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Gracias a la incesante actividad de Niut la Vigorosa, la residencia oficial de Kenhir brillaba como una joya. No había ni una sola mota de polvo sobre aquel refinado mobiliario, y la joven conseguía incluso hacer la limpieza en el despacho del escriba de la Tumba sin desordenar sus archivos. Como también era una excelente cocinera, Kenhir debería haber sido el más feliz de los maridos y poder consagrarse así, al margen de sus obligaciones oficiales, a su obra literaria, cuyo florón era una Clave de los Sueños. Pero la actitud de Niut lo afligía.

—Siéntate un instante, te lo ruego —le dijo.

—La ociosidad es el peor de los vicios.

—No paro de darle vueltas a la cabeza, y me gustaría hablarte seriamente.

El ama de casa se sentó en una silla de paja.

—Os escucho.

—Soy un viejo y tú eres una muchacha. Me casé contigo sólo para legarte todos mis bienes, pero te dejé bien claro que tú podrías llevar la vida que quisieras. ¿Por qué te consagras sin cesar a esta casa y a mi comodidad, y te olvidas de tu propia felicidad?

—Porque soy feliz así y todos mis deseos están satisfechos. Os he preparado unas ropas nuevas para el tribunal y espero que adoptéis la decisión adecuada. El Lugar de Verdad necesita un verdadero jefe como Paneb.

«La asamblea de la escuadra y el ángulo recto», el tribunal específico del Lugar de Verdad, se reunió en el patio al aire libre del templo de Maat y de Hator. El tribunal estaba formado por la mujer sabia, el jefe del equipo de la izquierda, el escriba de la Tumba, Turquesa y otros cuatro jurados nombrados por sorteo: Ched el Salvador, Nakht el Poderoso, Gau el Preciso y una sacerdotisa de Hator.

Eran ocho, como las fuerzas primordiales, y dictaban sentencias que ninguna autoridad discutía. Con el encargo de distinguir la verdad de la mentira y proteger al débil del poderoso, arbitraban los asuntos referentes a la vida de la cofradía, desde las declaraciones de sucesión hasta los conflictos entre aldeanos.

—Se nos ha sometido, por parte de varios artesanos, una proposición oficial —declaró Kenhir—: designar a Paneb el Ardiente como maestro de obras y sucesor de Nefer el Silencioso. Creo que no hace falta recordar la importancia de semejante decisión, que sólo se puede tomar por unanimidad.

—Paneb arriesgó su vida para salvar a la cofradía —recordó Nakht el Poderoso—. No me gusta su carácter, todos lo saben, pero los hechos son los hechos. Será nuestra mejor protección cuando sea necesario defendernos de nuevo.

—Cuando el hijo espiritual es fiel a su padre, ¿acaso no debe sucederle? —preguntó la mujer sabia.

—Paneb no sólo es un técnico excepcional —declaró Hay—, también tiene un temperamento de jefe; su modo de dirigir no se parecerá al de Nefer y eso provocará muchos trastornos; pero no tenemos elección y propongo que confiemos en él.

—Estoy de acuerdo con el jefe del equipo de la izquierda —dijo Gau con su voz ronca—. Por mi parte, también pienso que su falta de diplomacia provocará conflictos, pero necesitamos su valor y su energía.

Turquesa y la otra sacerdotisa de Hator guardaron silencio.

—Si lo he entendido bien —observó Kenhir—, nadie se opone al nombramiento de Paneb el Ardiente como maestro de obras.

—Te has olvidado de mí —intervino Ched el Salvador.

—Paneb ha sido tu alumno y siempre lo apoyaste.

—Precisamente por eso.

—Explícate, Ched.

—Desde el primer momento supe que Paneb sería un gran pintor; pero han sido necesarios largos años para formarlo y permitir que su mano se expresara libremente, sin dejar de respetar las reglas de armonía. Me alegro de que hoy sea jefe de equipo; ya ha aprendido a mostrarse menos fogoso y ha probado que sabía dirigir sin traicionar el espíritu de la cofradía. Si le hiciéramos quemar etapas, Paneb sería abrasado por su propio fuego. Démosle tiempo para aclimatarse a su nueva función y juzguémoslo por sus actos.

—¡Pero no disponemos de ese tiempo! —afirmó Nakht el Poderoso.

—Nuestro escriba de la Tumba goza de una forma excelente y sabrá representarnos ante las autoridades mientras los dos jefes de equipo se consagran a sus tareas. Más tarde tomaremos una decisión definitiva.

—Si sólo faltara un voto favorable, el tuyo, ¿aceptarías cambiar de opinión? —preguntó Kenhir.

—Sería una cobardía imperdonable. Un fuego de la naturaleza de Set arde en el corazón de Paneb, un fuego tan terrible como el rayo; destruye cualquier obstáculo que se interponga en su camino, pero aniquilaría a Ardiente si exigiéramos demasiado de él.

La mujer sabia no tomó de nuevo la palabra, por lo que Kenhir ya sólo tuvo que formular la decisión del tribunal: Paneb no sería nombrado maestro de obras del Lugar de Verdad.

Turquesa apartó el capuchón de lino que cerraba el recipiente que contenía un precioso colirio compuesto de galena, pirita, carbón vegetal, cobre y arsénico. Como ayudante directa de Clara, superiora de las sacerdotisas de Hator del Lugar de Verdad, la suntuosa pelirroja, que contaba unos cuarenta años muy bien llevados, velaba por los objetos rituales utilizados en el templo y por la preparación de los productos de belleza que transformaban a sencillas amas de casa en siervas de la diosa.

En aquella aldea que no se parecía a ninguna otra, cada cual realizaba una función sagrada; los artesanos y sus compañeras eran sus propios sacerdotes y sus propias sacerdotisas, y ningún celebrante exterior intervenía en sus ceremonias. Ellos mismos construían su jerarquía, con total independencia, y sólo reconocían como autoridad suprema la del faraón y su gran esposa real.

Turquesa contó las redomas con ungüento para asegurarse de que no faltara ninguna; panzudas, estables y herméticas, tapadas con capuchones de lino, eran otras tantas obras maestras talladas en calcáreo, alabastro o serpentina.

Una vez terminado el inventario, la sacerdotisa adornó con ramilletes los altares del templo, en el que pronto oficiaría la mujer sabia. Antaño, penetraba allí acompañada por el maestro de obras para celebrar el rito del alba mientras que, en cada morada, los aldeanos ofrecían el fuego a los bustos de los antepasados y derramaban agua sobre las flores colocadas en su honor, para desprender de ellas el perfume que encantara su ka. Se aseguraba así la circulación de la ofrenda, sin la que la cofradía no habría sobrevivido.

Hoy, Clara estaría sola, puesto que el tribunal había rechazado el nombramiento de un nuevo maestro de obras. Sería a la vez el rey y la reina, el maestro de obras de los artesanos y la superiora de las sacerdotisas.

Turquesa llevaba el collar de granates que Paneb le había regalado, al regresar de una expedición por el desierto; atravesó el patio al aire libre pensando en la extraña relación que la unía al coloso.

El uno al otro seguían ofreciéndose un placer cuya intensidad no disminuía, y no había nada que empañara su pasión. Paneb sabía que Turquesa respetaría su voto de permanecer soltera y que nunca le dejaría pasar una noche en su casa. Pero ignoraba que Turquesa le transmitía una fuerza mágica que Uabet la Pura no poseía.

Desde su primer encuentro, Turquesa había presentido que Paneb el Ardiente iba a desempeñar un papel decisivo en la historia de la cofradía y que tendría que ayudarlo a forjarse un alma de jefe, a ser capaz de superarse a sí mismo y sus imperfecciones.

Paneb se abrasaba en un fuego que sólo la Gran Obra apaciguaría. Uabet debía ofrecerle el equilibrio de un ama de casa, Turquesa debía mantener en él el dinamismo del deseo. Lo que Nefer el Silencioso había tenido la suerte de encontrar en una sola mujer, Paneb lo vivía en la prueba de la dualidad. No buscaba la sabiduría ni la serenidad, como su padre espiritual, sino una potencia creadora que no era de este mundo.

A veces, incluso Turquesa se asustaba; pero a diferencia de la mayoría de los humanos, Paneb poseía la capacidad de encarnar plenamente su destino. A ella, a la hechicera, le tocaba orientarlo hacia el amor por la obra y por la cofradía, evitando que el coloso se perdiera en las marismas de la ambición.

Ched el Salvador había hecho bien al rechazar el nombramiento de Ardiente. Si hubiera sido necesario, Turquesa lo habría apoyado.

Enfiló la calle principal, mientras la aldea aún dormía.

Paneb el Ardiente iba a su encuentro.

—¿Ya te has levantado?

—Hace tan buen tiempo… y tenía ganas de verte.

—Es la hora de los ritos, Paneb, no la del placer.

—Precisamente por eso… ¿Acaso no debemos pensar en embellecerlos constantemente? Un jefe de equipo debe conocer todas las técnicas, he trabajado mucho con el orfebre Thuty en estos últimos tiempos. Y he pensado que, en tu función de sacerdotisa de Hator, te vendría bien este atavío.

Las primeras luces del alba se posaron en una fina banda de oro, de increíble ligereza, adornada con rosetas coloreadas y dos minúsculas cabezas de gacela, perfectamente cinceladas.

Turquesa, estupefacta, se dejó coronar por el coloso de manos de seda, que se alejó cuando los aldeanos comenzaban su jornada celebrando el culto de los antepasados.