Los canteros llenaban de nuevo el pozo funerario de la tumba de Nefer el Silencioso.
—No cabe duda de que Paneb ha muerto —afirmó Karo el Huraño, un mocetón achaparrado de espesas cejas, nariz partida y brazos cortos y poderosos.
—Te equivocas —repuso su colega Casa la Cuerda, plantado sobre sus enormes pantorrillas—. Está tumbado en la capilla, y estoy seguro de que la mujer sabia lo devolverá a la vida.
—Cuando se ha acabado, se ha acabado —sentenció Fened la Nariz, que no se había engordado mucho desde su divorcio.
—Yo lo he sacado del pozo —recordó Nakht el Poderoso, que era casi tan fuerte como Paneb—, y todavía respiraba.
Elegante, con el pelo y el bigote muy cuidados, el pintor Ched el Salvador, que no participaba en ninguna tarea pesada, miró a sus colegas con desengaño.
Userhat el León, el escultor jefe de imponente pecho, se aseguró de que hubiera concluido el cegado. Renupe el Jovial, de gran vientre y cabeza de genio malicioso, se disponía a fijar las losas de la cubierta, ayudado por Ipuy el Examinador.
—¡El orfebre sale de la capilla! —exclamó Renupe.
Thuty el Sabio, tan frágil que parecía que iba a quebrarse, corría hacia sus compañeros del equipo de la derecha.
—¡Paneb está vivo!
—¿Cómo vivo? —preguntó Fened—. ¿Cómo una piedra, una legumbre o un hombre?
—No se sabe aún.
—¡Vayamos a ver!
Canteros y escultores se dirigieron hacia la capilla, cuya entrada custodiaban tres artesanos: Pai el Pedazo de Pan, de hinchadas mejillas, cuya alegría habitual había desaparecido; Gau el Preciso, un hombre más bien feo a causa de una nariz demasiado larga y corpulento aunque algo fofo, y Unesh el Chacal, cuyo físico recordaba el de un depredador.
El carpintero del equipo de la derecha, Didia el Generoso, un mocetón de lentos gestos, ayudaba a Hay, el taciturno jefe del equipo de la izquierda, a mantener erguido el busto de Paneb para que Clara pudiese auscultarlo.
Userhat el León empujó a Unesh y a Pai.
—¿Habla o no?
—Cállate de una vez —recomendó Gau—; la mujer sabia está escuchando la voz de su corazón.
Paneb parecía una estatua; tenía los ojos abiertos, pero estaba completamente inerte, y su piel estaba roja como si acabaran de escaldarlo.
Afortunadamente, no había perdido el ojo ni el corazón; y Clara frotaba ambos amuletos entre sus pulgares para devolverles el movimiento.
La mujer sabia no había pronunciado ni una sola palabra y en su mirada no se advertía ningún destello de optimismo. Sin embargo, había magnetizado ya la nuca y los riñones del coloso sin conseguir que circulase la energía.
De pronto, un enorme gato manchado de blanco, negro y rojo saltó sobre el regazo de Ardiente; más parecido a un lince que a un animal doméstico, se hizo una bola y ronroneó.
De inmediato, los ojos de Paneb parpadearon y Clara lanzó un suspiro de alivio. El felino, encarnando la victoria del sol sobre las tinieblas, había absorbido los últimos fluidos perniciosos proyectados por el espectro en la carne del pintor.
Finalmente el coloso despertó.
—La sombra… Los muros… Los muros están ahogándome… ¿Dónde están?
—Sólo era una ilusión —dijo Clara con dulzura—, y ahora estás de nuevo entre nosotros.
—¡Ya sabía yo que era indestructible! —exclamó Renupe el Jovial—. ¿Acaso no afirman que una parte del ka de Ramsés el Grande pasó al de Paneb? Gracias a esta energía, salvó a la cofradía. ¡Gloria a Paneb!
El escultor contagió su entusiasmo a los presentes y el hombre milagrosamente salvado se levantó entre las aclamaciones de sus cofrades.
—Dejadme pasar —ordenó la voz chirriante y autoritaria de Kenhir, el escriba de la Tumba, que tenía setenta y siete años.
Kenhir, representante del poder central en el Lugar de Verdad, había renunciado a una brillante carrera en Karnak para consagrarse a esa aldea y a sus habitantes, cuyos innumerables defectos no dejaba de criticar, pero a los que quería más que a cualquier otra cosa en el mundo, hasta el punto de que la administración tuvo que renunciar a jubilarlo.
Corpulento y patoso, Kenhir ya sólo se desplazaba con un bastón, salvo cuando tenía prisa por llegar a buen puerto y olvidaba adoptar el aspecto de un vejestorio achacoso y dolorido. Era el encargado de llevar el Diario de la Tumba, en el que consignaba los grandes y pequeños acontecimientos de la vida comunitaria, y para los artesanos era como un verdadero capataz que no toleraba ni un minuto de descanso. Contemplaba sin benevolencia cualquier motivo de ausencia en el trabajo y, en caso de enfermedad, recurría a la mujer sabia para saber si el artesano estaba realmente enfermo y era incapaz de cumplir con su función.
También formaba parte de su trabajo velar por el buen estado de las herramientas, que eran propiedad del faraón, y distribuirlas, recuperarlas y hacer que fuesen reparadas. Sin embargo, cada miembro de la cofradía estaba autorizado a fabricar sus propias herramientas para su uso personal, y se podía contar con Kenhir para evitar cualquier confusión.
—Se dice que la sombra ha matado a Paneb —aseguró con voz inquieta.
El escriba ayudante Imuni, un hombrecillo con cara de ratón, estaba listo para tomar nota.
—Pues ha sucedido todo lo contrario —declaró el coloso.
Kenhir examinó a Paneb durante largo rato.
—En efecto, tienes aspecto de estar muy vivo.
—¡Paneb ha salvado a la cofradía! —afirmó Nakht el Poderoso—. Si la sombra hubiera seguido aterrorizándonos, varias familias habrían abandonado la aldea.
—Ha arriesgado su vida por nosotros —advirtió Fened la Nariz—. Este acto, no sólo lo exime de cualquier acusación sino que, además, lo designa como nuestro único patrón.
El escriba de la Tumba consultó con la mirada a la mujer sabia y a Hay, el jefe del equipo de la derecha. Con un ademán, ambos le dieron su aprobación.
El traidor estaba aterrado.
Al ver aparecer a Encantador, ya había hecho un ademán de retroceso, pues aquel gato monstruoso le había arañado mientras estaba buscando la Piedra de Luz, que estaba tan bien escondida que aún no había conseguido descubrir su emplazamiento.
Y ahora, tras su victoria sobre la sombra roja, Paneb se convertía en el héroe de la cofradía, que iba a reconocerlo como maestro de obras.
Pero lo esencial seguía siendo la desaparición de Nefer el Silencioso, querido por todos y cuya autoridad nadie discutía. Al colocar al revés el disco de luz bajo la cabeza de la momia, el traidor había intentado matar por segunda vez a Nefer; y aunque la intervención de su hijo espiritual hubiese aniquilado al espectro, Silencioso no volvería.
El tribunal de la aldea tal vez no cediera al momentáneo entusiasmo en favor de Paneb el Ardiente y, tras una madura reflexión, sin duda rechazaría su candidatura. En cualquier caso, si lo elegían, cometerían un gravísimo error, pues Paneb resultaría un maestro de obras execrable; dividiría a los artesanos y crearía múltiples conflictos en el interior de la aldea. El traidor tendría que saber aprovechar el desorden.
Era él, y nadie más, quien debería haber dirigido el Lugar de Verdad desde hacía mucho tiempo; y puesto que no habían reconocido su valor, su venganza era legítima.
Gracias al general Méhy y a su esposa, que habían acumulado para él riquezas en el exterior, a cambio de las informaciones que les procuraba, el traidor ya era un hombre rico. Sólo le quedaba apoderarse de la Piedra de Luz y negociar con ella.
—Gracias a Paneb —advirtió Clara—, Nefer por fin descansa en paz. La luz brilla bajo su cabeza, su cuerpo de resurrección acoge la potencia secreta del sol y su nombre de Nefer-hotep se ha consumado. Se ha convertido en uno de los ancestros benefactores de nuestra cofradía, un espíritu radiante al que veneraremos todas las mañanas en cada una de nuestras moradas. Para él, las pruebas han terminado; y en su honor y para prolongar sus enseñanzas seguiremos luchando para que viva el Lugar de Verdad.
Todos sintieron que la tristeza nunca más abandonaría los ojos de Clara; pero la mujer sabia estaba de nuevo activa, superaba su desesperación para preocuparse por la pequeña comunidad. Gracias a su magia, ningún obstáculo sería insuperable.
—Tengo un mal resfriado —se quejó Fened la Nariz—; ¿quieres cuidarme?
—Mi gabinete de consulta vuelve a estar abierto —declaró Clara, esbozando una hermosa sonrisa.
—Yo tengo en el pie una herida que no cura —dijo Casa la Cuerda—, y es mucho más grave que el resfriado de Fened.
Clara examinó al paciente.
—Es un mal que conozco y que curaré.
Thuty el Sabio se dirigió a Paneb.
—¿Cuáles son tus intenciones?
—Me convierto en servidor del ka de Nefer el Silencioso, mi padre espiritual, y prohíbo a todo el mundo que se acerque a su tumba. Yo y sólo yo aportaré las ofrendas y cuidaré su morada de eternidad.
—Como quieras —asintió Unesh el Chacal—; ¿pero deseas suceder a Nefer en todas sus funciones?
—Ser jefe del equipo de la derecha me basta y me sobra. Ahora, alejaos; deseo quedarme solo con la mujer sabia para venerar la memoria de este ser irremplazable al que queremos.
Nadie protestó y se organizó una procesión.
—Paneb será un excelente maestro de obras —le sugirió el traidor al escriba de la Tumba.
—Eso debe decidirlo el tribunal —respondió Kenhir.
Cuando éste apenas había cruzado el umbral de su morada, su joven esposa, Niut la Vigorosa, con la que había pactado un matrimonio de conveniencia, se le lanzó al cuello.
—El general Méhy está en la entrada principal de la aldea y desea veros urgentemente.