Conclusiones

EL FASCISMO Y LA FORMACIÓN DE LA CULTURA POLÍTICA DEL FRANQUISMO

I

En febrero de 1936, solo dos años después de su fundación, el partido fascista español, FE de las JONS, sufrió dos derrotas electorales simultáneas. Por un lado, no había sido admitido en las candidaturas de la derecha; por otro, los resultados obtenidos por sus propios candidatos fueron ridículos, algo que trató de compensar José Antonio, expresándolo como un oportunista motivo de orgullo, y diciendo que solo había votado aquella escasa franja de militantes con edad suficiente para tener ese derecho. Falange podía pasar, como producto de tan severa circunstancia, de la condición marginal en la que se había desarrollado hasta entonces a la de la pura insignificancia política. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos había de invertir los peores presagios que podían hacerse los dirigentes del partido. La debacle del conjunto de la derecha dio paso a una inmensa incertidumbre política, que en buena medida procedía de las mismas expectativas de victoria abrumadora y, en especial, del escenario que se había planteado en la campaña electoral. Se trataba de un enfrentamiento entre la continuidad y la disgregación de la patria, entre España y la Antiespaña, entre el orden social y la revolución marxista, que ya había cancelado, fuera cual fuera el resultado de la campaña electoral, la táctica propuesta desde su fundación por la derecha mayoritaria del populismo católico. Para quienes ostentaban la representación mayoritaria de los sectores conservadores, las perspectivas más favorables y realistas eran las de un golpe de estado que propiciara el avance hacia un régimen autoritario corporativo, liderado por Gil Robles y apoyado en las instituciones tradicionales del país, el ejército y la Iglesia. Sin embargo, a medida que pasaron las semanas, tales expectativas fueron oscureciéndose por el mismo proceso de radicalización que la derecha había impulsado y por la alarma social que trataba de azuzarse en las intervenciones parlamentarias de sus líderes. La conversión del golpe de estado en una sublevación militar y civil, que condujo a una guerra abierta y duradera, produjo una alteración del marco político que determinó dos procesos complementarios: el paso de Falange a una situación dominante y la caída en la insignificancia —ya no en la marginalidad— de los grupos políticos que, hasta las primeras semanas del conflicto, podían considerarse depositarios de la representación de la derecha española.

La velocidad y envergadura de este desplazamiento no debería asombrarnos, habiéndose producido en diversas experiencias europeas, aunque siempre partiendo de una plataforma política fascista con una influencia social más extensa, mayor autonomía de acción eficaz contra el régimen parlamentario y, en cualquier caso, con una posibilidad más factible de negociación con el resto de la derecha y con las instituciones tradicionales. Por ello ha podido considerarse que la guerra civil fue una alternativa al fascismo, resultado de una circunstancia de excepción que provocó una verdadera suspensión de la política, al no hallarse junto a las fuerzas insurrectas una organización política lo bastante representativa como para protagonizar la conquista del poder. Sin embargo, la impotencia y frustración del pequeño partido fascista pudo compensarse con un incremento notable de su influencia social a lo largo de la primavera. Además, su proyecto político, el carácter de su militancia y su disposición a identificarse con el nuevo Estado crearon una congruencia entre el escenario del conflicto armado de masas y la cultura política del fascismo. La guerra civil no fue una alternativa al fascismo ni un episodio en el que la Falange, aparente beneficiaria del poder, quedara «desnaturalizada» —signifique lo que signifique esta palabra en un sentido histórico—. Fue, por el contrario, el espacio de constitución del fascismo como movimiento de masas, como síntesis doctrinal y como cauce de integración de la contrarrevolución española. Pero solo podemos comprender ese carácter estableciendo dos líneas de continuidad: la que vincula la guerra civil con el proceso de fascistización de los años previos al conflicto, y la que establece la relación entre la sublevación y el proyecto político del Nuevo Estado. Si la primera permite revisar algunas ideas fundamentales sobre la flaqueza del fascismo republicano, la segunda, procediendo de ese mismo análisis, debe plantear la forma en que el fascismo fue capaz de sintetizar los principios de la contrarrevolución y proporcionar doctrina coherente al régimen de la guerra civil y de la victoria.

Como instrumento analítico y como experiencia histórica, la fascistización es indispensable para comprender un proceso político, social e ideológico muy complejo, cuya diversidad nacional y cambios de ritmo en el tiempo revelan, sin embargo, una tendencia: la progresiva adquisición por el fascismo de la representación política del conjunto del espacio contrarrevolucionario. No todos los procesos condujeron al triunfo del fascismo y su conquista del poder, pero toda experiencia fascista, victoriosa o derrotada, fue el producto de estos procesos. Lo que tiene relevancia histórica es la capacidad del fascismo de constituirse en un movimiento de masas y en una doctrina que sintetiza las expectativas de sectores sociales amplios, bien equipados para condicionar la evolución política del continente europeo en el periodo de entreguerras. La fascistización no fue el despliegue de un partido fascista cuya cultura política estaba perfectamente diseñada y diferenciada de otras opciones ideológicas del nacionalismo radical desde el comienzo. No se trató del crecimiento de una organización gracias a la seducción de su propaganda y a la quiebra de culturas políticas competidoras, sino del proceso de integración en una sola cultura política de los diversos ingredientes de la derecha en creciente radicalización. El partido fascista era un componente decisivo de este proceso, pero no el punto fijo hacia el que acudían otros sectores influidos por su propuesta ideológica. Fue, desde luego, el que disponía de una mayor capacidad para ir asimilando los elementos dispersos en diferentes opciones políticas que, como resultado de la radicalización de las percepciones europeas en este periodo, pasaron a sentirse representadas en la síntesis que pudo resultar más atractiva y abarcar más experiencias de la angustiada clase media de aquel periodo de transición y crisis. Reacción y revolución, orden y rebeldía, propiedad y justicia social, antiliberalismo y participación, modernidad y tradición, comunidad y Estado, jerarquía y populismo, expansión técnica y voluntad política, fueron integrándose en un solo proyecto capaz de darles sentido unitario. El fascismo fue el resultado de este proceso, no su causa.

Lo excepcional en España no fue el encuentro de una vía de destrucción de la democracia ajena al fascismo, sino la manera en que el fascismo pudo asumir el proyecto de la contrarrevolución, precisamente cuando la guerra civil convirtió circunstancias desfavorables en el marco más propicio para su desarrollo. Cosa que solo pudo ocurrir gracias a dos motivos paralelos. De un lado, la existencia de un espacio fascista que desbordaba en mucho a la pequeña organización política de Falange. De otro, la doctrina del partido, muy influida por el españolismo tradicionalista, por el organicismo católico, por la mística del hispanismo imperial, por los discursos reaccionarios agraristas y por un elogio del concepto militar de la vida que llevaba aparejada la visión benévola del ejército en la política española. La combinación de estos dos factores creó un espacio de fluidez. Al principio, una transversalidad en la que primaban los elementos de identidad particulares; al final, un acuerdo político fundamental en el que continuaron existiendo perspectivas heterogéneas. Más allá del indispensable campo conceptual en el que podemos considerar estos temas, lo que importa es destacar cómo se produjeron los hechos, cómo se dieron las bases para que el discurso político del régimen formado en la guerra civil tuviera el carácter fascista que aquí se defiende, y considerar, del mismo modo, cómo el proceso en el que se pasó al Estado católico, desde mediados de la segunda guerra mundial, pudo realizarse precisamente por el carácter peculiar del fascismo español.

Por ello, para comprender el proceso de formación de Falange como organización de masas, capaz de aprovechar las condiciones idóneas del primer año de la guerra civil, es preciso considerar la fundación y crecimiento del partido nacionalsindicalista como parte de un proceso de fascistización que ni empieza ni se agota en este partido o en el área de influencia que pueda generar, sino que se desarrolla en espacios comunes de acción política, en complicidades intelectuales, en la identificación de adversarios no episódicos, sino esenciales —la Antiespaña invocada tanto en la propaganda del nacionalismo reaccionario como en la falangista—, en la progresiva aproximación de los proyectos nacionalistas contrarrevolucionarios a un mismo campo de influencias mutuas. Algo que nos permitirá entender por qué fue precisamente el partido fascista el que dispuso de mejores condiciones para agrupar en su organización todas estas tendencias, sin que se orientaran hacia otro partido o sin que se formularan como una simple coalición permanente bajo la apariencia de un partido unificado.

II

La debilidad del partido fascista fue producto de su precocidad, no el de una llegada tardía. Su carácter de late comer se ha normalizado académicamente, señalando que el espacio sobre el que podría haberse desarrollado el partido fascista en el periodo de radicalización política española ya estaban ocupados por otras fuerzas de la derecha, que bloquearon el apoyo popular indispensable para condicionar el escenario político de la crisis de los años treinta. Sin embargo, esta visión se contradice con lo que ocurrió a escala europea, donde el fascismo solo adquirió una base organizada de masas en la década de los treinta, produciéndose una fractura en el ciclo del periodo de entreguerras que se corresponde con el cambio de década, y que en España tuvo su expresión política e intelectual en el mismo momento. Una prueba de que el fascismo pasó a ser un factor capaz de condicionar la evolución social en Europa se encuentra en la percepción de su peligro en el seno de su adversario principal, el movimiento obrero socialista, comunista y sindicalista, que solo creó una cultura antifascista de masas a partir de los años treinta. La presunta excepcionalidad española debe dejar paso a la idea de un desarrollo peculiar, como singular será la forma en que se desarrollen los elementos ideológicos con mayor capacidad de convocatoria social en el fascismo. El abandono del liberalismo por una parte muy amplia de la élite conservadora española ya se había producido en el escenario de la primera posguerra mundial, permitiendo que la dictadura de Primo de Rivera, además de ser un episodio político que coincidía con proyectos autoritarios del continente, se convirtiera en un punto de referencia, una fase de aprendizaje o un factor de identidad de la derecha radical, destinado a pensarse como experiencia fallida en la etapa republicana. Sin embargo, lo que puede considerarse un precedente, que colocaría a España en una situación ventajosa para la fascistización, también fue un obstáculo para su desarrollo, al bloquearse políticamente desde las mismas instituciones y al agotarse su potencial organizativo —aunque no el ideológico— en la crisis de la monarquía.

En efecto, al desconcierto y desmovilización de la derecha antiliberal española se sumó el prestigio de un republicanismo capaz de ganar la voluntad de las clases medias, aunque fuera de manera provisional y en muy breve plazo. El espacio de la contrarrevolución, el único en el que podía crecer el fascismo, empezó a desarrollarse a partir de la campaña revisionista a fines de 1931 y, en especial, mediante la expansión de Acción Popular a lo largo de 1932. Solo entonces empezó a construirse un espacio social y político que, o bien se consideraba hostil al nuevo régimen, o bien no tenía un compromiso fundacional con la República, siendo ambas actitudes el fruto de una reacción contra el sistema democrático. Esta situación diferenciaba claramente a España de otras experiencias europeas. Del caso alemán, por ejemplo, ya que la República de Weimar tuvo que enfrentarse, desde su misma constitución, a la contrarrevolución armada y a una inmensa trama de organizaciones populistas antirrepublicanas, gracias a las cuales pudo encontrar base de apoyo un nacionalsocialismo que solo a partir de mediados de los años veinte se consideró un partido con un proyecto político propio para hacerse con el poder. La diferencia con Alemania se encontraba en otro punto, esta vez favorable a las perspectivas de la fascistización: el carácter reactivo y el colaboracionismo táctico del catolicismo populista español, que contrastaba con la pertenencia del Zentrum a la coalición de Weimar. Solo a lo largo de 1933, tras haber alcanzado envergadura continental, y en un ambiente favorable especialmente en los medios monárquicos alfonsinos, pudo llevarse a cabo la constitución de Falange, tras las previas experiencias sin éxito del albiñanismo y de las JONS. Ledesma pudo recordar que aquel año había sido el más favorable a la expansión del nacionalsindicalismo, aunque en realidad se refiriera al ambiente propicio para que el fascismo formara parte del espacio plural de la contrarrevolución, no para sustituirlo. La fundación de Falange, recibida con amplias simpatías y algunos recelos competitivos por el monarquismo y el tradicionalismo, ya indicaba la posición ideológica que había de ocupar el fascismo español. La construcción del discurso nacionalsindicalista se realizó en estrecha relación con el pensamiento tradicionalista católico, algo que ya podía destacarse en los momentos fundacionales de otros grupos de agitación nacionalista. El fascismo ofrecía, no obstante, como no dejaron de reconocerlo quienes lo saludaron desde la fundación de Falange, envidiables aspectos de modernización, de tensión militante, de atractivo juvenil, y de llamada permanente a la nacionalización de las masas, dando a su propaganda una singular vehemencia revolucionaria. Para los sectores neotradicionalistas que dieron el primer apoyo exterior al nuevo partido, tales cuestiones eran un ejemplo a seguir, no un factor exclusivo del fascismo, aun cuando se aceptara una división de tareas que se basaba en los distintos sectores sociales a los que se dirigía la propaganda de cada grupo. Para Acción Española, por ejemplo, la tarea fundamental se hallaba en la búsqueda de espacios transversales que permitieran dar paso a un pensamiento contrarrevolucionario renovado, capaz de coincidir con la progresiva influencia de esta cultura en Europa. Para los alfonsinos de Renovación Española, el fascismo podía convertirse en un útil escuadrismo, dedicado a sistematizar la violencia contra la subversión. Para las juventudes tradicionalistas, podía ser un compañero de lucha en los ambientes universitarios. Para casi todos, en el fascismo podían reprocharse elementos de imitación de una moda extranjera, ofreciendo la propia tradición española suficientes factores inspiradores de una política contrarrevolucionaria. En cambio, la crítica al romanticismo político, al populismo o al estatismo resultaban mucho menos ásperas y peor fundamentadas, ya que el concepto de Estado totalitario que se asumió por el falangismo se sometió a la primacía de la comunidad, su concepto de nacionalismo pasó a privilegiar la idea de unidad de destino, y los factores míticos de movilización se interpretaron siempre en una clave tradicionalista española. Dado que el populismo falangista se afirmó en el clasicismo jerárquico del discurso joseantoniano, y considerando que la negativa a presentarse como un partido clerical siempre fue asociada a la defensa del catolicismo, la complicidad contrarrevolucionaria estaba asegurada.

Naturalmente, la radicalización de otros espacios y la creciente semejanza de principios ideológicos no implicó la inmediata búsqueda de una misma organización política, sino la afirmación de espacios compartidos en los que se trataba de consolidar una identidad propia, como lo indicó de forma especialmente clara la negativa de Falange a integrarse en el Bloque Nacional, incluso cuando esta plataforma no implicaba la disolución de militancias previas. En ese permanente conflicto entre identidad y compromiso se debatieron los grupos contrarrevolucionarios españoles en aquellos años. La forma en que concluyeron las cosas puede indicarnos la importancia que tenían, en el medio y largo plazo, los factores de convergencia alentados por un marco tan propicio a la unificación como fue la guerra civil. Antes de ella, como habían de lamentarlo tanto los fascistas como la derecha radical alfonsina, la unidad de quienes se planteaban la destrucción total del régimen republicano y la instauración de un nuevo Estado parecía someterse a las exigencias de una lógica partidista. No se trataba, desde luego, de un banal desencuentro basado en mezquinas ambiciones personales o en la custodia de identidades carentes de sentido. La distinción entre el nacionalismo de integración de masas del falangismo o el elitismo tradicionalista del Bloque Nacional, por ejemplo, no era un tema secundario. Tampoco lo eran la visión proyectiva de un nacionalismo que contemplaba la patria como empresa a construir y el Estado como un gran integrador sindical de productores, en comparación con propuestas restauradoras de la monarquía, o la demanda de un Estado corporativo autoritario dedicado de forma más explícita al control de los trabajadores que a convencerlos de los afanes de justicia social. Esa diversidad, sin embargo, se iba a dar en todas las experiencias fascistas europeas, en el seno de la misma cultura política, dentro del mismo partido y, desde luego, poniéndose al servicio del mismo régimen. En esto consistía, precisamente, el proceso de fascistización, que no fue la impregnación de la sociedad por las ideas lanzadas desde el partido fascista, sino la formación de un movimiento nacional unitario, cuyas temáticas ideológicas tenían distinta procedencia y no se vivían de modo monolítico. Y, aunque pueda parecer paradójico, los mismos factores sobre los que parecía fundamentarse alguna distinción en el periodo anterior a la guerra fueron los que hicieron más factible y más útil la unidad, cuando se produjo la crisis del régimen republicano y la sublevación. Sin una clara filiación católica de Falange, no habría podido darse la integración en el partido unificado de sectores para los que esta definición se había expresado, hasta aquel momento, en el populismo cedista o en la derecha monárquica. Un camino que tampoco se habría emprendido sin una aceptación de la crisis definitiva del Estado liberal y de la fascinación que en los medios católicos y monárquicos fueron adquiriendo las soluciones totalitarias.

Es fácil comprender, en lo que se refiere a la atención prestada por el fascismo a los avances indispensables de la contrarrevolución, la obsesión de Falange por conseguir romper la táctica colaboracionista de la CEDA y llegar a algún acuerdo estratégico con Gil Robles. La suerte corrida por el catolicismo político con mayor influencia en otros puntos de Europa parecían hacerlo posible y, desde luego, la hegemonía del populismo cedista exigía este cambio, sin el que las expectativas del fascismo eran escasas, como había podido observarse en la coyuntura crucial de octubre de 1934, en el aislamiento y radicalización de la propia identidad en 1935, o en la campaña electoral de 1936. Tras haber señalizado un espacio propio, el fascismo solamente podía crecer como resultado del desplazamiento que las circunstancias políticas pudieran imponer a quienes disponían del apoyo mayoritario de la derecha española. El partido fascista no podía conformarse con la asiduidad del discurso de los sectores afines a Calvo Sotelo —que, como se ha visto, llegaba a inquietar a la dirección falangista no por sus discrepancias, sino precisamente por la confusión que podían crear las similitudes—. Identificado el adversario común, y exasperado su peligro por el triunfo de la izquierda en febrero de 1936, el partido fascista —y, el fascismo como proyecto, más allá de lo que pudiera contenerse en Falange— fue cobrando relieve en la perspectiva radicalizada de la derecha antirrepublicana. En las condiciones concretas de la sublevación, tal perspectiva se expresó en el crecimiento del partido y en las presiones a favor de una fusión política en el seno del proyecto fascista. La guerra civil fue el marco en el que se produjo la constitución del fascismo, su verdadero despliegue como representación orgánica de la contrarrevolución, convirtiéndose en un movimiento de masas, en el inspirador del proyecto político de los sublevados, y el que organizó, a través de un partido fundado como símbolo e instrumento de la unidad nacional, la identificación entre el Partido y el Estado. De este modo, la peculiaridad del fascismo español, que brotaba de las propias particularidades del proceso de fascistización y, en especial, de la conquista del poder a través de la guerra civil, le permitió pasar a ser partido nacional y partido institucional.

III

La unificación política con las siglas y los puntos programáticos de Falange fueron aspectos esenciales, pero insuficientes en el proceso de fascistización de los sublevados. Sin tener en cuenta otros aspectos, podría pensarse en un vaciado o letal contaminación ideológicos de Falange, convertida en mero centro de reclutamiento y de disciplina al servicio de intereses ajenos, o solo provisional y parcialmente propios. En el marco de la guerra civil y en los años que la siguieron inmediatamente, se esbozó la síntesis doctrinal en que había de basarse el Nuevo Estado, de acuerdo con una constante directriz: había de ser coherente con los puntos programáticos del Partido. La guerra construía nuevas realidades sociales y políticas, pero habían de consolidarse en espacios simbólicos y doctrinales en los que la experiencia individual y episódica pudiera alcanzar el rango de una evocación nacional y permanente. El discurso procedía de lo que ya se había elaborado en los tiempos anteriores a la sublevación, recogiendo las diversas aportaciones del pensamiento contrarrevolucionario que el fascismo fue capaz de integrar con una mayor congruencia en el marco del conflicto armado. Las experiencias fascistas continentales podían servir como modelo de este gran proceso de nacionalización de masas, pero en España tenía la ventaja de aplicarse con la inmensa movilización de recursos que demandaba una guerra total contra un enemigo absoluto. La extrema violencia y la complicidad masiva en su ejercicio; la realización concreta de una utopía comunitaria de exclusión radical e integración depurada; la captación de masas disciplinadas en el mismo proceso de captura del poder; la mística unificadora de un combate por el resurgimiento de una patria en peligro; todos ellos fueron elementos sustanciales del proyecto que pudieron aplicarse de un modo eficaz convirtiendo la guerra misma en modelo de revolución nacional. En ninguna otra experiencia fascista europea se recorrió, antes de llegar al poder o en el momento de construirlo, un camino en que el discurso fascista pudiera realizarse en acontecimientos masivos, en los que se mezclaran con tanta eficacia la invulnerable resolución, la energía depuradora, la liquidación de todos los factores de disgregación y decadencia, el impulso en un esfuerzo común que llevaba a la construcción simultánea del Caudillo, del Estado, del Partido y de la propia nación que emergía de las cenizas de su postración secular para realizarse en un orden nuevo.

El discurso de la contrarrevolución se elaboró de un modo distinto a la simple yuxtaposición de elementos de una u otra corriente ideológica. De hecho, en los primeros años del régimen, existió menos diversidad que la que puede observarse en sistemas más consolidados. Una parte importante de este trabajo se ha dedicado a tres aspectos fundacionales claves, desarrollados en la guerra: la competencia con la que la literatura fascista española fue capaz de lograr una síntesis ideológica, además de proporcionar indispensables elementos de integración y control social; el modo en que estableció la congruencia entre una movilización actual del nacionalismo europeo y el más depurado rescate de la tradición española; la manera en que supo presentarse como verdadera «técnica de la contrarrevolución», pero también como teoría revolucionaria, en la que el nacionalismo antiliberal podía ser capaz de resultar factible y responder a la demanda de un proyecto propio del siglo XX.

La causa sublevada se expresó como interrupción de una desviación histórica, como ruptura revolucionaria destinada a la recuperación de la España eterna. La acción combatiente era la reiteración del servicio que España había prestado a la defensa de la civilización cristiana. El «España siempre ha sido así» de los textos de propaganda nacionalista insistía en el «esto es España» del discurso de la unificación. La sublevación se contemplaba como un nuevo momento en que la nación cumplía su destino, la apertura de un nuevo ciclo de plenitud, de realización del propio ser. La revolución nacional era una recuperación de la línea de continuidad histórica de la verdadera España, evocada en el recuerdo de quienes reconquistaron el suelo de la patria a los musulmanes o de quienes defendieron la fe católica frente a los protestantes en los campos de batalla europeos. Esta visión del «caballero cristiano» definida por García Morente en plena guerra civil, presentando a quienes combatían como encarnación de una misión permanente de España que pulsaba la eternidad, que abolía la distinción convencional entre pasado, presente y futuro para crear un estilo perpetuo, definía perfectamente la idea de la tradición tal y como se absorbía en el discurso de la guerra civil. El fascismo podía rescatar el tradicionalismo de su equiparación con la inmovilidad o el anacronismo. Al presentarse Falange, en el momento del decreto de unificación, como actualización de lo que defendía el Requeté; al reivindicarse el nacionalsindicalismo como sucesor legítimo de una lucha emprendida con encomiable y entrañable prontitud por los legitimistas del XIX —y eso mismo se había propuesto en las páginas de la revista JONS en 1933—, el fascismo español podía defenderse de las acusaciones de extranjería, definiendo su españolidad en esa absorción de la resistencia de una España permanente, en la que se resaltaban aquellas épocas en las que había podido realizarse como unidad de destino. Precisamente en esa referencia al destino veía uno de los teóricos fundamentales del régimen, Francisco Javier Conde, el modo católico en que podía plantearse la idea de nación. Destino como proyecto, pero destino como inmutable lealtad al ser que volvía a sacarse a la luz. En total acuerdo con los pensadores contrarrevolucionarios, Sánchez Mazas había señalado que el estilo falangista se caracterizaba por preferir el ser a la existencia. La circunstancia histórica era contingente: lo esencial era la verdad permanente que se salvaba. El fascismo no se limitaba a construir un mito nacional que lanzara la comunidad hacia el futuro, sino que edificaba ese mito sobre una excavación «en la entraña» de la patria —como le gustaba afirmar a la retórica falangista—. El mayor sentido de empresa o la mayor contemplación del pasado que tuviera esa mitología conformaban la diversidad interna del proyecto, amparada por un principio compartido y una idea expuesta con fortuna: «la eterna metafísica de España». En ella se encontraba la concepción cristiana del hombre y la visión católica de la sociedad. No había hecho falta llegar a la guerra para que el fascismo español se catolizara, pero en este marco adquirió su contorno más preciso la exaltación religiosa del fascismo español. En la revista Jerarquía, cuyas inclinaciones en este campo eran muy destacadas, pero nada exclusivas, se reunieron intelectuales que hallaron en el nacionalsindicalismo la posibilidad política de su fe cristiana. En ella podía poner Laín su versión católica del existencialismo; en ella podía afirmar Ángel María Pascual la actualización del imperio católico a través del fascismo; en ella podía afirmar Legaz la integración de pensamiento jurídica hegeliano y el personalismo cristiano. En otro registro, en ella podían cantar Ridruejo o Rosales el sentido místico de la muerte en combate, o podía expresarse la brutal distinción de bandos de El poema de la bestia y el ángel de José María Pemán. La patria renacía, para el fascismo, como lo único que podía ser sin traicionarse: como nación católica, y como una España cuyo catolicismo poco tenía que ver con la identidad de cualquier otro pueblo en los tiempos modernos. El catolicismo no era una cuestión de fe personal, sino una concepción del sentido comunitario de la existencia, una visión del orden social orgánico, de la legitimidad del poder y el único modo de comprender la formación histórica de España, su destino en lo universal. Sobre esa base pudo realizarse la unificación, y sobre esa base podrá construirse, en los años en los que concluya la época del fascismo en Europa, la vía nacionalsindicalista al Estado católico.

El combate se realizaba en el marco de una militarización de la sociedad, de un pueblo en armas constituyente de soberanía, legitimando la sublevación contra un sistema político injusto. Militarización que era fusión del pueblo y del ejército en una misma tarea, como había sucedido en el viejo discurso de las armas y las letras, protegidas por el signo de la cruz en esta historia española que se reiniciaba. Nada de entrega a los militares del poder, ni mucho menos de sustitución de las tareas del pueblo por las del ejército. La militarización de la sociedad durante la guerra, con la liquidación de la diferencia entre lo civil y lo militar, formaba parte del proyecto permanente de Estado. La responsabilidad exclusiva de los militares podía conducir a una situación política provisional a la hora de la victoria. La integración del pueblo en la lucha y el reconocimiento de este carácter de la contienda tenía dos ventajas: disciplinar la nacionalización de las masas de acuerdo con el proyecto político del fascismo y evitar una vuelta a la «normalización». Aun cuando el fascismo fuera, por excelencia, el partido en el que mejor se expresaba la concepción militar de la política, no eran solo los intelectuales del falangismo más ortodoxo los que lo planteaban de este modo. En todos los sectores de la contrarrevolución se acentuó esta visión de la guerra, que leyó el decreto de abolición de la autonomía de las milicias de diciembre de 1936 como beneficiosa integración, no como limitación del carácter político e ideológico del ejército nacionalista. Esta nación en armas había sido la que disponía de autoridad para entregar el poder a un caudillo en el que se fusionaban los elementos militares y políticos. Una jefatura carismática procedente del hecho de la guerra, pero también de la afirmación de una revolución, en la que la vieja legitimidad liberal se había abolido por los españoles sublevados y encuadrados militarmente para rescatar de nuevo a la patria. El liderazgo del Estado, del Partido y del ejército se construía en el marco de la guerra, sin ser el resultado de una captura del poder por las fuerzas armadas, sino una faceta más del proceso de unificación.

A este proceso pertenecían las reflexiones iniciales sobre el Estado totalitario, producidas ya en el curso de la guerra y ampliadas en el momento de la victoria, a veces en la sutileza de los trabajos académicos, otras en el lenguaje menos preciso de la propaganda. Para todos los que abordaron el tema, el totalitarismo se presentaba de momento como una opción estimativa, una aproximación retórica, más que como la minuciosa elaboración que ya había provocado debates profundos en el derecho público alemán e italiano. Sin embargo, la afirmación se presentaba con frecuencia como superación lógica del Estado liberal y, especialmente, como forma de concretar el fin de la escisión entre Estado y sociedad, una forma más de definir los objetivos unificadores del proyecto político de la guerra civil. La defensa de la unidad de mando y la imposición del Partido único se acompañaban de la idea de un Estado total, que apenas se desarrolló, pero que se evocaba fundamentalmente la voluntad de identificación entre la comunidad y el Estado, no de absorción de la primera por el segundo. Legaz sería el que llevaría las cosas más lejos, antes de rectificar cuando se propuso definir las líneas maestras del Estado católico, ya avanzada la década de los cuarenta. Frente a las críticas del tradicionalismo al fascismo, Legaz defendía un sistema hegeliano en el que el Estado podía pasar a representar la idea de la libertad del hombre tal y como la había formulado el falangismo, es decir, de acuerdo con el principio joseantoniano que hacía al hombre «portador de valores eternos». Empeñado en buscar la síntesis entre personalismo y hegelianismo en el pensamiento nacionalsindicalista, Legaz acuñaba el concepto de «humanismo totalitario», en el que el Estado no era burocratización, sino integración de las experiencias sociales de los individuos. Otros autores trataban de encontrar un totalitarismo español que se enfrentara a modelos europeos precisamente por su atención a la tradición católica, como Beneyto, para el que el totalitarismo era el resultado de la movilización total del pueblo en la guerra civil, y Ruiz del Castillo, para el que el Estado o era total o no era Estado propiamente dicho. Correspondería a Conde, en el quicio de la etapa de afirmación del Estado fascista y el inicio del proceso de su evolución, en 1942, indicar la conceptualización insatisfactoria del totalitarismo, y el anuncio de que habría de encontrarse la solución en la recuperación del pensamiento político español de los siglos XVI y XVII, es decir, en lo que de esencialmente católico y singularmente español había de respuesta al concepto político del Estado moderno en la época imperial.

Naturalmente, el nuevo concepto del Estado adolecía de las dificultades de un momento en que ni siquiera se habían definido formas de participación y había que conformarse con los textos fundacionales de la autoridad del Caudillo y del Partido. Antes de que acabara la guerra, la promulgación del Fuero del Trabajo vino a reflejar toda una intención constituyente. El Fuero dictaba un campo más de unificación de las diversas tradiciones contrarrevolucionarias en el nacionalsindicalismo: el de los productores en la economía nacional, realizada con la solemnidad y el tono enérgico de un acto de guerra, lo que constituye la prueba más palpable de la función política de la contienda. El Estado corporativo se desplazaba a favor de una opción más radical, más ortodoxa en relación con las afirmaciones joseantonianas acerca de la insuficiencia del corporativismo y la preferencia por el sindicalismo vertical, realizadas como respuesta a los devaneos justicialistas de Gil Robles. Mientras para los comentaristas católicos como Azpiazu la diferencia entre corporativismo y sindicalismo vertical era un absurdo jurídico, para Legaz tenía pleno sentido, precisamente para señalar la subordinación del sindicalismo al Estado, su politización posible gracias a la liquidación del régimen liberal de partidos y la frustración que implicaría aceptar su neutralización. Siendo este uno de los elementos en que podía existir mayor contraste entre las posiciones tradicionalistas y las falangistas, la imposición del sindicalismo nacional sobre el corporativismo reaccionario era completa, como lo era la relación estrecha que habría de crearse desde entonces entre el Partido y el sindicato.

IV

La consolidación del régimen había de reajustar todas las piezas de este discurso a condiciones diversas, tanto las del marco general en que se desarrollaba la evolución de la guerra europea, como a la necesidad de gobernar la heterogeneidad del movimiento nacionalista. La afirmación de la singularidad del franquismo no dependió exclusivamente de la adversidad a la que se enfrentaron las potencias del Eje. Obedeció, también, a la necesidad de gestionar el desarrollo interno de una diversidad de fuerzas que se integraron en la sublevación y que habían de definir su proyecto en congruencia con el marco internacional y de acuerdo con lo que pudiera ofrecer, ya fuera del escenario de la guerra, la continuidad de su compromiso. Para quienes consideran que el régimen nunca había sido fascista y que, por tanto, tampoco lo había sido el partido político en el que se habían unificado sus impulsores, el proceso es de fácil explicación: solo se trataba de eliminar la escoria de los factores coyunturales, liquidando el aspecto fascista del régimen y depurando a quienes deseaban, más que mantener, establecer una estructura política cercana a los regímenes consolidados en Europa. Esta visión de un sector de la historiografía se completa en el análisis del conflicto protagonizado por diversos sectores del falangismo en el invierno y la primavera de 1941. Tal aproximación permite adelantar la crisis española a la perspectiva de la derrota de Alemania e Italia, haciendo que la frustración de la captura del poder total por Falange pueda presentarse como prueba de las diferencias esenciales con los regímenes fascistas. Atendiendo a esa misma cronología, sin embargo, las diferencias de discurso entre los sectores presuntamente antagónicos resulta más discutible, aunque no lo es una diversidad que caracteriza cualquier proceso de fascistización, que arrastra a un curso común materiales de muy diversa procedencia. La experiencia de algunas de las publicaciones más importantes del régimen, y usualmente vinculadas a corrientes distintas del falangismo, como Escorial o la Revista de Estudios Políticos, muestran la creación de espacios de integración doctrinal en el mismo momento en que podría suponerse un conflicto que, junto a las aspiraciones políticas de un sector del Partido, había de tener una expresión ideológica que marcara las distancias con el régimen y, sobre todo, que señalara fronteras con los sectores mejor relacionado con el nacionalismo reaccionario o el tradicionalismo. Las colaboraciones en estas publicaciones no parecen indicarlo: la voluntad de rescate de Escorial, que siempre se presenta como orientada a asimilar a los vencidos en el marco totalitario del fascismo, ponía igual empeño en ganarse la adhesión de los sectores menos favorables al radicalismo falangista desde el primer momento, y la revista del Instituto de Estudios Políticos, desde la salida de su primer número, en enero de 1941, contó con colaboraciones que no se encontraban precisamente en los ambientes más radicales y exclusivistas del falangismo.

En lo que se refiere al Partido, es importante la adecuada caracterización del proyecto político que arrancó con el ascenso de Arrese a su secretaría general, que suele vincularse a la derrota y subordinación de Falange. Las intervenciones públicas que se han examinado en este trabajo muestran en el proyecto de Arrese algo muy distinto a la aceptación resignada de una función marginal o secundaria. Por el contrario, lo que se defiende en sus propuestas y las de otros destacados dirigentes es el rechazo a hacer de Falange una fracción organizada, un Partido más que aspire al control del Estado en competencia con otras instituciones, para concebirla en dos actitudes cuyo encaje práctico resultaba difícil, pero cuya coherencia política no era despreciable: el movimiento abierto a todos los españoles y el cauce exclusivo de elaboración de la estrategia política y del pensamiento nacional a cargo de una vanguardia. Este doble carácter no resultaba extraño a la tradición de los partidos fascistas europeos ni a los propios orígenes del Partido unificado en 1937.

La defensa de un Partido que se imponía al Estado y que negociaba en posición de igualdad con el Caudillo no era la única actitud ortodoxa del fascismo y, de hecho, era una posición minoritaria en los sistemas de poder de Alemania o Italia. En cambio, el deseo de hacer del Partido un movimiento que evitara la reiteración de viejas consignas, que mantuviera una posición contemplativa y sectaria, que cerrara el paso a la integración en él de todos los españoles, eran ideas que expresaban algo muy distinto a la disolución de su identidad. Se acompañaban de la defensa de la función exclusiva del Partido, recalcada incluso como síntesis realizada ya antes de la guerra por dirigentes como Girón, y que advertía de la necesidad de contar con ella como un pilar esencial, junto a Franco, para evitar que el régimen se convirtiera en el escenario de un mero poder personal sin doctrina, algo que Arrese pudo indicar públicamente al propio Jefe del Estado en 1943. Lo que se daba en esta Falange distaba mucho de ser la entrega a un poder ajeno a su tradición, o la resignación a desempeñar un papel secundario: se planteaba una idea de partido-movimiento que dispusiera la competencia exclusiva de dirección política del país. La definición de la revolución nacional, que los jerarcas falangistas empezaron a plantear como servicio a la continuidad histórica de España y como restauración de su orden natural, correspondía más a una ambición que a un acomodo, y trataba de ser coherente con los elementos de integración que se habían planteado durante la guerra civil, además de presentar a Falange como lo que había sido desde su principio: la modernización del discurso de la contrarrevolución y la técnica política para poder restaurar los valores tradicionales de la patria. Tal era la función del Partido, que había de adaptarse, para asegurar su integración en el Estado que lo había fundado, a la evolución del régimen en los años centrales de la década de la posguerra.

Si el fascismo fue la cultura política que cimentó la síntesis política, social y doctrinal de la sublevación y los primeros pasos del régimen de la victoria, en las condiciones peculiares del proceso de fascistización en España, había de ser también el que resultara desplazado en el periodo en que dejó de tener significado y vigencia en el continente. Entre las paradojas de esta cultura política se encuentra una que determina su pertenencia completa a un ciclo histórico preciso: ser un movimiento nacionalista que formaba parte de una contrarrevolución realizada a escala europea, y que fuera de ella no sufría solo un debilitamiento, sino una fractura de su congruencia con la época. La fascistización había correspondido a la evolución interna de cada sociedad, en la que había adquirido sus fundamentos peculiares. Pero su constitución se había realizado en un marco que no era solo referencia, sino sobre todo inclusión en una fase de la evolución política de la derecha radical, que había hecho posible y prestigiado un determinado horizonte representativo. La derrota de las potencias del Eje se acompañaba de un cambio de ciclo en Europa que ponía fin a la época del fascismo, entendiendo por ella la que había permitido hacer de este la síntesis política de la contrarrevolución. El fascismo se desplazaba a una carencia de actualidad, a una incongruencia: la derrota y las penalidades que la precedieron y la siguieron hizo perder al fascismo europeo cualquier signo de credibilidad como mítico impulsor de una nación en busca de su mayor realización histórica y de su mayor potencia en sus relaciones con otros Estados.

Esta forma de contemplar el cambio de ciclo nos permite considerar el abandono de las referencias fascistas en el discurso del franquismo como algo más complejo que un mero oportunismo de política internacional, aunque tal factor de elemental supervivencia se encontrara también en el fondo de su conducta. Sin embargo, este proceso tiene que calibrarse de acuerdo con la naturaleza fascista del régimen que se ha defendido en este trabajo, es decir, sin considerar que un sistema que nunca había tenido ese carácter —aunque lo tuvieran algunos de sus adictos— podía librarse fácilmente de lo que no formaba parte integral de su proyecto. El proceso de cambio de representación de las clases medias que apoyaron al fascismo en otros países se realizó en España sin que mediara una derrota y un correlativo cambio de régimen y, en buena medida, sin que se produjera siquiera una purga considerable de sus dirigentes. La desfascistización no supuso la ruptura de los sectores que habían convergido en el proyecto fascista, sino el establecimiento de esta síntesis en otro espacio, que había de definirse, para no proceder a traumáticas e impredecibles soluciones de continuidad, ofreciendo el aspecto de una recuperación de la verdadera esencia del 18 de Julio, lo que Francisco Javier Conde señaló como algo distinto a la evolución, para calificarlo de despliegue de las posibilidades contenidas en el horizonte político de la sublevación.

Así, se abandonaron elementos que podían guardar estrecha relación, más que con actitudes impostadas, con el momento de máxima identificación con la fase de ofensiva y proceso constituyente del fascismo, aquellos que podían estar más vinculados con la tensión militante del periodo de guerra, la llamada a actitudes heroicas, a la militarización de masas y a la declaración de excepcionalidad permanente del poder, identificada con su explícita y permanente discrecionalidad. Y, sobre todo, se plantearon aquellas cuestiones que se han desarrollado más en este trabajo y que afectaban a la cultura política del franquismo: la singularidad y pervivencia del régimen, la elaboración de nuevas bases de legitimidad fuera del escenario de la guerra pero manteniendo en ella una referencia imprescindible, la elaboración de una filosofía del Estado católico español como forma de autoridad y representación. Junto a ello, y como consecuencia de estas actualizaciones, se encontraban el planteamiento de una idea de la libertad ajustada a su concepto moderno hispano y la centralidad del anticomunismo a escala mundial, como justificante de la posición internacional española y como línea de continuidad con una idea del servicio de la nación a la causa de la civilización cristiana. Por último, se verificaba una minuciosa reconstrucción de la evolución histórica de España como fuente de legitimidad del discurso nacionalista, que permitía que el origen fascista del régimen se contemplara como opción temporal histórica en el proceso de la afirmación del destino de España. La síntesis fascista no había sido una etapa provisional, sino que se elevaba a un momento solemne que había hecho posible la salvación de España, la liquidación de sus adversarios y su puesta en forma para el futuro. Había permitido una movilización de masas, la fijación de un marco de excepcionalidad que permitió la depuración de los adversarios letales de la patria y la construcción del proyecto contrarrevolucionario, sintetizando en momentos de necesaria unificación todas las perspectivas nacionalistas. El fascismo no era abandonado, sino que se superaba en el propio despliegue del régimen como cauce ideológico de integración de todos sus elementos.

La afirmación del régimen a partir de 1942-1943 pudo presentarse como una radicalización de su españolismo, como una nacionalización más clara y libre de los principios que inspiraron el movimiento del 18 de Julio y sus antecedentes en la ideología contrarrevolucionaria. Y el nacionalsindicalismo había de presentarse también con esa voluntad de incorporación, que permitía a uno de los más fervorosos defensores de las tesis totalitarias en el pasado, Legaz Lacambra, situar a José Antonio en la genealogía del tradicionalismo español, junto a Pradera o Vázquez de Mella, lo que suponía revisar el carácter del movimiento unificado, pero también el de cada uno de sus ingredientes, para que pudiera realizarse en condiciones actualizadas un nuevo proceso de integración doctrinal. En las condiciones del final del conflicto bélico mundial, la singularidad del franquismo podía presentarse como ejemplaridad de un régimen y un pueblo que mantenían la misión tradicional de España, faro de «la nueva cristiandad en armas». La valoración de los tramos finales de la guerra no eran los de una neutralidad cultural, sino los de la adhesión a quienes luchaban contra la barbarie comunista, manifestando la honda preocupación por la alianza de las potencias occidentales con el bolchevismo. Las simpatías con la Alemania nazi podían graduarse en el seno del régimen, sin coincidir de una forma rígida con la militancia falangista más radical, pero lo que se fantaseaba con la posición que podría tener una España que había salvado los valores cristianos en una dura guerra civil, presentándola como ejemplo a proporcionar al mundo y, particularmente, como enlace entre la nueva Europa y la América hispana.

Lo que mejor sintetizaba el paso de una situación de fascismo a las condiciones del Estado católico se dieron precisamente en la colaboración de un intelectual italiano, Francesco Orensano, en la revista Cisneros en 1943, publicando un artículo que se había editado previamente en la prestigiosa Gerarchia. Siendo lo fundamental la preservación de los ideales cristianos en Europa, el fascismo había hecho posible que la religión dejara de ser un asunto privado, para convertirse en un tema de socialización realizada desde el Estado. El fascismo había dado lugar a un bloque histórico en el que el catolicismo había actuado como conciencia determinante de nación y de universalidad, que solo él podía proporcionar frente al particularismo. Solo se trataba, por tanto, de eliminar el riesgo de aquellos elementos hegelianos o nietzschianos que podían estar presentes en el culto al Estado o en la falta de trascendencia moral. Difícilmente podía resumirse con más acierto, y menos viniendo de una de las principales revistas del fascismo italiano, la posición que adoptaban los falangistas en el momento de la transición. La unidad y permanencia del régimen era el único modo de proteger en España la civilización cristiana, los mismos que se habían salvado a lo largo de la guerra civil y los que pretendían plantearse, ante el peligro soviético, como un nuevo espacio de complicidad intelectual con la derecha europea y americana. Tal como lo indicó uno de los cachorros intelectuales del fascismo español, Salvador Lissarrague, el Movimiento Nacional había venido a «restablecer la misión española en el mundo, restaurando la mejor tradición nacional; por otro, a salvar la unidad del país». El discurso exigía evitar toda idea de provisionalidad del régimen y de fragmentación entre corrientes aliadas solo de modo coyuntural el 18 de Julio. En momentos en que la nueva bipolarización del mundo podía tentar con las simpatías hacia el liberalismo conservador, intelectuales de origen integrista como Corts, o de formación falangista y orteguiana como Maravall, coincidieron en la reivindicación de una idea española y católica de la libertad que reiterara la respuesta del pensamiento tradicional al liberalismo.

Si estos últimos conceptos habían de desarrollarse abundantemente en la propaganda del régimen, prestando un especial cuidado a la divulgación de la democracia orgánica —cuyos primeros elementos estaban desarrollándose en la elaboración de las Leyes Fundamentales y en la legislación que fijaba los procedimientos de participación popular en las decisiones políticas—, el trabajo de más envergadura y sutileza para hacer del 18 de Julio y del nacionalsindicalismo la base del Estado católico se realizó en el seno del pensamiento jurídico y la incipiente ciencia política española. La tarea había de subrayar la continuidad entre el proceso de fascistización y la consolidación del Nuevo Estado, algo evidente para una elite académica que había de justificar sus propias afirmaciones doctrinales desde el periodo anterior a la guerra hasta las condiciones de los años de transición. Estos intelectuales se habían formado en una complicidad manifiesta con quienes, en el campo del fascismo europeo, habían construido una teoría política destinada a superar el Estado liberal. Todos ellos habían evolucionado radicalizando sus posiciones a medida que se aproximaba la guerra civil, convirtiendo sus simpatías hacia el fascismo en una identificación española con sus planteamientos. Además, tal aproximación siempre se había realizado, antes, durante y después de la guerra civil, comentando la heterogeneidad y evolución interna que los regímenes y los intelectuales fascistas y nacionalsocialistas habían experimentado, algo que permitía que algunos de sus teóricos más destacados pudieran continuar desarrollando su trabajo e incluso su docencia académica en la posguerra europea. Por tanto, esta autojustificación podía presentarse como un desarrollo de la ciencia jurídica, de la Filosofía del Derecho y de la teoría del Estado cuya coincidencia se había hallado siempre en una crítica feroz al liberalismo y en la búsqueda de un régimen que tuviera mayor autenticidad representativa. En esta línea, tradicionalistas, católicos y falangistas —con todas las cautelas que esta división debe albergar— estaba planteando un interesante análisis, que no puede reducirse a una mera cuestión académica, de lo que había sido el proceso de fascistización y del posterior acomodo de sus planteamientos en la permanencia de una crítica a la democracia parlamentaria, una vez concluida la época del fascismo.

El aspecto más valioso y significativo de este desarrollo consistió en la reconstrucción de la singular idea española del Estado moderno, que partía de las posiciones críticas del catolicismo ante los regímenes autoritarios y absolutistas. El rechazo del totalitarismo no se producía ahora más que desde la reivindicación de la ortodoxia cristiana y de la tradición política nacional, dando paso a lo que Francisco Javier Conde llamó el «régimen político español», solución que el pensamiento propio de España ofrecía a la crisis general de la política y al declive de los Estados modernos, liberales o totalitarios. El estado de excepción de la guerra civil había sido la condición necesaria para que se cancelara una modernidad torcida, ajena a la española y católica, y pudieran ponerse las bases de su restablecimiento, iniciándose así el sistema de representación que correspondía a la comunidad nacional, por su tradición, por su fe y por la perfecta adecuación a las necesidades contemporáneas de las posibilidades que ofrecía este pensamiento. De esta forma, la singularidad española se manifestaba como posibilidad de supervivencia del régimen y como adecuación a una auténtica solución hispana a los problemas de nuestro tiempo, propiciadas por el rescate de las fórmulas y perspectivas que habían dado identidad a la España imperial y contrarreformista. Algunos temas clave de la ciencia política, como la definición de comunidad y de ciudadanía, la relación entre el Estado y la sociedad, la preservación de las entidades naturales, podían hallarse no solo en este pensamiento tradicional, sino también en la forma en que había sido defendido por el falangismo en su etapa originaria, algo que todos los académicos se apresuraron a recordar, recogiendo las afirmaciones joseantonianas acerca de la primacía del individuo portador de valores eternos, la concepción organicista de la sociedad y la defensa de un sistema de representación basado en la primacía de las formas originarias de sociabilidad. Una función similar había de tener la recuperación del Derecho natural por parte de los sectores de militancia tradicionalista y católica del joven profesorado de orientación neotomista, cuya defensa de las nuevas corrientes jurídicas del pensamiento cristiano, en especial el institucionalismo, se consideraron congruentes con las ideas acerca del Estado y la sociedad del pensamiento falangista. La cultura política del régimen, sin dejar de establecer la continuidad con el ideario nacionalsindicalista y su integración del fascismo del 18 de Julio, pasaba a superarlo en el despliegue de la tradición política española y cristiana. La teoría del Estado se construía planteando una singularidad que la sublevación de 1936 había encarnado como respuesta a un sistema político doblemente ilegítimo: por su ausencia de españolidad y por la crisis general del Estado liberal en Europa, cuya carencia de representación había sido respondida mediante una movilización conjunta de la juventud europea. La contrarrevolución cerraba así su ciclo en España, habiéndose congregado políticamente en torno al fascismo y partiendo de su discurso nacionalista y católico para hallar su particular solución en la vía española al Estado moderno, cuya actualidad era rescatada por el franquismo.

Tal encuentro con la tradición a través de la revolución nacional y la guerra civil se acompañó de un elemento indispensable para la justificación de ambos: la construcción de una idea de España realizada a través de la historia. La unidad de destino en lo universal se revisaba ahora, tras las reflexiones iniciales de la posguerra, en una reivindicación del periodo de decadencia que llegaba a destacar sobre la primera reivindicación de la España de los Reyes Católicos y los Austrias mayores. Si el siglo XVI continuaba ofreciendo recursos míticos y material historiográfico, la atención prestada a la época de decadencia fue rectificada con la apreciación que ya había señalado Ramiro Ledesma en 1935: el siglo XVII había asistido a una derrota a manos de imperios más fuertes, no a la debilidad de los valores del Imperio. La labor realizada por los tratadistas del derecho para elaborar una doctrina del Estado basada en la tradición clásica española fue reforzada por el trabajo de historiadores del pensamiento como José Antonio Maravall, cuyos trabajos sistematizaron la defensa de un pensamiento político coherente en la España del XVII, una idea de la política opuesta a la razón de Estado de Bodino o Maquiavelo. El Sonderweg español podía presentarse, de forma simultánea, como analogía y precedente de la singularidad del régimen, de la excepcionalidad de la cruzada y del carácter exclusivo del proyecto nacionalsindicalista, para construir un territorio cultural en el que los diversos ingredientes de la contrarrevolución: catolicismo, tradicionalismo y modernidad española, establecían un sólido lugar común para las diversas corrientes del régimen. Esta necesaria captación del pasado y su integración en el discurso del 18 de Julio se abrió, con especial decisión y utilidad, a la reevaluación del denostado siglo XIX. La atención a las figuras clásicas del pensamiento reaccionario como Balmes y Donoso fue acompañada de un esfuerzo de recuperación que incluyó, de forma aún vacilante y solo parcial, al liberalismo doctrinario español, convenientemente purgado de sus excesos parlamentarios. Como había adelantado Ledesma Ramos, en el rescate del XIX no solo contaba el tradicionalismo, sino también un liberalismo al que debía agradecerse el vigor de sus principios nacionales, aunque ambos pudieran manifestar la frustración de una época bloqueada por la insuficiencia de sus dos expresiones políticas fundamentales. Esa misma imposibilidad de convivencia histórica fue reexaminada mediante la integración en el pensamiento franquista del regeneracionismo español y, en especial, por la reivindicación conjunta o antagónica de Menéndez Pelayo y la generación del 98. Pero, además, divulgó entre un público muy amplio la esencial españolidad de ensayistas, poetas y novelistas con los que se construía un repertorio de cultura nacional que pasaba a ser nacionalizada: escritores como Pérez Galdós, Alarcón, Clarín o Valera fueron sometidos a una inspección destinada a descubrir en su obra los factores de un patriotismo cuidadosamente depurado de sus devaneos liberales, para convertirse en fuente de inspiración de una cultura popular.

V

Entre el décimo aniversario de la sublevación y el de la victoria, justamente cuando la consolidación jurídica del régimen se consolidaba con la aprobación de tres de sus siete Leyes Fundamentales y deseaba expresar un apoyo de masas con la celebración de la primera de sus consultas al pueblo en referéndum, el debate intelectual en el seno del régimen se expresó como necesidad de una idea de España que había de asentarse en el acto de refundación del 18 de Julio. A la abundancia de estudios académicos sobre la historia política, jurídica y cultural española, se sumaba el ensayo como recurso de una ambiciosa voluntad sintética, destinada a proporcionar el hilo conductor de lo que vino en llamarse el problema de España. Sin las peripecias de la contrarrevolución y sin la destrucción del nacionalismo liberal y republicano producido en la guerra civil, la dinámica de la España como problema y la España, sin problema resulta ininteligible. Las dos interpretaciones podían fomentar dos proyectos culturales, pero no se resolvieron en dos orientaciones políticas, porque no expresaban la existencia de dos tendencias claramente definidas en el régimen. Se limitaban, y eso ya era mucho, a señalar dos genealogías que se habían enfrentado al tema de la decadencia española. Era mucho, porque ningún discurso nacionalista pudo elaborarse en la época del fascismo sin basarse en la constatación previa de una crítica a la decadencia. En la movilización contrarrevolucionaria de la etapa republicana, ambas líneas de parentesco habían establecido campos de complicidad que parecen haberse agotado en el debate de los últimos años de la década siguiente: Unamuno y Ortega frente a Menéndez Pelayo y Maeztu. La escisión había sido mucho menos clara en el fascismo republicano que en el neotradicionalismo de Acción Española.

Diez años más tarde, para el falangismo de Laín o Tovar podía establecerse un solo territorio, que coincidía con sus detractores Calvo Serer y Pérez Embid en la necesidad de unir a toda una generación española en la tarea de expulsar de la cultura nacional todo aquello que no pudiera asimilarse. Una actitud que se presentaba en la ambición falangista de la síntesis de la revolución, o en una selección de campos integrista que negaba tal posibilidad de integración, incluso en las condiciones de absorción que el fascismo español no había dejado de matizar. Las dos posiciones son inseparables de la lógica del reconocimiento de vencedores y vencidos. En el primer caso, la integración solo se realizaba a través de la depuración. En el segundo, la depuración solo se realizaba a través de una integración sectaria. Lo que importaba para todos era el establecimiento de la amplitud o de los límites de la victoria, nunca su impugnación o el reconocimiento intelectual de las dos ideas de España que se habían manifestado como verdaderas alternativas nacionales en 1936. El debate interno, afirmando qué posición podía señalar con más firmeza la raíz fundacional de la guerra civil, podía presentarse como apertura de proyectos de futuro. Pero se trataba, sobre todo, de la consumación intelectual de un proceso iniciado dos décadas atrás, en la que la posibilidad de formular un debate reposado sobre el problema de España solo fue comprendida, por quienes convergieron en la sublevación de julio, tras cumplir el trámite indispensable de la liquidación sumaria de la «Antiespaña».