El gran consejo, del que ya formaban parte Set-Nakht y su hijo mayor, estaba reunido bajo la autoridad de la reina Tausert. Sólo faltaba el canciller Bay.
—Nunca se retrasa —murmuró el responsable de los canales—. A Su Majestad no va a gustarle…
La reina intercambió algunas palabras con su ministro de Finanzas, y luego se dirigió a la asamblea.
—¿Alguno de vosotros sabe dónde está el canciller?
Nadie respondió.
—Que el chambelán vaya a los aposentos de Bay mientras nos ponemos a trabajar. Comencemos por el informe del responsable de los canales.
El chambelán salió de la sala del consejo y corrió hacia el despacho del canciller.
Vacío.
Quedaba su alcoba, cuya puerta estaba cerrada. El chambelán llamó.
Al no obtener respuesta, se atrevió a empujarla. El cerrojo no estaba echado.
—¿Canciller…, estáis ahí?
Bay yacía en un charco de sangre, a los pies de su lecho.
Cuando el canciller abrió los ojos, creyó haber llegado a las campiñas paradisíacas del otro mundo. Un perfume de loto mezclado con jazmín encantaba su nariz y el maravilloso rostro de la reina Tausert se inclinaba hacia él.
—¿Bay… puedes hablar?
—¿No… no estoy muerto?
—Varios médicos se están ocupando de ti. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Ya recuerdo! Un acceso de tos más fuerte que los demás… y luego sangre, un chorro de sangre, y me he desmayado… ¡Pero ahora lo recuerdo! ¡El gran consejo, he faltado al gran consejo!
Bay intentó levantarse.
—Debes permanecer tumbado, canciller. Es una orden.
—Bien, majestad, bien… ¿Qué tal han ido los debates?
—Hemos tomado buenas decisiones.
—Mejor así… ¡Pero todavía queda tanto por hacer! Tranquilizaos, sólo sufro una fatiga pasajera. Mañana mismo estaré de pie.
—Tienes derecho a hacer reposo.
—¿Es otra orden, majestad?
—Claro está.
—Siento mucho lo de mi ausencia en el gran consejo… No volverá a repetirse.
—Hemos seguido tus directrices, el Tesoro está satisfecho.
—Majestad, quisiera deciros…
La voz del canciller apenas era perceptible. La reina le cogió la mano.
—Majestad… Cuidad de Egipto.
Durante largos minutos, Tausert permaneció inmóvil. Un médico se aproximó.
—Majestad, el canciller ha muerto.
—No, doctor, por fin descansa.
El rey Siptah, caminando cada vez con mayor dificultad a causa de su cojera, salió de la austera alcoba que ocupaba en el templo de Amón para ir al encuentro de la reina.
Tausert quedó impresionada por el envejecimiento del joven monarca, cuyo rostro, a pesar del sufrimiento, expresaba una serenidad real.
—¿Deseabais verme, majestad? —preguntó Siptah.
—Traigo malas noticias.
—Me gustaría dar un paseo por el gran patio al aire libre… Ya hace varios días que no veo el sol. Gracias a mi bastón, aún puedo andar.
Con un valor digno de admiración, el monarca consiguió olvidar los dolores que lo corroían desde hacía varios meses para salir del templo cubierto y respirar al aire libre.
—¡Qué espléndido es el cielo! Allí viven las almas de los reyes… ¿Habéis dicho que había malas noticias?
—El canciller Bay ha fallecido.
Siptah se dobló como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.
—Bay, mi amigo y mi benefactor… Se ha deslomado trabajando.
—Su momia descansará en el Valle de los Reyes, cerca de vuestra morada de eternidad.
—Bay emprenderá un magnífico viaje. Estoy seguro de que me recibirá en el Valle.
El rey se sentó en un banco de piedra.
—¡Soy un monarca patético! Vos me habláis de Egipto y yo sólo pienso en mí.
—Será imposible reemplazar a Bay. Ocupaba un puesto especial que había moldeado para sí mismo, a costa de constantes esfuerzos, y todos los miembros del gobierno lo respetaban. Ahora, nos hemos quedados solos, vos y yo, frente a ellos y a los cortesanos.
—Soy incapaz de ayudaros, Tausert; vos estáis aún más aislada de lo que creíais. Todo lo que puedo ofreceros es mi apoyo incondicional ante los buitres que ambicionan el trono. Firmaré los decretos que vos adoptéis, pues sé que para vos sólo cuenta el bienestar de nuestro país.
La reina se inclinó ante el faraón.
Tausert entró en una inmensa pajarera donde vivían aves multicolores que habían sido ofrecidas a palacio por los exploradores del gran Sur. La propia reina llenó de grano los comederos y vertió agua fresca en los recipientes. Una abubilla de cresta negra y amarilla se posó en su hombro y la observó, inclinando la cabeza.
—¿Deseas la libertad? —le preguntó la reina mostrándole la puerta abierta de par en par.
La abubilla emprendió el vuelo, se detuvo durante unos instantes y, luego, regresó al fondo de la pajarera.
—Yo tampoco consigo escapar —murmuró la reina al ver cómo se acercaba, en una actitud más decidida aún que de ordinario, el pétreo Set-Nakht.
—¿Me concedéis una entrevista privada, majestad, o debo solicitar una audiencia oficial?
—Supongo que no habéis venido hasta aquí por una nimiedad, así que, adelante.
—Esos pájaros hacen mucho ruido… Vayamos al quiosco.
En el quiosco había sombra y, además, estaba aislado; ningún jardinero escucharía la conversación.
La reina y Set-Nakht se sentaron frente a frente, a uno y otro lado de una mesita en la que había una cesta con uva.
—Con la muerte de Bay, majestad, perdéis al hombre que conseguía anular las facciones.
—Soy perfectamente consciente de ello.
—A mi entender, nadie está en condiciones de reemplazarlo.
—Tenéis razón.
—¿Pensáis asistir a sus funerales?
—Tendrán lugar en Tebas, y me es imposible abandonar Pi-Ramsés.
—Me satisface oíros decir eso.
—¿Habríais intentado impedirme que partiera?
—Os quedáis, ¿no es así? No hace falta plantearse eso, pues. En la actual situación, cualquier otra actitud hubiera sido una falta grave. Todos sabemos que el rey Siptah se está muriendo, y sin duda os ha confiado la responsabilidad de reinar en su lugar. Si el faraón se hubiera marchado al extranjero, os habría encargado que gobernarais. No sois la primera regente de las Dos Tierras, y actualmente encarnáis la estabilidad que necesitan, a condición de que no os alejéis de la capital. Así pues, mi hijo mayor y yo mismo os obedeceremos en todo momento.
—Agradezco sinceramente vuestro apoyo —apostilló la reina con una leve sonrisa.
—Pero quería deciros una vez más que esa obediencia tiene límites. A la muerte de Siptah, la regente tendrá que apartarse del trono.
—¿Para entregárselo a quién?
—A un hombre experimentado que restaure por fin el poder faraónico en todo su esplendor. Hemos sufrido reinados de inquietante debilidad, durante los últimos años, y una mujer no podrá poner fin a ese tipo de cosas.
—¿Y por qué vos os creéis capaz de ello?
—Porque tengo la firme voluntad de hacerlo.
—¿Incluso a costa de una guerra civil, Set-Nakht?
—Eso sería hacerles el juego a nuestros enemigos y condenar a muerte a Egipto. Cuando llegue el momento, majestad, retiraos y dejadme hacer a mí.
A los aldeanos no les gustó demasiado saber que los miembros del tribunal del Lugar de Verdad habían sido convocados. ¿A qué nueva prueba deberían hacer frente? No podía tratarse del asunto Thuty, pues ya estaba resuelto, y nadie había oído hablar de un conflicto reciente entre dos artesanos.
Corrieron múltiples rumores, entre los que se encontraban la condena de la esposa de Pai el Pedazo de Pan por abuso de golosinas hasta la de Karo el Huraño por exceso de blasfemias, pero ninguno pareció fundado.
—Sin duda tiene relación con la muerte del canciller Bay —estimó Unesh el Chacal—; ¡las autoridades han decidido reducir las entregas!
—Yo estoy convencido de que los artesanos de Karnak están celosos y quieren impedirnos que trabajemos para el exterior —afirmó Nakht el Poderoso.
—Sea lo que sea —anunció Fened la Nariz—, no nos dejaremos manipular.
Ante la sorpresa general, la sesión del tribunal fue de corta duración; Kenhir se negó a hacer cualquier declaración y la aldea siguió a la expectativa.
—¿Tan grave es? —preguntó Niut la Vigorosa.
—Hemos tomado decisiones fundamentales para el porvenir de la cofradía —respondió el escriba de la Tumba—, y espero que no nos hayamos equivocado.