Gracias a las indicaciones de un boyero, Paneb había podido seguir el camino que había tomado la vaca hasta el lindero del bosque de papiros de más de seis metros de altura.
Un pescador devoraba una torta, sentado en una silla de paja.
—¿Has visto pasar una vaca? —le preguntó el coloso.
—¡Ya lo creo que sí! Era magnífica, con grandes ojos dulces y un pelaje que parecía de oro.
—¿Y por qué no la has detenido?
—Primero, porque no es mi trabajo; luego, porque esa vaca no se parece a las demás… Por aquí se dice que la diosa Hator la protege y que nadie debe tocarla. Si me permites que te dé un consejo, no te adentres por ahí. Un buen número de avezados cazadores no volvieron a salir.
Paneb apartó las primeras matas para penetrar en un mundo hostil donde cada paso era un peligro. Pero la mujer sabia le había confiado una misión vital para el porvenir de la cofradía, y el jefe del equipo de la derecha prefería desaparecer antes que no cumplirla.
Sanguijuelas, mosquitos y otros insectos enormes no dejaban de atacarlo, mientras pequeños carnívoros e innumerables pájaros, turbados por el intruso, provocaban un inquietante estruendo haciendo vibrar los tallos de papiro.
Una serpiente de agua le rozó las piernas, pero Paneb no demoró la marcha.
Si le habían tendido una trampa, sus instigadores no estarían en mejores condiciones que él. No tenía ningún miedo, por lo que fue fundiéndose poco a poco en aquel medio tenebroso donde la vida y la muerte libraban una lucha sin cuartel.
Cuando comenzaba a desesperar, el coloso la divisó.
Era una vaca de increíble belleza, de formas perfectas, rostro delicado y una mirada de infinita ternura.
Se mantenía en un islote herboso, rodeado de agua glauca. Cuando se acercó, el animal no huyó; pero Paneb advirtió que estaba inquieta y que un peligro cercano le impedía introducirse en una espesura de papiros.
Una forma negruzca, parecida a un tronco de árbol, trazaba un surco dirigiéndose al islote. En muy pocos segundos, el cocodrilo cerraría sus mandíbulas sobre las patas traseras de la vaca.
Paneb saltó sobre el lomo del saurio precisamente cuando se lanzaba al ataque. La bestia dio un respingo tan fuerte que el coloso creyó que se le quebraban los huesos, pero no soltó a su presa.
La potencia del animal multiplicó la de Paneb, feliz de enfrentarse a semejante adversario que lo obligaba a superarse.
Lanzando un aullido que iba a ser un grito de victoria o de derrota, reunió sus últimas fuerzas para separar las mandíbulas del saurio hasta desgarrárselas.
La vaca penetró en el patio del templo de Hator, purificada con incienso, con los ojos maquillados de negro y verde, coronada por dos plumas que enmarcaban un disco de oro y con una columnita de loza al cuello.
Las sacerdotisas rindieron homenaje a la encarnación de su diosa protectora y cantaron himnos al amor misterioso que unía entre sí los elementos del universo y permitía a los humanos percibir el mensaje de las estrellas.
Tras haberse alejado del Lugar de Verdad, Hator había regresado, abandonando las marismas para volver a su templo y desvelar a sus siervas la armonía del origen antes de regresar al reducto de Deir el-Bahari.
Cuando la mujer sabia ungió con óleo sagrado la frente de la vaca, ésta le sonrió.
Y pese al vendaje cubierto de ungüento que sujetaba sus doloridas costillas, Paneb también tenía la sonrisa en los labios.
A petición de Hay, el jefe del equipo de la izquierda, la totalidad de la tripulación del Lugar de Verdad trabajaba en los acabados del templo de millones de años del faraón Siptah. El edificio, de modestas dimensiones, se codeaba con el del ilustre Tutmosis III, autor del Libro de la matriz estelar, que los dibujantes de la cofradía utilizaban para decorar las moradas de eternidad del Valle de los Reyes, y se beneficiaba de la protección del inmenso Ramesseum.
—El joven rey Siptah tiene mucha suerte —consideró Fened la Nariz—. ¡Un emplazamiento como éste es una maravilla!
—Esperemos que el más allá le sea más favorable que el aquí —masculló Karo el Huraño—. Por lo que se cuenta, siempre está enfermo y no vivirá mucho tiempo.
—Tausert insistió en que su templo se construyera aquí, y lo antes posible —comentó Userhat el León—. La reina tiene grandeza de alma.
—¡De eso nada! —protestó Unesh el Chacal—. Se trata tan sólo de una estrategia. Cuidando a ese adolescente canijo e incapaz de gobernar se gana las simpatías de sus partidarios.
—Olvidemos la política —recomendó Pai el Pedazo de Pan—. A mí me hubiera gustado que el faraón Siptah viniera a visitar nuestra aldea.
—No hay posibilidad alguna —consideró Nakht el Poderoso—; no sale del templo de Amón, en Pi-Ramsés, y su único gozo es la lectura de los viejos autores.
—¿Pero cómo sabéis todo eso? —preguntó Gau el Preciso.
—¡Por nuestras esposas! —respondió Renupe el Jovial—. Charlan con los guardias que, a su vez, hablan con el cartero y los propios auxiliares, y estamos tan bien informados como los habitantes de la capital.
—Bebamos un trago y volvamos al trabajo —aconsejó Thuty el Sabio.
A pesar de algunos detalles que debían corregirse, el santuario estaba listo para funcionar, y los sacerdotes permanentes ya podrían residir en él dos días después.
Cumpliendo con sus obligaciones, al igual que sus colegas, el traidor observaba el menor de los movimientos en la obra. La víspera, junto con los servidores del Lugar de Verdad, había transportado lapislázuli, turquesas, mirra, incienso fresco, lino fino, cornalina, jaspe rojo, alabastro y demás materiales necesarios para la vida del templo.
¿No habría, el escriba de la Tumba, al abrir la reserva, extraído también la Piedra de Luz, oculta en el pesado cofre de madera que Paneb, pese a sus heridas, había querido llevar personalmente sobre sus hombros?
Ocultar la Piedra de Luz en el templo de Siptah… ¡Una idea excelente! El traidor habría seguido buscándola en vano en el interior de la aldea. Pero Hay había cometido un error al solicitar la ayuda de Paneb y del equipo de la derecha para una tarea que debería haber realizado solo. Y ese error había llamado la atención del traidor. El coloso había acudido al paraje sólo para ocultar allí el inestimable tesoro.
¿En qué lugar preciso? Hasta el final de las obras, los artesanos circularían a su guisa por el edificio, y el traidor lo aprovechó para dirigirse a la cripta excavada bajo el pavimento, donde se habían depositado estatuas y objetos rituales. Abrió sin resultado los arcones y no tardó en reunirse con sus colegas.
—Los escultores han trazado unos pequeños surcos en los muros del santuario —indicó Hay—. Delimitarán las porciones de piedra en las que colocaremos unas placas de oro que se ceñirán al relieve y que fijaremos con clavijas de cabeza dorada.
Fue Kenhir el que distribuyó las placas. El traidor participó en la colocación, convencido de haber descubierto la estratagema concebida por la mujer sabia y los dos jefes de equipo: una de las placas ocultaría una profunda cavidad en la que se introduciría la Piedra de Luz, cuyo brillo se confundiría con el del oro.
¿Pero cómo descubrir el emplazamiento?
La suerte le sonrió: vio a Paneb y a Hay, que se dirigían hacia la parte trasera del templo, llevando una placa de oro más ancha y pesada que las demás. Desconfiados, ambos jefes de equipo realizaron la tarea al abrigo de las miradas indiscretas.
Una vez terminado el trabajo, los artesanos del Lugar de Verdad se habían reunido bajo una vieja acacia, donde degustaban una colación que habían traído los campesinos destinados al Ramesseum. Las cebollas frescas estaban crujientes, y la cerveza, muy fresca.
—Este pequeño templo es espléndido —estimó Casa la Cuerda—; y como su tumba no lo será menos, el faraón Siptah debería estar satisfecho.
—Qué suerte tenemos —advirtió Didia el Generoso—. Al construir, vivimos el misterio de la creación y proseguimos en esta tierra la obra del arquitecto de los mundos.
—Siempre que le ofrezcamos esa morada que es la suya y no la nuestra —precisó Unesh el Chacal.
—Cuando la luz del poniente dora las piedras que hemos ensamblado —murmuró Ipuy el Examinador—, el menor de nuestros esfuerzos adquiere todo su sentido.
El sol penetró en la montaña de Occidente, la campiña fue apaciguándose y los artesanos guardaron silencio.
Algunos se apartaron del grupo para aislarse y meditar. El traidor se dirigió hacia la parte trasera del templo.
Se sentó junto al muro, justo debajo de la gran placa de oro. Nadie podía verlo, pero esperó largo rato para estar seguro de que no lo habían seguido.
Desprendió la placa con la ayuda de un cincel de cobre.
Ninguna luz brotó de la cavidad.
Lo que ambos jefes de equipo habían colocado allí no era la piedra, sino una estatuilla de la diosa Maat, encarnación de la rectitud.