El anuncio del nombramiento de Paneb como maestro de obras del Lugar de Verdad y sucesor de Nefer el Silencioso se confundió con la gran fiesta celebrada en honor del rey Amenhotep I, fundador y señor de la aldea, el vigésimo noveno día del tercer mes de la estación de las siembras. Los aldeanos llevaban en procesión la estatua de su protector antes del banquete monumental durante el que degustaban codornices asadas, estofado de paloma, riñones, costillas de buey, varias clases de pescado, quesos, bayas de azufaifo, compota de higos y pasteles de miel y de licor de dátiles.
Los artesanos se habían encargado de la carne; las mujeres, de los demás platos. Habían sacado las marmitas de serpentina y la preciosa vajilla ofrecida por los faraones, es decir, copas y platos de alabastro, y cubiletes de oro en los que se servían los excepcionales caldos que Kenhir había sacado de su cava.
Userhat el León blandió el bastón con cabeza de carnero, símbolo del dios Amón, al que se dirigían las reclamaciones, y nadie tomó la palabra.
—No hay hermano para quien está sordo a la voz de Maat y no hay día de fiesta para el ávido —recordó el escriba de la Tumba—. Tenemos la suerte de vivir un período de armonía y de que esté a la cabeza de la cofradía Paneb el Ardiente, que proseguirá la obra y nos defenderá de nuestros enemigos. Tengamos, todos juntos, un día feliz.
Todos juntos quería decir todos juntos. Por eso, el perro Negrote, a la cabeza del clan compuesto por Bestia Fea, la oca guardiana, el mono verde, e incluso Encantador, el enorme gato de Paneb, tuvieron derecho, como sus compañeros, a disfrutar de los mismos alimentos que los humanos. Como excepción, Viento del Norte, el asno del coloso, fue autorizado a penetrar en la aldea para participar, también, de la fiesta.
Sus grandes orejas quedaron encantadas por el concierto que ofrecían tres sacerdotisas de Hator. Una tocaba un doble oboe, formado por dos tubos largos y delgados hechos con cañas; otra, un clarinete y una arpa cimbrada esculpida en el tronco de una acacia. La arpista no era otra que Turquesa, cuya belleza y atavío levantaron ciertas observaciones acerbas por parte de las amas de casa menos favorecidas por la naturaleza; pero la tañedora sólo se preocupaba de su instrumento y, con los ojos cerrados, dejaba correr los dedos por las siete cuerdas.
—No pareces muy alegre —le dijo a Paneb Renupe el Jovial, cuya panza amenazaba con estallar.
—Sólo los inconscientes se alegran con las responsabilidades —afirmó Unesh el Chacal.
—Bien dicho —confirmó Gau el Preciso, cuya larga nariz comenzaba a enrojecer.
—Mañana ya veremos —propuso Didia el Generoso—; de momento, honremos esos alimentos y esas ánforas de vino añejo.
Casa la Cuerda hubiera aprobado, de buena gana, al carpintero, pero ya no distinguía lo que le rodeaba y no conseguía articular ni una sola palabra.
Kenhir, forzado a permanecer relativamente sobrio por las furibundas miradas que le lanzaba Niut la Vigorosa, advirtió que las sacerdotisas de Hator no sólo bebían agua. Sin duda, la mujer sabia tendría mucho trabajo para aliviar los dolores de estómago y sanear los hígados empapados.
A lo largo de toda la velada, Paneb había permanecido ausente, como si la fiesta no le concerniese.
—Piensas en Nefer, ¿no es cierto? —le preguntó Clara.
—Él debería haber presidido este banquete, no yo. Vi su obra maestra en Karnak, y es tan perfecta que no puedo retocarle nada.
—Él pronunció las mismas palabras en la misma situación. Y sólo pensaba en retirarse a su taller para estar solo con los instrumentos y los materiales.
—Dicho de otro modo, es imposible renunciar a una misión que te confía el Lugar de Verdad.
—Eso es lo que tu padre espiritual había comprendido, en efecto. ¿Pero acaso cada cual no es libre de elegir su destino?
—Un solo deseo me ha animado siempre: pertenecer a esta cofradía, pintar el fuego de la vida, alcanzar la luz inmutable… ¡Pero nunca había pensado en dirigiría!
—Tampoco Nefer… En nuestro camino, cuando nos alejamos del poder es cuando nos lo entregan. Y entonces se mesura su peso.
Pocas veces hubo una fiesta tan alegre en el Lugar de Verdad. La aldea tenía de nuevo un maestro de obras, y las preocupaciones se disipaban.
Vaciada la última ánfora, se distribuyeron antorchas a los comensales, con las que se iluminó el Lugar de Verdad, que brilló durante largo rato en la noche estrellada.
Uabet la Pura había utilizado su concha para afeites, perfecta imitación de una caracola del Nilo tallada en alabastro, para maquillarse ligeramente. Se había puesto su más hermosa túnica, de un verde suave, y por fin estaba lista. Selena, en cambio, empezaba a impacientarse.
—¿Vamos, mamá?
Uabet echó una última ojeada a la casa para asegurarse de que ya no quedaba nada.
Los artesanos estaban transportando el mobiliario hasta la nueva morada del maestro de obras, que era casi tan grande como la del escriba de la Tumba. Uabet debía indicarles el emplazamiento de cada mueble y dar a la servidumbre las directrices indispensables. Muchachos y muchachas de la aldea se habían apresurado a entrar al servicio de la esposa de Paneb, que se había quedado con cinco de ellos insistiendo en sus exigencias, comenzando por una estricta higiene.
—¿Dónde está Paneb? —le preguntó a Nakht el Poderoso, que llevaba un arcón de madera lleno de ropa.
—En el templo, para la entrega de las herramientas.
—¡Sobre todo, ten mucho cuidado! Es mi arcón más hermoso.
Uabet estaba, al mismo tiempo, enojada y encantada. Desde su primer encuentro había advertido que Paneb tenía madera de jefe y se felicitaba por su éxito, debido a su valor y su talento. En el amor que sentía por el coloso se mezclaba una profunda admiración, y no tenía más preocupación que ser una esposa digna de él.
—¿Dónde pongo los cestos de costura? —preguntó Karo el Huraño.
—Sígueme.
Selena ya había tomado posesión de su alcoba, donde jugaba con la muñeca. Aperti, sin embargo, había preferido entrenarse a luchar con sus compañeros. Su madre no se había opuesto a ello, temerosa de que si se quedaba en casa podría romper cualquiera de los objetos frágiles.
Uabet estaba contenta de la actitud de Turquesa, ya que durante el banquete su hermana de espíritu no había dirigido la palabra a Paneb ni una sola vez, dejando el proscenio para la esposa legítima. Uabet había temido que el nombramiento de su marido comportara exigencias por parte de la soberbia pelirroja, pero ésta había sabido ponerse en su lugar.
—¡Qué hermosa casa! —exclamó Pai el Pedazo de Pan—. Qué feliz debes de ser, Uabet… Tú supiste darte cuenta: Ardiente no es un hombre como los demás.
—He aquí el codo del maestro de obras —dijo la mujer sabia, confiando a Paneb el instrumento de oro en el que se habían grabado divisiones en palmos y pulgadas—. Es un codo real, sacralizado por cuatro dioses, Horus al Oriente, Osiris al Occidente, Ptah al Norte y Amón al Mediodía. En todas tus obras invocarás esos ángulos de la creación y encarnarás esos pilares. Gracias al codo que nos legó Thot, el dueño del universo, respirarás el soplo del origen. Por el codo actuarás como un ser útil, eficaz, poderoso, de voz justa y portador de vida.
Luego, la mujer sabia entregó a Paneb su codo de trabajo, de madera de ébano, en el que se había grabado una invocación a Osiris y a Anubis.
—Te servirá para hacer que vivan las proporciones ajustadas, pero la medida que imprimirás en tus construcciones será tu propio brazo. Así se unirán el codo eterno y su encarnación.
La mujer sabia ofreció luego al maestro de obras las otras tres herramientas fundamentales de su función, la escuadra, uno de cuyos nombres era «la estrella» y que correspondía al triángulo 3/4/5, el nivel y la plomada, los dos últimos marcados por un peso en forma de vaso sellado, el jeroglífico del corazón.
—Que Ptah, el maestro de los constructores, haga eficaces esos instrumentos. Con ellos reconstituirás el ojo reuniendo sus partes dispersas, y verás lo que debe ser visto, tanto en lo visible como en lo invisible, tanto en lo aparente como en lo oculto. Para lograrlo, tu primer deber consiste en preparar tu morada de eternidad, allí donde vas a vivir fuera del tiempo.
La mujer sabia se aproximó al coloso y le ciñó la cintura con el delantal de oro que había llevado Nefer el Silencioso.
—Actúa con rectitud, Paneb, sé coherente y tranquilo, ten un carácter firme capaz de soportar tanto la desgracia como la felicidad, un corazón atento y una lengua capaz de decidir. Has vivido los grandes misterios, por lo que ahora eres capaz, de practicar el rito del despertar de la potencia creadora y oficiar en el santuario del templo, allí donde todas las mañanas se realiza el trabajo primordial, la resurrección de la luz que da vida a todo lo que existe.
Paneb tuvo la sensación de que decenas de enormes piedras le caían sobre los hombros, pero no se doblegó bajo su peso; él, el hijo de un campesino que tan sólo había deseado ser dibujante para satisfacer su pasión.
El maestro de obras penetró en el santuario del templo principal del Lugar de Verdad guiado por la mujer sabia y, como su padre espiritual antes que él, recorrió los dos caminos, el de Maat, la regla eterna del universo, y el de Hator, el amor creador, para darse cuenta de que, en realidad, ambos formaban un solo camino.