Aquella mañana, Méhy estaba haciendo una verdadera matanza de martines pescadores, grullas y patos en el bosque de papiros donde estaba cazando desde hacía más de cinco horas. Pero aquella carnicería no bastaba para calmar sus nervios, que apenas había podido controlar al escuchar a Paneb.
Nueve soldados pagados a precio de oro para acabar con él, nueve veteranos que habían regresado ya a la frontera libia… ¿Cómo había conseguido el artesano vencerlos, por muy colosal que fuera?
El plan de Serketa había funcionado a la perfección: Paneb, sacado de la aldea por la falsa requisa de los silos, había caído en la trampa tendida por el escuadrón que había recibido la orden de interceptar a un peligroso malhechor y acabar con él si se resistía. Siendo uno contra nueve, Ardiente no tenía posibilidad alguna.
Sólo había una explicación: Paneb gozaba de un poder sobrenatural, concedido por la Piedra de Luz. Se alimentaba con su energía y desplegaba luego una fuerza contra la que nadie podía luchar.
Aquella certidumbre multiplicó en Méhy el deseo de apoderarse del tesoro supremo del Lugar de Verdad. La piedra era lo que daba a la cofradía la capacidad de resistir la adversidad y enfrentarse, sin desesperar, con las peores pruebas. Mientras la poseyeran, los más duros ataques sólo producirían mínimos daños.
Naturalmente, el protector oficial del Lugar de Verdad había superado las exigencias de Paneb, presentando excusas oficiales al escriba de la Tumba y ofreciendo a la cofradía botes de ungüentos y jarras de vino para lograr que se olvidara el lamentable error de la administración.
La belleza y la elegancia de la reina Tausert subyugaban al canciller Bay. La soberana estaba deslumbrante, a cualquier hora del día, maquillada y acicalada con discretas joyas de oro fabricadas por el orfebre Thuty. Tausert, fiel al recuerdo de Seti II, no había vuelto a casarse; gobernaba Egipto con autoridad pero sin ostentación, evitando chocar con los partidarios de Siptah.
—¿Ha mejorado la salud del faraón, canciller?
—Desgraciadamente, no, majestad, pero el rey no se queja; es feliz leyendo los textos de los Antiguos y conversando con los sabios del templo.
—¿Ha olvidado definitivamente los asuntos del Estado?
—Os concede plena y entera confianza.
—Eso es lo que habías previsto, ¿no es cierto?
Bay bajó la mirada.
—El viejo cortesano Set-Nakht está muy inquieto últimamente —prosiguió la reina—. Su nombre, «Set es victorioso», resulta más bien inquietante. ¿Controlas la situación?
—No por completo, majestad. La palabra de ese dignatario tiene mucho peso, y considera necesario proseguir el linaje setiano interrumpido a la muerte de vuestro marido.
—¿Cuáles son sus argumentos?
—Piensa que Egipto se debilita y que no os preocupáis bastante del ejército. Según su punto de vista, sería indispensable una demostración de fuerza en Siria-Palestina.
—Ésa no es mi política. ¿Crees que es lo bastante audaz para intentar hacerse con el poder?
—Set-Nakht es un hombre ponderado, aunque voluntarioso; conviene, pues, tomárselo muy en serio.
—Veo que el número de mis enemigos no ha disminuido…
—Por desgracia, no, majestad, y la actual composición de la corte no me hace ser muy optimista. Pero no les dejo el campo libre y refuerzo constantemente mi sistema de defensa para permitiros gobernar en paz.
La sonrisa de la reina hizo que el canciller se ruborizara.
—Te había prometido una sorpresa, ¿lo recuerdas? Este mundo es sólo una ínfima parte de la realidad, Bay, y debernos pensar en nuestra morada de eternidad. La mujer sabia no ha fijado aún el emplazamiento de la mía en el Valle de las Reinas, pero he tomado una decisión por lo que se refiere a la tuya.
El canciller sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Sólo deseaba permanecer junto a Tausert más allá de la muerte aparente.
—Residirás en el Valle de los Reyes, no lejos de Seti II, al que serviste fielmente.
El canciller estuvo a punto de desmayarse.
—Yo en el Valle de los Reyes, pero…
—Dada tu abnegación al servicio del país, mereces ese honor excepcional. Partirás mañana hacia el Lugar de Verdad y confiarás a la cofradía su nueva misión: construir el templo de millones de años de Siptah y dos tumbas, la del rey y la tuya.
—Majestad, ¿cómo… cómo agradecéroslo?
—Siendo tú mismo, Bay.
El canciller, temblando de emoción, se atrevió a murmurar la petición que lo obsesionaba:
—Cuando los dioses os coronen faraón, majestad, deseo que mi morada de eternidad esté cerca de la vuestra.
—El templo se construirá entre el de Tutmosis III y el Ramesseum —anunció Hay, el jefe del equipo de la izquierda, en presencia de la mujer sabia, de Paneb y del escriba de la Tumba—. En cuanto a la tumba de Siptah, hemos descubierto un buen emplazamiento, algo más al norte que la de Seti II.
El canciller Bay asintió con la cabeza.
—Puesto que sois el servidor de ambos reyes —prosiguió Hay—, la vuestra se excavará junto a la de Siptah, en el mismo sector del Valle.
—¿Supongo que se tratará de un simple sepulcro sin decoración?
—Es la costumbre por lo que se refiere a las personalidades no reales, en efecto, pero no es ése el deseo de la reina Tausert, de acuerdo con el faraón Siptah —afirmó Kenhir—. He aquí el plano que hemos elaborado.
Varios corredores, uno tras otro, una sala del sarcófago, paredes para decorar… Bay estaba atónito.
—Pero… ¡Si parece una tumba real!
—Ése es el deseo de la reina —confirmó la mujer sabia—. Esta morada de eternidad no será consagrada como la de un faraón, pero evocará la magnitud de la tarea que su ocupante ha llevado a cabo.
Por primera vez desde que actuaba al servicio de Egipto, el canciller Bay se sintió perdido.
Fened la Nariz comprobó por última vez el emplazamiento elegido al que la mujer sabia, provista del mazo y el cincel de oro de Nefer el Silencioso, se acercó con respeto. Al dar el primer golpe en la roca, no la hería, sino que revelaba su vida secreta, preservada en el silencio. Y esa vida adoptaría la forma de la morada de eternidad del faraón Siptah.
Sobek, inquieto, había doblado la guardia en la entrada del Valle de los Reyes y había inspeccionado, personalmente, las colinas que dominaban «la gran pradera» donde, día tras día y noche tras noche, se realizaba la transmutación del alma de los reyes que allí reposaban. Estaba muy preocupado por la agresión de la que Paneb acababa de ser víctima; si en efecto, se trataba, de mercenarios libios, no vacilarían en asaltar las necrópolis con la esperanza de encontrar oro, y habría que adoptar precauciones especiales en el Valle de los Reyes.
Pero Sobek no estaba seguro de poder confiar en Méhy. Ciertamente, el policía nubio no correría riesgo alguno, pero no podía evitar pensar que ese general tan ambicioso disfrazaba la verdad.
Gracias a los ungüentos de la mujer sabia, las heridas de Paneb ya sólo eran un mal recuerdo. Y con todas sus fuerzas el coloso blandió el gran pico, en el que el fuego del cielo había trazado el hocico y las dos orejas del animal de Set.
Con ese simple gesto transmitió entusiasmo y deseo de llevar a cabo una nueva obra maestra a su equipo. Los canteros se pusieron manos a la obra, y los demás artesanos dispusieron un taller para preparar el programa de escultura, de pintura y de orfebrería.
Y de nuevo se produjo el milagro: gracias al canto de las herramientas, a la comunión de pensamiento y a la coordinación de esfuerzos, la alegría reinó en la obra. Ante la sorpresa general, Paneb no manifestó autoritarismo alguno; veló con placidez por la tarea de cada cual, resolvió las dificultades sin impaciencia y dio ejemplo a los demás en cualquier circunstancia.
—Nefer no se equivocó al elegirlo como hijo espiritual —dijo Karo el Huraño.
—Será mejor que no cantemos victoria tan pronto —recomendó Unesh el Chacal—. De momento, Paneb se contiene; pero su naturaleza no tardará en aflorar.
—Te equivocas —objetó Gau el Preciso—; como jefe de equipo, es consciente de sus deberes.
—Te haces muchas ilusiones —consideró Fened la Nariz.
—En absoluto —interrumpió Nakht el Poderoso—; yo, que fui el decidido adversario de Paneb, ahora veo que sus responsabilidades lo han transformado y que hicimos bien nombrándolo jefe de equipo.
Kenhir se sentó en el sitial excavado en la roca, desde el que observaba el desarrollo de las obras; estaba de un humor de perros. Había pasado muy mala noche, atormentado por una pesadilla, y temía que la jornada fuese una sucesión de catástrofes.
La primera se produjo a media mañana, cuando Casa la Cuerda fue incapaz de incorporarse.
—Lumbago —se lamentó, haciendo muecas.
Paneb intervino en seguida. Utilizando la técnica que le había enseñado la mujer sabia, le dio un masaje al cantero para restablecer la justa alineación de las vértebras, para que la circulación de la energía se restableciese a lo largo de la columna, el árbol de la vida.
—Necesitará varios días de descanso —le dijo Paneb al escriba de la Tumba.
Unos minutos más tarde fue Pai el Pedazo de Pan quien tuvo que abandonar el trabajo.
—Un esguince en la muñeca —estimó—; necesito un vendaje.
Kenhir comprobaba la realidad de la lesión que iba hinchándose cuando el aullido de Ipuy el Examinador le hizo dar un salto; su pie acababa de ser aplastado por un gran pico que se le había escapado a Nakht el Poderoso.
Sus colegas rodearon al infeliz y lo tumbaron en unas parihuelas.
—Tal vez esta obra esté maldita… —masculló Karo el Huraño.