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El general Méhy había tenido que enunciar su nombre y sus títulos en cada uno de los cinco fortines dispuestos en el camino que llevaba a la entrada principal de la aldea. Los policías nubios no bromeaban con la disciplina impuesta por el jefe Sobek, y cualquier visitante, fuera cual fuese su rango, debía respetar el reglamento.

Sobek en persona había acogido a Méhy en el quinto fortín.

Incorruptible, el sólido nubio estaba obsesionado desde hacía veinte años por un enigma: ¿quién había matado a uno de sus hombres en una de las colinas que dominaban el Valle de los Reyes? Ya hacía mucho tiempo de aquello, las investigaciones se habían interrumpido y el asesinato de Nefer el Silencioso parecía relegar aquel crimen a un segundo plano, pero Sobek seguía convencido de que se conspiraba desde hacía mucho contra la cofradía y de que aquellos dos casos estaban relacionados.

Al nubio no le gustaba Méhy. Lo consideraba un arribista, pretencioso y muy pagado de sí mismo, pero no tenía razón alguna para negarle el acceso a la zona de los auxiliares, donde «los hombres del exterior» trabajaban para el bienestar de la cofradía bajo la dirección de Beken el alfarero.

—¿Algún problema, Sobek? —preguntó Méhy con altivez.

—En lo que me concierne, ninguno.

—No dudes en avisarme si surge cualquier cosa. Deseo que mi gestión sea excelente.

—Los auxiliares reciben buenos salarios, aprecian sus condiciones de trabajo, y al parecer, a la aldea no le falta de nada.

—Haz que le comuniquen al escriba de la Tumba que deseo verlo urgentemente.

Mientras el policía llevaba a cabo su tarea, Méhy contempló los talleres de los auxiliares que, al caer la tarde, regresaban a sus moradas, en el lindero de las tierras cultivadas. El trabajo estaba rigurosamente organizado, de modo que se evitara a los artesanos el máximo de tareas y se les permitiera concentrarse en su razón de ser: hacer que en sus obras brillara la Piedra de Luz y encarnar los misterios de la Morada del Oro.

Muy pronto, aquel dominio pertenecería al general y él sería el único que daría órdenes.

Kenhir se dirigía hacia el visitante, caminando con pasos vacilantes. Ante Méhy, el viejo escriba se apoyó en su bastón.

—¿Cómo estáis, Kenhir?

—Mal, muy mal… El peso de los años me abruma cada día más.

—¿No deberíais pensar en una merecidísima jubilación?

—Me quedan demasiadas cosas por hacer, sobre todo después del drama que nos afecta.

—Estoy aquí precisamente a causa del asesinato de Nefer. El rey me ha convocado en la capital y desea conocer los resultados de mi investigación… ¡Pero vos sois el único que está autorizado a investigar en la aldea!

—En efecto, general.

—¿Habéis identificado al culpable?

—Por desgracia, no.

—¿Tenéis sospechas?

Kenhir pareció molesto.

—Os diré la verdad, general, a condición de que me prometáis guardar silencio.

Méhy se puso tenso.

¿Habría el viejo escriba desenmascarado al traidor?

—Me exigís mucho, Kenhir… No puedo ocultarle nada a Su Majestad.

—El rey Siptah es un adolescente que vive en Pi-Ramsés, muy lejos del Lugar de Verdad que vos y yo tenemos el deber de proteger. Redactaré un detallado informe sobre la investigación en curso para el rey, y vos lo tranquilizaréis indicando que la cofradía seguirá actuando como si nada hubiera pasado.

Los músculos del general se contrajeron, y sintió picor en la pierna izquierda.

Así pues, la desaparición de Nefer no había conseguido doblegar a los artesanos.

—De acuerdo, Kenhir. Os prometo que guardaré silencio.

—Estamos casi seguros de que el culpable es uno de los miembros de la cofradía.

—¿Significaría eso… que hay un traidor entre vosotros?

—Eso me temo —deploró el anciano con voz fatigada.

—Me cuesta creerlo… Mi hipótesis me parece mucho más plausible.

—¿Y cuál es? —preguntó Kenhir, intrigado.

—A mi entender, el asesino del maestro de obras no puede ser más que un auxiliar.

—Un auxiliar… ¡Pero si tienen prohibido el acceso a la aldea!

—El culpable habrá conseguido introducirse en ella sin ser descubierto por el guardián, sin duda con la intención de robar objetos valiosos en casa de Nefer. Éste lo sorprendió y el ladrón lo mató.

—Un auxiliar… —susurró el escriba de la Tumba con un brillo de esperanza en la mirada, cuya vivacidad seguía intacta.

—Os aconsejo que los interroguéis. Si no obtenéis resultados, yo mismo los abordaré en su casa, fuera del territorio del Lugar de Verdad, y mis especialistas los harán hablar. Si el asesino es uno de ellos, confesará.

—Propondré vuestra estrategia al tribunal.

—Diré, pues, al rey que unimos nuestros esfuerzos para descubrir la verdad.

—Sobre todo decidle que esperamos sus directrices para la construcción de su morada de eternidad y de su templo de millones de años.

—En cuanto regrese, volveremos a vernos para puntualizar las cosas; espero que hayáis podido confundir al asesino.

—También yo lo espero, general.

Méhy, consiguiendo contener su rabia, volvió a subir al carro sin haber planteado la pregunta esencial: ¿quién había sucedido a Nefer el Silencioso, si no Paneb el Ardiente? Sólo el coloso había podido salvar la cofradía de la desbandada. El traidor no tardaría en confirmárselo y Serketa tuvo razón al esbozar un plan para librarse de aquel importuno.

—¿Un auxiliar? —se extrañó el jefe Sobek tras haber escuchado atentamente al escriba de la Tumba.

—¿Por qué no?

—El guardia lo habría visto penetrar en la aldea.

—El mejor de los guardianes no puede permanecer atento a cada segundo… y el asesino habría encontrado la manera de escalar el muro sin que advirtieran su presencia.

—En el interior habría sido descubierto en seguida —objetó Sobek.

—Habría tomado mayores precauciones.

—¿Y un auxiliar puede haber sido lo bastante loco para matar al maestro de obras…?

—Actuó impulsado por el miedo.

—Me gustaría que Méhy tuviese razón —anunció el policía—, y que todos los artesanos fueran inocentes, pero esa hipótesis no me convence demasiado.

—Interroga a los auxiliares, Sobek, compara sus testimonios e intenta descubrir algún indicio.

—Contad conmigo.

Mientras el viejo escriba regresaba a la aldea, el nubio se hacía una pregunta: ¿por qué el general Méhy, sabiendo que forzosamente iban a confiarle la investigación, no le había comunicado sus sospechas?

Paneb había terminado una mesa de ofrendas de alabastro que depositaría en la capilla de la tumba de Nefer el Silencioso, al pie de la puerta de piedra, cubierta de jeroglíficos, que daba acceso al otro mundo. En el interior de la forma rectangular había esculpido una pata y unas costillas de buey, un pato, algunas cebollas, pepinos, coles, higos, uva, dátiles, granadas, pasteles, panes, jarras de leche, de vino y de agua.

Mágicamente animada por la mujer sabia, aquella mesa de ofrendas funcionaría por sí sola, al margen de cualquier presencia humana, proporcionando al ka de Nefer las esencias sutiles de los alimentos encarnados en el alabastro. Así, incluso cuando los íntimos del maestro de obras hubieran desaparecido, la piedra viviente seguiría alimentándolo.

Pero el hijo espiritual del maestro de obras asesinado no se limitaba a ese homenaje rendido a todos los difuntos; él, el pintor, se aventuraría a nuevas técnicas que aplicaba tras haber examinado con atención el trabajo de los escultores. Como en sus precedentes exploraciones por el mundo de la materia, Paneb comprobaba que la mano era espíritu.

Ardiente, guiado por los consejos de la mujer sabia, había decidido moldear una estatua de Nefer dotada de unos ojos excepcionales, correspondientes a la realidad anatómica que la medicina egipcia había descifrado al describir las distintas partes del ojo: una córnea de cristal de roca para poner de relieve la agudeza de la mirada, una esclerótica de carbonato de magnesio que contenía óxidos de hierro que traducían la presencia de las vénulas, la pupila perforada en el cristal de roca y el iris materializado por medio de resina parda, al tiempo que imprimía las disimetrías necesarias entre pupila y córnea.[1]

Nacía el alba cuando Clara entró en el taller donde el miniaturista acababa de dejar sus herramientas. Un rayo de sol iluminaba la estatua, cuya mirada contemplaba la eternidad.

La esposa del difunto no pudo contener las lágrimas.

Gracias al genio de su hijo espiritual, Nefer estaba vivo, fuera del alcance de la decrepitud y la muerte. Erguido, con el pie derecho adelantado y los brazos pegados al cuerpo, marchaba por los hermosos caminos del Occidente y seguía guiando a la cofradía hacia el Oriente.

Clara estuvo a punto de arrodillarse ante la estatua, pero Paneb la detuvo.

—Su ka subsistirá en la tierra —le dijo—, pero vive en ti, y tú eres la depositaría de su sabiduría. Tú eres la soberana del Lugar de Verdad, no nos abandones.