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Paneb estaba en su residencia oficial, situada en el ángulo sureste de la aldea. Había terminado de tratar el revestimiento de madera, barnizándolo con aceite de cedro, unas veces traslúcido y otras negruzco para imitar el ébano, y acunaba con ternura a Selena, su hijita de ojos verdes, que tan frágil parecía en brazos de su colosal padre.

El jefe del equipo de la derecha se había tranquilizado por fin. A causa del esguince de Userhat el León y la herida en la mejilla de Fened la Nariz, que había sido alcanzado por una esquirla de piedra, había requerido la intervención de la mujer sabia. Tras una noche de conjuros, Clara había expulsado el mal de ojo de la obra.

Los servidores del Lugar de Verdad temían que ocurriesen nuevos incidentes, pero habían aceptado, sin embargo, reanudar el trabajo. A excepción de un cesto de restos de calcáreo que había caído, no se había producido ningún otro drama. Renupe el Jovial había entonado una canción de aliento, a la gloria del fundador de la cofradía, y el placer de trabajar había animado de nuevo a los artesanos.

La mujer sabia le había asignado una tarea a Paneb: terminar lo antes posible la morada de eternidad de Siptah. No le había dado más explicaciones, pero presentía que aquella obra sería de corta duración. El coloso había comenzado a excavar, también, la tumba del canciller Bay, por lo que tenía que exigirle mucho a su equipo sin alterar la calidad del trabajo y sin reducir el tiempo de descanso.

Así pues, sólo había solicitado voluntarios que sacrificaran sus días de vacaciones reglamentarias a cambio de una prima; Nakht el Poderoso, Userhat el León, Casa la Cuerda y Unesh el Chacal se habían esforzado mucho, pese a las protestas de sus compañeros, a los que Uabet la Pura había conseguido calmar.

Por primera vez desde hacía varios meses, Paneb descansaba unas horas en su casa y disfrutaba de la belleza de su morada, decorada con pinturas que representaban lotos y pámpanos.

Uabet salió de su alcoba, muy enojada.

—Me faltan dos agujas para desenredar el pelo —se lamentó—. ¿No me las habrás quitado tú?

Uabet apreciaba mucho aquellas pequeñas varitas de madera y hueso, de unos veinte centímetros de largo y con una de las extremidades puntiaguda. Le permitían rascarse el cuero cabelludo o quitarse los lazos sin desbaratar sus trenzas. Además, Paneb las había decorado con una cabeza de halcón minuciosamente esculpida, que despertaba la envidia de la mayoría de sus amigas.

—Ya sabes que nunca toco tus cosas.

—¡Entonces, ha sido Aperti!

—¿Dónde está?

—No lo sé. Desde que ha aprendido a hacer yeso, se cree que es maestro de obras y resulta incontrolable.

Selena sonrió a su padre, que la besó en la frente con dulzura.

—¿Te quedarás conmigo toda la vida?

—Claro que sí… pero de momento debo ir a buscar a tu hermano.

—¿Ha vuelto a hacer una tontería?

—Esperemos que no.

—¿Aperti? Ha abandonado la obra hace más de una hora —le dijo la esposa de Pai el Pedazo de Pan a Paneb—. Trabaja bastante bien, y la fachada quedará muy hermosa, ¡pero hay que ver qué carácter tiene! A la menor observación, le sube la mosca a la nariz y se pone agresivo. Si no consigues hacerlo pasar por el aro, te aseguro que vas listo.

El coloso preguntó a varias amas de casa, pero ninguna sabía adonde había ido Aperti. La esposa de Userhat el León temblaba por su primogénito que, aquella misma mañana, se había peleado con el hijo del jefe del equipo de la derecha.

Paneb recorrió en vano la aldea y sus dependencias. Si Aperti había salido del territorio del Lugar de Verdad, tal vez debería avisar a la policía. Pero aún le faltaba echar un vistazo en el vertedero, que había sido excavado al sur, tras el abandono del este y el del oeste. Allí se quemaban los diversos restos, reducidos a una masa compacta, purificada por el sol, y luego eran enterrados en una cavidad rodeada de muros de piedras unidas con mortero.

Paneb no daba crédito a lo que estaba viendo.

En lo alto de un montón de detritus, Aperti torturaba al hijo mayor de Userhat el León, amenazándolo con hundirle en las palmas de las manos las agujas que le había robado a su madre.

—¡Sal de ahí! —atronó el coloso.

Aperti permaneció largo rato petrificado, y su víctima aprovechó la situación para huir.

—Ese gamberro me había insultado —explicó el muchacho de diecisiete años, cuyo aspecto prometía igualar el de su padre.

—¿Por qué robaste estas agujas?

La pregunta cogió desprevenido a Aperti.

—Para divertirme…

—Sólo eres un ladronzuelo sádico, Aperti, y utilizas de un modo deplorable la fuerza que los dioses te han concedido.

El adolescente salió temblando del vertedero.

—¿No… no vas a castigarme?

—Primero devuélveme las agujas.

Aperti se arrodilló.

—Aquí están… ¡pero no me pegues! Mamá no te lo perdonaría y…

El bofetón que le dio fue tan fuerte que Aperti cayó al suelo.

—Esta aldea tiene sus leyes, muchacho, y debes respetarlas. Ya no habrá otra advertencia. O estás en tu trabajo mañana a primera hora o deberás abandonar el Lugar de Verdad.

—¿Pu… puedo regresar a casa?

—Esta noche dormirás en el umbral, y sin comer. Con el estómago vacío es más fácil reflexionar sobre los propios errores.

El ataque de gota y la artritis de Kenhir habían desaparecido ya, pero ahora le dolía la espalda y ya no podía pasar parte de la noche redactando su Clave de los Sueños. Por consejo de Niut la Vigorosa había encontrado una posición que le permitía olvidar el dolor: sentado sobre un almohadón, con una pierna estirada, tendía el brazo para escribir en una tablilla de madera colgada de un clavo que sobresalía de la pared de su despacho. Sus jeroglíficos eran cada vez más ilegibles, pero el viejo escriba tenía su capacidad intelectual intacta y no cedía a nadie el cuidado de llevar el Diario de la Tumba.

—Tendríais que desconfiar de vuestro ayudante —recomendó Niut.

—Imuni es un técnico competente y serio. Gracias a él, los inventarios son de una exactitud absoluta.

—Mejor así, pero ambiciona vuestro puesto y su corazón no es bueno.

—¿Acaso te ha hecho algún daño?

—¡Qué no se atreva a intentarlo! No, yo pensaba en vos…

—Tranquilízate, el pequeño Imuni aún no está preparado para sucederme. Y tal vez no lo esté nunca.

—Creo que eso no le hará mucha gracia.

—Si es así, lo mandaré a proseguir su carrera en una provincia tranquila. O Imuni se da cuenta de la inmensa suerte que tiene al vivir aquí, o se convertirá en un vulgar funcionario.

—Vuestro desayuno está listo.

Cereales perfectamente tostados, higos dulces como la miel y un pastel relleno de dátiles… Todas las mañanas, Kenhir se daba un verdadero banquete, y lo mismo ocurría con el almuerzo y la cena. A Imuni, en cambio, no le gustaba la buena carne, y ese grave defecto le impedía desarrollarse.

El pequeño escriba de rostro de hurón solicitó audiencia. Niut lo hizo esperar hasta que su marido hubo terminado de comer.

—¡Un informe del jefe Sobek!

—¿Por qué cacareas así, Imuni?

—Porque la reputación del Lugar de Verdad corre peligro. Debemos intervenir de inmediato.

—¿Por qué razón?

—Ha desaparecido una vaca.

—¿Y en qué nos concierne eso?

—Pertenecía al Ramesseum y debía encarnar a Hator durante la próxima fiesta de la diosa, en el templo de Deir el-Bahari.

—¿Pero qué podemos hacer nosotros?

—La vaca huyó por culpa de un artesano y, por tanto, la responsabilidad de la cofradía queda comprometida. El informe del jefe Sobek indica que hubo testigos y que no abrir la boca no bastará para disipar el escándalo.

—¿Quién es el artesano acusado?

—El informe no dice nada al respecto.

¡En plena excavación de una tumba real y de la del canciller Bay, aquello era una verdadera catástrofe!

—Dame mí bastón —dijo finalmente Kenhir.

Sobek estaba sentado en un taburete al fondo de su despacho del quinto fortín; parecía preocupado.

—¿Realmente es tan grave? —preguntó Kenhir.

—Lamentablemente, sí. Por eso me he visto obligado a redactar ese informe e incitaros a que saquéis a la luz todo el asunto.

—Pero en él no has designado al presunto culpable.

—No soporto la calumnia.

—Hablas de testigos…

—¡Los testigos se compran! Sobre todo cuando se trata de acusar a un jefe de equipo del Lugar de Verdad, en este caso, a Paneb el Ardiente.