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Las ánforas para grano eran uno de los objetos esenciales utilizados por los aldeanos. Estaban fabricadas con arcilla del Egipto Medio, y eran ligeras y manejables. Medían un codo y medio de alto[2], eran ovoidales, perfectamente impermeables, estaban bien cocidas en todo su grosor, pintadas de rojo y marcadas con el nombre de sus propietarios.

Cuando su esposa le ordenó que llenara dos, el escultor jefe Userhat el León se dirigió lentamente hacia los silos instalados al noroeste de la aldea. Sus predecesores habían tallado en la marga unas paredes verticales, con ángulos rectos bien dibujados, cuidando de asegurar la homogeneidad del mortero que cubría el suelo rocoso. Los granos se distribuían en varios compartimentos, en función de su calidad y de la fecha de entrega. Gracias a la rigurosa gestión del escriba de la Tumba, los silos estaban siempre llenos e, incluso en período de crisis, el Lugar de Verdad estaba seguro de que no le faltaría pan.

Cuál sería, pues, la sorpresa de Userhat al encontrarse con Hay, el jefe del equipo de la izquierda, ante el primer silo, en plena discusión con las esposas de Pai el Pedazo de Pan y Gau el Preciso.

En términos muy poco halagadores, las dos amas de casa apostrofaban al imperturbable Hay, que se negaba a dejarlas acceder a las reservas de grano.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Userhat, extrañado.

—El visir ha requisado los silos —respondió el jefe de equipo—. Se nos prohíbe tocarlos hasta nueva orden.

—¡Esa requisa es ilegal! —estalló Paneb.

—En efecto —reconoció el escriba de la Tumba—, pero no la tomes conmigo; no he sido yo el que ha firmado la carta, sino un ayudante del visir.

—¡Pero vos habéis nombrado a Hay cabo de vara!

—Estamos a la espera de que la situación se aclare, la comunidad no debe correr ningún riesgo. Tenemos bastante grano para elaborar pan y cerveza durante varios días antes de recurrir a la reserva de los silos.

—Pero tenéis artrosis y un ataque de gota…

—He aumentado la dosis de su tratamiento habitual —señaló Clara, que acababa de auscultar a su paciente—, pero Kenhir no podrá levantarse antes de dos días.

—Así pues, iré yo solo a casa del general Méhy —decidió Paneb—. Es su trabajo acabar con esta injusticia y evitar, en el futuro, este tipo de absurdos.

—Intenta mostrarte algo diplomático… Sólo se trata de un error administrativo.

—Cuando creamos una pintura o una estatua —repuso Ardiente—, nosotros no tenemos derecho a equivocarnos.

Paneb caminaba con paso rápido. Estaba decidido a sacudir al administrador principal de la orilla oeste sin tolerar la menor justificación por su parte. Rompería ante él la orden de requisa y reclamaría daños y perjuicios en forma de una entrega inmediata de cosméticos de primera calidad. En ese momento, una dulce lengua le lamió la pantorrilla.

—¡Negrote! No te he pedido que me acompañaras…

El perro dirigió al coloso una mirada suplicante y cómplice con sus grandes ojos de color avellana.

Cuando ya estaba a medio camino entre el Lugar de Verdad y los despachos de la administración, un cincuentón robusto y mal afeitado le cerró el paso a Paneb.

—¡Salud, amigo! Hermoso día, ¿no?

—Depende para quién.

—Me gustaría mantener una pequeña conversación contigo.

—No nos conocemos y tengo prisa.

—No eres muy amable…

—Apártate de mi camino; te repito que tengo prisa.

—Para serte franco, mis compañeros querrían participar en nuestra conversación.

De entre los trigales salieron varios hombres que rodearon al artesano. Paneb contó nueve y advirtió que se parecían: el mismo aspecto, la misma frente estrecha.

Cada uno de ellos blandía un garrote.

—Ya ves —dijo el mal afeitado—, todos tendríamos que estar tranquilos y no molestar a los demás. Pero tú comienzas a ser molesto. De modo que mis compañeros y yo te enseñaremos a permanecer tranquilo. Definitivamente tranquilo.

—¿Y si yo pronunciara una palabra, una sola, que pudiera arreglar la situación?

El jefe de la pandilla pareció sorprendido.

—¿Una palabra?… ¿Cuál?

—¡Ataca!

Negrote dio un brinco y clavó los colmillos en el antebrazo del mal afeitado, que lanzó un grito de dolor. Paneb se lanzó sobre el acólito más cercano, embistiendo con la cabeza baja, y le golpeó en medio del pecho. Luego, echándose a un lado, esquivó un garrotazo y consiguió, con los puños juntos, quebrar la nuca de su agresor.

El coloso, violentamente golpeado en las costillas, estuvo a punto de caer. Sólo su excepcional resistencia al dolor le permitió seguir de pie y, con la rodilla, rompió la mandíbula de su adversario. Pero otro garrote cayó sobre su hombro izquierdo, y entonces se percató de que la pandilla estaba formada por malandrines entrenados en el combate cuerpo a cuerpo.

Paneb se arrojó al suelo, levantó a un pesado tipo agarrándolo por los testículos y lo lanzó contra dos de sus compañeros, que cayeron hacia atrás. El coloso, rápido como un felino, acababa de aplastar de un taconazo la nariz de uno de ellos cuando la punta de un garrote le alcanzó en los riñones.

Negrote soltó su presa y mordió la pantorrilla del que se disponía a rematar a Paneb. Sorprendido, soltó el arma, y el artesano se apoderó de ella.

El coloso, con la vista nublada y cubierto de sangre, consiguió incorporarse y hacer girar su bastón.

—¡Vámonos! —gritó el jefe.

Los que seguían en pie recogieron a los heridos y la pandilla se dispersó como una bandada de gorriones. Negrote los habría perseguido de buena gana, pero prefirió quedarse junto a Paneb que, recuperando el aliento, se lo agradeció con una larga serie de caricias.

Los soldados de guardia apuntaron con sus espadas cortas hacia la especie de monstruo cubierto de heridas que acababa de penetrar en el patio al que daban las oficinas de la administración central de la orilla oeste. Un escriba, aterrado, soltó sus rollos de papiro y se refugió junto a su superior.

Negrote gruñó y mostró los colmillos, dispuesto a librar un nuevo combate.

—Soy Paneb el Ardiente, artesano del Lugar de Verdad, y exijo ver de inmediato al general Méhy.

La reputación del coloso había franqueado los muros de la aldea, y todos sabían que podía vencer, con las manos, a un incalculable número de hombres armados.

—Voy a avisarlo —prometió un oficial—. Espera aquí y contén a tu perro.

No tuvo que esperar mucho. Méhy, vestido a la última moda, fue a buscar personalmente a su huésped.

—¡Paneb! Pero en qué estado…

—Me han agredido. Nueve hombres con garrotes. Y no eran campesinos.

—¿Qué quieres decir?

—Profesionales que sabían combatir.

El rostro de Méhy se ensombreció.

—Es lo que me temía…

Paneb se indignó.

—¿Sabíais que intentarían matarme?

—No, claro que no, pero unos alarmantes informes hablaban de unas pandillas de mercenarios libios que, al aparecer, han atravesado el desierto para penetrar en la región y cometer exacciones. Doblaré de inmediato el número de patrullas para que esos bandidos sean detenidos lo antes posible. Nueve hombres… ¿Y has conseguido vencerlos?

—Han huido, y algunos llevan huesos rotos.

—Te acompañaré a la enfermería.

—La mujer sabia me cuidará. Como jefe del equipo de la derecha, debo comentaros un problema grave. Dada la importancia de mi cargo, mostraos menos familiar conmigo y dejad de tutearme.

—Bueno, bueno… Vayamos a mi despacho.

Méhy se dio cuenta de que Negrote los seguía y se detuvo.

—¿Ese perro no debería quedarse fuera?

Negrote es un guerrero noble y valeroso. Viene conmigo.

—De acuerdo…

Paneb detestó el despacho de Méhy, que le pareció sobrecargado de jarrones pretenciosos y pinturas mediocres.

—Sentaos, Paneb.

—Es inútil.

—Debéis de tener sed.

—Sed de justicia, sí.

El general abrió mucho los ojos.

—¿De qué injusticia os quejáis?

—La requisa de los silos del Lugar de Verdad.

—Pero… ¡Eso es completamente ilegal!

—Y, sin embargo, hemos recibido un documento firmado por un ayudante del visir.

Paneb puso el documento manchado de sudor y de sangre sobre la mesa de Méhy, que lo leyó atentamente.

—Es una falsificación —concluyó—. Este ayudante no existe.