A finales de abril el calor era abrumador. El escriba de la Tumba había ordenado que se doblaran las entregas de agua y, con el fin de preservar cierto frescor, los artesanos habían cubierto las callejas con grandes palmas.
Karo el Huraño llamó a la puerta de Paneb. Le abrió la pequeña Selena.
—¿Quieres ver a mi papá?
La agresividad natural del cantero desapareció.
—¿Está en casa?
—Está acabando de arreglarse, con mamá. ¿Quieres entrar?
—Bueno… sí.
—Entonces me contarás una historia de genios buenos y genios malos.
La niña cogió al Huraño de la mano y le invitó a sentarse en una sólida silla de paja.
—¿Sabes? Yo, las historias…
—Por fuerza debes de saber alguna, puesto que trabajas en los lugares prohibidos, como mi papá. ¿No es allí donde se ocultan los genios?
Karo se palpó su nariz rota, dándose tiempo para reflexionar.
—Los hay, no cabe duda…
La aparición de Paneb, afeitado y perfumado, sacó a Huraño del aprieto.
—¿Algo urgente, Karo?
El cantero se levantó.
—¿Has salido esta mañana?
—Todavía no.
—La temperatura no ha bajado esta noche. La jornada va a ser tórrida.
—Sin duda, ¿pero por qué rebelarte contra la naturaleza?
—Los campesinos ya no trabajan en los campos, nadie viaja a pie, todo el mundo piensa tan sólo en refugiarse de este bochorno… Y nosotros estamos arruinándonos la salud en ese horno del Valle de los Reyes. Mis compañeros me han pedido que sea su portavoz: queremos pedirte que permitas que el equipo permanezca en la aldea hasta que termine esta ola de calor.
Karo el Huraño esperaba una reacción violenta por parte de Paneb y estaba dispuesto a requerir la intervención del tribunal para que resolviera las diferencias entre el jefe de equipo y los artesanos.
—De acuerdo, Karo.
—¿Cómo que de acuerdo?… ¿Quiere eso decir…?
—Quiere decir que acepto tu petición. ¿Hay algo más?
—Ah no, nada, en realidad, nada…
—Preparad el mobiliario fúnebre en los talleres de la aldea, bajo la supervisión de Ched y de Userhat.
—Claro, claro… pero tú…
—Yo voy a cumplir con mi deber.
Paneb, cargado con los sacos que contenían los panes de color y los pinceles, salió de la aldea ante la pasmosa mirada del guardián, que estaba sentado al abrigo de una espesa tela tendida entre unas estacas.
—¿No vas a ir al Valle?
—Claro que sí —respondió Paneb—. El trabajo me aguarda.
—Los arrieros se han quejado del calor cuando el sol apenas había salido, y sólo regresarán al anochecer. Corres el riesgo de morir en la montaña.
—No te preocupes, estoy en mi elemento.
El coloso se dirigió al establo donde Viento del Norte, su asno, que sólo lo obedecía a él, masticaba alfalfa. El día anterior, Paneb había recortado sus pezuñas y, de acuerdo con la costumbre, el asno se había tendido, gimiendo, para simular un dolor insoportable. Paneb le había ofrecido una buena cantidad de corteza de sauce, una golosina de excepción, y Viento del Norte le había dejado actuar.
El cuadrúpedo de hocico y vientre blancos se había convertido en un verdadero gigante, de impresionante musculatura. Pesaba más de trescientos kilos y le gustaba que Paneb besase con delicadeza sus anchos ollares antes de acariciarle la cabeza.
—¿Quieres acompañarme hasta el Valle de los Reyes?
Los ojos almendrados del asno despertaron, las orejas se irguieron.
—Tengo mucho material y el trayecto será duro.
El asno salió del establo, venteó el aire ardiente y se detuvo ante un sendero que llevaba a la «gran pradera». Paneb le colocó dos cestos y los llenó a medias, sin olvidar unos odres de agua. Viento del Norte se puso a la cabeza y marcó el ritmo.
Viento del Norte y Negrote: el jefe del equipo de la derecha tenía, por lo menos, dos amigos de inquebrantable fidelidad, sin contar con Bestia Fea, la irascible oca que se limitaba a vigilar, y Encantador, el monstruoso gato que mantenía preservada su morada de malas vibraciones.
Los artesanos del equipo de la derecha tenían razón: hacía demasiado calor para trabajar. Paneb no había rechazado ningún motivo de ausencia invocado por uno u otro durante los últimos meses: enfermedad, fatiga, problema familiar o cualquier otra dificultad pasajera.
Él, el jefe de equipo, tenía que dar preferencia a la obra en cualquier circunstancia.
Al trepar por la pendiente que llevaba al collado, donde tomaría el sendero que bajaba hacia el Valle de los Reyes, Paneb sintió el peso de la soledad. Sin embargo, desde Ched el Salvador hasta Karo el Huraño, quería a todos esos seres de élite que consagraban su existencia al Lugar de Verdad, y sentía por ellos un profundo y sincero sentimiento de fraternidad. Pero ninguno de ellos estaba a su lado y, sin duda, estaba bien así. Él debía asumir su función sin lamentarse por su suerte y sin quejarse de las carencias de los demás.
Los dos guardias nubios del Valle de los Reyes quedaron atónitos al ver llegar a un hombre y un asno apenas jadeante. La leyenda que alababa la inagotable potencia del coloso, sin duda se enriquecería con un nuevo capítulo.
Paneb y Viento del Norte penetraron en aquel horno, pasaron ante la morada de eternidad de Ramsés el Grande y tomaron la dirección de la obra. El artesano se apresuró a descargar a su compañero, dándole de beber antes de colocar a la sombra una estera en la que el asno pudiera tumbarse.
Paneb comenzó por la tumba del canciller Bay, cuya temperatura, al no superar los treinta grados, le ofrecía un agradable frescor. El equipo sólo había terminado la sala de las columnas; más allá, lo que debería haber formado la Morada del Oro permanecía en el estado de unas salas groseramente talladas en la roca. El sarcófago del fiel servidor del faraón, sin embargo, descansaría allí en paz.
En el primer corredor, Paneb acabó la escena que representaba al canciller detrás del rey Siptah, luego trazó un dios sol con cabeza de halcón al que Bay veneraba. Éste no era un soberano, pero había visto la luz presente en la persona simbólica del monarca y sería ésta la que lo guiaría por los hermosos caminos de la eternidad.
Paneb, preso de una fiebre creadora que hacía desaparecer cualquier fatiga, se dirigió luego a la tumba de Siptah, donde encendió una decena de antorchas triples, cuyas mechas no producían humo. Allí preparó un blanco brillante y un ocre fulgente como el oro, para evocar la pureza del alma real y su transmutación alquímica.
Utilizando panes de color de 19 cm., tal como le había enseñado Ched el Salvador, obtuvo pigmentos inalterables en el aire, indisolubles en el agua y resistentes al fuego. Su paleta, que le había regalado Gau el Preciso, se convirtió en su tercer ojo, donde se mezclaban los tintes que fijaba con aceite de lino y de adormidera y esencia de pistacho.
Recordando la técnica que Ched le había enseñado, pintó desde diversos puntos de vista, sin ceder a perspectivas engañosas. Transmitiendo al mismo tiempo momentos de gracia y movimientos inmóviles, sus pinceles hacían brotar la realidad oculta, magnificando la armonía de las formas.
Así nacieron una diosa Maat de tocado azul y túnica roja, un sol moldeado por Isis y Neftis, arrodilladas, el faraón recibiendo la vida del dios de la luz y un Anubis momificante, Siptah sería eternamente joven, su rostro sereno estaría por siempre iluminado por las fuerzas creadoras que actuaban en su morada postrera. En el techo, unos buitres rojos que llevaban una corona blanca conducían su espíritu hacia el seno de su madre celestial, al abrigo de cualquier corrupción.
Gracias al color, los personajes adquirían vida y los jeroglíficos hablaban; fuera cual fuese el destino del pequeño rey cojo, encontraría aquí una consumación digna de los mayores faraones.
Tras dar la última pincelada blanca a la túnica de una Isis protectora, Paneb salió de la tumba cuando el sol se ponía.
Kenhir estaba sentado en un taburete, con las manos juntas y posadas sobre su bastón, disfrutando de los últimos momentos del día.
—Pero… ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Estoy haciendo mi trabajo, igual que tú. Dime el número de mechas y panes de color que has utilizado.
—No los he contado.
—¡Lo sospechaba! Tendré que cargar con una tarea más… ¿Sabes al menos cuánto tiempo has pasado en esta tumba?
—No tengo la menor idea.
—¡Tres días! Si no hubiera venido a alimentar a tu asno y a darle de beber, el pobre animal estaría muerto. A veces, tu negligencia es inexcusable.
—¿Y habéis venido hasta aquí, con este bochorno…?
—A mi edad, el calor es agradable. Y, además, no se trata de que un artesano trabaje en el Valle de los Reyes sin que yo ejerza el control reglamentario. ¿No tienes sed?
—Un poco.
Kenhir le tendió una calabaza al coloso.
—Enséñame lo que has pintado.
El escriba de la Tumba advirtió que Paneb había olvidado apagar las antorchas. ¿Pero cómo podía hacerle el menor reproche cuando vio las maravillas que habían brotado de sus pinceles?