«SUB SPECIE AETERNITATIS». HISTORIA Y LEGITIMACIÓN DEL 18 DE JULIO EN LA ETAPA DE DESFASCISTIZACIÓN (SS. XVI-XIX)
Desde el comienzo de su configuración, la cultura política del 18 de Julio quiso presentarse como revolucionaria y restauradora al mismo tiempo. La síntesis de modernidad y tradición era un aspecto más del proceso de unificación nacional, que incluía la actualización histórica de los factores permanentes de la españolidad. La búsqueda de una genealogía de la revolución nacional iba destinada a incrementar el valor añadido de la singularidad del régimen, hasta el punto de poder ofrecer, como beneficio de la guerra civil, una solución original a la quiebra del Estado moderno y a la crisis de la civilización, que enlazaba con las propuestas realizadas por España en los inicios de la Edad Moderna. Tal lealtad a una esencia española manifestada en los momentos de máxima expansión imperial permitía fundamentar el acuerdo entre los diversos componentes de la sublevación, al destacarse en todos ellos esa voluntad actualizadora. La revolución falangista, como lo hemos visto al analizar su caracterización por los máximos responsables del partido en estos años, se realizaba como preservación de la historia auténtica de España. Ello mostró hasta qué punto podían superarse, en el discurso político, el distanciamiento ideológico que podía presumirse entre una versión puramente restauracionista y una visión meramente proyectiva de los objetivos del 18 de Julio. La definición orteguiana y falangista de España como empresa, que apareció con tanta claridad en los puntos programáticos del partido antes de la guerra civil, se integró en la devolución a España de un ser permanente y extraviado, que correspondía también a la definición de los objetivos del fascismo español, pero que había planeado como propuesta exclusiva en los escenarios tradicionalistas del periodo republicano.
La tensión pudo permanecer en estos tiempos de transición, más como diferencias de énfasis que como conflicto esencial, antes de abrirse en un duro debate que estableció espacios abiertos de contienda intelectual en los últimos dos años de la década. Con ella habremos de cerrar este capítulo y la reflexión entera acerca de la cultura política del fascismo español. Antes de llegar a ese epílogo, y para situarlo adecuadamente en el desarrollo político y cultural del régimen, conviene indicar la forma en que continuó desplegándose la atención al periodo imperial, a la que algunos de los más destacados intelectuales del régimen habrán de añadir una revisión del denostado siglo XIX. Si en el primer periodo se encuentra la exaltación generalizada de un periodo de plenitud española, en el que la Contrarreforma católica informa el proyecto imperial y la universalización de la monarquía de los Austrias, en la atención a algunas figuras del XIX se perfilará una genealogía de la contrarrevolución española, cuya inclusión en los elementos precursores de la revolución nacional permitirá observar tanto los factores de conflicto como los de la comunidad de referencias en la cultura política del régimen.
BAJO LA MIRADA DE LA PLENITUD IMPERIAL
Los trabajos publicados en los primeros años de la posguerra ya habían indicado la forma en que había de asumirse la reivindicación del pasado imperial y de la monarquía universal como parte esencial del proyecto del régimen. Entonces, se afirmó una lealtad a lo que España había sido como impulso de actualización del catolicismo, como sujeto de innovación y revitalización, incluso de modernización, de una concepción cristiana de la sociedad y del poder político. El mito imperial, como instancia de la que podían emanar actitudes heroicas, dispuestas a restablecer la hegemonía española, iba cediendo el paso al reencuentro con una tradición excepcional, la de la España contrarreformista cuyos postulados solitarios acabaron siendo vencidos por la superior capacidad militar y económica de las nuevas potencias europeas. La España moderna y sus vicisitudes de expansión y declive eran un espacio de referencia moral que desbordaba la vehemente fragilidad de un recurso estético, porque el pasado resultaba más fecundo al proporcionar un antecedente que cristalizando en una frustración. Ese paso de la exaltación del esfuerzo inútil a la valoración del conflicto entre empresa justa y condiciones adversas, que incluía la crítica al error de perspectiva de los objetivos imperiales, puede indicar la maduración que se produce en el pensamiento español, cuando los vencedores en la guerra civil tienen que situar el objetivo de salvar las causas de la sublevación dotando de flexibilidad política al régimen. La experiencia del Imperio y de la monarquía universal no crispaba el recuerdo de una empresa desmesurada, sino que aseguraba los enclaves de una genealogía. La solución de continuidad levantada por la guerra civil era una inmensa rectificación histórica, destinada a recuperar la línea de afirmación española. La recuperación de la permanencia profunda de lo español superaba la estridente satisfacción de las consignas imperiales, para nutrir lo que verdaderamente necesitaba un régimen que trataba de perpetuarse tras la victoria: inculcar, en la cultura política que estaba fabricando, el sentido de pertenencia a una dilatada experiencia histórica. Más que un estilo, se trataba de una meditación, destinada a proporcionar a la revolución nacional un precedente propio en la apertura del mundo moderno, en el que pudiera realizarse una síntesis atractiva y valiosa: la defensa de la ruptura realizada ya entonces a favor de la autoridad de un Estado imperial y la voluntad de preservación de la unidad de la comunidad cristiana que también entonces justificó las tareas de la monarquía.
Es difícil considerar que esta tarea fuera secundaria, cuando el régimen había de afrontar en tan diversas instancias sus objetivos de permanencia a través de la hipertrofia de su singularidad. Para uno de los autores que contemplaba esta necesidad de identificación, Laín Entralgo, las cosas debían afrontarse de este modo, siendo la tarea del intelectual respuesta angustiada ante una España problemática, cuya trayectoria solamente podía comprenderse yendo en busca de los ajustes entre su ser y sus circunstancias históricas. En palabras pronunciadas en la Academia de Mandos «José Antonio», Laín distinguía tres tipos de problemas históricos: los que proceden de una etapa de perfeccionamiento, cuando la nación «aspira a cumplir perfectamente una misión de la que se sintió titular»; los que responden a la necesidad de defender lo obtenido en otra época; y los que, mucho más graves, se enfrentan al ser o no ser de la nación misma. El origen de este último problema, como radical problema de España que caracterizaría los debates intelectuales y los conflictos políticos de los últimos ciento cincuenta años, se encontraba en la crisis del siglo XVII.[1266] El mal no se encontraba ni siquiera en lo rotundo de la derrota sufrida, sino en que aquello por lo que había luchado España resultara inútil en su devaluación en el pensamiento de los siglos XVIII y XIX. La crítica a la empresa imperial se contempló como algo muy distinto a un debate académico acerca del pasado. Se estimó como la negativa a aceptar una tradición, como el rechazo de un episodio en el que debía verse la realización histórica de España. Desde la Ilustración, la ideología antinacional, por nobles que fueran algunos de sus intelectuales, surgía de «la actitud de renegar totalmente de la tradición española, de lo que España había supuesto en los siglos XV y XVI, de lo que fue la empresa española, por la que España se constituyó como una idea puramente de la historia universal».[1267] En la gran rectificación cultural del Nuevo Estado, la reafirmación de estos motivos no era un asunto de interés académico y ni siquiera de justificación elaborada por las elites, sino de necesidad de completar el proceso de nacionalización de las masas iniciado en la guerra civil, y culminado en esta reincorporación de España a su tradición renovada. La captación de este carácter fundacional de la época moderna había de manifestarse en la abundancia de las actividades destinadas a afirmarla: la celebración de los aniversarios de escritores esenciales, como el de Vives en 1940, el de Quevedo en 1945, el de Vitoria en 1946 o el de Cervantes en 1947, los cursos destinados al Frente de Juventudes o al Sindicato Español Universitario, la frecuencia de los ensayos aparecidos en revistas como Escorial, Arbor, Revista de Estudios Políticos o Cisneros, los títulos dedicados en colecciones como los Breviarios del Pensamiento Español, así como los numerosas e importantes investigaciones universitarias de este periodo.
TIEMPO DE HIDALGOS. LA SUPERACIÓN ESPAÑOLA DE LAS CLASES SOCIALES
La realización de la empresa española generaba figuras emblemáticas en las que se encontraba el arquetipo nacional, en coherencia con el rechazo del casticismo abúlico, superficial y caricaturesco, que ya habían denunciado el tradicionalismo y el regeneracionismo en el cruce de los dos últimos siglos. Sin referencia a personaje histórico o de ficción particular, la creación del modo de vida del hidalgo como realidad histórica ejemplar podía identificarse con el «caballero cristiano» que García Morente elaboró durante la guerra civil. Se establecía, así, el carácter permanente y peculiar del español. Alfonso García Valdecasas dedicó al tema un importante ensayo, contemporáneo de la búsqueda de destinos ejemplares concretos, sacados de la literatura o de la mitificación histórica: su trabajo sobre el hidalgo se publicaba en el mismo número de la revista Escorial —la primera entrega de 1943— en que sus páginas acogían el brillante análisis de las figuras de Antígona y Creonte escrito por Antonio Tovar, la extensa y erudita reflexión sobre la figura de Don Juan en el 98 a cargo de Lázaro Montero, o la amarga derrota del vitalismo del individuo ante las circunstancias, contraste con el modo de vivir caballeresco, que la figura del Lazarillo encarna lamentablemente, a ojos de Manuel Muñoz Cortés. La figura del hidalgo representaba, para García Valdecasas, la opción posible que los jóvenes rebeldes de los años finales de la Restauración y de la República podían esgrimir frente a la alternativa indeseable de la burguesía o del proletariado: «Si nuestro ser de españoles responde al ser genuino de la Patria, nuestra versión actual del hidalgo será fiel al pasado y viva verdad para el futuro».[1268] El hidalgo es forma representativa, pero solo porque ha sido ideal de vida asumido por los españoles en los tiempos de su realización histórica plena. Acepta las jerarquías sociales, pero entendiéndolas como causa de servicio y situaciones transitorias que habrán de considerarse a la luz del esfuerzo y la bondad de cada uno. Asume la inmensa circunstancia del Imperio, adquiriendo una actitud de dignidad ajena a toda ligereza. Frente a la elegancia deportiva del gentleman, el hidalgo dispone del sentimiento del honor que se vincula a las armas. Frente a sus buenas maneras, el hidalgo puede presentar el sosiego de sus virtudes íntimas. Las condiciones históricas del siglo XVI español habrán de proporcionar una distinción especial al hidalgo, porque la actitud del español se construye sobre los principios de la Contrarreforma.[1269] A ese mismo sentido teológico correspondía el desprecio por el éxito o el fracaso de las empresas y la valoración del esfuerzo y la honestidad depositados en ellas. Los españoles del siglo XVII perseveraron en su lucha por los ideales que habían construido la monarquía universal, impulsados por su deseo de vivir dignamente, por su disposición al heroísmo y su desprecio de la muerte. García Valdecasas podía defender la figura del hidalgo frente a su maestro Ortega, que en su Meditación de la técnica, había reprochado a este modo de ser su rechazo al trabajo y su decisión de vivir en la miseria antes que entregarse a la laboriosidad. Poco podía oponer a esta acusación el autor, más que defender la posibilidad de que tal actitud negativa pudiera cancelarse, como lo había indicado la literatura española posterior, debía señalarse la necesidad de volver al hombre esencial, «que no se siente depender del mundo y del éxito, sino de él mismo y de Dios».[1270]
Esta visión del hidalgo castellano, que describía circunstancias reales a recuperar y que, por tanto, no resultaba idealización, se encontraba en todas las corrientes del régimen. Así lo indicaba el tradicionalista Francisco Elías de Tejada, al caracterizar la vida del portorriqueño Eugenio María de Hostos y su utilidad para la experiencia española de fines de la década de los cuarenta: «de esta fibra de hidalgos es la talla barroqueña en que se talla el estilo suyo […]: la misma sed heroica de depuraciones interiores y el propio apego al estricto cumplimiento del deber».[1271] Un modelo que, en sus atributos morales, Antonio de Marichalar recalcó al matizar las características de conducta personal virtuosa que se asociaba al caballero y al hidalgo en los inicios de la Edad Moderna. «Importa subrayar ese carácter personal de la honradez. Coincide con el Renacimiento».[1272] La valoración de esta figura española se sitúa en su especial modernidad, en una circunstancia en que el ideal católico canaliza virtudes que permiten proyectar la libre voluntad del creyente para vencer al azar. El hidalgo es hombre que actúa, es individuo que se enfrenta con realismo a un mundo en el que su existencia no se rescata en rasgos simbólicos, sino en experiencias concretas. Esa defensa de la individualidad se basa en el predominio de la persona considerada cristianamente como origen de la sociedad orgánica y jerarquizada, en busca del bien común que, contrariamente a lo que puede entenderse en su versión más simple, no es el bien de todos, sino el de los dos elementos que contiene la acción del cristiano: el bien en su dimensión social y el bien en su dimensión natural.
El enlace es el que permite salvar una modernidad católica: el individuo renacentista, el humanista del siglo XVI dispuesto a modificar las condiciones del mundo, no se opone al miembro de la comunidad medieval, sino que es la plena realización del hombre pensado por los teólogos de los dos últimos siglos de la Edad Media. No podían establecerse distintas valoraciones sobre el momento de máxima realización de la empresa española y de fundamentación de la Hispanidad, rechazando la época moderna o viendo el esfuerzo español como una simple resistencia al ideario renacentista. Este juicio llevaría a considerar que aquel periodo ejemplar, cuyo espíritu había inspirado la sublevación de 1936, se hacía virtuoso en el aislamiento, en las posiciones políticas y religiosas extravagantes, en un anacronismo valioso en comparación con el avance degradante del resto de las naciones.[1273] Tal equipaje ideológico podía legitimar a un régimen que deseaba subrayar los elementos de continuidad con un pasado, pero siempre y cuando este hubiera sido congruente con su tiempo y develara una singularidad en el proceso histórico español, en el que la entrada en el mundo moderno se hiciera sin timidez, haciendo posible que la tradición cristiana se confirmara en el ideario humanista del Renacimiento y en la renovación católica de la Contrarreforma. Solo asumiendo la empresa española de los siglos XVI y XVII, y recalcando su trayectoria excepcional, podía dotarse al 18 de Julio de un carácter de regreso a la esencia de la monarquía católica, cuando fue esta condición religiosa la que dio impulso, relevancia y especificidad a la construcción de la nación española. El hidalgo no era el tipo moral de una resonancia anacrónica conmovedora, en la que los españoles luchaban asidos a su incongruencia con el mundo. Era el representante de una españolidad cuya vinculación definitiva con el catolicismo obedecía a las soluciones que la tradición cristiana podía ofrecer a los desafíos del mundo moderno, permitiendo la integración de las tareas del hombre nuevo en una empresa universal. La reivindicación de Menéndez Pelayo por los falangistas Laín y Tovar, que tanta amargura causó en los medios del Opus Dei, podía encontrar un sólido apoyo en la defensa del Renacimiento español por el erudito santanderino, aunque ello le costara la ingratitud conservadora y los furiosos ataques del integrismo. En ese catolicismo que se apoyaba en defensa de una modernidad específica española podía reposar la utilidad de un trayecto singular y, por su mirada hacia el pasado, permanente. En él se encontraba la posibilidad de una síntesis política y la integración cultural del régimen. A él podían corresponder las afirmaciones de una investigadora de inclinaciones tradicionalistas, que iniciaba así su reflexión sobre el pensamiento moderno español: «el desdoblamiento de nuestro hombre del siglo XVI no supone pugna, es más bien pletórico desplegamiento».[1274]
LA DECADENCIA, ENTRE LA CRÍTICA Y LA FICCIÓN. CERVANTES Y QUEVEDO
Al celebrarse el cuarto centenario de Cervantes, el ministro Ibáñez Martín destacó la proyección hacia el futuro de los valores españoles y cristianos que encarnaba el personaje. La singularidad del desarrollo histórico español había permitido proporcionar a la posteridad y, por tanto, a la actualidad de la crisis del siglo XX, la defensa de la dignidad de la persona, soberanía del individuo, respeto a la ley, armonía de las relaciones sociales y exaltación del derecho natural. «Ello quiere decir, señores, que el Quijote es la primera carta constitucional de la historia literaria».[1275] Una noción que se insertaba en la salvación de la libertad personal por el Concilio de Trento, al defenderse la acción justiciera del hidalgo «en la época en la que la noción del libre albedrío pudo estar seriamente oscurecida».[1276] Como no podía ser de otra manera, la retórica oficial con la que el ministro alimentaba a sus oyentes se aderezaba con espesas referencias a la lucha del Quijote contra el letargo nacional de la decadencia, contra el olvido de la propia grandeza y contra el abandono de la lucha en pos de un ideal, que se asignaban a lo que solo desde los ojos de la extraviada modernidad europea —y desde los de sus agentes españoles— podía contemplarse como locura. La analogía resultaba absurdamente sencilla: volvía la burla del extranjero sobre la cordura española; el sombrío paisaje del mundo contrastaba con la proclamación española de la justicia y la paz; el espíritu permanente de España se encarnaba de nuevo en la tarea del régimen, que había salvado el código cristiano de un pueblo más ignorado que incomprendido.
La extenuante retórica de Ibáñez Martín salía al paso de algo que puede resultar menos evidente o que se comprende en los límites estrictos de las conmemoraciones desganadas. En el personaje cervantino habitaba el sentido de la libertad personal y de la empresa católica que nada tenían que ver con la nostalgia de un viejo tiempo de caballerías, sino con las posibilidades de un Estado moderno, expresado en el esfuerzo español del siglo XVI y XVII y recreado en la sublevación de 1936. Salvador Lisarrague apreciaba un «sentido de la realidad» en la novela que procede de esa congruencia con su tiempo y esa inspiración permanente sobre la política española: «El Imperio español es, por entonces portador de la primera política universal verificada en la historia de Occidente».[1277] Propuesta de organización del mundo que no podía simbolizarse como la lucha entre una realidad adversa y una bondadosa fantasía. Ni sirve el cansancio de la empresa proclamado por Maeztu ni es útil la melancolía invocada por Ortega, porque Don Quijote no se escribe con el ánimo de un escritor del 98 enfrentado a la decadencia española, sino con el espíritu de un crítico del medievalismo, defensor de la modernidad católica singular que España representa. El realismo del hidalgo sostiene una verdad universal, frente al chato particularismo de Sancho Panza, resignado a lo que las cosas son. La lucha se ha realizado en defensa de ideales imperecederos que han dado forma a una empresa análoga a la de España. Pero no se ha tratado de un combate a grupas del concepto medieval del caballero andante, sino en brazos de los principios del caballero cristiano. El catolicismo de la propuesta española permite la antinomia entre realidad e idea, y la superación de las corrientes racionalistas, idealistas y positivistas sobre las que se han construido los proyectos políticos desde los tiempos de Cervantes. El mundo no es simple organización de la razón humana ni conjunto de datos que se ofrecen a su experiencia. El hombre libre, inspirado por Dios, desarrolla en la historia su destino, en defensa de la verdad objetiva del cristianismo. Por ello, Francisco Maldonado de Guevara podía asignar al hidalgo manchego las virtudes de justicia y misericordia propias del clasicismo romano, al tiempo que sostenía la capacidad del texto de establecer la congruencia entre el Renacimiento y el cristianismo, proponiendo una lectura modernizadora del Imperio que reconociera la influencia y superación del idealismo medieval.[1278]
Lejos de esta interpretación se encontraba la referencia de Ramón de Garciasol a un siglo XVII español contemplado como país «que no supo vivir para la tierra, sino para el cielo; no para la política, con la que se mantienen los imperios, y sí para el heroísmo y la gloria».[1279] Para Garciasol, El Quijote era el himno deslumbrante y melancólico, amortiguado por el sentido del humor y la ironía, de un pueblo cuyo «sentido de la realidad era menos valioso que el empuje heroico».[1280] Tal actitud puede suponerse, por el contrario, la base real sobre la que se ha sostenido la grandeza de España hasta llegar a 1936: el quijotismo de la época imperial, el bajo espíritu realista e interesado de Sancho Panza, a partir del XVIII, en los apuntes esmerados de los cursos de formación del Frente de Juventudes.[1281] En la misma publicación falangista, sin embargo, la reiteración del mito provoca estimación y cólera: «ya pasó para nosotros el tiempo de las bobadas —en lo que tuvo de chiflado nuestro ingenioso hidalgo—».[1282] La estimación estética se acompaña de una condena política, una incongruencia con la historia que será radicalizada por algunos sectores del falangismo. Antonio Castro Villacañas saldrá al paso de la construcción de un mito de Don Quijote como representación del revolucionario español justiciero, enfrentado a la mediocridad del mundo que desea transformar. Por el contrario, Don Quijote es «el cincuentón que busca de viejo las empresas que no se atrevió a hacer de joven, el burgués reaccionario que solo puede entusiasmar a los viejos de espíritu».[1283] La aspereza del lenguaje es inseparable del medio y del momento, cuando se anuncian querellas ideológicas cuyo conflicto se ejerce, necesariamente, también en el ámbito de esta actualización del pasado. A estos mismos medios y a estos mismos conflictos corresponde la escisión que Ángel Álvarez de Miranda trazará entre el joven Cervantes de Lepanto y el sabio envejecido que transcribe su desilusión en El Quijote. Los jóvenes victoriosos en la guerra civil pueden presentarse ante la crítica como la primera generación española que ha podido leer la novela en el paisaje inusitado de las trincheras, decidiendo allí que la locura del héroe cervantino pesaba demasiado en su mochila, en comparación con el hombre de carne y hueso que asumió su juventud en actividad de milicia.[1284] Resulta comprensible este rechazo del Quijote por quienes podían temer la exaltación literaria de un heroísmo romántico, destinado a la derrota, desvarío de la vejez, estilo carente de sentido de la realidad, que podía ser utilizado como pretexto para la caricaturización del estilo político de una generación de combatientes, y a oponer al idealismo el sosiego pragmático de una nueva actitud normalizada. La generación formada en el frente, defensora de la legitimación del Nuevo Estado por la guerra civil, se acercaba a esta exaltación del Cervantes de Lepanto frente al del Quijote, del mismo modo que podía realizar una lectura del «discurso de las armas y las letras» cervantino para exaltar una moral del combatiente cristiano, cuya decisión de entregar la vida en la contienda sagrada no debía confundirse con un voluptuoso y paganizante culto de la muerte como finalidad en sí misma.[1285] Carlos Alonso del Real podía señalar el sentido de esa insatisfacción en un orden más profundo, que se refería a la defunción de un tiempo y un carácter que ya no podíamos conocer: «los muertos se murieron de veras; los europeos nos hemos quedado sin clásicos, nos hemos quedado sin sombra».[1286]
En esta coyuntura delicada de 1948, otro intelectual falangista, José Antonio Maravall, publicó un ensayo mucho más complejo, en el que se analizaba el impacto de la modernización europea del siglo XVI en la mentalidad de los españoles, tomando el modo de hacer de Don Quijote como ejemplo de resistencia y detector de las posibilidades de una modernización a la española —es decir, de acuerdo con el ideal contrarreformista—. El anacronismo medievalizante que representa Don Quijote resulta útil para denunciar la especulación monetaria, la corrupción burocrática o la falta de moralidad de la milicia profesional, frente a las que Don Alonso Quijano levanta una voluntad inflexible capaz de desentenderse de las limitaciones de la realidad y de fabricar, así, las condiciones de un pensamiento utópico y restaurador. El viaje del esforzado hidalgo que desea convertirse en caballero no sirve solo para mostrar su soledad ante un mundo que no reconoce sus valores periclitados, sino para subrayar la manera en que puede degradarse el proceso de modernización. El rechazo de la idea maquiavélica de fortuna y la confianza en el propio esfuerzo determina una moral que habrá de fundamentar la idea de la sociedad y de la política de un cristiano español moderno. Incluso el concepto de la fama, que Don Quijote busca tan afanosamente, será depurado por Cervantes de la simple vanidad del humanismo para depositarla en la reflexión de los teólogos: la fama es el resultado del ejercicio de la virtud, y es lo que permite la construcción de una ejemplaridad que aparte a los hombres del mal. La mejora del hombre habrá de realizarse a través de los efectos beneficiosos de la acción individual, pero ello no excluye una mentalidad reformista y arbitrista que se enfrenta al desorden de la sociedad y al mal gobierno. Para acabar con ellas, y para su perfección personal, Don Quijote se esfuerza en el servicio de las armas, que la sociedad moderna está colocando en manos de un ejército regular. La condena cervantina del anacronismo reconstruye la formulación de una utopía, pero expresa también el reformismo social de un humanista católico. La sociedad que se resiste al cambio, la falsificación de los desafíos de la modernidad o los esfuerzos para preservar situaciones de privilegio son satirizados. Pero el personaje honesto de Don Quijote, a través de la exasperación de una restauración utópica, de un anacronismo caballeresco, desvela las posibilidades del caballero cristiano.[1287] La afirmación del reformismo social cervantino, a través de la soberbia reconstrucción del fracaso de un Quijote cuyo anacronismo es tratar de resolver las cosas a solas, será matizado por los defensores del beneficioso apoliticismo de los españoles, que podía tener una relación mucho más directa con una visión de la sublevación de 1936 como regreso a un orden natural y, sobre todo, que rechazara la concepción democrática del Estado: «Más que políticos, nuestros escritores de todos los tiempos son misioneros cristianos que quieren llevar al Estado la fe que animará los corazones y los mandamientos que alumbran el sendero de las tareas cotidianas».[1288]
Francisco de Quevedo habrá de formar parte de esta genealogía de hombres honrados que se enfrentan al mal gobierno a favor de la preservación del modo cristiano de hacer política y de resolver los problemas con que se enfrenta una nación en la crisis de la modernidad. Si el modelo cervantino se acercaba al individuo en periodo de transición, Quevedo podrá ser utilizado como instrumento de denuncia de los Austrias menores y de exaltación de unos intelectuales representativos, porque averiguan en sus contemporáneos la asunción de los valores de una sociedad católica. Si el heterodoxo Marañón denunció a un personaje mitificado, que trató siempre de preservar su situación a través de la intriga y la venalidad,[1289] la figura del escritor fue generalmente presentada como ejemplo de los valores de un catolicismo crítico con el poder que se apartaba de su justificación. El propio Maravall, dedicado en los años cuarenta al estudio del pensamiento político español del XVII, fundamentación de la alternativa católica al Estado moderno europeo, sostendrá la validez de la defensa de la libertad individual protegida por las instituciones representativas tradicionales en la obra de Quevedo. Su labor excepcional es, precisamente, la definición y defensa de las Cortes en unos años en que los escritores del barroco prescinden de este tema para referirse tan solo a las virtudes de un príncipe cristiano opuesto al modelo maquiavélico. Planteada en estos términos la reivindicación de Quevedo a la altura de 1946, su utilidad política inmediata se hace patente en este periodo de institucionalización del régimen.[1290] En especial cuando a Maravall corresponderá también la crítica a los factores anacrónicos de la idea imperial de Carlos V y su resonancia en la crisis política española de finales del siglo XVII,[1291] lo que podía utilizarse como advertencia de pragmatismo frente a la escueta mitificación imperial realizada en los primeros años del fascismo español.
La amortiguación de este entusiasmo —que bien podía detectarse en las quejas de los más jóvenes falangistas a fines de la década— se compensaba con el vigor concedido a aquello que realmente podía tener congruencia con las necesidades del sistema: el elogio de la prudencia política católica de los escritores del XVII. En esta línea se encontraba la monarquía que había defendido Quevedo, pues esta podía utilizarse incluso para defender una idea del poder monárquico referida a la concentración del poder en una sola persona, independientemente de que tal situación fuera el resultado de la herencia o de la elección. «Y ahí reside el gran error de tanto monárquico de nuestros días: confundir una esencia, o razón formal abstracta con uno cualquiera de sus tipos concretos».[1292] La concentración del poder y la representación en una persona no puede confundirse con el despotismo: se trata de una circunstancia cuya legitimidad y justicia dependerá del uso de la autoridad y, por tanto, de su negativa a seguir la línea que, iniciada en las monarquías no tradicionales del Renacimiento, concluyen en el liberalismo y el totalitarismo.[1293] La vinculación del personaje a la actualidad política española se realizará de forma menos directa y más matizada en la mayoría de las ocasiones, aun cuando en todas ellas podrá manifestarse cómo el interés intelectual por este periodo siempre contiene un sentimiento de contemporaneidad y el valor de un ejemplo para las necesidades del proyecto político del 18 de Julio. Algo que podrá detectarse en textos que parecen más estrictamente literarios, como los que Luis Rosales dedica a la sátira del XVII como deformación de la conciencia nacional.[1294] Esa misma iluminación para los problemas actuales contendrá el examen de las peripecias diplomáticas de Quevedo al servicio del duque de Osuna, representante de la vieja nobleza castellana frente a la corrupción del duque de Lerma,[1295] o la reivindicación de un Quevedo defensor de la monarquía española contra las calumnias propagadas por los escritores extranjeros.[1296] Contará, sobre todo, el Quevedo que representa, en su poesía, el amor del hombre cristiano a la vida, la fragilidad del bienestar material, la necesidad de la cultura y su identificación entre patriotismo y religión, que en el pensamiento de un falangista como Laín continuaba construyendo el arquetipo del español histórico.[1297]
EL PRÍNCIPE Y LOS MONARCAS. ARQUETIPOS DE AUTORIDAD Y FINES DEL ESTADO
Esta representación del siglo XVI y XVII en las necesidades culturales y políticas del régimen siguió hallando un punto crucial en la estimación de los monarcas españoles del periodo de expansión. En 1945, Ángel Ferrari publicó el estudio sobre el proyecto y la imagen política de Fernando el Católico del que había ido editando algunos avances, como los que vieron la luz en Escorial en 1942.[1298] El historiador andaluz reflejó los intereses culturales de la España de aquel momento, al estudiar la imagen del monarca en la literatura barroca y al considerarlo de acuerdo con el conflicto entre la legitimidad del Estado católico y la razón de Estado maquiavélica.[1299] Debe recordarse que los trabajos de teoría política desarrollados por los cuadros del régimen en esta fase habían hecho especial hincapié en la crítica a Maquiavelo y al concepto moderno de razón de Estado, precisamente para afirmar la línea de coherencia con la autoridad católica que había dibujado la parábola del imperio y de la monarquía universal, y que se apuntaba ahora en el Nuevo Estado. La inevitable referencia al monarca había de tratar con los incómodos elogios que le dispensaron Maquiavelo y sus seguidores, así como las críticas que brotaron del pensamiento católico en los años en que se reaccionó contra las formas adoptadas por el Estado moderno. Por ello, algunos trabajos destacarían la función pacificadora de Fernando,[1300] mientras otros acentuaban su carácter de creador de un orden congruente con el sentido cristiano de la representación y la libertad.[1301]
Las figuras de los Reyes Católicos y los dos primeros Austrias siempre fueron atendidas, ya fuera con ensayos propios o con la elogiosa edición de biografías extranjeras cuya traducción y edición era confiada a intelectuales de importancia en el régimen. Así, Gómez Tello podía comentar la biografía de Carlos V escrita por Karl Brandi anotando: «lo que él llama gran estilo de Carlos […] es la armazón estatal consolidada del catolicismo español».[1302] Ramón de Carande prologaba el estudio de Peter Rassow sobre el emperador, reconociendo que «solo con facultades nada comunes pudo vencer a la contradicción existente entre su espíritu caballeresco que busca siempre soluciones universales y la política nacional realista, que donde quiera interpone obstáculos a la hegemonía y a la unidad cristiana».[1303] En 1942, Cultura Española publicaba Felipe II, Bosquejo de una vida y de una época, de Ludwig Pfandl, traducido por José Corts Grau. Al año siguiente, Martín Almagro traducía y editaba Felipe II, o religión y poder, de Reinhold Schneider, presentado como un esfuerzo editorial destinado a dar a conocer a los españoles las obras favorables a la trayectoria del monarca. El libro permitía abrigar esperanzas en momentos de soledad española, cuando parecía abrirse paso una revisión de nuestra historia despojada de prejuicios seculares: «cada vez es más cierto que tal es nuestro destino: o el ser atacados y también defendidos, siempre concediéndosenos una categoría de pueblo esencial y creador en el mundo».[1304] En el mismo año, se publicaba la cuarta edición de la biografía de Isabel la Católica de William Thomas Walsh. Martín Almagro volvía a dar un sentido preciso a la publicación, al incluir un epílogo donde deseaban matizarse algunas afirmaciones del autor. Por un lado, debía rectificarse la posición subordinada del rey Fernando, «español auténtico por su raza y por ánimo, ya que es totalmente falso cuanto se insinúa en el texto de este libro respecto a unos posibles antecedentes de origen judío». A ello se añadía una rectificación del mismo carácter, señalando que Walsh, quizá para dar «mayor sugestión al relato» [ sic], había exagerado la importancia de los judíos y los conversos en aquella época. Los judíos y los conversos, que en toda Europa habían sido un elemento disolvente, habían carecido de la influencia que se les daba en el texto «para aumentar el interés novelesco de una lectura histórica». Un propósito que se contradecía con el reconocimiento del uso de fuentes históricas, que eran rápidamente despejadas por su evidente «hebreofilia». A pesar de estos reproches, el libro se había traducido, editado y recomendado por su línea general de elogio de la tarea católica de España.[1305]
Tal sentido propagandístico tenía un interés decreciente, y en todo caso menor en comparación con la necesidad de fijar la sustancia de un proyecto político desarrollado con menor fortuna pero con idénticos motivos en el siglo XVII. Lo que resultaba verdaderamente ejemplar, proponiendo su continuidad profunda con el nuevo régimen, era la conciencia de una singularidad española, vinculada al esfuerzo por mantener el carácter católico de la monarquía, verdad universal que se proyectaba desde las excepcionales virtudes de la constitución nacional española. Por ello, resultaba tan apetecible y oportuno proporcionar coherencia a un cuerpo doctrinal o, por lo menos, a una actitud común de los intelectuales españoles de los comienzos de la Edad Moderna. En esa herencia se encontraba la posibilidad de escapar a las condiciones adversas de un juicio sobre quienes personificaban la monarquía en su época de declive, para asentar una línea firme y constante de elaboración del pensamiento político que, inspirado en las fuentes de la escolástica tomista, se había desarrollado al calor de los problemas inéditos planteados por la modernidad: la guerra internacional, el derecho de gentes, la soberanía del Estado, la legitimidad del poder.
PRECURSORES DEL ESTADO CATÓLICO. EL PENSAMIENTO POLÍTICO DEL SIGLO DE ORO
A dicha labor correspondían los estudios sobre la doctrina que dominicos y jesuitas impulsaron junto al desarrollo del imperio y la monarquía universal. Cabe destacar la importancia de la divulgación de sus posturas en colecciones como los Breviarios del Pensamiento Español, que bajo el sello de las Ediciones FE había ya realizado una labor tan importante desde el final de la guerra civil, con prólogos asignados a notables intelectuales del régimen, y en los que puede seguirse la conciencia del interés político de una tradición cultural que está lejos de ser depositaria de un mero conocimiento para eruditos, y que se empeña en construir la trama justificadora del camino que se ha emprendido en julio de 1936.[1306] Ya iniciadas en la inmediata posguerra, como ha podido verse en el anterior capítulo, las reflexiones acerca del pensamiento español del siglo XVI se beneficiarían por la atención prestada al periodo de la decadencia, que les proporcionaría una continuidad escasamente perfilada en los años anteriores, o voluntariamente extraviada en una atención dispuesta solo sobre el escenario del periodo de expansión. El mérito de los intelectuales que dedican su investigación a la época del Barroco será el de descubrir cómo el período de la decadencia ofrece mucho más que un magnífico episodio de la literatura, salvando la contradictoria imagen de un país que escribe con singular brillantez y penetración en el momento en que se inicia y desarrolla su declive político. El rescate del pensamiento político del siglo XVII y su inclusión en la trayectoria iniciada en el Renacimiento permitió detectar la continuidad de la cultura católica española desde el periodo medieval tardío hasta la etapa de la Contrarreforma. Evitando la ruptura entre los dos siglos de los Austrias, la tradición española podía integrarse en un solo proyecto, vigente en momentos de desigual fortuna política, creciendo sobre principios que adquirían mayor profundidad a medida que maduraba el Estado moderno. A la perspicacia de estos intelectuales del régimen debe sumarse, sin duda, la existencia de un ambiente que podía favorecer esta sensibilidad, y que se constituía en la transición del sistema político español en el periodo de desfascistización, cuando más necesaria era la recuperación de un sólido anclaje en una trayectoria nacional autónoma y que resaltara la dependencia mutua de la sociedad católica, el discurso nacionalista y el Nuevo Estado español.
En 1941, un brillante trabajo de Enrique Gómez Arboleya había trazado las líneas maestras de la continuidad entre los pensadores del siglo XVI, en especial Vitoria y Suárez, destacando las raíces de una filosofía política indisolublemente española y católica. Tal filosofía se había sustentado en la tradición tomista y en las posibilidades que esta podía ofrecer a la valoración de la experiencia concreta del individuo cristiano históricamente determinado sin caer en desviaciones nominalistas. El mismo soporte intelectual había servido para disponer una idea española de la libertad, del origen del poder en la comunidad y de las limitaciones de la autoridad de los monarcas, necesariamente orientados al cumplimiento del bien común. Gómez Arboleya sostuvo este esfuerzo pionero en la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de Francisco Suárez, a quien atribuyó su plena representatividad del espíritu de la empresa española moderna. Suárez había construido un argumento sobre las relaciones entre Dios, el mundo y la historia que eran una perfecta plasmación del carácter de los españoles en la Contrarreforma: «el sentimiento hondísimo de la potencia y dignidad de la existencia, que se manifiesta en la acción y en el servicio».[1307] Este carácter de los españoles modernos, revelado por la obra de los primeros teóricos de la sociedad y del Estado, pudo apoyarse en posteriores reflexiones acerca de la obra de algunos autores destacados, en especial un Francisco de Vitoria que se beneficiaba de la atención prestada al derecho internacional en los estertores de la segunda guerra mundial y la posguerra.
Legaz Lacambra, Lissarrague o Truyol Serra habían de subrayar el impulso del racionalismo cristiano que, partiendo de la escolástica, pudo alumbrar una posibilidad de sociedad humanista, moderna y, por todos estos motivos, fervientemente católica, en el Renacimiento.[1308] Truyol Serra expresaba abiertamente la utilidad inmediata de Vitoria como representante del pensamiento español moderno: «Busca el derecho público nuevas bases institucionales, después de la quiebra del Estado liberal burgués y del Estado totalitario […]. Tal renovación ha de consistir en un retorno […] a los principios cristianos de ordenación de la vida social».[1309] De esta forma se presentaba la publicación de una antología de los textos del dominico alavés, y la conmemoración de su IV centenario daría lugar a nuevas exhortaciones a asumir el espíritu y la práctica literalidad de su discurso para hacer frente a los problemas de la actualidad. Antonio de Luna lo manifestó de este modo al participar en los actos que se celebraron en la Fundación Vitoria y Suárez de Buenos Aires: «En la España del siglo XVI, en las celdas de unos modestos frailes españoles, se elaboró […] un orden jurídico del orbe que, aplicado en nuestros días, podría resolver la crisis internacional».[1310] Palabras que reiteraba Ignacio G. Menéndez-Reigada —«Basta exprimir el jugo de estas ideas madres sobre los modernos problemas […] para que queden saturados de su doctrina y resueltos con la solidez que la caracteriza»—,[1311] y que se expresaron con mucha más brutalidad en la vehemencia de otro famoso dominico, Luis G. Alonso Getino, al valorar la adecuación de la guerra civil española y de la organización de la paz a los principios expuestos por Vitoria, al referirse al derecho principal de la democracia: ser bien gobernado.[1312] El propio Caudillo dio simplicidad y contundencia marcial a estas afirmaciones, al inaugurar en las mismas jornadas de septiembre de 1946: «las únicas piedras sobre las que lo que se construye no se derrumba son las que se asientan sobre la Ley de Cristo».[1313]
Las condiciones de la posguerra mundial y la presentación del régimen como la única forma de reconciliación de los españoles, llevaron al estudio de otros tratadistas que habían investigado el derecho de gentes en la época de esplendor y decadencia españoles, en particular Luis de Molina. Manuel Fraga Iribarne y el agustino Lucas García Prieto redactaron sus tesis doctorales sobre el jesuita conquense, a fin de depositar en los méritos y posibilidades de un Estado católico la adecuada comprensión de la esencia de los conflictos internacionales y la definición de una guerra justa. «Terminamos haciendo votos por una mayor difusión de estas doctrinas cristianas y españolas, que son las únicas que pueden asegurar la paz entre los Estados», García Prieto en las conclusiones de su trabajo.[1314] Fraga Iribarne subrayaba aún más la vigencia de los postulados del jesuita del siglo XVI, extendiéndola al conjunto de los tratadistas de la época moderna española. Habían vivido en un orden cristiano «hoy abandonado. Pero vivieron también dentro del mundo moderno: conocieron la crisis actual, adivinando en sus comienzos la catástrofe adonde podía conducir». Aun habiendo cambiado las circunstancias históricas en las que se realizó su tarea, «como admitimos —cristianos y españoles— su misma fe y su concepción del universo, síguese que sus magnas construcciones morales y políticas son el punto de partida necesario de la tarea de nuestro tiempo».[1315] La atención a los autores del momento de la crisis de la monarquía española se había dado ya antes de este periodo de transición. Así, Manuel Muñoz Cortés firmó en mayo de 1941 el prólogo a la antología de Pedro de Rivadeneira en la Biblioteca del Pensamiento Español, y su texto puede destacarse por la defensa del carácter católico del Renacimiento, la modernidad del humanismo español y la defensa de una doctrina de Estado que se levantó contra la influencia de Maquiavelo.[1316] Sin embargo, correspondería al periodo que se inicia en 1943 la mayor atención a este periodo, menos atractivo en la previa mitificación del Imperio, viendo en los ensayos del Renacimiento tardío y el Barroco el proceso de verdadera modernización del pensamiento español y madurez de las orientaciones políticas de la Contrarreforma. José Antonio Maravall dedicó trabajos a algunos problemas y autores concretos,[1317] pero había de corresponderle el más importante de los estudios de conjunto sobre la evolución del pensamiento político español en el periodo de decadencia.
La Teoría española del Estado en el siglo XVII, publicada en 1944 y algunas de cuyas tesis se habían anticipado ya en un importante ensayo publicado el año anterior,[1318] suponía un punto de inflexión en el estudio, valoración y actualización del proyecto político del catolicismo español en la plenitud de la Edad Moderna. Su importancia radicó en el rigor con que fue examinada una actitud intelectual deslizada en los avatares de la monarquía de los Austrias menores, que destacó la firmeza de un pensamiento puesto al servicio de una idea nacional y de una empresa católica encarnada por España. Aun cuando Maravall destacó la ruptura producida en el punto de vista de los escritores españoles con respecto a la obra de los contemporáneos de Carlos V, su defensa de los factores de continuidad entre la Edad Media tardía y el Renacimiento, a través del reformismo católico español, permitía establecer una continuidad profunda, en la que las discrepancias entre los defensores del pasado medieval, los impulsores de la doctrina jurídica del Imperio y quienes se acercaban con mayor interés a las lecciones de la literatura política del Barroco pudieran ser sustituidas por una aceptación integral de un solo movimiento histórico en el que España había ido constituyéndose, adaptando su eterna adhesión al catolicismo a las condiciones temporales de la caída del mundo medieval y el desarrollo inicial de la modernidad.
Al presentar su trabajo, el propio Maravall señalaba el escaso interés que había suscitado el pensamiento del siglo XVII en comparación con los numerosos estudios dedicados a los pensadores del siglo XVI, aun cuando en el primero se desarrollaran los conceptos fundamentales del nuevo orden político, en especial el de la moderna soberanía del Estado. El estudio de «la reacción de un gran pueblo ante una nueva época histórica»,[1319] al situarse en la afirmación de su fibra católica y su voluntad de construir su particular concepto del Estado, podía corresponder a las inquietudes de la generación de la guerra civil y, por ello mismo, a las necesidades políticas del régimen cuando debía afrontarse su asentamiento tras la inicial etapa de entusiasmo bélico. Los escritores españoles del XVII habían sido capaces de asumir la quiebra del orden unitario político y espiritual bajo cuyas premisas quiso construirse el proyecto del Imperio carolino. Pero la aceptación realista de las nuevas circunstancias, en especial una dispersión de la autoridad que pasaba del terreno de los hechos a los de una nueva concepción del Estado, se asumió en las condiciones fijadas por el Concilio de Trento, cuya reafirmación del catolicismo habría de ser esencial en el rechazo de determinadas formas de organización política y, en especial, de los principios de legitimación del poder. Los doctrinarios españoles rechazaban la teorización de la soberanía por Bodino por considerarla insuficiente: el orden estatal había de pertenecer por entero a la visión cristiana, sin que la autoridad pudiera desprenderse de su justificación religiosa. Al superar el principio medieval de nacimiento y pasar al de unidad política, los españoles oponían a la moderna idea de nación el concepto cristiano de una comunidad orgánica en el que el patriotismo y la justicia se definían de forma religiosa. De ese mismo concepto procedía la defensa de la unidad de la patria, de la comunidad como cuerpo místico que acepta el origen divino del poder y lo delega en una autoridad legítima. Unidad y libertad que ninguna otra forma de organización del Estado moderno habrá de conseguir, desde la época de las monarquías autoritarias y absolutas hasta los tiempos del liberalismo.
Uno de los elementos fundamentales del texto, en los que deseaba afirmarse lo más característico del pensamiento moderno español, era el rechazo de la doctrina de Maquiavelo en el siglo XVII español. No solo eso: lo que se planteaba era que el concepto español de Estado procedía precisamente de la respuesta a la influencia del maquiavelismo. En la cultura política del régimen, este aspecto desempeñaba un papel esencial, en el momento mismo en que los intelectuales falangistas destacaban en sus ataques al totalitarismo, tanto más furibundos cuanto de más incómoda resultaba la presencia del término en los textos fundacionales del movimiento. Incluso en estos, la referencia favorable a Maquiavelo no había dejado de estar presente, ya fuera en la abierta fascinación ante el Estado mussoliniano, ya fuera en una explícita afirmación de la validez del pensamiento del escritor florentino.[1320] Frente a las posiciones de García Valdecasas o Fernández-Cuesta, Francisco Javier Conde, en su ensayo sobre Maquiavelo, quiso salvar una lectura cristiana de su obra, aun cuando la importante defensa del hecho político instaurado por el Estado quedara debilitada por un pesimismo antropológico ajeno a la tradición de la Iglesia en la composición del orden y de la libertad.[1321] Esta posición encontraba actitudes aún más radicales en su caricaturización del maquiavelismo y en la tesis de la tajante oposición del pensamiento político español a su doctrina autores como César Silió o Juan Beneyto.[1322] César E. Pico, por el contrario afirmaba la imposibilidad de gobernar sin categorías maquiavélicas, que se refugiaran en un sano pragmatismo y en una subordinación de los métodos a los fines del ideal católico.[1323] Más adelante, el concepto de razón de Estado había de hacerse más aceptable, como podía demostrarlo la introducción de Luis Díez del Corral al clásico de F. Meinecke, o incluso la traducción del libro de Werner Naef sobre el concepto de Estado en la época moderna.[1324]
En la matizada visión de Maravall, el antimaquiavelismo español no había sido tan tajante, sino que había tratado de establecer una razón de Estado propiamente católica, cuya primera formulación se realizó por un texto que conoció un éxito desbordante y que fue rápidamente traducido para Felipe II, Della ragion di Stato de Giovanni Botero.[1325] Los escritores españoles no podían ignorar la importancia de la nueva ciencia por el secretario florentino, pero debían atajar la indiferencia con respecto a los principios morales de la Iglesia que Trento y la propia dinámica de la monarquía universal había constituido en la base del orden social y la legitimación de la empresa española. Los escritores construyeron una trama de textos orientativos del buen gobierno, doctrina de manejo del poder por el Príncipe cristiano, elementos que permitieran el prudente ejercicio de su autoridad. Y esta profusión de textos que se distinguían de los documentos teológicos de la primera mitad del siglo XVI, para ser verdaderas guías de actividad política, establecían una reacción al pensamiento de Maquiavelo que, necesariamente, había de partir de su reconocimiento. Tras la definición del nuevo concepto de soberanía, que Bodino había apartado de Dios y Maquiavelo de la moral cristiana, la conservación de la monarquía española, como portadora de la empresa contrarreformista, había de armonizar el nuevo poder del Estado con el orden religioso, cuyos fines propios eran necesaria legitimación de la autoridad política. España había salvado, a través de esta profusa literatura que recordaba al monarca las limitaciones de su poder, el rechazo de su divinización y los principios morales en que debía basarse su autoridad, la congruencia entre modernización eficaz del Estado y respeto a los principios inmutables del catolicismo: «El Rey soberano, libre, pero moviéndose en un orden objetivo de justicia y legalidad necesaria: he aquí la construcción del poder que pretenden levantar nuestros escritores».[1326] Los autores españoles del siglo XVII habían hecho del tacitismo la forma española de responder a las necesidades de una sociedad que ya no podía regirse de acuerdo con las abstracciones universalistas de los autores de comienzos del siglo anterior, debiendo someterse a las condiciones políticas de un nuevo régimen, caracterizado por la consolidación del poder estatal y por la defensa de los intereses de la nación. De este modo, la empresa española dejaba de ser la del Imperio como «fruto tardío de la Edad Media» para situarse en la defensa de una monarquía, universal en sus aspiraciones ideológicas y sus ambiciones territoriales, pero dedicada primordialmente a conquistar la estabilidad del sistema político peninsular. Una vez se hubo planteado el carácter español de la modernidad, su excepcional trayecto en los siglos de expansión y derrota, su carácter constitutivo de lo que España no había dejado de ser y que se reemprendía en la guerra civil y el Nuevo Estado, las diferencias pasaban a ser de matiz. De las filas del falangismo había brotado la visión más rigurosa de este tiempo, pulsado por las reflexiones de Maravall, Conde, Lissarrague o Rosales, y las reflexiones más próximas al tradicionalismo político solo tuvieron que recalcar unos principios católicos inspiradores de la monarquía universal que estos autores ya habían destacado como inseparables de la experiencia moderna española.[1327]
El estudio de la decadencia era un ámbito en que el rigor académico se combinaba con la entrega consciente de aquel periodo a la causa permanente de España, que había desembocado en la sublevación de 1936. Como había ocurrido con la Filosofía del Derecho y la Teoría del Estado, esta aproximación a la historia establecía un campo de complicidad, no de conflicto en el aspecto ideológico, aun cuando las vicisitudes de la vida académica fueran especialmente propicias a clientelismos de tendencias que compartían una visión común del pasado español y, sobre todo, de la posibilidad de la actualización del Estado católico, y aunque los conflictos pudieran desarrollarse, mucho más en la lectura decimonónica de la decadencia del siglo XVII que en el análisis en el que todos coincidían acerca de las razones legítimas de España en el Imperio y la monarquía universal. Buena muestra de ello fue la impactante publicación del texto del profesor Vicente Palacio Atard, Derrota, agotamiento y decadencia en la España del siglo XVII. Publicado en la colección Biblioteca del Pensamiento Actual de la editorial Rialp, su ubicación señalaba una toma de posición en el conflicto de tendencias con que se clausuró la década de los cuarenta. Sin embargo, tal confrontación aparecía en el empeño del libro por querer definir la causa española de la Edad moderna oponiéndola a las visiones benévolas de los ensayistas del 98 o del 14. Considerada esta influencia en el epílogo, basta ahora recalcar esta identidad de visión de la derrota y decadencia, y también de la continuidad de los factores por los que luchó España en los motivos de la guerra civil: «Apliquemos, pues, nuestros ojos al pasado y al presente. Esta es la historia en carne viva, la que nos escuece y cobra trascendencia actual».[1328] La disputa se encontraba, como veremos, en la oposición del espíritu del Westfalia al del 98, y podía rastrearse en la sospecha generalizada sobre la modernidad, aun cuando los escritores falangistas habían remarcado hasta la extenuación que solo era aceptable la forma en que el catolicismo español comprendió la nueva época. Con mayor cautela, José María Jover habría de reivindicar el realismo político de los ensayistas del XVII y la necesidad de realizar cambios en la gestión de la monarquía, aun cuando pusiera énfasis en caracterizar el combate español como lucha entre lo católico y lo moderno, e intento de evitar la guerra total en la que había desembarcado el mundo iniciado con la Reforma.[1329] No obstante, su síntesis de la «Alta Edad Moderna» se basaba en la misión providencial que había tenido en el XVI un pueblo español apartado de los conflictos europeos y que estaba en condiciones de comprender el sentido que Dante había propugnado para una monarquía universal: la aceptación de las condiciones de fractura del poder político y la voluntad de inspirar en territorios limitados la soberanía de un orden cristiano.[1330] El esfuerzo para casar modernidad y catolicidad puede estar en la base de una permanente nostalgia, «que alcanzará su más apasionado crescendo hacia la cuarta década del XVII; es decir, cuando estábamos en trance de ver desplomarse la Monarquía católica».[1331] Ambición del imperio enfrentado a innumerables enemigos que representan la irrupción de un mundo moderno alternativo al católico. Derrota que se certifica en las paces de Westfalia: «La gloria y la derrota de España y de su idea constituyen el nervio de la Alta Edad Moderna. En Westfalia naufraga definitivamente la magna utopía española».[1332] Los estertores de la monarquía universal se encontraban en el origen de los problemas de los españoles tras la derrota de las potencias del Eje, en especial cuando esta se contemplaba como un ciclo iniciado en 1936.
SIGNOS DE ESPAÑOLIDAD EN UNA ÉPOCA DE EXTRAVÍO. FEIJOO Y JOVELLANOS.
En su vinculación con los motivos que llevaron a la sublevación, los siglos XVIII y XIX continuaron siendo una época contemplada con displicencia, como una época perdida, o con gravedad, como un tiempo de desnacionalización. Sin embargo, el periodo de asentamiento del régimen necesitó de una actitud que recobrara los impulsos críticos que se encontraban también en la base del 18 de Julio, como herencia de las denuncias lanzadas sobre este tiempo por quienes habían sido precursores directos de la movilización fascista. A las páginas de algunos de los más influyentes intelectuales del régimen habían de llegar figuras representativas del esfuerzo realizado por detener la decadencia y restablecer el pulso de España. Personajes apreciados de forma diversa, en la medida en que en su valoración se percibían los conflictos internos de un mismo proyecto político, que no podía establecer una genealogía sin mostrar su propia diversidad.
De la rápida expurgación del siglo XVIII, solo cabe destacar la atención a dos personajes mayores, Jerónimo Feijoo y Gaspar Melchor de Jovellanos. Elogiado en la etapa republicana por los trabajos de dos intelectuales que se integrarían en el régimen desde muy diversos orígenes, Gregorio Marañón y Santiago Montero Díaz,[1333] la figura del benedictino gallego había sido tratada con cierto cariño por José María Cossío en 1941, apreciando la firmeza cristiana de su crítica y la forma en que su figura destacaba en la mediocridad del ambiente intelectual español de los reinados de Felipe V y Fernando VI.[1334] Al año siguiente, sin embargo, Joaquín de Entrambasaguas trató con singular dureza el legado del autor. Los feroces ataques a Gregorio Marañón, desmintiendo las tesis de este sobre Feijoo, servían para ajustar las cuentas a quienes se consideraban exponentes de una tradición liberal no del todo arrepentida. «Poliopinante», de «pluma meliflua», Marañón debía ser comprendido como miembro de una «República de intelectuales que padeció España», y sus elogios a Feijoo habían de ser comprendidos en el contexto revolucionario del año en que se publicó el libro, 1934. Además, el ensayo tenía que relacionarse con el «yoísmo» de los intelectuales, que culminó en los «llamados pensadores de la “generación del 98” y sus hijos directos, mal de siempre», que pervive «inevitablemente en algunos restos del naufragio del intelectualismo liberal».[1335] Con este recetario político, Entrambasaguas se acogía al magisterio de Menéndez Pelayo para denunciar en Feijoo la falta de espíritu nacional, su crítica del Imperio y del heroísmo, sus blandas creencias católicas y su inadmisible tolerancia en temas en los que solo hay lugar para el fanatismo, como la religión o la patria. Las intenciones del prólogo estaban a la vista: se trataba de establecer «un sugerente paralelo entre la ideología de Feijoo y la ideología de la España actual», justificando las reticencias ante el pensador benedictino de quienes «no han sabido, por fortuna, moldear su sentir, conforme a las circunstancias, con la flexibilidad desmedulada, reptilesca, del liberalismo».[1336] Muy distinto fue el rumbo que se emprendió por la crítica en los años posteriores, cuya prueba más diáfana fue el estudio que Luis Sánchez Agesta publicó en la Revista de Estudios Políticos en 1945.[1337] Sánchez Agesta llevaba a cabo una reivindicación de Feijoo que contenía, en su apreciación del momento histórico analizado, la de quienes realizaron la transición a la época contemporánea procurando mantener su firme españolidad católica. Feijoo representaba ese cierre de una época y el paso a otra, en la que había sabido inculcar un sano espíritu crítico y adoptar la forma literaria que superara los avisos y emblemas del Barroco, para plantear el ensayo como género moderno. El mérito de Feijoo era haber tomado conciencia de su tiempo y estar dispuesto a acabar con la gratuita y hueca reiteración de las ideas del siglo XVI. La innovación y la lealtad a la tradición constituían lo más apreciable de una obra dedicada a acabar con los mitos, entre ellos los del maquiavelismo, los de la tendencia al pesimismo de la literatura de la decadencia y de los excesos de un patriotismo fatuo. Sánchez Agesta reivindicaba en el monje benedictino un amor a España que compartía la actitud insatisfecha de José Antonio: «A Feijoo no le gustaba España porque la amaba sin amor ciego, sino con ojos muy agudos para ver».[1338]
Ese mismo carácter de apertura a la evolución de las instituciones sin abandonar la singularidad del desarrollo histórico español permitía colocar a otros personajes del siglo XVIII en un orden ejemplar, que permitía alejarlos de las corrientes ilustradas europeas en lo que tuvieran de ruptura con la tradición nacional. Por el contrario, lo que habían mostrado estas figuras era el vigor de lo que vendría en llamarse «constitución interna» de España, y la posibilidad de establecer la conciliación entre modernidad y tradición. Jovellanos podía presentarse de este modo, al destacar la resistencia ofrecida a los cambios constitucionales inspirados en el liberalismo. Esa evolución dentro de la lealtad a lo español había ido apareciendo en las sucesivas crisis nacionales, hasta «dar en la sazón presente, fecundada por la sangre y encendida por la ilusión».[1339] En los momentos de grave riesgo, cuando lo sencillo habría sido acogerse al constitucionalismo de Cádiz o al afrancesamiento de algunos de los intelectuales más brillantes del país, «se dio perfecta cuenta del peligro de desnacionalización».[1340] En el verbo más vehemente y la portentosa imaginería de Giménez Caballero, Jovellanos representaba el arrojo de una España épica, levantándose de nuevo desde Asturias y arrojada sobre Castilla, para arrancarla del estupor que siguió a la derrota del espíritu imperial y al enmudecimiento de la decadencia. Con la temeridad analógica que le caracterizaba, aunque con los indicios útiles que siempre desvela en la construcción del discurso fascista, Giménez Caballero descubre en Jovellanos al heraldo del «triunfo de lo social. Nuestros días mismos». Aunque se apresure a templar la imagen para hacerla mera actitud estética y, sobre todo, para inclinarla en un soporte moral: la del caballero cristiano, adaptado a las condiciones de la época de la burguesía: «Jovellanos es el nuevo tipo de héroe que da la montaña mágica de Asturias a lo largo de los siglos. Es el Don Pelayo de la economía».[1341] Escaso desperdicio tienen estas afirmaciones, en las que se detecta una vieja inclinación del fascismo español que bien representó Giménez Caballero, al reconocer la síntesis entre modernidad técnica, virtud histórica de la patronal, europeísmo y nacionalismo. ¿No había de resultar congruente esta singular retórica, alejada de la habitual demagogia socializante del Partido único, que acompañaba a la victoria de una burguesía capaz de digerir sin complejos su superación del liberalismo? ¿No resultará de singular eficacia en el discurso del régimen esta creación del empresariado católico y autoritario, en la que el proyecto falangista podía sumarse a las propuestas realizadas por Maeztu y el grupo de Acción Española?
LA NUEVA REIVINDICACIÓN DEL SIGLO XIX. LOS INDICIOS DE UNA «TERCERA ESPAÑA»
El siglo XIX no era espacio cuya cultura deseara clausurarse, sino campo a ser manipulado a conveniencia de los vencedores en la guerra civil, para que todo literato o ensayista relevante pudiera ser llevado al terreno común del discurso nacionalista, siendo este despojado de cualquier «contingencia» liberal. Así, una colección de tanta importancia divulgativa como los Breviarios del Pensamiento Español, en la que se combinaban plumas de todas las tendencias del régimen, no se limitaba al elogio del panfletista reaccionario Francisco Alvarado, «El filósofo rancio», o del diputado tradicionalista Aparisi y Guijarro.[1342] Por el contrario, más interés se puso en la malversación de los intelectuales cuya trayectoria trataba de ajustarse a las necesidades de apropiación del discurso nacionalista de 1936. A esta labor correspondió la reivindicación de la tarea crítica de Larra,[1343] la conversión de Mesonero Romanos en un autor cuya formación ideológica debía basarse en sus recuerdos de la sublevación patriótica contra las tropas de Napoleón,[1344] el interés de Pedro Antonio de Alarcón por su condición de patriota, «cuando el mundo español, descabalado a fuer de extranjerismo, parecía perderse entre salmodias de gárrulos y arrivistas [ sic]»[1345], o la costosa salvación de Pérez Galdós, «cristiano, español, enemigo de la francmasonería y del separatismo […], adversario del fraccionamiento español, cronista del valor militar de la raza, debelador de las influencias extranjeras en nuestro país».[1346] Una tarea de recaudación de todo lo que fuera aprovechable en un discurso nacionalista, que llevaba a rastrear el patriotismo fundamental del muy crítico Juan Valera, capaz de decir la verdad en aquella España del XIX se prefería la adulación a la crítica y se tachaban «de antiespañolas voces que no coinciden con el Poder».[1347] Sorprendente afirmación en la España de la posguerra, que podía sumarse a la inserción de un Clarín tan denostado por el conservadurismo de su tiempo, que pasó a pasar por el reciclaje intelectual del 18 de Julio, en el intento de hacer de toda actividad intelectual dotada de calidad un antecedente de la sublevación de 1936. El Epistolario a Clarín de Menéndez Pelayo, Palacio Valdés y Unamuno, se publicó en las Ediciones Escorial, con dedicatoria a Menéndez Pelayo. El volumen parecía dotado de una opulenta capacidad de síntesis de los ingredientes culturales de la sublevación, que deseaban buscar en una historia intelectual adecuadamente maquillada su referencia más cercana.[1348]
Los ensayos de mayor enjundia habían de dedicarse, naturalmente, a los autores más consagrados como doctrinarios de la contrarrevolución, en especial Juan Donoso Cortés y Jaime Balmes. Donoso tenía el atractivo de su propia evolución, que partía del liberalismo más moderado para consagrarlo después como el teórico más importante de la contrarrevolución en España. Incluso para los intelectuales falangistas, el pensamiento de este autor, consagrado por las reflexiones que le dedicó Carl Schmitt, podía justificar la adhesión a su defensa de un acto de fuerza, un hecho «revolucionario» que, a través de la dictadura, diera paso a un nuevo orden cuya promulgación afirmara el concepto de soberanía. Su pesimismo antropológico, su concepción teológica de la política y el decisionismo matizado de sus propuestas —limitado precisamente por la sumisión a la Providencia— realzaron el papel precursor de Donoso como legitimador de la sublevación contra el desorden en el siglo XIX, una función que enriquecía históricamente el derecho a la insurrección del pensamiento cristiano clásico. Pero resultaba más importante aún, a mediados de la década de los cuarenta, destacar en una dictadura permanente la alternativa a una época de revoluciones, y descubrir cómo, en la fase más avanzada del liberalismo, cien años atrás, Donoso había advertido de su necesaria conclusión en el socialismo. La dictadura no resultaba, además, de una preferencia, sino de las lecciones de una realidad en la que solo cabía la elección entre dos revoluciones, y solo podía aplaudirse la decisión de Donoso de optar por la mejor de ellas: «la sociedad no se salva mediante un orden puramente externo, sino por la restauración de los principios eternos del orden religioso, político y social […] que permitirán la organización del Estado católico».[1349] Era este objetivo el que permitía combinar la clásica defensa del último Donoso Cortés, el que escribe tras la conversión política que le produce la marea revolucionaria de 1848, en la que abandona su confusa y ecléctica posición de liberal moderado, con el análisis que lleva a hacer del liberalismo doctrinario inicial del político extremeño la plataforma desde la que puede evolucionarse hacia un ideario cristiano y español. Ejemplo de la primera postura, mucho más abundante, es el análisis de José Corts Grau, quien inicia el más importante de los trabajos dedicados a este tema precisamente en el vuelco de las circunstancias políticas en 1848. Para el catedrático valenciano, era la ruptura de Donoso lo único que permitía considerarlo no solo antecedente digno de la nueva España, sino un aviso espectacular para quienes guardaran las ilusiones del liberalismo conservador, que aún podía resultar ejemplo para el mundo y consistencia de la razón española en las circunstancias difíciles de 1945: «estamos llamados a ser los reconquistadores espirituales del mundo».[1350] Las posibilidades del liberalismo conservador español fueron destacadas, en cambio, por Luis Díez del Corral. Lo que convenía era señalar la continuidad existente entre los principios liberales doctrinarios y su superación ante la presencia de una oleada revolucionaria, labor intelectual minoritaria, pero que había de resultar indispensable en la ampliación de la genealogía de la sublevación de 1936, a fin de incorporar a quienes habían defendido el sistema de la Restauración y asumían su bondad inicial y su fracaso histórico. Por ello, a Donoso Cortés podía reprochársele, al contrario de lo que ocurría con el Nuevo Estado, que no hubiera sabido apreciar «el problema fundamental de una filosofía cristiana de la cultura», que es «discriminar las posibilidades que el curso del tiempo va abriendo o cerrando a la realización histórica de un ideal social de vida católica».[1351]
La posición de Jaime Balmes en la prehistoria del régimen tenía otro carácter. Si Donoso podía servir como vínculo con un liberalismo que evolucionaba hacia la dictadura contrarrevolucionaria como resultado de los acontecimientos de 1848, Balmes era el filósofo y analista político que, antes de que esta sobreviniera, había propugnado la integración de todos los sectores conservadores españoles. Corts Grau le había reprochado en la inmediata posguerra su tendencia a la conciliación ideológica, mientras subrayaba el mérito de sus esfuerzos por evitar el conflicto en las filas de los defensores de la monarquía tradicional.[1352] Tres años más tarde, el mismo autor se asomaba al siglo XIX desde la perspectiva española de 1944, negándose a verlo como un «siglo estúpido» y considerándolo aún presente, «acechando todavía algún resquicio, alguna distracción».[1353] Era el siglo de un liberalismo que no necesitaba contaminarse por las condiciones adversas de su radicalización, porque anunciaba la entraña de la disolución nacional desde su nacimiento. Desde el principio, solo el tradicionalismo había representado el esfuerzo por mantener en pie la españolidad. Corts apreciaba el buen sentido y el esfuerzo de pragmatismo de Balmes. «Su gran preocupación, bajo el signo constante de la unidad, es concertar lo antiguo con lo moderno […]. Confía en la eficacia de la labor reiterada, de esa resonancia constante de las verdades que han forjado el ser de la nación».[1354] Balmes podía señalar el camino de la prudencia a una España asediada por las condiciones de una guerra mundial, cuando la neutralidad estricta debía verse como coraje y altivez de la independencia nacional. Esta imagen de Balmes como ideólogo de un realismo tradicionalista permitió que fuera utilizado especialmente por quienes, como José Larraz, habían de propugnar su legado como el de la defensa de la integración de todas las fuerzas antirrevolucionarias.[1355] Otro católico destacado, el catedrático y rector de la Universidad de Barcelona Enrique Luño Peña, recogía la esencia del legado del clérigo catalán en la doctrina social de la Iglesia y la solución que proporcionaba ante la crisis definitiva del liberalismo y las amenazas de la revolución. Sobre esta doctrina podía levantarse el ideario social del Nuevo Estado, después de que la guerra civil hubiera sido lugar de martirio para sus defensores.[1356]
La valoración del sistema de la Restauración y el vínculo con la arquitectura y discurso del liberalismo conservador había de encontrar diversas actitudes en los intelectuales del régimen e incluso contradicciones en quienes procedían de una misma tradición política. Un hombre de formación falangista como Díez del Corral, o uno de formación católico-propagandista como García Escudero, podían unir sus voces a la de Marañón en la defensa de las virtudes de aquel régimen. En la genealogía del franquismo, la apertura a aquel episodio podía buscar otros caminos de conciliación, que podían tener motivaciones dispares: para unos, se trataba de rescatar lo que hubiera de más español y menos liberal en aquella experiencia; para otros, de hallar la legitimidad de una monarquía que fue liberal por conveniencia y pudo reorientar a sus leales seguidores hacia otros terrenos, cuando se mostró la imposibilidad de un proyecto parlamentario. En cualquier caso, la voluntad totalizadora del régimen necesitaba asumir aquel episodio, del mismo modo que sería capaz de levantar, como parte legítima de su cultura, la denuncia regeneracionista de un régimen artificial. En la labor de Díez del Corral, el siglo XIX era un desafío ideológico que había de resolverse con lecturas que impidieran su rechazo por la cultura política del régimen, entregando su trayectoria a los vencidos en 1939. «Por aprietos y fracasos que nos proporcione el presente, sería vana osadía que el historiador estampara, sin más, sobre el abigarrado complejo del pasado siglo la fórmula progreso o disolución».[1357] El estudio del liberalismo doctrinario proporcionaba una posibilidad de instaurar una visión favorable de quienes trataron de oponer principios no solo de moderación, sino de adecuación a un tiempo histórico preciso de la defensa de la nación y del sentido católico de la existencia. Para demostrarlo, debía empezarse por desarticular las razones universales del progresismo español, desvinculándolo de los movimientos democráticos europeos y convirtiéndolo en una deformidad política, fruto extravagante del choque entre el carácter tradicionalmente religioso de los españoles y la apresurada laicidad del pensamiento político. El liberalismo exaltado era un absolutismo ideológico, una religión secularizada: «el Estado para el liberal español extremo no puede consistir en esa conjugación de factores concretos e históricos, sino en la realización directa e inmediata de un “logos” absoluto».[1358]
Tras los años de las guerras civiles, las revoluciones y los pronunciamientos, el reinado de Alfonso XII inauguró un periodo que contrastaba con la trayectoria entera del siglo por un elemento esencial: la pacificación. Cánovas era un patriota, un católico devoto, un monárquico esencialista. Su idea de nación nada tenía que ver con el positivismo, y su rechazo de la soberanía nacional apartó a España de las tentaciones de disolución presentes en los progresistas: «la reciente historia española ha dejado fuera de duda que la estabilidad es la más urgente de todas las necesidades de la triste realidad española».[1359] El liberalismo de Cánovas solo podía entenderse desde su defensa del catolicismo, aunque no del clericalismo, y este era un principio de singular conveniencia para el Nuevo Estado. El cristianismo debía adaptar sus principios eternos a las circunstancias históricas concretas, porque la cultura política del catolicismo es distinta a la fe sobrenatural. Es un orden que no puede consistir en mera restauración del poder de la Iglesia, sino la organización de la sociedad y la autoridad política de acuerdo con sus valores.
Uno de los dos diputados con que contó Falange en 1933, el Marqués de la Eliseda, pasado luego a las filas de Renovación española, hacía también una lectura generosa de Cánovas, considerándolo un político cristiano que no se atrevió, en las condiciones políticas que habrían llevado a su derrota, a instaurar el régimen monárquico tradicional.[1360] Esta visión fue enérgica y reiteradamente negada por José María García Escudero. Entre 1945 y 1947, tres artículos del propagandista católico se dedicaron precisamente a teorizar todo lo contrario. Cánovas carecía de más convicción que la de su ajuste a las circunstancias, un realismo político solo presumible en la visión determinista de la historia. La Restauración era un sistema construido porque era una posibilidad entre otras, y la estrategia de Cánovas era responsable de haber continuado la labor sectaria de la monarquía liberal desde la muerte de Fernando VII, negándose a reunir bajo la Corona a la gran masa tradicionalista y conservadora del país.[1361] Redactado en 1942 y publicado en 1944, el prólogo de Luis García Arias a la antología de textos de Cánovas en la colección de Breviarios del Pensamiento Español elogiaba venerables intenciones en Cánovas, pero puestas al servicio de un régimen parlamentario sin el impulso. A los españoles «no se les podía ir con un pesimismo decadente en sus propias fuerzas, con un patriotismo enfermizo, mas tampoco con una patriotería zarzuelera ni con un optimismo fácil y falso».[1362]
La valoración del siglo XIX pasó a caracterizar un proyecto de interpretación de conjunto del «problema de España» en la labor de Laín Entralgo, representando este, en el momento en que lo llevó a cabo y hasta que lo culminó en su España como problema de 1949, la posición de un sector del nacionalismo falangista que quiso hacer de la sublevación de 1936 el resultado de un desequilibrio histórico y la posibilidad de una gran tarea de reconstrucción e integración nacional, aplazada o frustrada en el siglo anterior. La comprensión de la cultura española se realizaba desde una posición ideológica precisa y orgullosamente confesada, que eran las creencias de la Falange: «creo en Dios, en la verdad de España y en la necesidad de una convivencia humana más justa que la actual». Y era exigente con la realización de una obra revolucionaria, cuyo incumplimiento despertaría «la ira ensangrentada de nuestros muertos o la risa homérica de nuestros enemigos».[1363] Para Laín, por tanto, el siglo XIX no era un objeto de estudio histórico profesional, sino la mirada a la condición de los españoles y a la problematización de su existencia colectiva, analizada atendiendo al momento en que se hicieron más evidentes y próximos los factores de una conciencia de crisis. Meditación que podía sumarse a la que Menéndez Pidal, Américo Castro o Claudio Sánchez Albornoz estaban planteando acerca de la condición de los españoles como comunidad nacional histórica, pero que en el caso de Laín hallaba mejores antecedentes en textos combativos que él mismo consideraba diagnósticos apreciables del «dolor de España»: Ganivet, Unamuno, Ortega, Maeztu, Giménez Caballero, Ramiro Ledesma Ramos, con el lazo final de José Antonio.[1364]
El fascismo español convocaba así a los ingredientes ideológicos de una cultura. El punto de encuentro es el reconocimiento de todos de una falta de realización colectiva española tras la quiebra de la monarquía universal, puesta de manifiesto en una trayectoria nacional cuya excepcionalidad no puede ser, al contrario de la de la época moderna, motivo de orgullo o ejemplo. El objetivo, hacer del 18 de Julio el instante político en que la empresa de construcción de la nación puede y debe cumplirse, salvo traición a los ideales de la juventud combatiente. El punto de arranque, la polémica sobre la ciencia española en los inicios de la Restauración. Esta expresaba, en el nivel de un debate intelectual, el conflicto que los españoles vivieron como movilización de masas en una sucesión de guerras civiles que agotaron al país desde los inicios de la centuria hasta el golpe de Sagunto. Solo al enmudecer las armas pudo escucharse la palabra, pero esta se pronunció cuando el país había sido ya víctima del atroz repertorio de una contienda nacional con aires de una prolongada e irreparable guerra esencial, conflicto en el que no se decidían proyectos, sino el ser completo de España, alzado por cada uno de los combatientes como razón exclusiva de la nacionalidad. El reinado de Alfonso XII proporcionó la paz, pero Laín se aproximaba a esta circunstancia, siguiendo a quienes le habían inspirado en su diagnóstico del mal nacional, con mucho menos respeto por la obra canovista que el manifestado por Díez del Corral: «Cánovas habría sido más una laña o un zurcido que una verdadera soldadura del hendido cuerpo nacional».[1365] «Lo hacedero, lo dinámico, no acierta a ser español durante nuestro siglo XIX; lo español, lo arraigado, no atina a devenir hacedero».[1366] La cómoda escisión explicativa, que prescinde de los complejos matices de adscripción ideológica de los españoles y que coloca graciosamente al liberalismo —en especial al progresista y al demócrata— en el campo antinacional, se reiterará de diversos modos, que se plasman en una afirmación rotunda y feliz: la carencia de sentido histórico de los tradicionalistas, la falta de sentido nacional de los liberales. Reunidas, enfrentadas, ambas actitudes mostraban su mutua imposibilidad de realización en la historia de España. El remedio de tal oposición solo podía encontrarse, claro está, en la capacidad integradora de la Falange y en la actuación histórica del Movimiento, aun cuando «su cumplimiento pende de cada uno de nuestros días y de cada uno de nuestros actos».[1367] La polémica de la ciencia española, permitía establecer un primer intento de superación de las actitudes de estos dos bandos en combate. En el momento inicial de la pacificación alfonsina, Menéndez Pelayo aparecía como la clave de bóveda intelectual que puede concentrar una síntesis pionera. La segunda entrega de la reflexión que emprendió Laín se extenderá precisamente en la labor del ensayista cántabro. Su valoración se arrebataba a la versión que se había consolidado en los ambientes de la derecha radical española, y las posiciones defendidas en La ciencia española y la Historia de los heterodoxos españoles se situaban en una labor generacional, la que incluía a los nacidos en la década de los cincuenta y cuya característica fundamental será la de resolver los problemas de los españoles a través del trabajo riguroso de laboratorio o de biblioteca.[1368] Menéndez Pelayo no tomó partido por los sectores integristas, sino que se enfrentó a la polémica misma, desatada entre las posturas intransigentes de Azcárate y Fonseca, representantes, en el debate cultural de la Restauración primeriza, de lo que habían encarnado liberales y carlistas en los campos de batalla. No se trataba de una posición innovadora, en la que pueda verse la voluntad sincrética del falangismo y, mucho menos, la posición exclusiva de una rectificación a realizar en la modernización del pensamiento tradicional español a mitad de la década de los cuarenta, habiendo sido detallada en la obra de Maeztu. Eran otros los puntos en los que Laín había de marcar la diferencia y despertar los recelos de los sectores integristas. En la actitud de Menéndez Pelayo se elogiaban su españolidad, su catolicismo y su afán de ser un hombre de su tiempo. No le molestaba al intelectual falangista la radical identificación de España y la Contrarreforma que Menéndez apunta al final de la Historia de los heterodoxos españoles: deseaba resaltar la conciencia histórica de Don Marcelino y, en especial, el modo en que la defensa de Trento se convirtió, en sus manos, en una alabanza de la libertad del hombre enarbolada por el Renacimiento antiprotestante: «nuestro Siglo de Oro cristianizó el Renacimiento europeo, siendo él mismo moderno y renaciente, y defendió de la Reforma a Europa y al mundo entero».[1369] Menéndez Pelayo propuso, como solución de los problemas de España, el regreso al espíritu de la época imperial, un regreso al pasado que se presentaba como regeneración. «Asistimos al terrible espectáculo de unos hombres que creen muerto a su pueblo y solo ven ante sí el remedio de hacerle comenzar “nueva” vida […]. Es la actitud que José Antonio definirá más tarde con las palabras “tradición con ánimo de copia”».[1370] Sin embargo, la actitud «castiza», de búsqueda de un ser permanente de España ajeno al devenir histórico, fue desmentido por la obra entera del escritor santanderino: «Quería don Marcelino, sin advertirlo todavía con claridad suficiente, un pensamiento católico capaz de hacer frente a los problemas históricos de su época».[1371] Tal actitud inconsciente se trasladaba a la etapa de madurez, cuando Menéndez Pelayo se apartó del casticismo intelectual, valoró más lo europeo —y, en especial, la cultura alemana— y atendió al pensamiento del siglo XVII, antes desdeñado a favor del siglo del Imperio: «Apoyo en la tradición del pensamiento católico, y singularmente en la última hazaña creadora de este; amplia e íntima experiencia de lo nuevo y de lo ajeno; anhelo permanente de actual y oportuna originalidad».[1372] La valoración podía incomodar a algunos sectores integristas —en especial por ser escrita por quien lo hacía, tan crítico con la experiencia histórica del tradicionalismo como defensor de un fascismo que se comprendiera solo en su identificación con la sustancia católica de España—, pero entusiasmó a escritores como Corts Grau, que en la reseña del libro afirmó: «quienes nacimos a la vida intelectual y política bajo el signo de Menéndez Pelayo, en aquel mundo de reconquista que se llamó Acción Española, hemos de ver, además, en Laín Entralgo, a un compañero de armas».[1373]
La visión del XIX iba a concluir, en el proyecto de Laín, con el análisis de una experiencia crucial, la principal generadora de conflictos en el establecimiento de los antecedentes del 18 de Julio, la generación del 98. La tarea de los regeneracionistas había sido juzgada benévolamente, en sus aspectos tecnocráticos y populistas, por otros intelectuales del régimen, en especial en las referencias a Joaquín Costa.[1374] Anticipados en Escorial los rudimentos de una definición generacional del grupo,[1375] y publicado un ensayo que trataba de dar molde a este tipo de reflexión histórica,[1376] en octubre de 1945 salió a la luz La generación del noventa y ocho, editada también por el Instituto de Estudios Políticos. Las razones reivindicativas del ensayo, su voluntad de situarlo en un plan de trabajo destinado a marcar una genealogía del «problema de España» que recaló en los jóvenes del 36, quedaban expuestas de manera diáfana en «la epístola a Dionisio Ridruejo» que se insertaba como prólogo. En él se deslindaban campos, se afirmaban complicidades, singularmente la que encajaba en «aquellos sueños a la vera del Arlanzón» que no pasarían de serlo, pero que merecían conservarse como esperanza fundacional. Laín formaba parte de quienes consideraban que la suerte de la generación de la guerra civil no sería la misma sin la obra de aquel grupo. Dejemos de lado la habitual e irritante anatomía de una nostalgia con la que altos dirigentes del régimen gozaban del don de la ubicuidad moral. Ni Laín ni ninguno de sus compañeros de Burgos podía invocar ilusiones perdidas, aunque ello resultara gratificante para la estética de la frustración que hacía presentable la distancia entre la realidad de la posguerra y el deseo del falangismo. Más bien, podemos señalar la fuerza que tal estilo podía adoptar en un frente de legitimación del régimen, que contuviera en su seno de lealtades incluso la melancólica entonación de las revoluciones pendientes y el pragmatismo impuro. Eso no solo tranquilizaba la conciencia de algunos, sino que permitía al régimen avanzar en su institucionalización sin perder ninguna de las posiciones que acudieron a su nacimiento. La imperfección de lo logrado es un rasgo esencial del nacionalismo, siempre pendiente de objetivos destinados a construir una España que continuaba sin gustar del todo.
Lo significativo era la conciencia de parte que se tomaba en esta defensa del 98, al considerarla imprescindible para definir la formación de la juventud española de 1936, sin que pudiera tolerarse el rechazo de algunos, basado en el casticismo y la falta de conciencia histórica, o la inofensiva aceptación formalista de otros. Podían aceptarse los graves errores religiosos o políticos del grupo, pero nunca prescindir de su moderna enunciación del problema de España. La generación del 98 era el punto de inflexión, el brote del nacionalismo acuñado en la crítica al «modesto brillo de la vida española», cuando «faltaba en el alma de los españoles la conciencia de un posible destino histórico», y unos cuantos hombres «sintieron al menos la impresión de vacío, de flacidez que traía a sus almas su propia situación histórica de españoles». Hombres desasosegados contra el problema de España que, a finales del siglo XIX —y para reiterar la complaciente dualidad tan atractiva para las soluciones sincréticas del fascismo— consiste en la «irreductible discrepancia entre unos ardorosos tradicionalistas que no saben ser actuales y unos progresistas fervientes que no aciertan a hacerse españoles».[1377] El 98 actuaba como recipiente de inquietudes aún poco definidas, pero de una misma contrariedad, que el catolicismo de la época, carente de ambición histórica, fue incapaz de encauzar. Del mismo modo, su voluntad de modernizar y europeizar a España no encontró acomodo en proyectos basados en la desnaturalización de un país cuya originalidad corrompida deseaban rescatar: «todos sienten con amargura, con ferocidad, a veces, la terrible inconsistencia histórica de aquella España».[1378] Tal renuncia frustrará su eficacia, pero les convertirá en cálidos representantes de un mismo tiempo, individualidades que solo se comprenden en los atisbos de una generación española, capaz de soñar una idea de España, pero inservibles para construirla. Reformadores iniciales, acaban por renunciar a la tarea y construyen un sueño de España, una nación simbolizada por la construcción de una tierra como paisaje moral, que se identifica con Castilla; de un tipo español que se resuelve en los valores que El Quijote proyecta en su sinceridad, hondura y carga religiosa; de un «pasado necesario» que desarrolló la pureza del español en la primer Edad Media, apartándose de los excesos inútiles del Imperio; de un futuro basado en los principios barojianos de la voluntad de acción, la conquista de la ciencia europea moderna, la potenciación del arte y la ética españolas.
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El siglo XIX había sido rescatado en un diagnóstico de conflicto permanente que permitía abandonar su desautorización global, su carencia de significación histórica o el apoyo exclusivo a las actitudes resistenciales del tradicionalismo, visto como la única forma posible de superación del proyecto liberal y como forma posible de mantener la esencia de lo español frente al demoledor influjo extranjero. Dejando de ser un mero paréntesis que obligaba a recuperar el espíritu de la Edad Moderna como único antecedente válido de la ideología del 18 de Julio, el siglo XIX podía contribuir a que el discurso nacionalista español pudiera establecerse en antecedentes similares a los europeos, fundando las causas de la guerra civil en unos acontecimientos que permitían equilibrar la singularidad española con el proceso histórico que estaba dándose en el continente. La crisis finisecular y las respuestas intelectuales a la decadencia podían presentarse como rasgos específicos de la peripecia nacional, pero se abría paso también la evidencia de una historia compartida con Europa, cuyos nacionalismos antiliberales contemporáneos procedían de circunstancias semejantes. Aunque solo fuera de forma implícita, esta recuperación del XIX no podía presentarse analizando la actitud de los españoles ante un problema general, sino observando también cuáles eran los rasgos de un proceso que interpeló, desde los desafíos comunes que la época liberal planteaba a Europa entera, a los intelectuales, a las instituciones y a la sociedad española de la Restauración. El problema de España habría de integrarse, de este modo, en la recuperación del «problema de Europa», siempre desde posiciones que deseaban perfilar con mayor eficacia el nacionalismo fundacional del Estado Nuevo.
La recuperación del pensamiento español en los siglos XVI y XVII superaba una representación heroica, una gestión de la memoria entregada a la resonancia y celebración de una mitología. Sin desbaratar del todo estos elementos, indispensables en la constitución de un abanico de relaciones emocionales con una época de referencia para la identidad nacional, la aproximación a la época imperial y el nuevo impulso dado al periodo de la derrota española ofrecían mejores perspectivas para defender la singularidad de la marcha de España a través de un mundo moderno que había elegido otros caminos. Del aislamiento heroico mitificado se pasó, por tanto, a los factores de ejemplaridad que poseían aquellos siglos, así como a la defensa de lo que tenían de irrenunciable en su desarrollo histórico como realización de la esencia nacional. El sentido ideológico podía plasmarse en una inmediatez política clara, que resultaba de especial importancia para fijar la institucionalización del Nuevo Estado y los fundamentos de su doctrina jurídica. Las soluciones ofrecidas por el pensamiento moderno español no solo se ofrecían como respuesta propiamente española a un desorden originado en la Reforma y concluido en el liberalismo y la revolución social. Además de ello, permitía que la cohesión de las diversas tendencias del régimen pudiera realizarse, en este punto, mediante una aceptación del concepto de hombre, sociedad y Estado propios de la tradición católica española, lo que permitía integrar el nacionalsindicalismo en el cristianismo de un modo mucho más firme de lo que se había experimentado en la época republicana. El régimen podía presentarse como la actualización del catolicismo tradicional español, descartando el carácter de forma española del fascismo que había podido tener en los momentos de su constitución inicial.
Las consignas imperiales pasaban a fundamentar el relato histórico de una lucha por la unidad de la cristiandad en el continente, pero también la propuesta de una comunidad hispánica, que dejara a España integrarse en un marco cultural que le permitiese establecer un nuevo juego de relaciones con Europa y aspirar a un liderazgo preciso en el mundo de la posguerra. La soledad del régimen español, convenientemente justificada por la recuperación de una esencia española realizada a lo largo de los siglos y reiterada en 1936, permitía solventar problemas de consolidación de la unidad del 18 de Julio, en la medida en que el régimen fuera capaz de mantenerse y adquiriera la tozuda legitimidad de lo definitivo. El régimen ofreció la imagen de una España que no se encontraba a la defensiva, sino que iniciaba su verdadero despliegue en las condiciones de la crisis del fascismo europeo y la discutible victoria de un liberalismo decadente, asediado por la vigorosa amenaza comunista. Para poder hacerlo, había tenido que revisar su relación con el pasado, construir una representación de la historia que resultara más conveniente que un conjunto de mitos a enarbolar en rituales de identificación. Junto a la tarea de homogeneización de la elite, la nacionalización de las masas habría de encontrar en esta conciencia un elemento fundamental para la incorporación de las nuevas generaciones a una aceptación de España como experiencia histórica común.