15

Fue un verdadero milagro que el caballo de Méhy, que corría al galope, no derribase a la niña que jugaba junto al camino. El general galopaba en línea recta, loco de rabia, dirigiéndose a su villa.

Entregó el agotado caballo a un palafrenero e irrumpió en la sala de recepción, donde Serketa charlaba con algunas ricas tebanas que estaban poniendo verde al rey Siptah y no ahorraban elogios hacia Set-Nakht.

Méhy masculló una fórmula de cortesía y, luego, se retiró a sus aposentos.

—Os dejamos, querida —dijo una de las invitadas.

—¡No hay prisa!

—Vuestro marido parece muy preocupado.

—La restauración de los cuarteles es mucho más difícil de lo que había imaginado, pues choca con gran cantidad de trabas administrativas.

Las grandes damas esbozaron una sonrisa de suficiencia.

—Mañana por la noche se ha organizado un banquete en honor del nuevo año de reinado del rey —recordó la esposa del alcalde—; naturalmente, vais a acompañarnos.

—Con mucho gusto —respondió Serketa, haciendo arrumacos como una gata.

En cuanto aquellas casquivanas hubieron abandonado su villa, corrió hacia la alcoba, donde Méhy calmaba su cólera en las sábanas de lino, desgarrándolas a mordiscos.

—¡Basta! —ordenó Serketa—. Ésa es una actitud indigna del futuro dueño de Egipto.

—¿Quieres que descargue mi cólera sobre ti?

—Si eso te devuelve la razón, no vaciles.

El general pisoteó los jirones de sábana y se dejó caer en la cama.

—¡Es como si el asesinato de Nefer el Silencioso hubiera sido inútil! Su muerte ha hecho invencible a Paneb, y la cofradía ha salido fortalecida de esta prueba. El Lugar de Verdad ha anunciado que el templo de millones de años de Siptah está terminado, y que su tumba, como la del canciller Bay, está a punto de concluirse. ¡Un verdadero triunfo para los artesanos! Y ese maldito traidor no consigue descubrir el escondrijo de la Piedra de Luz…

—No desesperes —dijo Serketa, frotándole los hombros—: admito que Paneb aparece como un vencedor, ¿pero qué sería de él sin la magia de la comunidad? ¿Y quién es la que le dispensa esa magia, si no una viuda apenada por la muerte de su marido?

—¡Sabes muy bien que la mujer sabia es intocable!

—No estoy tan segura de eso, tierno chacal mío.

Clara había cuidado los pajaritos de Fened la Nariz, es decir, sus bronquios, y el granero de Pai el Pedazo de Pan, es decir, sus intestinos. Luego se habían sucedido las urgencias dentales: un grave absceso que fue necesario drenar, una úlcera en la encía tratada con una pasta hecha con leche de vaca, algarrobos secos y dátiles frescos, que debía masticarse durante nueve días, algunas obturaciones efectuadas con harina de espelta, miel y fragmentos de muela, incluso una caries, afección rara en la tierra de los faraones. Ninguno de estos males necesitaría la intervención de un especialista más cualificado y la terapeuta recomendaba a todos los aldeanos una estricta higiene bucal, basada en la utilización de agua aseptizada con natrón y pasta desengrasante. Masticar brotes de papiro, ligeramente azucarados, también daba excelentes resultados.

—Una carta para vos —anunció la esposa de Renupe el Jovial, que distribuía las misivas traídas por el cartero.

La cabeza le daba vueltas, por lo que Clara se sentó y cerró los ojos. Tantas intervenciones delicadas la habían agotado, y ya no se recuperaba tan fácilmente como antes, cuando hablaba de su jornada de trabajo con Nefer y compartía con él el peso de sus respectivas tareas.

Los recuerdos de su felicidad le pusieron el corazón en un puño y lamentó no poder abandonarse a un sueño que la condujera a su lado. Pero, hasta que se agotaran sus fuerzas, tendría que permanecer en aquella aldea, a la que Nefer había consagrado su vida.

Al leer la misiva expedida por el médico en jefe de la provincia tebana, Clara creyó que el cielo se derrumbaba sobre su cabeza.

—¿Estáis segura? —preguntó Kenhir, extrañado.

—Leed vos mismo: el médico en jefe me niega las entregas de bálsamo, ¡incluido el styrax! Sin esos productos, hay muchas enfermedades que ya no podré combatir.

—Es la primera vez que se produce un incidente de esta clase. ¿Pero quién se cree que es ese inútil?

—Dice que su decisión ha sido dictada «por motivos graves e indiscutibles». ¿De qué puede tratarse?

—Me dirigiré inmediatamente a palacio para que se restablezcan las entregas —declaró el escriba de la Tumba.

Daktair alisaba y perfumaba todas las mañanas su barba rojiza. Era gordo, con las piernas demasiado cortas, y unos pequeños ojillos negros que solían brillar de maldad. Era hijo de un matemático griego y una especialista persa en química, y había gozado del secreto apoyo de Méhy para obtener la dirección del laboratorio central y de la casta de los médicos. Durante mucho tiempo creyó poder imponer su punto de vista, el de una ciencia pura, pero la tradición le había impedido poner en práctica sus proyectos.

Daktair había soñado con un Egipto libre de sus inútiles creencias y resueltamente comprometido en la vía del progreso, pero había tenido que desilusionarse y se había adormecido en la comodidad de los puestos oficiales que le procuraban riqueza y respetabilidad. Hacía ya mucho tiempo que no creía en la existencia de la Piedra de Luz, cuya conquista seguía obsesionando al general Méhy.

Y él, el conquistador dispuesto a todo para reinar, sólo se había convertido en el dueño de la rica provincia tebana, sin llevar a cabo sus ambiciones.

Daktair, amargado, se divertía creando disensiones entre los médicos especialistas destinados a palacio y comía cada vez más, prefiriendo la buena carne de su cocinero a las mozas de partido, a las que ya sólo trataba muy pocas veces.

Cuando Serketa le había propuesto asestar un fatal golpe al Lugar de Verdad, atacando a la mujer sabia, Daktair había sentido un placer que creía perdido para siempre. Él, a quien Egipto y el mundo entero deberían haber considerado como un genio y que se había reducido a un banal puesto de administrador, tenía al alcance de la mano una revancha que saboreaba golosamente.

Y, naturalmente, el escriba de la Tumba en persona acudía a exigirle cuentas.

La antipatía fue inmediata y total entre los dos hombres.

Para Kenhir, Daktair era el ejemplo perfecto del arribista convertido en un alto funcionario inútil, incompetente y arrogante.

Para Daktair, Kenhir encarnaba la detestable tradición de los escribas, alimentados por una sabiduría ya caduca.

—¿Qué significa esa estúpida carta? —preguntó Kenhir.

—¿Olvidáis con quién estáis hablando?

—Por desgracia, no: con un individuo repugnante que enarbola un título no merecido y debe de haber perdido la razón para infringir de ese modo las leyes que rigen el Lugar de Verdad.

La virulencia del ataque dejó a Daktair sin habla durante unos instantes, pero la cólera le permitió recuperar la iniciativa.

—¡Conozco esas famosas leyes tan bien como vos!

—Entonces sabréis que os está prohibido interrumpir la entrega de las sustancias medicinales destinadas al Lugar de Verdad.

Daktair esbozó una sonrisa feroz.

—Salvo en caso de que mi deber me obligue a intervenir…

La actitud satisfecha de su adversario preocupó al escriba de la Tumba.

—Sed más concreto.

—Me tomáis por un mediocre, ¿no es cierto? Pues bien, os equivocáis, mi querido Kenhir. Como médico en jefe de palacio, ejerzo una constante supervisión sobre mis subordinados y no tolero relajación alguna en su trabajo, y menos aún una falta grave.

—Sólo sois experto en papeleo y sois por completo incapaz de curar la enfermedad más benigna.

Daktair enrojeció.

—¡Os prohíbo que me habléis en ese tono!

Y entonces le llegó a Kenhir el turno de sonreír.

—Si os quedara la menor dignidad, dimitiríais inmediatamente, pero sois demasiado cobarde y estáis demasiado apegado a vuestros privilegios. Por esa razón enviaré a Su Majestad un informe en el que hablaré de vuestro abuso de autoridad, que será sancionado con una revocación, que todos los facultativos serios ya esperan.

—Si estuviera en vuestro lugar, no me arriesgaría a hacerlo —amenazó Daktair.

—Debo deciros que no me impresionáis lo más mínimo.

—Hacéis mal tratando mi carta a la ligera, Kenhir. Si fuerais mínimamente inteligente, dejaríais de apoyar a la mujer sabia.

—Ah, caramba… ¿Y por qué razón?

—Clara, la viuda de Nefer el Silencioso, ha recibido de la cofradía el encargo de cuidar a los enfermos en el interior de la aldea, ¿no es eso?

El escriba de la Tumba asintió.

—¿Y cuando detecta un caso grave que no es capaz de tratar, debe dirigirlo a un especialista del exterior?

—Es el deber de una mujer sabia, en efecto.

Los ojillos de Daktair brillaron con triunfante maldad.

—Pues bien, mi querido Kenhir, Clara no lo ha cumplido. Puso a un enfermo en peligro de muerte y será, pues, condenada con la más extrema severidad. Dada su incompetencia, he interrumpido la entrega de productos medicinales a una persona que es incapaz de utilizarlos.

—¡Estáis diciendo tonterías!

—La importancia de mi función no me lo permite —dijo Daktair con ironía—. Nunca actúo sin pruebas.

—¿Qué pruebas?

—La denuncia de un artesano enfermo y muy mal atendido.