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ESTADO Y COMUNIDAD EN EL NACIONALISMO FASCISTA DE POSGUERRA (1939-1942)

«¡ESTA ES ESPAÑA!». LA NACIÓN EN LA DOCTRINA DE LA INMEDIATA POSGUERRA

«Dentro del campo visual limitado de nuestro horizonte de hoy, asistimos precisamente ahora al derrumbamiento de la forma política más perfecta desde el punto de vista racional que ha creado el hombre: el Estado moderno».[844] A los tres años de la conquista total del poder por el fascismo, uno de los intérpretes más lúcidos del Nuevo Estado planteaba desde qué atalaya se contemplaba la tarea a realizar para construir el concepto mismo de lo político, sobre las ruinas de lo que la guerra civil había confirmado: la crisis del Estado liberal. En ella se había originado una densa y abundante elaboración de alternativas realizadas no solo en los órganos dirigentes de las organizaciones políticas, sino en los espacios académicos y los círculos de intelectuales. El propio Conde podía afirmar que lo que estaba a la vista en aquella difusión permanente de doctrina no era solo el pensamiento liberal, sino el «Estado a secas, “lo stato”, entendido como forma histórica concreta del mundo moderno».[845] España estaba en una posición privilegiada, que había de permitirle pasar por la experiencia del fascismo mientras podía ir tanteando una solución que, apartándose de determinados modelos totalitarios, podía ofrecer —estamos en septiembre de 1942— una propuesta española. La crisis del Estado ha permitido comprender el escaso arraigo, la poca españolidad de la democracia liberal, incongruente con las «masas ingentes de pensamiento clásico» portadoras de una solución escrupulosamente española, tradicional y actual. Ahora podían valorarse mejor las razones sobradas que asistieron a España en el momento en que se fundamentó el mundo moderno, en la época de esplendor y derrota del Imperio. El Estado totalitario español podía fundarse en la idea de gran potencia. Ya no en la contemplación de lo que habían sido las experiencias triunfantes europeas del pasado siglo, sino una gran potencia que recuperaba su sentido tradicional, su esencia política, «la clave decisiva del derecho político español, a saber, la idea del destino católicamente entendida a la vez que transida de modernidad».[846] Comunidad cristiana y Estado imperial. El catolicismo había servido como elemento de cohesión ideológica no solo en torno a una fe trascendente, sino también en torno a una idea de la comunidad que rechazaba lo edificado desde el siglo XVI a expensas de España y contra la idea española de poder político y organización social. La coincidencia entre la modernidad y la derrota de España en el siglo siguiente permitía denunciarla, creando un ámbito de verdadera expresión de lo español que se había frustrado y que debería renacer en alguna ocasión propicia. La idea de imperio brotaba así como oportunidad que se brindaba a una nueva encarnación de la idea de España en una catástrofe internacional que había destruido la idea misma de lo político. Sin embargo, lo que puede parecernos ingenuidad dejaba de serlo cuando aparecía también en las palabras de Luis Legaz, que indicaban algo casi literalmente idéntico, al señalar que «¿será excesiva ilusión esperar que todavía pueda España decir la palabra salvadora a este mundo caído?».[847]

En el tipo de síntesis que propone el 18 de Julio, se encuentra la posibilidad de su reconversión a mitad de los años cuarenta, en busca de una justificación cristiana que en nada se contradice con lo que se ha estado planteando en su fervorosa identificación con las experiencias similares en Europa. Para los intelectuales fascistas españoles, aquella síntesis se realiza ahora encontrando, en el nacionalismo que reivindica la España eterna, más elementos de singularidad que de filiación con respecto a un movimiento general de la contrarrevolución. La falta de una solución de continuidad política e ideológica va a ser la tarea en la que se afanarán esos mismos intelectuales, la misma labor de cohesión política a la que dedicarán sus esfuerzos los mismos dirigentes del nacionalsindicalismo unificado a comienzos de la guerra civil. No es solo la fortuna la que sonreirá al dictador, sino también las condiciones precisas en que se ha constituido el fascismo español: ese que, lejos de enfrentar a católicos contra falangistas, les ha hecho manifestarse como la misma cosa durante el mismo tiempo. Hasta llegar a esa transición, que habrá de producirse precisamente cuando Conde publica su libro, España tiene que definirse tras la victoria. Tendrá que hacerlo en un marco de posguerra que convertirá las reticencias en conflictos abiertos, el más importante de los cuales se producirá, en lo que al movimiento fascista se refiere, en la primavera de 1941. Las querellas delimitarán las esferas de poder de cada corriente, no siempre identificable de forma mecánica con las que se expresaron antes de la guerra. Las mutaciones ofrecidas por el enfrentamiento armado y la llegada de nuevas generaciones han cancelado la posibilidad de que la disputa se realice en esos términos, que resultarían incomprensibles para quienes, con absoluta razón, se sienten miembros de un solo movimiento, de forma mucho más profunda que lo que supone estar afiliado al mismo partido y, desde luego, de lo que puede implicar una alianza de circunstancias. La cohesión se fundamenta sobre el temor a una fragmentación política que ha demostrado ser tan peligrosa en los años de la República. Pero también en la esperanza de una España nueva que inspira el compromiso sagrado de una generación de excombatientes y la regeneración cultural de una clase media que se había visto despojada de su concepto patrimonial del poder político en la década anterior. Del mismo modo que puede resonar en las actitudes de unas clases populares conservadoras, para quien la salvación de determinadas coordenadas tradicionalistas —la religión, el orden, la propiedad— no son mera retórica de circunstancias, sino regreso a un mundo en que vuelvan a orientarse, con asideros firmes en unos valores que continúan inspirando la seducción de su seguridad.

Había correspondido también a Francisco Javier Conde escribir un ensayo acerca de la idea de nación en la que se planteaba el tema de España desde un nuevo horizonte conflictivo. «La afirmación incontrastable de la idea de nación como factor histórico predominante»[848] se realizaba en un momento de polémica y destrucción de los viejos conceptos. Conde partía del alejamiento español de la idea de nación y de Estado, incluyendo la idea de Imperio no solo como expansión o universalización, sino como unidad intransigente mantenida hacia adentro a través de la fe católica. Esa marginación del Estado moderno europeo no evitaba un reencuentro con algunas propuestas nacionalistas externas, como la del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán, que habían encarado el agotamiento del sistema democrático. España se incorporaba a esa realidad universal con su propio acento, tomado de una tradición que hallaba una prodigiosa fase histórica de actualización. En la España anterior a la guerra civil se habían ya desarrollado las propuestas de una visión orgánica de la nación que se encontraban en el pensamiento de autores reivindicados por el tradicionalismo, como Ganivet y Menéndez Pelayo, junto a la concepción de la nación como tarea que habían alumbrado los escritos de Ortega, precedente claro de lo que podía plantear la idea central de una nación: la unidad en el destino. Sin embargo, tal concepción de futuro solamente puede contemplarse desde la raíz cristiana del pensamiento español: «La idea del destino es pues, ante todo, una manera católica de ver al hombre».[849] El pensamiento joseantoniano situó la tarea histórica del hombre como empresa a realizar en el cumplimiento de su carácter trascendente, criatura de Dios cuya omnipotencia todo lo preside. El hombre, portador de valores eternos, lo es en cuanto debe realizarse como persona en una empresa comunitaria. El individuo se encuentra desde el comienzo en una serie de entidades naturales —familia, municipio, sindicato— que son formas primarias de convivencia constitutivas del pueblo, pero que precisan de un destino común distinto del de cada uno de los individuos que las integran. Lo que constituye la nación es la construcción de una empresa universal propia, armada por una idea que vivifica y suma los elementos individuales y materiales que la componen. Las voluntades individuales son encauzadas hacia esa empresa común a través de un factor emocional que se vincula a un alto principio espiritual. Pero, junto a ello, para garantizar que la nación exista en un proceso histórico, debe existir el Estado. Un Estado que no solo implica organización, sino justificación de aquello para lo que sirve, instrumento de una nación definida por una idea universal. Tal Estado que no es un fin en sí mismo, que precisa de una justificación trascendente, corresponde a lo que ha pretendido la singularidad nacional española en el mundo moderno: «misión equivale, en español, a “cristianización” o, mejor dicho, a “catolización”».[850]

Al situar los valores propios de la singularidad española en un esquema de valores universales, se realiza la voluntad de Imperio, entendiendo por ello la «voluntad de cumplir una empresa de alcance universal».[851] A esa idea de destino como elemento básico de la idea nacional se sumaba el catedrático zaragozano Luis del Valle, que la definía como «organismo con vida y sustancia propia […] con conciencia de un Destino histórico».[852] No era un agregado de individuos arbitrario y el resultado de una suma de actos individuales de voluntad, sino un proceso de homogenización incesante, cuya cohesión debía verificarse en la adhesión a una Idea. Toda Nación, concebida así como relación orgánica con una misión universal, necesita de un Estado para ser creada: solo ello permitirá que ese conjunto orgánico, superador de las convenciones contractuales del liberalismo, se convierta en un nuevo ente soberano. La ausencia de Estado implica la ausencia de nación, como ha señalado el fascismo italiano, porque no puede existir nación sin una conciencia organizada y sin el ejercicio de soberanía: «La Nación creará el Estado y el Estado creará la Nación».[853]

Si Valle había establecido esa relación entre nación y Estado que solamente puede darnos su sentido exacto en el examen del concepto de lo político, Conde señaló varias cuestiones fundamentales para asentar la idea de España: el respeto a una tradición católica como única forma de enfrentarse a la recuperación del significado o de la idea que un pueblo debía poseer para dejar de ser agregado de individuos y convertirse en nación; la superación de un Estado de origen maquiavélico y de actualidad liberal, legitimado por su propia existencia y una estabilidad, convertida en carencia de verdadero sentido político; la creación de un nuevo Estado para recuperar la autoridad política cristiana que había de justificarse por sus fines en congruencia con el destino de la comunidad y los valores cristianos que la inspiraban; la idea de empresa como aglutinador de voluntades en torno a un principio superador de los intereses fragmentarios; y la idea de Imperio como conversión de los valores de la cultura singular española en valores universales. De ahí que, como veremos, el propio Conde encabece las reflexiones acerca de la conducta de los españoles del Siglo de Oro como ejemplo permanente de lo político desde un punto de vista existencial católico: ser para el destino, ser para la muerte.[854]

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En los años de posguerra y en el campo vencedor, España se define como tarea que debe recuperar lo que ya ha sido o lo que no ha dejado de ser más que en apariencia, sepultada bajo los estratos de una cultura ajena o apocada ante la superioridad de lo exterior. Solo ahora, tras la guerra civil y cuando puede exhibirse un nacionalismo contrario a los ideales de la Ilustración en Europa, puede renacer la patria postergada. En el prólogo a una serie de artículos publicados en los años previos, reunidos en un solo volumen en 1943, Laín Entralgo se refería a un sentido «comunal, deportivo y militar de nuestro tiempo» capaz de situar «el triunfo del equipo sobre todo particular virtuosismo».[855] La tarea de aquella determinada generación de españoles en busca del destino universal que diera significado a la nación se encontraba en la «adecuación de nuestra existencia al sentido que el combate de nuestros camaradas tiene».[856] Un sentido que pasaba por derrocar la cultura liberal burguesa y combatir al comunismo, basándose en la tradición española, en la catolicidad, en la actualidad y en la eficacia. La realización del propio destino, a cargo de los jóvenes que lo habían empuñado en las condiciones de la guerra civil que extendía su lógica a Europa, implicaba abrir el nuevo régimen y la nueva cultura a cuantos españoles quisieran hacerse partícipes de ella: «Mi corazón está abierto a todos», citaba Laín recordando con extraordinario sentido de la oportunidad la frase del Caudillo y vinculándola con la necesidad de hacer materia común el «heroico ejemplo de la División Azul».[857] No podía dejar Laín de recordar la misión de los intelectuales en la forja de ese destino, siguiendo de nuevo el llamamiento hecho por Franco: en las condiciones de la plenitud de la guerra mundial, el diálogo de las armas y las letras volvía a estar presente como construcción del hombre íntegro, alejado del simple pendenciero y del indolente de Ateneo. Hasta el Nuevo Testamento servía para poner en boca de Jesús la invocación a la espada, mientras la historia reciente de España permitía referirse, con la impunidad del vencedor, a «la horda armada y sedienta de dominio, como aquella —torrente brutal de turbio e insolente instinto— que arriaba las calles españolas el 1 de mayo de 1936».[858] Para superar la escisión entre ambas actitudes, solo cabía a la nueva generación el servicio a una idea, a un destino: a Dios y a la Patria. A la política nueva correspondía establecer esa fructífera relación entre el ímpetu por defender con violencia la verdad y la contención para el rigor espiritual. La comunidad se creaba así en una tarea que debía ser definida por una vanguardia capaz de contemplar a España al modo falangista, una España «que no nos gusta». Una contemplación acompañada de la acción creadora, entusiasta y heroica con la posesión de una técnica que, al modo español, permitiría el desarrollo de la nueva España sin alejarla de su espíritu católico. Fuera de este patriotismo, solo quedaba —«qué asco, camaradas»— el casticismo.[859]

España como idea de un destino a realizar históricamente, y que solo podía hacerlo en los límites políticos de lo que los movimientos fascistas habían actualizado en la crisis de la primera posguerra mundial. El propio Laín habrá de dedicar uno de los principales ensayos de la posguerra, Los valores morales del nacionalsindicalismo, edición en 1941, con importantes ampliaciones, de un curso dado en el Primer Congreso Sindical. Laín insistía en que la nación solo podía ser fruto de un haz de «ideas, creencias e impulsos comunes» que unieran a millones de españoles en una comunidad histórica.[860] Tal comunidad solamente podía construirse fundiendo lo nacional y lo social o, para usar el lenguaje propio del caso español, lo nacional y lo sindicalista. Fuera de ello, la nación carecía de concreción histórica y de actualidad. Laín planteaba el hallazgo de una necesaria síntesis entre los tres ámbitos de moral que consideraba necesarios para construir una idea de España: la moral nacional, la moral del trabajo y la moral revolucionaria que se desarrollaba en la Europa fascista o totalitaria, a la que los españoles aportarían, como originalidad, el papel singular del catolicismo. El mensaje joseantoniano aparecía a la manera de una culminación española de un proyecto de las juventudes europeas, que permitía ir más allá de lo que se había hecho en otros países. El que había empezado siendo un caudillo aristocrático fascista había acabado por asumir un carisma distinto tras la formación del partido unificado con las JONS en 1934, cuando aunó su elitismo con una capacidad de mando basada en la adhesión del pueblo. El pensamiento de José Antonio había aportado a las tres morales apuntadas, dos ideas en torno a las cuales podía pensarse que se construiría la comunidad nacional: la idea del hombre como portador de valores eternos y la concepción de España como unidad de destino en lo universal. Lo primero aparecía no solo como una intención religiosa, sino política; lo segundo, como ensamblaje de lo metafísico y lo histórico. La atención debe ir en busca del engarce entre lo político y lo religioso para que ambas aportaciones joseantonianas desemboquen en doctrina. Tal alianza entre lo religioso y lo político podía encontrar su fiel espejo de modernidad en los esfuerzos del Imperio de Carlos V y de la monarquía universal de Felipe II, que no podían identificarse con resonancias del mundo medieval. En aquel momento, la alianza entre lo católico y la empresa política española no se había contemplado a la manera del integrismo, ni en la forma en que el populismo había planteado las relaciones entre Iglesia y Estado. Lo fundamental en esta hora de definición del proyecto revolucionario y de la realización de España era la «obligatoriedad religiosa del servicio activo y entusiasmado a una política nacional», haciendo de esa militancia una virtud cristiana favorable al compromiso histórico del catolicismo, a su plena actualización.[861] El esfuerzo por establecer una metafísica de las naciones que planteara tal obligatoriedad, haciendo de ello la contribución española a las tareas de la actual generación revolucionaria europea, sin dejar de ser considerado un ejercicio admirable, planteaba a un crítico tan bien dispuesto como José Antonio Maravall que «lo dicho está muy lejos de ser suficiente».[862]

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No habría de proceder de estas consideraciones de Laín, en efecto, el esfuerzo más fructífero para construir un nuevo régimen. Pero la función del catolicismo en el fascismo español quedaba así abiertamente expuesta como algo totalmente distinto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, planteándose como las relaciones entre los valores que expresaban ámbitos de una doctrina compartida. Los especialistas en Derecho Político o en Filosofía del Derecho del país que se habían inclinado por el fascismo lo resolvían con una sutileza superior a la de los numerosos folletos del fascismo católico existente. No significa esto que se realizara con la misma intensidad o que no se establecieran ya algunas divergencias entre aspectos como lo discrecional y lo normativo en el nuevo Estado —como puede ser el caso de las discrepancias claras en los textos de Ignacio María Lojendio y Luis Legaz—, pero todos ellos podían mantener la aceptación de esa síntesis en el nacionalsindicalismo. Lejos de ser un obstáculo para la doctrina católica de la sociedad y del Estado, tenía la ventaja de fundamentar no solo una posición política sólidamente asentada en un debate que se arrastraba desde hacía siglos, sino también una situación arraigada, en los comienzos de la posguerra civil en una «españolización» del derecho y de la política.

La definición de la nación habría de presentarse rápidamente vinculada a una determinada forma de Estado que empezaba por considerar qué era lo que este debía condensar, como espacio de representación de la comunidad. José Pemartín había señalado durante la guerra que la patria «es un ser moral y cultural, formado por un conjunto de valores integrados en el tiempo y por la tradición, que es como el cincel divino que da configuración y galbo a la Historia».[863] La nación aparecía como proyecto de futuro que no podía partir de la nada: lo que en los individuos era la memoria, en las naciones era el pasado. Sin embargo, Pemartín no oponía esa tradición al nacionalismo proyectivo de los falangistas, sino que hacía suya la síntesis obtenida por la movilización para la guerra civil, ya que el fascismo pasaba a ser el traductor a la actualidad de la tradición. Ese «ser moral, orgánico, que se desarrolla y se desenvuelve en el tiempo»[864] pasaba a tener una plasmación organizativa en la unificación política del movimiento. Francisco Moreno, marqués de la Eliseda, había expuesto que la única forma de comprender el fascismo español era vinculándolo a la propia tradición católica, en un proceso de encuentro con las propias entrañas de la nación que era similar al que habían realizado Alemania o Italia.[865] España solo podía construir un proyecto nacionalista desde su propia identidad católica, y este factor rompía las diferencias que pudieran existir entre falangistas y sectores procedentes de la extrema derecha monárquica previa a la guerra. El fascismo era el punto de encuentro para definir la nación como una comunidad definida en contra del determinismo territorial o del contrato revocable. Su nacionalismo no miraba hacia el futuro o el pasado exclusivamente, sino a ambos a la vez. «También ahora se trata de contener una disolución y de encontrar un orden que salve lo mejor del antiguo orden roto. […] Nos insertamos obedientemente en nuestro pasado, y porque lo sentimos vivo estamos gozosos de incorporarlo», había sentenciado Antonio Tovar en 1939,[866] añadiendo que, cuando se escuchaba hablar de tradición y de Imperio, «entendemos su vuelta como una actualización y nos la instalamos dentro para que su recuerdo sea un verdadero activo motor que nos lleve impulsivamente hacia delante».[867]

La nación aparece así expuesta siempre como una idea a desarrollar: sin una idea de España, la nación no existe. Los ensayistas no sustituyen la idea de «nación» mítica del futuro por la de «patria» justificada por su pasado, como lo supuso en su encomiable trabajo seminal Ricardo Chueca.[868] La cultura española podía estar contaminada por una potencia del pensamiento conservador y una idealización política de la clase media que impedía el surgimiento masivo de un nacionalismo de carácter más moderno, desde luego. Pero no creo que el debate entre ese nacionalismo puramente proyectivo y un patriotismo puramente tradicionalista nos conduzca a la comprensión del fascismo, cuya característica es precisamente la filtración de elementos entre ambas posiciones ideales. Recordemos que el falangismo aceptó el tradicionalismo como parte integral y no sobrevenida de su proyecto, haciéndolo del modo más sagaz y conveniente por las condiciones de formación del bloque histórico de 1936-1939. La nación no se limitaba a ser restauración del pasado, sino actualización de una España esencial y conversión de la tradición en conciencia de comunidad para afrontar los retos de la crisis de los años de entreguerras en Europa.

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El mito de la comunidad nacional puede encontrarse en la propia síntesis ideológica, política y social que el fascismo establece en el momento de consumación de su despliegue social, que en el caso español corresponde a la guerra civil y la inmediata posguerra. Por ello, José Solas podía utilizar como referentes intelectuales a los autores del tradicionalismo español —Balmes, Donoso, Menéndez Pelayo y Vázquez de Mella—, para considerar que lo único que merecía el mantenimiento de una sociedad nacional era el perfeccionamiento provocado por una tradición constantemente depurada. «Varios siglos de esfuerzo con el nombre de España», era la forma en que José Antonio había definido una voluntad nacional que podía ser asumida por cualquier escritor tradicionalista y, en especial, por su contemporáneo Pradera.[869] La nación pasaba a ser posible como resultado de un ideal unificador en un momento crucial que, de hecho, corresponde al encuentro con una existencia definida por su tradición, porque solo ella «mantiene el carácter de misión universal al ideal nacional».[870] Reflexión desde la que se pasaba a la lógica del Imperio como realización de la nación, íntimamente relacionado con aquello que acercaba a la comunidad nacional a Dios, permitiéndole llevar a cabo una tarea de cristianización, llegando a «divinizar la vida del hombre sobre la tierra».[871]

La nación era el resultado de una «comunidad de principios», afirmaba Ruiz del Castillo. «Las Naciones no son extensión territorial y densidad de habitantes: son una fisonomía moral, una realización típica dentro del cuadro general del destino humano».[872] Una construcción que se había realizado en las condiciones de un enfrentamiento depurador como la guerra civil. El alejamiento de cualquier aspecto naturalista, telúrico, se apartaba de la visión del fascismo español creado en la guerra, como se apartaba de un racionalismo político que había concluido en el individualismo liberal. Este no permitía más que el desconcierto y la incongruencia interna de la nación, impidiendo que la unidad permitiera crearla en torno a certidumbres esenciales. Se enlazaba así con una visión que, basándose en la propia idea joseantoniana de no confundir un acto de voluntad individual con la fe en un destino colectivo, había impreso al partido fascista de la etapa republicana un determinado concepto de la comunidad nacional, ya reticente ante la creación de la nación desde el Estado, aunque dispuesta a aceptar y estimular que fueran las fuerzas sanas del mismo —especialmente el ejército— las que se lanzaran a corregir la desviación desnacionalizadora.

Fuera de un concepto naturalista, Félix García Blázquez, antiguo colaborador de la revista JONS, exponía en la Universidad de Valencia, el 14 de diciembre de 1939, una aproximación al tema que, editándose con otro título, llamó en aquel momento «La Nación». No interesaba un pensamiento abstracto acerca de la nación, sino la concreta vivencia de la misma, única circunstancia de la que podía surgir su comprensión. Tras esta incursión metodológica, en la que no se citaban los evidentes referentes intelectuales que podían relacionarse con esta actitud, se planteaba qué era una nación, para empezar, como había de ser usual en muchas de las consideraciones realizadas ya antes de la guerra, señalando lo que no era. La nación no era territorio, lengua, costumbres, carácter, etc. Se trataba de aspectos que formaban parte fragmentaria de algo que no era su mera agrupación. ¿Cuál era el elemento constitutivo de la nación, que daba sentido a cada una de sus partes «reales»? «La nación, al constituirse por sí, es siempre nueva y en el curso de su vida revalida permanentemente su origen constitutivo, referido a sí mismo en perenne actualidad».[873] La voluntad de integración, la voluntad de persistencia y poder, el deseo de libertad de «los hombres identificados con su genio»[874] es lo que crea y sostiene la nación: ya no se trata de una idea vinculada a la mera tradición, sino de una búsqueda de la comunidad interior que, en un momento de acción por ejercer su dominio, busca el despliegue de su voluntad en el escenario histórico. Lo que decide la existencia de una nación es la justicia, expresada como algo distinto a la prosperidad material y relacionada con la vida digna y libre. Nuevamente, esto no podía hacerse sin relacionar este destino de la nación española con la religión: «son las naciones en la historia luz y conciencia de Dios»,[875] y el genio de los españoles no podía entenderse al margen de ser eficaces órganos de la divinidad. La nación se presentaba como un ser total que no iba hacia Dios, sino que arrancaba de él: su destino histórico se justificaba por esta encomienda divina que justificaba el Imperio. Sin embargo, la conciencia de los individuos de la nación debía partir de su propia subjetividad, «en donde la nación tiene su forma viva»,[876] que pasaban a sentir identificadas sus inquietudes de poder y libertad en el seno de un Estado verdaderamente nacional. El texto se dedicaba, significativamente, a Ramiro Ledesma, referencia de un nacionalismo mucho más orientado hacia ese poder de la nación concentrada en el Estado y formada por unas masas voluntariosas y heroicas. El propio García Blázquez había de matizar esta posición en un libro publicado cuatro años más tarde, esta vez dedicado tanto a Ledesma como a José Antonio.[877] En tales «alocuciones», la patria volvía a definirse como una unidad de seguridad, voluntad y decisión libre de los españoles, cuya consistencia solo podía mantenerse con el espíritu atento a la unidad y el reconocimiento de la Historia. Debía la nación defenderse por una voluntad unitaria decidida e intransigente, agradeciendo contar con un Caudillo en torno al cual se había levantado un hecho militar que había vivificado la conciencia de peligro y salvación. El Estado había de ser entendido como aquello que arrancaba de la libertad esencial de los individuos entregados a una obra colectiva. Y la nación se edificaba sobre la búsqueda de España y Dios en un proyecto de comunidad de todo el pueblo.

POR LA NACIÓN AL IMPERIO

La cuestión del Imperio era un elemento más, dentro de la síntesis fascista española, en el que había pasado a establecerse una herencia común de todos sus componentes. Había estado mucho más presente en la retórica del partido fascista en la etapa anterior a la guerra, pero pasó a adquirir un perfil más preciso cuando fue contemplado como idéntico a la reivindicación de un futuro que debía basarse en una tradición constatable. El Imperio no era una propuesta más que como resultado de la peculiaridad católico-imperial española, como hecho en el que había culminado la construcción de una nación que se había desplomado al mismo tiempo que la expansión imperial. Y, más aún, había pasado a ser el elemento determinante en una misión singular de España en el escenario del mundo moderno, vinculada a la defensa de una civilización basada en el cristianismo. La derrota apreciada por Ledesma, o la decadencia debilitante presente en la literatura tradicionalista formaban, de hecho, una posición común en la que, tras la victoria en la guerra civil, la posición de Ledesma podía aparecer como más verosímil. La pérdida de la identidad de España como resultado de la derrota a manos de potencias más fuertes era la causa de una desnacionalización, entendida como proceso que hacía de las condiciones antiespañolas del inicio de la modernidad el desarrollo de un liberalismo que había acabado por desembocar en una crisis de la política y en la amenaza de la revolución social.

Ya se ha señalado cómo la construcción imperial no se separaba un ápice de la reconstrucción de una previa «forma de ser español» y de la «eterna metafísica de España» revitalizadas por una guerra civil que se consideraba momento histórico de afirmación de una comunidad permanente. Como lo ha señalado con especial agudeza Antonio Santoveña, la cuestión del Imperio aparecía, en los documentos del nacionalsindicalismo anteriores a la guerra, como un elemento aglutinador, destinado a impulsar la lucha contra la decadencia, producto del análisis histórico de una pérdida de la esencia nacional que pasaba a positivarse en una propuesta de expansión más cultural que territorial, de la que no estaban exentas las cuestiones de afirmación del respeto debido a España en las relaciones internacionales.[878] Por otro lado, el año 1938 había asistido a la organización de estructuras de acción cultural destinadas a presentar una batalla que no fuera meramente propagandística, sino de expansión cultural española, que se asignó al círculo más próximo a Acción Española, coordinándose las tareas por el ministro de Educación Nacional desde 1938 y Delegado Nacional de Educación y Cultura de FET y de las JONS desde agosto de 1937, Pedro Sáinz Rodríguez. La Junta de Relaciones Culturales, restablecida por decreto en febrero de 1938, comenzó a centralizar los objetivos y esfuerzos destinados a coordinar la actividad cultural del Nuevo Estado en el extranjero.[879]

Una zona indispensable de la ideología del Nuevo Estado se expresaba, de esta forma, en el mito imperial, recogiendo el rechazo de la postración española y el impulso de un proyecto revolucionario que la despertara de nuevo en busca de su destino. Esas dos facetas pasaban a integrarse ahora en la cuestión de un Imperio como expansión cultural y de un Imperio comprendido como reivindicación territorial en el marco de alteraciones profundas del sistema político europeo. Si se indica que el proyecto fascista español solo podía mantenerse en un marco de acuerdo con el triunfo de las potencias fascistas, tal hecho responde a algo en lo que no se puede mantener la menor objeción: el triunfo del fascismo en la guerra mundial habría implicado, más que las posibilidades de expansión territorial española, el mantenimiento del régimen dentro de los parámetros políticos explícitos en los que se había sostenido hasta el viraje de 1943-1945. Lo cual no implica, en modo alguno, que el mismo fascismo español no fuera el encargado de sostener su peculiaridad católica —y, para algunos, su superioridad en este campo— en relación con Italia y Alemania, basándose en las lecciones ofrecidas por la historia y en el carácter pionero de España en la guerra civil contra la democracia y el socialismo. Sin embargo, si se señala que entre la idea de Imperio del falangismo y la que podían tener otros sectores se marcaba la diferencia entre fascistas y no fascistas, el argumento va por un territorio más resbaladizo. Entre otras cosas, porque la transversalidad de las temáticas es más intensa de lo que puede suponerse en una distinción tan tajante, afectando al propio núcleo falangista del partido. Además, porque algunos de los temas referentes al Imperio permiten establecer una continuidad con la política exterior española, que afectaba a las visiones compartidas de especialistas conservadores en política internacional y de los defensores de una determinada dogmática de partido.

La idea de Imperio pasaba a ser un factor unificador, no un elemento de confrontación, a pesar de que algunas actitudes de un sector duro del fascismo pudieran aprovechar para querer marcar una identidad propia en los meses más propicios de la guerra mundial. Sin embargo, este elemento unificador, como idea que había pasado a ser comunión de todos los santos del régimen, podía dar lugar a interpretaciones distintas que podían ser más relevantes porque no solo se referían a un elemento retórico, sino a una cuestión tan candente como la política internacional. Como se ha visto en los comienzos de este trabajo, la idea de Imperio no se refería, ni siquiera fundamentalmente, a una cuestión de poder exterior, sino al carácter totalitario del proyecto nacionalista. Factor unificador, creador de la síntesis del fascismo para definir el encuentro entre una tradición y un proyecto, uniendo actitudes del viejo tradicionalismo y del fascismo joseantoniano. El repetido artículo de Arriba publicado el 16 de julio de 1940, «El Imperialismo retórico» podía referirse, del mismo modo a quienes solo veían en la voluntad de Imperio una fuerza espiritual, sin considerar la adquisición de una posición española más favorable en el campo internacional. Tal cosa se indicaba, sin embargo, cuando el régimen había cambiado su posición exterior de la neutralidad a la no beligerancia, cuando había ocupado Tánger y cuando enviaba a delegados como el antifalangista general Vigón a discutir en Alemania las condiciones de una intervención española en el conflicto, compensada con territorios arrebatados a Francia. O cuando el general Aranda podía dirigirse a los asistentes a un homenaje a Luis Vives en la Universidad de Valencia indicando la disposición de los españoles a tomar las armas para defender una posición expansiva en el Mediterráneo, que vinculara la actualidad con la vieja presencia de la Corona de Aragón.[880]

No puede decirse que, más allá de una situación coyuntural, lo que es la idea misma de Imperio, en sus dos acepciones de expansión territorial y de nueva disciplina nacional distinguiera clara, radical y permanentemente a dos culturas del régimen, a la luz de lo que se expresaba públicamente con tanto énfasis, incluso de un modo que podía resultar ofensivo para los hispanoamericanos. Ciertamente, hacia esa zona iba la mirada conjunta de todos los fascistas, ya fueran antiguos o nuevos falangistas, ya fueran antiguos o nuevos tradicionalistas, en un intento de que el Imperio encontrara una primera zona elemental de desarrollo. El primer número de la revista Escorial publicaba un artículo de Menéndez Pidal reivindicando la obra española en América, lejos de codicias imperialistas.[881] Una labor que habremos de ver reiterada con profusión en la producción cultural del Movimiento en todo este periodo y que correspondía a la necesidad de introducir el concepto de Hispanidad en el de Imperio como si se tratara de dos aspectos de un mismo carácter de época. Si podía reconstruirse la Hispanidad con vínculos que establecieran una solidaridad no solo cultural, sino que podía llegar a fabricar instituciones comunitarias que respetaran intocables soberanías nacionales, ello podía hacerse aprovechando el importante desarrollo de corrientes autoritarias en el continente americano en aquellos años. Los planes de un nuevo lugar de América en el Nuevo Orden difícilmente podían equipararse a las posibilidades que se abrían para España, contando con la simpatía de opiniones públicas y gobiernos en los que, desde la Gran Guerra, habían ido prendiendo actitudes de extrema derecha católica uno de cuyos referentes esenciales era la lucha por una identidad hispánica frente al imperialismo británico o norteamericano.

El nuevo nacionalismo hispanista podía construirse, de este modo, sobre un marco de fraternidad que respetara las condiciones de independencia política y la identidad nacional de cada uno de los pueblos en mejores condiciones de lo que lo habían indicado las palabras del general Aranda. Pero, además, esta inclinación solamente podía darse desde un reforzamiento español que dependía de las alianzas y responsabilidad adquirida por una victoria del fascismo en Europa. La relación fraternal o paternofilial con las repúblicas americanas no era un hecho inexorable, advertía un editorial de Escorial en 1941. Pero podían aprovecharse determinadas circunstancias, como la postración francesa, para poder acabar con la seducción que su cultura ofrecía a los hispanoamericanos y sustituirla por un firme vínculo con la española, como único lugar al que mirara América.[882] España debía tener las condiciones para poder dar lecciones sobre la defensa del catolicismo y la lucha contra el relativismo religioso que amenazaban la unidad de lo hispánico, dirigiéndose a los jóvenes americanos, pero solo podía hacerlo desde una posición de metrópoli respetada por su superioridad espiritual en un mundo en guerra y por la situación que el resultado de la misma proporcionara.[883] Y ello implicaba que España pudiera defender una primacía espiritual en el continente, heredera directa de la vieja unidad cristiana del siglo XVI, con la abierta simpatía y colaboración con una Europa que podía encontrarse en manos del eje germano-italiano. Para los intelectuales fascistas españoles, los primeros tres años de la posguerra española, coincidentes con los primeros tres años de guerra mundial, implicaban subrayar una tradición imperial y una atención a las condiciones de una política europea en la que España colocaba esa tradición junto a una guerra civil recién ganada que había alterado el panorama geopolítico del occidente europeo, dejando que en el extremo del Mediterráneo existiera una nación gobernada por un país amigo de Alemania o Italia.[884] Lo que no podía esperarse, naturalmente, es que la ocupación alemana de Francia creara otro aliado de las dos potencias que se encontraba en esas dos orillas del Mediterráneo a las que se refería el general Aranda y que disponía de unos potentes recursos coloniales. Una piedra en el zapato de las aspiraciones españolas en su lugar natural de expansión, que no calmó las ansias de colaboración en la gran empresa emprendida en junio de 1941, el combate contra la Unión Soviética, justo cuando los falangistas habían sufrido un duro golpe en dos aspectos: su aparente unidad en el seno del partido y su superioridad aplastante frente a otras corrientes del Movimiento Nacional. La actitud de Hitler hacia Vichy y las reticencias italianas ante un competidor en el Mediterráneo están mucho más en el fondo de los problemas de la actitud del régimen español en 1940 y 1941 que los conflictos entre dos formas de entender el Imperio, como si una de ellas se proclamara contraria por principio a cualquier forma de expansión territorial.

La cuarta entrega de 1941 de la revista Escorial planteaba precisamente cómo la guerra que había estallado en Europa era la continuación lógica de la que se había vivido en España. El enemigo era el mismo, se decía, desde 1588 —es decir, desde el desastre de la «Armada Invencible»— hasta 1940. La originalidad española en la lucha contra un orden permitía considerar las virtudes de uno Nuevo, cuyo impulso se presentaba como contrario a todo aquello que había provocado la postración española y que había llevado a la insurrección de una juventud reunida en 1931 en torno al lema de La conquista del Estado «no parar hasta conquistar». Juventud que no podía permitirse actitudes de acomodo, ni mucho menos de olvido interesado de los muertos que había causado la guerra civil: la guerra era una condición histórica inevitable en la que se estaba viviendo y de la que no se podía prescindir.[885] En el cuaderno 8, publicado cuando se producía la invasión de la Unión Soviética por la Alemania nazi, la revista publicaba un nuevo editorial, «Nosotros ante la guerra», señalando el carácter de guerra civil de lo que estaba viviéndose en Europa. Se enfrentaban en ella dos sistemas de valores. Y de su suerte dependía, por ser un hecho espiritual y no solo político, cómo sería la totalidad de la existencia social según cuál fuera el bando vencedor. Por ello, los «hombres de cultura» que formaban la dirección de la revista se declaraban beligerantes contra un bando en el que se consideraban las existencias complementarias del comunismo y del capitalismo liberal, ambos negadores de la visión cristiana y patriótica del hombre. Contra esta doble comunidad, reunida en torno a Dios y en torno a los valores de la nación, se habían levantado el liberalismo y el comunismo. Los españoles podían saberlo, tanto por la derrota de las armas imperiales como por la del catolicismo que España defendió en los inicios de la Europa moderna.[886] En pocas ocasiones más se daría una mención directa a la guerra en una publicación de papel tan significativo. Por ejemplo, en la llegada del primer reemplazo de combatientes de la División Azul, que habían «prolongado bajo el cielo implacable de Rusia lo que de espiritual hubo en nuestra pasada guerra»,[887] o en la exhortación a la lucha por un orden cristiano que solo un sentido español de la existencia podía llevar a las condiciones en que se encontraba un mundo en guerra. Se trataba de esa «solución española» que iba apartándose del fascismo para centrarse en la aportación española a un movimiento general. Y, dado que cualquier movimiento espiritual precisaba de un acto de fuerza política, en las circunstancias europeas España tenía que preguntarse qué decisión la dejaba en mejores condiciones para afrontar el futuro. «Lo cual podrá parecerse al maquiavelismo en uso y abuso desde que Maquiavelo habló» —confesaba el redactor del editorial—, «pero si se piensa que ese poderío va a servir a una empresa asentada sobre la ley eterna, entonces no es la táctica maquiavelismo, sino prudencia, virtud cardinal».[888] No podía negarse flexibilidad a los presuntos intransigentes, cuando la corriente iba en dirección contraria a los esfuerzos del nadador.[889]

En fecha tan temprana como 1939, el prestigioso Camilo Barcia Trelles había publicado los Puntos cardinales de la política internacional española, en la que resultaba de especial interés su reflexión acerca de la imposible neutralidad de España en caso de que volviera a darse un conflicto como el de la Gran Guerra, basándose en el carácter privilegiado que ocupaba nuestro país en el Mediterráneo, algo que permitía el bloqueo del acceso de tropas coloniales francesas indispensables para mantener la defensa de la república vecina. Barcia Trelles señalaba cómo autores extranjeros, entre otros Hummel o Siewert, habían indicado, antes del comienzo de la guerra civil, que España no podría permanecer neutral en un conflicto, lo cual impedía hablar de los intereses de un sector gubernamental vinculado a determinadas potencias europeas por lazos ideológicos. La neutralidad española solo había sido alentada por Gran Bretaña, según lo reconocían autores de este mismo país, porque «Es consubstancial con la política internacional británica […] el evitar que España llegue a ser una nación fuerte y dueña de sus destinos». Lo cual llevaba a que tanto «Albión» como Francia estuvieran interesadas en «prolongar indefinidamente nuestra posición incierta, vacilante y timorata y para ello tienden a lograr una neutralidad que, en la medida que beneficia sus intereses, representa un seguro perpetuar nuestra situación débil y manejable».[890] La cuestión se planteaba desde una posición ideológica, ciertamente, que era la de la superación del carácter marginal de España, pero se desvinculaba de un interés de partido para plantearlo en un análisis geopolítico que considerara los intereses de la nación.

Esta posición se mantenía, con todo, en el libro en el que José María Cordero Torres recogía los informes redactados por la Sociedad de Estudios Internacionales y Coloniales entre julio de 1934 y junio de 1936, que pudo ser editado en 1942 con la eliminación de los documentos que podían ser comprometedores y omitiendo otros que, como el referente a Tánger, «han resultado afortunadamente inútiles».[891] La publicación podía indicar los factores de continuidad existentes entre las reivindicaciones de la derecha radical e incluso el fascismo español —Ledesma Ramos había sido uno de los autores de los programas— y lo que se planteaba a la altura de un año que estaba a punto de presenciar el viraje de la política exterior española. De hecho, se trataba de una mezcla de referencias muy concretas a la intervención de España en zonas en las que su presencia podía ser beneficiosa y justificada —desde Hispanoamérica hasta Extremo Oriente— con un decálogo de lo que se consideraba la actitud política que debía mantener las orientaciones concretas. Tal decálogo incluía el reconocimiento de una «misión universal que cumplir», que precisaba de la superación de la política sistemática de renuncias vividas en los últimos siglos. La orientación fundamental se basaba en los principios de la Hispanidad y, para poder realizarlos, había de fundarse en «la mayor pujanza de España en el mundo y al progreso moral y material de los españoles y los pueblos tutelados por España». Los españoles debían recibir desde la escuela una formación sobre esta misión universal y comprometerse con ella, incluyendo un cuerpo diplomático que debía ser seleccionado atendiendo a tales principios.[892] ¿Cuál era esta misión universal? Aportar los valores hispánicos a la civilización, defendiendo un «espacio vital» [sic] de España constituido por la zona noroccidental africana hasta el África ecuatorial, donde debía asegurarse la protección de los intereses de los españoles incluso en territorios en manos de otros países. Por otro lado, debía tenderse al reforzamiento de la relación con Hispanoamérica, con medidas como la ciudadanía plural, intercambios culturales docentes, equiparación de títulos, unificación de estructuras jurídicas, así como la solidaridad con cualquier país que fuera defraudado o atacado por terceros, algo que incluía la lucha por la «liberación total» de Puerto Rico y Filipinas. La posición de principio, destinada a resguardar los derechos del «espacio vital» español, exigía la denuncia del sistema de relaciones internacionales derivadas de los Tratados de Westfalia, Utrecht y París, saliendo al paso de los agravios y expoliaciones sufridos bajo la vigencia de este sistema. Del mismo modo, definía las condiciones concretas de una colonización «moderna» en Guinea, mientras sostenía el respeto a Marruecos como territorio cuya unidad debía sostenerse bajo el Protectorado, evitando cualquier tentación asimiladora. La protección de las misiones católicas en Oriente se contemplaba también como parte de las obligaciones del Estado en las tareas universales a realizar por España.

En ambos casos, se trataba de situar la geopolítica como respetable ciencia sin la que era imposible reconocerse en la historia y proporcionar las adecuadas bases de realismo y fidelidad a las posibilidades del Estado contemporáneo. Fue esta tarea del historiador catalán Jaume Vicens Vives, que en 1940 publicaba España. Geopolítica del Estado y del Imperio en el que definía las relaciones entre un pueblo y su territorio de influencia como «espacio vital», que ni quisiera excluía el concepto de raza y las referencias a los autores alemanes más doctos en la materia, incluyendo al propio Hitler. El texto, que resaltaba la necesidad de un realismo político que se basara en el conocimiento de los condicionantes —pero no determinaciones— de la geografía, deseaba convertir la nueva disciplina en instrumento insustituible para cumplir fines que no deseaban mecerse en una neutralidad académica, como bien lo señalaba el último capítulo, «Panhispanismo»:

En la reorganización profunda de los cuadros orgánicos universales resurge del pasado la idea de Imperio como única concepción capaz de equilibrar las dos corrientes antagónicas heredadas del siglo XIX: universalismo y nacionalismo. Imperio en el sentido clásico y mediterráneo, en que predomina el espíritu y no la economía, en que la unidad se logra a través de afinidades morales y no por la opresión material. Imperio que es o no es territorial, pero que siempre recoge las tendencias geográficas que han cristalizado en mil hechos históricos.[893]

Las afirmaciones de un historiador como Vicens podían subrayar la amplitud del prestigio del tema del Imperio y su vinculación con un ambiente propicio de la época, pero también con una irrevocable simpatía por las posiciones que debían conducir a un reencuentro de la política española con sus propias posibilidades en el marco internacional. Se establecía la coherencia entre las diversas etapas de desarrollo político español y unas condiciones geopolíticas que debían ser tenidas en cuenta ahora como una disciplina indispensable en la tarea de los Estados. El pasado imperial era necesaria constatación, además de impulso legitimador en lo religioso y cultural, para un extenso punto de vista que deseaba situarlo en una tarea de futuro que no excluía en ningún caso la expansión territorial, sino que se negaba a limitarla a este aspecto para denunciarla, en todo caso, cuando se produjo el gran viraje del cambio de rumbo de la segunda guerra mundial.

* * *

El ampliamente comentado Reivindicaciones de España, obra de José María de Areilza y de Fernando María Castiella, que firmaban la autoría, respectivamente, como miembro de la Junta Política del partido y como catedrático de Derecho Internacional, resultó una pieza clave en la definición de las posiciones del régimen a comienzos de 1941, siendo publicado por el flamante Instituto de Estudios Políticos y teniendo a su comienzo un prólogo de su director, Alfonso García Valdecasas, que sería publicado como artículo en el primer número de la revista publicada por la institución. El texto de Areilza y Castiella planteaba una feroz crítica a la generación del 98 y la de Ortega, planteando que habían considerado las pretensiones imperiales como una «equivocación lamentable»[894] y pasando a reivindicar la posición de Ramiro Ledesma al definir las condiciones en las que Francia y Gran Bretaña habían llevado a la frustración de las expectativas imperiales españolas y a su mantenimiento como gran potencia. Derrota, no decadencia, recordaban los autores en una indicación que no dejaría de plantearse como base de la reivindicación imperial de toda la década, desembocando en los textos de historiadores profesionales como Vicente Palacio Atard. Junto a Ramiro Ledesma, la posición antifrancesa de Giménez Caballero y su Genio de España: dos autores que no habían de ser frecuentados en las etapas posteriores. Aunque pasaban a relacionarse, naturalmente, con la posición mantenida por Vázquez de Mella, señalando que entre Ledesma y el autor tradicionalista no existía discrepancia alguna en este punto, lo cual venía a mostrar un acto crucial del Nuevo Estado, según los autores: la integración del tradicionalismo y el nacionalsindicalismo. Algo que no se refería solo a las cuestiones exteriores, sino a la identificación de la idea de España en las reflexiones de José Antonio, Ruiz de Alda y de Maeztu, todos ellos bebiendo de la savia de Menéndez Pelayo. A lo que se sumaban sus simpatías por una doctrina que incluía el fascismo expansionista de Mussolini, cuya acción en Etiopía había sido defendida por estos precursores, del mismo modo que Maeztu había mostrado su admiración por el Führer de la nación alemana. Esta actitud era la que había rescatado el triunfo en España del Nuevo Estado, la que había permitido olvidar aquel tiempo en que, como señalaba el título del segundo capítulo del libro, «nos faltaba voluntad de Imperio». En su repaso a las humillantes pérdidas territoriales sufridas por España, los autores insistían en que no se trataba de reivindicaciones realizadas por móviles fundamentalmente económicos ni que hubieran de fundamentarse en una potencia militar y técnica mayor: habían de partir del triunfo de una nueva idea en España, que coincidiera con el solitario grito de Ganivet —el único de los pensadores del 98 unánimemente reivindicado por los vencedores en la guerra civil—. Tal grito a favor de la expansión africana tenía que rectificarse indicando que el texto no era un libro africanista, sino una obra en la que se defendía «la necesidad de una política exterior para la Patria. Y África, si bien es una de las bases indiscutibles de aquella, ni es la única ni acaso la más importante».[895] No lo era tampoco para García Morente, que insistía en la necesidad de volver los ojos hacia Hispanoamérica para que lo esencial del ser español, el catolicismo, volviera a vincular a los habitantes de ambos hemisferios en torno al ideal del caballero cristiano.[896] Y no lo era para Alfonso García Valdecasas que, en lo que debería convertirse en prólogo del libro de Areilza y Castiella, había colocado un sello especial al primer número de la Revista de Estudios Políticos, ya que esta primera entrega había de contener también un artículo de Carl Schmitt que adquiría su plena significación en el contexto de los comienzos de 1941.

Para García Valdecasas, se trataba de devolver a España una voluntad política que solo podía expresarse en la acción del pueblo unificado en una tarea universal. Los grandes espacios habían acabado con las doctrinas de un equilibrio europeo que solo habían beneficiado, en distinta proporción, a Gran Bretaña y a Francia, hasta el punto de que podía señalarse que el carácter de enfrentamiento entre el Imperio británico y Europa que tenía la guerra antes de que se produjera el ataque a la Unión Soviética. Un nuevo escenario que desbordaba las escalas con que se había venido operando —los Estados nacionales clásicos— y que exigía rectificar una actitud española en la que había fallado la intelectualidad, poco dispuesta a creer en el destino imperial de su patria. A diferencia de Areilza y Castiella, García Valdecasas salvaba la actitud crítica del 98, aunque considerando la esterilidad en que había concluido su grito, fecundado solamente por sus herederos, fundadores del movimiento fascista español, que unieron a tal actitud crítica la fe en el destino de España y la voluntad de su resurgimiento. Y, naturalmente, colocando a Ganivet en una genealogía de la que pronto sería descabalgado por la propia desidia del régimen. La guerra iba a acabar en un nuevo escenario en el que solo tendrían cabida quienes lo hubieran merecido, quienes se hubieran ganado un lugar en función de su actitud ante la gravedad de las circunstancias. Si ello no era una invitación directa a la participación en la guerra, no dejaba de ser una petición de una actitud en la que España se manifestara presente en un conflicto cuyo horizonte obvio era el de la universalización a muy corto plazo.[897] Solo unas páginas más adelante, Carl Schmitt planteaba la caducidad del concepto de relaciones internacionales basadas en los derechos de los Estados y de una posible eliminación de estos a favor de la disolución universalista de la especificidad de sus intereses y organización interna. Para Schmitt, el concepto que podía sustituir al de Estado y al de Pueblo, que había sido sugerido por teóricos como Norbert Gürke, era el de Imperio, creado gracias a la actitud comunitaria y no universalista del nacionalsocialismo. Importaban ahora solo los grandes espacios que exigían una definición que no se refiriera solamente a la amplitud territorial considerada, sino a un cambio cualitativo en la política, superadora de los imperios liberales del siglo XIX. La antigua Europa Central débil e impotente frente a la teoría del equilibrio de poder británica, había sido sustituida por otra fuerte, capaz de expandir la idea del «respeto debido a todo pueblo por su manera de ser y su origen —la sangre y el suelo— y capaz de rechazar las intervenciones de potenciales no nacionales y extrañas a su ámbito espacial».[898] La vinculación de un concepto de primacía de la política exterior que se erigiera en el momento de crisis de los Estados y creación de los Imperios, se encontraba en la tesis defendida por Francisco Javier Conde, que anticiparía precisamente esta parte de su Introducción al Derecho Político actual en su artículo «El Estado totalitario como forma de organización de las grandes potencias». Lo fundamental era establecer la congruencia entre la crisis del Estado liberal y las reflexiones realizadas ya por Schmitt en un nuevo concepto de la política relacionado con la movilización y la guerra totales. Aun cuando, como veíamos al principio de este apartado, Conde había de proclamar la primacía del pensamiento español católico como solución a las condiciones en que se encontraba la crisis del Estado, defendía precisamente la plena correspondencia entre la fase de enfrentamiento entre Imperios —o grandes potencias— y el Estado totalitario, conceptos que se «pertenecían» mutuamente:

El Estado totalitario es, a nuestro juicio, el modo de organización de la gran potencia en su plenitud, por cuanto despliega hasta el límite máximo las posibilidades implícitas en el concepto de gran potencia. Y como quiera que la posibilidad límite es la guerra total, el Estado totalitario es el modo de organización que hace a la gran potencia capaz de mantenerse contra todos los demás, apretada en sí misma, instrumento que hace posible la guerra total. Es, por consiguiente, el modo de organización propio del Estado moderno en su fase, cualitativamente diferenciada, de gran potencia.[899]

En un comentario previo a la salida inminente de dos libros de Schmitt, publicado en la misma revista, Conde planteaba la necesidad de permitir que la mirada sobre las fórmulas del pensamiento neoescolástico español se contemplaran a la luz de su necesaria actualidad, y concluía indicando la necesidad de crear o recuperar una idea similar a la de Reich si de deseaba contar en el futuro concierto de las naciones.[900] Una actitud que volvía a reiterar Legaz Lacambra, en sus alusiones a la «vocación de Imperio» de que disfrutaba España, íntimamente vinculadas a la forma histórica que había tomado en el siglo XVI, que incluía una garantía de los derechos de la persona frente al Estado propia del catolicismo.[901]

Las referencias al Imperio aparecían, de este modo, vinculadas a una constelación de intereses políticos que incluían focos de atención distintos en el seno de cada corriente del partido y del régimen. Ha podido contemplarse en su idea más tradicional de una revalorización del Derecho Internacional aplicado a las condiciones concretas de la nueva España, al esfuerzo por recuperar una voluntad de política exterior, a una reivindicación del derecho prioritario a establecer un marco hispánico con América, a las viejas reivindicaciones africanas o, en un tono mucho más polémico que es el habitualmente resaltado, a la manera en que tales factores podían depender de la integración del país en las nuevas circunstancias políticas. Algo, que como se ha visto en las reflexiones de Conde, iba mucho más allá del tema del interventismo de algunos sectores falangistas. Podía aparecer en el fondo de los llamamientos de quien es presentado habitualmente como un monárquico reticente ante el falangismo, como el ministro de Educación Nacional Ibáñez Martín, quien se dirigía al VI Consejo Extraordinario del SEU en 1940. En el acto, necesariamente alimentado con la retórica propia de la ortodoxia joseantoniana, el ministro arengaba a los jóvenes señalándoles el nuevo sentido del nacionalismo español. Tal sentido suponía la nueva función de Falange como inspiración del Estado y destrucción de la burocracia que lo anquilosaba, carente de ambiciones españolas. Implicaba, también, que la eficacia y la novedad pudieran ir en busca de la «plenitud y pureza del Imperio español», como se había hecho con la sublevación de julio de 1936. Y debía mantenerse haciendo que las tareas de nuestra Falange permanecieran atentas a los rumbos de un destino imperial señalado ahora por Franco.[902]

* * *

La idea de Imperio debe asociarse a una continuidad del esfuerzo realizado por los intelectuales del Movimiento Nacional para edificar un concepto de nación, del que derivaba —o que era anterior— el concepto de Imperio. Así, José Solas, en su genealogía del pensamiento de un 18 de Julio cuyos heraldos habían sido los escritores de la Contrarrevolución, reiteraba las palabras de Donoso Cortés defendiendo la expansión territorial española en el norte de África: «Nuestra política consiste en extender por allí nuestra dominación:» —había señalado Donoso— «esa ha sido la política histórica de España; esa ha sido la política nacional; esa ha sido la política abonada por la tradición».[903] Solas distinguía, como era habitual en aquel momento, entre el pseudoimperialismo capitalista liberal y el que había impuesto y deseaba volver a imponer España, como misión de un pueblo elegido por Dios para establecer un orden natural. Los pueblos imperiales solamente vivían realizando el Imperio y realizando su destino. Un Imperio que debía tener los rasgos de dominación en el espacio y en el tiempo, siendo el camino que mejor conducía a Dios a las naciones elegidas para esa tarea civilizadora. Sin esa realización, la nación quedaba como idea sin cumplir, y no había nación española sin un Imperio cristianizador, capaz de elevar la condición de los pueblos inferiores y de enfrentarse a las desviaciones en que había de caer Europa. El Imperio era un don del cielo ofrecido a España, que le daba una mística nacional. Sin él, la comunidad dejaba de ser aquella unidad de destino por la que se había combatido. Valdés Larrañaga defendía esa idea de prolongación de la nación en el Imperio de un modo menos tajante: «La aptitud de Imperio es la de los pueblos diversos que se unen por largo tiempo, aceptando voluntariamente una misma disciplina y un mismo pensamiento, ordenados ambos al cumplimiento de un destino histórico en lo universal».[904] El Imperio no era condición necesaria de la realización histórica de la nación, pero implicaba asumir una tarea obligada, ajena a cualquier tentación nacionalista y respetuosa a las condiciones de cada pueblo, en un momento en que España podía dejar su impronta en una nueva unión orgánica de Europa. Esa Europa que podía sentirse admirada por el «mito de España» al que se había referido Yela Urrutia, como ya hemos visto, y al que, con otras palabras, se refería Eloy Montero, señalando el despliegue de las ideas imperiales en el continente y las aspiraciones de expansión territorial en África y voluntad de imperio espiritual en América.[905]

Luis del Valle, bien conocido por sus abiertas simpatías por las experiencias fascistas europeas, llamaba a un imperialismo que derivaba automáticamente de un nuevo concepto de Estado nacionalista, entendiéndolo como «alta misión coordinadora y solidaria; como certera dirección espiritual; como fuerte campeón en toda lucha contra el materialismo histórico; […] por la victoria universal del verdadero espiritualismo».[906] La construcción teórica del autor de obras claramente inclinadas a la defensa del nuevo orden político podía situarse, de este modo, en una defensa del Imperio que no se presentaba sustancialmente como aspiración territorial o que, en todo caso, no se distinguía por ello de lo que pudieran decir otros sectores. «El patriotismo español rezuma hoy por todos sus poros imperialismo. Su grito de guerra es imperio» escribía en 1938 el jesuita Joaquín Azpiazu.[907] El rechazo de todos los autores al imperialismo de la fuerza no podía conformarse con una defensa del «ridículo pacifismo socialista […] hueco y palabrero».[908] Se trataba de llamar al Imperio de la inteligencia, aunque era mejor evitar la ingenuidad de creer que con ella bastaba, siendo preciso el uso de la fuerza cuando esta tiene un objetivo de justicia. El patriotismo llevaba necesariamente a un imperio entendido ya no como «vano sueño quijotesco de quimeras irrealizables en el día de hoy, sino de dominio y de excelencia factible y duradera».[909] Un imperialismo maduro era el que se basaba en lo posible, y un Imperio elevado era el que se comunicaba a través de la cultura. El católico verdadero debía aspirar a ese imperialismo de paz, de religiosidad, de esfuerzo ofrecido por la patria a Dios. Era el que podía solicitar Beneyto: el de una España que fuera admirada de nuevo, que devolviera el orgullo de ser español, que podía salir de aquella pobre realidad anterior a la guerra civil y estaba en condiciones de aprovechar sus circunstancias geográficas propicias para elevarse a ser una potencia, situada en un punto neurálgico del mundo. «Más que nación es campo de batalla, como Prusia. Y por eso era destino inescrutable el de vencer con las armas lo que en otros países se venció por las papeletas».[910] Eduardo Aunós, al que no podemos considerar precisamente un defensor de las posiciones falangistas, consideró adecuado recuperar un viejo texto escrito durante la Gran Guerra y darlo de nuevo a la imprenta en dos ocasiones —lo que no es exclusivo del personaje, pero sí bastante acentuado en su explosiva productividad—. La primera de ellas fue en su libro Epistolario publicado en 1941 —con prólogo en un mes tan conflictivo como el de mayo— y la segunda al año siguiente, como Cartas al Príncipe. Expresaba Aunós, y sabiendo cuándo volvía a decirlo, la legítima territorial para cualquier país que deseara consolidar su propia soberanía: «el imperialismo será siempre símbolo de poder […]. El imperialismo es sinónimo de poder en amplios espacios […]. Su superioridad entraña un beneficio para los pueblos bárbaros y las razas incultas».[911]

Mientras en las filas tradicionalistas podía expresarse una aceptación de la expansión territorial, en las filas del falangismo iría abriéndose paso la primacía de un imperio cultura y moral, que fue perdiendo su condición de alternativa reaccionaria al Imperio que había distinguido al falangismo como propuesta de intervención política y militar. Un jerarca y camisa vieja tan destacado como José Antonio Girón, en una fecha en la que las posibles aspiraciones de intervención internacional española estaban descartadas, planteaba que el Imperio era «la plenitud de la fuerza espiritual de la Patria […]. No se trata de ambiciosas conquistas territoriales […]. Se trata de crear en los españoles, de despertar mejor, la conciencia de nuestra propia valía como presencia en el mundo». En aquel diciembre de 1942, el joven ministro definía lo que era el proyecto de la Falange desde su fundación, haciendo que el Imperio se derivara de un principio de unidad nacional y de grandeza de la patria, exigiendo el «respeto para nuestra voz en el concierto de los pueblos […]. Crear en cada hombre la seguridad de que en la Historia no somos comparsas, sino protagonistas». La defensa de esa fuerza espiritual no debía tomarse como «ornato o un sentimentalismo que no cuenta como eficacia real. Por el contrario, si hemos de hacer una Patria fuerte, tenemos que comenzar robusteciendo su conciencia y su voluntad de Imperio». En los momentos difíciles que parecían plantear las cosas en esos plazos finales de 1942, debía basarse en una idea que se atuviera a la «unidad de fe, de cultura, de civilización y de destino. Imperio que no se puede robar como el comercial, que no se puede aniquilar como el de las armas».[912]

PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE EL ESTADO NACIONAL SINDICALISTA. LA CUESTIÓN DEL TOTALITARISMO

El proceso de desnacionalización había llevado a un Nuevo Estado construido ya durante la guerra civil, y establecido como un acto de soberanía basado en unas condiciones de excepción. La teorización de un Estado nacional, totalitario, católico y revolucionario se encontraba con el camino preparado por una guerra que hacía que tales reflexiones fueran más el resultado de la conquista del poder en el proceso bélico que de una tarea de propaganda y convencimiento lanzado desde las cátedras en las que se formulaban los nuevos principios. Más claro queda el asunto cuando consideramos que algunas de las personas que más destacaron en ello —como Legaz, Lojendio o Ruiz Castillo— estaban lejos de ser militantes fascistas que propugnaran el totalitarismo en los tiempos anteriores a la guerra civil, por no hablar de quienes, como Francisco Javier Conde, José Antonio Maravall o Díez del Corral eran jóvenes a los que la guerra encontró en pleno proceso de formación intelectual. Lo que sí conviene resaltar es el grado de continuidad de una elite académica como resultado del proceso de fascistización de la etapa republicana, asumiendo la posibilidad de lo que hasta entonces había sido una utopía: establecer un Estado que se adaptara a la crítica a las instituciones liberales parlamentarias según las lecturas más reaccionarias de la doctrina católica. Este elemento de continuidad, de aglutinación de diversas procedencias en una misma propuesta de Estado, implicaba que tal proyecto fuera planteado con la diversidad que los ensayistas españoles no dejaron en ningún momento de comparar con la que se daba en los esfuerzos de reflexión realizados por sus colegas en Italia o en Alemania. Los textos más importantes y de mayor perspicacia se basan no solo en la constatación de una referencia internacional en lo que atañía a una nueva formulación política, sino, básicamente, en lo que aludía a las condiciones de diversidad en que se hallaba tal reflexión, en especial porque se trataba de una fase de tanteo, en la que las nuevas afirmaciones, puestas de acuerdo en la destrucción del Estado liberal, habían de ir afinando la alternativa que proponían, para que cumplieran el principal propósito de todas ellas: destruir un formalismo positivista o neokantiano vacío, y establecer la superación de la dualidad entre Estado y sociedad planteando la creación de un Estado nacional.

Este aspecto resulta importante, sobre todo, al considerar la existencia de un proceso intelectual que llevará a atenuar, desde muy pronto, una simple identificación con las experiencias totalitarias y con el pensamiento jurídico que las teoriza en Alemania o Italia, para pasar a una formulación que ve en la construcción del Estado tradicional católico español la solución peculiar ofrecida por la revolución nacional. Un deslizamiento que no puede encararse como simple oportunismo de circunstancias, aun cuando en principio pueda afirmarse, como resultado del carácter fascista de la convergencia política realizada, que ese Estado tradicional católico no es más que la forma española de totalitarismo. Leyendo con atención los textos de quienes se habían formado inicialmente en el catolicismo y no habían dejado nunca de proclamar ese aspecto específico del fascismo español, puede afirmarse que su pensamiento siempre mantuvo, como fuentes imprescindibles del orden jurídico, a autores en los que se contemplaba una superación del apriorismo kantiano, como ocurrió con la manera en que Legaz entendía el concepto del «derecho puro» en Kelsen, o la atención prestada a los influyentes institucionalistas Hauriou o a Rénard, territorios que, junto el personalismo, el existencialismo o el derecho natural católico, eran aquellos a los que se había contemplado en el rechazo del Estado liberal antes de encontrar en el fascismo un puerto de seguridad.[913] El catolicismo aparecía así como un elemento que vinculaba a todos en una esfera conflictiva, que permitía distinguir a quienes consideraban la impregnación del régimen por la doctrina católica, o el carácter suficiente y completo de la tradición española. Tales diferencias pueden aparecer en episodios concretos del debate sobre «cuestiones de competencia en puntos procesales y adjetivos», como señalaría Legaz, que podían encontrar espacios de conflicto en los límites de zonas de socialización al servicio de la Iglesia e intervención directa del Estado.[914] Pueden, si deseamos considerarlo así, referirse a las diferencias entre un Estado fascista y un régimen tradicionalista, pero tal distinción no aparece en los ensayos en los que más se profundiza en esta cuestión y por parte de aquellos intelectuales que debían hacerlo con más motivo, siendo bien distintas sus procedencias y mayoritariamente vinculadas a lo que se pudiera plantear en los medios católicos radicales antes de 1936. La competencia debe ser sustituida por la simple diversidad de visión, en circunstancias en que ni siquiera experiencias más maduras, como la alemana o la italiana, habían mostrado su plena capacidad de satisfacer todas las opiniones en el seno del nacionalsocialismo o del fascismo. Examinaremos algunos de los trabajos que empezaron a hacerse en este periodo, antes de que se llevara adelante el mayor impulso para definir la singularidad del proyecto político español. Podrá observarse que, salvo en algunas reflexiones de más vuelo hechas por Legaz, Valle o Conde, en todas ellas primaban aún los aspectos tentativos, provisionales y, sobre todo, borrosos de una definición en la que se identificaba el Estado autoritario con el totalitarismo o la simple superación del Estado liberal con una tendencia hacia ese objetivo, planteando siempre que el totalitarismo debía entenderse como superación de la escisión insufrible entre Estado y sociedad, y como plena coherencia entre comunidad orgánica jerarquizada y la institucionalización política de la autoridad o jefatura.

Ruiz del Castillo, Lojendio, Beneyto y Azpiazu

Para Ruiz del Castillo, la severa denuncia del liberalismo y del individualismo sostenía un concepto de comunidad nacional cuyo eje era la unidad. El drama de la modernidad había sido la fragmentación espiritual y la pérdida de los fines morales del Estado, así como la pérdida de la representación del conjunto de la sociedad, sustituida por un sistema de presencia de intereses antagónicos en instancias que nunca podían ser consideradas nacionales. Por ello, Ruiz del Castillo elogiaba, en un «fascismo» puesto entre comillas, la capacidad de haber reunido el rechazo contra una forma de Estado falsificada y anacrónica, que creaba tanta preocupación en quienes comprendían que la nueva corriente tenía la audacia suficiente para destruir el viejo orden. El fascismo venía a sustituir la acción demagógica de la movilización de las masas por un sistema de integración, en el que aparecía una Razón vital exaltadora de la jerarquía con el mismo derecho con el que antes se había exaltado la igualdad. Y, en el punto más alto de esa jerarquía, debía encontrarse un Caudillo que pudiera hacer comprensible el trayecto de construcción nacional a las masas. Ni el Estado liberal, por inhibición, ni el Estado democrático, por superposición, correspondían a la nueva época. «Hay que construir un nuevo Estado compenetrado con la vida, expresando los valores conjuntos e indivisibles de ella, realizándose con la fuerza y el espíritu de la comunidad».[915] El Pueblo ya no podía separarse del Estado, como lo mostraban las constantes movilizaciones encauzadas por el fascismo y el sistema plebiscitario con el que Hitler averiguaba la voluntad de sus compatriotas. «Todo Estado es totalidad. O no es Estado. […] El Estado no se apoya en lo que divide a los hombres, sino en lo que los une».[916]

«Unidad de mando, interés común (servicio) y comunidad nacional» era lo que, según uno de los más importantes textos de la época, El Nuevo Estado español, señalaba como característica propia en un momento de crisis definitiva del Estado liberal.[917] Para Beneyto, sin embargo, el régimen solo se afirmaba en España a partir de la instauración del Gobierno, siendo el Estado nacionalsindicalista «en tanto se adecua al modo de ser que caracteriza a la Falange, cuyos postulados han sido subrayados por el Caudillo mismo como guía a seguir».[918] La exigencia de una fórmula constitucional resultaba discutida y discutible: de hecho, un Estado como el surgido del Movimiento se desarrollaba sobre una lógica de lealtad a los principios y de necesidad de afrontar problemas concretos sobre la base de algunas normas constitucionales que ya se habían dado, tanto en lo que se refería a la institucionalización del régimen —Jefatura del Estado, Consejo Nacional, Jefatura del Gobierno— como en los principios a desarrollar —Partido Único con sus puntos programáticos, Fuero del Trabajo—. El sistema de participación de los ciudadanos en la política partía de aquello que coincidía con las entidades naturales de socialización: familia, municipio y sindicato, algo que podía separar la realidad del régimen español de otros modelos europeos. El propio Beneyto habría de reiterar tales posiciones en un tono que ya no era el de la inserción del «caso español» en el marco de una corriente general de la época. En su Genio y figura del Movimiento Nacional, publicado al año siguiente, las referencias a la comunidad de productores y al compromiso católico de España precedían a la doctrina en la que se sustentaba cualquier definición del Nuevo Estado: la unidad. El Alzamiento no solo había sido unánime, sino unívoco, disciplinado por el trance de la guerra y por la fusión de los objetivos de las masas sublevadas. Los instrumentos de los que se dotaba el Estado poco tenían que ver con la política, siempre entendida como fragmentación: solo se comprendía como milicia, como comunidad sindical, como obediencia al caudillaje, como selección de las jerarquías que pasaban a representar lo que era realmente la nación. La revolución precisaba de un Estado y unas fuentes de Derecho, pero estas debían abandonar cualquier ilusión universalista y huir de cualquier restauración de fórmulas disgregadoras de la unidad nacional: «no hay más que una fuente del Derecho: la comunidad popular, el pueblo hecho unidad y jerarquía, la sangre y la tierra, y un solo legislador: el Caudillo, cabeza y raíz de la Patria».[919]

Se trataba de lo que Lojendio llamaba las «nupcias» que superaban el dualismo Estado-Nación conservando ámbitos diferentes de existencia.[920] La referencia a la democracia orgánica que ya se realizará por parte de algunos de los teóricos del régimen, frente a quienes niegan el uso mismo de la palabra «democracia», tenía ese significado de abandono de la política formalista y de entrada en un círculo de relaciones comprendido como el de la vitalidad comunitaria, del servicio frente al derecho, de la solidaridad frente al interés. La jerarquía frente al igualitarismo no se presentaba como desigualdad, sino como equivalencia en un marco de entrega de cada individuo a una función determinada por su capacidad en una colectividad de la que se excluían los elementos de antagonismo, incomprensibles para quienes consideraban que la nación se definía, precisamente, por la ausencia de factores de contradicción y por la aceptación unánime de una Idea y una Voluntad de destino en torno a las cuales podían darse las naturales discrepancias referidas a temas concretos, pero nunca a la concepción general de la sociedad y del Estado. Ignacio María de Lojendio también planteaba la legitimidad del Estado salido de la guerra civil como resultado específico español de un fenómeno universal: la crisis de los sistemas liberales, agravada en el caso de España por las condiciones especialmente agresivas de la II República en sus objetivos desnacionalizadores. Se había contemplado «la lucha estéril de partidos que multiplicaban con el egoísmo de sus pretensiones la intestina discordia de la Nación. Y, lo que es más grave, ha llegado a verse herida y en peligro la integridad de la Patria».[921] Los principios de la revolución nacional que había respondido a esta situación se basaban en la integración del hombre en la comunidad, en la obediencia de los individuos a las leyes de la naturaleza, del espíritu y, sobre todo, de la voluntad de Dios. Por ello, el Nuevo Estado se basaba en la reivindicación de un «optimismo humanista que lleva el sello de la dinámica cristiana»,[922] basado en la defensa de la libertad católica defendida como libre albedrío por los viejos horizontes ideológicos del Imperio. Era la propia tradición, sentida con vehemencia por el pueblo, la que permitía que España se encontrara en una posición privilegiada para salir de la crisis en que se hallaba la civilización europea. La libertad política solo podía entenderse dentro del Estado, concebido por la tradición cristiana —San Agustín, Santo Tomás, Fray Luis de León— como una comunidad natural perfecta. El fascismo había llevado en Italia al mismo camino que podía observarse en España: la plenitud histórica encarnada en el Imperio y en una tradición hecha presente. Reconociendo una concentración de poderes inicial que había resultado satisfactoria, el catedrático de Sevilla destacaba también los riesgos de desprestigio de la autoridad demasiado cargada de protagonismo, a lo que se añadía la necesidad de fijar un tipo concreto de representación que huyera del sistema de partidos: «Confundir una representación orgánica justa, de este tipo, con los pluralismos desintegrantes del Estado sería un error tan descomunal que ni siquiera tenemos necesidad de prevenirlo».[923]

La llegada de una Nueva Edad Media, proclamada con notable éxito por el pensador cristiano Nicolás Berdaiev, era utilizada por Joaquín Azpiazu para hacer congruente el nuevo Estado con una crisis de civilización católica, iniciada en el renacimiento y entregada a la disolución en las estribaciones de la Gran Guerra. El jesuita dedicaba a esta reivindicación tan extravagante en la Europa de los años cuarenta la parte final de un libro, El Estado católico, cuya publicación rápida en 1939 parecía querer completar las reflexiones en torno a la sociedad orgánica y el corporativismo realizadas por este fecundo propagandista de las Encíclicas de León XIII y Pío XI durante los diez años anteriores a la guerra civil, para hacer de esta el triunfo de un régimen que se correspondiera a lo que había estado defendiendo en aquellas circunstancias, aunque con la jubilosa impunidad de poder expresar con mayor entusiasmo sus propuestas de un Estado entregado a la dirección moral de la Iglesia. Desde luego, no contra los fascistas —que habían hecho posible la instauración de un Estado confesional— sino contra aquella población cuyas libertades eran gravemente cercenadas en nombre de la Verdad. Azpiazu no se limitaba a señalar que existían Estados enfermos, derivados del poder de las masas en su constitución: «Nunca fue la autoridad patrimonio de las masas, porque repugna a su misma esencia. […] Ello contradice su naturaleza férrea y de armazón de la jerarquía. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo. No puede ser soberano».[924] No podría tolerarse ataque alguno a la religión, siendo lógico que la libertad debía sacrificarse a Dios, a sus representantes en la jerarquía eclesiástica o al bien común. Para Azpiazu, el Estado católico había de integrar las verdades de fe y las de naturaleza «mixta»: tenía que manifestarse confesional cuando la mayoría de los súbditos profesaban una misma fe. La unión significaba «coordinación de doctrina, unión en el pensamiento, inyección de moral cristiana en el funcionamiento estatal […]. Que el Estado gobierno con máximas cristianas, justamente, moralmente, religiosamente».[925] Sin embargo, Azpiazu caracterizaba al catolicismo y su concepto de Estado como el que partía de la defensa de la persona, siendo esta el origen de las instituciones que lo integraban y la finalidad de sus actos. El autor llegaba a referirse a un «Estado personalista» como situación intermedia entre el absolutismo y el liberalismo, a lo que añadía las declaraciones papales sobre aquel totalitarismo que era tolerable: es decir, el que no anulaba a la persona y el que mantenía la fortaleza de la autoridad. El Estado tradicional español era una buena muestra de lo que deseaba indicar el Pontífice en su distinción entre totalitarismo objetivo y subjetivo, todo ello en defensa de las instituciones que la Iglesia deseaba reservarse para, bajo el control último del Estado, desarrollar en la sociedad civil su actuación autónoma en busca del bien común.

Legaz, Valle y Conde

En su Introducción a la teoría del Estado Nacionalsindicalista, Luis Legaz reunía cuatro ensayos escritos antes, durante y después de la guerra civil, y no pretendía, según confesión del autor en el prólogo, dar la respuesta a la urgencia de constitución de un Estado, sino simplemente señalarla. Sin duda, Legaz iba a ir mucho más lejos que esta mera advertencia, como cabía esperar de la singular potencia de análisis que lo convertía en uno de los intelectuales cuya biografía puede ser la del propio proceso de fascistización de la derecha española más ilustrada: del catolicismo al nacionalsindicalismo fascista y, de este, a la adhesión a un Estado católico inspirado en el nacionalsindicalismo, pero alejado de la experiencia fascista por un factor que siempre estuvo en el centro de las preocupaciones de Legaz: la necesaria congruencia entre una propuesta política y las condiciones histórico-sociológicas en las que se planteaba.[926] Todos los trabajos partían de la crisis del Estado liberal de Derecho, que Legaz planteaba como inadecuado a una época caracterizada por la irrupción de las masas. A ello se refería un primer ensayo que, redactado en 1932 y publicado dos años más tarde, había querido ponerse en el inicio de la obra, porque el autor consideraba que las preguntas que se planteaba estaban vigentes, aun cuando no hubiera acertado a definir con precisión las cuestiones que el desarrollo histórico de España y del continente entero habían puesto en un nivel más avanzado. Es decir, un Legaz ya nacionalsindicalista, dedicado a proponer una reflexión acerca del Nuevo Estado que consideraba ausente del escenario político, contemplaba sus preguntas de joven estudioso de la Filosofía del Derecho —tenía veintiséis años cuando redactó el ensayo— como antecedentes que guardaban coherencia con su militancia política de 1940. Un factor nada despreciable en las referencias antes realizadas a los factores de continuidad en el seno de las elites académicas españolas, y que adquiere mayor vigor como asunción del propio autor, que convierte su proceso de maduración intelectual en un calco de lo que se está produciendo en el ámbito de la derecha antiliberal española.

«El Estado de Derecho» resultaba de imposible realización, superada la fase en la que había podido tener vigencia, para hallar frente a él al Estado totalitario. Caducado el Estado neutral, aparecía un Estado capaz de convocar con sus mitos a las masas —mitos que, en el caso español, coincidían con una verdad suprema de carácter católico—. El Estado totalitario poseía una «fe», religión histórica o religión civil basada en la creencia en la patria, en la raza o en la clase. Tales creencias situaban los intereses de la comunidad por encima de los individuales, y designaba un “enemigo”, en el que basaba la razón de su existencia. El nuevo Estado había de contar con la adhesión de masas organizadas que se habían impuesto a otras de signo contrario, con la ventaja de establecer en ellas una jerarquía que impedía una falsa nivelación y la pérdida de los valores individuales en un conjunto caótico. Los llamamientos a las posibilidades de España en este marco, referidos a una idea católica que había tenido su tiempo de realización en el pasado, dotando a un Estado concreto de un ideario con ambición totalitaria, señalaban el punto al que había llegado la reflexión de quien, por aquellos años, estaba preparando sus oposiciones a cátedra —ganadas en 1935 para la Universidad de La Laguna— y que mantenía una relación intelectual estrecha con el magisterio de personas que marcharían al exilio, como Recasens Siches, y con intelectuales europeos a los que había dedicado sus reflexiones iniciales, como Kelsen.

Para Legaz, interrogarse sobre un Estado nacionalsindicalista respondía a una premisa: saber que un liberalismo con el que no había simpatizado nunca se encontraba en condiciones de ser desafiado por una alternativa dotada de actualidad política y de coherencia con su tiempo. Veía la oportunidad y necesidad históricas de colocar la unidad perdida con la hegemonía del racionalismo en un punto privilegiado, que permitiera escapar tanto del formalismo jurídico vacío de contenido ético como de una sociología carente de normas. De acuerdo con su crítica al positivismo, ahora era posible rematar los trabajos con los que se había tratado de devolver al Derecho un sentido metafísico, abandonando las regiones del positivismo, pero también las de la autosuficiencia de lo jurídico que propugnaron las corrientes neokantianas. Tal cosa implicaba plantear un retorno a Hegel leído de forma adecuada —es decir, escogiendo aquella parte del filósofo alemán que pudiera interesar a un católico español del siglo XX—, porque solo en Hegel el Estado había dispuesto de calidad ontológica. En este marco, la función de España era la de demostrar la posible conjugación del totalitarismo con el respeto al hombre, al «portador de valores eternos», al portador de un alma «capaz de salvarse o condenarse», en frases joseantonianas con las que Legaz matizaba la afirmación de Ledesma acerca de su interés por el español, no por el ser humano. El «humanismo totalitario», como lo denominaba Legaz, iba a ser esa aportación que, hincada en una tradición católica, había de permitir la resolución de una contradicción solo aparente en las formulaciones del nuevo Estado.

España devolvía a la historia las condiciones de esa reconciliación entre el individuo y la comunidad, a través de un Estado ético. Lo hacía al margen de cualquier panteísmo estatal, descubriendo en la propia tradición cristiana tomista la autonomía del individuo frente a cualquier totalidad impersonal, y la realización última de la moral individual en el bien de la comunidad. Lo hacía distinguiendo a Hegel de Hobbes y encontrando en el primero la sublimación de la libertad en el Estado, el lugar de reconciliación del individuo con la Historia. Lo hacía, finalmente, rechazando las críticas del tradicionalismo a la primacía de la sociedad civil, porque el Estado no era la burocratización, sino la integración de la totalidad social a través de su labor de incorporación. Las críticas tradicionalistas que habían sido tan justamente realizadas contra el Estado liberal y en defensa de las entidades naturales sobre las que había existido la monarquía tradicional, no podían dirigirse con rigor contra la defensa de la supremacía del Estado por el nacionalsindicalismo, porque la revolución que este propugnaba había reivindicado como fundamento el concepto de nación como idea-fuerza de nuestro tiempo. En el caso de España, esta actitud iba asociada a una idea de nación que no era abstracta, sino que contemplaba el desarrollo histórico de una patria cuyo Estado había asumido valores trascendentes en otros tiempos, ofreciendo un sentido de anticipación y de diferencia, convirtiendo el catolicismo imperial en íntima verdad que, recobrada, volvía a asumir su necesidad de concreción histórica, heredera del catolicismo. Como señalaría Legaz en otro lugar, la defensa de una actualización de Hegel y, por tanto, de la identificación de la comunidad con el Estado, solo podía darse a través de la puerta que abría la llave del cristianismo.[927] Antes de que se iniciara la guerra civil, el catedrático de la universidad de Zaragoza Luis del Valle había publicado Hacia una nueva fase histórica del Estado, que volvió a editarse como folleto en 1937. Tan inclinado como Legaz a considerar la defensa del Estado totalitario un resultado de la propia tradición española revisada a la luz de la actualidad del fascismo, había afirmado entonces la superación del Estado por otro de nuevo tipo, caracterizado por defender «frente al pseudo-Estado claudicante, ante el pluralismo y la policracia, un Estado verdaderamente tal, un Estado soberano».[928]

Si, en 1938, la primera edición de Democracia y Jerarquía ampliaba tales conceptos refiriéndolos fundamentalmente al segundo de los señalados en el título,[929] en 1940, El Estado nacionalista, totalitario, autoritario ofrecería una visión más completa del concepto de Estado ético «constituido sobre la orgánica concepción de un Pueblo».[930] Lo distintivo del catedrático de Zaragoza era su insistencia en el carácter de «persona moral» de la nación, «dotada, como tal, de un Destino histórico»[931] y en la primacía del Estado sobre la sociedad. El pueblo no era algo distinto del Estado, sino «su plasmación temporal, para su plena actuación histórica». Los ciudadanos expresaban en su acción política una voluntad de Estado, y este pasaba a adquirir un rango de símbolo político, entendido no como mito o fantasía, sino como «expresión en altas formas de pensar y del sentir de nuevas realidades políticas que no pueden, de momento, ser captadas totalmente por la Ciencia».[932] Este aspecto emocional de las creencias políticas y de las referencias del poder como factor carismático, generador de adhesiones y representaciones distintas a la delegación liberal, constituía un punto de encuentro crucial con el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán. A ello se añadía la referencia a la teología política en la que del Valle coincidía con Legaz, señalando que el catolicismo había permitido la construcción de una fe vinculada a la política, caminando por cauces paralelos e interdependientes, y estableciendo una visión de lo político que se acercaba a lo religioso por su carácter dogmático, unitario, expresión de una fe exclusiva y de un ser nacional. De entre todos los Estados totalitarios, el autor señalaba la primacía del «Estado hispánico», caracterizado por poder plantearse las condiciones de la actualidad desde la propia tradición, en la que el genio español había sabido oponerse a las condiciones de construcción del Estado moderno. Las normas aprobadas por el régimen, que incluían las programáticas del Partido, mostraban una caracterización del Estado como emanación natural, reflejo espontáneo de un modo de ser, cuya función era el mantenimiento de la integridad de la nación. El Estado fuerte era garantía de la libertad de los ciudadanos, libres a través de la Nación. Estado fuerte era el que garantizaba la unidad en torno a un principio moral que le daba verdadera autoridad.[933] Como se ha visto, en el verano de 1942 Francisco Javier Conde había adelantado un fragmento de su Introducción al Derecho Político actual, que se publicaría en otoño, en una colaboración publicada por la revista Escorial. El fragmento seleccionado no era el resultado de un acto gratuito, sino de sacar a la luz, en un espacio de edición muy concreto —como lo fue el mismo libro— el aspecto en el que Conde había creído definir mejor la relación entre el concepto de Estado totalitario y la tradición política española de la época imperial y católica. Conde no había dejado de expresar una condición de creyente que deseaba serlo políticamente, en un sentido colectivo que diera razón trascendente al destino definidor de la nación española, pero también en un sentido de concentración de lo esencial de lo político en un momento de crisis, cuya resolución podía encontrarse en el pensamiento clásico español, en especial en uno de los elementos que no hemos dejado de ver repetirse aquí: la relación entre el individuo y el Estado. A la luz de esta consideración habrá de contemplarse su famosa contribución a la teoría del caudillaje, como a esa misma luz habrá de someterse su inteligente estudio sobre la peripecia de Don Quijote y Sancho en torno a la ínsula Barataria. Todos ellos, trabajos que fueron elaborándose en esta primera fase de afirmación del Nuevo Estado, antes de que pudiera rematar su reflexión con Representación política y régimen español, publicada en un año tan crucial como 1945 y que cerraba un ciclo de inserción cautelosa en las experiencias totalitarias y de reivindicación del Estado del 18 de Julio como opción distinta al fascismo, aun cuando se apreciara su voluntad de salir del embuste liberal en la crisis política que siguió a la Gran Guerra.

De esto último se trataba, a fin de cuentas, y el libro de Francisco Javier Conde era un notable esfuerzo, quizás el más exitoso de su tiempo, para establecer la coherencia entre lo que estaba sucediendo en España y lo que acontecía en el mundo, que no era más que la conciencia de una crisis referida no solo al Estado, sino a la política. La intención de Conde era situar a los lectores en el tiempo político en el que se encontraban. El momento no era otro que el de una fase en que la abundancia de la crítica parecía «consumir lo mejor del esfuerzo», cuando la existencia «apenas encuentra suelo sobre el que fundar su proyecto del instante siguiente» y en el que el propósito debía ser observar el desfile de las tendencias políticas contemporáneas «en pos del hilo que nos saque del actual laberinto; y hacerlo a la española».[934] El prólogo se escribía tras la publicación del artículo en Escorial y, por tanto, cuando «a la española» cobraba el pleno sentido del hallazgo en la doctrina neoescolástica de la base de una resolución de los conflictos del Estado moderno.[935]

La huida obsesiva del Estado liberal había creado un concepto impreciso. No se sabía muy bien qué caracterizaba al Estado totalitario. Ni siquiera estaba claro si era una forma de Estado o una forma de gobierno, y las referencias a un poder ilimitado, a la búsqueda de la autoridad o al Führerprinzip no establecían distinción entre los medios y los fines. Así, el concepto había acabado por convertirse en símbolo de una realidad dúctil, inaprensible, en la que se sabía contra qué se habían alzado los sistemas vigentes en Alemania o Italia, pero no en qué consistían desde un punto de vista de la ciencia política. La discusión solamente tenía sentido si se llegaba a señalar la existencia de una «realidad política configurada de tal manera que autorice a hablar del Estado nuevo».[936] Lo cual exigía dejar de lado buena parte de la polémica en torno a un nombre para ir en busca de las condiciones en que la totalidad había venido a sustituir a la fragmentación o particularismos propios del liberalismo. Tales circunstancias históricas se encontraban, como lo había señalado Schmitt, en la constitución de Estados soberanos y comunidades conscientes, que pugnaban por imponerse a sus adversarios en una guerra total. El Estado totalitario podía aparecer, así, como el punto específico de la organización de los Estados como grandes potencias, como su fase más desarrollada y coherente, siendo este el aspecto que Conde consideró importante desgajar del libro para publicarlo, en las precisas condiciones del verano de 1942, en la revista Escorial.

Ni los debates del corporativismo italiano ni los del nacionalsocialismo alemán habían proporcionado un concepto satisfactorio del Estado totalitario, aunque se reconocía el interés que para el caso español podía tener la centralidad de la idea de la Volksgemeinschaft o comunidad popular y del Estado del Führer, como toma de conciencia de la nación y constitución del mando único entregado en un acto de soberanía de la comunidad racial. Pero lo importante no era una forma concreta que permitiese esta o aquella organización, sino «ir a la raíz de una nueva realidad política aún no configurada».[937] En esa necesidad de encontrar el concepto de lo político, la crisis del Estado moderno solo había dado lugar a la imposibilidad de la coexistencia, estableciendo como única realidad la dialéctica de amigo-enemigo y la averiguación del propio ser a través de la modificación que en uno mismo provoca la lucha.[938] En un sentido existencial, esa pugna se expresaba por el hallazgo de una soledad cuyo único factor positivo era el despertar de un yo dormido, del mismo modo que el único elemento positivo de las tesis totalitarias parecían comprenderse en la averiguación de la propia esencia de la comunidad en una lucha contra el adversario. En un sentido cristiano, el derecho y lo político solo podía fundamentarse en una idea católica del destino, lugar que Dios había fijado para que el hombre y la comunidad realizaran sus posibilidades históricas. La guerra civil había sido necesaria para defender el cumplimiento de ese destino, frente a un enemigo esencial que lo amenazaba. Lo que añadía Conde podía mostrar, tras sus jaculatorias sobre la falta de coexistencia posible en el mundo moderno, cuál era la actitud de los vencedores en la guerra civil: «acaso en la existencia de amigos y enemigos estribe el dolor de la servidumbre, pero también la gloria y la grandeza del destino humano».[939]

García Valdecasas, Maravall y Díez del Corral

Por la importancia del personaje, primer director del Instituto de Estudios Políticos y único orador vivo del acto del Teatro de la Comedia del 29 de octubre de 1933, y por el carácter del lugar de su publicación, la Revista de Estudios Políticos, la aportación de García Valdecasas debe destacarse a pesar de su débil argumentación, que no resiste comparación con las actitudes más favorables a la definición totalitaria, como la de Legaz, o las que expresaban un tipo de totalitarismo español que pronto se presentaría como post-totalitario, como era el caso de Conde. Publicado en la primera entrega de 1942, el artículo de García Valdecasas[940] parecía ser heraldo de las actitudes de distanciamiento que habrían de extenderse profusamente desde aquel momento en la literatura oficial del régimen. Asumiendo, tras sus reproches a la imprecisión del término, que resultaba una analogía legítima establecer la relación entre la intervención del Estado en todos los asuntos de la sociedad y el carácter totalitario de un régimen —con lo que el totalitarismo no parecía ser alternativa al liberalismo, sino el resultado peculiar de un ensanchamiento general de las actividades sociales del Estado—, García Valdecasas planteaba algunos rasgos que parecían ser genéricos en los sistemas totalitarios y establecía las diferencias entre los regímenes italiano y alemán, concediendo solo al primero un verdadero carácter totalitario, con la asunción de ser autoorganización de la sociedad, integrando los más altos valores de la nación y siendo el elemento del que procedía la soberanía. En el caso alemán, en cambio, lo que existía era un Estado sometido al principio de comunidad popular en movimiento, orientada hacia un fin y organizada en torno a una forma de relación con el medio físico determinada por el concepto racial de nación. En ella, el partido no era un factor sometido al Estado, como en Italia, sino equiparado a él y sometido al dictamen de la única autoridad situada por encima de todo y encarnándolo todo: la ideología, el pueblo, las virtudes de la raza y el proyecto nacionalsocialista: el Führer. Cuestiones tan elementales servían para dedicar unos pocos párrafos a las condiciones singulares de España, que partían de la misma construcción del Estado moderno, ajeno a la consideración de verse como un fin en sí mismo y obligado por una teleología de carácter cristiano. Un Estado que no se situaba al margen del control del pueblo, sino que deseaba construirse sobre formas de representación orgánicas. El hecho de que el Estado hubiera sido definido como instrumento totalitario al servicio de la integridad de la patria por la norma programática de Falange y por el partido unificado no restaba un ápice al argumento, sino que subrayaba el sustantivo en perjuicio de una adjetivación, al parecer, contingente. Mezclado en oportuno barullo con la crítica al Estado maquiavélico que habría de constituir uno de los puntales de la defensa de una tradición «democrática» española ajena a la «razón de Estado», tal lectura de una afirmación tan meridianamente clara servía solo a un propósito del que no cabe duda.

Muy distinta había sido la actitud de José Antonio Maravall al comentar en la revista Escorial algunos textos en los que, desde posiciones diversas, intelectuales fascistas italianos definían el Estado totalitario. Para Maravall, lo importante en nuestra época era establecer cuál era la conciliación posible entre el individuo y el Estado, recuperando la unidad que se había fracturado con el advenimiento del Estado moderno. «El totalitarismo […] se presenta como un nuevo intento de lograr aquella armonía fundamental».[941] Una armonía que resultaba del mayor interés para España, por su tradición cristiana atenta a la necesidad de superar los excesos del nominalismo o del realismo, y que resultaba de especial urgencia para marcar la lealtad al pensamiento joseantoniano, cuyo núcleo era la consideración del individuo como ser social, vinculado al destino común de la patria, pero exigente de sus derechos como portador de valores trascendentes. El comentario de Maravall, por tanto, lejos de ser una denuncia del régimen fascista italiano era un elogio del mismo, en el que se aceptaba que el régimen de Mussolini había conservado aquellas garantías que permitían hablar de un Estado de Derecho. En una actitud que presagiaba lo que Maravall diría en condiciones mucho más favorables en la primavera de 1945,[942] se destacaba la posición de un Battaglia que había mostrado, de forma harto extravagante, que la Carta del Lavoro era la continuación histórica de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y, por tanto, una forma de reencarnación de todas las virtudes del espíritu liberal, eliminando los costes del liberalismo político tal y como existió históricamente. La admiración de Maravall por el esfuerzo de los intelectuales y del régimen italiano iba dirigida fundamentalmente a la anulación del individualismo y a la defensa del individuo frente a un Estado aniquilador que se identificaba con la experiencia soviética. El régimen totalitario se había basado en dos trayectorias fundamentales. La primera, reivindicando el iusnaturalismo, había tenido a su máximo exponente en un intelectual bien conocido en España, Giorgio del Vecchio, del que se habían traducido algunos trabajos reunidos en el volumen El Estado Nuevo en 1939. Para del Vecchio, el fascismo no solo era la forma actual de organización del Derecho Natural, sino que era, además, una respuesta revolucionaria que incorporaba todos los avances realizados en la defensa jurídica del individuo. Quien considerara que el fascismo solo pretendía volver a unas condiciones previas a tales avances no había comprendido el sentido de su revolución.[943] La integración del individuo en el Estado no se realizaba sin un sentido preciso, que era la búsqueda de su exaltación en el seno de una tarea común, evitando cualquier tipo de servidumbre o anulación de su persona. Los individuos, con su plena subjetividad, eran integrados en el Estado en su doble condición de seres con valores trascendentes y personas históricas concretas, insertas en una comunidad nacional. El Estado pasaba a ser, así, lugar donde se concentraban los derechos naturales de los integrantes de una nación. Los hegelianos, como Spirito, Volpicelli o Panunzio, habían planteado con más éxito su doctrina, dado el peso del idealismo crociano y gentiliano en Italia. Centrándose en aspectos distintos —Spirito más en los temas económicos, Volpicelli en un concepto general del Estado— habían mostrado que el fascismo planteaba, como totalitarismo, la superación de la división entre espacio privado de la persona y espacio burocrático del Estado, para crear un espacio de distinta calidad y superior a ambos, que implicaba la supresión de la singularidad del individuo y su realización plena en un marco comunitario organizado por el Estado. Para Maravall, la superación de una sociedad amorfa, atomista, y la llegada de una comunidad orgánica, a cuyo frente se colocaba una autoridad con voluntad de totalizar las actividades de los ciudadanos, expresaba la bondad del sistema corporativo, realización factual, en un proceso dinámico por perfeccionar, de esa constante necesidad de acabar con el antagonismo entre la sociedad de individuos y el Estado abstracto, vacío, carente de un objetivo que lo justificara capaz de reunir a los ciudadanos en un ideal común. Una posición de aparente asepsia analítica había de albergar la simpatía evidente de Maravall por el modelo político totalitario, al comentar la obra de Panunzio Teoria generale dello Stato fascista.[944]

Esta visión general de las actitudes de algunos de los principales teóricos del régimen, que reunían en su condición la de ser profesores universitarios que alcanzarían notable —y, en la mayor parte de los casos, merecido— prestigio en años sucesivos, quedaría mutilada sin la indispensable referencia a las reflexiones de Luis Díez del Corral en Escorial y en Revista de Estudios Políticos en 1941, en relación con la Ley de Bases de la Organización Sindical de diciembre de 1940. Sin ser el único autor que dedicó sus esfuerzos a considerarla, como bien ha señalado en su extraordinaria antología de la Revista de Estudios Políticos Nicolás Sesma,[945] el personaje interesaba por representar a una generación de brillantes y jóvenes académicos que podrían establecer las líneas de continuidad y evolución del falangismo católico desplegado como doctrina completa en la guerra civil y la inmediata posguerra. En la sección «Hechos de la Falange» del primer número de 1941, Díez del Corral publicó un artículo combativo, dedicado a comentar —aunque hacía también una breve mención al Frente de Juventudes— la nueva Ley de Bases de la Organización Sindical y, en particular, el artículo primero en el que se planteaba el sentido profundo que había explicaba su promulgación.[946] La ley no creaba en su primer artículo tal comunidad, sino que empezaba por constatar su existencia, como resultado político de una opción resuelta en una guerra civil. Mas el legislador, incapaz de crear tal comunidad, sí debía establecer los cauces de su organización, entre los que se encontraban las entidades —Sindicatos, Hermandades, Centrales Nacional-Sindicalistas— objetos de la ley. Meses después, Díez del Corral reiteraba sus argumentos en un texto de mucha más extensión, publicado en la Revista de Estudios Políticos.[947] El artículo era una pormenorizada reflexión sobre la ley y sus antecedentes, comenzando por la voluntad de la subordinación de la economía a la política y por el sosiego con el que, a pesar de las penosas circunstancias vividas por España, se habían ido articulado los principios rectores de la organización económico-social del país, destacando la promulgación del Fuero del Trabajo, la creación del Ministerio de Trabajo y de la Delegación Nacional de Sindicatos y la promulgación de la Ley del 26 de enero de 1940, de Unidad Sindical. La formación de la comunidad de trabajo no se realizaba desde un Estado corporativo, sino desde un Estado «instrumental» que debía su impulso al Movimiento. Las organizaciones nacionalsindicalistas no eran parte del Estado, sino órganos del mismo, que debían asegurar que la actividad económica se realizara en las condiciones de subordinación a las directrices del mando. La vinculación con el Estado quedaba garantizada a través del Movimiento, en quien recaía el control de la organización sindical, y del Gobierno, que debía ser informado por los sindicatos para llevar adelante una política económica adecuada y cerrando cualquier vía a una función contractual por parte de los sindicatos. La designación de los sindicatos como corporaciones de derecho público, alejada de cualquier veleidad individualista, era el tercer nivel de vinculación entre el mundo sindical y el Estado. La última parte de la reflexión de Díez del Corral iba destinada a señalar la comunidad de empresa como superación de un ámbito de conflictividad y lugar de plena realización del hombre en un trabajo colectivo, al servicio de la patria, donde las garantías ofrecidas a la empresa privada se sostenían en el marco totalitario de una jerarquización encarnada de modo singular por el Jefe del Estado.

EL DIVINO INSURGENTE. CAUDILLAJE Y PARTIDO EN EL NUEVO ESTADO

La definición del Nuevo Estado precisaba de la nada fácil tarea de determinar cuáles eran las posiciones del partido y del Caudillo en el régimen. En este ensayo, se trata de considerar cómo se planteaba el concepto del Nuevo Estado en estos aspectos, no de narrar las crisis internas que han sido suficientemente detalladas. Dos son los elementos indispensables que señalar. Primero, cuál era la forma en que se teorizaba la función de estos elementos dirigentes de la comunidad nacional, que puede señalar la dinámica concreta en la que habían de producirse los severos enfrentamientos y las etapas de hegemonía indiscutida de alguno de los sectores en pugna. Segundo, de qué modo tal marco teórico ha servido para apartar, ya desde el principio, el régimen español de sus homólogos europeos, aspecto para el que parece que valen todas las opciones, desde la de considerar que la hipertrofia del caudillismo implica la subordinación del partido y, por tanto el abandono del campo del fascismo, hasta la de señalar que el dominio del Estado sobre el falangismo implicaba su anulación. De hecho, ya hemos observado, y podremos continuar haciéndolo, cómo el fascismo italiano es considerado un régimen de categoría inferior al español o al alemán por las condiciones de precariedad institucional de Mussolini. La subordinación del Partido al Estado, por otro lado, debería considerarse a la luz de lo que ocurre en Italia y del fenómeno mucho más complejo que se da en la Alemania nazi, en la que la primacía de la relación directa entre la persona del Führer y la Volksgemeinschaft dejan al NSDAP un espacio peculiar con respecto a Hitler, al Gobierno y a la comunidad nacional. Espacio que se complicaba especialmente por una dinámica permanente, generadora de nuevos campos en los que se entrelazan el Partido y el Estado, o en los que el partido disponía de un poder autónomo, una situación que correspondió al proceso constante de competencia entre instancias del Estado y del Partido, y la que se daba en el seno de cada uno de ellos. La marginación del Partido en España y de sus recursos de movilización de masas han sido rectificados por una historiografía de indudable solvencia, incluso para señalar que cualquier rescate de las elites tradicionales tenía que pasar por una aceptación de la militancia política en el único lugar posible, FET y de las JONS. Tal capacidad de control y movilización no se hacía en beneficio propio y dentro de una estrategia de confrontación con otros sectores, sino en especial en apoyo al Jefe del Estado en quien todos depositaron las esperanzas de sus propios objetivos, exactamente como sucedió en Alemania a lo largo del dilatado periodo del Kampfzeit y de la docena de años del III Reich. El respeto a Franco no se debía solo ni principalmente a un poder militar o a una Jefatura formalizada en el Gobierno y el Estado, sino en una capacidad de cohesión que se encontraba en su liderazgo carismático, a veces despreciado en comparación con el que se concede a Hitler o a Mussolini y sustituido por un escenario de triquiñuelas y jugadas de salón.[948] No se entrará aquí en el relato de los conflictos por la imposición de una u otra ala del fascismo español hasta 1942, sino en la manera en que trató de establecerse un criterio formal que permitiera dar consistencia teórica al Estado en formación.

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Correspondió a Francisco Javier Conde, buen conocedor y admirador de la función que el Führer encarnaba en la Alemania nacionalsocialista, desarrollar una pieza doctrinal indispensable acerca del caudillaje.[949] Como era habitual en él, Conde consideraba los elementos políticos de acuerdo con la circunstancia histórica que los determinaba. Por esta razón, el caudillaje solo podía comprenderse en las condiciones de una guerra civil levantada precisamente contra un orden liberal, caracterizado por su despersonalización. También era fundamental para Conde la carga simbólica de los conceptos políticos, que les permitían adquirir un sentido especial en la percepción de quienes eran sus contemporáneos. El caudillaje disponía del recurso simbólico de un ejercicio del mando sobre un cuerpo nacional disciplinado, una nación en armas, mando cuya legitimidad se basaba en el sentido trascendente de la obra de liderazgo emprendida. No se trataba de resolver una situación de caos tras la cual se devolviera el mando, sino que España se encontraba con una dictadura «apoyada en el poder constituyente del pueblo, cuya voluntad se manifestó en el recurso a las armas, es decir, cesarismo. La legitimidad del caudillaje sería legitimidad democrática».[950]

Para Conde, solo la legitimidad carismática permitía que fueran operativas la tradicional y la racional, tratándose de tres facetas del mismo ejercicio del mando y no de fuentes alternativas. No existía en España la relación entre el Caudillo y una masa amorfa, como podía llegar a darse en el caso italiano, sino entre una comunidad de personas y un guía, un líder que «en Dios tenga prendidas las ansias terrenales, al par que transido de modernidad», garante de ese vínculo tradicional y actualizado.[951] Algo que podía diferenciar a una España comprendida como unidad de destino de quien pensase, al modo nacionalsocialista, que la nación derivaba del espíritu del pueblo. La superioridad de España se manifestaba también en otro factor nada desdeñable y que ya se ha comentado en otro apartado: la marcha sobre Roma no podía equipararse a la guerra civil como elemento constituyente de un poder político nuevo. Es preciso subrayar aquí que, desde el principio, observa Conde la vinculación inseparable entre el liderazgo carismático y el tradicional como característica de las condiciones en que se instaura el nuevo régimen. «El predominio del elemento carismático en el caudillaje tampoco excluye el principio de legitimidad tradicional, y es precisamente en la conjugación de ambos elementos donde mejor se descubre la dialéctica íntima del concepto».[952] El juramento de Franco en la iglesia de Santa Bárbara tras la conquista de Madrid sitúa el punto más claro de esa conjugación y orienta una primera evolución del mando: «De las dos vertientes que puede el carisma tomar al hacerse ejercicio cotidiano, la razón y la tradición, la primera lleva al cesarismo plebiscitario; la segunda, al caudillaje propiamente dicho».[953]

Años después, el propio Conde definiría las condiciones del régimen español refiriéndose al «hábito ejemplar de la obediencia libre y lúcida», como su realidad histórica distintiva.[954] Tal circunstancia, opuesta a las condiciones previas en las que habían vivido los españoles, solamente podía ser el resultado de la labor de un Caudillo capaz de constituir un Estado. «El sentido verdadero y profundo de la obra de Franco ha sido dar a la realidad española la forma política del tiempo. Franco ha hecho de España un Estado nacional. Ha configurado la nación española como Estado».[955] Cuando acababa de cerrarse la segunda guerra mundial, Conde definiría con una perspectiva más ajustada a la primacía del sentido cristiano del 18 de Julio la legitimidad del poder personal de Franco, precisamente para poder comentar aquellas fases en las que la institucionalización del régimen había llevado a verificar un concepto que correspondía a la singularidad del proceso de definición del hecho político en España a partir de la sublevación nacionalista. Conde volvió a distinguir entre el caudillaje y la dictadura «comisoria» por la voluntad expresa de no restablecer un viejo orden, sino por la voluntad de crear un Estado nuevo. En lugar de la dictadura, se daba en el decreto del 29 de septiembre de 1936 la posibilidad de forjar una nueva auctoritas, cuya base era la revolución.[956] La Revolución Nacional no trataba de corregir los abusos de una autoridad injusta. Iba a construir un orden basado en el «nacimiento de una nueva conciencia revolucionaria» que se halla en el decreto de Unificación de abril de 1937 y que contenía «el sentido cristiano que se hace patente en el empleo característico del término “cruzada” para definir la guerra española».[957] La revolución creaba una nueva legitimidad, cuyo carácter de restauración del orden cristiano del que España se había desviado proporcionó a la suprema autoridad la plena soberanía: «El Caudillaje ha sido, durante esta etapa de configuración, genuinamente representativo».[958]

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Raimundo Fernández-Cuesta habría de referirse a este especial carácter del mando político, cinco años después de acabada la guerra civil, al distinguir entre el carácter provisional de la Dictadura y el sentido perdurable del Caudillaje. Mientras el régimen de excepción dictatorial responde a la necesidad de preservar las instituciones, «el Caudillaje es originario, marca el comienzo de una etapa histórica y surge de conmociones más hondas»,[959] que llevan a la nación a actuar como un sujeto en estado de alarma, necesitado de un orden compacto y eficaz. En el servicio a unas verdades absolutas que suponen la salvación de la nación, se encuentra la legitimidad del caudillo. Por otro lado, este mando no supone negación del pueblo ni anulación de la persona de los acaudillados. «En nuestra Doctrina la relación de mando se establece en un plano de igualdad humana entre seres unidos por el común destino de la Nación a que pertenecen».[960] La personalización no implicaba, según Fernández-Cuesta, absolutismo político, dado que este no se refiere al número de personas que ejercen el poder, sino a la manera en que lo hacen. El Caudillaje tiene límites que ningún otro sistema posee, al disponerse de acuerdo con una visión cristiana de la política, que establece rígidos e inalterables muros éticos que no pueden ser rebasados por autoridad alguna.

Las reflexiones acerca de la autoridad de Franco y la legítima procedencia de la misma no podían dejar de establecer la relación con el Partido. La relación con una herencia falangista se había trazado con la prosa peculiar del personaje por Giménez Caballero, con ocasión del segundo aniversario del fusilamiento de José Antonio, en noviembre de 1938. En aquella ocasión, el explosivo lenguaje del fundador de La Gaceta Literaria sirvió para establecer una línea de continuidad monárquica, que encontraba su más exacta plasmación en el grito ritual: «¡Ha muerto el rey! ¡Viva el Rey!», que ahora se presentaba en sus condiciones de la revolución española como un «¡Ha muerto un Caudillo! (¡Oh José Antonio!) ¡Viva el Caudillo! ¡Franco!».[961] La hora no era de muerte, sino de resurrección. A José Antonio correspondía el mando de la Falange de los caídos, mientras a Franco pasaba la máxima jerarquía de una Falange menos perfecta, formada por quienes «aun no hemos logrado morir como él, por Dios y por España. Una Falange que solo por sus obras y abnegaciones habrá de hacerse perdonar el regalo de la vida».[962] Esa herencia personal implicaba la asunción de un mando que se recibía como continuación y perfeccionamiento de lo que José Antonio y su Falange inicial habían comenzado. La vinculación se establecía con una orquestación religiosa que, incluso en los momentos en que se planteaba, llegaba a resultar llamativa, en un juego de analogías que, a fuerza de querer resultar piadosas, podían rozar el espacio de la blasfemia: «Yo vi, el 20 de noviembre de 1938, a José Antonio sonreír. En el milagro católico de la resurrección de la Carne. Vi su sonrisa encarnada milagrosamente, y rediviva, en la sonrisa del Caudillo».[963]

Tales deslices retóricos habían sido condenados, en la misma hora, por José María de Areilza, en un artículo destinado precisamente a remarcar los riesgos románticos de un culto religioso a José Antonio y a destacar la tradición realista española en la que debía situarse su actitud política. José Antonio le había confesado que, teniendo muy claro cuáles eran las condiciones del Nuevo Estado, no disponía de estrategia alguna para hacerse con el poder. Una guerra civil entroncada en un proceso europeo había construido el escenario de esa conquista, llevándose por delante la existencia del fundador de Falange, pero permitiendo considerar que su realismo político le había hecho señalar a Franco como el más adecuado caudillo de la revolución nacional.[964] Evitando también los excesos de Giménez Caballero, un dirigente tan destacado en el régimen y en la Falange en aquellos momentos de plena fascistización como Dionisio Ridruejo había de plantear la integración, que permitía la realización plena del caudillaje y proporcionaba al partido la posibilidad de convertirse en savia del Estado. El alto jerarca del régimen y del movimiento político que lo sustentaba indicaba, en un artículo significativamente titulado «La Falange y su Caudillo», que el sentido de responsabilidad nacional y revolucionaria de Falange la había llevado a «entregarse» a quien tenía el mando militar de la contienda y un poder político situado por fin por encima de las diferencias de clase o de partido. Franco pasaba a representar lo mismo que la Falange: la posición nacional integradora y autoritaria. Por lo demás, se había creado un Estado en el que no había intervenido directamente Falange. Se encontró esta con un poder constituido como ella misma lo habría deseado, con la naturaleza heroica del poder del Caudillo. Sin embargo, se había establecido una identidad de otro tipo, al precisar Franco de una base de masas y de un dogma político que se sumara a sus cualidades de mando, haciendo que su voluntad sin límites se refiriera a los principios intransigentes del falangismo. De esta forma, quedaba constituido el «Bloque de Historia que anda y ambiciona y que fatalmente dejará laminados en su marcha —para compensar de otras desgracias casuales y tristes— a los calumniadores, a los resentidos y a los mediocres».[965]

Para Beneyto, el papel de Franco se justificaba por una capacidad integradora de la que nadie disponía en igual medida. El Caudillo era el que se situaba por encima de cualquier interés de grupo y resolvía, entre otras, la cuestión social sin representar a ninguno de los intereses consolidados en pugna. Franco pasaba a ser el símbolo eficaz de la unidad de la patria, su personalización, obtenida por la victoria en un monumental hecho de armas y por el designio de la Providencia.[966] Al propio Beneyto correspondía haber señalado poco antes que Franco representaba al Caudillo imaginado por la Falange. El Estado totalitario no contemplaba el concepto de jefaturas naturales como las que procedían de la monarquía. El Caudillo, cuyos poderes emanaban de haber ganado una guerra y ser máximo dirigente de un movimiento nacional unificado, no era un dictador, sino un guía, un Jefe en el sentido en que lo pensaron los fundadores del nacionalsindicalismo y continuaban considerándolo los máximos jerarcas del partido, para quienes el Caudillo no era un dictador transitorio, sino una figura enviada por la Providencia y acogida por la movilización sacrificada de la nación española en busca de su destino.[967] No dejaba de señalar este autor, en un libro conjunto, que la tradición de la jefatura jerarquizada en España se encontraba aún sin una verdadera elaboración doctrinal, siendo el resultado feliz de una unificación militarizada de los españoles en la guerra civil y de la adopción de una doctrina que permitía su instauración práctica sobre una base de masas organizadas.[968]

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El carácter discrecional del poder del Caudillo no habría de apartarse de las dramáticas condiciones de su constitución, en plena guerra civil, considerada como plebiscito de adhesión a su persona, y manteniendo esa soberanía de decretar el estado de excepción que ha sido definido por la ciencia política clásica. Pero el poder de Franco se originaba en una relación especial con el Partido que había formado en un proceso de extraña fundación, basándose en fuerzas ya existentes y tomando la norma programática de una de ellas, aquella con la que iba a tener mejores relaciones en los tiempos venideros, que se había entregado a su liderazgo de un modo que no había ocurrido con tal unanimidad en ninguna de las fuerzas participantes en la sublevación. Disponía, además, de un grado de disciplina del que carecían los círculos de intelectuales unidos por relaciones tan livianas como las que podían reunir a los miembros de Acción Española, progresivamente divididos por el problema de la forma de Estado y el carácter provisional del poder del Caudillo, cosa que ningún cuadro de Falange podía considerar sin emprender el suicidio del Partido unificado bajo sus principios. Algo que, además, se mantendría en el futuro, con la adaptación del falangismo a las condiciones de la época, cuando el régimen tuvo que exhibir un distanciamiento altanero con respecto a las potencias fascistas, que pudo impregnarse de las declaraciones de especificidad de proyecto que ninguna de ellas había dejado de tener desde sus orígenes. Por tanto, la dirección del Estado se encontraba en esta sólida alianza entre Franco y un Partido diverso, incluso en la heterogeneidad de su sector falangista, en el que nunca dejó de ver el Caudillo un ámbito de lealtad y de necesaria base de movilización y control de la España que gobernaba. La misma necesidad de mantener el Partido y la placidez con la que este actuó siempre frente al Jefe del Estado, con incidentes que resaltan precisamente por esa larga trayectoria de identificación, permiten comprender lo que quiere decir que Franco era el Jefe máximo del Partido único más allá de una consideración puramente formal, aceptada a regañadientes por unos, con singular oportunismo por otros y con cinismo proverbial por el propio Franco. El caudillaje, esa unidad de mando que reclamaban y exaltaban los académicos pasados al fascismo, precisaba de la realización de esa identidad entre todas las jefaturas posibles: la del Estado, la del Gobierno, la de los ejércitos y la del Partido. La carencia de una norma de alto rango sobre el Jefe del Estado —del mismo rango que aquella que afectaba a las Cortes, por ejemplo—, no dejó de verse compensada con las referencias que aparecían dedicadas a cada una de las funciones de Franco en el entramado del Nuevo Estado, prefiriéndose esa condición a la de una ley específica que designara no solo sus funciones, sino sus limitaciones y el horizonte de su sucesión. Era preferible que estas cuestiones pudieran dirimirse en una pragmática adaptación a circunstancias tan cambiantes y fueran orientándose en las Leyes Fundamentales que se aprobarían hasta los años sesenta. El poder podía definirse de forma carismática, reforzando el mito de Franco, por la vía de eliminar un texto que se refiriera en exclusiva a su persona, que se situaba así por encima de las progresivas normas de la «constitución abierta» del régimen. Hasta el punto que la separación entre la Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno no se promulgó hasta treinta años después, y que la aplicación de esta medida precisó otros seis años para llevarse a cabo. Como también se retrasaron las previsiones sucesorias durante un período de más de veinte años, y se frustraron las expectativas de una constitución falangista, veinte años después del decreto de unificación que se fundamentaba en los puntos programáticos del fascismo español, a través de la aprobación del Fuero de los Españoles y la previa crisis gubernamental de 1957. Hablar de derrotas del Partido en estas condiciones tan movedizas, y llevarlas a la altura de 1941 o 1942 parece excesivo, si consideramos cuáles fueron las pérdidas de poder del Movimiento en su conjunto, y si tenemos en cuenta hasta qué punto obedecía el resultado del duro enfrentamiento de la primavera de 1941 o del verano de 1942 a ajustes que establecieron una correlación de fuerzas distinta en un Movimiento que continuaba siendo aliado indispensable del Caudillo.

El intento de mayor interés por plantear una teoría del Partido único en el caso español se debe a Luis Legaz Lacambra, que incluyó un ensayo sobre «Partido y Estado» en su Introducción a la teoría del Estado Nacionalsindicalista. Se trataba de un texto que ocupaba sesenta de las doscientas cincuenta páginas del libro y suponía un desafío especial para quien quisiera apartarse de la mera reiteración de los Estatutos de FET y de las JONS o que evitase la entrada en las confrontaciones de prensa. Era un esfuerzo intelectual para situar al Partido en el Estado definido como lo había hecho la organización fundacional del fascismo español, en unas condiciones bien distintas a las del inicio de la República. Lo importante era destacar lo específico del caso español en el conjunto de organizaciones que expresaban la superación de los regímenes pluripartidistas. Eran insatisfactorias las soluciones tradicionalista, corporativa o dictatorial por diversos motivos, todos los cuales se referían a la indeseable posibilidad de que el régimen hubiera optado por no crear partido alguno o lo hubiera disuelto en una organización corporativa, reducida a un sujeto económico convertido en parte del Estado y no en órgano del mismo, como sucedía con el sindicalismo. En el inicio de los Estados liberales, los partidos se habían constituido como movimientos que representaban al conjunto de una masa social hasta entonces marginada del poder, y que se convertía en base de una conciencia nacional. La experiencia española, como en buena parte la inglesa, habían consistido en apartarse de un modelo laico de Estado moderno, cosa que provocó que la experiencia liberal española del siglo XIX solo consistiera en la desnacionalización del Estado. Legaz recordaba cómo Areilza se había referido, en un artículo sobre el Estado nacional publicado en la revista JONS, al término Estado-Iglesia para referirse a la España del siglo XVI, dado que el catolicismo había sido lo que había formado el Estado español en sus mismos orígenes, a lo que Legaz añadía:

Esta identificación entre confesión y nacionalidad, patria y religión, iba a labrar en el espíritu de España la fusión de Iglesia y Estado. En este sentido, el Estado nacional español fue un Estado-Iglesia, no sometido teocráticamente a la Iglesia, pero sí enfeudado a la finalidad trascendente de la misma, si bien sometiéndola en el orden de los intereses temporales —cuidadosamente distinguidos de los espirituales— a las necesidades instrumentales del Estado, y poniendo además todo su empeño en que la misma Iglesia no se desviase de su altísima misión espiritual.[969]

El Decreto de Unificación había proporcionado forma jurídica y contenido político al Nuevo Estado en proceso de formación, uniendo lo que no podían considerarse dos «sectas» —Falange y carlismo— sino dos Iglesias con el mismo dogma, aunque constituidas por personas y en tiempos distintos. De ahí la tonalidad mística de sus Estatutos, propias de una Iglesia civil, con alusiones a la misión católica e imperial de España, a su unidad de destino, a su lugar en la historia unificada bajo una misma fe patriótica. El Estado no había fundado el Partido, sino que procedía a una operación cargada de esa relación íntima entre ambas esferas, pues unificaba lo que ya existía, dando cuenta de la unidad ideal de la España sublevada. El Partido, como portador de los ideales de la revolución nacional, se hallaba por encima del Estado, aunque tal cosa no se refiriera a su organización concreta. Legaz se apresuraba a señalar que no existía claridad en las funciones del Partido, al considerarlo órgano que enlazaba la sociedad y el Estado. De hecho, FET y de las JONS era varias cosas al mismo tiempo, no siempre bien conciliables: órgano del Estado, corporación de derecho público o ente autárquico, por lo que el catedrático de Santiago prefería señalar que el Partido se encontraba al servicio del Estado. Sin embargo, Legaz avanzaba en una dirección más ambiciosa, que muestra las posibilidades que abrían los propios textos elaborados por ambas instituciones, al señalar que se construía un nuevo tipo de Estado a través de la unidad entre Estado y Partido: aun cuando el Partido se encontrara bajo el Estado, en la organización administrativa, se creaba una nueva entidad basada en la fusión entre Estado y Partido que era lo único que permitía al primero alcanzar su primacía en condiciones de ejercer un poder absoluto. Esa línea de equiparación se construía sobre el problema que deseaba resolver Legaz: la personalidad jurídica del Partido. Su personalidad de Derecho público no era otorgada por el Estado, sino que procedía de su voluntad fundacional, como ocurría con el propio Estado o con la Iglesia. «Ese carácter de persona jurídica de Derecho público originaria ha sido implícitamente reconocido por el Caudillo al realizar la obra de unificación».[970] Lejos de ser una entidad privada —carácter que algunos teóricos atribuían al Partido Nacional Fascista—, FET y de las JONS poseía las condiciones para rechazar esa condición: su capacidad para inhabilitar a personas para ejercer cargos públicos e incluso penas mayores; su carácter de inspirador del Estado y no solo de sí mismo; su obligación de no desviarse de fines que no eran de su propiedad, sino del conjunto de la nación; la fusión personal e institucional de jerarcas y servicios entre Partido y Estado; las prerrogativas como la creación de servicios de carácter público. El Consejo Nacional y la Junta Política eran órganos pertenecientes a ambos ámbitos, en especial el primero, donde se encontraban jerarcas por las labores realizadas en el seno del Estado.

Otros autores no llegaron más lejos de lo que Legaz había propuesto. Beneyto había señalado la centralidad del Partido unificado en la revolución, defendida por dirigentes como Serrano y Fernández-Cuesta a lo largo de la guerra, mientras se repetían las palabras del Decreto de Unificación para indicar la superación de los viejos componentes del Partido en una nueva síntesis.[971] Al año siguiente, el mismo autor se desahogaba con referencias al «ímpetu y estilo de la España nacionalsindicalista» que representaba la Falange, obligada a una tarea educativa.[972] En un estudio comparado publicado en el mismo año con José María Costa, se apuntaban solo algunos retazos mal entramados, confusos salvo en aquello que suponía la repetición literal de los Estatutos y la descripción de los órganos de mando del Partido. El ensayo declaraba la imposibilidad de avanzar más mientras los Estatutos no se convirtieran en normativas más concretas, aunque se señalara, de acuerdo con ellos, su multiplicidad orgánica —constituida por afiliados, adheridos, servicios, milicia, sindicatos, organismos de dirección—, su carácter jerárquico dependiente, en sus nombramientos, de la designación del Jefe Nacional, y su realidad integradora del Partido y del Estado, por la presencia de los cargos públicos en el Consejo Nacional.[973] Ignacio María Lojendio se limitaba a repetir, con un breve comentario, los 26 puntos del Partido unificado, destacando solo su sarcástico comentario sobre: «el estilo rotundo y categórico que refleja, por lo demás, un cierto conceptismo en el lenguaje del que en parte y por razones varias adolece la mayoría de nuestra generación».[974] Para Lojendio, tales puntos no eran una norma interna del Partido, sino que expresaban con claridad que la dualidad no se producía en España entre Estado y Partido, sino entre Estado y Pueblo, siendo la misión del Partido integrar a ambos en una sola entidad. El sentido revolucionario del régimen no se había limitado a una fase de guerra civil, sino que se mantenía en su organización de milicia, como se expresaba en el punto 26, demostrando FET y de las JONS «la encarnación de la autenticidad del Movimiento y del Régimen».[975] A ello se unían los elementos constitutivos del Partido: la ética y ascética militante, el impulso revolucionario, el carácter selectivo, su valor de integración y su naturaleza supraestatal. La integración del Estado y del Partido estaba facilitada —y, de hecho, determinada— por la coincidencia de jerarquías, empezando por el Jefe Nacional, colaboración subordinada con el ejército, a través de la Milicia; reserva de puestos del Estado a miembros del Partido, uniones personales al modo alemán, asesoramiento mutuo o delegación recíproca de funciones.[976] Luis del Valle, en su Derecho Constitucional Comparado, se limitaba a señalar los elementos jurídicos que se habían clarificado hasta entonces sobre la posición del Partido en el Estado, sin realizar propuesta alguna de reflexión más honda: en cualquier caso, la tediosa recapitulación de la composición y función de los órganos del Partido se acompañaba de una primera alusión a su voluntad de ser, desde el Decreto de Unificación, una organización general de la comunidad, aun cuando el profesor zaragozano, a falta de mejores ideas, planteara pintorescas denominaciones para el farragoso y quizás inapropiado nombre del Partido, como «Falanges Hispánicas, Legiones Nacionales, Organizaciones de Acción Hispánicas etc.», que a sus ojos respondían mejor a las tareas encomendadas al Partido.[977]

TODO EL TIEMPO EN SUS MANOS. EL PASADO EJEMPLAR Y LA SINGULARIDAD DEL ESTADO ESPAÑOL

La reconstrucción de la historia de España había de tener una función progresivamente privilegiada en el discurso nacionalista. Difícilmente podría haber ocurrido de otro modo, cuando una opción como la de los sublevados en 1936 se basaba en la recuperación de la España eterna, de un ser que se había expresado con plenitud en algunos momentos, que había creado arquetipos ejemplares y que había desembocado en unos siglos de turbación y pérdida de ese espíritu formador que culminó en la etapa imperial. Todo proyecto nacionalista cuenta con esa construcción cultural que se presenta no solo como hallazgo de lo específico, sino como reflexión sobre las razones de una devastación y usurpación que han conducido a la decadencia, a la desnacionalización y a la necesidad de tomar medidas drásticas para recuperar la conciencia de la comunidad y la libertad colectiva. Tanto los debates sobre el ser de España como los que afectarán de forma más perfilada al análisis de la etapa del Imperio y de la Monarquía universal serán motivo de una abrumadora cantidad de reflexiones en los años posteriores al viraje de la política española en 1943.

Sin embargo, antes de esa fecha podían plantearse ya algunas cuestiones previas, de forma tentativa, que empezaban a afectar a aspectos tan cruciales como la concepción de una modernidad española, que hemos visto destacar en la reflexión sobre el sistema político español a actualizar en estas fechas. El reencuentro con un pensamiento propio, opuesto al que en Europa está marcando las líneas maestras del Estado en el siglo XVI y XVII, reticente ante las propuestas del maquiavelismo y exaltador de figuras como Vives, Vitoria, Ginés de Sepúlveda, Feijoo, Cervantes o Gracián, así como la reivindicación de Fernando el Católico, aparecen espolvoreados en una literatura mucho más interesada por las cuestiones de actualidad, pero que pronto descubrirá, en los momentos de necesidad de una tradición cultural propia que legitime el Nuevo Estado fuera del fascismo, la veta riquísima que podía ofrecer una determinada lectura de la vía española a la construcción del Estado moderno. La época contemporánea será condenada a un ominoso silencio, salvo para la exaltación de algunos precursores de la revolución nacional o resistentes a la instauración del liberalismo en España, mientras las épocas anteriores quedarán en un segundo plano, solo útiles para las arriesgadas analogías en las que irá especializándose Antonio Tovar y que hallarán en Santiago Montero Díaz a uno de sus más lúcidos y olvidados redactores.[978]

La importancia de esta reivindicación histórica puede considerarse al ver las primeras entregas de la revista Escorial, en la que dominaban los artículos dedicados de fondo dedicados a esta cuestión: solo en el primer número, de noviembre de 1940, aparecían un ensayo de Corts Grau sobre la actualidad de Luis Vives, una reflexión de Menéndez Pidal sobre la tarea liberadora de los españoles en América y una atronadora repulsa del erasmismo por el Marqués de Lozoya, además de un artículo de Carlos Alonso del Real sobre la objetividad en la historia y un comentario de Fernández Almagro al tomo III de la Historia de España dirigida por Menéndez Pidal. En los números siguientes irían publicándose reflexiones como la de Zubiri sobre Sócrates, de Carlos Pereyra sobre Montaigne y López de Gómara, de Martín de Riquer sobre relaciones entre la literatura renacentista castellana y la catalana medieval, de José María de Cossío sobre Feijoo, la breve pieza sobre la vida cortesana en el siglo XVII escrita por Luis Rosales, la «triangulación» del barroco español de Lafuente Ferrari o una severa advertencia a los historiadores españoles de Alonso del Real. Es decir, que buena parte de los ensayos mayores publicados por la revista y no pocas de las reseñas y notas estaban dedicadas a este tema en unos momentos como los dos meses finales de 1940 y los tres primeros de 1941, cuando las preocupaciones políticas de este sector iban por senderos de emergencia política. Lo cual significa dos cosas: que algunos de los autores tenían poco en común con lo que se iba a plantear en esa crisis —los casos más estridentes eran los de Menéndez Pidal, Corts, Zubiri o Lozoya—; y que, teniendo la revista mucho que ver con ella, comprendía la importancia de aproximarse, aún de forma heterogénea, a la etapa del Estado católico imperial, especialmente en sus primeras fases, antes de que fuera postergado a favor del pensamiento español del siglo XVII.

Aspecto fundamental en el futuro iba a ser el carácter específicamente español de un desarrollo de la historia cultural a partir del Renacimiento, basado en una idea universalista vinculada a la construcción del Estado moderno por parte de los Reyes Católicos y la monarquía de la Contrarreforma. Tal análisis situaba una continuidad evidente entre la tarea española en la dilatada «reconquista» y, a su finalización, la inmediata lucha por preservar la unidad del cristianismo, lo que había forjado, en la soledad de la derrota del siglo siguiente, a manos de potencias también católicas, la imagen de una España que se vinculaba de forma irrevocable con un destino comunitario que coincidía no solo con la fe católica, sino con la idea de lo que debía ser un monarca orientado de acuerdo con los principios sociales y políticos de la escolástica del siglo XIII. Las cosas habrían de refinarse mucho más cuando el catolicismo se convirtió en un factor mucho más decisivo para la definición del régimen y su identidad con España tras la crisis del fascismo en Europa. Pero, ya antes, podemos observar la presencia de reflexiones que habían de conducir por esta senda y que demasiadas veces se han confundido con un mero afán retórico de reivindicación de una España expansionista en cuyo sentido real se había profundizado muy poco, desconociéndose el vigor del pensamiento español del siglo XVI y de la cultura del barroco.

A este respecto, Rafael Calvo Serer escribió dos reseñas amplias en Escorial a mediados de 1942, en las que señalaba le existencia de un Sonderweg español en la finalización de la Edad Media y la construcción del mundo moderno, a través de la experiencia del Renacimiento y, en especial, de una interpretación cristiana del mismo que prepararía a España para enfrentarse a la Reforma protestante. En el primero de los artículos, Calvo comentaba la traducción de un texto del historiador de la Iglesia Gustav Schnürer para afirmar la existencia de un Renacimiento español, que se había considerado usualmente obturado por la Contrarreforma. El camino específico tomado por España gracias a la actitud de Carlos V y Felipe II y su determinante papel en el concilio de Trento permitieron que se mantuviera un espíritu católico en el tránsito que estaba dándose en Europa. Tal espíritu solo podía haberlo empuñado la nación española, formada en la lucha contra el Islam en la península y, por tanto, identificada en su ser con el catolicismo.[979] Pocos meses después, Calvo Serer volvía a plantear la cuestión de un modo aún más enérgico, comentando La crisis de la conciencia europea de Paul Hazard.[980] El entusiasta pesimismo de Calvo se mostraba desde el comienzo de su artículo, al señalar que el mundo moderno tocaba a su fin y que había llegado el momento de plantearse una total inversión de la cultura. El tránsito no se había producido en el siglo XV, sino precisamente en el que coincidía con la derrota española. La expulsión del sentido cristiano del devenir histórico hace que el Imperio católico español sea el último momento de la cristiandad. En lo que ya no era una reseña, sino una reflexión propia sobre el concepto del Renacimiento, Calvo Serer volvería a exponer, en la misma publicación, sus críticas a la hegemonía protestante en la interpretación de un Renacimiento que se había explicado siempre como ruptura radical con un pretendido espíritu oscurantista medieval y como recuperación de un mundo clásico que sería legitimado por la Ilustración, estableciendo el concepto de la modernidad. Para Calvo, la expulsión de la España del siglo XV y XVI del Renacimiento, tratándose de la principal potencia de Europa, mostraba el punto de sectarismo de una historiografía ganada por la lógica de la Reforma.[981]

José Antonio Maravall había de comentar el libro de Hazard y otro relacionado con la reflexión que había hecho Calvo Serer, el clásico texto de Burckhardt sobre el Renacimiento italiano, en la Revista de Estudios Políticos, en el mismo año 1942.[982] Maravall no entraba en una consideración tan amarga como la que Calvo había expresado sobre aquel momento de la historia, destacando la importancia que la historiografía posterior había dado a los factores cristianos presentes en el humanismo renacentista, así como la solidez de unas creencias extendidas entre la población que resultaban mejor analizadas o más interesantes para Burckhardt que las ideas de algunos intelectuales de prestigio. Más alejada de Calvo se encontraba aún la reflexión de Maravall al comentar el trabajo de Hazard, en el que valoraba el descubrimiento de un periodo clave en la historia de la humanidad, aquel en el que el racionalismo de carácter inseparable de la creencia en Dios del siglo XVII había pasado a ser destruido por el naturalismo de la Ilustración. Con ello, Maravall no solo no elogiaba el «equilibrio» del clasicismo cartesiano, como había hecho Calvo, sino que no lo consideraba como tal, viéndolo como avance dentro del campo de una ortodoxia cristiana que se rompería en el siglo siguiente. Tales diferencias de apreciación habrían de establecer la principal fractura en el examen del pasado que habría de darse en los intelectuales del régimen, presente en la misma idea de aceptación de una modernidad cristiana. Algo de esa actitud podía encontrarse en el breve comentario de Torrente Ballester a El Imperio de España de Tovar, en el que el escritor gallego reivindicaba, como lo había hecho Ledesma, un siglo XVIII que debía haber sido nacionalizado: es decir, cristianizado.[983] Algo de todo lo contrario, cercano a las posiciones de Calvo Serer, se encontraba en el ensayo del Marqués de Lozoya sobre Erasmo, en el que el autor llega a considerar más admirable la actitud medieval de Lutero, apasionado, fanático, rendido a los impulsos de la fe, que el racionalismo de un Erasmo atado a la cobardía y comodidad del intelectual moderno, siendo a él a quien mayor responsabilidad cabía atribuir en el éxito del protestantismo.[984] La figura de Luis Vives había de ser de gran importancia en la búsqueda de intelectuales católicos españoles en los inicios de la Reforma. Mariano Puigdollers Oliver, que le había dedicado algunas obras antes del estallido de la guerra civil,[985] publicó La Filosofía española de Luis Vives, iniciado con un prólogo en el que señalaba la coincidencia de su obra con el momento culminante de la afirmación hispánica y católica de España, cuando representaba «la exaltación española de lo humano, poniendo lo “español” a su servicio, y jerarquizando lo nacional a lo universal»,[986] unas palabras que quizá no habrían sido del gusto de todos los lectores que veían en la oposición de lo humano y lo español una referencia demasiado clara a Ramiro Ledesma y al primer nacionalismo fascista de la etapa republicana, aunque no del falangismo posterior ni, desde luego, del partido unificado. La grandeza de Vives estribaba en haber sido uno de los primeros en advertir los riesgos del racionalismo y en entregarse a la superioridad de la sabiduría divina, aun cuando en su tiempo fueran consideradas sospechosas algunas de sus afirmaciones —en especial sus comentarios a la obra de San Agustín— y sus relaciones —como la amistad mantenida con Erasmo—. Precisamente ese carácter excéntrico de Vives y su situación límite era lo que convenía recuperar desde el principio en la visión que los intelectuales del Nuevo Estado tenían del pensamiento español en la Edad Moderna, evitando que la ortodoxia de Vives fuera cuestionada y, con ella, la «incorporación» del personaje a los antecedentes de la nueva España. Además del aspecto filosófico —o incluso por encima de él—, cabía plantear la forma teológica con la que Vives se enfrentaba a la injusticia social, al abuso de los ricos y a las reacciones desmesuradas y mal canalizadas de quienes sufrían. Puigdollers había de realizar la curiosa afirmación de que Vives no era comunista, y la no tan curiosa consideración de que nada podía vincularlo a lecturas posteriores que lo colocaran en un ámbito de izquierdas. Puede recordarse que el Tratado del socorro de los pobres se había publicado por la editorial Prometeo dirigida por Blasco Ibáñez, un detalle que puede mostrarnos la urgencia de recuperar a un humanista español controvertido, pero que resultaba esencial para iniciar la trama de un Renacimiento católico capaz de distanciarse de los Estados tiránicos, de los ánimos avariciosos del capitalismo y que se alejaran de la sociedad orgánica y perfecta proclamada por la escolástica del siglo XIII. Puigdollers destacaba cómo Vives había sido más comprensivo con las masas ignorantes insurrectas que Lutero, cuyo odio y afán de venganza estaba en perfecta sintonía con su espíritu burgués. Vives escribió «sin herir lo más mínimo la consideración fraterna» y llamando a «los más puros sentimientos de caridad cristiana».[987]

En esa posición podía encontrarse José Corts cuando reivindicaba a Vives a pesar de que, en muchas ocasiones, «le sobraba erasmismo para juzgar a los grandes escolásticos»,[988] aunque gracias a personas como él España tuvo su propio Renacimiento, alejado de la Reforma protestante y del paganismo. En momentos críticos como los vividos por el teólogo valenciano del XVI, correspondía definir la libertad, consistente en entregarse a la autoridad legítima, del mismo modo que debía considerarse el riesgo de seguir los dictados de las masas con un sentido aristocrático que llevara a escuchar su voluntad para hacer justamente lo contrario. Tres años más tarde, al prologar la antología de Luis Vives publicada en los Breviarios del Pensamiento Español, Corts Grau mantuvo estas apreciaciones: «Algún pobre diablo, metido a historiador, ha dicho que nosotros no tuvimos Renacimiento: lo que no tuvimos, por gracia del Señor, fue paganismo renacentista».[989]

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El pensamiento político español del XVI dio lugar a ensayos escritos por futuras piezas clave de la intelectualidad del régimen, como Enrique Gómez Arboleya, quien dedicaría en Escorial dos densos trabajos al análisis de pensadores de esta época, tratando de establecer su vinculación con una tradición jurídica española. El primero de ellos, «Perfil y cifra del pensamiento jurídico y político español»,[990] tenía un carácter más general, recogiendo aportaciones de diversos autores en torno a un eje central: hallar el «nervio básico» de los tiempos del Siglo de Oro español en el catolicismo. Lo significativo de esta afirmación era la defensa de la unidad realizada por el pensamiento español en un momento de disgregación que se daba a todos los niveles, afirmando al mismo tiempo el valor del individuo y la necesidad de establecer la universalidad de su sentido. El realismo católico español habría de tener, como lo indicaba Gómez Arboleya, especial importancia en el desarrollo del concepto de Estado y en la ciencia jurídica propia del régimen español desarrollado en los albores de la modernidad, algo que se realizó regresando a las ideas de Santo Tomás para ajustarlas a las nuevas condiciones. Los hombres solo podían realizar sus actos en el seno de un orden establecido por una inteligencia superior que debe ser reconocida. Este marco de determinación quedará matizado por el jesuita Francisco de Suárez, cuyo establecimiento del equilibrio entre voluntad e inteligencia en el orden del universo da un sentido más flexible a la ley natural en la que se inserta la vida del individuo. Porque, para Gómez Arboleya, la aportación fundamental de este pensamiento es la reivindicación del ser individual sin caer en el nominalismo, haciendo de lo individual una parte necesaria de un todo que le da sentido. Lo admirable en el pensamiento español fue la capacidad de establecer normas concretas, ajustadas a las necesidades de un tiempo histórico, sin que ello implicara apartarse del sentido de totalidad de la ley natural, lo cual implicaba solucionar los problemas acuciantes de una época de crisis dentro de los preceptos del catolicismo. Fuera del control de la Iglesia y de la moral, el Estado moderno aparecía con una soberanía situada por encima de cualquier autoridad, y sin más finalidad que la propia protección. Para el catolicismo, la autoridad se encontraba en el cuerpo comunitario, que la delegaba en el monarca, y la genial anticipación de Vitoria había sido vincular la idea de la comunidad a la exigencia de un destino común. Suárez había señalado que un agregado de individuos sin una finalidad que los uniera místicamente no constituía una comunidad, no podían considerarse uno. De este pensamiento surgió la aportación fundamental del pensamiento español al Estado moderno: la limitación del poder de los soberanos, obligados a una finalidad en su mando que obedeciera a la justicia y frente a la cual podían levantarse los ciudadanos tratados sin ella.

El segundo de los textos, redactado en marzo de 1941 y publicado mucho más tarde, analizaba los supuestos metafísico de la obra de Suárez.[991] La reflexión mostraba de qué forma el pensamiento del jesuita había logrado, en su aparente desorden, plantear una línea esencial para la comprensión de las normas jurídicas del catolicismo, que en el caso de Suárez había precisado de una intensa preparación teológica para considerar la relación entre la razón del hombre, la existencia de la comunidad, la perfección de Dios y la aplicación de la ley natural. La comunidad exigía la voluntad del hombre y la fijación del orden en leyes positivas. La formación de la comunidad tenía tres niveles —el ontológico, el histórico y el político— que resultaban indispensables para comprender cuál era el pensamiento político español en el que aún podía encontrarse inspiración. La sociabilidad era un elemento esencial del ser humano, criatura que perecería en soledad, y que tiene que vivir en una comunidad dotada del orden fijado por una autoridad. De la ontología de este carácter social se pasa a las condiciones históricas de la elección de una autoridad. Tal autoridad procede de la creación de la comunidad como cuerpo místico, al que solo pertenece la potestad cuando se reúne para la realización de la ley natural. La comunidad pasa a delegar su gobierno en un Príncipe que solo es legítimo cuando es servidor de la ley eterna y de la ley natural. El Príncipe debía desempeñar su labor a sabiendas de lo que era la exigencia de la ley natural y de lo que era posible en las circunstancias históricas concretas, haciendo de ellas el marco en el que se justificaba su mandato, destinado a conservar la unidad de la comunidad y la obediencia al orden natural creado por Dios. Esta comunidad libre, bajo una autoridad finalista, era lo que podía separar a un Estado católico de las experiencias protestantes para las que el poder descendía directamente de Dios sobre el monarca. Este era el Estado moderno que había conducido a la injusticia y a la disgregación, al padecer la ausencia de un fuerte arraigo en una idea del universo en la que cobrara sentido su acuerdo con la Creación.

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A Francisco Javier Conde correspondería una de las formas de manifestar esta apetencia por la Historia, como zona de corroboración de lo que había sido la manifestación plena del ser español y como construcción simbólica destinada a crear espacios de identificación. La búsqueda de arquetipos iba acompañada de la divulgación de la vida y obra de personajes que señalaban en qué consistía la esencia de la nación. Conde publicó un bello ensayo acerca de uno que, por su carácter de ficción, bien podía adquirir estas circunstancias: Don Quijote reciamente complementado por la figura de Sancho.[992] El tema del Quijote afectaba a las generaciones que habían precedido a la de Conde y a la suya propia. La lectura de Conde solo buscaba un factor que lo diferenciaba de las frecuentes alusiones a Cervantes o a su personaje: el lugar de la política en aquella obra y, por tanto, la posibilidad de la existencia de un modo español de entenderla. La forma quijotesca de entender la política debía averiguarse, no darse por hecha, encontrando un episodio que reuniera suficientes garantías de condensar el hecho político y el carácter del pensamiento cervantino y del mito del Quijote en este punto. Este hecho era el referente a la ínsula Barataria, por ser un hecho preeminente, por referirse específicamente a lo político y por disponer de los dispositivos esenciales de una ética quijotesca. La forma en que el artículo concluye puede ser de especial relevancia para comprender el profundo sentido que tenía una mirada lanzada al pasado en busca de lo que el propio Conde estaba tratando de definir en su reflexión política de aquel momento: la nación española como unidad de destino con una tarea universal:

¿Pensaba Don Quijote en la cordura que España, su propio pueblo, había sido, como él mismo, valeroso, pero no prudente? […] ¿Por ventura luchó España con las armas de Don Quijote? ¿Ha sido alguna vez España un Estado moderno? ¿Qué sentido tiene la obra política de Fernando el Católico, de Carlos V, de Felipe II? ¿Qué relación hay entre el hombre moderno y la empresa española genuina de catolicidad universal? ¿Es la virtud quijotesca símbolo de la empresa española por excelencia, quebrada en una edad de hierro y heredera acaso en más dichosa edad venidera? Quien sabe lo que Don Quijote pensaba: pero quizá llegó a soñar alguna vez que, de haber sido prudente, sin dejar de ser valerosa, hubiese alcanzado España mejor fortuna.[993]

Para ello, Conde debía situar aquel acontecimiento político esencial del texto de Cervantes en una apreciación de los dos personajes principales. Un Don Quijote que vivía para el destino, un ser para la muerte, una voluntad que escoge contra todo la voluntad de ser uno mismo. Ha sido arrojado al mundo para hacerse realizando su destino. Sancho es, en cambio, la vida como cotidianeidad, es uno de tantos, no es una persona en concreto, no tiene destino propio, no es artífice ni aventurero, habla a través de la perversa y ambigua lógica de los refranes, acomodaticios a diversas circunstancias. Pero la vida de ambos se mezcla, y Sancho adquiere el aprendizaje para el mando, va adaptándose a la visión de su señor. Don Quijote busca la justicia porque el acuerdo de todos en torno a ella crea una comunidad humana verdadera, en la que todos están dispuestos a sostener la misma causa. Por ello, cuando le ofrece el gobierno de Barataria, Don Quijote advierte, como lo hizo Maquiavelo, de la dificultad de gobernar lo recién conquistado. El héroe debía poseer Virtud y enfrentarse a la Necesidad y a la Fortuna: sobre esas condiciones reales y su carácter voluble, se alza la voluntad de Dios. En su empresa, Don Quijote no busca la fama, sino la buena fama, distinguiéndose así de la falta de moralidad de los héroes clásicos, pero también lo que España pone en una cultura como la del Renacimiento, donde lo divino y lo humano han sido escindidos, salvándose solo en la nueva síntesis presentada por la cultura española. Así, Sancho se enfrenta a su gobierno dotado de virtud y de valor. Pero a Don Quijote le falta un elemento fundamental del que también careció España: la prudencia. Armado con hojalata, se enfrentó en lucha desigual a enemigos que disponían de mejores instrumentos de combate. La suerte de la España imperial adquiere así un significado simbólico que puede realzarse en las palabras con las que se cerraba el artículo, esperanzadas ante el renacimiento de una forma española de hacer política que, recuperando la prudencia, y respetando todas las virtudes del héroe de Cervantes, pudiera dar ejemplo a las formas de organizar un mundo corrupto.

El mito del Quijote, aprovechado por Conde para plantearlo como forma española de la política, explicación de la derrota en los inicios de la modernidad y de las posibilidades que podía tener una actitud cristiana acompañada de prudencia, es un excelente ejemplo de la toma de individuos ejemplares para reconsiderar lo que el mismo Conde llamaría el «horizonte español» y las condiciones de la inmediata posguerra, coincidentes con las de una guerra mundial en el periodo de hegemonía de las potencias fascistas. En esa línea iban los textos publicados para poner al alcance del público antologías convenientemente prologadas de personajes que habían de servir de orientación a la formación de españolas conscientes de una esencia transmitida a través de las generaciones, y que había tenido su momento de esplendor y de adecuada visión de la actualidad en el siglo XVI. Aguado, Rosales, Alonso del Real, Cossío, Entrambasaguas, Lissarrague, Muñoz Cortés, Ballesteros o Piera Labra, entre otros, publicaban sus comentarios a la obra y la vida de Feijoo, Vitoria, Pérez del Pulgar, Rivadeneira, Sepúlveda o Gracián, mientras se aprovechaban plumas ilustres para mostrar la presencia de una historiografía de primer orden que defendía, por decirlo de algún modo, el buen nombre de España. En esta última zona cabe citar la entusiasta acogida prestada a Menéndez Pidal, que había redactado en la primera entrega de Escorial un texto que salía en oportuna defensa de la tarea misericordiosa de los conquistadores de Nueva España, enfrentados a la crueldad de los nativos, sin tomar la venganza que habría sido lógico esperar en aquel tiempo.[994] El historiador era muy respetado en los medios nacionalistas desde su conferencia de La Habana de 1937, La idea imperial de Carlos V, en la que la hispanización de Europa por el joven emperador se contemplaba como el esfuerzo inútil de la defensa de la unidad cristiana frente al avance de su disgregación, enfrentándose a la idea de una «razón de Estado» que prescindía de la moral de los gobernantes.[995] De ahí que su figura recibiera un elogio tan destacado y tan marcado desde el punto de vista ideológico cuando se comentaron los primeros volúmenes de la Historia de España redactada y publicada bajo su dirección. Alfonso García Valdecasas se encargó de comentar el segundo volumen, referente a la España romana, en la Revista de Estudios Políticos. La nota consideraba el prólogo de Menéndez Pidal una prueba de lo que significaba la unidad de destino en lo universal al aplicarse a España. Del mismo modo, García Valdecasas señalaba la necesidad de una forma de enfocar la historia que se correspondiera con los valores políticos impuestos por la victoria en la guerra civil, lo que obligaba a relatar el pasado en su permanente actualidad inspiradora. En el caso de la España romana, había sido la intuición de un genial historiador la que, antes de la llegada del Nuevo Estado, había pulsado los elementos universales que una España sin historia nacional privativa había sido capaz de inculcar en el Imperio más poderoso de la antigüedad, incluyendo la contundencia de sus aportaciones al primer cristianismo.[996] Muy poco después, Fernández Almagro realizaría un singular elogio de la edición del tercer volumen de la Historia de España, dedicada a los inicios de la Edad Media y al Estado visigótico.[997]

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Especial importancia había de tener la primera aproximación rigurosa a la figura de Fernando el Católico realizada en la posguerra desde el punto de vista de su prestigio como monarca autoritario y bajo las injustas acusaciones de ser un príncipe orientado por las normas del maquiavelismo. El más importante de los trabajos redactados con este espíritu se debió a Ángel Ferrari, que publicaría un extenso artículo en dos entregas en Escorial en 1942, y que años más tarde habría de escribir un magistral estudio, Fernando el Católico en Baltasar Gracián, donde se recogían algunas de las ideas de estos textos de anticipación. Importan los argumentos de Ferrari porque entran en un tema crucial en la revisión de la historia de los siglos XVI y XVII, referentes a la construcción de un Estado español cuya característica sería escapar a la doctrina de Maquiavelo, creando un contra-modelo que habría de separar la línea de desarrollo de la teoría del poder político en España de la que se afirmaría en la Europa de la Edad Moderna.[998] Ferrari demostraba que el carácter simbólico de la figura de Fernando había permitido que sus biógrafos establecieran un tipo-ideal de monarca sujeto a las razones de Estado, base de una visión antiespañola de los orígenes del Estado moderno. El problema estuvo no solo en la calificación que Maquiavelo hizo de las acciones de Fernando, sino la forma en que tal actitud se convirtió en base de una literatura que atribuyó la carencia total de ética al monarca, escribiéndose al servicio de la exaltación de personajes de tan dudosa pulcritud como Luis XI, Carlos VIII, Luis XII o Francisco I, siendo Francia uno de los puntos de expansión del desprestigio del monarca. En manos de un intelectual de la talla de Francesco de Guicciardini, las cosas aún empeorarían, presentándolo como modelo de monarca «informal, pérfido, astuto y disimulado en sus tratos, irrespetuoso con la religión, hipócrita con todos y para todos, injusto con sus mandatarios, ambicioso, tacaño y miserable».[999]

Lo peor habría de llegar a comienzos del siglo XVII, cuando el tacitismo español de Álamos Barrientos, mucho menos enérgico en su condena del maquiavelismo, había permitido una crítica llevada a su exasperación por escritores como Trajano Boccalini y Enrique de Rohan: el primero desarrolló la idea de la «razón de Estado» en la de los «intereses de Estado» más propia de la época de los conflictos europeos de la segunda mitad del siglo XVI, permitiéndose establecer una línea fundacional que, partiendo de Felipe II, llegaba al creador de esa lógica en el Rey Católico. Los españoles eran los bárbaros de los nuevos tiempos y quienes habían convertido la política en un mecanismo de inmoralidad atento solamente al mantenimiento de su poder universal. Rohan, por su parte, hizo de la diplomacia española el arte de la mentira y la intriga al servicio de los mismos propósitos e igualmente apartada de lo que era exigido a un gobernante al servicio de Dios. Sería la obra desarrollada en torno al poder de Richelieu la que heredaría tales prejuicios para poder situar la rectitud de la política francesa en su enfrentamiento con España. Tales juicios sobre la política española habrían de justificar la puesta en duda de sus derechos sobre América a lo largo de aquellos años, que comenzarían con la obra de exaltados portugueses como Manuel de Faria y Sousa, denunciando las aspiraciones castellanas sobre su país, y continuó con una gran abundancia de textos que negaban a la monarquía católica la legitimidad de su empresa americana. Finalmente, Varillas habría de aportar, a fines del siglo XVII, una crítica dirigida contra las ambiciones de Fernando en Italia que había de complacer especialmente a la opinión política francesa. Ferrari remataba su trabajo señalando de qué modo la reivindicación de España habría de establecerse en un punto concreto crucial: el carácter antiespañol de la teoría de los intereses de Estados, «suprema creación del racionalismo político moderno, tantas veces al borde de la herejía».[1000] El extenso comentario queda justificado, pues, por la percepción del campo de estudio que se abría a los historiadores adictos al Nuevo Estado para la actualización del Imperio, necesariamente vinculada a la lucha contra los ideales maquiavélicos, elemento que habría de permitir la comprensión de la grandiosa soledad española en su derrota final de 1648. La defensa de esta actitud era la que ya había llevado en 1942 a Juan Beneyto a publicar en italiano el manuscrito de Alberto Pecorelli Il Rè Catholico, escrito durante el reinado de Felipe III y dedicado a este rey, dedicándose a la tarea de ofrecer los recursos con los que debía ser educado un príncipe cristiano, tras haber expuesto «la razón católica de Estado».[1001]

Tales aspectos de la búsqueda de la justicia por monarcas españoles de los inicios del Renacimiento pueden observarse en otros escritos, y en especial en dos aportaciones que creo complementarias en la obra de un personaje tan injustamente postergado como Santiago Montero Díaz. En una conferencia dada en el Instituto Italiano de Cultura en mayo de 1940, el historiador y fundador del jonsismo gallego se había referido a la intervención de Pedro III de Aragón en Italia siempre fiel a los designios de la justicia, como no dejaron de observar sus contemporáneos, que destacaban las virtudes medievales del monarca tanto como los aspectos de un príncipe moderno y autoritario.[1002] Unos meses más tarde, Montero Díaz dictaba una conferencia sobre la Historia del Arte, que le permitía hacer de esta disciplina aquella que mejor se adaptaba a los objetivos de una visión española de la vida en aquel momento: la atención a una libertad personal ajena al liberalismo, que podía contemplarse en las realizaciones de un artista que imponía su voluntad a la naturaleza. Pero, además, tal obra individual tenía un sentido de universalidad vinculado a un espíritu religioso, que permitía que la misma emoción fuera sentida por personas que vivían en lugares apartados, haciendo que la voluntad de un individuo excepcional pudiera expresarse de un modo creativo en un escenario universal.[1003]

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Un último aspecto a destacar en esta mirada hacia el pasado tiene que transcurrir, necesariamente, por la atención al mundo clásico expresada por algunos autores —y que sería tan importante en la obra posterior del citado Montero Díaz—. La filología pasaba a convertirse en una herramienta para establecer analogías entre las aspiraciones de la revolución nacional y la evolución de las culturas mediterráneas. En este aspecto había de destacar la obra de Antonio Tovar, sin duda la persona que en los años cuarenta mostraría una mayor habilidad para el trazado de tales analogías e incluso para plantear una más que discutible interpretación del racionalismo griego, pero espléndidamente escrita y con numerosos puntos de incitación al debate. En 1941, Tovar recopiló en un volumen titulado En el primer giro (Estudios sobre la antigüedad),[1004] una decena de ensayos redactados en un periodo amplio que se iniciaba en las fechas anteriores a la guerra civil y llegaba hasta el último de los trabajos, «Sobre los orígenes de los sentimientos políticos de Platón», publicado en la Revista de Estudios Políticos aquel mismo año. Uno de los textos, fechado en París en diciembre de 1935, está dedicado precisamente al tema que habrá de ser crucial en la formación del joven Tovar: la necesidad de advertir en los instintos, en la fe, y no en la frialdad aristocrática de los analistas, el carácter de una época, en este caso el siglo II, tan exaltado por el racionalismo por considerar que, a partir de ese momento, llegaría la decadencia del Imperio. Para Tovar, tal decadencia había llegado con la pérdida de una sincera relación con el mundo, basada en el sacrificio, la gloria, el instinto y la fe. Otro texto posterior, sin fechar, exponía claramente el carácter ejemplar de determinados anacronismos que podían inspirar en las circunstancias difíciles de la cultura, ofreciendo una perspectiva de largo aliento. El estudio, «Notas de historia griega. O viejo camino desde el gobierno burgués a la disolución en la lucha de clases», calificaba de periodo «burgués» aquel que había asimilado el rechazo de la patria, de la cuna, de los dioses tradicionales, causa triple de la decadencia de la raza helénica y del desarrollo de una cultura racionalista y cosmopolita. Pero lo más sorprendente venía a continuación: el problema es que Grecia no había sabido salir de su decadencia por no haber descubierto «esa cosa romana que es —con dos nombres— el Imperio y el Fascismo».[1005] Por ello, pasó a convertirse en un espacio geográfico y lingüístico del que estaban ausentes los valores religiosos y raciales. Era lo más parecido a esa sociedad moderna en la que «nadie tenía escrúpulos en casarse con una judía y cuando todo el mundo leía novelas francesas».[1006] La analogía era de una brutalidad que no se escapaba al autor, que la radicalizaba para hacer patente su deseo didáctico de hacer de aquella crisis una imagen especular donde se movían los orígenes del fascismo, cuando este había sabido imponerse heroicamente a los esfuerzos de separar una voluntad nacional e imperial de los factores tradicionales. Tovar estaba bien dispuesto a hacer ese trueque de anacronismos con tal de que una España en guerra pudiera comprender la profundidad de sus tareas. En los «Apuntes sobre la filología clásica en España», fechado en Santander en agosto de 1940, el autor llegaba a plantear la obligación de esta disciplina, indicando que, en el caso español, había de aportar, con las condiciones de un país con sello religioso contrarreformista, una interpretación más acorde con los elementos rituales, de culto a las reliquias, de tradición, que se equilibran con factores más “racionalistas” que ha descubierto el siglo XIX nórdico y protestante.

«Sobre los orígenes de los sentimientos políticos de Platón», que cerraba el libro, apuntaba lo que Tovar habría de perfilar en un bello libro posterior dedicado a Sócrates y en otro dedicado al mismo Platón. Tovar planteaba una inicial ruptura entre un Platón racionalista, constructor de utopías y pensador atento a la posibilidad de una política fabricada de acuerdo con la inteligencia y sin relación con las tradiciones seculares de la patria, y un Sócrates defensor de los valores arcanos de la ciudad, cuya disolución había previsto en la pérdida de los valores morales y comunitarios ofrecidos por la idea religiosa de la patria. Finalmente, al llegar a su vejez y desengañado de su racionalismo, Platón había vuelto a las enseñanzas de Sócrates, aunque habiéndolas enriquecido con elementos de su reflexión política que trataba de equilibrar la acción voluntaria del gobernante y las tradiciones, los rituales, la vieja fe de la comunidad basada en emociones poco inclinadas a aceptar los rigores geométricos de la razón. Pedro Laín Entralgo se entusiasmó ante aquella presentación del mundo clásico por Tovar, dedicándole un comentario recogido en su libro Vestigios y fechado en febrero de 1942. Laín había comprendido perfectamente el mensaje: el hombre actual tenía que observar los excesos de su confianza en la razón y atender estudios como el de Tovar, que presentaban «la angustia y el entusiasmo, la esperanza y la nostalgia, la voz inefable del espíritu y el olor inquietante de la sangre, los imperativos de la creencia y de la lucha».[1007] Tovar había mirado un Mediterráneo muy distinto al habitual, y había encontrado una mirada española, en especial cuando se refería a un régimen que estuviera por encima de las clases y a la necesidad de disponer de una visión basada en la Contrarreforma.

El equilibrio entre la razón del dirigente político y los instintos ancestrales de una comunidad encontró su mejor expresión en el hermoso ensayo que Tovar firmó en Ciudad Rodrigo en junio de 1942 y que se publicaría en la primera entrega de Escorial de 1943, «Antígona y el tirano, o la inteligencia en la política».[1008] Pocos mitos han dado lugar a una trayectoria de interpretaciones tan extensa en la historia y, no mucho después de que Tovar publicara su ensayo, se estrenaban en Madrid las Antígona respectivas de José María Pemán y Jean Anhouil, que recibieron un severo varapalo por parte del crítico Ángel Álvarez de Miranda, para quien resultaba del todo inadecuada la modernización de las obras clásicas.[1009] El ensayo de Tovar renunciaba a establecer la relación entre los intelectuales y la política, que había preocupado desde la época de Sócrates, y se emplazaba a reflexionar acerca de algo que consideraba más amplio y que se ajusta al tono de las críticas al racionalismo y exaltación de la comunicación espontánea con lo terrenal y lo misterioso que defendió Tovar hasta finales de la década. De lo que se trataba era de establecer la relación entre la inteligencia y la política, lo cual significaba interrogarse sobre la verdadera cuestión: el movimiento de la política en torno al sistema bipolar de la razón revolucionaria y de la vida espontánea. Esa razón política no era cualquier forma de aproximación al mundo con una conciencia humana, sino la confianza de poder ajustarlo todo de un modo en el que todo lo creado era consecuencia directa de la razón y de la transformación geométrica de la realidad, cercenando los aspectos espontáneos que esta pudiera contener. Frente a ella se alzaba la posibilidad de lo inculto, lo irracional, la hostilidad a la piqueta ordenancista de la política y la defensa de la consolidación de lo existente. «La racionalización, el orden razonable, es contrario, radicalmente opuesto, a ese fluir espontáneo de la vida que es lo que el reaccionario cree lo único no solo sano, sino legítimo».[1010]

Las dos actitudes esquematizadas, puestas en estado puro, pendían de las formas extremas de acudir a los problemas de la sociedad y a comprender la posición del hombre en ella. El optimismo de unos y el miedo de los otros; la excesiva audacia de los constructores de un orden nuevo y la prudencia y respeto a los instintos tradicionales de quienes se resisten al cambio. Sin que Tovar creyera en la existencia de esas dos figuras puras en la historia, donde ambas posiciones ideales se contaminaban mutuamente, creía posible plantear la necesidad de una síntesis entre tradición y revolución que podía partir de la tragedia de Sófocles. El argumento, bien conocido, era el enfrentamiento entre las razones de Creonte, rey de Tebas, para no permitir que se dé sepultura a Polínices, y la decisión de Antígona de preservar las leyes de los dioses por encima de los mandatos del tirano. Antígona aparece como una defensora de la libertad, pero Creonte debería aparecer también como un defensor de la razón del estadista revolucionario, guardián de intereses generales, innovador al imponer su voluntad sobre su tradición por motivos de salud pública, frente a una Antígona que no está combatiendo por la libertad sin más, ni siquiera por el individuo frente al poder, sino por la tradición, por los rituales, por la religión de la patria contra la que no puede levantarse la voluntad del rey. Para Tovar no cabe duda de que, en esta tragedia, es la inteligencia la que aparece como un elemento disgregador y cruel, capaz de agostar el sedimento cultural de una comunidad y dejarla sin significado. Para el propio Sófocles, Creonte aparece como la hubris, la ambición desmedida de quien cree que nada existe que pueda ceder a la voluntad de un hombre. Para los atenienses del tiempo en que se estrenó la tragedia, la ley no era la voluntad de un rey, sino un conjunto de tradiciones acumuladas que no podían ser movidas por una decisión arbitraria sin riesgo de provocar el desarraigo de la ciudad. Creonte actúa como tirano que desea cumplir con un deber que va asociado a la idea del orden. Su autoridad no admite el pluralismo, en el que ve la disolución del pueblo. Para Antígona, lo único que importa es un mundo «oscuro, tremendo, ciego, maternal, irracional, cuyas órdenes no son imposiciones racionales, sino inexplicables voces interiores e indicaciones de los muertos de la familia».[1011]

Creonte actúa de acuerdo con el oportunismo, mientras que Antígona lo hace guiada por la eternidad. Antígona, como modelo del reaccionario, apenas necesita de la política y recela del Estado. El revolucionario, en cambio, es pura pasión política, movimiento de cambio organizado, ambición de poder y aspiración a la transformación y a la guía de los hombres. El revolucionario quiere clarificar la ética. El reaccionario prefiere mantenerla en la penumbra. En el caso de Antígona, hallamos a la defensora de la más antigua de las religiones, la menos humana, la más oscura, frente a la religión moderna del tirano, una religión más artificial pero más asequible, menos dominadora, más humanizada. Sófocles lleva la tragedia hasta crear una profunda antipatía por Creonte y una similar simpatía por la actitud de Antígona, que se ha recogido a lo largo del tiempo como ejemplar. Para Tovar, el sentido de la reflexión solo podía ser el que relacionaba aquellos tipos ideales con la síntesis entre tradición y revolución reclamada por el falangismo: «Nuestro juicio falangista de la revolución y la reacción, bien fijado en nuestra doctrina fundacional, nos da precisamente claridad para entender esta mezcla de una y otra cosa, que en toda política humana irremediablemente existe».[1012] Tal posición permitía entender ambas razones y condenarlas en lo que tuvieran de exceso. Aunque la pregunta que se había hecho la política durante siglos continuaba pendiente: ¿hasta qué punto la inteligencia es capaz de manejar el rumbo de los hombres y de coordinar su actividad con ese otro espacio de oscuridad donde se mueve la fe, la tradición, el instinto, y la suma de formas cotidianas de enfrentarse al mundo de un pueblo? La respuesta ante la pregunta es la apuntada: la síntesis, lo uno y lo otro, lo cual implicaba precisamente el final de la tragedia. Algo que mostraba el camino certero que esa síntesis suponía, especialmente al contemplar el devenir de España, tan entregada a tragedias nacionales en los últimos siglos, impidiéndole desarrollar una verdadera acción política.