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El jefe del equipo de la izquierda, actuando como sacerdote del ka, pronunció las últimas fórmulas de resurrección sobre el sarcófago del canciller Bay. Luego apagó las lámparas y volvió a la superficie, donde lo estaban esperando los servidores del Lugar de Verdad que habían llevado paños, ungüentos, muebles, papiros y alimentos momificados a la morada de eternidad del canciller.

Extraños funerales en el Valle de los Reyes, en favor de un hombre que no había sido faraón y que el faraón reinante, incapaz de viajar, no había honrado con su presencia. Los dignatarios tebanos, desconfiados, habían preferido abstenerse, dejando a los artesanos el cuidado de ocuparse de la momia de Bay.

Paneb cerró la puerta de la tumba, sobre la que colocó el sello del Lugar de Verdad.

—Ni siquiera ha venido la reina Tausert…

—No puede abandonar la capital —consideró Hay—. Imagínate por lo que estará pasando sin el apoyo del canciller…

—Éste es el momento de demostrar si es capaz de reinar.

—Según las informaciones recabadas por Kenhir, la posición de la reina se debilita día tras día. Siptah es su última muralla; a su muerte, un clan guerrero tomará el poder.

—Un clan para el que nuestra cofradía no contará demasiado.

—Probablemente —reconoció Hay.

Los artesanos abandonaban lentamente el Valle de los Reyes. Pasaron por el collado, no sin haber admirado, una vez más, la cima de Occidente y las colinas abrasadas por el sol, a cuyo abrigo descansaban los reyes y las reinas, así como sus fieles servidores.

Cuando Paneb iba a franquear la puerta de la aldea, el escriba de la Tumba le cerró el paso con su bastón.

—¡Lo siento, no regresas a tu casa!

—¿Por qué razón?

—Tu comportamiento nos ha decidido.

—¿Decidido… a qué?

—El tribunal del Lugar de Verdad te ha designado maestro de obras de la cofradía. Serás el encargado de proseguir la obra de Nefer el Silencioso.

El coloso, atónito, permaneció mudo.

—Para cumplir esa función y tener acceso a los más altos misterios —prosiguió Kenhir—, debes vivir una nueva iniciación. Confía en la mano que te guía.

Sin más explicaciones, el escriba de la Tumba volvió la espalda a Paneb.

—Sígueme —le ordenó Hay, que se dirigió al camino de salida que flanqueaba el Ramesseum.

Paneb creyó que la ceremonia se desarrollaría en el interior del templo de millones de años de Ramsés el Grande, pero el jefe del equipo de la izquierda prosiguió su ruta hasta el embarcadero.

—¿Pasamos a la orilla este?

—Sí, pero no con la barcaza habitual.

Los dos hombres siguieron caminando por la ribera hasta un lugar aislado donde los esperaba una embarcación. Divisaron al gobernalle, un curioso marino que tenía la cabeza afeitada y dos ojos pintados en la nuca, como si fuera capaz de ver tras de sí.

—¿Tenéis con qué pagar? —preguntó.

—El precio del pasaje es la Encada de los dioses que contiene y revela la unidad —respondió Hay, mostrando sus diez dedos.

La travesía se efectuó en silencio hasta el embarcadero de Karnak, que estaba completamente vacío. La ciudad santa estaba sumida en el silencio.

—Aquí se abre el ojo del señor del universo —declaró Hay—, y este santuario es el lugar donde se expresa su corazón. Aquí se reconstituye lo que estaba disperso.

Tras haber flanqueado el recinto, Hay condujo a Paneb hasta el templo del Oriente.

El coloso pareció reticente.

—¿Debo enfrentarme de nuevo a la cámara de los sueños?

—¿Te echarías atrás si tuvieras que hacerlo?

Paneb miró al frente.

—Contempla la colina primordial, la isla nacida del océano de los orígenes durante la primera vez —le indicó Hay—. Contiene la energía luminosa que permite vivir a la piedra y edificar a la mano de los constructores. El sol se levanta cada mañana sobre ella, ilumina a los que vagan por las tinieblas, y el camino se hace más seguro bajo sus pasos.

Paneb avanzó y la puerta del templo se abrió.

—Ya no tienes ataduras —anunció la voz grave de un sacerdote—. Las puertas del cielo se abren para ti, todo te es ofrecido, todo te pertenece. Entras como halcón; saldrás como fénix. Que la estrella matutina te ilumine el camino y te permita contemplar al señor de la vida.

Paneb siguió a un ritualista que acompasaba su marcha, golpeando el suelo con un largo bastón de madera dorada y pasó ante unos colosos de Ramsés antes de venerar el obelisco cuyo piramidión de oro reflejaba la luz del sol.

—Has llegado al lugar de origen del aliento de Ra, rico en milagros para salvar a quien afronta el vacío. Aliméntate con su fulgor y penetra en el taller divino.

El pintor no fue introducido en la cámara de los sueños, sino en una pequeña sala donde dos sacerdotes, que llevaban máscaras de ibis y de halcón, lo purificaron antes de conducirlo al santuario de Tutmosis III, «aquellos cuyos monumentos brillan de luz».[4]

Allí eran iniciados los sumos sacerdotes de Karnak, allí también los maestros de obras recibían la iluminación necesaria para que el espíritu y la mano estuvieran indisolublemente unidos.

—Para orientar la obra debes entrar en la luz y ver como ella ve —dijo la máscara de halcón—. ¿Qué solicitas este día en el que el sol brilla en el corazón de la noche?

—Vengo hacia ti, soberano del espacio sagrado, pues he practicado la Regla de Maat. Permíteme formar parte de quienes pertenecen a tu séquito y conocer tu fulgor, tanto en el cielo como en la tierra.

—Para acceder al estado de ser luminoso, transforma en eterno lo perecedero, ensambla los materiales que formarán un cuerpo nuevo e inalterable, sé el artesano que da la vida. Tu mano conocerá los designios de Dios y tu boca pronunciará las fórmulas de transfiguración. Te desplazarás entonces como una estrella en el vientre de tu madre, el cielo; brillarás como el oro y llevarás a cabo la obra. Y recuerda que Maat es luz fecundadora para quien la practica.

Paneb avanzó por el interior de una vasta sala con pilares decorados con admirables pinturas que representaban al faraón en comunión con las divinidades. De los cálidos matices emanaba una claridad que conmovió al coloso.

—La luz está en el cielo; el poderío, en la tierra —declaró el sumo sacerdote, ofreciéndole a Paneb una estatuilla de oro de Amón, de un codo de altura—. Si eres capaz, completa la obra iniciada por tu predecesor, Nefer el Silencioso.

El sumo sacerdote desapareció y dejó a Ardiente solo ante el dios.

Paneb no disponía de ninguna herramienta, y consideró que la escultura era tan perfecta que no podía modificar ninguno de sus aspectos. Nefer había logrado una belleza tal que se le dilató el corazón.

Entonces el coloso se inclinó ante la frágil estatuilla y veneró la potencia de la que era portadora.

En los pilares, las representaciones del faraón parecieron animarse; las ofrendas, multiplicarse y concentrarse en un solo rayo que penetró en la cabeza de la estatuilla.

Y ésta se dislocó para que apareciese una piedra parecida a la Piedra de Luz que el Lugar de Verdad utilizaba para otorgar su plena eficacia a sus obras.

Paneb comprendió que los elementos que componían un material podían disociarse y ensamblarse de otro modo, y que los artesanos eran capaces de llevar a cabo esas transmutaciones, siempre que supieran utilizar la piedra.

La razón le hubiera ordenado cerrar los ojos y taparse la cara para no ver un resplandor tan intenso que iluminaba el templo entero; pero el pintor prefirió disfrutar con todo su ser de aquella energía procedente de las profundidades del universo.

—Llévala —dijo la voz del sumo sacerdote de Amón—, y tendrás la luz en tus manos.

El coloso levantó la piedra, pesada y ligera al mismo tiempo.

—El iniciado es una piedra en bruto —afirmó el pontífice—. Cuando penetra en el templo se afina como el material nacido en el vientre de la montaña y que asciende de las profundidades para salir a la luz e integrarse a la Piedra de Luz. Has visto el secreto, Paneb, y ahora debes construirlo y transmitirlo. Aquí, en este templo, tus predecesores edificaron el paraje de luz donde se consuman los ritos; en el Lugar de Verdad, la presencia de los antepasados, almas luminosas, mantienen la eficacia de la piedra de los orígenes. Y tú, maestro de obras, debes preservar la coherencia de la cofradía.

Una profunda paz, parecida a la que dispensaba el poniente al cabo de una jornada de trabajo, se apoderó del santuario. Pero Paneb sintió que, para él, aún no había llegado la hora de disfrutar de aquella felicidad.

Cuando salió del edificio, un inmenso pájaro azul, un fénix procedente del Oriente, volaba hacia el Lugar de Verdad.