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Si no sales del territorio del Lugar de Verdad, estarás fuera de su alcance —le confirmó Kenhir a Paneb—. Iniciaré un procedimiento para intentar demostrar la nulidad de los testimonios.

—¡No soporto verme limitado en mis movimientos por un delito que no he cometido! ¿Poner trabas a mi acción no supone debilitar la cofradía?

—Me temo que sí, pero tu primera obligación es concluir la morada de eternidad del faraón Siptah.

—¿No basta con encontrar esa vaca?

—¡Es evidente que nunca ha existido!

—Sobek ha realizado una investigación al respecto y no opina lo mismo.

—Escapaste de nueve agresores, Paneb, y no debes abusar demasiado de tu suerte.

—No acepto vivir como un prisionero, pero seguiré la opinión de la mujer sabia.

—Acompáñame al templo —exigió Clara.

Todos los habitantes de la aldea ya sabían que Paneb estaba sufriendo un nuevo ataque, y éste agradeció recibir muestras de apoyo por su parte. Por sus andares, todos comprendieron que el coloso estaba dispuesto a luchar, al tiempo que, inteligentemente, se dejaba orientar por la mujer sabia.

—Cuando Nefer tenía que tomar una decisión vital para el porvenir de la cofradía, venía aquí —reveló ella, franqueando el pilono cuya fachada se adornaba con grandes estelas dedicadas al ka del faraón, con escenas de ofrendas a Maat y a la soberana de la cima de Occidente, representada en forma de una serpiente con cabeza de leona.

Clara y Paneb se purificaron, se ungieron con mirra, se pusieron hábitos de lino fino, se calzaron unas sandalias blancas y penetraron en el santuario, donde reinaba una paz sin igual.

—Eres el templo y vives —dijo la mujer sabia en la penumbra—. Apaciguas el viento del sur, pones la sombra bienhechora en lugar del ardiente sol, tus dos paredes son las montañas de Occidente y de Oriente, tu bóveda es el cielo y nos alimentamos con tu luz.

Aquí, lo sacro se consumaba en sí mismo, sin el concurso del hombre que, sin embargo, había ensamblado las piedras, esculpido las escenas y trazado los jeroglíficos. Así, participando de la armonía del universo, la cofradía había ofrecido una morada a la potencia divina, que celebraría, para siempre, los ritos inscritos en las paredes.

—El incidente es mucho más grave de lo que parecía —consideró la mujer sabia—. Si la vaca huyó, es que la protección de Hator se aleja de nosotros. Y, sin ella, nuestra magia no podrá funcionar.

—¿No crees que simplemente se trata de una nueva añagaza? ¡Asesinaron a Nefer y ahora intentan acabar conmigo!

—Estás en peligro, no cabe duda, pero este animal nos hace una advertencia. Si hacemos caso omiso, nuestras defensas se debilitarán y sucederá lo peor. Hay que encontrar esa vaca y llevarla ante Hator.

—Bueno… Yo me encargo de eso.

Kenhir, apoyado en su bastón, miraba directamente a los ojos del responsable de los rebaños del Ramesseum, un joven alto, un funcionario recién salido de la escuela de los escribas.

Éste lo había recibido en su despacho abovedado y agradablemente ventilado gracias a la disposición de unas pequeñas ventanas que aseguraban la buena circulación del aire. Los papiros estaban impecablemente ordenados; las sillas eran confortables.

—Es un grandísimo honor… No esperaba vuestra visita.

—¡Ponéis en entredicho la honradez de un servidor del Lugar de Verdad y no esperabais mi visita! ¿Acaso olvidáis que soy el representante del Estado en el interior de la aldea y que, al atacar a uno de sus habitantes, estáis atacándome a mí?

—Sin… sin duda deseáis sentaros…

—En absoluto, muchacho. Mis piernas me han traído hasta aquí y espero que sigan sosteniéndome durante mucho tiempo aún.

Varios colegas habían advertido al responsable de los rebaños que Kenhir no era fácil de manejar pero, con la edad, tal vez se mostrara menos obstinado y más conciliador.

Era evidente que se habían equivocado.

—Bueno, ¿y esos testigos?

—Tal vez la palabra sea excesiva…

—Excesiva… ¿Qué significa eso?

—«Testigo» implica un aspecto jurídico concreto, y yo no deseaba que…

—¿Vais a mostrarme a esos testigos, sí o no?

—Son simples campesinos, sin instrucción y de palabra más bien torpe. Un juez podría considerar que sus observaciones son bastante imprecisas y…

—¿Vieron o no a Paneb el Ardiente robando una vaca dedicada a Hator?

—Yo no me atrevería a asegurarlo, tanto más cuanto existe un boyero de gran tamaño que podría confundirse con Paneb.

El escriba de la Tumba lo fulminó con la mirada.

—¿Estáis explicándome que vuestro expediente de acusación está vacío?

—No… no está muy lleno, en efecto; y creed que no pensaba realmente en un proceso.

—¡Y de todos modos habéis armado este revuelo! ¿Por qué razón?

El responsable de los rebaños contempló una de las paredes.

—Buscaba una oportunidad… Vos, un escriba experimentado, deberíais comprender que ascender por los peldaños de la jerarquía es difícil. De modo que supuse que…

—Pertenecéis a esa clase de jóvenes depredadores que intentan que se hable de ellos por cualquier medio para obtener la benevolente atención de sus superiores, sin preocuparse por la ley de Maat.

—Escuchadme, Kenhir, esa vaca desapareció, en efecto, y…

—¡Evidentemente, por culpa vuestra! Y estáis intentando que otro pague vuestro error utilizando la calumnia para lavaros las manos.

—Deberíamos… encontrar un terreno de entendimiento, entre escribas. El Lugar de Verdad no es vuestra familia, a fin de cuentas.

—Sabed, muchacho, que el escriba de la Tumba no es un funcionario como los demás y que vive una fraternidad de la que nunca tendréis la menor idea. Presentad vuestra dimisión y abandonad la orilla oeste lo antes posible. De lo contrario, me encargaré personalmente de vuestro caso.

El responsable de los rebaños se dejó caer pesadamente en una silla baja.

—¿Y… mi vaca?

—Encontradla vos mismo.

Kenhir regresó a la aldea, aliviado. La marcha le había fatigado un poco, pero se sentía muy animado ante la idea de poder anunciar buenas noticias.

Clara salió de su gabinete de consulta, y el viejo escriba sintió una emoción comparable a la que provocó su primer encuentro: a pesar del luto, seguía tan radiante como un suave sol de primavera, y su mera presencia bastaba para hacer creer en la felicidad.

—Todo se ha arreglado —indicó—; es un arribista que nos buscaba las cosquillas para endosarnos una de sus faltas. Pensaba, incluso, que me asociaría a su mediocre manipulación. ¡Paneb puede dormir tranquilo!

—Se ha marchado —reveló Clara.

—Marchado… ¿Pero adónde ha ido?

—A buscar la vaca de Hator.

—¡Ese asunto ya no nos concierne!

—Creo que sí, Kenhir. El funcionario del Ramesseum sólo ha sido un instrumento del destino; creyendo incriminarnos, ha revelado la llamada de la diosa.

—Ya han intentado matar a Paneb, Clara. Enviarlo así, a lo desconocido, tal vez sea hacerle correr demasiados riesgos.

—Desde el punto de vista de las sacerdotisas de Hator, la misión es esencial.

Kenhir se apoyó en su bastón.

—Comienzo a comprender… Le estáis imponiendo una de las pruebas que quizá lo conduzcan a la cima, ¿no es cierto?

Clara se limitó a sonreír.

—Esa vaca sagrada está realmente en peligro.

—Y si Paneb no es capaz de traerla, tampoco él regresará nunca.

—Que la diosa juzgue.

«La función de escriba de la Tumba no es una prebenda —pensó Kenhir—; pero es preferible, aun, a la de jefe de equipo del Lugar de Verdad.»

—He recibido un mensaje del traidor —anunció Serketa, pasándose la lengua por sus golosos labios—. La cofradía sigue excavando las tumbas del canciller Bay y del rey Siptah, y construyendo el templo de este último en la orilla oeste. Pero sin Paneb…

Méhy dio un respingo.

—¿Bromeas?

—Paneb ha abandonado la aldea, nadie sabe adonde ha ido.

—No lo celebremos demasiado pronto…

—El traidor afirma que no se trata de un viaje oficial. ¿Y si Paneb hubiera perdido los nervios? Después de la agresión que estuvo a punto de costarle la vida, tal vez haya decidido alejarse definitivamente de una aldea que sólo le crea problemas.

—Extraña actitud… Pero no creo que ese mocetón sea capaz de renunciar tan fácilmente.

—Todo hombre tiene sus debilidades, tierno león mío —susurró Serketa.