7

Apenas hubo llegado Beken el alfarero, jefe de los auxiliares, a la zona que les estaba reservada, Sobek lo interpeló.

—Reúne a tus subordinados ante la forja de Obed —ordenó el policía nubio.

El alfarero, que era muy quisquilloso, le plantó cara.

—¿Algo va mal?

—Ya lo verás.

—Exijo explicaciones.

Sobek se rascó la cicatriz que tenía bajo el ojo izquierdo, recuerdo de una lucha a muerte con un leopardo en la sabana de Nubia.

Quien conocía bien al jefe de policía del Lugar de Verdad sabía que aquel gesto revelaba una creciente irritación, preludio de una cólera devastadora.

—No te enfades —recomendó Beken, en tono vacilante—. Sólo deseaba saber si…

—Reúne a los auxiliares.

Beken consideró preferible obedecer, pero tuvo muchas dificultades para reunir a «los del exterior», entre los que figuraban lavanderos, carniceros, panaderos, cerveceros, caldereros, curtidores, tejedores, leñadores, pescaderos y jardineros, nombrados todos ellos para asegurar el bienestar de los aldeanos.

Obed el herrero fue el primero en protestar vigorosamente.

—¡Nos tratas peor que a bueyes destinados al matadero! ¿Pero qué te pasa, Beken?

—Órdenes del jefe Sobek… ¡Yo no tengo nada que ver!

—¿Acaso no te encargas de defender nuestra causa si se producen abusos de autoridad?

—Quéjate a los responsables.

Obed el herrero era de origen sirio, barbudo, con las piernas cortas. Era un hombre de carácter, y no vaciló en enfrentarse a Sobek, que observaba el tumulto con impaciencia.

—Somos trabajadores libres, y no tienes ningún derecho sobre nosotros —declaró el herrero.

—Te falta memoria —asestó el nubio—; en caso de que un auxiliar cometa una falta grave, tengo el deber de detenerlo.

Obed frunció el ceño.

—¿De modo que todos hemos cometido una falta grave? Te estás burlando de nosotros, Sobek, y voy a avisar inmediatamente al escriba de la Tumba.

—Actúo por orden suya, pues todos sois sospechosos del asesinato de Nefer el Silencioso.

El herrero se quedó boquiabierto. De repente, el estruendo cesó, para dejar paso a un pesado silencio.

—Poneos en fila —ordenó el policía—, y permaneced tranquilos. Os interrogaré uno a uno en mi despacho.

—¡Exijo que Beken esté presente para defendernos! —intervino el calderero—. Ya conocemos tus métodos… ¡Harías confesar a cualquiera!

Sobek miró de arriba abajo al respondón.

—¿Puedes citarme un ejemplo concreto?

El calderero bajó los ojos.

—No, no…

—Necesito respuestas claras y me tomaré el tiempo necesario para obtenerlas. Los inocentes tienen las manos limpias, por lo que no tienen nada que temer, y serán liberados rápidamente. Sobre todo, no intentéis mentir: tengo el olfato de un perro de caza.

Beken se aproximó al policía.

—¿Puedo hablarte a solas?

—Mira, precisamente… Pensaba interrogarte en primer lugar.

Los dos hombres entraron en la forja. A Sobek le gustaba el lugar, pues simbolizaba, a la perfección, la antecámara del infierno donde ardería el asesino.

—Tú, alfarero, tienes que revelarme algo.

—Falta un auxiliar.

—¿Estás seguro?

—Libu, un lavandero, hijo de una libia y un tebano. Tiene cincuenta años y trabaja mucho para alimentar a su familia. De vez en cuando roba alguna tela basta, pero yo hago como si no me diera cuenta.

—Tal vez esté enfermo…

—Su mujer me habría avisado. Su ausencia es absolutamente anormal, te lo aseguro.

—Iré a su casa. Mientras tanto, podéis reanudar vuestras actividades.

Libu soñaba despierto.

Le costaba comprender lo que estaba sucediéndole. Una campesina se había dirigido a él, en el camino que llevaba al Lugar de Verdad, y Libu creyó que lo tomaba por otro. Pero ella lo había llamado por su nombre y lo sabía todo acerca de él, incluso sus pequeños hurtos.

Libu, inquieto, se había defendido evocando su modesta situación y las necesidades de su familia.

La campesina lo había tranquilizado. La habían enviado sus colegas lavanderos, que acababan de recibir un lote de ropa nueva salida de los talleres del Ramesseum y pensaban proceder a un discreto reparto de las mejores piezas antes de ir al trabajo. ¡Una ganga que no podía perderse!

—No te conozco… ¿De dónde sales?

—Soy una nueva sobrina de Beken el alfarero —respondió Serketa con voz de niñita.

—Ah, bueno… ¿Y no te da asco?

—¡Es tan amable! Gracias a él va a hacerse el reparto.

Serketa salió del camino para dirigirse a un bosquecillo de tamariscos, en el lindero del desierto.

—Es el lugar de la cita —precisó—; es un paraje muy tranquilo.

—¡Mejor así! Si el jefe Sobek nos descubriera, perderíamos el empleo y nos caería una dura condena de cárcel.

—No temas… Beken lo ha previsto todo.

Libu ya pensaba en un ventajoso trueque que realizaría su mujer gracias a las hermosas telas que él le llevaría. Aunque el oficio de lavandero fuese duro, tenía ciertas ventajas.

El auxiliar contempló las hermosas formas de la campesina.

—Beken elige bien a sus sobrinas… ¡Pero acaba de tomar una! Suele conservarlas por más tiempo.

—En este momento tiene mucha energía.

—¡Menudo viejo verde! Si lo hubiera sabido, no me habría casado y habría vivido como él.

—¿Sabes?, yo no soy muy arisca… y donde come uno, pueden comer dos.

Libu puso una mano sobre los pechos de Serketa.

—Si mi mujer lo supiera…

—¿Quién va a decírselo?

El lavandero inclinó la cabeza para besarle los pezones, luego siguió descendiendo hacia el bajo vientre. Su posición era perfecta. Serketa sacó de su peluca una larga aguja untada en veneno y la clavó en la nuca de Libu con precisión de cirujano.

En unos instantes, el cuerpo del auxiliar se puso rígido. Ella lo apartó violentamente y contempló, entre excitada y encantada, la horrible agonía de aquel hombre.

Luego recuperó el arma del crimen, desnudó a su víctima y la vistió con un soberbio taparrabos que llevaba bajo su amplia túnica. Pertenecía a Nefer el Silencioso y había sido robado por el traidor.

Tras haberse asegurado de que el lugar estaba desierto, la campesina regresó hacia los cultivos.

Ya no cabía duda: Libu el lavandero había huido. Su esposa lloraba y el jefe Sobek había ordenado a sus hombres que peinaran el territorio del Lugar de Verdad y sus alrededores. Si las investigaciones no daban resultado, se vería obligado a pedir a Méhy que interviniera.

—No cabe duda de que Libu ha cometido un delito lo bastante grave como para incitarlo a desaparecer y a abandonar a su familia —consideró Beken.

—Nada demuestra que haya asesinado a Nefer —objetó Sobek—; ¿había manifestado alguna animosidad contra el maestro de obras?

—No, pero sin duda se trató de una desgraciada concurrencia de circunstancias. Libu era un ladronzuelo, ya te lo he dicho, y debió de intentar dar un buen golpe entrando en casa de Nefer, que estaba allí y lo descubrió.

—¿Y no lo vio nadie? ¿Y no hay rastro alguno del botín en casa de Libu?

Las preguntas del policía turbaron al alfarero. Estaba buscando alguna respuesta cuando un policía irrumpió en el despacho de Sobek.

—Ya está, jefe, lo hemos encontrado. Lo malo es que está muerto.

El nubio acudió de inmediato al lugar.

—¿Habéis visto el taparrabos? —preguntó uno de sus hombres—. ¡Es muy lujoso! Incluso lleva una marca, en jeroglífico.

El corazón y la traquearteria, es decir, el signo que servía para escribir la palabra «Nefer». Sobek cogió el taparrabos.

—Supongo que no habrá ningún testigo…

—Ninguno, jefe. A primeras horas de la mañana este lugar está desierto.

Clara examinó la prenda.

—Sí, en efecto, pertenecía a Nefer. Tenía dos taparrabos nuevos de recambio, y acabo de comprobarlo: falta uno.

—Caso cerrado —concluyó Kenhir—: el tal Libu asesinó al maestro de obras. Cuando supo que el jefe Sobek iba a interrogar a los auxiliares decidió emprender la huida. Pero el destino no ha permitido que quedara impune y la muerte lo ha alcanzado antes de que pudiera aprovecharse de su fechoría.

—Ése será, pues, vuestro informe —dijo Sobek.

—Nuestro informe —rectificó el escriba de la Tumba.

—Yo no voy a firmarlo.

—¿Por qué? —preguntó Clara.

—Porque no creo en la muerte natural de ese lavandero.

—El taparrabos… ¿No es una prueba suficiente de su culpabilidad? —insistió Kenhir.

—Alguien intenta engañarnos.

—En ese caso, firma el informe —recomendó Clara—. El monstruo que se oculta tras este nuevo crimen quedará convencido de que nos ha embaucado.