡Menudo festín tenemos en perspectiva! —se alegró Didia cuando Nakht el Poderoso regresó de la aldea.
—La mujer sabia salvará tu buey —anunció a Paneb.
El viento acariciaba el cuerpo desnudo de Turquesa, que estaba tumbada en su terraza, al cálido sol matinal.
Paneb trepó por la escalera como un gato, pero la mujer ya había percibido su presencia.
—Acércate, Paneb.
—Pensé que te encontraría en el oratorio de la diosa del silencio, con las demás sacerdotisas de Hator, para preparar la fiesta.
—Pero has venido aquí.
—Me esperabas, ¿no es cierto?
Turquesa se limitó a sonreír. Y, como siempre, Paneb se inflamó de un irresistible deseo que lo arrastraba hacia aquella mujer soberbia en la que los años no hacían mella alguna. Al contrario, el tiempo la embellecía y añadía a la salvaje hermosura de su juventud un encanto en el que se mezclaba la dulzura y la ternura.
Cuando el coloso se estaba echando sobre ella, Turquesa lo rechazó.
—Te has convertido en el dueño de esta cofradía, Paneb el Ardiente, ¿qué marca piensas imprimirle y qué destino vas a ofrecerle?
Los amantes se desafiaron con la mirada durante largos instantes. Paneb ya no tenía ante él a una mujer enamorada, sino a una criatura del más allá, bella hasta la muerte, pero que no le devolvería su libertad mientras no hubiera respondido.
—Esta cofradía no me pertenece, Turquesa. Yo la elegí, ella me eligió, y sólo el amor que nos une puede permitirme dirigirla. Su destino está grabado desde la eternidad, y no tendrá más sentido que construir la obra y al hombre en el mismo acto y con el mismo aliento. Pero le imprimiré mi marca, es cierto, pues deseo un Lugar de Verdad sin tibieza ni remilgos, un Lugar de Verdad cuyo corazón no deje de latir para encarnar las palabras de los dioses con sabiduría, fuerza y armonía. Fracasaré, claro está, pero nunca voy a renunciar. Y, cuando yo muera, un nuevo maestro de obras intentará conseguirlo.
Turquesa tomó con ternura las manos del coloso.
—Desde mi terraza distingo tu tumba, esa mágica morada donde tu potencia te sobrevivirá. El poder no te ha pervertido, hazme, pues, el amor.
Gracias al encarnizado trabajo de los artesanos del equipo de la derecha, la construcción de la tumba de Paneb avanzaba a una velocidad sorprendente. Userhat el León, el jefe de los escultores, incitaba a sus hermanos a dar lo mejor de sí mismos para perforar el pozo, tallar en la roca la cámara funeraria abovedada, edificar el pilono y las salas accesibles a los vivos, sin olvidarse de la alberca que recordaba la presencia del agua primordial, donde todo nacía y adonde todo regresaba, así como el jardín donde el alma del difunto iría a reposar al ocaso.
Cuando el maestro de obras inspeccionó los trabajos, tras una suave jornada de otoño, encontró el lugar desierto y silencioso.
A la entrada había cuatro poderosas columnas; luego, una vasta terraza que precedía a la capilla coronada por un piramidión muy puntiagudo, cada una de cuyas caras incluía una estela dedicada a las fases del curso del sol. A la izquierda de la puerta, un altar para el culto a los antepasados; a la derecha, una alberca de purificación. Un corredor conducía a una gran sala decorada con bajorrelieves consagrados a los trabajos de los artesanos y al encuentro del ka de Paneb con las divinidades. Éste se transformaba en halcón y en fénix, decía la contraseña a los guardianes de las puertas del más allá, y recorría en barca los paraísos acuáticos.
A través de una estrecha ranura practicada en el muro del fondo, el maestro de obras contempló su estatua, cuya mirada, ligeramente levantada hacia el cielo, descubría otros universos.
Paneb se convertía en otra persona, idéntica y distinta a la vez, a la que ya no afectaban el envejecimiento ni las imperfecciones. Y pensó que Nefer el Silencioso había pasado por una prueba similar.
Al entrar vivo en la muerte, su predecesor se había desprendido de las realidades de este mundo para asumirlas mejor y abrir el camino a sus sucesores. Ahora, habitado por su luminosa presencia, Paneb recibía su herencia de pleno.
Todos los miembros del equipo de la derecha estaban sentados en la última capilla de la morada de eternidad, decorada con admirables pinturas cuyos principales actores eran Isis la hechicera, Osiris el resucitado y Ptah el patrón de los constructores.
Ched el Salvador fue el primero en levantarse, y en seguida fue imitado por sus compañeros. Juntos formaron un círculo en torno al maestro de obras, cuya mirada se demoró en los rosetones, los rombos y las espirales que adornaban lo alto de los muros y el techo, para evocar, en términos geométricos, las etapas del camino iniciático.
—Que puedas respirar siempre el aliento de vida —dijo Userhat el León en nombre de los escultores.
—Los dibujantes te ofrecen el loto del que brota el sol todas las mañanas —dijo Unesh el Chacal.
—Navega eternamente en la barca comunitaria —deseó Nakht el Poderoso, portavoz de los canteros.
La vela que simbolizaba el aliento de vida, el loto, la barca… Todos estaban presentes, pintados en las paredes de aquella morada de eternidad en la que se desplegaba el ser esencial de Paneb el Ardiente.
En el centro del círculo, Paneb sintió la irradiación de la fraternidad, más intensa que el sol de estío.
¿Pero cómo podía olvidar el maestro de obras que, entre las manos que le tendían para transmitirle su energía, había las de un traidor?
El traidor estaba convencido de que, en un momento u otro, la Piedra de Luz sería ocultada en la tumba de Paneb.
Pero las obras concluían sin que el deseado tesoro apareciera.
Didia el Generoso ofreció a Paneb un soberbio sarcófago de acacia, destinado a recibir su cuerpo de luz.
—¡Con una barca de esta calidad —afirmó— atravesarás la eternidad sin problemas!
—No hay prisa —consideró Pai el Pedazo de Pan—; Kenhir ha sacado de su cava dos ánforas de vino rojo que datan del primer año de Sed II, ¡y esperan con impaciencia que las bebamos!
Todos aceptaron la prudente decisión del dibujante, que fue el primero en probar el néctar.
—Alegre y con mucho cuerpo —consideró con las mejillas arreboladas ya—; está a la altura del acontecimiento.
—Honremos a Seti —añadió el orfebre Thuty—, pues he aquí una tela con palmas doradas que yo había previsto para su equipamiento funerario, sin poder concluirla a tiempo. Que sea ahora el velo de cabeza del sarcófago de Paneb.
Los artesanos hicieron un brindis por su jefe y todos levantaron la copa con fervor.
—La decoración de tu tumba será mi última obra —confesó Ched el Salvador a Paneb.
—¿Por qué eres tan pesimista?
—Porque sufro el asalto de un enemigo que tú no conoces: el cansancio del cuerpo. En adelante, me consagraré a terminar los esbozos para tus obras futuras, y nuestro equipo de dibujantes te servirá con fidelidad. Todos sabemos que el rey Siptah está muriéndose y que se anuncia una grave crisis; sólo tú sabrás hacerle frente.
—Ese tipo de cumplidos no entra en tus costumbres.
—Con la edad, me enternezco.
Karo el Huraño, que estaba completamente ebrio, palmeó el hombro de Paneb. Ched lo fulminó con la mirada.
—Haz lo que quieras, pero nunca faltes al respeto al maestro de obras —le recomendó el pintor.
Karo, titubeante, se alejó.
Encantado por los incidentes a los que acababa de asistir, el escriba ayudante Imuni creía cada vez más en su triunfo y en la decadencia de Paneb el Ardiente, pues su expediente iba engrosándose.