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Estoy aterrado —declaró el general Méhy—. ¿Cómo podía yo imaginar, mi querido Kenhir, que el nuevo superior del catastro perdería la cabeza al entrar en funciones? Sus hojas de servicio eran impecables, su carrera, impoluta. Puedo mostraros su expediente que fue, para mí, el elemento determinante para nombrarlo tras la jubilación de su predecesor.

—Es inútil —respondió el escriba de la Tumba—. Lo más importante es evitar, en el futuro, ese tipo de incidentes.

—He aquí la copia del plano catastral provisto del sello real. Lo conservaréis en la aldea y, en adelante, no habrá más discusiones. ¿Estáis satisfecho con los campesinos que trabajan en vuestras tierras?

—No tengo ninguna queja.

—¡Me alegro! El malandrín que intentó perjudicaros ha sido destinado a Palestina, donde pasará largos años expiando sus faltas, sin esperanza alguna de recuperar un puesto importante. Egipto no es benévolo con sus funcionarios incompetentes, y así está bien. Puedo deciros que el faraón Siptah tiene en tan alta estima el Lugar de Verdad que no toleraría ningún atentado contra su integridad.

—Los alarmantes rumores sobre su estado de salud no dejan de crecer.

—Mucho me temo que son ciertos. Pero la reina Tausert es una excelente administradora que mantiene con mano firme el gobernalle. Y creo que también ella concede mucho valor a vuestro trabajo. ¿Puedo pediros un favor, Kenhir?

El escriba de la Tumba se puso en guardia.

—Por pedir que no quede.

—El mobiliario de mi villa de la orilla oeste ya no me gusta. Me gustaría encargar a la cofradía varias sillas de gran calidad, algunos lechos y arcones para joyas. El precio no importa.

—Nos venís al pelo, general; estamos en un período tranquilo en el que los artesanos tienen tiempo de ocuparse en ese tipo de cosas.

—¡Pues estoy encantado, Kenhir!

Méhy acompañó al escriba de la Tumba hasta el umbral de los edificios administrativos. Consiguió mostrarse como un hombre relajado y satisfecho, aunque el correo recibido aquella misma mañana lo había sacado de sus casillas: el rey acababa de nombrar a Set-Nakht general en jefe de todos los ejércitos de Egipto, y Méhy tenía que remitirle lo antes posible un informe completo sobre las tropas tebanas y su armamento.

Semejante precipitación podía hacer pensar en un ataque al país, por parte de los libios, de los sirios o de otros pueblos llegados del norte, y alegraba a Méhy, que sabría aprovechar un caos en el Bajo Egipto; en cambio, la personalidad de Set-Nakht lo inquietaba. Era rico, incorruptible, tozudo y trabajador, y había sido lo bastante influyente como para conseguir que su hijo mayor fuera nombrado ministro de Asuntos Exteriores.

Tras haber hablado con Set-Nakht en Pi-Ramsés, Méhy sabía que sería difícil, imposible incluso, sobornarlo.

Sólo podía esperar que la reina Tausert, apoyada por el canciller Bay, librara un duro combate y provocara importantes disturbios en la cima del Estado, que Méhy sabría aprovechar.

Más que nunca, necesitaba la Piedra de Luz. Y aquel maldito traidor, a pesar de sus investigaciones, seguía sin descubrir dónde se ocultaba.

Méhy y Serketa habían atacado a la mujer sabia y a Paneb, pero ambos habían vencido en sus asaltos.

Sin embargo, no todos los miembros de los equipos dispondrían de la misma fuerza de carácter. Forzosamente había un eslabón débil en aquella cadena, eslabón que era necesario romper para desacreditar a la cofradía.

Méhy regresó a su casa, muy alegre, para hablar con un sacerdote de Karnak que, en ciertos períodos del año, se ocupaba de la intendencia. Según el informe que había hecho sobre él, el hombre estaba divorciado y pagaba una fuerte pensión alimenticia a su mujer, lo que lo había obligado a endeudarse. A cambio del pequeño servicio que prestaría al infeliz, el general se convertiría en su benefactor.

Casa la Cuerda daba forma a un jarrón de alabastro para la esposa de un escriba real; Fened la Nariz, Unesh el Chacal, Pai el Pedazo de Pan y Didia el Generoso fabricaban muebles de lujo para el general Méhy; Karo el Huraño y Nakht el Poderoso reforzaban los muretes de piedra en el interior de la aldea; Userhat el León creaba una estatua de ka para la tumba de Kenhir; Ipuy el Examinador, Renupe el Jovial, Gau el Preciso y Ched el Salvador restauraban tumbas de artesanos que databan de los primeros años de la aldea. Thuty el Sabio colocaba hojas de oro en los cofres destinados a la morada de eternidad de Siptah.

La vida era agradable, el trabajo alegre, en el Lugar de Verdad reinaba la felicidad. Deseaban olvidar la interminable agonía del faraón y el período de inestabilidad que seguiría a su muerte. Sólo Paneb y el jefe Sobek permanecían alerta. Desde su punto de vista, esa tranquilidad sería sólo temporal, pues el asesino de Nefer el Silencioso no renunciaría a hacer daño.

Cuando Paneb penetró en el taller del orfebre, Thuty pensaba en su hijo desaparecido, cuya ausencia seguía corroyéndole las entrañas.

—Trabajo para ti, en el exterior.

—No tengo ganas.

—¿Ni siquiera en Karnak?

Antes de ser iniciado en el Lugar de Verdad, el orfebre había trabajado para la ciudad santa del dios Amón, donde había cubierto de oro puertas, estatuas y barcas.

—Karnak es distinto… ¿De qué se trata?

—De una misión temporal y delicada: dorar una puerta interior del templo de Maat.

—Karnak dispone de excelentes orfebres.

—Todos están ocupados en otras tareas y el intendente tiene prisa. El tribunal celebrará muy pronto su sesión en ese santuario y desea que la diosa de la justicia sea honrada convenientemente. ¿Quién podría hacerlo mejor que el orfebre del Lugar de Verdad?

—Necesito el consentimiento de Kenhir.

—Ya lo he obtenido.

Thuty no podría haber recibido mejor acogida por parte del intendente, que veló por su comodidad y por su alimentación. El orfebre rechazó las herramientas que le ofrecieron, pues sólo utilizaba las suyas, que él mismo había fabricado. Para él, colocar chapas de oro en los batientes de puertas de un pequeño templo como el de Maat era un juego de niños; sin embargo, se tomó la tarea con extremada seriedad.

En menos de una semana, ya había terminado el trabajo y Thuty añoraba la aldea. Karnak era un lugar grandioso, donde el poder divino impregnaba cada piedra, pero echaba en falta el espíritu de la cofradía, incluso el mal carácter de Kenhir.

Mientras Thuty metía las herramientas en su bolsa, el intendente se extasió al contemplar su obra.

—Es magnífico… ¡Y has terminado mucho antes de lo previsto! Ahora comprendo por qué te eligió el Lugar de Verdad… ¿Sabes que El cargo de superior de los orfebres de Karnak estará vacante muy pronto? Si presentaras tu candidatura, nadie se opondría.

—El puesto no me interesa.

—Es un hermoso final de carrera.

—Soy artesano, no me dedico a hacer carrera.

—Perdona mi curiosidad, ¿pero cómo logra el Lugar de Verdad retener a un orfebre con tanto talento como tú?

—Es muy sencillo: se limita a existir. Y yo soy quien todos los días le da gracias por aceptarme en su seno.

—Antes de marcharte, hazme un favor: comprueba que las chapas de oro más antiguas estén correctamente fijadas. En caso contrario, indícalo al taller. Te dejo, debo encargarme de una entrega. Que los dioses te protejan, Thuty.

Paneb entró en casa de Turquesa, poco después de los ritos del alba. Ella estaba ungiéndose el cuello con una pomada compuesta de miel, natrón rojo, leche de burra, semillas de fenugreco y polvo de alabastro.

El coloso posó las manos en los pechos desnudos de su amante con delicadeza y le besó la nuca. Turquesa intentó contener su deseo.

—No te esperaba…

—¿Así es como me quieres?

—¿Y si tuviera que hacer algo urgente?

—¿Para qué sirve esta pomada?

—Para evitar la formación de arrugas.

—No la necesitas, Turquesa, tu no envejeces. Hator ha ordenado a los años que te olviden.

—¡Se diría que intentas conquistarme!

—Tu intuición me fascina… Déjame proseguir ese delicado trabajo.

El coloso cogió el bote de alabastro y, con el meñique, tomó un poco de crema y la extendió suavemente por el delicado ombligo de su amante.

Turquesa no pudo resistirse.

Se tendió de espaldas, desnuda, y Paneb siguió haciendo que se estremeciera de placer gracias al oloroso ungüento que dejaba la piel flexible y suave.

—El bote está vacío —lamentó el coloso.

—Ofréceme entonces otra clase de ungüento.

¿Cómo podía resistirse a aquella invitación? Paneb se tumbó sobre Turquesa y sus cuerpos se amaron con el inagotable ardor que marcaba cada uno de sus encuentros.

Turquesa acababa de vestirse, alrededor del cuello se había puesto un collar cuyo colgante tenía la forma del fruto de la mandrágora; entonces llamaron nerviosamente a su puerta.

—¿Quién es?

—Renupe el Jovial… Me envía el escriba de la Tumba, ¡abre en seguida!

La sacerdotisa de Hator entreabrió la puerta.

—¿Está Paneb contigo aún?

—Estaba a punto de marcharse.

—Que vaya de inmediato a casa de Kenhir… Ha ocurrido algo grave.