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LA ELABORACIÓN DOCTRINAL DEL ESTADO CATÓLICO

Que ya no pueda decirse entre nosotros, ni explicarse en nuestras Universidades, ni afirmarse en nuestras Academias, que el fin del Estado sea un fin exclusivamente jurídico. Hay que devolver a la vida un sentido ético y humano. Que el fin de una feliz sociedad política pueda ser «la vida buena» que soñaba Aristóteles y el «bien común» que constituye la suprema aspiración política de la filosofía cristiana, proclamada siempre y refrendada en el último siglo, como réplica al liberalismo, por la voz augusta de León XIII. Si, pasada la fiebre legalista de años de liberalismo, España recobra el sentido universal de su cultura y de su Historia, como quería José Antonio, quizás otra vez podamos reconquistar aquel concepto romanista y eterno, ético más que jurídico, pero profundamente humano, según el cual el Derecho era sencillamente «el arte de lo bueno y de lo justo». ¡Viva Franco! ¡Arriba España!

J. IBÁÑEZ MARTÍN (1942)

«HACIA UN MODO CRISTIANAMENTE RACIONAL DE AUTORIDAD Y REPRESENTACIÓN»

Lo que podía aparecer como giro oportunista, que se alejaba del fascismo, para Francisco Javier Conde correspondía a la expresión de una «actitud singular» española, que buscaba el «despliegue de un modo cristianamente racional de autoridad y representación». No podía hablarse de «evolución», sino de lo que crecía sobre las propias posibilidades inmanentes del régimen.[1178] A Conde, precisamente, corresponderá la tarea de definir la esencia de lo político de acuerdo con una afirmación de la crisis irrevocable del Estado, que inspiró la literatura favorable a la superación de la democracia parlamentaria en los ambientes académicos de toda Europa. Otros autores buscarán el enlace con las corrientes europeas y la definición del perfil español en otros campos de la Filosofía del Derecho, más atentos a la actualización del Derecho natural que a los conceptos de estado de excepción y naturaleza del mando político emanada de tales circunstancias. Sin embargo, lo que debe destacarse en esta tarea no es la diversidad de disciplinas y zonas de análisis para la comprensión y justificación del Nuevo Estado. Parece más importante subrayar la continuidad que se produce, como resultado de una dinámica general de fascistización, en una elite dedicada profesionalmente al estudio de la filosofía política, cuyos esfuerzos de legitimación del nuevo orden de cosas se acompañan de un deseo de construirlo teóricamente de acuerdo con principios de representación que resulten adecuados a los aspectos que se han señalado: la singularidad del régimen, producto de una realidad histórica que precipita la esencia de lo español, y las posibilidades de permanencia, que derivan de esa misma originalidad, al proporcionar la única forma posible de organizar el Estado y la sociedad como resultado de la revolución nacional.

Esta dinámica se produjo en todas las experiencias fascistas del continente, porque es un rasgo fundamental de esta cultura su capacidad de pasar a ser representativa de una masa social que incluye a los sectores fundacionales como parte de un movimiento generalizado. Pero es cierto que en el caso español esta carácter aparece con mucha más claridad, proporcionándonos un modelo más que una excepción, al producirse el asalto al poder en el mismo momento histórico en que se da la fusión de los distintos sectores agrupados en el fascismo y, sobre todo, al no haberse constituido un partido de masas fascista cuya existencia preceda a la captura del poder. Por el contrario, la definición doctrinal más clara del fascismo, destinada a constituir un proceso de nacionalización de masas, se produce en la misma fase de construcción del Estado y del Partido que debe vertebrarlo e inspirarlo. La permanencia del régimen de la guerra civil solo podía lograrse mediante el mantenimiento de su carácter representativo, una legitimación dirigida a la propia base social del 18 de Julio. La cohesión podía obtenerse mediante la integración de la experiencia fascista española en una fase de maduración de la cultura política de la victoria. Si no se produjo ruptura, sino un desplazamiento, fue porque este se comprendió como realización de aquellas posibilidades históricas que ofrecía la revolución nacional. En especial, al enlazar el rechazo rotundo del Estado liberal con una tradición que definía la esencia de la comunidad española de acuerdo con el discurso político del catolicismo, y la singular trayectoria iniciada por el pensamiento clásico español en la formación del Estado moderno, al margen de las soluciones ofrecidas por las potencias que habían sustituido a la monarquía hispánica en la hegemonía política y cultural de Occidente. Sin un campo de valores comunes en los años de la II República, ni habría sido posible la conversión del fascismo en la cultura política de la sublevación, ni lo habría sido ese «despliegue» de lo que se consideraron posibilidades latentes en el discurso del 18 de Julio, a punto para realizarse, sobre una misma base social, en un mismo proyecto, con los mismos intérpretes.

Lejos de ser una deficiencia, la capacidad de integración del fascismo español fue una garantía de la permanencia de sus principios legitimadores en una era marcada por la superación de las experiencias fascistas europeas. El fascismo español no sobrevivió por el hecho de no haberlo sido nunca del todo, sino por haber logrado un nivel de inclusión y de sincretismo de los que otros fascismos europeos creyeron que podrían prescindir, al haberse resuelto sus procesos de construcción del movimiento y conquista del poder de un modo más autónomo. Esa tarea de integración era lo que permitía el sentimiento de pertenencia a un mismo espacio que se afirmó con más rotundidad en el hecho fundacional de la guerra. Lo que puede aparecer como flexibilidad oportunista posterior y como demostración de un carácter distinto al fascismo en el proyecto del 18 de Julio debe considerarse de otro modo. Porque la permanencia del régimen y la defensa de su singularidad se proponían también como continuidad con el proceso de fascistización. Plantear la identidad católico-tradicionalista de José Antonio, por poner uno de los ejemplos más frecuentados por los ideólogos del régimen, era volver a proponer el punto de encuentro que se había acelerado políticamente en la etapa de guerra y ahora debía sedimentarse en una mejor afirmación doctrinal. Tal permanencia solo podía plantearse en la defensa de una singularidad del proceso revolucionario español, porque la consolidación del régimen se producía dejando atrás las circunstancias de la crisis europea del periodo de entreguerras, en las cuales se había dado la posibilidad de crear el Nuevo Estado, pero de las que debía salirse planteando la consolidación del régimen de la victoria como un sistema que regresaba a la esencia de lo español. Una esencia recuperada gracias a una fractura histórica generalizada, en cuyo seno había sido posible que España se reencontrara con su destino y con su propia forma de organización social y política.

Aun cuando todos los fascismos habían nacido como expresión de una parte del país que aseguraba ser su totalidad, esa exclusión no se había producido en las condiciones radicales españolas, en las que la misma legitimidad de la victoria podía introducir un desajuste en la ambición fascista de representar a la nación en su conjunto. No solo porque eso ocurriera en la realidad, en la misma dinámica de expulsiones del espacio público y de fabricación de la dictadura, sino sobre todo porque ni en Alemania ni en Italia se había producido una legitimación tan inmediatamente vinculada a la liquidación de miembros de la comunidad. Algo que sucedía en el propio seno de la propaganda del régimen español, al reiterarse un poder justificado no solo por su victoria, sino también por el hecho mismo de la guerra civil. Si en el discurso fascista han podido verse los objetivos de recuperación de los vencidos, de la nueva lectura de algunas posiciones de los vencedores y, en definitiva, de representación de la totalidad de los españoles, uno de los elementos nucleares del «despliegue» del régimen será su búsqueda de un sistema integrador fiel a sus principios fundacionales, expresados con mayor precisión en la etapa posterior a la lucha, que «se nos aparezca como inscrita desde el principio en el horizonte natural de la política y la representación».[1179]

En la crítica al formalismo jurídico y en el enlace del pensamiento nacionalsindicalista con la crisis de los fundamentos del Estado liberal existe un campo imprescindible para el historiador. A este incumbe mucho menos el debate estrictamente jurídico que el asalto general al liberalismo del que esta crítica forma parte, indispensable para construir espacios de complicidad intelectual, de hegemonía ideológica y de formación profesional de los cuadros políticos del régimen, que pueden formarse en una crítica al sistema de pensamiento liberal que en España carece de solución de continuidad. Para los teóricos del Nuevo Estado, las ilusiones de la sociedad liberal burguesa habían sido destruidas por el impacto de una realidad sociológica y política, que hacían imposible que siguiera considerándose adecuada una definición del Estado como simple ordenamiento jurídico, una fantasía destruida por la irrupción de la historia. Francisco Javier Conde lo señalaría claramente años después de haber concluido la guerra civil española, al referirse a la destrucción del Derecho natural racionalista al choque con la historia.[1180] Legaz Lacambra, que iniciaba su carrera precisamente con una tesis sobre Kelsen, condenaba su entusiasmo inicial al señalar cómo debía negarse la identidad entre Estado y Derecho —es decir, el Estado de Derecho de raíz liberal—. Frente a la sustantivación de unas normas racionales y universales, ajenas en su justificación del Estado a cualquier finalidad política o cualquier intrusión sociológica, Legaz afirmaba la primacía de estos factores en la definición del ordenamiento jurídico y de un nuevo concepto de la legitimidad: «A la voluntad muerta de la ley tenía que suceder la voluntad viva de un imperante (de un caudillo o de una masa), pues una comunidad política no es integrada por normas, sino por actos de voluntad».[1181]

DEL PENSAMIENTO JURÍDICO ANTILIBERAL AL FASCISMO

En los diversos modos de responder al máximo teórico del Estado de Derecho, no existía una inclinación fatal hacia el fascismo, hecho probado por la evolución de algunos de los más importantes iusnaturalistas españoles, como Recasens Siches o Medina Echavarría.[1182] Pero la crítica generalizada del positivismo del XIX y del formalismo kelseniano ofreció el marco para una crisis del liberalismo que contuvo también el rechazo de sus fundamentos jurídicos y filosóficos, en especial porque se consideraba que nada tenían que ver tales principios con la situación del pensamiento tras la crisis de la Gran Guerra.[1183] Tal rechazo había de adquirir un arraigo especial en un mundo académico que resultó indispensable, en Alemania, en Italia o en España, para dar fundamento a un nuevo concepto de la política y la representación, con las influencias diversas de la neoescolástica católica, del idealismo neohegeliano, del vitalismo o del existencialismo.[1184] La fluidez de esta postura antiliberal hizo que las diversas posiciones favorables a la reinserción de un elemento metafísico y político en la reconstrucción de los conceptos jurídicos españoles y de la teoría del Estado fueran compactando el espacio católico conservador en tres direcciones que me parecen de gran relevancia para comprender la idea de continuidad entre el proceso de fascistización y de reorientación del Nuevo Estado a partir de mediados de la segunda guerra mundial.

La primera de ellas se refiere a la forma en que fueron acogidas las posiciones de prestigiosos juristas alemanes o italianos que simpatizaron abiertamente o militaron en el nacionalsocialismo y el fascismo, especialmente al realizarse por aquellos profesores a quienes se presenta como partidarios de la sublevación de 1936, colaboradores muy activos del régimen pero, al mismo tiempo, pertenecientes a tendencias que siempre fueron ajenas al fascismo, no solo en el sentido de su «exterioridad», sino también en el de su manifiesta hostilidad hacia esta doctrina y los regímenes nazi o mussoliniano. La crítica podía ir dirigida a algunos excesos neohegelianos, como sucedía con Gentile o con Larenz, mientras que ni siquiera eso se planteaba en autores como Del Vecchio. De este modo, se sostenía un diálogo capaz de reunir a quienes tenían el propósito común de liquidar el Estado liberal, en una fase en la que el debate intelectual pasaba a formar parte de una conquista del poder por el fascismo y de la definición jurídica del nuevo orden. Que un tradicionalista tan destacado como Mariano Puigdollers pudiera referirse a Del Vecchio como la persona más preparada para escribir un tratado de Filosofía del Derecho con «fundamentación cristiana»[1185] puede indicar, a la altura de enero de 1942, lo que podía reiterarse en las referencias elogiosas a este mismo autor en Acción Española.[1186] Este campo de complicidad había de radicalizarse en el momento decisivo de la guerra, pero encontraba sus raíces indispensables en la aceptación de lo que podría pasar por un mero prestigio o dignidad académicos, pero que siempre respondían a una coincidencia en la denuncia de la caducidad del liberalismo y de sus fundamentos filosóficos y jurídicos. Esa posición podrá observarse en la obra de autores que se encuentran en el ámbito católico y en el tradicionalista, como Ruiz del Castillo, Sánchez Agesta, González Oliveros, Elías de Tejada, Gómez Arboleya o Miguel Sancho Izquierdo, además de los ya citados Conde y Legaz, cuya voluntad de definir el nuevo Estado nacionalsindicalista será eje fundamental de sus intenciones profesionales e intelectuales.

La segunda dirección se encuentra en el reconocimiento explícito de esta continuidad por los autores que reiteran sus postulados, modificándolos en un sentido favorable al fascismo católico español, como puede mostrarlo el texto citado de Legaz, que puede pasar directamente de una crítica a Kelsen a un esfuerzo teórico para perfilar la naturaleza del nacionalsindicalismo. Este ejemplo muestra la conciencia de una evolución personal que se presenta como cumplimiento de reflexiones esbozadas en la época anterior a la guerra, como llegada a la verdadera raíz de una actitud ante el Estado y la Filosofía del Derecho, un proceso de formación intelectual que se atestigua en su congruencia con el proceso histórico español. Algo que establecerá una vinculación entre dos etapas intelectuales y una soldadura ideológica entre dos generaciones. La manera en que puede hacerse una lectura de la tesis de Conde sobre Bodino o la de Gómez Arboleya sobre Heller se refiere necesariamente al modo en que estos autores desarrollarán su trabajo en los años posteriores a la guerra y las intenciones abiertamente políticas con las que desean fundamentar la legitimidad del Nuevo Estado. Esta línea de continuidad pasará a ser aprovechada para establecer un nuevo campo de despliegue, que se referirá a la superación del totalitarismo, a favor de la superioridad del pensamiento político español. Considerada como mero perfeccionamiento o profundización en una posición de principio inalterable, esta evolución debe ser matizada por los factores de radicalización que se encuentran en un cambio de apreciación de la teoría del Estado. Así, un antiguo miembro del Partido Reformista, Adolfo González Posada, reeditaba, con prólogo fechado en 1943, su libro La idea pura del Estado, publicado por vez primera en 1932. Los cambios ocurridos en el país hacían que González Posada pasara del liberalismo al corporativismo autoritario y jerárquico. Para ello, debía aceptar no «sentirme obligado a sustentar nada de cuanto me pareció razonable en mis cavilaciones de la edición primera».[1187] Y así debía ser, cuando las afirmaciones de la segunda edición manifestaban con claridad ese salto hacia la aceptación del ideario del 18 de Julio, fuera del «liberalismo abstracto de las democracias, niveladoras, tumultuarias, tiránicas, de masas».[1188]

Caso similar ofrece la trayectoria de Nicolás Pérez Serrano, sucesor de González Posada en la cátedra de Derecho Político de Madrid. Lúcido analista del concepto de soberanía, Pérez Serrano mostró un claro desdén por el interés de las teorías del Estado de algunos intelectuales fascistas como Panunzio a comienzos de los años treinta, manifestando un criterio que no se identificaba con el formalismo, pero que asumía su preocupación central: la oposición a «la malsana influencia que consideraciones políticas, que pueden ser de muy noble inspiración, ejercen sobre la convicción científica».[1189] Tras la experiencia de la guerra, Pérez Serrano dictó conferencias sobre el proyecto del Código Popular alemán, en las que se elogiaba la superación del individualismo por las nuevas propuestas jurídicas nacionalsocialistas a favor de una visión comunitaria similar a la propugnada por el corporativismo católico de Spann. Sobre todo, convenía indicar el modo en que se defendía el rechazo del positivismo y del formalismo, que habían intentado generar una visión «pura» del Derecho, para ser respondidas por una actitud más veraz, ajustada a la primacía de lo concreto sobre lo abstracto y de lo popular sobre lo técnico.[1190] Comentando el texto ante otro auditorio, Pérez Serrano elogiaba que los diversos códigos jurídicos, que separaban lo privado y lo público pudieran reunirse en un solo documento que fuera más acorde con el Estado totalitario y que superaran un sistema jurídico basado en el «absolutismo de la razón. Las almas que solo se alimentan de ideas puras se vuelven anémicas, advertía ya Unamuno».[1191] Lo que podía tranquilizar el temor a la ambigüedad y a lo que era, pura y simplemente, la destrucción del Estado de Derecho, debía poder leerse en «textos como la Carta del Lavoro o nuestro Fuero del Trabajo, que no respetan la clásica formulación de las viejas leyes y tienen, sin embargo, valor tan excelso, por lo menos, como el más rotundo y acabado precepto imperativo».[1192] En reflexiones posteriores sobre el principio de soberanía, Pérez Serrano habría de recalcar la escasa consistencia del sufragio universal directo y secreto como origen y plasmación del poder constituyente, aceptándose «como mal menor, nunca como solución ideal».[1193] Y, tratándose de quien había escrito uno de los textos de referencia sobre la Constitución de 1931, resulta esclarecedor en la evolución de buena parte de la Academia española, que podía sentirse vinculada al pensamiento fascista europeo y, al mismo tiempo, prolongaba las posiciones de 1936 hasta un apoyo permanente al régimen construido en la guerra civil, lo que llegó a plantear en sus Humoradas, dolorosas y greguerías jurídicas, publicadas con ocasión del homenaje que sus colegas le hicieron en 1960.[1194]

La tercera dirección en que se compactaba la fundamentación jurídica del Nuevo Estado ofrece horizontes fructíferos en este diagnóstico de un proceso constituyente del fascismo español tan propicio a la preservación del Estado Nuevo en la fase posterior a la decadencia de esta corriente en Europa. De hecho, deriva de las dos anteriores, pero las reúne en una perspectiva mucho más ambiciosa, que podría reducir determinadas perplejidades a la hora de analizar la convivencia entre teóricos del Estado pertenecientes a escuelas diversas y leales, todos ellos, al proyecto político del régimen. Cuando estos autores traducen, prologan y comentan las obras escritas en la Alemania nazi o en la Italia fascista, lo hacen desde diversos puntos de vista, pero también subrayan la diversidad ideológica de la Filosofía del Derecho o la teoría del Estado en el seno del fascismo y del nacionalsocialismo. A mediados de 1942, Francisco Javier Conde puede indicar las distintas escuelas que tratan de definir el régimen mussoliniano, sin que tales diferencias de punto de partida filosófico implicaran una mayor o menor identificación con el movimiento y el sistema fascista, algo que se reiteró en el análisis de la situación del pensamiento jurídico alemán.[1195] En 1941, Legaz Lacambra planteó una lectura del pensamiento de Gentile en ese mismo terreno, incluyendo las acusaciones que se vertían contra él por sus excesos liberales, lo cual explicaba el declive del primer ministro de Educación del ventennio desde finales de los años treinta. Una acusación que Legaz Lacambra negó enérgicamente, al considerar la lectura de Gentile indispensable para comprender «la concepción del mundo» del fascismo.[1196] La pluralidad aparece en un texto del propio Legaz, prologando la edición de la Filosofía contemporánea del Derecho y del Estado de Karl Larenz a cargo de los jóvenes profesores Eustaquio Galán y Antonio Truyol, a comienzos de 1942, que los traductores aplaudieron como crítica a las posiciones anacrónicas neohegelianas y neokantianas y, por tanto, como oposición al racionalismo y una clara simpatía por las corrientes fenomenológicas.[1197] Las reflexiones de José Antonio Maravall acerca de la filosofía política italiana, publicadas en 1941 en la revista Escorial, podían manifestar esta posición ecléctica existente en el seno del falangismo.[1198] Y una función similar podía desempeñar el ensayo sobre Larenz que publicó Salvador de Lissarrague en la misma revista, a comienzos de 1943.[1199]

Esta maduración implica esquivar las rupturas en la evolución del régimen y supone reconocer una genealogía común a todos los que participan en el movimiento del 18 de Julio. La cohesión del régimen, incluso la que se refiere a su doctrina, se realiza gracias a esta diversidad y no a pesar de ella. Si esto resultaba visible en los momentos que pueden verse como vacilantes, justo al acabar la guerra civil, lo será aún más en el periodo de una afirmación que se desprende de una vinculación esencial con el fascismo europeo, con mayor convicción y una aliviada sensación de disponer de alternativas teóricas propias. Sin embargo, la trayectoria española revela un factor que corresponde al conjunto de la fascistización continental. Una propuesta importante de nuestra historiografía presenta la cultura del 18 de Julio como ajena al fascismo en su totalidad, siendo solo poseedora de un sector fascista y de otros que nunca lo fueron. La desfascistización puede encajar, así, perfectamente con una determinada visión de la cultura política del fascismo y con la caracterización del régimen español, que evoluciona asimilando una fuerte carga de esta doctrina o pasando a reducirla en una fase posterior, que coincide con la frustración del proyecto de ocupación del poder por el falangismo y con un escenario adverso a escala internacional. Esta es la tesis que permite sostener la importancia del fascismo en la construcción del régimen y su desplazamiento en conflictos internos radicales, de confrontación de culturas políticas perfectamente delimitadas, cuyos permanentes conflictos se mantendrán, con expresiones muy diversas, a lo largo de toda la existencia de la dictadura.[1200] Se trata, claro está, de salir del avispero teórico que supone aceptar la importancia decisiva del fascismo en la configuración del Nuevo Estado —es decir, que este no pueda explicarse sin aquel— y, al mismo tiempo, plantear la forma en que pudo producirse un proceso de desfascistización que no implicó fracturas graves en el interior del régimen ni permitió que los fascistas españoles se sintieran representados por el régimen.

Creo que existe otra vía para explicar el desarrollo de la cultura política del Nuevo Estado que, además, implica una reflexión necesaria acerca del fascismo. La comunidad de posiciones ideológicas que van convergiendo en el movimiento fascista explican una relación entre cultura política y fundamentos ideológicos que son mucho más flexibles y complejos en el fascismo que en otras corrientes del pasado siglo, aun cuando ello no suponga indicar que el fascismo mantenía, como proyecto político, una relación puramente instrumental y oportunista con tales opciones, y mucho menos que el fascismo se distinguía por su carencia de doctrina. La capacidad aglutinadora del fascismo obedece a un elemento que le distingue y que lo convierte en un elemento «de época», que solo tiene una relevancia histórica, como movimiento de masas y como doctrina que lo identifica, en un periodo breve de la historia del siglo XX. Si consideramos que la cultura política del fascismo se limitaba a plasmar un negativo de las culturas políticas realmente existentes; si le adjudicamos una identidad nihilista, que lo separa de todas las corrientes ideológicas del periodo, podemos tener una respuesta intelectualmente resignada e históricamente anacrónica para explicarnos por qué razón el fascismo es la única opción política que no sobrevivió a la segunda guerra mundial. Sin embargo, cuando la explicación de lo que fue el fascismo en la fase de entreguerras es de otro tipo, consciente de la validez representativa de sus opciones, de la existencia de un sólido proyecto político y de la identificación con el mismo de tan amplias y diversas capas de la sociedad europea, su desaparición no puede conformarse con la quiebra de aquellas potencias que lo sostuvieron, aunque sí pueda resultarnos de utilidad la pérdida de legitimidad que supuso la experiencia de la guerra y las amarguras generalizadas de una derrota identificada con la falsedad de las promesas difundidas antes de 1939.

Las causas de esta desaparición no pueden encontrarse, por tanto, en el momento de su caída, sino considerándola en relación con el momento de su plenitud y, por tanto, en el examen conjunto del proceso de fascistización y de la etapa de pérdida de su capacidad representativa, que proporcione los recursos para comprenderlo en su proceso histórico concreto, sin reducirlo a una época que lo explica en la misma medida en que lo clausura. Algo que nos permita comprender el carácter singular del fascismo como cultura política, que se constituye de un modo distinto a lo que ocurre con sus competidores, y que pueda mostrarnos su capacidad de cohesionar movimientos de masas, de ejercer un liderazgo indiscutible en el campo de la contrarrevolución en los años treinta, de un modo que pueda indicar las causas no tanto de su derrota como de su revocabilidad. Señalar que el fascismo solo podía ser derrotado por una vía militar, interna o externa, no implica que el fascismo pueda ser aniquilado como ideología y como proyecto específico, hasta el punto de aparecer solo como un concepto de referencia que nos permite referirnos a él para indicar estimulantes similitudes con sistemas dictatoriales o culturas autoritarias en el periodo de la segunda posguerra mundial, a sabiendas de que ha sido descartado como cultura adaptable a las condiciones históricas que siguieron a 1945. Por ello, lo que debe plantearse es que la fascistización implicó siempre, en todas partes, la capacidad de integrar diversas corrientes ideológicas en una misma cultura política, en un proyecto de Estado, en un determinado concepto de representación institucional, en una localización del sujeto político, en un discurso nacionalista preciso y en formas de organización, liderazgo y dotación de recursos ideológicos que cohesionaran a un movimiento de masas.

El afán totalizador del fascismo actuó en un momento de crisis generalizada de las viejas opciones políticas. Esta singular capacidad de integración fue una característica que diferenciaba el fascismo de cualquier otra corriente de su tiempo. No puede confundirse esta relación entre su cultura política y las diversas opciones ideológicas que fue capaz de contener, como si el fascismo fuera un simple instrumento vacío, que era utilizado para la realización de una función social reaccionaria por un conjunto heterogéneo de culturas políticas definidas. Por el contrario, el fascismo fue la cultura política en la que todas estas posiciones se expresaron, el proyecto en el que depositaron su representación, la síntesis política con la que se sintieron identificados. Este factor específico fue el que proporcionó al fascismo su capacidad aglutinante y el que le dio también un perfil doctrinal, al hacer que sus principios fueran capaces de integrar posiciones ideológicas de diversa genealogía. No se trata solamente de la posibilidad tantas veces estudiada de recoger, al mismo tiempo, modernismo y tradición, nacionalismo y universalidad, paganismo y catolicismo, «socialismo» y capitalismo. Siendo indispensable esta capacidad de integrar elementos teóricamente polares, en una síntesis que deformaba sus dos elementos, lo que importa aquí es que el fascismo se caracterizó por su diversidad también en el terreno doctrinal, integrando posiciones intelectuales de muy distinta filiación, que estrecharon su colaboración en la quiebra de la cultura liberal y democrática.

El fascismo actuó como algo que superaba la condición de mero resorte político represivo con que ha sido presentado en muchas ocasiones. Su función histórica fue la de integrar un movimiento, pero también la de hacer converger discursos que fueron insertados en un solo proyecto que respetó la diversidad fundacional. El fascismo no carecía de sustancia doctrinal: por el contrario, la construía sobre esa síntesis que resultó ser mucho más sólida que un acoplamiento circunstancial. Pero la persistencia de esa diversidad permitió que la síntesis pudiera perder su atractivo cuando las condiciones políticas de la fascistización fueron sustituidas por las de la derrota del régimen. En el caso de otros países, tal circunstancia pudo conducir a la reinserción de tales tradiciones en otros espacios representativos, una vez el fascismo hubo agotado tal calidad. En el de España, donde el régimen permaneció, la diversidad no solo se mantuvo, sino que pasó a ser justificación de las diferencias esenciales de la cultura política del 18 de Julio con la del fascismo. Las condenas al totalitarismo, al estatismo, o al nacionalismo, pudieron ejercerse sin renunciar a las fuentes doctrinales de la sublevación de 1936, pero en una actualización que solo podía realizarse gracias a la naturaleza misma del proceso de agregación experimentado en la guerra civil. Las diversas corrientes doctrinales que habían justificado el Nuevo Estado pudieron continuar existiendo y contrastando sus puntos de vista sin perder su voluntad de apoyo al régimen del 18 de Julio y a las circunstancias unificadoras que lo legitimaron. Pero todas ellas debieron hallar un punto de encuentro que había estado en el núcleo de la cultura fascista española: el nacionalismo católico. Por ello, a partir de 1942-1943, el «despliegue» se produjo como afirmación del carácter singular del Movimiento, como voluntad de resaltar una españolidad que ya había sido promulgada en la fundación del primer partido fascista, pero que ahora ampliaba y modificaba sustancialmente su significación. El movimiento pasaba a requerir ese principio de españolidad como elemento sustancial, como cohesión entre diversas corrientes y como superación histórica de la experiencia totalitaria fascista. La revocabilidad del fascismo encontraba su prueba y su razón de ser en la peripecia política española, explicando los orígenes del régimen y su capacidad de perduración.

CONTRIBUCIONES TEÓRICAS A LA FORMULACIÓN DEL NUEVO ESTADO: CONDE Y LEGAZ

De especial ambición teórica en este sentido fueron los trabajos que Conde fue publicando en estos años. Como se ha visto, en el otoño de 1942 su Introducción al derecho político actual planteaba ya la insuficiencia de las respuesta a la crisis del Estado, señalando en sus últimos párrafos la posibilidad de que España pudiera encontrar en su propia historia una propuesta que se enfrentara con solidez histórica tanto al Estado liberal como a las diversas opciones que se habían presentado para superarlo desde la Gran Guerra. Por ello, cuando Conde publicó su siguiente ensayo, Teoría y sistema de las formas políticas a comienzos de 1944, el repaso a las doctrinas que se habían enfrentado defectuosamente con la crisis del Estado se planteaba de un modo distinto. Así, se subrayaba desde el comienzo, como supuesto ontológico de la realidad social, el concepto de persona, cuya superioridad con respecto al individualismo liberal o el colectivismo materialista debía encontrarse en el dogma. Los principios tomistas de comunidad orgánica, de libertad en la creación de un orden unitario y de la búsqueda del bien como justificación del Estado dotaban de valor a la realidad política. Lo que se examinaba ya no era un repertorio de propuestas jurídicas que salían al paso de la crisis del Estado liberal, sino las diversas «formas» que habían tomado «un modo valioso y distinto de coexistencia política constituido por la idea cardinal que confiere realidad política valor y sentido: la idea del derecho».[1201] Tales formas eran experiencias históricas precisas, no abstracciones como el «tipo ideal» de Jellinek o Weber, basados en la depuración conceptual de realidades históricas concretas. Y lo que interesaba era el establecimiento de una continuidad, de una permanencia que preservaba la naturaleza permanente del hombre sin vulnerar su devenir histórico-social. En el final de ese camino, se encontraba el Estado católico español fundado en la guerra civil. Ese era el punto de llegada que importaba al autor: el que intentaba presentar la cultura política del 18 de Julio como actualización y culminación de la idea cristiana de comunidad y de Estado, y el que partía del mismo punto en que había iniciado sus textos anteriores: la aceptación general de una crisis del pensamiento político y su incapacidad para comprender la quiebra del Estado liberal y, de hecho, de cualquier forma de Estado. Y más importante aún: si el totalitarismo había sido una solución meramente insatisfactoria, ahora pasaba a incluirse en las «formas» del Estado moderno en crisis. No había distinción entre la indiferencia del Estado liberal y el intervencionismo del Estado totalitario: todos los elementos que se atribuían a este —concentración del poder, partido único, intrusión en la esfera privada, búsqueda de la adhesión emotiva de las masas— correspondían a las condiciones de una movilización total para la guerra, no a la superación de la dualidad Estado/Sociedad que pretendía presentarse como su característica. Carecía de finalidades, podía encubrir propósitos radicalmente distintos, era una maquinaria organizada que podía aplicarse a proyectos antagónicos, y todo ello mostraba que bien podía presentarse como «el remate del proceso de neutralización del Estado moderno».[1202] La revolución nacional de 1936 había producido algo completamente distinto, justamente cuando se agotaba la propuesta totalitaria, era la única configuración de un modo eficaz, moderno y representativo de organizar el Estado.[1203]

Representación política y régimen español desarrollaba «la esencia de la representación» española una vez se había colocado el Estado del 18 de Julio en esa zona culminante de la evolución de las formas políticas en las que se había manifestado la continuidad de un sistema.[1204] En las condiciones políticas de 1945, Conde había de superar la definición de un Estado superior a los demás por su compromiso ético y su raíz trascendente. Cuando el régimen iniciaba el proceso de su institucionalización, lo que correspondía era desplazar el objetivo de su análisis a la representación, es decir, a la legitimidad que se apartaba de las afirmaciones iniciales del acto de soberanía nacional de 1936 para afirmarse sin solución de continuidad en un orden político que encauzara mediante estructuras de derecho la voluntad del pueblo. Se trataba de definir el régimen español como aquel que de un modo más rotundo asumía un principio de representación auténtico. Conde denunciaba, así, aquellas propuestas que se alejaban de la esencia misma de la representación y la falseaban. Ocurría con el sistema liberal, pero también con el fascismo, en el que la representación era confundida con la identidad. España había ofrecido, en el despliegue de su experiencia revolucionaria, la muestra de su perfecta captación de la esencia de la representación política. Había sabido responder a la angustiosa crisis en que se había formado una generación que asistió a la disolución de todos aquellos valores sobre los que se había constituido el mundo moderno, y a la incapacidad de restaurar de un modo novedoso la unidad humanista de la cristiandad medieval. La neutralidad española en la segunda guerra mundial pasaba a interpretarse ahora como lealtad a ese rescate de España atendiendo a los principios que separaban radicalmente los propósitos de una generación «capitaneada por José Antonio» de los que habían entrado en guerra, en uno u otro lado, en 1939.[1205] Todas las respuestas al liberalismo contenían algún elemento útil. Pero ninguna de ellas disponía de su congruencia con el desarrollo de la propia esencia de lo español y la neutralidad durante la contienda mundial no era solamente diplomática, sino el resultado de una alteralidad espiritual, de una singularidad que busca el camino propio de una salvación nacional. La movilización española se había hecho para ir al encuentro de una Verdad superior, aquello en lo que consistía la naturaleza del hombre y de la sociedad, aquello en lo que residía el destino de la comunidad nacional inspirado por Dios y ofrecido a la libre acción de la persona. Por ello, la revolución española había sido capaz de superar la «postrera resonancia del racionalismo maquiavélico» que era en realidad el irracionalismo fascista. El pensamiento español había sabido siempre que una acción heroica no tenía sentido en sí misma, sino en su finalidad moral: «es dentro de este horizonte cristiano donde se inscriben, desde el principio, los conceptos políticos que la nueva actitud española alumbra en su seno».[1206]

Francisco Javier Conde establecía tal singularidad y permanencia en un análisis del poder constituido en el estado de excepción de la guerra civil, que había desplegado sus posibilidades originales, partiendo de una representación legítima a la que se había dado el nombre de caudillaje. Lo que permitía superar la dialéctica de una dictadura era la intencionalidad del mando concentrado en una persona ejemplar, cuyo poder ilimitado, que solo rendía cuentas ante Dios y ante la historia, se basaba en un acto constituyente de la nación en armas. La revolución era, por tanto, el sustrato que proporcionaba una legitimidad carismática y tradicional al mismo tiempo, que escapaba a cualquier identificación con el fascismo por su carácter cristiano. En efecto —y como se ha visto en los textos de Arrese y Valdés Larrañaga—, la revolución nacional no se hacía como acto de creación romántica o racionalista. Se trataba de una movilización destinada a cumplir con el destino histórico de una España que había sido apartada de su esencia cristiana. La mera resistencia contra el abuso del poder había sido rápidamente sustituida por la voluntad de crear un orden nuevo que devolviera al catolicismo su función inspiradora de la comunidad y de la autoridad. La guerra había sido esfuerzo de síntesis para permitir la actualización de todo lo bueno de la historia española. De este modo, la legitimación de la autoridad de Franco se basaba en un elemento tradicional y en otro carismático, reunidos en la propia personalidad ejemplar del Caudillo y en su papel restaurador de la tradición hispana. La revolución era, por tanto, regeneración, señalándose en ello la diferencia con un fascismo que creaba ex novo como resultado de la mera voluntad informativa de la movilización nacional. La revolución como cumplimiento de un destino, como realización tan solo de lo que era «posible», separaba la acción política del 18 de Julio de los propósitos del régimen del ventennio. Las sucesivas leyes fundamentales eran jalones de una afirmación de los propósitos representativos profundos de la revolución nacional. Así, «el Fuero de los Españoles entraña la racionalización del poder político en sentido genuinamente cristiano».[1207] Como declaración de derechos, el Fuero se distinguía de cualquier otro proyecto por la defensa de un sentido de la libertad que brotaba de la profundidad y las determinaciones ofrecidas por el catolicismo. Esta misma calidad ideológica se otorgaba a la ley del 22 de octubre de 1945. La participación del pueblo en la aprobación de una ley corroboraba la relación del derecho político del régimen con la tradición neoescolástica: «nos referimos al principio de legitimación racional del poder cristianamente entendido».[1208]

Ciertamente, los intelectuales del régimen no dejaron de señalar que resultaba anacrónico todo intento de entender la democracia defendida por los neoescolásticos en el mismo sentido en que podía defenderse la democracia parlamentaria contemporánea. Así lo declaraba un autor que, con Francisco Javier Conde, resulta fundamental en nuestra reflexión sobre la justificación teórica de la singularidad, permanencia y continuidad del régimen del 18 de Julio. En 1946, con ocasión de un curso de homenaje a Francisco de Vitoria organizado por la cátedra «Vázquez de Mella» de la Universidad de Santiago, Luis Legaz Lacambra advertía de la inconveniencia, que podía ser utilizada por sectores católicos opuestos al nacionalsindicalismo, de poner la idea de libertad tomista al «servicio de ideales absolutamente modernos».[1209] La crisis del pensamiento político generalizada en Europa por los ataques al positivismo y al formalismo había adquirido en España una situación específica, conducente a un conflicto armado justo, en el que la nación había vuelto a encontrar su modo racional de organizarse. En su reflexión «El hombre y la guerra», dictada en 1944, Legaz señalaba esa búsqueda de un nuevo orden ya afirmada por Conde como causa del conflicto que se sumaba a la mera resistencia contra la opresión. Como también lo había hecho Conde, la neutralidad española en la guerra mundial se afirmaba en la singularidad de la contienda española, que ofrecía un ejemplo al mundo, situada frente al «liberalismo individualista y el totalitarismo absorbente y paganoide».[1210] El nacionalsindicalismo se presentaba como precipitado final de una tradición española. En «El derecho, la existencia y la libertad», Legaz retomaba un personalismo cristiano que solo cuatro años antes había querido insertar en el totalitarismo como encuentro de materia filosófica y forma política propia de la experiencia española. La inserción de la persona en un destino colectivo siempre debía estar dirigida a la realización de la libertad individual. El Estado solo poseía racionalidad histórica en cuanto constructor de proyectos comunitarios que «expresan la libertad original que es condición esencial de toda existencia individual auténtica».[1211] El mayor peligro ya no se encontraba en la formalización vacía del Derecho, sino en la afirmación de un mundo que se permitiera prescindir de él, afirmando la comunidad como un fin en sí mismo, que cree poder prescindir de las garantías positivas a la persona que la integra. Por ello, el pensamiento clásico español contenía soluciones singulares a la crisis del Estado moderno que permitían señalar la potencia universal de su ideario.

Al repasar la situación del pensamiento jurídico en la España de 1945, en la Universidad de Coimbra, Legaz podía añadir al raciovitalismo de Ortega y al pensamiento de Zubiri el prestigio de la escolástica, derivado de una feliz coincidencia entre la crisis del mundo liberal y el vigor de una conciencia nacional y católica recuperadas, que permitían sacar lo mejor de estas doctrinas.[1212] A esta conciencia correspondían dos elementos esenciales: el rechazo del totalitarismo que «no ha tenido éxito alguno en el pensamiento español, ni aún en los momentos en que parecía propicia una interpretación totalitaria de la realidad política española»,[1213] y la capacidad del Derecho natural. Aun cuando Legaz reconociera sus «vacilaciones» ante este, no había otro lugar en el que refugiarse tras sus propios forcejeos con el formalismo o el existencialismo, en los años republicanos o en sus colaboraciones en Jerarquía. De este modo, se establecía una relación de fondo entre el Derecho natural católico y el nacionalsindicalismo que Antonio García López ha destacado brillantemente: «Los requisitos de racionalidad y coactividad que necesitaba el Nuevo Estado solo se daban en el modelo iusnaturalista católico».[1214] La búsqueda de la totalidad social, del organismo histórico en el que la persona, considerada desde el punto de vista cristiano, proyectaba o formalizaba su integridad, ya no implicaba la defensa del Estado totalitario, que nada tenía que ver con las propuestas iniciales del nacionalsindicalismo, clarificadas en este proceso de despliegue o germinación. El falangismo pasaba a ser defendido como proyecto ajeno al fascismo desde sus momentos fundacionales, y solo sobre ese supuesto podía comprenderse su desarrollo posterior, su capacidad de integrarse en un frente político más amplio y su capacidad de ofrecer como síntesis la doctrina nacionalsindicalista, que se alejaba de cualquier fascinación previa por el panunziano encuentro entre «Estado» y «sindicalismo» que había compartido Legaz, y que ahora podía expresarse como inclusión del pensamiento de José Antonio en la ideología tradicionalista. Las ideas sobre el Estado y la representación del líder de Falange procedieron, «ante todo», de su «sentido católico y español».[1215]

La reflexión de los intelectuales vinculados a la teoría del Estado y la filosofía del Derecho pasaba a mostrar en sus trayectorias un acomodo que no resultaba forzado, al presentarse los momentos fundacionales del régimen como un proceso constituyente que desvelaba ahora sus auténticas bases sin salirse de una referencia indispensable del nacionalismo antiliberal y antidemocrático español: el Derecho natural católico y su encauzamiento a través de los recursos políticos originados en la movilización de masas de la guerra civil. El estado de excepción pasaba a ser el espacio que solo se superaba como realización histórica de las posibilidades existentes en el acto de soberanía de la comunidad alzada contra un orden injusto y a favor de un Nuevo Estado. Legaz Lacambra acertaba de lleno en su diagnóstico al expresar la fuerza que esa versión del Derecho natural habría de tener en la afirmación jurídica del régimen. Su exceso de arbitrariedad había podido molestarle, hasta el punto de exigir que se abrieran los caminos para un Derecho positivo, sin que ello supusiera abandonar dos principio esenciales en el régimen: la primacía de la decisión política —con lo que el Estado no era mera «emanación» de las realidades sociales naturales—, y la subordinación de las decisiones concretas a los principios inconmovibles que se habían prescrito en las que vendrían en llamarse Leyes Fundamentales, precedidas por los puntos programáticos de Falange.[1216]

OTRAS APORTACIONES A LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO CATÓLICO

Las dos preocupaciones fundamentales mantenidas por Conde y Legaz —la organización política y el orden social en el Derecho— pasaban a integrarse en las reflexiones que los jóvenes profesores, doctorados poco antes o poco después de la guerra civil, se plantearon como reivindicación de una Filosofía del Derecho. La disciplina debía asentarse sobre el catolicismo, con la influencia decisiva de tendencias tan importantes en el pensamiento conservador europeo como el institucionalismo o las versiones más reaccionarias de la fenomenología. Es decir, que lo que Ruiz-Giménez reclamaba como «el retorno al ser en la filosofía jurídica» o Corts Grau analizaba como «la filosofía cristiana y su coyuntura actual» en sendos artículos publicados en Cisneros, suponían el ensamblaje de la tradición jurídica española y la aceptación de las influencias que en algún momento podían haberse presentados como ajenas y perjudiciales.[1217] Corts, que podía pasar por el más reticente de los jóvenes catedráticos de preguerra, admitía que si «la denominada filosofía actual no ofrece un sistema que pueda sustituir al escolástico», no podía cerrarse el camino a la influencia de diversas escuelas y, fundamentalmente, la fenomenología y el existencialismo. «Por Dios, nada de baños de impresión, tan desastrosos en nuestro campo, sino una labor honrada y sistemática de comentarios que preparen el camino a esa esperada síntesis».[1218] Ahora, se trataba de mantener la singularidad española sin que ello implicara el aislamiento, sino el camino paralelo con aquellas corrientes básicas cuya complicidad en los proyectos políticos totalitarios eran tan obvios como lo había sido en España.

Todas las clasificaciones que se hacían al exponer la situación del pensamiento jurídico y político español desde 1936 lo planteaban de este modo. Las apretadas síntesis expositivas de Legaz Lacambra en Coimbra en 1945 o de Francisco Elías de Tejada en Bolonia en 1949 señalaban como punto esencial el catolicismo, que se mantenía en los esquemas más rígidos de la neoescolástica en algunos de los catedráticos más veteranos, o se abría con mayor avidez a la impregnación de corrientes existencialistas, institucionalistas u orteguianas, en algunos de los más jóvenes.[1219] Lo importante es la conciencia de la restauración actualizada de un pensamiento que, en las condiciones críticas previas a la guerra civil, había llevado al peligro de disolución o a callejones sin salida, que podían destruir la idea misma de Derecho o reducirlo a la cáscara hueca del formalismo. Esta preocupación por la pérdida de un orden de justicia positiva o por la carencia de una esencia permanente de la persona en sus relaciones con la comunidad proporcionaban como solución un Derecho y un sistema de representación política basado en la filosofía cristiana. Tal proceso no se había entregado a católicos adversarios del fascismo, sino a una forma de fascismo que debía ser esencialmente católica: en caso contrario, el resultado jurídico y político no habría sido aceptable.[1220] Es cierto que la mutua contemplación de las escuelas se hacía con reticencias, como las que expresaba el mismo Elías de Tejada al distinguir entre el sólido tomismo de Ruiz Giménez, el «espejismo» existencialista de Galán «que cae dentro de un cristianismo doctrinal y sentimental» o el «fracasado intento de armonizar la “vida” a lo existencialista pagano con el concepto escolástico del vivir» atribuido a Lissarrague.[1221] Solo podían reconocerse los esfuerzos de cualquier Filosofía del Derecho partiendo de que «Dios corona todas las filosofías y es el final de todos los procesos del espíritu»,[1222] y esa reflexión colocada en el inicio de un ensayo sobre la influencia de Hegel en la España del XIX podía indicar cuál era la actualidad de ese sustrato común en la posguerra.

El asentamiento en esos principios comunes procedía de las condiciones políticas en las que tales profesionales habían desarrollado su trabajo, de sus puntos de vista y de cómo su análisis de la teoría del Estado o de la Filosofía del Derecho no podían apartarse de las inclinaciones por una cultura política determinada. No en vano, podía afirmarse por Eustaquio Galán, al denunciar los ingenuos esfuerzos por construir una ciencia jurídica ajena a las posiciones ideológicas, que «el pretendido carácter apolítico de la teoría del Estado nace de la ignorancia acerca de la función vital y social de toda ciencia».[1223] La conciencia de estar realizando una labor imprescindible y nada neutral, pragmática y comprometida con el Nuevo Estado da a estos trabajos el relieve histórico que tantas veces queda aislado en una querella entre un reducido grupo de catedráticos de Derecho Político y Filosofía del Derecho, pertinente solo para la peripecia interna de estas disciplinas. Para el mismo Galán, se trataba de conectar las posiciones teóricas con una «concepción del mundo» en la que se determinaban posiciones intelectuales y actitudes políticas.[1224] La existencia de un orden previo en el universo, y la necesidad de recuperar la unidad de la comunidad política como resultado del recto conocimiento de esa verdad objetiva, extirpaban de raíz cualquier compromiso con el liberalismo o con el socialismo, del mismo modo que incluían el desarrollo del régimen de 1936 en una recuperación del catolicismo. El orden —recordémoslo en las palabras de Conde, las de Arrese o las de Valdés— no era construido por una revolución romántica, sino «restaurado» por una revolución nacional, cuyo objetivo era devolver a la historia la esencia de España. La generación de 1936 no había asistido a una crisis económica o de formas políticas, sino a una crisis radical que exigía la superación del concepto liberal del hombre moderno. La solución era «salvación», del individuo y de su espacio de realización como persona social en «una Concepción del mundo y de la vida de perenne y universal valor».[1225]

El orden natural previo ofrecía un precioso argumento a la voluntad restauradora del 18 de Julio y, por ello, el Derecho natural católico, con las inflexiones indispensables de las corrientes jurídicas de la primera posguerra mundial, pasaba a ser territorio compartido que se vinculaba a una disciplina académica que deseaba recuperar su prestigio como elemento fundacional de lo jurídico.[1226] Este pensamiento afirmaba, en la coyuntura significativamente política de la posguerra española, la combinación entre formas contingentes y principios esenciales, superiores, a los que debía ajustarse la comunidad si deseaba sobrevivir respetando la libertad y la dignidad de las personas. Así podía manifestarlo uno de los más destacados intelectuales del régimen, al declarar que los principios del Derecho natural eran «ecos de un dictamen superior a nuestras ideas y a nuestros sentimientos», y que «no los asimilamos y tratamos como simple especulación teórica, sino como normas de conducta».[1227] El hombre colabora con un orden natural, del que emanan principios que son captados por la reflexión y por el entendimiento práctico que tiende a hallar el bien.[1228] Ante la vulneración del «bien de los nuestros, el de la Patria, el servicio de Dios», se planteaba la relatividad de las normas y la defensa necesaria de los principios esenciales.[1229] Por ello el Estado no podía identificarse con el Derecho, como se defendía en las posiciones formalistas, sino que debía justificarse por el cumplimiento de un fin y la coherencia de sus objetivos con la Ley natural, como lo demostraba la propia declaración fundacional del régimen, haciendo del Estado «un instrumento al servicio de la integridad de la patria».[1230] La autoridad procedía de Dios —ya fuera entregada directamente al gobernante o haciéndolo a través de la comunidad— y «la fórmula “por la gracia de Dios”, más que un privilegio, significa el reconocimiento de que sin esa gracia de Dios no ejercerían la autoridad». La resistencia ante ella solo podía realizarse «con carácter orgánico […]. Sus órganos son los estamentos naturales de la comunidad».[1231] La definición de la comunidad como unidad de destino en lo universal encajaba a la perfección en la visión tomista del Derecho natural, al responder a una visión teleológica de la nación, «que corresponde a una eterna metafísica, es decir, a la idea ejemplar existente en la mente divina, una idea cuya realización histórica constituye la empresa propiamente nacional».[1232] El pensamiento de la revolución nacional había llegado a una España en crisis, para restaurar esa congruencia y vincular la crítica a los fundamentos filosóficos del Estado moderno liberal con la tradición vigorosa de la neoescolástica española.[1233]

Tal conexión podía realizarse con otros puntos del pasado. Elías de Tejada hallaba las garantías contra el abuso del poder en sus estudios sobre el pensamiento jurídico catalán, o los riesgos de una defensa de la comunidad identificada con el nacionalismo que presagiaría la Reforma protestante en algunos textos ingleses de la Baja Edad Media.[1234] Sin que fuera lo más habitual, podía encontrar su apoyo en el pensamiento de San Agustín. Antonio Truyol Serra le dedicó algunos de sus primeros trabajos, en especial para destruir una visión pesimista del obispo de Hipona y acabar con la confusión entre la justificación del Estado y la civitas terrena, lo que suponía la ausencia de conflicto esencial entre Iglesia y Estado.[1235] Torcuato Fernández Miranda podía utilizar las reflexiones de San Agustín para defender la realidad ontológica del Estado, respondiendo a una crisis del pensamiento jurídico basada en el racionalismo, el pensamiento crítico y el idealismo. Partir del ser y no de la razón, de la verdad objetiva y no del conocimiento, establecía la justificación del Estado como «actualización, en la realidad de este mundo, de la idea de la mente divina».[1236]

Sin embargo, la reflexión más fructífera, en su entronque con las necesidades de actualización del catolicismo, se encontró en los trabajos inspirados en Santo Tomás.[1237] Esta influencia procedía de la propia innovación tomista, que permitía alejar la consideración del Estado del pesimismo metafísico de los primeros siglos del cristianismo. En su obra podían encontrarse los fundamentos de una visión justificativa del orden social, de la autoridad y de la libertad del hombre que busca en su necesaria sociabilidad la obtención del bien, siendo este objetivo lo que hacía legítimo el poder. En su estudio sobre el Aquinate, Eustaquio Galán recordaba que el Estado no había sido producto del pecado original tampoco para San Agustín, pero entre ambos autores se situaba la diferencia entre los recelos de la Iglesia ante la mundanidad y la posibilidad de un pensamiento político cristiano, que escapara a la principal creación del pensamiento político moderno: la razón de Estado.[1238] La importancia del tomismo había radicado ya en la época del Imperio en su capacidad de ofrecer una respuesta católica distintiva a la idea de la comunidad y el poder político españoles de la Contrarreforma. Y, lógicamente, este principio había de resultar indispensable para enlazar la superación del totalitarismo con el proyecto político del régimen en los estertores de la guerra mundial. De especial relevancia habría de ser la recuperación del pensamiento del teólogo del siglo XIII por el institucionalismo del dominico Georges Rénard, cuyo objetivo era fijar la visión de los derechos naturales permanentes a una posibilidad histórica de las personas.[1239] La tensión entre una permanencia de la naturaleza del hombre y la formalización de las situaciones históricas concretas había de apartarse de cualquier forma de relativismo y escepticismo. El fascismo español había ofrecido soluciones en su misma adscripción al catolicismo, y podía considerarlas en el momento de transición del régimen. Ruiz Giménez, quizás el más importante de los institucionalistas españoles con una militancia falangista y católica destacada, podía plantear esa vía de superación cuando publicó su tesis doctoral: no se trataba de negar los fundamentos totalitarios del sistema político, sino de afirmar un «totalitarismo español», es decir, católico.[1240] Las condiciones concretas en las que Ruiz Giménez elaboraba su pensamiento dependían de su situación política. El institucionalismo de Hauriou y Rénard hallaban una perfecta sintonía con las exigencias de la España sublevada en 1936. Los elementos esenciales de esta doctrina: inspiración cristiana, carácter realista y comunitarismo orientado al bien común, mostraban «una concordancia fundamental entre la posición que caracterizan y el nervio de nuestra actual revolución hispánica», la cual se basaba en tres elementos cardinales: «la Cruz de Cristo, el destino universal de la patria y la unidad jerárquica de los hombres, las tierras y las instituciones de España».[1241] Los elementos más innovadores de la aportación de Ruiz Giménez, expuestos en la segunda parte del texto, habían de padecer en la primera de una serie de afirmaciones doctrinales sometidas a la vehemencia falangista y a la sentimentalidad cristiana que la acompañaba en tantas ocasiones. Por poner un solo ejemplo, la superación por el institucionalismo del Estado liberal se manifestaba con una mezcla de verbo plañidero y espíritu beligerante, muy propio de las condiciones políticas del momento:

Esa tristeza del descoyuntado vivir político se trueca en gozo —varonil y creador— cuando los ciudadanos de un pueblo abren conjuntamente sus manos sobre la misma tierra y recogen en hermandad el fruto de la simiente que en hermandad sembraron. Tan solo así la Nación adquiere rango de destino y el Estado se hace atrayente y alegre, porque en sus entresijos se cuaja un Bien, que siendo el bien de todos es más que el bien de cada uno. Ya nada de todo esto sabe a «pacto», a compromiso calculador y frío […].[1242]

Los impulsos derivados de esta actitud habrían de ser conducidos por legisladores y gobernantes inspirándose en el ánimo del proyecto del Código Civil italiano ofrecido por Arrigo Solmi a Víctor Manuel III en diciembre de 1938, que se refería a la definitiva superación del individualismo y a la construcción de un código social. Para Ruiz Giménez, no era otra la posición de las instituciones políticas españolas ni de los principios que las inspiraban. Bajo ese signo de los tiempos, España conquistaba «hoy, por el heroico empuje de sus gentes, su perenne misión de vanguardia de la Cristiandad».

La misma voluntad continuista entre el falangismo joseantoniano y las propuestas políticas del catolicismo habrían de manifestarse en Luis Sánchez Agesta, cuya Teoría y realidad en el conocimiento político habría de incorporar, a la reivindicación de la necesidad de un fundamento ontológico del Derecho y la denuncia del formalismo liberal, el elogio desmesurado de José Antonio Primo de Rivera. El fundador de Falange parecía culminar una línea de pensamiento al haber trazado la metafísica del hecho nacional, históricamente volcada a la idea de servicio. Las aportaciones previas, incluyendo la de Ortega, pasaba a adquirir prestancia política concreta en el establecimiento de un «originalísimo perfil sobre la más pura raíz del pensamiento cristiano y español».[1243] Más adelante, en los textos de sus lecciones universitarias, el catedrático de Granada recalcaba la coincidencia de la idea de nación en José Antonio y en el pensamiento cristiano, recordando cómo el fundador de Falange relacionaba el concepto de «unidad de destino» con la obra de Santo Tomás. La comunidad estaba basada, en el pensamiento español culminado en José Antonio, en que «un mismo destino es común a una variedad de hombres que lo son en sí enteros, con independencia de posibles afinidades de su constitución natural y de su común historia».[1244] El destino, tal como se concebía en José Antonio, no era ni predestinación ni libre uso de la voluntad. Correspondía a la tradición agustiniana de «providencia», que señala la misión o la empresa a realizar, que la nación «busca como base de su existencia».[1245] Para el propio Sánchez Agesta, en aquellos momentos finales de la segunda guerra mundial, el totalitarismo se presentaba como experiencia común a Italia, Alemania y Rusia, experiencias que se caracterizaban por la «estructura externa de unificación y concentración del poder» y por el principio interno de desvalorización de la persona, «para transferir el fin del orden político a entidades colectivas en que el hombre se inserta con un valor accidental».[1246] La toma de distancia con respecto al fascismo se insertaba, nuevamente, en la lealtad al pensamiento joseantoniano, visto como punto de llegada de una tradición política estrictamente española.

En la obra de Lissarrague, mucho más orientado hacia la sociología que hacía la filosofía del Derecho, como ocurriría con Gómez Arboleya, la influencia institucionalista se entregaba a un aire más laico y orteguiano, a una influencia mucho más directa de Hauriou que de Rénard. Aun cuando su teoría del Estado y sus propuestas para superar el formalismo jurídico liberal no tuvieran las impúdicas afirmaciones de Ruiz Giménez, Lissarrague no podía escapar al elogio de José Antonio, afirmando su «clara intuición de político allegado a los problemas intelectuales» cuando inició su vida política fundamental, achacando a Rousseau el origen de identidad de la nación y del Estado en el discurso del Teatro de la Comedia[1247]. A ello habría de sumar, en el momento de publicar su tesis doctoral, sus simpatías por el pensamiento católico medieval y moderno, con la edición conjunta de estudios sobre Santo Tomás, Dante y Vitoria.[1248]

LA REVISIÓN DEL PENSAMIENTO FALANGISTA: LA CUESTIÓN DEL ESTADO TOTALITARIO

Este apretado repaso a las formulaciones de una teoría del Estado en la cultura política del régimen en transición puede completarse con lo que se indicó desde la propia jerarquía política del partido único, de forma menos sutil, pero reflejando claramente la necesidad de establecer una fórmula que se sumara a los avances constitucionales que se produjeron entre 1942 y 1947. La cuestión del Estado totalitario ya había ocupado también las intervenciones más directamente políticas de los cuadros del falangismo. La Revista de Estudios Políticos había planteado muy pronto esta cuestión, y los jerarcas del partido único se apresuraron a matizar el punto programático de Falange Española primero, y de FET después, en el que la concepción del Estado como instrumento totalitario parecía elevar la adjetivación al rango de lo accidental. Las reiteradas afirmaciones de la prensa del Partido buscaron soluciones de compromiso, como las referentes al «Estado unitario» para definir el proyecto político español. «La idea de unidad, y no la de totalidad, es la que manda esencialmente el pensamiento falangista de la vida, de la política y de la Historia», se afirmaba en las páginas de El Español en septiembre de 1943. La unidad se presentaba como criterio de integración entre clases y regiones, conciencia de comunidad formada por personas libres en un solo propósito solidario, y ello debía hacerse con la ayuda de un instrumento puesto al servicio de ese proyecto, un Estado de nuevo tipo, que rechazaba los objetivos totalitarios que se habían experimentado en Europa.[1249]

Sin embargo, la intervención de mayor calado, tras lo que había escrito García Valdecasas en el órgano del Instituto de Estudios Políticos en 1942, se produjo con dos ensayos debidos a la pluma de secretarios generales del partido. El primero de ellos fue «El concepto falangista del Estado», publicado por Raimundo Fernández-Cuesta en la Revista de Estudios Políticos en 1944. Para quien fuera su primer secretario, la adopción de los puntos programáticos del partido fascista republicano era prueba de una voluntad de permanencia, de continuidad ideológica que, en la declaración unificadora, planteaba el deseo de sintetizar en ella todos los vectores de una tradición española actualizada en los momentos de riesgo nacional que habían provocado la sublevación. El Estado totalitario se presentaba como resultado histórico de la crisis del liberalismo, y se le atribuían posibilidades diversas, en función de los factores básicos que pasaban a concentrarse en un absoluto: la raza del nacionalsocialismo, la nación del fascismo o la clase del comunismo. Fernández-Cuesta no tenía recato, como no lo habían tenido los intelectuales más destacados del régimen en estos inicios de los años cuarenta, de pasar de un alejamiento del fascismo a considerar una tipología común para estos regímenes, que no buscaba un mayor alejamiento de ellos, sino un propósito esencial en el discurso: destacar el aspecto instrumental del Estado en la Europa moderna. Para la tradición católica, el Estado tenía una mayor densidad ontológica, al ser producto de una voluntad de Dios transmitida a la comunidad y entregada al gobernante. El Estado tradicional español había sido siempre un Estado ético, «no en el sentido de ser fuente de toda moral pública y privada, sino en el cristiano de sumisión, como el hombre, a una norma superior de Ética».[1250] Pero no se trataba de dotar al Estado de cualquier finalidad bondadosa. La sublevación se había realizado para proporcionar fines muy concretos al poder, lo que invalidaba cualquier uso del Estado que tratara de restablecer la democracia. El Estado solo podía servir para que España cumpliera su destino, velando por una organización institucional que lo permitiera. Las virtudes militares —orden, disciplina, cohesión, sacrificio—, habían de integrarse en la sustancia del Estado sin sustituirlas por la mezquina copia de los ornamentos de una dictadura militar. La nación era unidad de destino que debía construirse a través de un proceso de integración. A él se llamaba, reiterando las palabras aperturistas de Arrese, cuando se subrayaba que «la Falange acepta gozosa las colaboraciones y compañías que sinceramente se le ofrezcan», sin afán partidista y sin aceptación de oposición alguna a los principios fundamentales del «Alzamiento».[1251] En la primavera de 1945, y con prólogo del propio Fernández-Cuesta, José Luis Arrese publicó El Estado totalitario en el pensamiento de José Antonio, posiblemente el ensayo con mayor fortuna divulgativa del momento. Su enunciado señalaba ya —además de la firma de quien lo escribía— la voluntad de no rectificar, sino de clarificar el proceso político español, mediante la afirmación más consecuente de los motivos fundacionales del falangismo. Por ello, donde debía hallarse el rechazo del totalitarismo no era en los documentos oficiales de posguerra ni en las especulaciones de los juristas, sino en la obra del fundador, buscando una legitimidad que debía sacrificar, precisamente para huir de la literalidad bien entendida, el contexto histórico en el que se habían hecho las declaraciones de José Antonio. Así, Arrese planteaba su método desde la primera línea: «porque toda cuestión fundamental gira siempre en torno a unos cuantos conceptos fácilmente asequibles, las pugnas políticas no son nunca pugnas de ideas, sino de vocablos».[1252] Arrese llegaba a reconocer el uso de estos términos mitológicos como simplificación en la política de masas y, en especial, en la del escuadrismo. Y, dada su carencia de vitalidad, de congruencia con lo real, debían ser revisados, empezando por el principal entre ellos: el Estado totalitario. Lo que los intelectuales más sutiles del régimen habían llamado «crisis», para definir las condiciones del pensamiento político antes de 1936, en manos de Arrese se convertía en «confusión», gracias a la que todo aquello que era contrario al individualismo pasaba a presentarse como totalitario. El problema estaba en la misma fundación de Falange, cuando la respuesta a los problemas de la civilización liberal fue confundida con una versión española del fascismo.

José Antonio «logró separar todo lo que en el fascismo había de temporal y contingente para poner al servicio de un pensamiento cristiano todo el acervo de posibilidades creadoras que el fascismo había descubierto».[1253] Los esfuerzos por presentar a un José Antonio ajeno al fascismo resultan lo penosas que puede esperarse de un ejercicio de este tipo. Por ello, Arrese abandonaba pronto ese peligroso escenario para ir a lo fundamental, a lo que realmente interesaba en las condiciones políticas en las que el ministro secretario general del Movimiento escribía este ensayo. Lo que importaba era preparar el camino para la definición del régimen como «democracia», que no supusiera en modo alguno la ruptura ideológica con el momento fundacional del régimen y ni siquiera con sus precursores. Se trataba de ir en la misma dirección que habían recorrido los teóricos del Estado que se han comentado: señalar la irrealidad del Estado de Derecho liberal y considerar que la función del fascismo había sido la de «dotar de personalidad a la comunidad política y de convertirla en el sujeto del acontecer histórico».[1254] De este modo, el Estado liberal pasaba a ser una fórmula vacía, ausente de la naturaleza del hombre y de su despliegue en la historia. Sin embargo, el totalitarismo había errado al proponer que la vacuidad del Estado fuera sustituida por un Estado en el que la existencia de la comunidad adquiriera no solo objetivación política, sino exclusividad subjetiva. Fuera del Estado no existía para los fascistas libertad y ni siquiera vida política propiamente dicha. A esa negación de la vida política seguía la liquidación del concepto cristiano de persona, solo existente en la medida en que ejerce al mismo tiempo su naturaleza íntima y su naturaleza social. Ese aspecto era el que interesaba cuando lo más importante era indicar la línea de continuidad y el margen de cohesión del 18 de Julio. El catolicismo, como modo de existencia universal, había podido integrarse en una cultura política histórica capaz de una amplia movilización social, pero debía presentarse como el rasgo singular que había definido las circunstancias españolas de su nacimiento y conquista del poder. Por ello, el repaso a los usos dados por José Antonio al totalitarismo detectaban siempre la idea de unidad y de servicio «a todos» que formaba parte del espíritu esencial de una política cristiana, y de la finalidad, misión o destino al que debía servir integralmente el Estado, que no era parte menos importante de esa tradición. La superación del individualismo y del estatismo que proponía Arrese como interpretación del totalitarismo falangista debe considerarse, más que como anécdota personal o falaz ilusionismo de un oportunista, como el discurso más congruente con un periodo de transición que solo podía legitimarse por el respeto a la legitimidad de la sublevación y como garantía de la cohesión y solidez del régimen en su voluntad de futuro.

En 1945, la «Crónica de la política nacional» de la Revista de Estudios Políticos comentaba el final de la segunda guerra mundial, señalando cómo sus objetivos —entre los que se indicaba, sin sonrojo, «el aniquilamiento del totalitarismo»—[1255] parecían no haberse conseguido satisfactoriamente. En todo caso, España había sido ajena a la lógica de aquel conflicto y lo que correspondía era analizar las circunstancias en que su finalización abría las condiciones del mejor asentamiento del régimen. A la etapa inicial de la guerra civil, prolongada por la incertidumbre de la contienda europea, seguía la fase de paz mundial. España se encontraba «libre de trabas exteriores y de ligaduras, con su patrimonio espiritual intacto y el inmenso caudal de entusiasmo vital y político del Alzamiento de Julio»[1256] a punto de desembocar en una nueva fase de su desarrollo político. España podía definir un Estado que procediera de la tradición singular del país, con unos fundamentos claros, «los del Derecho Público cristiano, primer aglutinante de nuestra nacionalidad».[1257] El Fuero de los Españoles, elaborado por el Instituto de Estudios Políticos en 1943, respondía al mensaje de Pío XII de la Navidad anterior, que interpretaba la crisis vivida en Europa como resultado del desprecio de los valores de la persona que habían sido definidos siempre por la filosofía social cristiana: «lo que ahora va a hacerse es expresar ante el mundo y los españoles que un régimen basado en el Derecho público católico no puede caer nunca en el absolutismo del Estado, ni en la absorción del individuo».[1258]

Correspondería al propio Francisco Franco hacerse intérprete de cuáles eran los elementos esenciales del proceso político que podía realizarse gracias al final del estado de confusión en que se había sumido al mundo mientras permaneció viva la contienda. Su rápido análisis nos permitirá ver la congruencia indispensable entre la labor del partido, la de los profesionales del pensamiento jurídico y la de los más altos órganos de la administración, empezando por la propia Jefatura del Estado. Recién acabada la batalla de Berlín, Franco recordó a los congregados en la Plaza Mayor de Valladolid que el Movimiento Nacional se había alzado contra un sistema oligárquico que impedía la necesaria evolución del país, solo realizable sobre la lealtad a una sustancia nacional abandonada. Se había apostado por un cambio radical de sistema que no podía distinguirse por algunos signos externos y superfluos, sino por el renacimiento español, por el espíritu de sacrificio y de servicio a la causa de España. La alternativa había sido gobernar bajo el signo del evangelio o bajo el de la hoz y el martillo, y la victoria había de permitir que la ordenación jurídica que estaba preparándose se basara en este principio.[1259] Un mes más tarde, en discurso pronunciado en El Pardo, Franco señalaba el amor de los españoles a la libertad compatible con la preservación de España y «el destino eterno de nuestra especie», subrayando algo esencial en el repaso que se ha venido haciendo al pensamiento jurídico del régimen: la concepción del Estado como medio, como instrumento dotado de moralidad orientado a fines cuya bondad estaba determinada por la doctrina católica.[1260]

El 17 de julio de 1945, el Caudillo intervenía en el Pleno del Consejo Nacional del Movimiento volviendo a reivindicar como mérito del régimen haberse podido apartar de la contienda europea y como carácter del sistema el ser ajeno a quienes habían sido vencidos. La pretensión de que España podía afrontar su futuro sin los «rencores» y los «odios» provocados por la contienda puede dejarse en el vacío moral y la carencia de vergüenza política que tal afirmación supone a solo seis años del final de la guerra civil. Y más cuando lo que se presentaba ante las más altas jerarquías del Movimiento eran las virtudes de un pueblo combatiente, actor de una Cruzada contra la decadencia y por la salvación de España. El Movimiento había servido para restablecer y preservar la unidad, y Franco no deseaba ocultar a los consejeros que la forma en que este objetivo se había logrado —es decir, el fascismo— había sido utilizado por la propaganda aliada para distorsionar el carácter del régimen español. La españolidad completa del régimen del 18 de Julio era lo que debía mostrarse al mundo en tales circunstancias. El sentido de la revolución española nada tenía que ver con la destrucción de la civilización, sino con el descubrimiento de aquello en lo que consiste la verdadera esencia de la comunidad nacional. Este descubrimiento hacía del proceso político iniciado en 1936 una realidad irrevocable, porque correspondía a la imposición de la autenticidad de España, sin necesidad alguna de importar tendencias ideológicas extranjeras, ya que bastaba encontrar la tradición de un Estado católico para fundamentar los propósitos del 18 de Julio: «este sentido espiritual de nuestro Movimiento, que a algunos les puede parecer oscurantista y reaccionario, es lo que precisamente le llena de contenido popular y democrático».[1261] A este fin, se presentaban dos normas fundamentales: el Fuero de los Españoles y la Ley de Administración Local. Si el primero suponía la definición de las libertades poniéndolas en la protección de un concepto cristiano de la existencia social, la segunda implicaba la superación de las querellas de facción y la normalización de la vida municipal. Todo ello había de rematarse con una norma que asegurara la continuidad del régimen a través de la monarquía tradicional, pensada para evitar cualquier trastorno social y político en el momento en que se produjera la ausencia del Caudillo, y para salvaguardar la continuidad del régimen de la sublevación: «No se trata de cambiar el mando de la batalla […] sino de definir el régimen y asegurar su sucesión ante los azares de una vida perecedera».[1262]

El discurso más relevante fue el realizado el 14 de mayo de 1946; el Caudillo inauguraba con un importante discurso la segunda legislatura de las Cortes. Las afirmaciones sobre la experiencia fascista europea lo sitúan en una actitud muy distinta a la que le había permitido hacer protestas de estrecho parentesco con los sistemas vigentes en Italia y en Alemania en el periodo que concluyó con la capitulación en 1945, aun cuando las palabras con que se planteaba la diferenciación pudieran sorprender por la crudeza de su sentido de la oportunidad: «Si un día pudo importarnos la confusión por el prestigio de que gozaban las naciones de esta clase de régimen en el mundo, hoy […] es de justicia destacar las muy distintas características de nuestro Estado».[1263] La legitimidad de origen se encontraba, como en tantas otras ocasiones en la historia, en una guerra civil, que salvó a una sociedad en proceso de disolución. La legitimidad de ejercicio, en las garantías que partían de un Estado de Derecho, que tenían su pleno vigor en su definición católica. La afirmación del catolicismo como doctrina del Estado permitía reducir el ámbito de la intervención eclesiástica: «Poco tiene que hacer la Iglesia fuera de su misión evangelizadora y moralizadora, cuando la vida entera del Estado discurre bajo los principios de la moral católica».[1264] El Estado perfecto era el católico, siempre y cuando tal afirmación de principios no se confundiera con mera retórica, dejando que la actuación de los ciudadanos, incluyendo los que decían llamarse católicos, al margen de las bases sociales y políticas marcadas por esa doctrina. A ella se debía un concepto de libertad y de la democracia basada en la autenticidad representativa y en la búsqueda de la justicia social. La experiencia de los siglos XIX y XX, hasta la sublevación de 1936, podía mostrar los perniciosos efectos de un liberalismo laico que atentaba contra las verdaderas libertades de los españoles y que había mostrado su sectarismo materialista persiguiendo a los católicos. España se había avanzado a la concepción de un Estado intervencionista, que restringía una ilusión de libertades a favor de las necesidades concretas de los pueblos, escenario que el fin de la segunda guerra mundial planteaba con claridad ante los gobiernos vencedores. Se había avanzado también a descartar las diferencias entre políticas de derechas o de izquierdas para plantearse la centralidad de los derechos de la persona y el bien de la comunidad. Los mecanismos de representación tradicional pasaban a mostrar un sistema político auténtico y eficaz, distinto al mero agregado de grupos heterogéneos que rompían el verdadero significado de la vida nacional. La representación orgánica era fiel reflejo de la trama social, de los vínculos que permitían una convivencia de inteligencia y funciones, ordenada por la disciplina del Estado. La permanencia del sentido de autoridad, de la viabilidad de la nación española y de la justicia social impuesta por la doctrina de la sublevación del 18 de Julio permitían afrontar con confianza la permanente amenaza del comunismo, una referencia que se dirigía a establecer la identidad del régimen sobre ese aspecto fundamental, que se complementaba con las críticas al agotamiento, debilidad y falta de credibilidad del liberalismo. España había mantenido una neutralidad que demostraba su falta de identificación con las estrategias políticas y los principios ideológicos de las potencias del Eje, y lo poco que estas cuestiones habían tenido que ver con los principios doctrinales del 18 de Julio. Que ello desmintiera lo que Franco había dicho con tanta claridad ante el Consejo Nacional en diciembre de 1942 importaba mucho menos que las necesidades de imagen del momento. E interesaban menos que esa búsqueda de una supervivencia que debía basarse en el encuentro de esa teoría del Estado o Filosofía del Derecho en la que se legitimaba el orden político institucionalizado en el periodo de transición. Por ello, al celebrar el décimo aniversario de su asunción del poder como Jefe del Estado, Franco podía expresar su vinculación política y personal con el fundador de Falange, convertido en tutor doctrinal del Movimiento, aun cuando se alterara incluso la literalidad de sus palabras:

Cuando durante diez años os vengo pidiendo la unión estrecha de todos los españoles, el servicio y el sacrificio para la nación, no es solamente un sacrificio por España: es un sacrificio por Dios, un sacrificio por Europa y nuestra civilización, un servicio más que España presta a la Humanidad, y que nos permite asomarnos dignamente al mundo y regresar con esa sana alegría con que vuelven los españoles que salen, y que dicen a su [re]-greso: «Mi General: ya es verdad aquello que José Antonio prometía: el ser español es lo único serio que se puede ser hoy en el mundo».[1265]