1

El Lugar de Verdad, la aldea secreta de los artesanos encargados de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes, estaba sumido en la angustia. Desde el asesinato del maestro de obras Nefer el Silencioso, hombres, mujeres, niños e incluso animales domésticos, como el perro Negrote o Bestia Fea, la oca guardiana, temían la puesta de sol.

En cuanto se hundía en la montaña para emprender su viaje nocturno por el corazón del mundo subterráneo, todos los aldeanos se acurrucaban en sus pequeñas casas blancas. Muy pronto, una sombra maléfica saldría del sepulcro de Nefer en busca de una presa.

Una adolescente había escapado por los pelos, pero nadie se atrevía a importunar a Clara, la mujer sabia, que se encontraba sumida en el luto y la desesperación como consecuencia de la muerte de su marido. Nefer y ella habían sido iniciados juntos en los misterios de la Gran y noble tumba de millones de años al Occidente de Tebas, según la denominación oficial de la cofradía, y se habían convertido en el padre y la madre de la pequeña comunidad que agrupaba a unos treinta artesanos, «los que habían oído la llamada» y sus familias.

—¡Esto no puede seguir así! —exclamó Paneb el Ardiente, un coloso de ojos negros cuya cólera dejó petrificada a Uabet la Pura, su bella y frágil esposa—. Nos escondemos como si fuéramos ratas y hemos perdido la alegría de vivir.

—Tal vez el espectro acabe marchándose —aventuró Uabet, asegurándose de que Selena, su hijita de dos años, dormía apaciblemente en su cama.

Aperti, su insoportable hijo de quince años, dibujaba caricaturas sobre un fragmento de calcáreo, para intentar olvidar el miedo.

—Sólo la mujer sabia podría apaciguar el alma de su esposo difunto —consideró Paneb—, pero ya no tiene fuerzas para ello… ¡Acabarán acusándome de nuevo, ya lo verás!

Paneb, hijo adoptivo de Nefer el Silencioso y de Clara, la mujer sabia, los dos seres a quienes veneraba, había sido elegido como jefe del equipo de la derecha, en el simbólico barco que permitía a la cofradía de los servidores del Lugar de Verdad navegar hacia el conocimiento y la realización de la Gran Obra. Y el peor de los seres, un traidor y un asesino que se ocultaba en el seno de la comunidad, había intentado hacer pasar a Paneb por el asesino de su padre espiritual.

El coloso, absuelto por la propia mujer sabia, sentía sin embargo que unas miradas suspicaces se clavaban en él.

—Debo resolver este asunto yo mismo —decidió Paneb.

Uabet la Pura se arrojó en sus brazos.

—No corras semejante riesgo —suplicó—; ¡la sombra de Nefer es especialmente peligrosa!

—¿Por qué voy a temerla? Un padre no le hace daño a su hijo.

—Ahora ya sólo es un fantasma ávido de venganza… Se introduce en los cuerpos por un canal cualquiera e impide que la sangre circule. ¡Nadie, ni siquiera tú, es capaz de vencerlo!

Paneb tenía cuarenta y un años, nunca antes había sido tan poderoso y no había encontrado aún adversario de su talla.

—Me niego a comportarme como un prisionero en mi propia aldea. Debemos seguir circulando libremente, tanto de noche como de día.

—Tienes dos hijos, Paneb, y una hermosa casa de jefe de equipo. No libres un combate que está perdido de antemano.

El coloso tomó a su esposa de la mano y la llevó hacia la segunda estancia de su morada, que Uabet había conseguido dejar reluciente, persiguiendo, sin cesar, hasta la última mota de polvo.

—Contempla esta estela que yo mismo esculpí y que empotré en este muro. Representa el espíritu luminoso de Nefer, su alma inmortal que viaja en la barca del sol y vierte sobre nosotros sus beneficios. El maestro de obras hizo vivir esta cofradía, no puede darle muerte ahora.

—Pero el espectro…

—El nombre secreto de mi padre es Nefer-hotep. Hotep significa «el poniente, la paz, la plenitud»… Esta sombra se manifiesta porque uno de los ritos funerarios no se llevó a cabo correctamente. Estábamos todos tan conmovidos por su asesinato que debimos de cometer un grave error. Y el alma de Nefer se manifiesta así para reclamar la paz a la que aspira.

—¿Y si se tratara de un espectro ávido de sangre?

—Imposible.

Paneb comprobó que llevaba los dos amuletos indispensables para lanzarse a tan peligrosa aventura: un ojo y un escarabeo. El ojo, de esteatita, era un regalo de Ched el Salvador, el maestro que le había revelado los secretos del dibujo y la pintura. El precioso talismán había sido animado por la potencia celeste y la mujer sabia; gracias a él, la mirada de Ardiente discernía aspectos de la realidad que escapaban a los demás hombres. En cuanto al escarabeo, tallado en la Piedra de Luz, el principal tesoro del Lugar de Verdad, encarnaba el corazón justo, el órgano de percepción de lo invisible y de las eternas leyes de armonía.

—¿Es visible mi nombre?

Uabet comprobó que las palabras «Paneb el Ardiente», escritas en tinta roja sobre el hombro derecho del coloso, estaban correctamente trazadas.

—Por última vez —imploró la muchacha—, te suplico que renuncies.

—Quiero probar definitivamente mi inocencia y la de Nefer.

Se había levantado un extraño viento que penetraba en las moradas bien protegidas, no obstante, y su lúgubre voz parecía proferir amenazas.

Aperti, asustado, intentaba ocultarse en un cesto para la ropa; pero su corpulencia, que lo convertía en el más fortachón de los adolescentes de la aldea, sólo le permitió ocultar el busto.

Paneb lo asió por las caderas y lo puso bruscamente de pie.

—¡Eres grotesco, Aperti! Toma ejemplo de tu hermana, que duerme tranquilamente.

En ese momento, Selena rompió a llorar. Su madre la calmó, acunándola.

—Volveré —prometió Paneb.

Era una noche de luna nueva, oscura, y el silencio reinaba en el Lugar de Verdad. Protegida tras los altos muros, la aldea parecía adormecida. Pero al pasar por la calle principal, orientada de norte a sur, Paneb oyó fragmentos de conversaciones, murmullos y lamentos. La cofradía, situada a quinientos metros de los límites de las crecidas más fuertes, ocupaba todo el espacio de un valle desértico, un antiguo lecho de torrente flanqueado por colinas que tapaban la vista.

Aislado del valle del Nilo, a igual distancia del templo de millones de años de Ramsés el Grande y de la colina de Djmé, donde descansaban los dioses primordiales, el Lugar de Verdad vivía aparte del mundo profano; disponía de su propio templo, de capillas, oratorios, talleres, cisternas, silos, una escuela y dos necrópolis donde eran enterrados los artesanos y sus íntimos.

Paneb se detuvo.

Le había parecido ver a alguien deslizándose por una calleja secundaria.

Insensible al miedo, observó las moradas de eternidad de la necrópolis del oeste, la mayoría de ellas coronadas por pequeñas pirámides puntiagudas de calcáreo blanco. Cuando Ra estaba visible en el cielo, brillaban con una luz a veces cegadora. Estelas de vivos colores, jardincillos plantados de flores y arbustos, acogedoras capillas de fachadas blancas quitaban cualquier carácter funerario al apacible paraje en el que los antepasados de la cofradía velaban por sus sucesores.

Pero aquella noche, en el sendero que llevaba a la tumba de Nefer el Silencioso, Paneb percibió una presencia hostil.

¿Y si se tratara del traidor, que intentaba atraerlo hacia una emboscada para deshacerse de él? El coloso se alegró ante aquella idea; ¡qué placer le daría destrozar el cráneo del perjuro!

La morada postrera de Nefer el Silencioso era tan vasta como espléndida. Ante la entrada de la capilla accesible a los vivos, Clara había plantado una persea que crecía con extraordinaria rapidez, como si el árbol tuviera prisa por extender su bienhechora sombra sobre el patio al aire libre donde se celebrarían los banquetes en honor del difunto.

Paneb franqueó el pilono, que parecía el de un templo, y se detuvo de nuevo, en medio de aquel patio. La presencia hostil se aproximaba. ¿Pero de dónde podría surgir el espectro, sino de la hendidura practicada en la pared de la capilla para dejar a la estatua viva de Nefer la posibilidad de contemplar el mundo terrestre?

El coloso se aproximó a ella lentamente, como si descubriera un lugar que, sin embargo, conocía mejor que nadie, puesto que él mismo lo había decorado por completo: la morada de eternidad de su padre espiritual.

Si se hubiera precipitado, como solía hacer, Paneb no habría visto la sombra rojiza que brotaba del pozo funerario, que había sido cegado con piedras. El espectro intentó estrangular a Ardiente, que se soltó justo a tiempo e intentó golpearle en la cara.

Pero su puño se perdió en el vacío.

La sombra roja, ondulando como una serpiente, buscaba un ángulo de ataque. Paneb corrió hacia la capilla, donde una antorcha se consumía lentamente. La avivó y, luego, se dirigió hacia su enemigo.

—¡Apuesto a que no te gusta la luz!

El rostro de la sombra roja no era el de Nefer. Hacía muecas sin cesar, como presa de atroces sufrimientos.

Apenas el fuego lo hubo rozado, el espectro desapareció en el pozo.

—¡No te ocultarás ahí dentro, muchacho!

El coloso sacó dos losas, entre las que fijó la antorcha, y comenzó a vaciar el pozo, piedra a piedra, decidido a llegar al cubil de la sombra maléfica.