Los especialistas contratados por Daktair aprobaron las palabras del médico en jefe, pero el decano y el cardiólogo las discutieron con igual determinación.
La mujer sabia no había perdido la calma y aguardaba a que la querella terminase.
—Acompañadnos a palacio —ordenó Daktair—; dado el carácter peligroso de vuestras prácticas y para evitar que los habitantes de la aldea corran el menor riesgo, considero indispensable poneros bajo vigilancia.
—Vos sois el que va a seguirme, en compañía de vuestros colegas.
Daktair se enfureció.
—¡No nos amenacéis y obedeced! De lo contrario, recurriré a los soldados del general Méhy.
—No os he amenazado; mi única intención es curar a ese enfermo.
—¡Acabáis de declarar públicamente que erais incapaz de hacerlo!
—Sólo con mi ciencia, es cierto. Pero existen otros medios.
El decano vio una vía de escape.
—¿Debemos entender que, una vez concluido vuestro examen, lo habríais confiado a los especialistas?
—En absoluto —repuso la mujer sabia con dulzura.
—¡Ya lo estáis viendo! —gritó Daktair—. No sólo sigue en sus trece, sino que además se burla de nosotros.
—Tanto los especialistas como yo misma no podemos hacer nada en estos casos —prosiguió Clara sin turbarse—, pues el veneno ya ha causado demasiados daños. Sólo existe un último recurso cuyo resultado, por desgracia, es incierto. Por esa razón os pido que me sigáis.
—Es inútil —decidió Daktair.
—Es indispensable —afirmó Kenhir, golpeando el suelo con su bastón—. Si el médico en jefe rechaza la proposición de la mujer sabia, haré que lo acusen por no prestar ayuda a una persona cuya vida corre peligro.
Daktair sabía que la denuncia surtiría efecto y que Clara podía ser absuelta.
—Bueno… Vayamos, pero rápido.
—Llevad al enfermo en unas parihuelas —ordenó la mujer sabia—, y humedecedle constantemente los labios y la frente.
Era el tiempo de la cosecha, cuando la cebada se transformaba en oro comestible, revelando el secreto de la alquimia de la naturaleza a quien tuviera ojos para ver.
El cortejo avanzaba lentamente a causa del intenso calor. La mujer sabia y el escriba de la Tumba marchaban en cabeza, Paneb y Nakht el Poderoso llevaban las parihuelas, Daktair sudaba la gota gorda y reclamaba bebida sin cesar, hastiado por aquella expedición campestre. Como Méhy, detestaba la campiña y ni siquiera concedió una mirada a las espigas, pepitas del oro de la tierra y carne de Osiris resucitado.
Al extremo de un magnífico campo se levantaba un oratorio, donde se hallaba una estatua de granito en forma de una cobra coronada por un disco solar. Ante ella había un pequeño altar.
—Veneremos a la diosa de las cosechas —pidió Clara—. Que proteja la siega y los graneros, pues alimenta a los seres de luz en el otro mundo y amamanta al que renace durante la iniciación a los misterios. Que nuestras ofrendas la serenen y la convenzan de que nos dispense su fuego sanador.
Daktair se encogió de hombros, empapado en sudor, jadeante. ¡De modo que el último recurso era aquello, la estatua de una serpiente que cristalizaba las supersticiones de los campesinos!
Turquesa y Uabet la Pura se acercaron al altar, con las ofrendas que confiaron a su superiora para que las presentara a la diosa.
—Te ofrezco la primera gota de agua —declaró Clara—, la primera gota de cerveza, la primera gota de vino, la primera espiga de trigo y el primer pedazo de pan. Recibe también esta lechuga y este loto, y concédenos tu magia.
Con las ofrendas dispuestas en el altar, todos se recogieron, salvo Daktair, que no soportaba semejante tontería.
—¿Sois capaz de curar a este enfermo o no?
La mujer sabia se dio la vuelta.
—¿Pero qué respetáis vos, Daktair?
—¡La ciencia, no esas estúpidas creencias!
—Tenéis razón y comparto vuestra opinión.
El médico en jefe se quedó atónito.
—Y, sin embargo, vos…
—No creo en esta diosa ni en esta estatua, pero he aprendido que el mundo visible es sólo una ínfima parcela del invisible, en el que actúan las potencias creadoras. Y sólo una de ellas, encarnada en esta piedra viva, puede curar al enfermo.
Daktair soltó una carcajada.
—¡Por un instante he creído que por fin renunciabais a semejantes estupideces! La cárcel os ayudará a aclararos las ideas.
Paneb avanzó hacia la estatua, manejando «el bastón venerable», de madera preciosa chapada con hojas de oro. Tocó suavemente sus ojos con la punta.
Quienes asistían a la ceremonia retrocedieron. Por un segundo, les pareció que la mirada de la diosa de piedra había llameado.
—Saca la estatua del oratorio y ponía a plena luz —ordenó la mujer sabia al jefe del equipo de la derecha.
Con precaución, el coloso hizo lo que le había dicho Clara. La piedra era cálida, como si la vida corriera por sus venas.
—Han envenenado a este enfermo —dijo la mujer sabia—, y los remedios ordinarios no bastarán para curarlo. Ni un especialista ni yo misma podríamos impedir el fatal desenlace. Por ello me pongo en manos de la divinidad que hace nacer las espigas de oro y nutre a los seres humanos.
Clara derramó lentamente agua sobre los textos jeroglíficos que cubrían el pilar dorsal de la estatua. Se trataba de antiquísimas fórmulas contra las serpientes, los escorpiones, los insectos venenosos y demás criaturas visibles e invisibles que intentaban hacer daño.
El agua, impregnada por la magia de los textos, fue recogida en una copa de diorita que databa de la época de las pirámides y que sólo servía para eso.
—Bebed —ordenó la mujer sabia al enfermo, que respiraba con dificultad.
Paneb ayudó al hombre a incorporarse y a que bebiera lentamente antes de tumbarse de nuevo; tenía la tez grisácea y los ojos entornados.
—¿No tenéis nada más para ofrecernos? —se burló Daktair.
—Es mi último remedio —concedió Clara.
—Es inútil que permanezcamos más tiempo aquí. Llevemos al enfermo a palacio, donde intentaremos atenuar su sufrimiento. Vuestra incompetencia ha quedado claramente demostrada, por lo que os serán aplicadas las correspondientes sanciones.
Paneb se colocó entre la mujer sabia y el médico en jefe.
—¡Apartaos! —ordenó Daktair—. Ese intento de intimidación es tan gratuito como inútil. Si persistís, seréis encarcelado también.
—¡Mirad! —exclamó el decano de los especialistas—. ¡Mirad, se está levantando!
El enfermo logró ponerse en pie, con la tez rosada, como si una sangre nueva irrigara su rostro. Vacilante aún, se apoyó en el hombro de Nakht el Poderoso.
—¡Mi corazón… late! ¡Tenía la impresión de que mi aliento había desaparecido, pero respiro de nuevo!
El cardiólogo lo auscultó en seguida, y Clara le tomó el pulso del estómago.
—El efecto del veneno está desapareciendo —concluyó—. El agua sanadora ha triunfado.
Todos los presentes miraron a Daktair. Éste estaba atónito, nervioso, y mordisqueaba los pelos de su barba rojiza.
—Gracias al número y a la calidad de los testigos presentes —declaró Kenhir, radiante—, voy a redactar un detallado informe para Su Majestad. Estoy convencido de que el palacio de Tebas tendrá muy pronto un médico en jefe digno de ese título.
Daktair no podía estarse quieto.
Hacía más de una hora que recorría la sala de espera de la administración central de la orilla oeste, impaciente porque Méhy lo recibiera. El sabio no tenía cita, por lo que el secretario particular del general lo había hecho pasar tras dos oficiales superiores y un escriba de los graneros.
—El general Méhy acepta recibiros —le anunció por fin el secretario.
Daktair, furibundo, se precipitó hacia la gran mesa en la que desenrollaba un papiro el hombre fuerte de la provincia de Tebas.
—¡Debéis intervenir en mi favor, Méhy!
—En primer lugar, tú no eres nadie para darme órdenes a mí; en segundo lugar, baja el tono y tranquilízate. De lo contrario haré que te expulsen.
—Acabo de recibir el decreto que pone fin a mis funciones como médico en jefe.
—Lo sé. Si lo hubieras leído mejor, te habrías dado cuenta de que yo también he firmado ese decreto, tras haber aprobado sin reservas la decisión de Su Majestad.
El sabio, atónito, se dejó caer en una silla baja, que gimió bajo su peso.
—¿De modo que me abandonáis?
—Dado tu lamentable fracaso, no tengo otra elección. ¿Cómo puedo yo apoyar a un incompetente que intentaba buscar una mala querella a la mujer sabia del Lugar de Verdad? Te ha salido mal, Daktair. Hoy ya no eres nadie.
—¿Cómo podía yo pensar que aquella ridícula estatua tenía el poder de curar? Yo había envenenado la comida de aquel hombre y debería haber muerto ante los ojos de los especialistas… ¡No lo entiendo!
—Has despreciado la vieja ciencia de los faraones, y ésta se ha tomado la revancha. Al menos, aún puedes seguir con la dirección del laboratorio. Pero si el nuevo médico en jefe decide relevarte del puesto, yo no me opondré a ello. No debe existir ningún tipo de conexión entre tú y yo.
Daktair lloriqueaba.
—No tenéis derecho a tratarme así… ¡Puedo seros útil!
—Es posible, pero seré yo quien lo decida. Sal de aquí, la entrevista ya ha durado demasiado.
Cuando Daktair salió de la oficina del general y todos vieron su cara de abatimiento, comprendieron que Méhy se había mostrado intransigente y que, como de costumbre, había seguido el camino de la justicia.