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Ni Méhy ni Serketa prestaron la menor atención a los esplendores de Pi-Ramsés, la capital creada por Ramsés el Grande en el Delta, cerca del corredor de invasión del nordeste. De ese modo, el faraón intervenía con rapidez a la menor alarma. «La ciudad de turquesa», dotada de un puerto que permitía el atraque de embarcaciones de carga, estaba cruzada por canales flanqueados de vergeles, huertos y lujosas villas. A pesar de la buena vida que en ella se llevaba, la ciudad albergaba, sin embargo, una excelente guarnición y un arsenal del que salían las armas destinadas a equipar a las tropas de élite encargadas de vigilar la frontera.

El general y su esposa fueron llevados al palacio, en cuyos muros se leían los nombres de Ramsés, inscritos en óvalos que simbolizaban el universo que recorría, ya para siempre, el alma real.

El canciller Bay los recibió inmediatamente en su despacho, cuyos armarios para papiros crujían bajo el peso de los documentos. Pequeño, canijo, nervioso, con unos ojos negros muy vivos y el mentón adornado por una barbita, el canciller era un hombre en la sombra que mantenía con firmeza las riendas de la administración, al servicio de la reina Tausert, a la que admiraba, y del joven faraón Siptah, a quien había hecho subir al trono para acabar con las querellas y las intrigas.

—Me satisface volver a veros, general… Y estoy muy contento también de poder saludar a vuestra encantadora esposa. Espero que el viaje no haya sido muy fatigoso.

—En absoluto.

—Mejor así, mejor así… Os alojaréis en un apartamento de palacio y he dado órdenes para que vuestra estancia en la capital sea lo más agradable posible. Supongo que vuestra esposa deseará refrescarse y descansar.

Aparecieron dos sirvientas y Serketa, muy afectada, fue invitada a seguirlas.

Cuando la puerta del despacho se cerró, la forzada amabilidad del canciller desapareció. Méhy se encontró ante un jefe de gobierno inquisitivo y severo.

—¿Qué ocurre exactamente en Tebas, general?

—La situación es por completo normal, tranquilizaos; ya puedo anunciaros cosechas fabulosas y excelentes recaudaciones fiscales.

—Nadie duda de vuestras cualidades como administrador, mi querido Méhy, ¿pero qué se puede pensar del asesinato de Nefer el Silencioso?

—Ese drama espantoso me trastornó. El escriba de la Tumba y yo mismo uniremos nuestros esfuerzos para desenmascarar al culpable.

—Me satisface saberlo… ¿Pero tenéis alguna pista?

—Sólo Kenhir puede llevar a cabo la investigación en el interior de la aldea, canciller. Si necesita mi intervención en el exterior, le proporcionaré tantos hombres como necesite.

—Tengo la impresión de que tenéis sospechas concretas, general.

—Concretas, no… pero estoy convencido de que el criminal es uno de los auxiliares.

Bay consultó un papiro.

—Eso es lo que Kenhir me ha escrito, en efecto, y no está lejos de compartir vuestra opinión.

Méhy se sentía humillado. El escriba había enviado un mensaje al canciller, en una embarcación especial, manteniendo su comunicación directa con el poder central y sin avisar al general.

—Kenhir me asegura que la cofradía seguirá trabajando con el mismo vigor y que el faraón puede contar con ella para asumir la totalidad de sus deberes.

—Según esta carta —añadió el canciller—, un espectro parece haber turbado la serenidad de la aldea, pero el valor de Paneb, el nuevo jefe del equipo de la derecha, puso en fuga esa fuerza de las tinieblas y restableció la tranquilidad. Ahora Nefer descansa en paz, y los artesanos se preparan para crear los monumentos indispensables para que el rey pueda brillar en todo su esplendor.

—Todo el país se alegrará de ello —afirmó Méhy con convicción.

—Pero también es necesario que el asesino sea castigado y la cofradía se tranquilice en lo referente a su seguridad exterior.

—Ésta es una de mis misiones, canciller, y pretendo cumplirla.

—Entendámonos, general: vos y yo ya conseguimos evitar una guerra civil y ahora debemos confortar la autoridad del faraón Siptah y la de la reina Tausert.

—¿Insinuáis… que corren peligro?

—No os hagáis el ingenuo, Méhy. Siptah está dotado de una inteligencia excepcional, pero carece de cualquier experiencia de gobierno y su salud es frágil; sin el apoyo de Tausert sería incapaz de soportar el peso de su función. La propia reina debe contar con temibles adversarios… Una parte de la corte no le perdona que sea una mujer, y la otra, que sea la viuda de Seti II.

—Su Majestad posee una personalidad fascinante que ha impresionado mucho a los tebanos… A mi entender, también ella tiene la talla de un faraón.

—Sin duda, pero la casta militar de Pi-Ramsés desea ver a la cabeza de Egipto a un hombre fuerte, capaz de resistir una eventual invasión, de declarar incluso una guerra preventiva.

—Y ese hombre fuerte… ¿se ha manifestado ya?

—Se llama Set-Nakht. Un dignatario de cierta edad, pero que conoce perfectamente la Sirio-Palestina y a quien escuchan las tropas de élite.

—¿Hasta el punto… de tomar el poder por la fuerza?

—Todavía no, general, todavía no… Pero por desgracia no podemos excluir esa eventualidad. Espero que Set-Nakht sea un legalista y que no se atreva a lanzarse a una aventura destructora. Ser demasiado optimistas sería un grave error, ¿no creéis?

Méhy se tomó un momento de reflexión.

El canciller Bay no destilaba informaciones tan importantes por casualidad y, por lo tanto, no le había convocado en Pi-Ramsés sólo para hablarle de la situación económica de Tebas y de la desaparición de Nefer el Silencioso.

Frente a aquel temible estratega, el general se veía obligado a correr ciertos riesgos.

—Vuestra confianza y vuestras confidencias me honran, ¿pero qué esperáis de mí?

—Excelente pregunta, Méhy… Mis palabras, en efecto, podrían ser calificadas de secretos de Estado. Unos secretos de los que os he hecho depositario y que os convierten en uno de los dignatarios mejor informados de este país. Lo que espero de vos es una colaboración sin segundas intenciones. Naturalmente, se os podría ocurrir jurar fidelidad a Set-Nakht, con la esperanza de convertiros en su primer ministro.

—Canciller, os aseguro que…

—Conozco muy bien la naturaleza humana, general, y prefiero prevenir que curar. Si intentarais traicionar al faraón legítimo, sería implacable.

Méhy y Serketa estaban entre los invitados a un fastuoso banquete que la reina Tausert honraba con su presencia. La juzgaron más hermosa y peligrosa que nunca, y Serketa se sintió celosa de su presencia. Por el fulgor que turbó su mirada, Méhy comprendió que sentía deseos de asesinarla.

—Tranquilízate, amor mío —le murmuró al oído—; en su territorio, la reina está fuera de alcance.

Serketa sonrió a un anciano dignatario que no había pronunciado una sola palabra desde el inicio del banquete.

—¿Nacisteis aquí? —le preguntó ella para intentar complacerlo.

—Tuve esta suerte, hermosa dama, y he hecho una carrera perfecta sin cometer la menor falta. Y he tenido el privilegio de servir a verdaderos jefes.

—¿No será uno de ellos el rey Siptah? —se extrañó Méhy.

—Todos respetamos al faraón legítimo, claro está, pero tememos su juventud y su inexperiencia. Deseemos que el tiempo sea su aliado y que aprenda a gobernar.

—¿Nunca asiste a festividades de este tipo? —susurró Serketa.

—Nunca. Pasa la mayor parte del día en el templo, estudiando los escritos de los antiguos tras haber celebrado el ritual del alba. Semejante fervor es loable, pero corre el riesgo de no ser adecuado a la situación actual.

—Soy una tebana y no conozco la corte de Pi-Ramsés… —recordó Serketa, haciendo arrumacos, como una niña—. ¿No intentáis hacernos comprender que la reina Tausert es la verdadera dueña del país?

—Nadie lo duda.

—Pero vos no parecéis estar muy convencido de ello… —observó Méhy.

Con el reverso de la mano, el dignatario rechazó a una joven sierva que le ofrecía pato asado.

—No seáis demasiado curioso, general, y limitaos a lo que poseéis. Tebas es una ciudad agradable, la gobernáis con mano de hierro, y vuestros resultados son apreciados en su justo valor. Desear algo más os llevaría por caminos peligrosos en los que no encontraríais aliado alguno.

—¿Acaso ignoráis que el canciller Bay me honra con su confianza?

—No ignoro nada de lo que ocurre en esta ciudad, y os aconsejo que os marchéis lo antes posible.

Méhy, ofendido, reaccionó.

—¿Quién sois vos para atreveros a hablarme en ese tono?

El anciano dignatario se levantó y la pareja advirtió que su corpulencia era sorprendente para un hombre de su edad.

—Tengo numerosas obligaciones y no suelo frecuentar los banquetes oficiales, pero éste me ha dado la posibilidad de conoceros. Antes de regresar a mi morada, quería advertiros que Set-Nakht no os necesita y que el primer deber de un general consiste en obedecer a su rey.