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LA PERMANENCIA DE LA CULTURA POLÍTICA DEL 18 DE JULIO: DESFASCISTIZACIÓN Y NACIONALCATOLICISMO (1943-1947)

«LA NUEVA CRISTIANDAD EN ARMAS». LA IDENTIDAD EJEMPLAR DE LA ESPAÑA DEL 18 DE JULIO

El 7 de diciembre de 1942, con ocasión de la jura de sus nuevos miembros, Francisco Franco pronunció un discurso ante el III Consejo Nacional de FET y de las JONS. En ningún momento dijo el nombre del Partido unificado, aludiendo siempre a «nuestro Movimiento». Esta posible reticencia no impidió afirmaciones que habrían resultado sorprendentes solo unos meses más tarde, referidas a la equivalencia del proceso político desarrollado en España desde el 18 de Julio y las experiencias fascistas europeas, que se consideraban «facetas de un mismo movimiento general de rebeldía en las masas civilizadas del mundo».[1013] Lo que distinguía a España, en todo caso, era su superioridad espiritual española, basada en el catolicismo. Este proporcionaba dos elementos esenciales al proyecto del Nuevo Estado. En las mismas palabras de Franco, superar la síntesis de lo nacional y lo social del fascismo con el sello de lo espiritual. Además, ofrecía el reencuentro con una tradición propia que hacía de la revolución nacionalsindicalista una confirmación histórica de la esencia de España. Ante la paz que se avecinaba, España habría de afirmar esa posición, mostrando que el camino tomado en el verano de 1936 enlazaba la sublevación con una razón de ser que habría de realizarse en el cumplimiento de un destino: la integración en un mundo que dejaría de lado las viejas ilusiones liberales para enfrentarse al peligro del comunismo.

España pasaba a encarnar una misión universal, que permitía leer la definición falangista de nación y asumirla en una tradición contrarrevolucionaria. Su proyecto del 18 de Julio podía pasar a ser determinante en la definición de una nueva era, perfilada por el combate contra el comunismo. Las especiales características del fascismo español proporcionaban el camino para que el régimen y el movimiento político que lo sustentaba pudieran sobrevivir, cuando agonizaba esa corriente europea de la que la España sublevada en 1936 no era más que una parte, según las propias palabras de Franco. El perfil concreto de la cultura política del fascismo español, lejos de presentarse como una deficiencia que lo dejaba a la intemperie tras la derrota de las potencias del Eje, era un factor que reforzaba su capacidad de permanencia. El catolicismo sería la aportación española a un movimiento general de época, para convertirse en el factor que permitía nacionalizarla. El ritmo de singularización de la experiencia española, hasta llegar a plantear el antagonismo de la cultura política del 18 de Julio y el totalitarismo fascista, iba a ser desigual en los diversos componentes del Movimiento. Pero, en el conjunto del sistema creado a partir de la sublevación de 1936, la construcción de un Estado católico pasó a contemplarse como una continuidad con el espíritu profundo, con lo realmente esencial de la movilización que condujo a la guerra civil: la recuperación de la España eterna y el establecimiento de un Estado permanente a su servicio.

De este modo, el proceso de desfascistización no puede verse como la simple huida de un espacio al que se renunciaba por motivos diplomáticos. Se trataba, en las circunstancias distintas a las de la guerra civil y de la inmediata posguerra, de asegurar un proyecto cuyos rasgos de identificación fueron convirtiendo lo específicamente español en lo exclusivo de una propuesta con vocación de ejemplaridad universal. Los dirigentes del 18 de Julio podían reiterar la tarea de salvación de la civilización y restauración de la nación a través de un catolicismo que nunca había dejado de ser el núcleo integrador del fascismo español, y que ahora hallaba congruencia en una propuesta contrarrevolucionaria adaptada a unas nuevas condiciones europeas. Tal característica permitió que la transición se realizara sin depuraciones y tomando el aspecto de una clarificación, de una mejor comprensión del lugar privilegiado que ocupaba una tradición ideológica, que podía sustentarse ahora sobre el doble fracaso del liberalismo y de los fascismos carentes de aquellas circunstancias espirituales con las que había contado el caso español. En estas condiciones, el régimen no solo podía sobrevivir, sino que había de plantear las formas de mantener sus objetivos de integración política, consolidación institucional y carácter necesario para una civilización amenazada por el bolchevismo.

La reducción del conflicto internacional a un enfrentamiento entre civilización cristiana y comunismo, que otorgaba al régimen del 18 de Julio una posición privilegiada y de anticipación, pasó a ser un factor crucial en el discurso de transición del Nuevo Estado.[1014] En 1942, Antonio Pinzón Toscano concluyó un libro ya citado indicando la vigorosa actualidad que cobraban los principios de defensa de la Hispanidad en la nueva coyuntura, que permitían ir en pos de un Imperio naciente «brazo en alto, cara al porvenir y llenos de fe. Fe en nuestros claros destinos, que, como siempre, son universales, y como universales ETERNOS».[1015] Muchos otros textos, que constituirán una zona feraz y privilegiada de reflexión en la historiografía, el derecho y la filosofía política, plantearán esa continuidad del sentido de la historia de España, rescatado por la guerra civil tras la derrota y oscurecimiento del ideario imperial en el siglo XVII. La lectura de la historia como descomposición de los ideales cristianos desde el triunfo de un romanticismo paganizante se propuso en diversas ocasiones por Arrese: entre otras, en su importante discurso del 10 de febrero de 1943 a la Falange sevillana, al señalar que España era «punto de arranque de una nueva etapa frente a la avalancha bárbara del comunismo».[1016] Esta misión, cuya avanzada concreta era la División Azul, debía empujar a Occidente entero en la vía de una nueva cruzada, en la que España podía ejercer lo que había sido su empresa universal y la encarnación histórica de su destino. Un año más tarde, El Español rechazaba la «Exhortación al Occidente» escrita por Arrese y que este publicó en la recopilación de sus discursos y escritos. La tesis seguía siendo la de la entrada en una nueva fase de la guerra, en la que se superaba el conflicto entre las potencias del Eje y los aliados, para centrarse en el peligro cierto de un triunfo del comunismo asiático sobre Occidente. Tal riesgo llevaba a la petición de un compromiso entre quienes, con distintas opciones políticas, representaban la preservación de la cultura y señalaban cuál era el verdadero adversario, en la confusión de los estertores de la guerra.[1017] La reducción del campo de lucha volvió a ser citada por Arrese en numerosas intervenciones, siempre acoplando la evolución del régimen y del Partido a la entrada en una nueva fase de la contienda, en la que la posición de España se revalorizaba.[1018]

El discurso había de aparecer en la pluma de sectores tradicionalistas, como en el caso del Jesús Evaristo Casariego. Su texto inicial sobre el conflicto en los primeros meses de la guerra, España ante la guerra del mundo (1940) fue completado —y, en cierto modo, rectificado sustancialmente— por las crónicas de El Alcázar reunidas en un pequeño folleto, en el que la guerra, el auténtico conflicto que determinaba el futuro de la civilización, se expresaba en la lucha entre Alemania y la Unión Soviética como guerra entre la civilización cristiana y el comunismo.[1019] En conferencias dictadas en la universidad de Zaragoza a finales de 1944 y de 1945, Luis Martín-Ballesteros, dirigente del partido afín a Arrese, de militancia original en los sectores católicos de la II República y con altas responsabilidades de gobierno provincial, inculcaba a la historia de España esa misión constante, cuya congruencia con un mundo devastado parecía expresarse con más entusiasmo. En el momento de la quiebra del Eje, España podía volver a ser la cura para las dolencias «de una humanidad enferma».[1020] Por su lado, Antonio Tovar pudo referirse, en las sucesivas ediciones de su antología de Donoso Cortés, al paralelismo entre la época del político contrarrevolucionario y la que se estaba viviendo, ya fuera en la guerra civil o en esa verdadera continuidad que era la contienda mundial: Donoso «auscultaba a la Providencia Divina y sufría al ver la perdición —que solo Dios podía remediar— del mundo civilizado católicamente». Los defectos que pudiera tener una antología que quebraba la unidad del discurso de Donoso podían disculparse, según Tovar, en un momento como aquel. Se habían seleccionado los fragmentos «mientras dura el diluvio, como para entender las cosas desde el arca y mientras dura la navegación en esta España nacional, donde se lucha con cabeza y corazón contra las aguas desbordadas desde las nubes negras de la Revolución mundial, de lo que Donoso, estremecido, llamó socialismo».[1021] En portada del semanario Destino, Juan Ramón Masoliver podía afirmar el carácter no ideológico de la guerra mundial, calificada como enfrentamiento entre imperialismos de hecho y de aspiración, mientras la guerra civil había internacionalizado un conflicto ideológico profundo, que protagonizaron los españoles: la lucha entre la salvación o la pérdida de España. Solamente la presencia del comunismo como adversario permitía establecer una vinculación entre ambos conflictos. Lo cual llevaba a resaltar el precedente español y a indicar que «quien quiera la tranquilidad de Europa después de la guerra, no podrá por menos de apoyarse, por tanto, en el baluarte tan reciamente defendido por España».[1022]

Antonio de Luna expresó con especial claridad la función evangelizadora del nacionalsindicalismo, ya que escribió, «como falangista y español», refiriéndose a una Europa muy alejada de los principios que habían inspirado la sublevación de 1936: «Somos continuadores de una línea de pensamiento que mantuvo enhiesta la bandera antieuropea, frente a aquella otra tradición política de los españoles “europeizantes” a quienes vencimos definitivamente el 1 de abril de 1939».[1023] Precisamente por ello, la defensa de Europa se refería a lo mismo que había permitido construir una cultura antieuropea previamente. «Colocados, pues, ante la perspectiva de dos posibles órdenes para Europa. Nuestra respuesta es bien clara: […] el eterno orden cristiano».[1024] La verdadera solución habría sido la conversión de todos los europeos al catolicismo. No siendo esto posible, podía compensarse mediante una estrafalaria «Confederación jerárquica de todos los pueblos europeos»,[1025] en la que a una España nunca nacionalista, sino ecuménica e imperial, le estaría reservada la función de aportar sus reservas morales: el respeto al Derecho natural y el catolicismo.

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A partir de 1943, el esfuerzo por establecer la congruencia entre el proceso político iniciado en 1936 y la recuperación de una misión universal de España perfiló un escenario cultural que, sin ser inédito en el fascismo español, puso las bases de la transición política y doctrinal del régimen en una etapa de cancelación del fascismo a escala internacional. La definición del papel de una España rescatada canalizó el nacionalsindicalismo hacia un nuevo ideario europeo e hispanoamericano, en que los dos ámbitos definían la posición de España, permitiendo actualizar la definición de la patria como unidad de destino en lo universal. La reivindicación imperial pasó a enunciarse en este campo de liderazgo espiritual, sin abandonar nunca aspiraciones territoriales clásicas en la diplomacia conservadora. La idea de Imperio volvió a ser definida de forma promiscua, siendo aceptada por los sectores vinculados a la extrema derecha alfonsina, mientras los ámbitos de procedencia falangista iban abandonando su deseo de participar en una empresa europea junto al resto de potencias totalitarias, no sin resistencias y sin declaraciones aisladas hasta 1945.

Uno de los fundadores del pensamiento nacionalsindicalista durante la guerra y la inmediata posguerra, Luis Legaz Lacambra, planteaba la congruencia entre el retorno a las fuentes del pensamiento cristiano, en su versión radicalmente española e imperial, y las posibilidades de regeneración del mundo azotado por la catástrofe de la guerra. Legaz dedicó su intervención en la clausura del II curso universitario de verano en Vigo, en septiembre de 1944, al tema de «El hombre y la guerra». Su defensa de la guerra justa se enlazaba con la idea de un pacifismo «católico y constructivo», que salía al paso del «pacifismo radical», considerado «utópico e hipócrita». Legaz no deseaba presentar falsas ilusiones sobre doctrinas que habían impuesto a sus ciudadanos una tensión emocional inadecuada, conducente a un estado de guerra constante como forma de comprender la vida social. Pero se mantenía en una equivalencia entre los beligerantes, señalando que ambos bandos habían mostrado grandeza y brutalidad. Y, sobre todo, que la guerra había sido la respuesta de todos a un orden social y político injusto. ¿Cuál era la raíz de ese desorden del mundo previo a la contienda? «La descristianización del hombre y, como consecuencia, del Estado moderno, llámese liberal o totalitario». Lo cual significaba el triunfo de la posición defendida por la España vencedora en la guerra civil y su legitimación histórica, como continuadora de la tarea del Imperio: «Ahí está la razón más profunda de nuestra neutralidad; nuestra verdad no es la de ninguno de los contendientes, sino una verdad superior, trascendente, que ha de salvar al mundo, no por española, sino por eterna».[1026]

Esta caracterización del proyecto falangista como algo específicamente español podía convivir con planteamientos de solidaridad con quienes, sin pertenecer a un proyecto político de la misma matriz, defendían a Europa del comunismo en primera línea, mientras las potencias liberales se aliaban de forma suicida con la Unión Soviética. La solidaridad pudo manifestarse con especial vigor cuando de lo que se trataba era de establecerla en la concepción franquista de las diversas fases de la guerra, habiéndose entrado en aquella en la que el conflicto fundamental se producía entre la civilización cristiana y el comunismo. Si, como hemos visto, Arrese afirmaba la necesidad de una acción militar al lado de Alemania, sin dejar de manifestar la independencia doctrinal del nacionalsindicalismo, otros discursos salidos del espacio falangista se expresaban en el mismo sentido, haciendo hincapié en el carácter singular del fascismo católico español y su inclusión en un esfuerzo común anticomunista. Así, la revista Cisneros volvía a publicar en su cuarta entrega, en 1943, «La cultura en el nuevo orden europeo», editorial escrito por Laín Entralgo para el cuaderno de Escorial correspondiente a enero de 1942. A pesar del cambio sustancial de las circunstancias, podía reproducirse un análisis de la guerra europea como la lucha entre un orden caduco y otro naciente, en el que Alemania era exaltada como defensora de la civilización. A España, a la España definida por su empresa católica, correspondía inculcar al combate ese sentido espiritual que permitiera recuperar los elementos clásicos y germánicos en los que el cristianismo se había desarrollado históricamente, sin reducirse al escueto espacio de la «latinidad» defendida por intelectuales falangistas más conservadores, fieles a la condena del pensamiento centroeuropeo dictada por Menéndez Pelayo.[1027]

En el mismo número de Escorial, Constante Azpiroz se había referido a la condición de reserva espiritual que la contienda ofrecía a España: «¡Esta podía ser la gran ocasión de España, la revelación de nuestro genio católico, el derrame en el mundo de hoy del cristianismo conservado en España como un milagro!».[1028] En el mes de junio, Laín reiteró que a España correspondía llevar «la verdad sobrenatural del Catolicismo» a cualquier circunstancia política que se diera en el continente.[1029] En una conferencia en el Colegio Mayor Jiménez de Cisneros pronunciada en 1943, el intelectual aragonés consideraba que la suerte del mundo se estaba jugando en el frente oriental, en un combate donde se emulaba la gesta de los griegos en Maratón.[1030] Tal construcción de un orden nuevo podía saludarse incluso desde la ortodoxia tomista del fraile dominico argentino Mario Agustín Pinto, que inauguró el ciclo de conferencias religiosas en el mismo centro exaltando la recuperación de la armonía orgánica de la sociedad a través de las experiencias fascistas, «a pesar de sus errores y de sus balbuceos».[1031] La derrota de este nuevo orden suponía una necesaria movilización de los cristianos europeos, oponiendo la «mística religiosa de la nueva Cristiandad en armas» a la «mística primaria, elemental, de los nuevos bárbaros». Los católicos de toda Europa habían de ser llamados «en Santa Cruzada del Espíritu, a dejar nuestras entrañas clavadas en una bayoneta roja».[1032] Gaspar Gómez de la Serna, que recordaba con orgullo haber sido fascista —«y a mucha honra»— algunos años más tarde,[1033] habría de dejar esa solidaridad muy clara en un libro de ficción en el que asumía el desengaño de un combatiente italiano en el momento de caer el régimen de Mussolini, llegando a asesinar a uno de los participantes en la destrucción de los rastros simbólicos del Duce.[1034]

La oferta de una idea de Imperio, puesta a prueba en las condiciones actuales, daba especial densidad a algunos discursos heterodoxos. Tal fue el caso del principal impulsor de las JONS de Galicia, Santiago Montero Díaz. En la última fase de la contienda mundial, realizó tres intervenciones de importancia para señalar la responsabilidad que cabía a España en la defensa de la civilización por la que estaba combatiendo Alemania. La primera de ellas, dictada en el verano de 1943 para la Vieja Guardia de Madrid, planteaba que la única forma de realización de la nación española era la imperial, que unía irremisiblemente lo territorial y lo espiritual. Si otras naciones podían formarse manteniéndose en sus estrechos marcos fundacionales, el Estado nacionalsindicalista solo podía ser motor de la nación española a través de la tensión inducida por esta misión. Tal conciencia llevaba a Montero Díaz a separarse de quienes habían sido ávidos germanófilos en los momentos iniciales de la guerra, cuando Alemania actuaba por puros intereses de una nación expansionista, y que ahora se mostraban reacios a asumir aquellas muestras de simpatía. Tras el ataque a la Unión Soviética, la guerra había cambiado su sentido y Alemania había pasado a representar el interés europeo en su conjunto, incluyendo el interés profundo de las potencias aliadas occidentales. Por ello, se defendía una intervención en la guerra para que España no se traicionase a sí misma en un instante histórico decisivo. Con todo, «solo un español está autorizado para responder una interrogación semejante. Yo respeto la decisión y el mando de ese español con honda lealtad. Como a miles de compatriotas, solo me toca el deber de la disciplina».[1035] En marzo del año siguiente, Montero Díaz repasaba en la Universidad Central de Madrid la trayectoria política de Mussolini, afirmando la seguridad de su victoria sobre las tropas aliadas, y volviendo a plantear una neutralidad que se aceptaba por disciplina, aun cuando se tratara de un formalismo, una abstracción incomprensible para «el espíritu y la sangre».[1036] Por último, en febrero de 1945, el joven catedrático volvía a hablar en el Paraninfo de aquella universidad, en una conferencia que tituló «En presencia de la muerte». Referido a la densidad vital que alcanzaban individuos y pueblos en la inminencia de su final, e inspirado por los recuerdos de la muerte de Sócrates, el título se proyectaba sobre la seguridad del hundimiento de Alemania ante la ofensiva soviética. En el instante supremo, sin embargo, la causa de la civilización representada por las tropas de Hitler había de vencer, por la tensión creativa propia de los momentos decisivos, dando significado a la trayectoria entera de una vida personal o de una cultura.[1037] La idea imperial se plantearía también por uno de los colaboradores de Ledesma Ramos y autor de dos ensayos biográficos importantes del fundador de jonsismo, Emiliano Aguado. Mucho más vinculado a los ambientes católicos a través de lo que había sido su colaboración con Acción Española, Aguado escribía que el sentido imperial de la vida podía observarse en la búsqueda de la comunidad, una situación que era inseparable del momento de peligro en el que habían vivido las generaciones desde la crisis del orden liberal en la Gran Guerra.[1038]

El discurso de Montero Díaz —y, en menor medida, el de Aguado— solo pueden considerarse marginales dada su grave e insólita coherencia, desde el instante en que la guerra entró en su etapa de declive de las fuerzas del Eje y de clara amenaza del triunfo de los soviéticos en el frente oriental. La actitud de Montero Díaz no había de hallar eco en propuestas de los dirigentes del régimen, aunque probablemente encontrara la simpatía de quienes aceptaban que la derrota alemana correspondía a algo más que el hundimiento de un aliado circunstancial. La derrota que suponía el triunfo del comunismo pasaba a adquirir un sentido que desarmaba las especulaciones acerca del «antitotalitarismo» del Movimiento, profusamente alimentado por intelectuales —y no meros propagandistas— que habían expresado todo lo contrario durante la guerra civil y la inmediata posguerra. Solo en su lealtad tardía podía manifestarse la soledad del dirigente jonsista, pero no en la solicitud de una lucha común contra el bolchevismo que, planteada por el Secretario General del partido a comienzos de 1943, era considerada también por intelectuales tan destacados como Ernesto Giménez Caballero, en un lenguaje ceñido por sus habituales vitolas extravagantes, aunque no carente de sentido: «Brindamos a vuestro noble país […] una extremaunción salvadora. Con una unción auténticamente evangélica y religiosa. Solo España puede afrontar la misión de unificar Europa. Ya es hora de decirlo».[1039] La simpatía por la «epopeya» nazi se planteaba incluso en personalidades identificadas con las posiciones más tradicionalistas del falangismo o con un compromiso más intenso con el grupo de Acción Española. Eugenio Montes —habitual defensor de una visión «latinista» e «ibérica» del proyecto político fascista español—[1040] calificaba la lucha de Europa contra el bolchevismo, «por decisión de Alemania», como equivalente al combate del «Demonio contra el Espíritu».[1041] José Ignacio Escobar, marqués de las Marismas, al plantear las bases sobre las que podía constituirse la aspiración universal de España, llegaba a plantearse el principio racial en la definición y salvaguarda de las naciones, sin renunciar por ello a una concepción creacionista ortodoxa.[1042] Ni siquiera la jerarquía eclesiástica fue inmune a la defensa del proyecto político que iba a ser vencido en 1945 en Alemania. Ciertamente, tal apreciación no se realizaba mediante la adhesión a los principios políticos hitlerianos: las condenas sistemáticas del Vaticano a las persecuciones raciales del nazismo no dejaron de ser oportunamente recordadas, algo que fue nutriéndose también de las mucho más sutiles afirmaciones acerca de la relación entre persona y comunidad, que no permiten distinguir a católicos y a falangistas, al ser el conjunto de la Filosofía del Derecho y del Derecho Político controlado por ambos sectores el gestor de un acuerdo de fondo entre ambos. Lo que resulta más escandaloso es el esfuerzo de una equivalencia de contendientes que la Iglesia planteará en diversas ocasiones, durante y al término de la guerra mundial. En el verano de 1944, un editorial de Ecclesia se refería benévolamente a la función desarrollada por los regímenes «autoritarios» europeos para poner fin a la situación de caos que experimentaba la sociedad: «había subversión, paro, retraso económico, motín antirreligioso, baja natalidad, venta en pública almoneda de la Patria, destemplanza de lenguaje, atraco a mano armada, golpes de Estado. El remedio era la autoridad férrea […]».[1043] Las denuncias contra el carácter anticristiano de la política nazi solo podían responderse adecuadamente destacando el relativismo moral impuesto por el liberalismo de los aliados: «si son iguales todas las religiones, ¿quién tiene algo que decir contra una nueva religión que inspire a sus seguidores fanática abnegación y sacrificios por el bienestar de su pueblo?».[1044]

Curiosamente, la apreciación de la experiencia nazi podía ser más cautelosa por parte de falangistas como Juan Manuel Castro Rial. Comentando el libro Europa, editado por el Instituto de Investigación de Política Exterior alemán en 1943, Castro mostraba su acuerdo con el espíritu de un texto que trataba de reunir las distintas experiencias nacionales del continente contra la amenaza asiática. Sin embargo, reprochaba la ausencia de referencias claras al carácter cristiano que necesariamente había inspirado esta tradición y debía inspirar un proyecto compartido. La identidad europea solamente podía basarse en el cristianismo, sin que pudiera establecerse una base material, como la raza: «O Europa vuelve al seno de la catolicidad, y con ello a iluminar al mundo, o se hundirá en las tinieblas de la esclavitud bolchevique».[1045] Esta advertencia se sumaba a la contrariedad por la carencia de elogios de los autores a la aportación imperial española a la idea de Europa. Castro reiteraría un enojo similar en la reseña a un ensayo germano sobre la idea de Imperio, cuya principal deficiencia era haber desestimado la filosofía política de los dominicos y jesuitas españoles del siglo XVI, creando la ficción de un poder que pudiera ser autónomo de las leyes divinas y del derecho natural: «la concepción de un mundo social y espiritualmente unido a Dios no lo [ sic] admite la política moderna».[1046]

Esta inclinación a aceptar la experiencia nacionalsocialista como parte de la gran regeneración europea tras la Gran Guerra encontró otras resistencias más sólidas y explícitas. El artículo de Antonio de Luna ya citado, «España, Europa y la cristiandad», iba por ese camino, al reafirmar el peso de la reforma protestante en la pérdida de una identidad europea. La suma de lo nacional, lo social y lo espiritual, que Franco había caracterizado como propio del Movimiento, solo podía entenderse en el marco de la catolicidad que una parte significativa de Europa no compartía —y, en primer lugar, un nazismo de base fundamentalmente protestante—. Eduardo Aunós, por su parte, expresaba la formación de esa identidad común sobre la base de la herencia griega, romana y cristiana. El Sacro Imperio resultaba menos definido por su germanidad que por su dependencia de la legitimación papal. Y en esas raíces se encontraba una idea de Europa que podía reafirmarse en las condiciones de peligro en que se encontraba, al iniciarse el declive de las potencias del Eje: «España quiere siempre para Europa un destino imperial, es decir, una Europa unida cupularmente por la vía del Poder católico, fusionada en la vida espiritual». Tras una cruzada de ocho siglos por constituirse en una nación, capaz de construir un gran imperio transoceánico fundado en la fe cristiana, de España había de surgir «otro gran momento crucial para la unidad y el triunfo de Europa: el Imperio hispano, pináculo más alto y cupular a que nunca ha llegado el Continente».[1047] Una actitud que reiteraba Eugenio Montes, a pesar de sus elogios previos a la lucha de las tropas hitlerianas contra el Ejército Rojo. Montes atribuía al Mediterráneo la esencia de la civilización europea, basada en el clasicismo, el espíritu cristiano y la subordinación de la técnica a los principios morales.[1048]

Del mismo modo, Pablo Antonio Cuadra oponía una política internacional a una misión universal. La derrota del catolicismo en las guerras de religión había creado una fractura definitiva en el continente, y nada permitía plantear que su destino tuviera que ver con las mismas potencias que la habían derrotado en los albores de la modernidad.[1049]

La tradición cristiana se presentaba, así, como factor indeleble en la experiencia fascista española, pero también en la de intelectuales italianos que se publicaban en revistas universitarias, expresando la reticencia ante un sistema político inspirado por la proximidad al laicismo del reformismo protestante. Tal era la reflexión de Francesco Orensano, publicada originalmente en Gerarchia y presentada en Cisneros al año siguiente. Lo fundamental en el horizonte europeo era la preservación de los ideales católicos: en Italia se había conseguido eliminar el riesgo de hacer de la religión un asunto privado, convirtiéndola en una opción socializadora del Estado. El bloque católico sostenido en el fascismo había de ser igualmente compacto en el futuro, si las naciones europeas consideraran necesario mantener, al mismo tiempo, la coexistencia de los particularismos y la identidad común que solamente podía proceder del ideal cristiano. El riesgo habitaba en la posibilidad de que un Estado laico pudiera permitir la expresión de principios antirreligiosos presentes en su tradición. Es decir, que lo germánico y nacionalsocialista llegaran a amenazar, con su materialismo hegeliano o nietzschiano, a la tradición cristiana.[1050]

Con mayor fortuna podía proponerse esta reticencia cuando el proceso de desfascistización argumentaba, en una versión inicial, la distinción entre lo latino y lo germánico. Ello permitía mantener simpatías por el fascismo italiano y un rechazo paralelo del nacionalsocialismo desde el punto de vista doctrinal —que nunca interfería en la admiración unánime por el combate europeo en el que la Alemania hitleriana ostentaba su hegemonía militar—. Y debía plantearse en una línea que favorecía los aspectos más tradicionalistas del fascismo español, como lo demostraba un interesante texto publicado en Cisneros por Rodolfo Canal Ruiz. El título, «En el más alto día de la Hispanidad», reproducía la célebre referencia de Maeztu a la intervención del futuro general de los jesuitas, Domingo Laínez, en el Concilio de Trento, el 26 de octubre de 1546, cuando pudo refutar tanto las posiciones de los luteranos como el intento de transacción del cardenal Seripando, general de los agustinos. La condena de la justificación por la fe llevaba aparejada, en palabras de Maeztu que recuperaba Canal Ruiz, la unidad moral del género humano, que habría sido descompuesta a la manera de lo que ocurría en los países nórdicos.[1051] Para Menéndez Pelayo, el triunfo había permitido que no se impusiera la destrucción de la libertad individual y la falta de moral propia de unas actitudes septentrionales que llegaban a constituir verdadera ideología nacional.[1052] Estas referencias de la genealogía cercana a Acción Española podían presentarse en una revista vinculada al SEU como Cisneros, dando expresión al carácter sintético de la españolidad pura del 18 de Julio. España se apartaba de una determinada Europa, no como resultado de la ruptura oportunista de una alianza incómoda, sino como reencuentro con una genealogía de liderazgo imperial: «La fuerza intrínseca de la evolución cultural […] dio también impulso a la Edad Moderna en su arranque y fue una especie de coacción normativa al instinto éticamente regresivo del Renacimiento».[1053]

La defensa de una tradición católica en el análisis de la guerra justa podía proporcionar una perspectiva especial, que enriquecía las actitudes coyunturales con una posición privilegiada para España, basada en la revisión del concepto mismo de guerra. El joven catedrático de Derecho Internacional de la Universidad de Sevilla Mariano Aguilar Navarro indicaba en 1944 que la tradición española podía resultar útil para afrontar la posguerra, salvando los obstáculos de concepciones que habían mostrado su grave invalidez para preservar la paz. La crítica a las políticas expansivas nacionalistas se acompañaban de la defensa del concepto de guerra justa, la condena del pacifismo liberal y el necesario establecimiento de una comunidad basada en los principios que habían inspirado el pensamiento clásico español. La superioridad intelectual de España en el ámbito internacional estaba clara.[1054] A esa misma actitud podía responder la exigencia de una recristianización de las naciones que evitara determinadas mitologías anticatólicas, germen de la catástrofe que ahora se vivía, y frente a las que la cultura política del 18 de Julio representaba una verdadera alternativa de futuro.[1055]

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La singularidad del proyecto fascista español se manifestaba, así, en diversos niveles en el segundo tramo de la guerra mundial, coincidiendo con un proceso de construcción del Nuevo Estado cuyos conflictos internos se habían producido con notable intensidad en 1941-1942, y a los que había empezado a darse una respuesta de institucionalización que no procedía ni exclusiva ni fundamentalmente de la imagen de España en el exterior, sino de los ajustes indispensables a realizar en la fase «constructiva» de la revolución nacional. En el esfuerzo por ir sintetizando las tradiciones ideológicas que se aglutinaron el 18 de Julio, las referencias a una tarea universal, que hacía de hilo conductor entre Europa y América, permitía actualizar las ideas de Imperio y de Hispanidad, recibidas en las herencias falangista y tradicionalista. Uno de los jóvenes con futuro más prometedor en la filosofía política y la sociología del franquismo, Salvador Lissarrague, había de romper el fuego en esta dirección, en una importante contribución publicada en la Revista de Estudios Políticos en la primera entrega de 1943.[1056] Lissarrague partía de un concepto de sociedad que superaba y completaba el principio aristotélico del carácter naturalmente político del hombre, para considerar el entramado específico de relaciones culturales e históricas en que se desarrollaba su existencia individual, conceptos que se tomaban de Ortega y de los trabajos de la sociología moderna, particularmente de Weber. La nación, principal estructura en que se realiza la personalidad, solo podía entenderse desbordando el simple agregado de instituciones particulares, para comprenderse mejor en un espacio cultural común. Tal espacio no determinaba solo un lazo de convivencia sino, sobre todo, una instancia a la que se pertenecía. La comunidad se contemplaba como una condición ontológica, y la hispanidad pasaba a comprenderse como el ser de españoles y americanos que, al mismo tiempo, eran europeos.

¿De qué Europa? De aquella que había empuñado los principios de la cristiandad como fundamento de sus aspiraciones universales. La cultura occidental era la civilización cristiana, y a Europa correspondía el esfuerzo de haber identificado bajo ese signo al conjunto de Occidente. Las políticas de «grandes espacios» sugeridas por intelectuales como Schmitt pasaban a comprenderse ahora en una misión de España cuya tarea recapitulaba en el siglo XX los objetivos universales de la época imperial: llevar a ambos lados del océano la defensa del catolicismo.[1057] Lissarrague comentaba el artículo de un intelectual católico argentino, César E. Pico, que se reprodujo en la última entrega de la misma revista en 1944. «Hacia la Hispanidad» proclamaba la centralidad del hecho nacional, como expresión histórica y actual de la sociabilidad, y planteaba la peculiar relación que debía establecer el concepto de hispanidad, tarea de futuro basada en la indisoluble vinculación de América a Europa a través de España.[1058] El artículo se ofrecía precedido de una larga presentación, a cargo del también nacionalista argentino Juan Carlos Goyeneche, en la que el reproche final de Pico sobre la «invertebración» de España pasaba a ser interpretado en las claves necesarias para el régimen, esquivando extremar el celo europeísta. A España había correspondido acudir a América con los principios intactos del Imperio católico, desmembrado por la derrota del siglo XVII. El esfuerzo de destino universal se había quebrado por el impulso de los nacionalismos disolventes y materialistas europeos, que habían sustituido los principios cristianos por el liberalismo. Al filo del final de la contienda bélica, surgía un principio, una idea, que vinculaba a los pueblos por lazos más sólidos que una misma lengua y una misma cultura: «En este momento crítico para la vida del mundo occidental se le ofrece a la Hispanidad la ocasión de definir su sentido y ahondar en sus posibilidades futuras».[1059]

Los intelectuales nacionalistas católicos americanos, que habían llegado a tener estrechas relaciones con el fascismo local, llegaban a subrayar el acento exclusivamente español, repudiando una herencia híbrida que se relacionara con otras nacionales, tal y como podía señalarlo Ernesto Palacios. Si, en un mundo devastado, solo la historia podía restablecer el ser nacional, tal revisión debería realizarse restableciendo «el vínculo natural con la tradición hispánica. […] Tenemos una manera peculiar de ser españoles». La universalidad cristiana pasaba a entenderse, en el marco del viejo y el nuevo Imperio, como la base de una misma nacionalidad.[1060] El llamamiento de estos intelectuales se basaba en una exigencia de vertebración española que brotaba de la guerra civil, y en la petición de que España se realizara históricamente mediante la recuperación de su labor imperial. En las condiciones actuales, tal empresa solo podía referirse a la necesidad de salvaguardar de nuevo un ámbito extraño a las vías de la modernidad europea. El fascismo podía ser territorio de paso en la búsqueda de la salvaguarda de lo esencial, los valores de la sociedad católica, «valores que están por encima de las más o menos transitorias formas políticas en que nos dividimos».[1061]

El mexicano Pedro Zuloaga analizaba las condiciones del conflicto mundial mostrando su admiración por los pueblos capaces de llevar una misión creadora en su destino, lo que solo correspondía a las potencias fascistas, frente a unos aliados que se habían unido «a un despotismo tártaro y demoníaco». La campaña contra la revolución nacionalista española y contra los países totalitarios resultaba inverosímil en manos de países civilizados, que mostraban con ello su debilidad moral y el papel que les tenía reservada la historia: el de ser yunques frente a la expansión del martillo de las potencias del Eje. Sin embargo, los americanos no debían basar su renacimiento en las propuestas étnicas del nazismo o en los recuerdos dos veces milenarios de Mussolini. Disponían de una comunidad creada por la España católica del siglo XVI. Y, sobre todo, de la regeneración de la nación-madre, capaz de arrancarse su cáncer en una guerra civil y de poner las bases de una nueva misión en el mundo: «antes de quince o veinte años —recordad estas palabras— antes de quince o veinte años, España será uno de los tres o cuatro poderes con que habrá que contar en el mundo».[1062] Esa luz que el concepto de la Hispanidad inculcaba al mundo en vísperas del fin de la guerra mundial podía ser apoyada desde la más ortodoxa e institucional posición de la Iglesia católica. Ecclesia afirmaba en el otoño de 1944 que España podía disfrutar de condiciones especialmente favorables en sus relaciones internacionales, al disponer de una comunidad que no se fabricaba como resultado de acuerdos diplomáticos, sino como reencuentro con un mismo ámbito espiritual. La Hispanidad no se había construido sobre interesados imperialismos: era un impulso fraternal de los hidalgos, dispuestos a cualquier renuncia para el auxilio espiritual a los desvalidos.[1063]

La influencia de España, recuperando la legitimidad ante la opinión hispana, habría de darse cuando la nación asumiera su regreso desde el desorden liberal, siendo fiel a la sangre común derramada en una guerra civil que había ido en busca de lo permanente, mientras el pensamiento reaccionario americano lo preservaba al otro lado del Atlántico.[1064] Las nuevas formas de interpretar la independencia de América llegaban también en ayuda de este argumento —la devolución de España a su liderazgo mediante el abandono de las consecuencias desastrosas de la revolución liberal del siglo XIX—, de la mano de algunos de los más destacados ensayistas del régimen. García Escudero llevó a cabo un minucioso repaso a las aportaciones nacionalistas conservadoras que interpretaban la independencia americana prestando especial atención a las causas liberales y no nacionales de la misma, sin restar responsabilidades al desvarío producido en la misma España desde 1808.[1065] Al año siguiente, José Antonio Maravall escribía una recensión del estudio de Fernández Almagro sobre el impacto de la independencia americana en España, subrayando el destrozo ocasionado en la «firme tradición política metropolitana» por la invasión napoleónica. El hilo de acontecimientos que llevaron a la ruptura del imperio pasó por las luchas entre liberales y absolutistas en torno al «vano cuerpo legal» de la Constitución de 1812, por la difusión de ideas disolventes en los ciudadanos de ultramar y por «la ciega inclinación de pequeños políticos españoles».[1066] A ello podría sumarse la reivindicación de la labor misional de España recogida en el análisis de bibliografía reciente por Alfredo Sánchez Bella. La falsa conciencia difundida por el liberalismo español sobre la propia tarea evangelizadora se revisaba al calor del nuevo impulso nacionalista surgido de la guerra civil.[1067]

«SALVAR EN ESPAÑA LOS PRINCIPIOS UNIVERSALES DE LA CIVILIZACIÓN». EL MOVIMIENTO NACIONAL Y LA «VERDADERA» TRADICIÓN LIBERAL ESPAÑOLA

Para todos los componentes de la sublevación de 1936, lo que se había producido era un proceso de unidad de todos aquellos que luchaban por la recuperación de una esencia española dilapidada en siglos de decadencia y puesta en riesgo de definitiva liquidación antes del movimiento del 18 de Julio. La coherencia y perennidad del régimen hallaba elementos fundamentales, que podían ir pasando por circunstancias contingentes, una vez se había descubierto lo que correspondía a una ontología nacional sin la que España carecía de sentido. La flexibilidad táctica podía corresponder a las fórmulas institucionales, superada cualquier visión del hecho político que rompiera el ser auténtico de España. Precisamente quienes, como aquellos falangistas más vinculados a la herencia orteguiana, reclamaban una mayor atención al hecho histórico que al natural, la adaptación a circunstancias concretas podían ser aún más claras que para aquellos que contemplaban el territorio histórico como un campo secundario de realización de la Providencia. El fascismo hallaba en su propia cultura política una relación entre la historia como voluntad y el destino como necesidad, que permitía plantear con menos rigidez la actualización permanente de una ideología alejada de un mero programa de partido y comprendida como razón de ser de un movimiento nacional, identificador de la esencia de la patria. La crisis de la civilización, presentada por todos como ocasión de una intervención radical que modificara el peligro de destrucción de España, podía presentarse como un espacio de conciliación entre los componentes del Movimiento. Se conjugaban, así, la persistencia de la tradición y la osada manifestación de la viveza de un pueblo que reiniciaba su paso por la historia, respondiendo al desafío de una crisis para rejuvenecer lo que nunca había dejado de existir.

Expresándolo como una reflexión de método, Laín Entralgo habría propuesto esta comprensión de la condición histórica del hombre, bebiendo de las fuentes de Ortega y de Zubiri —del Ortega de la Teoría de las crisis, del Zubiri de Naturaleza, Historia, Dios— para plantearse la actitud necesaria en un momento de transformación. Bajo un aparente tono descriptivo, en el que se exponían las distintas actitudes ante la mudanza histórica —optimismo ante el futuro, pesimismo regresivo o mutación crítica—, Laín condenaba los esfuerzos por mantener condiciones anacrónicas, defendiendo la mezcla de esperanza e incertidumbre en que se mueven quienes desean aceptar la historia como posibilidad. El intelectual falangista no aceptaba, sin embargo, una visión laica de este proceso: el hombre que había encarado una serie infinita de opciones, carente de fe y sujeto solo al ánimo de su razón, había profundizado la crisis social de la modernidad bajo el optimismo de una «petulante autosuficiencia». Al llegar a su consumación este trayecto moderno, en la crisis del primer tercio del siglo XX, se descubrió no solo la angostura del racionalismo, sino cómo la aparente dominación de lo natural y lo histórico pasó a volverse contra la propia voluntad del ser humano. «El intento de ordenar racional y razonablemente la convivencia histórica de los hombres termina en las guerras mundiales. Y la fe optimista en la razón viene a dar en el irracionalismo de la vida o de la existencia».[1068] La crisis de civilización a que no dejó de aludirse en la literatura justificativa de la guerra civil se apaciguaba en un mensaje historicista, que contenía una clara advertencia: frente a la crisis, el hombre solo tenía dos recursos: «el de recluirse en su intimidad y el de afrontar heroica y creadoramente, inventando caminos nuevos o prosiguiendo los antiguos, la situación histórica, despejada o angosta, en que le ha tocado existir».[1069] La afirmación del hombre como ser histórico en modo alguno se podía hacer prescindiendo de la visión católica; la «humana historicidad es rigurosamente incomprensible e inexplicable sin su condición de ente inmortal y eterno, sin su humana y mortal eternidad».[1070]

Permanencia y actualización, esencialidad y contingencia, teología e historia. Para decirlo en las condiciones de los vencedores en la guerra civil, en los estertores de la guerra mundial: el triunfo de un programa político o la imposición de una forma definitiva de la comunidad nacional. Los cambios solamente podrán justificarse por una visión del Movimiento que se basa en algo más que en una continuidad institucional. La misma palabra expresa una mutación que se sostiene permanentemente sobre principios irrevocables, los de la concepción católica de la existencia personal y de la sociedad. No existía un sector del franquismo que tendiera a la adaptación a las circunstancias mientras otro se encastilló en posiciones de una pureza indiferente a las modificaciones del paisaje histórico. Tal dualidad apenas penetra en un sentido profundo del carácter de la movilización de 1936 y de una cultura política que nunca prescindió de su legitimidad de origen. A mediados de los años cuarenta, cuando la experiencia de la guerra era un hecho personal, tal legitimidad se percibía como episodio formativo de una generación viva, como factor de convergencia y de vinculación radical entre quienes contemplaban su participación en el conflicto como realidad visible de su más rotunda participación en la salvación de España. El Movimiento tenía circunstancias, pero no era una circunstancia. Había pasado a adquirir un sentido teológico en el que pasaba a ser la Verdad objetiva, alejada de cualquier posible visión contractual, revocable por tanto, de la organización de la sociedad y de fabricación de una cultura. Lo que resultaba modificable eran las formas, que no eran meros pretextos ideológicos, sino representaciones de esa Verdad, configuraciones de la comunidad nacional a través de las cuales su sustancia se expresaba en un fenómeno histórico preciso. La confianza en la permanencia del régimen obtenido con la victoria respondió a ese sentido de recuperación esencial que para todos tuvo la insurrección que inició la guerra civil. La única forma de ser español requería de un proyecto político unitario y unificador. Una aspiración de totalidad que no puede presentarse como generosa apertura a todos, sino como exposición del único campo posible de acción pública, de representación social, de formar parte de la nación. La cohesión entre sus integrantes no era un factor de oportunidad, sino de congruencia con la naturaleza del proyecto, con su ambición de una totalidad que se relacionaba necesariamente con un destino. Lo que pueda entenderse como ajuste jurídico, promulgación de leyes que vayan concretando la estructura del Nuevo Estado, no podía empobrecerse señalándolo como un mero recurso coyuntural, ni dignificarse como superación de la brutalidad de un estado de excepción originario de la soberanía del vencedor.

Estas dos características —permanencia y unidad— habían de sostenerse por las diversas tendencias del régimen a lo largo de toda su existencia, sin que los conflictos se plantearan, en especial en las primeras etapas, como marcos de antagonismo. El resultado de una contradicción de este nivel debería haber sido el desplazamiento de la política activa —es decir, la pérdida de capacidad de representación en el interior del régimen— y la consiguiente búsqueda de espacios de oposición para los derrotados en un conflicto entre proyectos alternativos. Como sabemos, tal cosa solo se produjo a una escala muy reducida entre aquellos sectores monárquicos que decidieron optar por la candidatura de Don Juan cuando se frustraron las esperanzas de una restauración. El movimiento de militares para solicitar a Franco esta medida fue rápidamente colapsado, y la canalización institucional a través de la Ley de Sucesión ofreció una solución dentro del sistema caudillista, cuya astucia táctica no excluye el sentimiento general de alivio por la resolución de la provisionalidad del régimen que suponía para la inmensa mayoría de sus partidarios. Fue aún menor la importancia que llegó a tener la discrepancia falangista, que no articuló ningún tipo de respuesta al régimen o puesta en duda de la idoneidad de Franco para mantenerse al frente del Estado y del Movimiento. Formas de disidencia más suaves, o de esperanzas frustradas como las que pudieron representar algunos sectores de propagandistas católicos, nunca desdeñaron una colaboración al más alto nivel que no puede verse adecuadamente como algo distinto a la plena integración en el proyecto franquista. El mantenimiento de la unidad no se basaba en la aprobación de sus fórmulas concretas de organización institucional, y ni siquiera en un reparto de cuotas entre airados opositores internos, sino en la profunda cohesión que suponía que todos hubieran sido protagonistas de la liquidación de la democracia y que continuaran manteniendo proyectos políticos que la negaban.

La fase «constructiva» de la revolución, una vez concluida la guerra civil y las atenciones de urgencia de la inmediata posguerra, irá acentuando esta visión unitaria que refuerza la síntesis social y doctrinal del Movimiento, convirtiéndolo en una continuidad rescatada de la esencia de España. La formalización política puede atender a circunstancias diversas porque el hallazgo del sentido singular del 18 de Julio irá comprendiéndose como la democracia actualizada por la revolución nacional y enraizada en una trayectoria interrumpida del pensamiento español. En palabras de Lissarrague, el concepto católico de la vida inspiró el significado de la comunidad nacional, convirtiéndola en defensora de los intereses de la cristiandad a lo largo de una historia en la que España se realizó: «El Movimiento Nacional venía, por tanto, de un lado, a restablecer la misión española en el mundo, restaurando la mejor tradición nacional; por otro, a salvar la unidad del país». El 18 de Julio no podía presentarse como un simple acontecimiento político en su sentido más débil, sino «como un formal intento de salvar en España los principios universales de la civilización». La democracia española podía surgir de un pensamiento nacional reivindicado: un pensamiento «humanista y socialmente integrador» que hacía pasar la «verdad parcial del liberalismo y la verdad parcial de la democracia» subordinándolos a dos principios básicos: la persona en su sentido católico y la misión histórica del Estado «dentro del orden universal de las naciones cristianas». Lejos de ser un programa parcial, se sostenían en el Movimiento «los principios intangibles en que se funda la nación española». Al falangismo —precisamente al falangismo— había correspondido «la flexibilidad para saber distinguir entre los valores permanentes y los sistemas de Gobierno subordinados a aquellos».[1071]

La exigencia de unidad y de ausencia de provisionalidad podía incluso señalarse como resultado de la permanencia de un estado de guerra ideológico que afirmaba la soberanía política española, frente a la constante amenaza del comunismo. Desde esta demanda de unidad se condenaba la actitud de quienes, desde posiciones de blanda adhesión al Movimiento, en especial desde actitudes católicas, confiaban en que Dios no iba a tolerar el aniquilamiento de la civilización, lo cual podía servir para mantener posiciones disolventes, de inhibición o de desidia ante el necesario compromiso con el régimen: «la forma del gobierno o del estado español ha de instaurarse obligadamente en función de la defensa anticomunista».[1072]

La unidad no era el resultado de las necesidades coyunturales desfavorables, sino algo que había planteado ya una bipolarización esencial antes del 18 de Julio, incluso desde la proclamación de la II República, reduciendo a un carácter secundario y accidental todos los elementos de discrepancia que podían darse en el campo que inició y ganó la guerra civil. Unidad como premisa doctrinal, no solamente estratégica. Voluntad de permanencia como plasmación de un proyecto político que había empezado a constituir un nuevo Estado desde cero, a medida que se iba desarrollando la guerra civil. Para Areilza, lo que había existido era la coincidencia entre la movilización antiliberal de la burguesía europea —al intelectual vasco no le asustaba la referencia de clase, tan denostada en la parlanchina demagogia de otros dirigentes del régimen— y la actitud de quienes habían salido a luchar en 1936. Ciertamente, no lo habían hecho por Dantzig, sino por una serie de causas que se enumeraban como condición de la unidad del nacionalismo contrarrevolucionario:

Primero, licitud de la violencia y de la insurrección armada frente a un Poder ilegítimo, tiránico y abusivo. Segundo: Proscripción de la violencia por la violencia y sometimiento de esta, como fuerza política, a una norma de espiritualidad, de patriotismo y de justicia. Tercero: Defensa de la dignidad de los españoles y de la dignidad de España. Cuarto: Unidad intangible e integral de la Patria. Quinto: Proclamación de una serie de verdades religiosas, morales y políticas como inaccesibles a la discusión y a los vaivenes del sufragio.[1073]

Si el destino de España se había salvado como resultado de su propiaoperación de rescate doctrinal y de su propia movilización de las masas, poco oportuno era considerar que debía compartirse la suerte de fascismo vencido y, menos aún, que debiera retornarse a un sistema político cancelado con la guerra civil. En un ambiente internacional alertado por la fuerza y protagonismo del movimiento comunista, la preocupación política debía orientarse a realizar a fondo el proceso de unidad esbozado en la guerra civil. Ni Falange podía ensimismarse, ni podía albergar el país sectores que coincidían con la cultura política del 18 de Julio y permanecían al margen de su responsabilidad. Ello implicaba distinguir entre lo esencial —unidad del Estado, grandeza de la patria, defensa armada de los valores cristianos, régimen salido de una tradición recuperada, sentido social del Movimiento— de lo episódico —«las conveniencias de un futuro ambiente universal»—. Tal actitud habría de definirse aún con mayor claridad por el propio Areilza, unos meses después, al establecer una serie de tópicos que dificultaban la permanencia y unidad del régimen: una intolerable vuelta a la «normalidad», el rechazo de la indispensable continuidad en la vida nacional y la falta de asunción de responsabilidades por quienes compartían los principios fundamentales del Movimiento.[1074]

Lo específico del fascismo español había sido precisamente esa progresiva labor de fusión doctrinal de elementos fundamentales, como podían indicarlo observadores extranjeros y, en especial, quienes habían tomado contacto con los fascismos de origen católico de Francia y Bélgica. Tal era el caso de V. A. Marcotte, que en 1943 publicaba sus impresiones de un viaje por España, subrayando esta visión de la doctrina nacionalsindicalista como proceso integrador, en el que residían sus mayores virtudes, agrupando en un solo frente ideológico a quienes habían ido constituyendo un movimiento político unitario. El nacionalsindicalismo adquiría capacidad de convocatoria y perpetuidad gracias a su flexibilidad estratégica y a la fundamentación de su proyecto sobre principios inmutables, elementos que habían nacido de su propia formación heterogénea, asimiladora de todo lo que tenían en común los elementos que se sublevaron en 1936: «Para el nacionalsindicalismo, el pueblo no es un todo social simultáneo, sino un todo social sucesivo. Por ello, no debe gobernarse para lo inmediato, sino para siempre».[1075]

* * *

Esta defensa de una síntesis política, que había de perfeccionarse contando con todos los que debían sentirse responsables de la estabilidad del régimen, fue provista de otras aproximaciones que iniciaron una revisión del pensamiento liberal español y que habrían de bregar en un rescate cauteloso y sectario del siglo XIX. Corresponde a otra sección de este trabajo señalar de qué modo se concretaba la adopción de una idea de libertad política o democracia orgánica en el proyecto del régimen, como ocurre también con el apasionante viaje de historiadores y politólogos franquistas a la fabricación de una genealogía legitimadora, en una visión del pasado que viera el 18 de Julio como desembocadura de un curso doctrinal en el que habían ido convergiendo los ingredientes propios de la nacionalidad. Con todo, conviene referirse ahora a la manera en que se expresó la relación con un «liberalismo» cocinado a la española, cuando analizamos la forma en que se definió esta voluntad de singularización y perpetuidad del ideario del régimen. Iba oscilando tan singular receta entre la condena del sistema liberal por principio y la piadosa aproximación a un desvarío en manos de las masas. Ambos discursos estuvieron presentes, siendo el segundo una posición puramente académica, que no podía ir más allá de un elogio al liberalismo doctrinario, a la manera en que habría de hacerlo, como veremos con mayor detalle, Díez del Corral,[1076] o de la prudencia utilizada por Carlos Ruiz del Castillo, al señalar la caducidad del viejo liberalismo y la confianza en su redención a través de una tarea depuradora de los excesos del racionalismo.[1077] De hecho, se trataba de una lectura interesada del Ortega de La rebelión de las masas y su referencia a la función de templanza ejercida por el totalitarismo sobre los excesos demagógicos del proyecto liberal, aun cuando se reconocieran las extremas dificultades para considerar una restauración del liberalismo tras la fase de provisional penitencia que el filósofo había proclamado.

La revisión pudo observarse en textos cuyo principal objetivo era enlazar la idea de libertad con lo contrario al liberalismo tal y como se había dado en la historia y, en especial, tal y como se había desarrollado en la democracia de masas en el siglo XX, considerada como antesala del comunismo. Para esta labor podían servir los comentarios sobre la trayectoria de un intelectual que encarnaba la más ambigua de las relaciones con un liberalismo capaz de entusiasmar y defraudar a sus más que moderados ejecutores. Así ocurrió en la muy extensa reflexión de Bartolomé Mostaza sobre los Ensayos liberales de Gregorio Marañón. Ciertamente, el comentarista estaba en lo justo cuando reprochaba la ambigüedad del título, considerando no solo cuál era el contenido del libro —lo que por liberalismo se entendía en él—, sino lo que Marañón había escrito a finales de 1937 en París, «Liberalismo y comunismo», que se incorporaba de forma nada ingenua a la reseña. La extensión del texto resultaba del profundo interés que cobraba un comentario de este estilo a la altura de 1947. La colaboración de Marañón con el régimen no había de permitir malentendidos en lo que se refiriera al elogio del liberalismo como sistema de representación política y, menos aún, a la valoración entusiasta de la Restauración canovista. Por ello, podía aceptarse la curiosa definición marañoniana del liberalismo como un «talante» destinado a respetar la opinión ajena y a evitar que los fines justificaran los medios. Podía, sobre todo, subrayarse cómo los Ensayos liberales condenaban la flaqueza de un pensamiento y una actitud que había conducido a la entrega de las naciones —y, en especial, de la propia España— al comunismo. Incluso podía permitirse una petulante crítica al elitismo de Marañón cuando, aceptando su denuncia de las masas en la democracia, se le reprochara su falta de comprensión ante el hecho de la sociedad organizada que propiciaba el nacionalsindicalismo. Lo que no podía aceptarse era que Marañón llegara a considerar el periodo de la Restauración como una «edad de oro», al haber sido el periodo de incubación de la guerra civil. A Marañón se le inculcaba una definición del hombre liberal en la que cabían «liberales» tan obvios como Maeztu, Vázquez de Mella, José Antonio Primo de Rivera o Víctor Pradera, mientras su emoción españolista solo se aceptaba en una petición de regeneración y disciplina que coincidía con la reclamada por el fundador de Falange Española.[1078]

En esta misma tarea había de desarrollar una función fundamental el catedrático valenciano José Corts Grau, especialmente por su personalidad, en la que se reunía la militancia católica y la abierta simpatía por el falangismo. En «Motivos de la España eterna», extenso trabajo que daría título a una posterior recopilación de ensayos, Corts ofrecía una reflexión voluntariamente desordenada, que deseaba plantear la labor de síntesis y actualización que había llevado a cabo el 18 de Julio. «La Nación y el Estado han vuelto a encontrarse al cabo de tres siglos, y volvemos a ser españoles por la gracia de Dios», se afirmaba al inicio del texto.[1079] La guerra se había hecho contra la utopía liberal, que había desquiciado las normas eternas que organizaban el sentido de la vida del hombre y la organización de la comunidad. España se encontraba sin valores y a la deriva como resultado de una decadencia cuyo último estribo había sido el régimen parlamentario y cuya postrera galopada se había producido a caballo de la revolución comunista. El triunfo se había realizado por un método que no aceptaba transacciones: «La guerra, no unas elecciones. Pasó el tiempo en que, roídos de relativismo liberal, nos deteníamos timoratos ante cualquier programa, y estamos en el trance de forjar nuestro modo de ser».[1080] Este venía determinado por el catolicismo de la Contrarreforma, que había permitido la construcción de un Estado con sentido ético y trascendente, en los inicios de una modernidad puramente española. Por ello, Falange Española había proclamado su intención de incorporar el sentido católico de la vida a la reconstrucción nacional, y por ello la idea de Imperio había cobrado su actualidad en el siglo XX: «Hoy pensamos en la suerte de España con voluntad de Imperio, y arde en los ánimos un afán que dista mucho de ser ambición o codicia».[1081] El combate contra una idea absurda y antiespañola de individualismo llevaba a definir la idea de la libertad al calor del esfuerzo de la guerra civil, que había restaurado los principios de los clásicos: «No es que sintamos nostalgia del rebaño […], maestro Ortega, es que después de tantos lustros de aislamiento liberal urgían el yugo y las flechas para que el español volviera a sentirse español, que es ser dos veces hombre».[1082]

La victoria, entendida como suprema voluntad divina, y no como transacción con el vencedor, es lo que daba legitimidad al orden político salido de la contienda. En especial, para una generación que no tenía «la culpa de ser la quinta del 36 […] que nació a la vida operante en la coyuntura espléndida de una lucha como la española», como lo expresaba con su habitual exactitud y brutalidad Álvaro d’Ors.[1083] En sus palabras de cruzado, las afirmaciones de Corts se tensaban y cobraban su pleno sentido de «liberación». Cuando, en 1946, Corts salió al paso de la condena del régimen realizada por las Naciones Unidas, volvió a plantear este principio legitimador, en el que el liberalismo y el comunismo imperantes dejaban a España en la espléndida compañía de la verdad, en lucha por una libertad más plena que nada tenía que ver con las formulaciones históricas que procedían de la Reforma y de la Ilustración.[1084] La defensa de una nueva doctrina verdaderamente democrática, al modo en que había sabido ser formulada por el pensamiento español, denunciaba el envejecimiento de un sistema liberal apartado de la experiencia histórica. «Esto que llamamos Occidente está dando un triste ejemplo a los pueblos milenarios y a los pueblos jóvenes que andan estrenando ideas», y solo el catolicismo habría de imponerse al «griterío universal o al glacial silencio».[1085] El fascismo había sido mucho más que la «nostalgia de rebaño» con que volvía a evocarse a Ortega: había consistido en el esfuerzo de superar el desengaño provocado por la falsedad del liberalismo. Y, en España, la experiencia había carecido de los errores de otros lugares: «El “fascismo”, entendido a la española, no reniega de las libertades humanas, sino de la palabrería liberal».[1086]

En 1944, el tradicionalista Rafael Gambra publicaba un ensayo acerca del valor de la persona frente a la pérdida de su significado a manos del Estado liberal, o absorbido por tendencias existencialistas que podían esclavizarlo en sistemas totalitarios o nacionalistas. La única libertad aceptable era la que partía de la inserción en un proyecto basado en «la relación óntica de la criatura para con el Creador en un credo religioso», partiendo de un individuo que no fuera el atomizado ciudadano del liberalismo, sino el hombre comprendido en una tradición y un orden concreto, alejado de las abstracciones de un racionalismo deshumanizado.[1087] La llamada a ese orden jerárquico se afinaba literariamente en Eugenio d’Ors, quien reivindicaba la figura de una autoridad incontestable, paterna, en una analogía que ya había sido evocada en un ensayo rotundo por el fundador del fascismo francés, Georges Valois,[1088] que permitiera la destrucción de los mitos igualitaristas: «Si la voz “Padre” pertenece al léxico de la política, la voz “proletario” se precipita cada vez más hacia el nivel del vocabulario de la zoología».[1089]

Una relación más estrecha con ese sentido fundamentalmente católico del orden jerárquico, que se proponía como elemento de continuidad con el fascismo originario del régimen, la proporcionaba un intelectual cuya trayectoria fue rota por una muerte prematura, Ángel López-Amo. En el mismo 1947, el joven catedrático de Historia del Derecho distinguía los dos conceptos falsos de libertad presentes —la participación en el gobierno y la autonomía con respecto al Estado—, recurriendo a la vieja distinción entre la libertad de los antiguos y de los modernos establecida por Benjamin Constant. La libertad, sin embargo, solo podía ser realizada manteniendo la defensa del individuo como criatura existente en una comunidad cuya ley no fuera una finalidad en sí misma, sino resultado de la voluntad de Dios. La situación en la que se encontraba el mundo, con la desaparición de minorías rectoras y la igualdad ante el poder, precisaba dotarlo de valores, en los que el individuo volviera a comprenderse como un ser hecho para Dios, y en el que la dictadura no fuera identificada con el totalitarismo, sino con un sistema que podía preservar las libertades fundamentales de la persona.[1090] La dictadura como un mal, pero como un mal menor frente al totalitarismo, fuera este «dictatorial o democrático», era una posición que podía expresar el utillaje conceptual en el que se movían estas defensas de una singularidad del orden en que se aseguraba la verdadera libertad de la persona y en el que el vocabulario podía alcanzar rasgos indescifrables o una convención para el consumo de la propia legitimación del régimen. Para algunos de estos intelectuales, el rescate de San Agustín —cuya reflexión acerca de la «Ciudad de Dios», convenientemente remozada, ya había sido un ariete de la propaganda integrista en los inicios de la guerra— podía compensar algunos inconvenientes «democráticos» y «mundanos» del tomismo, y presentarse como análisis de un mundo en decadencia. Las palabras del obispo de Hipona ante la caída del Imperio romano podían servir para destacar la digna soledad esperanzada de la España victoriosa en 1939, celadora de una verdad nuevamente asediada por los bárbaros.[1091]

Los bárbaros eran ahora el comunismo asiático, vencido el valladar que, como en otros tiempos, había ofrecido el territorio germano. Para Antonio Tovar, España podía sentir el orgullo de «proclamar que de una radical desesperanza, de encontrarnos solos en el mundo con nuestras razones, vendrá la salvación».[1092] La preservación de España ante el bolchevismo no podía llegar de ninguna ayuda exterior, desde luego, sino de la afirmación de una singularidad —sensiblemente matizada por la alusión a los vencidos—, que podía afirmar su propio sentido de la libertad contemplando la peculiaridad de nuestra historia. Como habría de advertirlo Legaz Lacambra en marzo de 1944, el comunismo solo podría vencerse en un reencuentro con lo esencial del pensamiento español, que se estaba asegurando bajo «la sabia mano de Franco», en un «orden social nuevo, nacional, revolucionario y cristiano».[1093] José Antonio Maravall, que dedicará buena parte de su obra a la construcción del Estado moderno católico español, publicó en los estertores finales de la guerra mundial una extensa reflexión sobre la conciencia de los excesos del liberalismo que había recorrido la espina dorsal del pensamiento moderado europeo desde la explosión revolucionaria de fines del XVIII. La oportunidad política del ensayo no se ocultaba al lector: al acabarse la contienda mundial «es necesario golpear un poco sobre las fórmulas hechas de las doctrinas políticas, para librarlas de la cáscara con que el tiempo ha ido envolviéndolas y dejar a la luz su propia y pura almendra».[1094] Lo que importaba ahora era señalar el modo en que solo el catolicismo respondía a las aspiraciones de la libertad, incluyendo la separación entre el Estado y la Iglesia que se había propiciado frente a algunas posiciones protestantes. Si el laicismo fue marcado por algunos autores del siglo XIX como riesgo para las virtudes cívicas y la cohesión social, la defensa española de la identidad católica de la nación había ido más lejos: «Nosotros declaramos no solo que no podemos pasar sin libertad, sino que los españoles que se alzaron el 18 de Julio de 1936 la reconocieron como un fin superior».[1095] La existencia organizada bajo la tutela de un Estado solamente podía realizarse en justicia, atendiendo a la dignidad, integridad y libertad de la persona, en un régimen que hubiera declarado su vinculación esencial con el catolicismo. De esa victoria de la España nacional había surgido la posibilidad de cancelar los desvaríos violentos de las masas y la perpetua injusticia de la dominación del individuo por ellas: «Enlazar la representación de masas, mal llamada libertad democrática, con el principio liberal de discusión racional, se ha hecho imposible en el moderno régimen de partidos».[1096] Sobre todo, se había de abandonar el ingenuo optimismo individualista de una tradición liberal: «Hay que aceptar una “libertad dirigida” para el más exacto servicio del individuo, de la Patria y de Dios en ese quehacer común de la vida política de los pueblos».[1097]

Mayor impacto habían de tener tales consideraciones sobre una genealogía de la «verdadera» libertad, cuando un miembro tan destacado del nacionalsindicalismo anterior a la guerra como Javier Martínez de Bedoya escribió su resonante artículo «El sentido de la libertad en la doctrina falangista», publicado en la primera entrega de la Revista de Estudios Políticos de 1943. El cuadro falangista estaba en condiciones especialmente favorables para escribirlo: procedía del jonsismo vallisoletano, había seguido a Ledesma Ramos en su escisión y se reincorporó al partido con el inicio de la guerra, contrayendo matrimonio con la viuda de Onésimo Redondo, Mercedes Sanz Bachiller. Pasaba por ser un admirador de la obra social del nacionalsocialismo, y el radicalismo que había manifestado al abandonar Falange en 1935 podía resultar de utilidad para remarcar una ortodoxia puesta a prueba en su dedicación al Partido unificado desde su fundación. Según indica en sus memorias, el texto respondió a los trabajos que estaban haciéndose en la comisión a la que pertenecía en el Instituto de Estudios Políticos, donde se estaba preparando el proyecto del Fuero de los Españoles. De forma más que sorprendente, Martínez de Bedoya afirmaba que la ausencia de los fundadores del nacionalsindicalismo había permitido que este se contaminara y tendiera a abandonar su matriz claramente liberal, a favor de tentaciones totalitarias.[1098] Para Martínez de Bedoya, una cosa era el fracasado liberalismo político y otra muy distinta la «fuerza esencial» que llevaba en sus entrañas, relativa a la salvación de los valores eternos del hombre. Lo que se le reprochaba al liberalismo era el incumplimiento de sus razones íntimas, lo que provocó la llegada del marxismo. Y, frente al marxismo, la defensa de la integridad del hombre y de la civilización cristiana precisó en España del proyecto falangista que asumió —«bien a nuestro pesar»— el terreno de la violencia. Una «etapa de transición» había planteado la lucha bipolar entre fascismo y comunismo: pero el propio Ledesma Ramos había afirmado en 1935 la posibilidad de que España ofreciera una fórmula superadora de ambos. Poco importaba a Martínez de Bedoya que Ramiro Ledesma hiciera esa afirmación precisamente en el momento en que se había alejado del partido fascista, sin dejar de atribuir tal calidad a Falange Española de las JONS. En el relicario de la posguerra, las aportaciones de todos los precursores podían saltarse tan enojosas observaciones. Pero citar a José Antonio y a Ramiro Ledesma en una línea de continuidad tenía un objetivo y un efecto de legitimación indudable, que señalaba su tarea como transitoria en la construcción de lo que verdaderamente interesaba: la síntesis del 18 de Julio. En el resultado victorioso de la guerra civil, podían despreciarse las fórmulas que habían movilizado en los años treinta al conjunto de la derecha, y podía establecerse la fe en la concepción católica del hombre como base del Movimiento y del Nuevo Estado. A los precursores se unía la voz de Onésimo Redondo para proclamar las libertades de las personas ante el poder del Estado. Los falangistas habían de coincidir con aquellos viejos liberales, desengañados por los efectos políticos de sus generosas propuestas. «Vencedores del marxismo, nosotros somos auténticos superadores del liberalismo», en un esfuerzo destinado a construir una sociedad cristiana capaz de superar las fórmulas transitorias del siglo.[1099]

El texto había de despertar entusiasmo en la dirección del falangismo, del mismo modo que la perplejidad fue lo bastante detectable como para que el propio Martínez de Bedoya redactara un penoso texto que elevaba el oportunismo a categoría histórica, un discurso difícil de soportar por quienes, en aquellos mismos momentos, consideraban execrable una sumisión de los principios a las circunstancias como la esencia del maquiavelismo. El uso de una figura del pensamiento político clásico español como Saavedra Fajardo de nada servía, cuando sus posiciones eran comprendidas como una exaltación del pragmatismo que poco tenía que ver con afirmaciones tan exóticas como las realizadas.[1100] Con todo, el maquiavelismo había empezado a ser matizado por otros autores, para quienes podía existir una versión legítima de este, que capacitara al Estado para buscar su propia salvación a costa de una inteligente distinción entre lo fundamental y lo accesorio de los principios que habían llevado a la captura del poder.[1101] El mismo sentido de la libertad rescatada del liberalismo podía presentarse de la mano del secretario general del Partido, José Luis Arrese, cuando se dirigía al primer y único Consejo Nacional de Jefes Provinciales, en diciembre de 1943. La Falange aspiraba «a cualquier cosa menos una dictadura», a pesar de situaciones que eran el resultado directo de una situación de guerra. Pero, una vez normalizada «la condición moral de España, la Falange ha de emprender su auténtico programa de valorizar al hombre y de implicarlo libre, entero y consciente en la dirección de la Patria».[1102] La libertad defendida por la Falange no era la que impedía que todos opinaran, sino la que evitaba que se opinara acerca de todo. La lógica de Arrese no tenía desmayo: proclamar unas verdades comunes irrebatibles «no es anular la voluntad del hombre, es recordarle que tiene un destino temporal y eterno que cumplir».[1103] Agotada la guerra mundial, el propio Arrese había de recalcar el carácter de recuperación del sentido cristiano de la libertad que había tenido, frente al liberalismo, la revolución nacional de 1936. El secretario general, en la última de sus intervenciones públicas antes de que el cargo quedara vacante, reivindicaba para la Falange fundacional y sus puntos programáticos la defensa de un sentido de la libertad que había sido corrompido, al realizarse a costa de los valores supremos de los que el hombre era portador: «Nuestra postura, por tanto, no será nunca la de oponernos al más amplio sentido de la libertad humana, sino la de volver a […] enfocar el problema de la libertad desde su raíz cristiana».[1104]

En los momentos en que la evolución del régimen podía plantear los límites de la flexibilidad política, resultaban congruentes y útiles actitudes como las del antiguo miembro de Acción Española, colaborador del Ministerio de Educación Nacional y joven catedrático de Lógica Leopoldo Eulogio Palacios, que en 1945 ganó el Premio Nacional de Literatura con su ensayo La prudencia política. Su publicación se había acompañado de avances y complementos en la Revista de Estudios Políticos,[1105] y fue la editorial del Instituto la que publicó la obra galardonada. El texto afirmaba haberse escrito para salir al paso de las actitudes doctrinarias y oportunistas ante las decisiones políticas, señalando que la prudencia construía un concepto de justo medio en el que los elementos fundamentales de una concepción del mundo debían salvarse en la toma de decisiones contingentes. La prudencia salvaba «cuanto hay que salvar de permanencia y universalidad en los principios de la acción humana, haciendo compatible el ser fijo, necesario e inmutable de la ley moral y la índole contingente y temporal de nuestra vida».[1106] El Fuero de los Españoles se mostraba como demostración del equilibrio entre ambos, pues establecía la congruencia entre unos principios universales e inmutables y la aplicación práctica para el hombre concreto español.[1107] La reflexión de Palacios salía al paso del prestigio de una crítica a la mesura y la razón que podía desembocar en la «indeliberación y la inconsciencia». Las culpas de la razón por haberse limitado al hombre natural no podían desembocar en el irracionalismo «ni servir de pretexto para orlar de imprecisión una tarea tan esencial como la política»,[1108] considerando que «la prudencia política es la verdad agible al servicio de la nación».[1109] De este modo, la escolástica y el clasicismo se ponían al servicio de una revisión de la doctrina del Movimiento que no deseaba ceder espacios al romanticismo, pero que también actuaba con pleno sentido de la oportunidad, completando con una aureola de reflexión filosófica las reflexiones oportunistas de Martínez de Bedoya y, en especial, rectificando la crudeza de su discurso de maquiavelismo de corto vuelo.

La posición de este intelectual vinculado a Acción Española podía establecer una estupenda congruencia con lo que manifestaba otro autor como Luis Díez del Corral, de raíz falangista ortodoxa, en un ensayo muy cercano en el tiempo, al plantear que la frialdad de la «razón de Estado» maquiavélica había conducido a las pasiones desatadas de la «locura de Europa». En las condiciones de 1944, Díez del Corral solo se atrevía a señalar «un vislumbre de esperanza, más puro y sobrenatural desde la sima en que se debate el destino del hombre moderno». Su razón diminuta y las pasiones a que había conducido solo podían resolverse mediante una confianza en la acción equilibrante y renovadora del catolicismo.[1110] La crítica a ese racionalismo podía inspirar, en una línea y en una «familia» similar a la de Palacios, las palabras con las que José Pemartín caracterizaba la crisis de los años cuarenta y la necesidad de haber aprendido de ella las consecuencias terribles de un platonismo que deseaba inculcar la razón abstracta y una idea perfecta a la que debían ajustarse las contingencias de las naciones. Ese racionalismo opuesto a la verdadera razón, que solo podía encontrarse en el terreno de la prudencia política católica, era la causa de la catástrofe de la civilización, aun cuando las palabras del antiguo redactor de Acción Española resultaran tan sorprendentes en quien había hecho tan gruesas afirmaciones de entusiasmo por el fascismo desde el inicio de la guerra civil.[1111]

«DE REVOLUCIÓN A SISTEMA». EL DISCURSO DE LA FALANGE EN LA FASE DE DESFASCISTIZACIÓN

El discurso del falangismo en la etapa de Arrese no canceló el proyecto fundacional del partido, sino que permitió establecer el nexo entre sus objetivos iniciales y las circunstancias en que se produjo su ascenso a la condición de partido único. Los rasgos específicos del fascismo español habían garantizado a Falange su posición dominante en el proceso de unificación, como habrían de recordar los dirigentes del Partido que, procediendo de la vieja guardia nacionalsindicalista, justificaron de ese modo la capacidad aglutinante del falangismo. No fueron solo las circunstancias político-militares las que determinaron esa densidad representativa del conjunto del Movimiento que adquirieron el ideario y la organización fundados por José Antonio. Fue también el tipo de fascismo que se había constituido en la etapa republicana, un fascismo indisolublemente vinculado al catolicismo, aunque alejado de posiciones clericales. Un fascismo de fuerte impregnación tradicionalista, cuyo nacionalismo proyectivo deseaba actualizar la misión de la España imperial y las concepciones políticas diseñadas en los inicios de una modernidad propia, alejada del curso tomado por las afirmaciones nacionalistas europeas, a costa de la unidad de Occidente bajo el impulso espiritual del cristianismo. Esa posición ideológica había de resultar mucho más propicia que en otros casos del continente para constituir un solo movimiento contrarrevolucionario, que se sentía representado por la capacidad de síntesis, ambición de totalidad, voluntad de movilización de masas y lucidez en la modernización de los organismos de control y disciplina social. Las circunstancias de la unificación, realizada en plena guerra civil, habían de despejar aún más el camino para una integración política, en la que el fascismo afirmaba su carácter nacional, sin renunciar a verse como parte de un amplio movimiento de época. Ese sentimiento de fraternidad fue resaltando con cada vez mayor energía —en especial cuando la crisis del fascismo europeo obligó a remarcar sus diferencias con el régimen español—, que la gran movilización continental contra el liberalismo y el comunismo rectificaban una trayectoria perversa, que habían tratado de frenar el Imperio y la monarquía universal derrotados en los inicios de la Edad Moderna.

Las condiciones particulares del fascismo español fueron las que permitieron la unidad del 18 de Julio, pero también las que facilitaron el proceso de desfascistización, realizado por los propios dirigentes políticos y autores intelectuales del nacionalsindicalismo. El fascismo pudo ser revocado en la medida en que se había construido en unas determinadas circunstancias políticas y doctrinales: el tipo de vinculación entre Estado, Caudillo y Partido, así como la concepción del proyecto nacionalsindicalista, fundado en la república, pero elaborado en la guerra y la inmediata posguerra, permitieron que el proyecto de Falange pudiera desplazarse a una etapa postfascista sin provocar una fractura que habría puesto en riesgo al régimen en su conjunto. Por el contrario, la evolución no solo reforzó al franquismo, sino que también proporcionó a los fascistas españoles, y a la Falange como institución y símbolo, una prolongada supervivencia que en modo alguno puede equipararse con su anulación organizativa y su liquidación ideológica. Lo que habrá de verse más adelante es el hilo conductor que permite establecer la vinculación entre el nacionalsindicalismo y el rescate de una tradición política católica que corresponde, para decirlo en palabras de Francisco Javier Conde, al «régimen español». Esa recuperación de lo esencialmente español será aquello en lo que consista la revolución nacional y el objetivo por el que se construya el movimiento fascista en nuestro país. Lo que corresponde ahora es examinar cómo se plantea, en el discurso falangista «oficial» esta definición del lugar político e histórico que le cabe ocupar a Falange en la fase de cambio de ciclo europeo que estamos considerando.

La crisis de la primavera de 1941 —y la posterior pérdida de influencia de un sector radical del partido en la política española, que se prolonga hasta los estertores de la guerra mundial— corresponde a circunstancias internas del régimen. Pero puede examinarse, si de la caracterización del fascismo se trata, en relación con lo que sucedió en otras experiencias europeas. Y, en las más importantes de ellas, la alemana y la italiana —con profundas diferencias en la gestión de sus conflictos y en la definición de sus fórmulas de cohesión—, lo que encontramos es siempre la marginación de aquellos sectores más recelosos ante el carácter unificador del fascismo. Cualquier movimiento de fragmentación, de lucha de intereses, de conflicto de grupos por imponer una determinada visión de la revolución fue respondida violentamente por la dirección del Partido, para el que lo fundamental era la preservación de la unidad interna de la organización, su capacidad de liderazgo y, además, su manifestación como espacio de integración de un amplio movimiento nacionalista. En ningún caso se aceptó que un sector —que se presentaba como depositario del Partido en su conjunto— negociara sus relaciones con el Estado ni, desde luego, las que habían de tenerse con el Duce o con el Führer. El movimiento fascista era un organismo al servicio de la comunidad, del líder máximo y del Estado. Las actitudes de divisionismo chocaban contra el discurso nacionalista totalitario y contra el principio de liderazgo. La condena de estas actitudes parciales ya se encontró en la prensa falangista de la etapa republicana, al comentar con llamativa dureza la desestabilización provocada por un sector de las S. A. en el verano de 1934.[1112] En España, el fracaso de la ofensiva falangista de la primavera de 1941 implicó la renuncia a una absorción del Estado por el Partido que ni siquiera es característica tan elemental de las experiencias fascistas, cuya convivencia conflictiva con instituciones y sectores de opinión tradicionales no solo es un destacado perfil del fascismo, sino también aquello que permite su supervivencia, al integrar en las responsabilidades del Estado a sectores cuyo discurso añadirá diversidad a la que ya contiene el fascismo de masas que ha capturado el poder. La conquista del poder por el fascismo no es el desalojo de los sectores afines, sino el hallazgo de formas de colaboración que asegure contar con cuadros sociales indispensables, amplíe la capacidad de convocatoria social del régimen y parezca satisfacer la multitud de posiciones sectoriales que han conseguido forman un solo espacio en un momento de crisis nacional. La revolución fascista se basa en obtener esta unidad, en recuperar la esencial comunidad nacional orgánica, desterrando los factores de conflicto interno, pero asegurando la heterogeneidad del proyecto político.

Lo que se da en el caso español es una peculiaridad indudable. Esa derrota de quienes planteaban una conquista del poder que corresponde a experiencias vencidas en Alemania y, de forma más clara aún, por la amplitud del compromiso conservador en torno al régimen en la Italia de los primeros diez años del ventennio, coincide con una fase en la que el fascismo deja de ser proyecto operativo en Europa, debiendo los fascistas adaptarse a las condiciones de un escenario postfascista. Tal peculiaridad se produjo en el seno del régimen, a diferencia de lo que ocurría en Europa occidental, donde los grupos de ideología fascista mantuvieron esa denominación y esa identidad mediante profundas adaptaciones, que no solo se referían a su estrategia, sino a la propia concepción de lo que había sido la experiencia entera de la época del fascismo y las tareas del movimiento en una nueva etapa, que nunca implicaban abandonar su convicción ideológica. Mientras el neofascismo regresaba al territorio conservador, sin ningún tipo de pudorosas u osadas superaciones de la derecha y de la izquierda, también se reflexionaba sobre el papel desempeñado por el fascismo en la crisis del periodo de entreguerras, valorando especialmente su capacidad nacionalizadora de las masas a través de la reconciliación entre posiciones culturales que fueron sintetizadas por el fascismo.[1113] En España había de plantearse, en evolución de un Nuevo Estado que deseaba sobrevivir, estos factores de reevaluación de lo que había sido el 18 de Julio y del sentido fundacional del Movimiento y de la guerra civil, orientando la doctrina nacionalsindicalista hacia un énfasis en aquellos aspectos de preservación de la unidad, de objetivos movimentistas ajenos a cualquier tentación de partido, de concepto de la revolución como encaje de España en su verdadera historia, en su destino como comunidad, necesariamente vinculado al catolicismo. Por tanto, se produjo una revisión que permitía, al realizarse desde el control del poder, continuar legitimando el Estado y la Falange, apartándose de aspectos que habían correspondido a aspectos del discurso fascista, pero que en ningún lugar se habían correspondido exactamente con la práctica social de las experiencias de poder. La singularidad del caso español podía ser fácilmente defendida por un discurso que compartía esa identidad nacionalista con las vicisitudes de cualquier proyecto fascista europeo. Lo importante es que esta singularidad había de permitirle marcar las distancias con respecto, por ejemplo, al totalitarismo, a base de matizarlo primero y descartarlo después por la retórica del Estado católico, y que esa rectificación se realizó mientras el régimen se mantenía en pie y con una indudable capacidad de mantener la cohesión de sus adictos. Esa tarea hubo de realizarse señalando mucho más los elementos de continuidad que los de ruptura, para que la legitimación del nuevo orden de cosas pudiera ser más eficaz, considerando que la evolución del régimen había ido en busca, precisamente, de su mayor autenticidad, tras una fase radicalizada en la que las condiciones de la guerra civil se encontraban muy cercanas, distorsionando el sentido de la «fase constructiva» de la revolución.

José Luis Arrese había de desempeñar, como secretario general y, por tanto, portavoz más autorizado del Partido, una función crucial en la definición del discurso falangista. La reflexión se realizó manifestando siempre la voluntad de mantener la unidad entre el Partido y el Estado, la lealtad al Caudillo, la necesaria permanencia de Falange como única opción que identificaba y encauzaba el proyecto político del 18 de Julio, y el deseo de distinguir el movimiento falangista de un partido al uso, destinado al cumplimiento de un programa o un espacio de nostalgia, que distribuía privilegios entre militantes aferrados a una fantasiosa identidad fundacional. En todos estos aspectos, Arrese y los dirigentes falangistas que intervinieron para definir esta etapa se manifestaron siempre como portadores de una ortodoxia y de una ambición de la Falange original que había sido sometida a la dura prueba de exhibir su voluntad de servicio a la unidad de España rescatada, en lugar de comportarse con la lógica de un grupo de presión exigente de niveles de influencia política determinados. La definición de aquello en lo que había consistido la revolución y cuáles continuaban siendo sus objetivos pasó a centrar un discurso que deseaba ser alternativa a las desviaciones de quienes deseaban perpetuarse en la nostalgia o solo habían comprendido la guerra como recuperación de unas condiciones de privilegio que podían exigir la liquidación del falangismo. Reiterar el carácter de vanguardia integradora, de inspiración y cauce de la amplia y diversa movilización del 18 de Julio, imagen viva de la recuperación de la unidad de los españoles, impulso de la justicia social y fiel de la intransigencia frente a vagos retornos a la normalidad, habían de formar las fibras con las que se tejía el discurso de la secretaría en esta fase crucial del régimen.

Ya antes de que se produjera el relevo en la secretaría general, Valdés Larrañaga se refirió a la necesidad de superar una visión de la Falange como una minoría recluida en las consignas del pasado y en una identidad limitada: «No es posible querer hacer del Movimiento un clan de unos cuantos, unidos por sentimientos nostálgicos».[1114] Al tomar posesión de su cargo, José Luis Arrese vino a justificar su ascenso a tal responsabilidad por la necesidad de mantener viva a Falange y, como resultado, enfrentarse a adversarios que dañaban su prestigio y evitaban su crecimiento: «Es preciso que todos, amigos y enemigos, se acostumbren a ver en la Falange, no el amontonamiento de banderías y apetitos, sino el Partido limpio y unido que en forma indivisible se entrega con fanatismo a las órdenes de nuestro Jefe Nacional».[1115] Algo parecido señaló José Antonio Girón, al referirse a «falangistas» —así, entre comillas— que se enorgullecían de su exclusivismo, convirtiendo a Falange en algo que se contraponía al Estado y al Ejército. La intransigencia no residía en una voluntad de monopolio falangista, sino en todo lo contrario: «no tolerar que se admita precisamente aquella otra concepción parcial de la Falange. En no ceder ante esa tendencia al exclusivismo y a la separación que lleva dentro nuestra generación».[1116] Los procesos de cambio histórico topaban con una mayoría de «desenfocados, de los que por su situación imprecisa en el cuadro general de la revolución no están capacitados para ligarse a ella», una masa que debía romper con su personalidad antigua o ser apartada de la vida política, al poner en riesgo el proyecto mediante la «monótona repetición de palabras sin sentido».[1117] Para Girón, los adversarios de la eficacia política de Falange se encontraban entre los «cultivadores de la impaciencia que buscan el fracaso azuzando a la precipitación y a la estridencia»,[1118] mientras Arrese no dejaba de referirse a quienes deseaban justificar la existencia de Falange como la autenticidad certificada en la militancia de primera hora, no aceptando o considerando de menor valía a quienes se incorporaban en un proceso de unificación nacional.[1119] Una línea de denuncia que mantuvo hasta el final del ejercicio de su cargo.[1120]

La Falange se presentaba como la vanguardia del Movimiento Nacional. Para decirlo con las palabras de Arrese, «el Movimiento, camaradas, es la idea; el Partido es el ejército al servicio de esa idea».[1121] La definición del partido como vanguardia, que no implicaba una sencilla identificación de Falange con el conjunto de los sectores que se adherían a las organizaciones del Estado, sino su capacidad de dirección de esa movilización nacional, recalcaba una función integradora que debía realizarse a través de la intransigencia en los principios básicos, en el reconocimiento de cuál había sido su función de entrega a la unidad recobrada de España y con la mejor disposición para disponer de una flexibilidad estratégica y la generosa aceptación de ponerse al servicio de todos los españoles que compartían los ideales de los vencedores. Arrese insistía en que no podía integrarse en la Falange a todo el mundo, y en que debían distinguirse las funciones del partido y del Movimiento. Para el Movimiento había que ganar a España entera. «Para el Partido, no. Los encargados de imponer una doctrina podrán no ser numerosos, pero tienen que ser fanáticos e intransigentes».[1122] En el verano de 1942, el secretario general había de insistir en esta distinción entre las funciones del Movimiento y del Partido, indicando cómo las ideas deberían imponerse «sin ninguna clase de vetos ni de exclusiones, aunque también sin ninguna clase de miramientos a los que, a pesar de nuestra actitud, prefieren seguir el camino turbio de las zancadillas».[1123] Una posición que irían reiterando los dirigentes del partido y del gobierno.[1124] Y que un órgano tan claramente puesto al servicio de la evolución del régimen como El Español podía proclamar con especial empeño, al demandar que Falange volviera a actuar como elemento de preservación del empeño unitario que debía controlarse por el Estado.[1125]

Falange inspiraba un movimiento de todos, porque la tarea de reconstrucción nacional no podía quedar reservada a una vanguardia, aun cuando a esta correspondiera la celosa preservación y, sobre todo, renovación de un ideario fundacional del Nuevo Estado. A ella correspondía en exclusiva la representación y el encauzamiento de las masas. Pero sin olvidar que no se trataba de un privilegio monopolizador, sino la función de síntesis doctrinal que Falange había representado desde su fundación en la puesta al servicio de la unidad. Todos los españoles habían de tomar parte en la inmensa labor de reconstrucción, siendo tarea de Falange la vigilancia y la oferta de cauces de participación. «Los Partidos políticos […] son grupos reducidos de hombres que se obligan a imponer fanáticamente una idea, no a monopolizarla». Y a la Falange siempre había correspondido plantear que esa tarea era devolver la razón de ser a España, su unidad y su destino.[1126] Nada de hacer un «Movimiento chiquito y receloso», sino un gran movimiento nacional sin tolerar la entrada de elementos que quisieran negociar cuotas de poder, pero sin traicionar la idea de superación de los viejos partidos expresada por José Antonio.[1127] Una Falange «limpia y abierta» que desplegara «la bandera de la unidad para que nadie pueda pensar que somos un partido político».[1128] «No se trata de buscar laureles, insistiendo con cicatera pequeñez de miras en que la gloria de este o de aquella hazaña corresponde a Falange como Partido —¡qué mal nos suena esta palabra!—», escribía Girón en diciembre de 1942.[1129] Palabras que reiteraban las pronunciadas el año anterior ante los excombatientes de Cataluña, a quienes se recordaba «no se trata de premiar a quien mejor sirvió, sino de aprovechar la fuerza más útil, más probada y más adicta».[1130] Y que el propio ministro de Trabajo, al alertar de las condiciones de riesgo en que se encontraba Falange, destacaba en un discurso en Jaén la necesidad de luchar contra «la gran traición de las banderías y de los personalismos. Entre nosotros nadie significa nada por su historia, sino por el servicio que se le confía».[1131] A punto de acabarse la guerra mundial, Franco podía dirigirse al Frente de Juventudes exaltando la Falange al mismo tiempo que ponía énfasis en esa superación de su carácter de parte de un proyecto: «Nuestra Falange no es un partido, sino un Movimiento para todos los españoles».[1132]

Falange se comprendía no solo como la más fiel intérprete del 18 de Julio, sino como la que había anticipado la síntesis producida con la sublevación. Antes de cualquier proceso unitario, se había presentado ante la sociedad española como un movimiento destinado a superar las visiones parciales de quienes luego se integraron en el partido unificado. La cuestión tiene singular importancia, porque planteaba algo muy distinto a la subordinación del falangismo a un dictamen del Estado o una resignada aceptación de formar parte de una coalición. Esa defensa del espíritu falangista como espacio de unidad antes del estallido de la guerra permitía colocarla en un lugar que no era de simple preeminencia, sino de representación política de las motivaciones más profundas de la guerra civil, incluso en la etapa en que existió como simple FE de las JONS durante la fase republicana. Y tal modo de ver las cosas permite entender cómo se defendía una posición exclusiva que distinguía al equipo de Arrese y a la propia voluntad de Franco de hacer de Falange un ingrediente más de lo que se había sumado a la sublevación, para hacer de ella el instrumento político del Estado. Las alabanzas al ejército se planteaban siempre como el resultado de los conflictos que habían existido entre ambas instituciones, del mismo modo que Arrese o Girón insistían en que lo militar y lo religioso eran parte integrante de la Falange misma, sin que los conflictos con la Iglesia pudieran derivar nunca de una consideración no confesional del partido, sino como el deseo de los propagandistas o de Acción Católica de monopolizar de forma intolerable la opinión católica española. A ellos se refería José Antonio Girón en un discurso en Galicia en diciembre de 1941, al plantear la catolicidad combatiente y no contemplativa de Falange desde su fundación, atacando a aquellas posiciones que trataban de establecer un espacio católico distinto a la Falange y un espacio falangista distinto al catolicismo.[1133] Resulta revelador que, en diciembre de 1941, con ocasión de enfrentamientos entre estudiantes del SEU y miembros de la Cruzada Misional de Estudiantes de España en la Universidad de Madrid, se repartiera una octavilla de la Sección Femenina contra la imagen que podía ofrecer la organización de los católicos fuera del SEU, sin tener en cuenta la esencia católica del falangismo y de su organización universitaria.[1134] No lo es menos que, en la inauguración del VIII Consejo Nacional de la Sección Femenina, en febrero de 1944, Pilar Primo de Rivera se refiriera a la necesidad de que su servicio se encargara de la formación integral de las jóvenes españolas, incluyendo la que afectaba a su actitud religiosa.[1135]

En lo que se refiere a los conflictos con algunos sectores del ejército, los informes podían señalar que determinadas quejas eran firmadas por oficiales de las fuerzas armadas que habían sido nombrados gobernadores civiles, y que denunciaban excesos del Frente de Juventudes haciéndolo desde la condición «de español y falangista»,[1136] lo que señala que las críticas al falangismo podían realizarse desde la fidelidad expresa al partido y a su ideario. Ante el primer y último Consejo Nacional de los Jefes Provinciales del Movimiento, en diciembre de 1943, Franco se refería a los conflictos que podían existir en la administración local, que solía ser el escenario de tensiones entre personas de diversas procedencias políticas y, en muchas ocasiones, entre falangistas y altos mandos del ejército. Recordaba el Jefe del Estado que «el régimen de la Falange es un movimiento y no una trinchera […]. A la Falange no le interesa la presencia de sus jefes en los Gobiernos civiles y puestos importante de la Nación, si no es por las obras positivas que en todos los órganos realiza».[1137] No cabe infravalorar tales tensiones, que llevaron a una intervención tan clara del Caudillo ante los mandos del partido, aun cuando los informes de que se disponía muestran una confusión tan estremecedora, que pueden incluir el apoyo de los falangistas radicales disidentes a las intrigas monárquicas.[1138] Las denuncias de la interferencia del ejército en asuntos que correspondían a Falange fueron claras en la crisis de la primavera de 1941, refiriéndose siempre a la presunción de un afán monopolizador de espacios de responsabilidad política, que llevaron al conocido informe de Carrero Blanco, en el verano de 1941, acerca de la imposibilidad de realización del Estado totalitario por la deriva del Partido, su crecimiento sin restricciones desde la guerra y la duplicidad entre sus organismos y los del Estado.[1139] La respuesta al problema por parte de quienes se hicieron con la dirección de Falange tras la crisis no fue, desde luego, la de restar protagonismo a la organización, sino la de considerarla inmune a los enfrentamientos o competencia con otros organismos, especialmente con el ejército. Ya en su toma de posesión, y respondiendo a los elementos más vistosos de la crisis, Arrese se había referido precisamente a este aspecto, señalando que la vinculación entre Falange y ejército se basaba en un lazo tan sagrado como el de la sangre común vertida.[1140] El propósito no dejaría de enunciarse. En marzo de 1943, Valdés Larrañaga señalaba ante los falangistas gallegos: «La Falange es el contenido político; el Ejército no es el instrumento al servicio de ese contenido, sino la realización misma del contenido, permanente estructura de la fuerza estatal».[1141]

Esta integración se mostraba en la fusión miliciana que se había producido con la creación de la figura del alférez provisional, que encarnaba esa movilización política con uniforme militar exigida y posibilitada por la guerra civil.[1142] Se mostraba, además, en la exigencia de «un sentido militar de la vida y una veneración de los uniformes y las armas» que exigía el estilo de Falange.[1143] Se manifestaba en la necesidad de indicar la inexistencia de un ejército neutral, lo que significaría olvidar el sentido de la guerra civil y restablecer el concepto liberal de una división de funciones sin sentido: «Hablar de Ejército, Falange […] como grupos diferentes, es lenguaje enemigo. La Falange fue Ejército en la guerra, y el Ejército debe ser Falange en la paz».[1144] El mismo Girón se refería a las críticas alternativas de militarismo y antimilitarismo que se habían realizado contra la Falange en torno al gozne de la crisis de la primavera de 1941, para insistir en que era la politización del ejército y el carácter miliciano del partido lo que conducía a que, sobre esas bases, el 18 de Julio pudiera establecer una nueva síntesis. Una síntesis que debía basarse en la conciencia de formar un solo movimiento, en el que no cabían las tensiones de grupo, pues lo que podía despertar los recelos del Estado era la pretensión falangista de convertirse en un competidor: «Todavía anda por ahí algún cretino rezagado intentando hacer creer en la calumnia del antifalangismo del Ejército. […] Pero lo que no se le puede exigir a un militar español, a un falangista español, es simpatía por una Falange que careciese de disciplina».[1145] Esa relación de complicidad con el ejército siempre fue sostenida vinculándola a la defensa simultánea de la intransigencia vanguardista de Falange y del rechazo de cualquier ambición visible de grupo cerrado en sí mismo. Las acusaciones de subordinación a las actitudes del ejército fueron rechazadas por Arrese indicando que las realizaban los mismos que antes habían acusado a Falange de antimilitarismo. Frente a quienes podían prescindir del partido, Arrese establecía la necesidad no solo de este, sino la funcionalidad de los tres elementos, partido, ejército y caudillo, en un proyecto que se derrumbaría en caso de que uno de ellos resultara excluido.[1146] Por ello, al dirigirse al primero y único Consejo Nacional de Jefes Provinciales, el secretario general podía afirmar su renuncia a una milicia propia, señalando la comunión de ideales entre ejército y Falange, y subrayando que «el fervor y el cariño que la Falange siente por el Ejército, reiterados con insistencia que no se precisa ponderar, se demuestra hoy en la presencia de muchos jefes y oficiales en los cuadros de mando de este Consejo de Jefes Provinciales».[1147]

Falange era la expresión política del 18 de Julio, lo que le proporcionaba su sentido. Franco pudo referirse a los orígenes del Movimiento situados en las JONS integradas luego en el falangismo, portador de la sustancia del Alzamiento.[1148] En su primer mensaje a los jefes provinciales del Partido al cumplirse el aniversario de la sublevación, José Luis Arrese indicaba la forma en que el propio proceso bélico había conducido a la simplificación política de ambos bandos, el «rojo» y el «nacional». Los partidos de la derecha desaparecieron como portadores de fragmentos de la verdad española, sobreviviendo aquella organización en cuyos objetivos fundacionales anidaba un ánimo totalizador.[1149] De un modo mucho más extenso y matizado, José Antonio Girón definía, en el cuarto aniversario de la victoria franquista, cuál había sido esa función de síntesis, comprendida como carácter parcial de cada uno de los movimientos que se sumaron a la sublevación, salvo Falange. Esta había proporcionado mucho más que elementos militares al conflicto: «dio tónica, objetivos y justificación positiva al Alzamiento. Porque no se puede jugar la última carta de una guerra civil […] a una mera defensiva, al interés de una clase, de un Partido o de una situación pasajera».[1150] Por ello, podía sospecharse que la Falange fue, para Franco, «su mayor alegría, porque respondía hasta tal punto a la necesidad de la hora, que de no presentarse ya en la Patria como resuelta realidad, hubiera tenido necesidad de crearla». Falange no era un partido más, con una estrategia mejor definida o una más cuidadosa preparación miliciana: «sino una interpretación exacta y completa de un sentido español de Imperio y de un sentido cristiano de justicia. En su misma existencia está su mayor servicio en la guerra y en la victoria de España».[1151] En la Falange previa a la guerra se encontraba ya la síntesis doctrinal que inspiraba el Movimiento en la etapa de rectificación, que deseaba siempre plantearse como fase de continuidad, de poner en limpio lo que Falange siempre había querido ser, y que podía haberse oscurecido en momentos en que primaban las circunstancias desordenadas de una guerra civil.[1152] Esta evolución obligaba a la permanente actualización que solo un falangismo que renunciaba a disponer de un programa táctico podía encabezar, pudiendo realizar una tarea de renovación sin violencia alguna sobre sus principios ideológicos fundamentales. «Por eso, al hablar de lo que queda por hacer, no caigamos en la tentación cómoda de marcarnos un programa. Cuando las izquierdas y las derechas salían por las calles de Madrid […] nosotros nos apretábamos al calor de una idea de amor, de fe y de esperanza».[1153] Lo que daba a Falange su capacidad de permanencia era lo mismo que la había presentado como el mejor instrumento político en las condiciones de la sublevación. Ante la Vieja Guardia vizcaína, Valdés Larrañaga sostenía esa exclusividad política basada en las ideas permanentes que contenía el proyecto de Falange, ajenas a cualquier programa de contingencia.[1154] «Si el Alzamiento es la base firme, la Falange es su acción política, y por tanto su continua creación de lo nuevo», reiteraba Valdés ante los falangistas de Galicia.[1155]

Falange representaba la única expresión política e ideológica posible en España. En el quinto aniversario de la sublevación, Arrese se dirigía a los Jefes Provinciales afirmando que el pueblo español se había dado cuenta de la diferencia entre Falange y el resto de formaciones políticas, viéndola como «la única fórmula posible de solución satisfactoria para la tragedia española».[1156] Falange había surgido ante un riesgo que el Estado imperial católico nunca había padecido: el de la organización política de la opinión contra la esencia de España. Cuando esta circunstancia se produjo, hubo que crear el nuevo movimiento y, en las circunstancias de un riesgo permanente, había que contar con él como único lugar donde se verificaba la unidad: «no cabe que para combatirnos pretenda nadie convertirse en monopolizador del espíritu religioso y militar o presentarnos como incompatibles con formas de gobierno que no tienen por qué dejar de ser revolucionarias al tiempo que son tradicionales».[1157] No dejaría Arrese de exigir que el partido tuviera esa posición en el Nuevo Estado: una actitud que discrepaba de cualquier tipo de negociación o de presión política expresada como voluntad de una facción, para tratar de presentar un maridaje natural, o una síntesis que establecía funciones orgánicas y doctrinales que actuaban como propias del Estado, como formalización del conjunto del Movimiento, poniendo énfasis, cuando la ocasión lo requería, en la función de vanguardia que correspondía a una minoría rectora, pero no sectaria.

Las circunstancias históricas eran aquellas a las que se enfrentaba la civilización entera: el comunismo o el nacional-sindicalismo. No podía haber caminos intermedios para los españoles, y no cabía destruir la energía de la movilización para empalidecerla con actitudes de concesiones y transacción: «El Partido quiere la colaboración de todos los españoles; pero precisamente por eso, y porque sabe que está en el único camino cierto de salvación de España, no puede tolerar la oposición de nadie».[1158] La posición del secretario general había de endurecerse en este discurso a partir de 1943, en especial tras su discutido discurso a la Falange sevillana del 19 de febrero, cuando insistió en que las condiciones de quiebra del poder militar alemán obligaban a España a tomar conciencia del nuevo carácter de la guerra mundial. En una ocasión tan solemne como la celebración en Burgos del Milenario de Castilla, Arrese preparó un duro discurso que establecía las condiciones políticas que Falange consideraba definitivas, siendo las que podían permitir que el régimen —y, por tanto, el mando de Franco— se mantuvieran en el futuro. Falange no el instrumento de una dictadura que podía echarse por la borda cuando se considerara conveniente. Por el contrario, constituía una sustancia del Estado sin la que este podía desnaturalizarse y llegar a poner en duda cuál era el significado del Caudillaje: «El Hombre sin la Doctrina nos lleva a la Dictadura, la Doctrina sin el Hombre nos lleva a la Utopía».[1159] La velada advertencia a Franco, solo podía ser recibida en su sentido literal y en su verdadera intención política: el del reconocimiento sin vacilaciones de aquello que era inconmovible en Falange: la lealtad a España y a su Caudillo. La curiosa biografía paralela del falangismo y de la carrera de Franco, que Arrese sugirió ante la Sección Femenina en julio de 1944, puede dar todo el sentido a esa vinculación, que se dilataba imaginativamente hasta las campañas africanas de la legión y a la lucha del falangismo durante la República.[1160]

En el décimo aniversario de la fusión de Falange y las JONS, el secretario general planteó la defensa del papel rector de Falange, responsable del destino histórico de España y parte integrante del Estado. Arrese se sorprendió por la actitud de quienes aún se resistían en no ver en Falange la única fórmula de salvación de España, y defendió la extraordinaria flexibilidad que había permitido ir de los momentos de lucha fundacional a los de una responsabilidad revisionista, que no se desviaba un ápice del objetivo de preservar el régimen creado en las circunstancias del 18 de Julio. El estilo de Falange era el de la intransigencia, pero no el de la inflexibilidad táctica; era el de la permanencia de la doctrina porque «estamos en la posesión de la verdad».[1161] En su intervención para comentar las elecciones sindicales de 1944, el ministro secretario general expresaba esta función convirtiéndola en parte de una madurez del régimen que evolucionaba hacia una normalización participativa desdeñando el sistema liberal contra el que se había fundado la Falange. La constitución de los organismos representativos desde la Ley de Cortes de 1942 podía señalar la forma en que el nacionalsindicalismo había sido capaz de combinar el ideal superador de la democracia parlamentaria y evitar la instancia de una simple dictadura provisional: «Estamos plenamente convencidos de que España no se salva más que por el camino falangista, y no nos interesa la opinión de nuestros enemigos o la de aquellos que no tienen convicciones».[1162] Dirigiéndose a los jefes provinciales reunidos en Madrid en diciembre de 1943, José Luis Arrese podía plantear las exigencias de Falange como elemento integrador del Estado y la necesidad de que el partido fuera capaz de amoldarse a las condiciones de la victoria del movimiento del 18 de Julio, aceptando lealmente la responsabilidad que implicaba el privilegio de esta posición. Falange había pasado de ser fuerza que luchaba en la conquista del Estado a ser la que alimentaba políticamente la sublevación militar. Ello solo pudo ocurrir porque el Estado asumió los fines de la Falange y porque comprendió que esta no era un partido más, aceptando su exclusividad representativa. Las cosas solo podían mantenerse si el Estado y Falange aceptaran la continuidad de esas condiciones, sin buscar otros apoyos y sin pretender convertirse en una organización sectaria: «Lo que tú, Estado, tienes que hacer para lograr por tu parte la unidad política, es cerrar el camino a toda sugerencia que no vaya por el cauce normal de la organización política creada para ello».[1163] A lo que Falange debía responder con una actitud abierta, agrupando a todos aquellos que no pusieran en riesgo los principios doctrinales del Movimiento. En palabras del propio Arrese, muy poco antes de su destitución y de la liquidación provisional del ministerio, se trataba de reconocer la forma en que el 18 de Julio había proporcionado a la Falange la posibilidad de convertirse en recurso superador de todas las falsas soluciones a la crisis de la civilización con que el siglo XX había irrumpido en la historia.[1164]

En esta última frase se resume con bastante precisión lo que ocurre en toda conquista del poder, pero se plantea qué es lo que Falange entendía por la Revolución Nacional, articulada en un proceso tan complejo como el de una guerra civil y en un marco de compromiso duradero entre diversos ingredientes de la derecha española. Esa definición operaba sobre la estrategia del fascismo español, pero también sobre lo que esta corriente entendía por revolución, y probablemente en un sentido que iba más allá de nuestras fronteras. Que el tema se definiera mejor en el proceso desfascistizador no resulta paradójico más que en parte: pues fue en esas mismas condiciones de defensa de la unidad, originalidad y preservación del sistema en las que el fascismo español pasó a descubrir el modo en que había resultado indispensable, en su especial configuración, para aglutinar la masa popular sublevada en 1936, para inspirar una doctrina común y para cohesionar a civiles y militares en un proyecto realista. Ahora se trataba de que la revisión indispensable en nuevas circunstancias se hiciera manteniendo una lúcida mirada sobre aquel proceso, que permitiera atisbar en la peculiaridad del proyecto falangista y de las condiciones de su hegemonía la posibilidad de entrar en la etapa del posfascismo en Europa.

Los dirigentes falangistas proclamaron la imposibilidad de relacionar el proyecto de la revolución con un programa. Aun cuando tuviera que enfrentarse a temas más definidos pragmáticamente, José Antonio Girón no había evitado la mera retórica en una definición vaporosa, que subrayaba la insuficiencia o incluso el carácter secundario de las transformaciones materiales: «Nuestra revolución es cambiar la manera de ser de España».[1165] En esa misma línea podía dirigirse Arrese a las delegadas en el VI Consejo Nacional de la Sección Femenina, demorándose en un viejo discurso que acabó tocando fondo en la utilización de la retórica: «Revolución es revolucionarnos».[1166] El propio Arrese trató de corregir estos excesos formales muy pronto, por la vía de establecer aquello que convertía la Revolución Nacional en lo contrario a cualquier revolución experimentada en la historia. En el discurso a las jerarquías de Andalucía de junio de 1942, el ministro secretario general empezaba por hacer lo que se convertiría en un argumento constante de la propaganda oficial: la revolución no era la algarada, el desorden, la movilización de masas en la violencia. De hecho, Arrese confesaba que las incomodidades inherentes a la revolución se habrían evitado si hubiera dependido de los falangistas, pero estos no habían podido escoger, pues España se había enfrentado a la necesidad de escoger entre dos caminos revolucionarios. La revolución socialista solo había podido frenarse con otra revolución, que quedaba legitimada por su valor de haber evitado que los valores amenazados se consideraran caducos y fueran destruidos. El antiguo régimen había permitido que España entrara en crisis y la descomposición nacional solo ofrecía estas dos salidas, presentando la oportunidad impagable de recuperar la razón histórica del destino de la patria: «volver a ordenar la vida de tal manera que aquellos valores vuelvan a tener su antigua capacidad de obrar».[1167]

La contrarrevolución era, de este modo, la verdadera cláusula de identificación de la Revolución Nacional, que no solo se distinguía de la violencia o del bullicio, sino que también se oponían a las transformaciones que, según el fascismo, amenazaban a las razones últimas del ser de España. La revolución era restauración de un camino truncado, interrupción de una decadencia y actuación en un momento de peligro. Mejor habría de definirlo aún Valdés Larrañaga, al establecer que la Revolución Nacional actuaba no como interrupción de la historia, sino como su recuperación: «No queremos nosotros cambiar la Historia por otra cosa, sino buscar el orden profundo de la Historia misma y realizarlo desde la temporal posibilidad de nuestra época».[1168] Tal propósito restaurador y actualizador de lo esencial de la propia historia nacional colocaba a la revolución española en la línea de las propuestas del totalitarismo fascista, aunque el pensamiento de José Antonio hubiera permitido trascender las limitaciones de este objetivo, para situarlo en el horizonte de una sociedad «perfecta en lo temporal, que saltando sobre todo particularismo y escisión abarca al hombre como hombre y sirve a sus más altos valores morales guardados por la Iglesia Católica».[1169] La Revolución Nacional española era histórica en las dos acepciones de la palabra, «en cuanto representa reincorporación a su órbita clásica y en cuanto, dentro de ella, trata de configurarse con las modalidades peculiares exigentes que el momento presente requiere».[1170] La tarea se había inscrito en la línea de los Estados totalitarios, innovándola profundamente, porque el problema radical de la sociedad española en vísperas del 18 de Julio era la inexistencia misma del Estado nacional.

La revolución española se había hecho con la legitimidad de un movimiento que no aceptaba que la nación fuera emparedada entre el marxismo y el capitalismo pero, sobre todo, para hacer que España «vuelva a tener un quehacer en el mundo; el quehacer de lograr la unidad de destino en el Universo».[1171] De hecho, con la revolución nacionalsindicalista empezaba verdaderamente la Edad Contemporánea, rompiendo con la disolución de la sociedad que se había iniciado con el Renacimiento y destruyendo el prestigioso del falso carácter emancipador de la revolución francesa. Esa nueva y pintoresca clasificación de la historia del mundo era la que el ministro secretario general pretendía que los profesores del Sindicato Español de Magisterio enseñaran a sus alumnos.[1172] Naturalmente, los dirigentes del partido habían de expresar la especificidad de la revolución en otro punto fundamental, que se refería a la justicia social cristiana y a la denuncia de las falsas soluciones del marxismo a las penalidades del capitalismo.[1173] La revolución se había hecho para cambiar España instaurando el Estado nacionalsindicalista, y a Falange correspondía recordar sin pausa que el 18 de Julio no había obedecido a una posición de defensa de intereses mezquinos o de mantenimiento de la injusticia social. La propaganda fue abrumadora en este campo desde los meses finales de la guerra y se agudizó a su término, y a José Luis Arrese correspondieron dos libros fundamentales en este campo, La revolución social del Nacional-Sindicalismo y Capitalismo, comunismo, cristianismo.[1174]

Nada tenía de secundario este aspecto de la función de Falange en la definición de un 18 de Julio que produjera una verdadera nacionalización de las masas. José Antonio Girón, quien podía aparecer por su cargo como el más «social» de los dirigentes del partido, había de recordar, sin embargo, que la construcción del Estado nacionalsindicalista era un instrumento que no buscaba la justicia social como finalidad, sino que la convertía en un medio para conseguir la unidad y la grandeza de la patria, siendo este el auténtico propósito de la revolución.[1175] Pero sería en sus palabras ante los asistentes al acto conmemorativo de la fusión de FE y las JONS, en marzo de 1943, donde el ministro de Trabajo explicaría con mayor pragmatismo lo que entendía por ese proceso revolucionario. Ya se ha indicado que Girón, como era habitual en todos los dirigentes falangistas, solía referirse a la necesidad de superar una posición mística, contemplativa, basada en una lealtad formal a las consignas de los fundadores. Yendo más lejos, distinguió entre la fase de lucha en la etapa republicana, la de la conquista del Estado y la que correspondía al momento en que hablaba, de realización plena de los objetivos. Girón indicaba que «en 1943 ya no se puede decir que vamos a hacer la Revolución, que queremos conquistar el Estado».[1176] Falange debía insertar su espíritu en el interior del Estado, lo que no podía confundirse con la ocupación de cargos por los militantes, ni ahogar la eficacia del Estado con organismos paralelos. Ambas cuestiones podían ser ineficaces y no responder a los propósitos e intenciones del partido, que eran los de dar una lógica nacionalsindicalista al funcionamiento del conjunto de la administración. Esto solo podía plantearse como tarea permanente por una coincidencia querida por Dios: la del Caudillo que era Jefe del Estado y Jefe de la Falange. Con el mantenimiento de una tarea permanente que no se contemplara como competencia con el Estado y su máxima autoridad, sino como sana influencia abierta a todas las colaboraciones e inserta en una plena lealtad al líder de la revolución española, Falange podía mantener un concepto ambicioso de la revolución que legitimara las circunstancias del 18 de Julio, y una estrategia que permitiera vencer los escrúpulos de los impacientes y el boicot de los adversarios. Bartolomé Mostaza podía describirlo, en sus crónicas para la Revista de Estudios Políticos con palabras certeras: «La Falange va pasando así, por sus pasos, con ritmo de criatura viva, de régimen de hecho a régimen de derecho. De revolución a sistema».[1177]