¿UNA NUEVA GENERACIÓN ESPAÑOLA?
LA HERENCIA DEL 18 DE JULIO Y EL PROBLEMA DE ESPAÑA A FINALES DE LOS AÑOS CUARENTA
INTEGRACIÓN E INTRANSIGENCIA. LA FALSA DICOTOMÍA DEL DISCURSO DEL 18 DE JULIO EN LA SEGUNDA MITAD DE LOS AÑOS CUARENTA
La construcción del discurso histórico resultaba inexcusable en una cultura nacionalista, basada en la definición del ser permanente de España y en la interpretación de cuál había sido su realización. Se trataba de un ejercicio de apropiación que, además, un método discriminatorio, permitiéndole atribuir a la experiencia histórica española su rango de pureza o de escoria. Apropiación y discriminación estaban unidas en el mismo proceso intelectual, de modo que los elementos conflictivos que pudieran salir al paso en el momento de establecer la genealogía del 18 de Julio eran consecuencia directa de una misma voluntad de construir la realidad permanente e histórica de España, recuperada a través de la guerra civil. Tales conflictos ya se habían expresado de un modo muy tenue en las primera valoraciones de la entrada de España en la modernidad, pero habían de conducir a un debate mucho más áspero cuando los temas se refirieron a los antecedentes inmediatos de la guerra civil, en los que había de buscarse una revisión del carácter del 18 de Julio y su relación con el nacionalismo de la época de la Restauración, la capacidad del Nuevo Estado para integrar distintas tradiciones culturales y los límites puestos a este afán asimilador. La conciencia de que España entraba en un nuevo periodo político, resuelta una primera fase de su institucionalización y estando a salvo la permanencia del régimen, permitía que una nueva generación de españoles pudiera presentar su propio repertorio nacionalista. Lo hacía desde la constancia de una integración doctrinal avanzada, como la que sintetizaba un catolicismo radical con un falangismo al que se reconocía su relación inicial con el fascismo en la redacción de la revista Alférez. Lo hacía, también, mostrando la voluntad de una cultura homogénea del régimen, que podía peligrar por la inserción en la tradición del 18 de Julio de sectores inaceptables, como ocurría en los jóvenes colaboradores de Arbor. En todos estos casos, la posibilidad de un conflicto se basaba en la unidad original que deseaba preservarse por todos ellos, y que, también en todos ellos, trataba de presentar un perfil propio, un énfasis particular en magisterios fundamentales, que permitiera aprovechar las expectativas de relevo de liderazgo intelectual, de control de instituciones centrales en la creación de una cultura española e incluso de orientación política del régimen al concluir la primera década de su constitución en la guerra civil.
Las condiciones políticas de 1947-1948, con la finalización de un proceso institucional y la obvia clausura de un ciclo político en Europa, y el tiempo transcurrido desde la guerra civil —desde su final y desde su principio—, podían ofrecer el marco propicio a pensar en las tareas reservadas a los jóvenes que encontraban ante ellos la consolidación de un régimen y no la tarea de iniciarlo. Esa labor de despliegue adquiría, a ojos de los protagonistas, la tonalidad de un nuevo comienzo aunque, indudablemente, asentado sobre la solidez de un sistema que fijaba la línea de una lealtad inapelable. No hay «cosa más estúpida que pensar que nosotros vayamos a renunciar a una Victoria que nos pertenece por entero», afirmaba Gaspar Gómez de la Serna en un texto de protesta e incitación a la actividad de una minoría dirigente.[1379] Al finalizar el año, Alférez podía resumir el ideario de la joven redacción sustentándolo en la misma premisa: «todos somos monumentos del orden creado el 18 de Julio y guardado por Franco».[1380] Esta convicción puntuaba la demanda del diálogo, que se manejaba como elemento característico de quienes deseaban presentarse como más integradores. «Quien lea esta revista debe saber, ante todo, que ha nacido para servir al diálogo», proclamaba Laín Entralgo en el editorial del primer número de Cuadernos hispanoamericanos. Aunque la afirmación pasaba a contrastarse rápidamente con su verdadero significado: se trataba del diálogo entre la nueva España e Hispanoamérica, en busca de la recuperación de un sentido común iniciado con la tarea de reconstrucción española. Y la discriminación de las opiniones debía aparecer con claridad al principio y al final del encuentro: a Dios correspondería la inspiración para distinguirlos, y a los españoles e hispanoamericanos la empresa «de mostrar a los hombres que todavía es posible vivir y dialogar en amoroso, lúcido orden cristiano».[1381]
La actividad política y cultural solo podía basarse en el intercambio de opiniones, en el robustecimiento del régimen a través de su apertura, pero la participación en el debate había de reducirse a quienes aceptaran «los dogmas religiosos y una serie de intangibles principios patrióticos y políticos […]. El mejor modo de conseguir la identificación en lo fundamental es estimular la disensión en lo accesorio».[1382] Los fundamentos doctrinales eran el punto en el que debía desarrollarse cualquier discrepancia que quisiera ser legítima. El relevo que deseaba tomar una nueva generación no podía alejarse de un claro perfil ideológico, del mismo modo que no podía alejarse de una respetuosa disciplina que asumiera la labor de las generaciones previas. «Aviso a los jóvenes con voluntad de originalidad: “Bien, rebélate contra el pasado, pero esfuérzate antes por entender lo que hicieron o quisieron hacer quienes te precedieron en el empeño», señalaba un Laín Entralgo a sus amigos de la revista Alférez, no sin añadir el acostumbrado y enigmático oropel de una obediencia «fecunda», con «osadía personal».[1383] Laín hablaba a quienes se habían reunido para reclamar una voz propia, que no podía tomarse mecánicamente de la generación que había preparado y hecho la guerra, y que se planteaba el problema de España en constante retórica de la insatisfacción. Reiterada esta en sucesivas entregas de la revista, uno de los miembros de más edad de la redacción, que sí había participado en la contienda, elevaba la actitud al rango de cualquier nacionalismo español digno de este nombre, enraizado en la continuidad creativa del patriotismo del 98 y el de la Falange fundacional: « Ube male patria es de filiación resueltamente cristiana […]. Convenzámonos de que el grito de Unamuno y la serena afirmación de José Antonio no eran mero repudio de una momentánea situación nacional».[1384] La nación solo podía examinarse desde la crítica rigurosa y amarga con que la contemplaron las generaciones que convergieron en el 36 procediendo del 98: una crítica que conducía a la acción y se negaba a aceptar la deformación por los altavoces de la propaganda.[1385] La reiterada referencia al joseantoniano amor a una España que no gustaba se acompañaba de la demanda de disponer de un horizonte generacional propio y de la lealtad al acopio de doctrina y acción heredado de quienes fundaron el movimiento.[1386]
La España de la victoria recogía la herencia cultural de un pensamiento político propio. En 1948 y 1949 continuó la edición de textos que mantenían esa tensión informativa del pensamiento clásico español, capaz de inspirar la senda de la reflexión constitucional del futuro y de colocar al régimen en una actitud abierta a aquellas corrientes europeas que se levantaban sobre la ruina de los principios políticos de entreguerras: El saber político de Maquiavelo, de Francisco Javier Conde; Los juristas clásicos españoles, de José Corts Grau; El pensamiento político de los juristas catalanes medievales, de Francisco Elías de Tejada; El humanismo en armas de Don Quijote, de José Antonio Maravall; El Estado según Francisco de Vitoria, de E. Naszalyi; La autoridad civil en Francisco Suárez, de M. Lanseros; o Los orígenes de la ciencia política en España, de Juan Beneyto, por citar solo algunos de ellos. Los intelectuales de raíz católica y falangista continuaban siendo intérpretes del pensamiento político español tradicional y su actualización en la crisis del liberalismo, y las páginas del principal laboratorio del régimen, la Revista de Estudios Políticos, seguían requiriendo su colaboración. La llegada a la dirección del Instituto de uno de los más destacados teóricos del Nuevo Estado, Francisco Javier Conde, pudo llegar a implicar, a medio plazo, lecturas de la historia constitucional española que planteaban una nueva caracterización del siglo XIX. Fundamentaban también nuevas necesidades en la relación entre la ciencia política, la sociología o la filosofía del Derecho y el desarrollo de estas disciplinas en Europa o Estados Unidos, algo paralelo a la normalización de las relaciones exteriores del régimen. En sus primeros años de gestión, las intenciones de Conde y su interpretación del ciclo político que se abría en España se movieron según otros criterios, mucho más limitados por la voluntad de servir al Estado acompasando «sus referencias doctrinales y su instrumental dialéctico a la realidad europea y global, a mayor gloria del régimen».[1387] Y, en estos parámetros, tal reconstrucción del pensamiento católico español de raíz moderna resultaba una pieza indispensable. Las quejas que pudieron expresarse en los círculos tradicionalistas por la selección del personal y los temas de la revista y del Instituto con la llegada de Conde podían justificar alguna preocupación en los años cincuenta, pero resultaba inadecuado pensar que la revista hubiera cambiado radicalmente sus inclinaciones de los años anteriores y, en todo caso, que lo hubiera hecho en una línea de ataque consciente y directo a quienes se sentían marginados una década más tarde.[1388]
No parece que la frecuencia de textos debidos a la pluma de personas del área católico-falangista, como Gómez de la Serna, Gómez Arboleya, Legaz Lacambra, Jordana de Pozas, Eugenio Frutos o Antonio Tovar pudiera considerarse indicio de un desequilibrio en la fusión política y cultural realizada desde comienzos de 1942. Por otro lado, de todos los autores españoles citados, solamente Tovar podía considerarse alguien que pudiera catalogarse en los términos en que lo hacía Pérez Embid en sus informes de los años cincuenta, mientras los demás podían encajar perfectamente en una tarea de síntesis entre el nacionalsindicalismo y el catolicismo. Más preocupación podía causar la aparición de la firma de Carl Schmitt en la primera entrega de 1949,[1389] o una lectura tan arriesgada de la caída del nacionalsocialismo como la que Antonio Tovar se atrevía a escribir en el siguiente número.[1390] Aun cuando la reseña de Tovar resultara tan inquietante y reveladoramente empática con la Alemania nazi, el flanco abierto por este comentario —que, por otro lado, podremos ver reiterado en actitudes comprensivas con el fascismo europeo en todos los sectores del régimen, en especial al compararlo con quienes habían ganado la guerra— pronto habría de compensarse con recensiones dedicadas a exaltar algo mucho más conveniente: la posición de los conservadores colaboracionistas con el Tercer Reich.[1391]
El propio director había desarrollado, como pocos, el esfuerzo intelectual por establecer la coincidencia entre el pensamiento moderno español y el nuevo régimen. Y, en este sentido, podía ser figura representativa de aquellos nacionalsindicalistas que hacían del catolicismo la base religiosa y jurídica sobre la que el proyecto político falangista podía realizarse en el siglo XX. La afirmación católica compartida por todos aquellos que apoyaban al régimen se constituía en línea de continuidad y modernización al mismo tiempo, que servía para calificar orgullosamente las condiciones de crisis en que se encontraba Europa frente a la seguridad de España. La conciencia de esa voluntad de síntesis, por tanto, no tenía que desembocar en los planteamientos de una España como problema, por lo menos en el sentido angustioso y sedicente en que Laín Entralgo habría de formularlo. Podía manejarse de otro modo en círculos identificados con el falangismo, incluso en quienes procedían de posiciones radicales y que, justamente en la apertura del nuevo ciclo político, iban a mostrar una mayor capacidad de adaptación a las necesidades del régimen en su conjunto. Lo que esto significa, cuando es tan conveniente caracterizar la profundidad y la naturaleza del conflicto entre distintas tendencias del sistema, se puso de manifiesto en la importante conferencia que Conde pronunció en el Ateneo de Madrid el 26 de abril de 1949. La intervención resultó lo bastante notoria no solo para ser publicada en la revista del Instituto de Estudios Políticos, sino también para aparecer en un volumen aparte.[1392] Según Conde, Europa vivía en el terror, tras experimentar los procesos de secularización renacentista y profanación liberal, cuyo resultado habían sido las alternativas catastróficas ofrecidas a los europeos desde 1914. A las falsas soluciones del fascismo, del liberalismo y del marxismo, que condujeron a la normalización de una vida sometida a «sus propios engendros, formas degeneradas de su propia europeidad», podía oponerse la solución española, en la que el europeo se inscribía «resueltamente, allende el terror, en el horizonte del temor de Dios y de la esperanza».[1393] Las referencias intelectuales ya no eran versiones edulcoradas del decisionismo, sino la actualidad del pensamiento contrarrevolucionario del XIX: Donoso Cortés o incluso las del hasta entonces apenas citado Louis de Bonald, al que Leopoldo Eulogio Palacios dedicará un estudio en la revista que Pérez Embid acusa de ser un territorio reservado al fascismo.[1394]
España como problema… o España como solución, algo que no dejaba de estar presente en el mensaje que Laín estaba elaborando en su recorrido por la cultura española entre 1875 y 1931, pero que el falangismo podía expresar de otro modo, que silenciaba herencias conflictivas, para asomarse a las razones exclusivas de España y a su integridad gloriosa a través de los principios del Movimiento y su realidad institucional. Así lo expresaba otro falangista, Gómez de la Serna, al reflexionar sobre el discurso de Franco ante las Cortes el 18 de mayo de 1949,[1395] y así lo resolvería al meditar sobre la naturaleza de la síntesis proporcionada por la sublevación de 1936.[1396] En el seno del falangismo más radical, compartiendo militancia y presunta actitud con Laín o Tovar, el Jefe Nacional del SEU lo expresaría en un lenguaje que podría firmar el más acérrimo de los pensadores reaccionarios: el cáncer liberal que había corroído España solo había encontrado respuesta en los ideólogos tradicionalistas y en la síntesis final realizada por José Antonio.[1397] En estos falangistas no solo había síntesis de liberalismo y tradicionalismo, sino fusión de las diversas tendencias tradicionalistas. La actitud podía resultar insatisfactoria para quien considerase que España había de encaminarse por una vía de reconocimiento exclusivo de una sola de las tradiciones ideológicas de la derecha, y también para quien confundiera a una de las tradiciones —la falangista de la etapa republicana— con la totalidad que su retórica proclamaba. Pero quizá sea esta posición la que encuentre un mejor acomodo en la actitud de la inmensa mayoría de los apoyos sociales del Nuevo Estado.
Esta unión española, comunidad nacional organizada de acuerdo con el pensamiento cristiano, se presenta como única europeización posible, la que surge de aquella misión que ha caracterizado a la cultura continental, avanzada por Laín al publicarse Vestigios en 1948. España se define por su «profunda tenacidad vital en la empresa de defender la realización social del Cristianismo, como cauce histórico del humano ofrecimiento, y una acusada tendencia hacia las formas activas y estéticas de la operación creadora y ofertiva».[1398] Las palabras se recogerán literalmente en España como problema, y coinciden con el espíritu con el que se plantea la realización de la empresa española, cuya relación con Europa y con América asume el viejo concepto de la Hispanidad y deroga las reclamaciones del Imperio en los textos de los propios falangistas. A España corresponde un «estado de ánimo» de autenticidad y de profundidad previos a toda acción intelectual, que se basa en la actitud religiosa de los españoles, un talante alejado de la frialdad racionalista y desconfiada con la que los europeos se han enfrentado a la modernidad.[1399] España debe actuar como vigencia cristiana que se orienta hacia Hispanoamérica, evitando su disolución en el panamericanismo[1400]. Debe continuar la tarea de los caballeros cristianos del siglo XVI.[1401] Debe salir al paso de un pesimismo americano que considere agotada la semilla que la Europa española tiene que proporcionar para la construcción del pensamiento de posguerra.[1402] Para el sacerdote chileno Osvaldo Lira, lo sustancial de España es precisamente su extrañamiento de Europa, resultado de una constitución en lucha contra el fatalismo del Islam que creó un humanismo cristiano muy distinto a los modos de existir del europeo, y que se robusteció en el ánimo moderno de la Contrarreforma. España solo puede servir a su propio destino y a su necesaria ejemplaridad en Europa y en América mediante la afirmación de ese desarrollo íntimo, que ha permitido la supervivencia de valores inéditos o agotados en el continente.[1403] La historia como obligación reclama una empresa hispánica de futuro, pero apoyándola en aquello que de peculiar tiene un pasado español. La Hispanidad podrá protagonizar un tiempo nuevo porque contiene como ningún otro espacio los valores de la Edad Media: el cristianismo, por supuesto, pero también la «unanimidad social de creencias y afectos», sobre la cual se levanta «la hora de España, rica en tesoros antiguos ya tan barridos del mundo».[1404]
Unánime carácter, única forma de ser, cultura unitaria cuya identidad reside en el catolicismo y en la plasmación de una estética que debe recuperar la intensidad y el tono del sentido religioso presente en la época de plenitud y actualizada por la resolución de la crisis del siglo XX. El estilo y la temática estaban recuperando una forma de ver el mundo que correspondía a esa España permanente, ofreciendo al mundo el prestigio de su estética humanista y cristiana.[1405] Esta dirección del arte ya se había reivindicado como opción estética del Nuevo Estado, en comparación con la contaminación judía y bolchevique de las vanguardias europeas, tan acertadamente disueltas por las medidas de depuración del nacionalsocialismo.[1406] Hoy debía reiniciarse con autenticidad, lejos de los tópicos y fiel a la tradición.[1407] La artificialidad y manierismo de la estética copiada de Europa había girado hacia un realismo popular que partía de la toma de conciencia nacional de finales del XIX y que habrá de asentarse en la España de la posguerra.[1408] El realismo popular coincidía con el humanismo que jalonaba las tendencias individualistas del español, permitiéndole escapar del artificio de las vanguardias europeas,[1409] del carácter radicalmente anticristiano de tendencias como el surrealismo,[1410] o del individualismo exacerbado, la fatiga espiritual, impericia técnica y desconcierto moral que expresaba y provocaba toda vanguardia.[1411] Incluso para quienes planteaban la oposición entre vitalismo y realismo, el ideal estético de la cultura española se alejó, desde la época de la Contrarreforma, del artificio antipersonalista de lo europeo.[1412] La congruencia entre cultura y arte debía alcanzar a la música, forzando un ideario de nacionalismo musical[1413] que integrara esta actividad en los «futuros destinos de la patria», algo que solo podía hacerse mediante una organización de la cultura que dependiera de la dirección de la Iglesia y del Estado.[1414] Y se manifestó en la valoración de una lírica española seleccionada por ser representativa de la «poesía del hombre entero», diferenciada del capricho formalista de la generación anterior a la guerra, «humanamente incompleta», a la que faltaba «el problema de la relación del hombre con Dios».[1415]
En esa relación se hallaba la identidad española, donde pudo salvarse una idea del catolicismo adaptado incesantemente a las necesidades de la sociedad contemporánea, nunca confundido con un «catolicismo social» que aspira a ejercer su influencia desde instancias religiosas en una sociedad laica.[1416] Un viejo sentido cristiano que permitía establecer la diferencia entre el destino de España y lo que de aprovechable y perenne pudiera haber en Europa.[1417] Tal perpetuidad no podía encontrarse en un pensamiento mítico que «ha desgajado al hombre de sus facultades» en los proyectos políticos totalitarios o liberales,[1418] ni en una idea de comunidad que, entrañable en sus afirmaciones patrióticas y jerárquicas, resultaba vana sin la inspiración religiosa.[1419] No podía hallarse en la secularización del pensamiento cristiano,[1420] ni en la conmovedora agonía del catolicismo tradicional en la Europa de la posguerra.[1421] Lo que Europa conservara aún de aprovechable solo podía valorarse y ejemplificarse desde una España «que tiene la fe de la que Europa carece […]. Somos los españoles escuchas en Europa de una cultura —la hispánica— que es ya otra cosa o, a la inversa, escuchas para América de Europa».[1422]
España se expresaba, en todos los sentidos posibles, sea la teoría política, el derecho, las concepciones sociales, la sensibilidad artística o la crítica literaria, en la defensa de su peculiaridad nacional católica. Solo puede enfrentarse con Europa desde la búsqueda de la actualización permanente de este perfil común a todos, sea cual sea la posición que se tome en las querellas culturales con que acaba la primera década del régimen. En 1949, George Uscatescu se refería a la crisis europea señalando que, tras la «caída en vertical de sus posibilidades doctrinales y de sus instituciones», una revolución debería restituir la base elemental del cuerpo político europeo, la comunidad nacional.[1423] En el mismo número de Cuadernos hispanoamericanos, Pedro Laín procedía a señalar las únicas vías de solución a las condiciones de crisis intelectual en que también se encuentra la nación española. Bajo el lema de «Dios y mi derecho», podía emprenderse el combate por recuperar unos principios elementales en los que brillaba la consistencia de la ilusión del 18 de Julio:
1. La voluntad de plenitud histórica; la necesidad y, a la vez, el lúcido y bien deliberado propósito de contar con todo el pasado en la configuración de la propia obra.
2. La conciencia de una nueva posibilidad histórica, después de aparentemente agotadas todas las que brindaba al hombre europeo la postura espiritual que adoptó en los siglos XVI y XVII.
3. El retorno a las cosas; la necesidad y el propósito de sustituir las fórmulas por verdaderas realidades, en lo tocante a la estructura y el conocimiento del mundo.
4. El nuevo descubrimiento de la condición personal del hombre; o, si se quiere, el tránsito de una visión de la existencia humana como individualidad y sociedad a otra visión de esa existencia como personalidad y comunidad.
5. El nuevo descubrimiento de la misteriosidad de lo real; o, de otro modo, la expresa necesidad intelectual de una «realidad» suma, fundamental, originaria y rigurosamente transintelectual.[1424]
La crisis diagnosticada por Uscatescu o Laín respondía tanto a las condiciones de insólita inseguridad en que se encontraba el hombre desde los inicios del siglo XX, como a la imposibilidad de vivir en estado de permanente zozobra. La pregunta se hacía al hombre europeo, no a ese individuo en primer lugar español que acostumbraba a ser el protagonista de las reflexiones de Laín. Las referencias intelectuales se desbrozaban y se limitaban a una sola línea: Unamuno, Ortega, Zubiri. Línea mucho más firme que la confusa promiscuidad en la que pretendieron incluirse todos los intelectuales de la restauración, todos los regeneracionistas, todos los hombres del 98, todos los que, sucediendo a esa promoción finisecular, se formaron en la crítica a sus insuficiencias. Ese ejercicio de limpieza pareció autorizarse en una elevación del punto de vista, cuyo peligro residía en perder el pie que un nacionalista como Laín no dejará de tener bien asentado en una de esas «realidades concretas» de las que hablaba: España y la actitud espiritual que la identificaba, el catolicismo actualizado histórica, política y patrióticamente por el falangismo.
LA «ESPAÑA COMO PROBLEMA» DE LAÍN ENTRALGO
En octubre de 1948, Laín Entralgo firmó el prólogo al conjunto de textos que publicará bajo el título de España como problema. Buena parte del libro concentraba ideas expuestas ampliamente en las mil páginas que sumaban Menéndez Pelayo y La generación del noventa y ocho, y copiadas literalmente en sus fragmentos más incisivos. Difícilmente podían sorprender, por tanto, las posiciones que se adoptaban en el texto, que podían incluirse en una etapa de «discusión sobre la vida española» perfectamente enmarcada por Florentino Pérez Embid a comienzos de año: el debate había que buscarlo fuera de los diarios, mentalmente perezosos y atentos a la polémica inmediata, en los textos que, teniendo puntos de vista distintos, interesaban «en función de una totalidad de la que todas ellas son elocuente testimonio».[1425] Entre los libros y los artículos citados se contaban algunos tan dispares como Embajadores sobre España, de José María de Areilza, Entre España y Gibraltar, de Ramón Serrano Suñer, Capitalismo, comunismo y cristianismo, de José Luis Arrese, Por qué cayó Alfonso XIII del duque de Maura y Melchor Fernández Almagro, Notas de una vida, del conde de Romanones, Alfonso XIII, artífice de la II República española, de Luis Ortiz Estrada, El mesianismo en el mito, la revelación y la política, de Romano Guardini, el prólogo de Ramón Menéndez Pidal al primer volumen de la Historia de España, Menéndez Pelayo y La generación del noventa y ocho, de Pedro Laín, Motivos de la España eterna, de José Corts Grau, Milicia y política, de Jorge Vigón. Finisterre, Escorial, Arbor, Cuadernos Hispanoamericanos, Alférez y Criterio se citaban como revistas de empeño cultural, sin relacionarse con posición o proyecto particular alguno, lo que resultaba natural a aquellas alturas, cuando en sus páginas se mezclaban intelectuales de todas las corrientes del régimen. Entre los textos se destacaba el prólogo de Álvaro d’Ors al libro de Guardini, y el artículo de Calvo Serer, «Una nueva generación española», publicado en el último número de Arbor de 1947 y que encabezaba la ambiciosa colección Biblioteca del Pensamiento Actual, adquiriendo con ello el rango de un manifiesto. La enumeración, de apariencia aséptica, contenía los distintos ingredientes del 18 de Julio, y justificó que a esa visión panorámica se añadieran las consideraciones citadas en extenso. Desde muy diversos puntos de vista, y desde la lealtad a un mismo sistema político, los libros y los artículos de las revistas culturales exhibían una heterogeneidad reveladora. La llamada al diálogo «sobre lo accesorio», que hemos visto plantearse en diversas intervenciones de ese mismo momento, corresponde, a ojos de Pérez Embid, a temas que podían determinar el futuro del régimen. A uno de estos temas se alude con especial vehemencia: la presunción de dos Españas legítimas que puede dar lugar al mito de la tercera España. La voluntad de plantear la integración de toda la historia española por parte de Laín no podía sino expresar algo semejante, en especial al referirse a quienes formaron parte indispensable en la construcción del Nuevo Estado. La cuestión es saber si todas estas aportaciones individuales o estas experiencias de revistas con largo recorrido se enmarcaban en proyectos contradictorios que, en sí mismos, deseaban representar en exclusiva el futuro posible del régimen. No parece que la exposición de Pérez Embid lo plantease de este modo, aun cuando su correspondencia y la de sus compañeros de grupo lo afirmasen de un modo mucho más sectario, revelando la existencia de un proyecto de hegemonía cultural que está lejos de plantearse con tal rigor en quienes son reconocidos como sus adversarios. La radicalización y, en cierto modo, los esfuerzos de institucionalización de la «discusión» recaerán en el escenario político de la siguiente década, y apartándose siempre de las propuestas que llegaron a realizarse en el campo de un debate interpretativo de la historia de España. La institucionalización del conflicto, en todo caso, se realizará no solo más tarde, sino al margen de cualquier debate cultural de este tipo.
La España como problema de Laín proponía, en su misma hipótesis sobre los obstáculos radicales a la nacionalización cultural española en la época contemporánea, una España como solución, que no podía ser otra que la del 18 de Julio, si este podía comprenderse como empresa destinada a superar los inconvenientes de una conciencia escindida entre la lealtad a la tradición católica y la búsqueda de un proyecto moderno. Tales opciones se habían manifestado como soluciones insatisfactorias y alternativas, cuya característica fundamental en el siglo XIX había sido impedir la unidad de los españoles en una tarea común, en una misma conciencia histórica: «Los agonistas del XIX viven su acción trágica partidos en dos grupos irreductibles: los “innovadores” y los “reaccionarios”».[1426] El problema de España no radicaba en la tensión entre estos extremos, sino en su incapacidad de proponer un proyecto histórico que resultara de su propia dialéctica. La bipolaridad de la construcción vulneraba la compleja trama de los procesos políticos y sociales del XIX, pero ayudaba a una construcción que se encontraba en los orígenes de todos los supuestos ideológicos del 18 de Julio. Permitía reiterar la visión fundacional del nacionalsindicalismo, tan claramente expuesta por Ramiro Ledesma Ramos en su Discurso a las juventudes de España: «Los españoles se polarizaron a lo largo del siglo XIX en torno a estas dos irreductibles fórmulas […] sin que ninguna de ellas haya rendido las armas y sin que ninguna haya asimismo triunfado en sus afanes».[1427] Tal dualidad podía buscarse, en la visión de la «pugna estéril del siglo XIX», en los textos iniciales del fascismo español, desde los proporcionados por el grupo nacionalsindicalista de las JONS hasta los que fueron el nervio de la revolución nacional de la primera síntesis fascista, la de FE-JONS, pasando por la agrupación de los fascistas católicos de José Antonio. Lo que importaba era señalar el fracaso, la nulidad, la gratuidad de la historia española hasta la llegada de la catástrofe republicana y la movilización católica y fascista. Lo importante era plantear los orígenes intelectuales de la movilización de 1936 y darle el prestigio de una verdadera comprensión de los hilos conductores de la historia española.
El relato histórico que tiene la clara y consciente finalidad de proponer una hegemonía cultural, como es el caso de las tesis nacionalistas de Laín, escoge un ámbito de reflexión y lo convierte en sentido de la evolución histórica. España como problema elude el análisis de la cuestión principal, la construcción del régimen liberal en España. Los acontecimientos se silencian para que pueda imperar con mayor impunidad la soberanía de un significado general, que identifique la insoportable experiencia cultural de la decadencia. Porque, como todo discurso fascista, como toda preocupación común a la extrema derecha europea de finales del XIX y comienzos del XX, es esa afirmación de un estado de declive la que se erige en pedestal de la crítica, para que resulte visible la línea que vincula el orgullo del pasado imperial, la conciencia crítica del siglo XVII, los remedos extranjerizantes del XVIII, el conflicto suicida entre tradicionalismo inmóvil y progresismo antiespañol. El pasado cobra envergadura de proyecto al definir el regeneracionismo y la deriva del pensamiento español en los años centrales de la Restauración. Menéndez Pelayo puede aparecer como el católico defensor del Renacimiento y, por tanto, impulsor de la idea de una modernidad específica de España, lo que necesariamente tiene que vincularse a la lucha contra la Reforma protestante y a la reivindicación de la empresa universal. La voluntad de acopio de Menéndez Pelayo se transmuta en un primer llamamiento a la integración, en una voluntad de asunción del conjunto de la historia española, aunque se olvide el puntilloso ejercicio discriminatorio que, ciertamente, poco tiene que ver con los brochazos del Padre Fonseca. El epílogo de la Historia de los heterodoxos españoles, fechado el 7 de junio de 1882, no puede leerse más que como llamamiento a una recuperación de lo único que ha permitido que se sustancie la unidad de España y la conciencia de una empresa común de los españoles. Esa unidad y esa conciencia pueden venirse abajo tras «dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica […]». Una visión amarga que no cierra la esperanza: mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración.[1428]
La biografía del escritor cántabro puede proporcionar su propia frustración, la imposibilidad de «integrar en unidad creadora su experiencia intelectual de la cultura moderna. O, mejor dicho, cómo vio su mente la actualidad creadora de tal integración».[1429] Laín debía presentar a un Menéndez que asume la condición históricamente problemática del español, asumiendo la idoneidad de la inserción española y católica en la historia futura. A partir, precisamente, de ese epílogo de 1882, Laín establece un cambio de rumbo en la posición de Menéndez Pelayo, que se comprueba en la amargura por el fracaso del otro intelectual integrador, Jaime Balmes. Una elección tan desafortunada como reveladora, si se tiene en cuenta tanto la posición política del clérigo catalán como la percepción generalizada que se tenía de su figura: el hombre que había tratado de unir a todos los sectores de la contrarrevolución española.[1430] El intelectual fascinado por lo moderno, por lo nuevo, por lo extraño, deja indicios de lo que debe tomarse como el verdadero sentido precursor de su madurez, al afirmar que la catolización del Renacimiento realizada por los españoles de la modernidad inicial había de ser continuada en la catolización del mundo contemporáneo.[1431] El propósito es la construcción de un Menéndez que levanta su obra como muro de contención frente a las dos Españas, evolucionando sobre la toma progresiva de conciencia de esa posición central. En la referencia más breve de España como problema, el propósito es evidente, al colocar a Menéndez Pelayo en una sucesión de actitudes intelectuales. Un hombre cuyo proyecto descansa «sobre una esperanza distinta a la vez del utopismo progresista […] y de la utopía integrista».[1432] No por casualidad, Laín presenta, como documentos que demuestran la irresuelta problemática de España, el epílogo de la Historia de los heterodoxos españoles y el discurso de Ortega de 1914, Vieja y nueva política, audacia intelectual que prescinde del escaso parentesco entre los textos, pero que está destinada a situar de nuevo aquellos antecedentes que resultaban más propios, menos compartidos con otras corrientes intelectuales del régimen: la generación del 98 y la que se mueve en torno al liderazgo de Ortega.
Menéndez sigue permitiendo establecer un punto de partida, pero el campamento base debe instalarse en otro lugar. Las doce páginas dedicadas a Menéndez Pelayo pasan a las cuarenta en que se resumen las afirmaciones ya hechas en La generación del noventa y ocho, y las cuarenta más que se dedican a «la europeización como programa», reducida a la reflexión sobre la trayectoria de Ortega. El adelgazamiento de la reflexión sobre Menéndez no es accidental, sino fruto de la holgura con que Laín puede moverse en un espacio que no sea de cohabitación, lo que le permite extender y relajar su discurso. Tampoco es casual que el texto dedicado a la generación del 98 copie literalmente fragmentos de lo que se ha escrito en el libro de 1945 —lo que no sucede, por lo menos hasta ese punto, con el fragmento dedicado a Menéndez Pelayo— ni, sobre todo, que la reflexión responda en escasa medida a lo que el título del libro y, ahora, del capítulo, proponían al lector. Pues no estamos ante una reflexión acerca del 98 sino en un recorrido por la obra de Unamuno, acompañada de referencias a Baroja, Azorín y Antonio Machado que, especialmente en el caso de los dos primeros, han reducido decisivamente su proporción con respecto al libro de 1945. Solo dos referencias de interés a Maeztu, precisamente para recalcar su aprendizaje de la doctrina cristiana en Vitoria, y para indicar que, junto con Azorín y Baroja, «son los más conmovidos por la consigna de regeneración». Cita necesaria para consignar la actitud del grupo de los tres, cuando se copia una declaración indispensable debida a la pluma de Azorín: «“No podía el grupo permanecer inerte ante la dolorosa mediocridad española. Había que intervenir. La idea de palingenesia de España estaba en el aire.”».[1433] La selección de Unamuno como el autor que va dando los elementos sustanciales del discurso nacionalista está plenamente justificada, no solo en el sentido de su obra, sino en los esfuerzos realizados por el fascismo de la etapa republicana para integrar la obra del filólogo vasco y la de Ortega. Hay en Laín plena lealtad al Ortega que quiere hacerse con el liderazgo generacional que Unamuno ha podido ejercer hasta la segunda década del nuevo siglo, aun cuando en el catedrático de Salamanca se rescate una actitud fundamental, que permite superar el casticismo sin renunciar al nacionalismo. Y del propio Unamuno parten los factores fundamentales con que concluye el capítulo: el sentido de la tierra vinculado al mito de Castilla, la tarea quijotesca del español ante el desafío de la historia, la posibilidad de un futuro de España en el que la singularidad de la patria se actualice en un destino universal congruente con las exigencias contemporáneas.
Ejemplificada en Ortega, la siguiente promoción de intelectuales nacionalistas se propuso activar política y socialmente lo que ha sido una ejemplar rebeldía sin más proyecto que la afirmación española y la desafección ante su pérdida de pulso histórico. Ortega y sus compañeros no evocan Europa, sino que estudian en ella y la convierten en programa de una minoría rectora. Vieja y nueva política recoge la crítica a la ineptitud y artificialidad del régimen de la Restauración. Meditaciones del Quijote, la necesidad de integrar la forma instintiva e impresionista del saber español en la meditativa conceptualización de la ciencia y la filosofía europeas. En la madurez que se cierne sobre el hombre encarado con la crisis del sistema y la catástrofe de la Gran Guerra, el Ortega de El Espectador, La España invertebrada y La rebelión de las masas gira hacia un mayor recelo hacia el racionalismo y la superioridad de Europa, plantea las posibles ventajas de una escasa modernización española, reclama la interrupción de su labor disgregadora y proclama su aristócrata confianza en una minoría a la que corresponde la preservación de la libertad y el buen gobierno. La lucidez de Ortega y de sus compañeros desvaría en los años de anunciación, llegada y despliegue de la experiencia republicana, tras haber negado la necesaria ayuda a la dictadura de Primo de Rivera, en la que, lealmente, Laín ve «una gran ocasión perdida por todos: por el dictador y por las minorías intelectuales, que no supieron o no quisieron ver en ella su prometedora oportunidad».[1434] El fracaso de la generación de Ortega se basó en la incapacidad de que los intelectuales y el catolicismo se fusionaran en una actividad resolutiva del problema de España en el periodo de entreguerras.
Laín cerraba la reflexión haciendo a los hombres nacidos en los primeros quince años del siglo los «nietos del 98», una expresión que, iniciada por Unamuno, había copiado Giménez Caballero en Genio de España. Con más detalle, Laín exponía una abusiva mezcla cuya profunda heterogeneidad resultaba funcional para las intenciones del autor. Lo que se expresaba como generación —y, con ello, se quebrantaba lo que el propio Laín había apuntado en otros lugares— no era la voluntad de un proyecto común, sino la fatalidad de una herencia compartida. «La mía, amigos, es una generación sangrienta y astillada», en la que los hombres del 18 de Julio tuvieron que «asumir el imperativo de una opción dramática: a un lado, la afirmación católica y nacional; a otro, la pura negación de esos dos principios o la afirmación de otros que los excluían a limine».[1435] La generación de la guerra civil no había podido más que poner las bases de una superación del problema de España tomando partido, reconociendo que el conflicto no podía integrarse culturalmente y que precisaba de una acción política que escogiera sobre cuál de los dos bandos en pugna podía plantearse una futura recomposición integradora. El dato resultaba crucial, porque en la guerra civil no se contemplaba el cumplimiento de un programa, sino la puesta a punto de sus cimientos. En el proyecto fascista se encontrara la voluntad de una futura integración, que solo podía realizarse partiendo de una de las dos Españas e incorporando a sus principios fundamentales lo que de la otra pudiera ser asimilado. La esencia de esa unidad recuperada, que permitía la posibilidad de resolución del problema de España, se basaba en la creencia en un catolicismo activo, intelectual, capaz de enfrentarse desde la verdad religiosa a los problemas del mundo, una fe abierta al saber humano, que permitiera hacer del cristianismo una zona de asunción de toda producción cultural, cuyos elementos de verdad podrían ser asimilados por una actitud católica moderna. Tal seguridad religiosa como sustento de la posibilidad histórica de la empresa española podría superar la polémica entre progresismo antitradicional y tradicionalismo inactual, con un empeño en cuyo centro se situara «una efectiva voluntad de integración nacional». Incluso la obra de los librepensadores era «cosa nuestra».[1436] La discriminación continuaba, porque correspondería a los intelectuales del régimen distinguir entre lo que era «intelectualmente valioso» o no, para proceder después al proceso de expropiación que condujera a la erradicación de la cultura política en la que tales aportaciones intelectuales adquirían un sentido pleno. El número extraordinario dedicado a Antonio Machado en los Cuadernos hispanoamericanos, en 1949, podía ser un buen ejemplo de ese modo de integración y de presunta superación de las dos Españas. Este encuentro se custodiaba por el magisterio de una genealogía: Ganivet, Ortega, Unamuno, Maeztu y Vázquez de Mella, y por la preservación de un espacio en el que no cabía debate alguno: el sentido católico de la existencia, la unidad, libertad y soberanía de España, y la defensa de algunos rasgos culturales básicos, entre los que se encontraba el idioma castellano.
LA ESPAÑA SIN PROBLEMA DEL GRUPO DE LA REVISTA ARBOR
En el otoño de 1949, Florentino Pérez Embid y Rafael Calvo Serer respondían al libro de Laín en una tarea que ya habían iniciado con intervenciones anteriores, destinadas siempre a afirmar un perfil del 18 de Julio que comprendiera de otro modo la historia de España y, sobre todo, la función discriminante y resolutiva de la guerra civil. Tales intervenciones eran significativas para mostrar un desacuerdo, pero creo que lo eran en mayor medida al plantearse como mutua exigencia de adhesión a lo que la movilización de 1936 había querido solucionar definitivamente. Como había de ser habitual en las intervenciones del grupo, Pérez Embid se refería al desconcierto de los jóvenes españoles identificados con la victoria de 1939 cuando se les señalaba la persistencia de dos Españas y, además, se atribuía idéntica legitimidad a ambas. Es más que dudoso que la integración de la tradición cultural española se propusiera por Laín sobre la base de esa equivalencia, con lo que la discusión partía de un desencuentro ficticio, que solo en su desarrollo concreto y en la búsqueda de objetivos de control institucional puede medir sus verdaderas circunstancias. La realidad del problema de España como enfrentamiento entre dos posiciones extremas era aceptada por Pérez Embid, quien corroboraba la posición integradora de Menéndez Pelayo en el debate sobre la ciencia española. Lo que Laín había sintetizado como posición del historiador santanderino a la altura en 1882 se consideraba una actitud intelectual de plena vigencia en 1949, y la trayectoria de la época contemporánea española como una oposición de actitudes irreconciliables e imperfectas se asumía con la misma tranquilidad.
El conflicto se abría al buscar un inicio de la crisis española y de su conciencia que no concediera a la generación del 98 y, mucho menos, a Ortega y Gasset, el papel que Laín les atribuía en la formación de la ideología preparatoria del 18 de Julio. Ninguna relación de dependencia intelectual, por tanto, podía tenerse con la generación finisecular. Los mitos movilizadores sugeridos por Laín no eran ni operativos ni apreciables cuando se asimilaba el sentido de la guerra civil: «supervaloración retórica de lo castellano, del quijotismo,[1437] del “tradicionalismo primitivo o medieval”, futuro de España soñado como magna aventura universal del hombre quijotizado». Sería frecuente esa desautorización del esteticismo para afirmar la alternativa de una acción social inspirada por el rigor del análisis y los principios políticos antiliberales, aunque es más que dudoso que las posiciones del falangismo español pudieran reducirse a un «estilo» y, mucho menos, que todos estos elementos no hubieran estado presentes —y de modo principal— en la propaganda que aglutinó la movilización de 1936, sumándoseles el mito del Estado moderno español. Y estos elementos discursivos no se habían expedientado solo en las dependencias propagandísticas de Falange, sino que habían sido esgrimidos, con singular complacencia, por quienes se habían educado en los despachos de Acción Española. El pasado en disputa se encontraba, pues, en la propia trayectoria de quienes debatían. Lo cual se ponía de manifiesto en el reproche a Laín por su escasa valoración de Maeztu, de Herrera y de los hombres de Acción Española, un sectarismo que parecía agravarse con su trato reverencial y excesivo de la obra y la actitud vital de Ortega. Tras la exaltación de su figura y la inclusión en su legado de personajes difícilmente integrables en un mismo proyecto, Laín se había limitado a señalar cuál había sido su trayectoria personal, y ni siquiera su elección en 1936 podía considerarse motivada por la asunción de actitudes confusas. Lo importante era el reconocimiento de una fractura irreversible y la necesidad de escoger militancia ante la guerra próxima, en lo que no hubo la menor vacilación: se trataba de escoger entre España y quienes intentaban destruirla. Una elección que colocaba tanto a Laín como a sus críticos en el mismo bando. Si la propia apuesta vital y política de Laín se había expresado de este modo en 1936, era lógico que Pérez Embid le recordara la obligación de mantener aquella disciplina ideológica y la posibilidad de ser fiel al liderazgo intelectual adquirido en condiciones políticas bien definidas. La pulla podía ser malévola, pero su potencia se encontraba en la trayectoria personal e intelectual de Laín, no en la perfidia de su comentarista.[1438]
Mucho menos amable con Laín Entralgo era Rafael Calvo Serer, al titular una reseña de la antología de textos de Menéndez Pelayo, a cargo de Tovar, «España, sin problema», provocativa respuesta al libro de Laín, cuyo atavío había de reiterarse en un volumen recopilatorio de los textos publicados en los dos últimos años, en la recién fundada Biblioteca del Pensamiento Actual. La referencia a quienes planteaban el problema de España «sobre una base histórica muy endeble, que anula casi la validez de los resultados a que llegan en sus preocupaciones» tenía claros destinatarios. Calvo acompañaba genéricos agradecimientos al tardío interés de Tovar con constantes reproches a la manipulación de la obra del montañés, especialmente cuando se hablaba de su antiliberalismo sin eficacia, para encajarlo luego en un contradictorio liberalismo decimonónico, o cuando su voluntad de construir una conciencia permanente de la nación española se insertaba en tendencias románticas o historicistas. Sin embargo, el núcleo argumental del ensayo de Calvo Serer no se encontraba en la respuesta dada a Tovar, sino en el establecimiento del magisterio intelectual de Menéndez Pelayo en la obra y tareas pendientes del 18 de Julio. Pérez Embid había centrado sus ataques en la vinculación de la nueva España con una tradición en la que el 98 y Ortega tuvieran un lugar no solo eminente, sino fundacional. Calvo Serer se limitaba a defender, a través de la vigencia de Menéndez Pelayo, el abandono de una visión del problema de España que se veía como inseguridad, como escasa fe en la victoria de 1939. «Las generaciones que le siguieron son las que tenían que realizar, según las exigencias actuales, el proyecto de la España inacabada; […] al obstinarse en problematizar a España, no han hecho casi siempre más que cuartear el viejo edificio a medio hacer». Menéndez Pelayo no se planteó España como problema, sino los problemas que España debía resolver, con optimismo y con la claridad de principios que se expuso en el epílogo a la Historia de los heterodoxos y en el brindis del Retiro. La objetivación de la historia de España y la posibilidad de actualizar sus premisas tradicionales, al margen de cualquier actitud romántica: era esa la vigencia de un escritor en cuya herencia podía destacarse lo permanente y actual de la empresa española: «Monarquía no cortesana, sino tradicional, hereditaria, antiparlamentaria y descentralizada». Tras la interrupción de la vida española en el siglo XVIII, la unidad nacional recuperada en la guerra civil debía reiterarse desde «los respectivos campos de trabajo». Un llamamiento al sentido de la responsabilidad de quienes habían tomado partido en 1936, ante el cumplimiento de los objetivos de la guerra civil, acompañado de la velada acusación de pesimismo, insatisfacción permanente, delectación en un estéril patriotismo crítico, falta de firmeza nacional, vacilación y atonía, que se achacaban a la persistencia de un indeseable legado de generaciones anteriores. «Evitemos a todo trance que de nosotros salten astillas que hieran a los españoles a los que corresponde el futuro», solicitaba Calvo Serer, al tiempo que atribuía maliciosamente la melancolía de una obra frustrada a «un determinado planteamiento efímero de la convivencia internacional». Tras haber resaltado la caducidad de las formas europeas de la modernidad, incluyendo en ellas el totalitarismo, esta alusión a la experiencia fascista difícilmente podía discriminar a los españoles de la guerra y la inmediata posguerra, ni podía hacerlo cuando el falangismo español se había sumergido en una españolización que guardaba algunas de sus pruebas más evidentes en los planteamiento de España como problema.[1439]
No era, en efecto, el problema de Europa el que aparecía de un modo más claro en el debate, sino el que hacía referencia a una sustancia de España que en la misma revista del CSIC podía criticarse con mayor agudeza, al ver en los planteamientos de Laín la formación de España como resultado de una Voluntad de la Historia: «Decir que una misma idea perdura a través del tiempo, equivale estrictamente a afirmar que el comienzo real de una generación dada no fue históricamente más que un recomienzo, o que tal generación fue históricamente una regeneración».[1440] Esa voluntad de participación en la construcción de una idea de España suponía la asunción de las reivindicaciones regionalistas, que Ismael Saz ha destacado justamente como factor de enfrentamiento.[1441] Tanto Pérez Embid como Calvo Serer habían apuntado esta actitud en Menéndez Pelayo, que se prolongaba de forma coherente hasta las posiciones de un nuevo regionalismo español, fijando una línea ideológica que atendía a la realización regional de la nación española. En su reseña de Las Españas, de Francisco Elías de Tejada, Pérez Embid se encargó de denunciar la soberbia castellanista, que había carecido de generosidad y rigor en el reconocimiento de las diversas tareas cumplidas históricamente por las regiones, lo que había llevado a serias dificultades para definir qué era España, lo que incluía la mordaz referencia a la «unidad de destino en lo universal». La crítica no se detenía aquí, al enjuiciar negativamente una presunción de cumplimiento de la voluntad de Dios en la realización de la empresa española, que la Providencia no tenía por qué asignar a un pueblo escogido, lo que significaba nada menos que ampliar la crítica al conjunto de los portavoces del régimen.[1442] Sin ir más lejos, en el mismo número de la revista en que Pérez Embid hacía sus consideraciones, se publicaban dos capítulos del reciente Premio Nacional de Literatura de 1947, Victoria del Cristo de Lepanto, de Carrero Blanco, en los que la inspiración divina de la batalla española contra los turcos permitía establecer ridículas analogías entre los defensores de la cristiandad en el siglo XVI y la geopolítica de la posguerra mundial.[1443] Por otro lado, en el libro de Elías de Tejada, un carlista con amplia participación en las formulaciones del Nuevo Estado, se empleaban recursos retóricos que muestran la amplia difusión de un castellanismo que no era propiedad exclusiva de una de las tendencias del régimen, ni siquiera en su formalización literaria.[1444]
Interpretación de una línea coherente de la historia de España era lo que demandaba Calvo Serer, en su artículo-manifiesto «Una nueva generación española». En ella debía identificarse una tradición católica vertebradora de España, que los jóvenes españoles tenían la fortuna de encontrar a la disposición de su ánimo creativo, gracias a las condiciones creadas por la guerra civil y la victoria. Solo en las trincheras se había purificado el significado último de lo español, acabando con heterodoxias religiosas que eran, por tanto, heterodoxias nacionales. Para enfrentarse a la crisis de la modernidad, España contaba con los recursos de una tradición iniciada en su solitaria andadura de los siglos XVI y XVII, que Menéndez Pelayo había sabido restaurar como significado de la nación española. En las posibilidades de esta actualización del cristianismo podía hallarse una solución que quedó frustrada en generosos esfuerzos patrióticos como los del 98, víctimas de su heterodoxia, o en otras actitudes extraviadas solo apreciables por su voluntad de servir a la patria: «La guerra española […] obligó a meditar sobre las consecuencias de toda mutilación. Entonces se vivió hondamente la necesidad de asimilar lo positivo de todos aquellos hombres que lucharon por nuestro resurgimiento, mezclando el error y la verdad». Desde la intransigencia de la ortodoxia, desde la afirmación de la tarea discriminatoria y generosa de la guerra civil, la nueva generación podía considerar sus motivos y posibilidades: «Tradición y actualidad, espíritu y técnica, humanismo y catolicismo, casticismo y europeidad».[1445]
La singularidad histórica española se define por la lucha entre la tradición católica y la revolución, iniciada intelectualmente en los estertores de la Edad Media. El sentido preciso del movimiento que los cristianos españoles han levantado en la guerra civil conecta con una contrarrevolución enfrentada a la quiebra cultural que supuso la impugnación del catolicismo.[1446] La reflexión de Calvo Serer encabeza el número monográfico que la revista Arbor dedica a la revolución europea de 1848. El origen de esta modificación radical que augura la función de España en el futuro no puede encontrarse en la generación del 98, que se limita a tener un «valor de contraste» al compararlo con las tareas que incumben a los jóvenes españoles. No se duda en utilizar la retórica falangista para reconocer el problema de España en sus condiciones finiseculares. Pero se niega a los hombres del 98 que consiguieran llevar su crítica al campo constructivo que mostró Menéndez Pelayo y que solo Maeztu llegará a comprender.[1447] Por ello, «Ramiro de Maeztu es el impacto del 98 en nuestro tiempo». Su muerte puede sublimar el dolor de España, y su actividad en Acción Española es reivindicación de un programa político de reconquista espiritual. Los temas del 98 pueden examinarse con mayor conciencia histórica tras la experiencia de la guerra civil, cuando ya no cabe regresar a una aceptación de Españas enfrentadas y legítimas, dado que el conflicto se ha saldado con la recuperación de la única España posible. Solamente el catolicismo, no como fe impuesta, sino como forma de organización política, social y cultural, permite la construcción de un orden congruente con la sublevación del 18 de Julio. Y solamente España puede iniciar la tarea de reconquista espiritual del mundo moderno, sobre la base del humanismo cristiano. El 98 presenta, en la diversidad regional de sus representantes, los temperamentos necesarios en la hora de España: heroísmo, eficacia, impulso vital, flexibilidad política. Tales virtudes deben reunirse con el sentido científico europeo, para proporcionar la síntesis entre españolización y europeización en el que la nueva España podrá servir a sus propósitos de siempre, sin hundirse en aquellas contradicciones y extravíos que condujeron al fracaso de la generación del 98.[1448]
Frente a la generación del 98, y frente a una presunta estirpe que se inicia en ella o en la lectura interesada de Menéndez Pelayo, se anuncia una nueva generación, que podrá calificarse presuntuosamente como la del «48», en celebración adecuada del tercer centenario de las paces de Westfalia que clausuran la tarea universal de la monarquía católica española. Este debe ser el antecedente inspirador, al que sigue la decadencia por el abandono de esta función universal y por la contaminación de la cultura española. Los trabajos de José María Jover y, sobre todo, de Vicente Palacio Atard, serán presentados como una rigurosa reflexión de historiadores profesionales, cuya función creadora de un optimismo basado en la equiparación intelectual con Europa y en la preservación de la tarea espiritual de los españoles en la Edad Moderna fue glosada con entusiasmo por Vicens Vives.[1449] Palacio Atard denunciaba la actitud del regeneracionismo español al culpar a los Austrias de una política entregada a intereses foráneos, y responsabilizaba a Unamuno de una obsesión por Europa identificada con el abandono de la tradición española vencida en 1648. Condenaba a Ortega, cuya negación del espíritu de España era demostración de su incapacidad de comprenderla. Criticaba la idea de las dos Españas divulgada por Menéndez Pidal. Exaltaba a Menéndez Pelayo y a Ramiro Ledesma, que entendieron la diferencia entre la decadencia y la derrota. España había vivido, derrotada y a la intemperie, preservando aquellos valores espirituales que señalan que haber sido vencida en el campo de batalla no era lo mismo que declarar la falsedad o la caducidad de la tradición católica por la que se inmoló. La crisis europea y la redención de España en la guerra civil permitían albergar la esperanza de que la nación tuviera una misión que cumplir en la crisis del mundo moderno.[1450]
La exaltación del XVII como derrota que dejaba en vigor la causa de España estaba lejos de contrastar con la tarea de revisión de la Edad Moderna realizada por historiadores de diversas disciplinas desde mediados de la segunda guerra mundial. De hecho, la labor de Palacio Atard lo confirmaba, pero era su vinculación a una nueva propuesta generacional, cuyo asidero deseaba encontrarse en la interpretación de la historia de España, la que concedía especial relevancia a estas afirmaciones. Pero poco sentido tendría plantear el conflicto entre modernidad y tradición, cuando la inmensa mayoría de los intelectuales del régimen planteaban que lo defendible era la singular trayectoria histórica española, moderna y católica al mismo tiempo. Ni siquiera una oposición entre europeización y españolización podía presentarse como elemento de identidad de algún sector del franquismo, cuando la defensa de la extrañeza de España se comprendía siempre como un llamamiento a cumplir una labor universal desde la afirmación nacionalista e hispanista. La fluidez de este debate acerca del ser de España y su carácter problemático puede observarse con un ejemplo elocuente. Mientras el propio Palacio Atard afirmaba, en las páginas de Arbor, su desacuerdo con Calvo Serer en el planteamiento de «España como problema», en la aparentemente mejor dispuesta Revista de Estudios Políticos —y tras la decepcionante reseña de José María Valverde—, correspondería a Nicolás Rico negar la existencia de tal entelequia, aunque planteando que no existía más distancia entre las posiciones de Laín y Calvo que las que resultaban de un esfuerzo dialéctico, gestionado en un cambio de condiciones históricas, que desplazaban la obsesiva reflexión sobre la identidad española: «de lo que se trata es de ir haciendo lo mismo, pero de modo nuevo y acorde con el cambio de la circunstancia española, o sea Europa».[1451] Lo que podía resultar más operativo, desde el punto de vista de afirmar una posición de poder cultural en el régimen, era la acusación a quienes planteaban el «problema de España» de mantener una actitud de escasa confianza con el resultado de la guerra civil. Tal ataque a una imaginaria línea de flotación pudo apreciarse en los artículos que Pérez Embid publicó en Arriba en la primavera de 1949, que se incluyeron, con trabajos posteriores, en el volumen Ambiciones españolas en 1953. En el prólogo de la recopilación, se defendía a una juventud leal a los principios del 18 de Julio, que recordaba que la guerra no fue un enfrentamiento civil, sino un conflicto entre concepciones del mundo. La guerra no solo había concluido con el sistema liberal, sino con los puntos de vista que habían ido analizándolo hasta 1936, y permitía ver que la de los vencedores no estaba «zurcida con retazos de todas las procedencias».[1452] La vuelta a un patriotismo crítico del tono del 98, que planteara la constancia del «problema de España» suponía aceptar la existencia de dos Españas legítimas y, por tanto, cancelaba la principal conquista de la sublevación de 1936: haber determinado la unidad de los españoles y la expulsión de su ámbito político y cultural de quienes no compartieran sus principios. Solo la insuficiente aceptación de tales principios podían devolver a la actualidad española las frivolidades por las que se pagó un precio tan alto. Solo las actitudes de flaqueza compensada con fanfarronería esteticista y afán de protagonismo podían hacer peligrar la unidad conseguida con tanto esfuerzo. «Los que saben lo que no quieren, tienen también que saber con precisión lo que quieren. Si no, estaremos en camino de un nuevo criticismo estéril o a merced de las tentaciones de cualquier nuevo intento de modernizar a España».[1453] La superación del patriotismo crítico era «el primer deber patriótico de los españoles jóvenes»,[1454] especialmente cuando su plasmación en el 98 había encallado en «el más incomprensible desinterés por abrir una vía hacia la síntesis; a los españoles de 1898 se les acababa la fuerza cuando acababan de protestar contra todo lo humano y todo lo divino».[1455] Era la afirmación del optimismo frente al lúgubre «monólogo bajo las estrellas» con que Laín acababa su ensayo. Era la certidumbre de la victoria como superación de las claves de la decadencia española. Era España real, no solo posible y, desde luego, no solo soñada, resuelta a no devolver a la actualidad las dudas sobre su propia legitimidad o la disposición a compartirla con los vencidos.
PERSPECTIVAS POLÍTICAS DE UN DEBATE INTELECTUAL
Era difícil que se reconociera en estas acusaciones quien había planteado una lectura del problema de España desde una aceptación no menos tajante de la victoria de 1939 y de los motivos del 18 de Julio. Aquí nadie había cerrado la ventana a la historia como fuente de legitimación, del mismo modo que, respondiendo a la acusación que pudiera arrojarse desde otro punto, todos se planteaban el 18 de Julio y la victoria como puntos de arranque, como espacio de regeneración, como despliegue en el futuro de la «eterna metafísica de España». Ni siquiera se trataba de un orden intelectual de prioridades, en el que se decidiera la preferencia por plantear el problema o los problemas de España, en un juego cuya importancia política solo podía detectarse en otros espacios del conflicto del régimen. Lo relevante, desde el punto de vista político, era que se trasladara la posición de finales de la década a la de los inicios de la guerra civil, ya que el punto de legitimación más potente de ambas posiciones no se encontraba en lo que pudiera decirse de Menéndez Pelayo, de la generación del 98 o de Ortega, sino en cuál era la representación de la unidad nacional obtenida el 18 de Julio y, en cualquier caso, del lugar de encuentro profundo y permanente en el que se habían colocado quienes asumían estos magisterios. Se trataba de otra operación intelectual de apropiación de la historia pues, en los hechos, la integración de la derecha española en vísperas de la sublevación militar careció de las fisuras sustanciales que deseaban encontrarse en la localización de conflictos que solo correspondían a la etapa de asentamiento y giro del régimen a fines de los cuarenta.
Como se hacía con los precedentes examinados en los últimos tres siglos, 1936 pasaba a ser, a una década de distancia, el punto clave de una memoria que se contemplaba por todos como punto de culminación y como punto de arranque. Solo la deformación de las actitudes integradoras de «las dos Españas» podía hacer olvidar que el falangismo reconocía solamente la legitimidad de una, la que procedía de la superación de las otras dos, permitiendo la movilización del verano de 1936. Solo esta misma deformación podía hacer que Laín fuera instalado en una benévola posición de equidistancia, de fragilidad de juicio, de legitimación idéntica de posiciones antagonistas, una actitud que él mismo había negado con vehemencia al referir lo más importante: la decisión de tomar partido en 1936, no contra unos y contra otros, sino un lugar preciso en el que tomó forma política el fascismo español. Tener que recordar esa lealtad a los propósitos de la guerra civil, cuando se ponía en duda su vigor o su sinceridad desde algunos sectores del régimen, debía de resultar irritantemente agotador, y solo podía responderse con la negativa a entrar en un debate en el que se reconociera el terreno de juego que trataban de fijar Calvo Serer o Pérez Embid, y en que Laín y sus amigos tuvieran que empezar por demostrar su inocencia. Otra cosa es que, unos años más tarde, este tipo de acusaciones —creer en dos Españas legítimas, asumir las razones de los vencidos, volver a empezar un debate sobre la integración de los españoles que la guerra solamente parecía haber interrumpido— pudiera rendir beneficios, al legitimar en una nueva manipulación de la historia intelectual las actitudes de tardía ruptura con el régimen. Pero, del mismo modo que el debate no podía reinstalar los conflictos internos de la derecha española antes del 18 de Julio, tampoco podía plantearse que el punto de vista de fines de los cuarenta contuviera ya los motivos de una disidencia con el sistema político salido de la guerra civil. Aunque, curiosamente, para los más destacados ideólogos de ambos sectores, una interesada lectura del conflicto podía destacar la pionera actitud antifascista de unos y la ejemplar voluntad de liberalización de otros. Quizás esa reputación impostada explique la amplificación de la discrepancia o, por no restarle la importancia debida en unas condiciones políticas de transición, pueda justificar haberla presentado como un juego de lealtades más o menos profundas al sentido unificador del 18 de Julio. Para los intelectuales falangistas o para quienes militaban en la propuesta de hegemonía cultural del Opus Dei, la consolidación de la dictadura era el único campo en el que podían ser efectivas sus ambiciones de influencia intelectual. No solo porque esta ofreciera posibilidades de liderazgo sin competencia de quienes habían sido vencidos en 1939, sino por algo que resultaba de esta profunda y decisiva limitación original del debate: porque las posiciones de unos y de otros solo podían comprenderse en su vinculación orgánica con el régimen formado en la guerra civil.[1456]
El discurso sobre el ser de España era un campo necesario de identidad para el régimen y espacio de conflicto natural entre sus componentes. Para todos ellos, se trataba de la afirmación de un proceso de nacionalización de masas que se había realizado en condiciones de expropiación de la españolidad del adversario. Ni Calvo ni Laín concedían ciudadanía a los vencidos, porque lo que ambos representaban era una voluntad totalizadora que se prestigiaba con el discurso de la unidad o de la integración, que implicaban siempre la reducción del adversario a la condición de arrepentido o a la de portador de unas razones que solo podían asumirse mediante su transustanciación política o su simple despolitización. La expropiación de la condición española del adversario era común, porque lo que en un caso suponía arrebatar una trayectoria histórica de largo plazo, en otro implicaba arrebatar la coherencia interna del discurso del vencido. O se hacía de este modo, o lo que pasaba a carecer de congruencia era la justificación de la movilización del 18 de Julio, a la que de ningún modo podía achacársele representar a media España, a una de las Españas posibles o a ninguna cosa, salvo la que pudiera surgir de la victoria. El proceso de regeneración nacional partía necesariamente de una selección de la materia que debía volver a nacer. Y la voluminosa experiencia discursiva que se ha ido tratando hasta aquí difícilmente permite afirmar que en el 18 de Julio se encontraron quienes tenían un proyecto acabado de España y quienes esperaban a la conclusión de la guerra para plantear operaciones de rescate intelectual que pusieran en igualdad de condiciones y en equivalencia de prestigio a quienes habían estado a uno u otro lado de la frontera trazada por una guerra civil, cuya aspiración justificativa era la liquidación política de la España que representaba el adversario.
La reflexión obsesiva sobre el ser de España respondió a una españolización de las condiciones políticas en las que el régimen afirmaba su singularidad y su voluntad de permanencia, y era congruente con el notable esfuerzo intelectual y político realizado para la integración del pensamiento tradicional español y las propuestas del nacionalsindicalismo. En esta reflexión, los diagnósticos del siglo XIX español y, en especial, sobre la interpretación de la conciencia del fracaso político del liberalismo y de sus alternativas tradicionalistas, fueron muy diversos, como lo demuestra el benévolo análisis del canovismo por Díez del Corral o su condena por García Escudero; los reproches al pactismo de Balmes de José Corts Grau o su idealización fusionista por Larraz; el elogio del reformismo tradicionalista a cargo de Suárez Verdeguer[1457] o la búsqueda, ya entrados en la década de los cincuenta, de una lógica interna profunda que diera un sentido histórico al constitucionalismo, a cargo de Sánchez Agesta;[1458] la vigencia del pensamiento de Menéndez Pelayo en una tradición que se reiteraba, perfeccionándose, a través de Unamuno y Ortega, como lo concibió Laín, o el establecimiento de una línea intelectual que solo sostenía el pensamiento de Menéndez en la renovación del tradicionalismo católico español por Ramiro de Maeztu, como lo planteó Calvo Serer. Incluso podía llegarse a establecer una línea más generosa, en la que la obra de los fundadores del nacionalsindicalismo fuera la herencia directa o indirecta de la de Menéndez Pelayo, como apuntaron, respectivamente, Calvo Serer y Laín. Tal diversidad tenía unos límites políticos muy precisos, pero disponía también de una necesaria heterogeneidad, de una flexible asunción de perspectivas que correspondían a la evolución del régimen y a las condiciones de su fundación. La mirada se lanzaba con igual intensidad y con idéntica capacidad conflictiva a otros momentos de la historia española: la apreciación del Imperio y de la decadencia han dado buena cuenta de ello, no solo en el debate sobre la modernidad del catolicismo español, sino en el del juicio sobre el ensayo y los arquetipos políticos del siglo XVII. E incluso podía encontrarse tal mirada en la inspiración de la Edad Antigua, en la que Tovar podía dar cuenta de un Sócrates tradicionalista y patriota, fiel al sentido integrador de las creencias de su ciudad y víctima del racionalismo de los sofistas, una posición que sería elogiada tanto por Laín como por el ultramontano Álvaro d’Ors, y que había tenido un claro precursor en las palabras de Eugenio Montes en Acción Española en la primavera de 1933: «a una existencia sin raíces prefiere la cicuta. […] Sócrates tiene una patria y solo una. Lo mataron porque era suyo».[1459] Mientras, Montero Díaz prefería publicar el elogio de la moral revolucionaria de los individuos superiores en el momento de la crisis de la polis clásica, algo que tanto él como Beneyto depositarían en la apreciación de Trajano o que podría expresarse en la figura de Alejandro Magno.[1460]
Una nueva generación española recibió las constantes culturales con las que habría de interpretar la utilidad de esta reflexión histórica más lejana o la adecuada inserción de los inmediatos y reconocidos precedentes del régimen en algo que dejaba de ser una mitología, para convertirse en verdadera inspiración intelectual, sesgada por su operatividad en la legitimación fundacional y en la capacidad de evolución del régimen. Las coincidencias afectivas podían encontrarse en territorios aparentemente secundarios, pero que no dejaban de expresar la lealtad a aquellos proyectos que coincidieron en su afirmación nacionalista en la defensa de una idea de Occidente. A ello correspondieron las diversas declaraciones de simpatía con los fascistas perseguidos en Europa, que incluyeron elogios de la colaboración, injurias a la resistencia antifascista y penosas defensas de los criminales de guerra: intelectuales de tan distinta posición en el régimen como Carlos Alonso del Real, Antonio Tovar, Gaspar Gómez de la Serna o Gonzalo Fernández de la Mora coincidieron con las execrables apreciaciones de Acción Católica.[1461]
Pero este sentimiento, tan revelador de una conciencia de trayecto compartido mucho más que tangencialmente con una fase de la historia europea, iba perdiendo sustancia a favor de la propia afirmación española del régimen y de la espléndida congruencia que podía hallar en un discurso nacionalista con una preocupación fundamental: la aceptación de una historia de España cuyo carácter problemático había correspondido definir, solucionar o poner en las vías de interpretación y superación adecuadas a la movilización de 1936. La generación del 98 podía ser defendida ya no contra quienes en nada se consideraran deudores de su «patriotismo crítico» inmovilizado por la estética y contaminado por la heterodoxia, sino contra las voces de un exilio al que se podía arrebatar esta tradición aprovechando la denuncia que podía hacerse de las actitudes de algunos de los integrantes del grupo. Con irritada lucidez, Álvarez de Miranda había proclamado la necesidad de esa expropiación, orientada contra quienes, desde el exterior, negaban los fundamentos culturales de la España del 18 de Julio.[1462] Con idéntica voluntad de discriminación y el aviso de su carácter integrador, Gaspar Gómez de la Serna podía establecer no solo la continuidad entre José Antonio y el 98, sino la incorporación del pensamiento de Maeztu a la unidad de la cultura política del régimen.[1463] La siguiente década presentó las circunstancias históricas en las que esta materia fundacional mostró su resistencia y su flexibilidad, una vez que el gran proceso de convergencia de la derecha española en el 18 de Julio señalara la necesaria nacionalización de un solo proyecto político de masas, destinado a evitar que la representación cultural e institucional de su poder resultara revocable.