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EXPERIENCIA DE GUERRA Y PROYECTO FASCISTA

LA CONSTRUCCIÓN IDEOLÓGICA DEL 18 DE JULIO

La conciencia del final victorioso de la guerra permitió que en 1938 se acentuaran aquellos elementos que podían expresar las transformaciones políticas sustantivas que se habían producido en el bando «nacional». En abril y en el Teatro Calderón de Sevilla, Ramón Serrano Suñer afirmaba que ahora podía expresarse con mayor energía el proyecto del alzamiento, realizado «contra la destrucción de España». Era la «inmediatez de la paz», lo que obligaba a hacerlo, cuando la guerra solo se mantenía por un capricho de las fuerzas republicanas.[726] Fernández-Cuesta señalaba, en discurso pronunciado el 18 de Julio, que, a diferencia de ocasiones trascendentales en la historia reciente, como las de 1931 y 1934, se disponía de los instrumentos que permitían salir al paso de la destrucción de España, mencionando junto al «partido milicia», la doctrina y el Caudillo, la presencia de un ejército victorioso, «que ha ganado [ sic] la guerra más feroz que registra la historia».[727] En estas condiciones, parecía necesario no solo felicitarse por el inminente final feliz del conflicto, sino interrogarse de nuevo sobre su carácter. Los recursos doctrinales utilizados para justificar la rebelión pasaron a mezclarse, primero, y a silenciarse, después, a favor de un discurso congruente con la maduración del proyecto político de los sublevados y el proceso de síntesis que no dejaría de ir perfilándose en los años de la inmediata posguerra. El carácter del sistema político franquista —y, con él, las peculiares circunstancias en que se constituye el fascismo español— puede empezar a apreciarse en ese encauzamiento totalizador de las distintas actitudes antagónicas frente al régimen republicano. Modificándose a lo largo de la experiencia de la guerra; adaptándose a las condiciones de una mayor eficacia política y militar del bando nacional; radicalizando el proceso de fascistización que se había iniciado ya antes del 18 de Julio, se trataba de comunicar al mundo, al país y al propio bloque vencedor la reconstrucción de las causas de la sublevación.

Lo que se había presentado como una actitud y un movimiento defensivos, destinados a la salvación de una España en peligro, fueron convirtiéndose en la asimilación de una liberación que arrancaría de la comunidad nacional las posibilidades de que pudiera llegarse de nuevo a estas circunstancias. Las condiciones de un levantamiento contra el régimen, en defensa de derechos atacados por un gobierno ilegítimo, fueron desplazándose a favor de una definición del proyecto de construcción de un nuevo orden, un paso que suponía la legitimación del 18 de Julio por el proyecto de revolución nacional que se había ido construyendo en la dinámica de la guerra. Ya hemos indicado en el capítulo anterior que las proclamaciones de sectores cruciales en la legitimación de la sublevación, como la Iglesia, estaban muy lejos de ser moderadas en su condena íntegra del régimen liberal y de la amenaza del comunismo, y no solo de su concreción en la etapa frentepopulista. Sin embargo, esta justificación pasó a profundizarse y a ampliarse a medida que fue necesario sostener ideológicamente un proceso unitario que se estaba produciendo en la misma experiencia de las trincheras y en los esbozos institucionales del nuevo Estado. Y, en la medida en que se creaban unas nuevas condiciones políticas, estas impedían que se mantuviera una justificación a corto plazo de la sublevación, o una pura convergencia recluida en la disponibilidad de disponer de un objetivo a cubrir en el mero escenario del conflicto, y que podía darse por acabado, como campo de excepcionalidad histórica, en cuanto la guerra hubiera terminado. Las demandas iniciales de asunción de esa unidad de dogmas doctrinales compartidos habían procedido tanto de los intelectuales de Acción Española como de los cuadros falangistas, en un proceso que resulta de especial interés por los esfuerzos de mutua apropiación, la voracidad totalizadora de todos ellos y, desde luego, porque indicaban cómo lo que distinguía el caso español de otros movimientos europeos no era la heterogeneidad de sus componentes, sino las condiciones concretas y favorables que el escenario de una confrontación armada y la construcción de un Estado paralelo a la legalidad republicana podía ofrecer.

Para todos aquellos que combatían en el bando sublevado, se trataba, de una forma que iría radicalizándose a lo largo del conflicto —y, en especial, en la inmediatez de la victoria militar—, de plantear esa unidad sobre un derecho a construir el Nuevo Estado otorgado por dos factores que pasaron a complementarse. Por un lado, la legitimidad creadora de toda revolución, portadora de un acto de imposición de soberanía. Por otro, y sin manifestarse como alternativa a la revolución, sino como objetivo legitimador de la misma, la recuperación de la verdadera esencia de España, desescombrada en una guerra destinada a la liberación de ese elemento sustancial. Los dos factores habían de vincularse en la identificación de la esencia del 18 de Julio, que cada vez fue concentrándose más en la equivalencia entre el espíritu proyectivo del nacionalismo fascista organizado en Falange de las JONS y el nacionalismo tradicionalista de los grupos de la extrema derecha. Ello no supuso en ningún caso la reducción del potencial de integración del fascismo ni apartó a España de los modelos políticos europeos que se utilizaron para la normalización del régimen que se estaba construyendo, sin considerarlo una excentricidad, sino parte de una modernización totalitaria en boga en Europa. De este modo, el catedrático de derecho político de la Universidad de Sevilla, Ignacio María de Lojendio, podía redactar un manual de su materia en septiembre de 1941, refiriéndose a ese doble carácter legitimador que sintetizaba las dos posiciones fundamentales que había albergado el bando sublevado, y que renunciaban a cualquier identidad previa solitaria para considerarse integrantes del partido único.[728]

El 18 de Julio adquirió retroactivamente las condiciones culturales que corresponden a la victoria, expresándolo con una apariencia de naturalidad, de cauce histórico inevitable, que hizo de la formación del proyecto fascista salido de la guerra algo contenido ya en el momento de la sublevación —e incluso en todo el periodo republicano—, que solo precisaba de esa «más alta ocasión que vieron los siglos» inspirando nuevamente la recuperación del destino auténtico de la nación.[729] Tal naturalidad iba mucho más lejos, pues no solo ignoraba las condiciones concretas de realización del fascismo español, sino que hacía de este la pura y simple reconstrucción de la verdadera España frente a lo que había sido un constante proceso de fragmentación, decadencia y pérdida de significado histórico y espiritual. La guerra no se encontraba, de este modo, al final de un trayecto en el que se trataba de poner fin a una experiencia política, sino que había sido un proceso de maduración en el que se originaba la realización paulatina de un régimen.

«DONDE LA NACIÓN SE HA HECHO EJÉRCITO». EL FASCISMO, LA GUERRA Y LA MILITARIZACIÓN DE LA POLÍTICA

«Precisamente esta es la evolución que se ha seguido al pasar de la vida civil a la vida militar, y hoy los jefes de escuadra de las antiguas falanges y de los tercios de requetés, todos han pasado por las Academias, y en forma de alféreces, en forma de tenientes y de capitanes, unidos a los cuadros sublimes del Ejército nacional que quedó a nuestro lado, han constituido este Ejército de Franco, el Ejército de la liberación, donde la nación se ha hecho Ejército, pero al mismo tiempo el Ejército se ha nacionalizado, es nuestro y es español».

ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO

La idea de nación que se reconstruía podía encontrarse en las palabras de un miembro tan destacado de Acción Española como José Pemartín. En su contribución a los Cursos de Orientación organizados en Pamplona para maestros de primaria, indicó que los mismos principios contra los que se había producido el Alzamiento permitían detectar los ejes del Nuevo Estado: la autoridad frente a la anarquía, el catolicismo contra la irreligiosidad y la disciplina frente al antimilitarismo, virtudes sobre las que debía superarse el proceso de desnacionalización vivido durante la República.[730] Pemartín consideraba que el ejército había actuado como la parte medular de la nación en el momento en que esta se encontraba en grave riesgo, aunque en ningún caso se había pretendido la captura del poder por los militares, en un caprichoso objetivo corporativo que solamente podía relacionarse con los pronunciamientos de la etapa liberal. Por el contrario, la sublevación había hecho posible que los elementos esenciales de la nación española fueran defendidos por una movilización popular que integraba a los verdaderos adversarios del viejo orden parlamentario, creadores de la síntesis fascista hispana, permitiendo: «la integración del Tradicionalismo con sus principios, con el Falangismo del Impulso y del Ritmo, que ha de traducir al primero a términos de actualidad».[731]

El general Orgaz se refirió a su total acuerdo con el sentido político de aquella educación en la disciplina militar. Los soldados de España, los militares profesionales, habían acudido a la llamada de esa regeneración política que precisaba del apoyo militar. No habían venido a adoptarla en exclusiva, sino a sentirse parte de ella. En el discurso de Orgaz no podía faltar un elemento esencial para la generación de los combatientes, que no será puro ejercicio ritual de las milicias de los tercios de requetés o de las escuadras falangistas. La única España «nacional» había realizado un inmenso sacrificio. Y la guerra misma, como espacio de penitencia y de encuentro de los fieles en torno a la gran tarea de salvar a España, había creado los vínculos de sangre que impedían traicionar sus ideales.[732] La experiencia del frente pasaba a ser un depósito cultural en el que las diversas experiencias de socialización anteriores a la guerra pasaban a convertirse en una cultura de la sublevación, que anticipaba y fabricaba las bases del Nuevo Estado en torno a lo que sería defendido como la «generación del 36». En algunos casos continuadora de la del 98; en otros, presentada frente a ella como auténtica comunión de ideales en la que se forjaba una unidad esencial de la juventud combatiente, sin que tuviera interés alguno lo que pudiera distinguir antes del 18 de Julio a quienes se habían alzado por la salvación de España.[733] En adelante, el recuerdo de los muertos aparecería más que como una coartada, como elemento simbólico y recuerdo auténtico que debía salvaguardar la unidad de los vencedores y los objetivos de una nueva patria que se habían fijado: «esos millares de muertos que han de pesar sobre nuestras conciencias, españoles todos, para impedirnos una desviación, siquiera ligera, hacia el rumbo y el horizonte de la España Nacional».[734]

Las palabras con las que intervenía Antonio Tovar en los Cursos de Orientación señalaban esa inserción del proyecto político fascista en el marco en el que mejor podía desarrollarse: «Vamos a incorporar la cultura a la Nación y lo vamos a incorporar al modo militar».[735] Ernesto Giménez Caballero enfatizó la unión de la camisa azul y la boina roja, «símbolos místicos que no difieren entre sí más que en el espacio, en el tiempo. Lo que quería la boina roja es lo que ha realizado la camisa, sencillamente». Giménez Caballero no solo se refería al intento de dividir a los sublevados distinguiendo entre requetés y falangistas como si tuvieran objetivos sustancialmente diferenciados, sino, sobre todo, tratando de presentar el 18 de Julio como un episodio puramente militar: «No, no hay por un lado el Ejército y por otro las Milicias; no, las Milicias han sido el grado intermedio entre una vida civil […] y la que estamos viviendo en estos momentos».[736] En idéntico modo se expresaba en un más que pintoresco ensayo, publicado en la colección «Los combatientes». Dejemos para la particular cosmovisión del escritor el sufrimiento del vocabulario, cuando, al referirse a la prensa distintiva del carlismo, propone crear una nueva disciplina, la «boinomancia —dime la boina que llevas y te diré quién eres—», para insistir en esa condición política del ejército que se suma a la integración de las milicias fascistas y tradicionalistas en un ejército regular: «Lo importante no es el Ejército, sino el contenido de ese Ejército, la ideología de ese Ejército, la moral de ese Ejército, el ideal de ese Ejército».[737]

A través de la experiencia de la militarización y de la conquista del poder por medio de una guerra civil, podía comprenderse la fusión entre los diversos componentes del partido unificado en un movimiento nacional. Así lo planteó José María Pemán en su personal evocación del fundador de Falange. La intervención de las milicias impidió que el ejército emprendiera un pronunciamiento decimonónico, del mismo modo que las condiciones de la guerra permitían situar a cada una de las corrientes integradas en su verdadero espacio de encuentro mutuo, aunque siempre lideradas por la tarea de síntesis que podía apreciarse en la labor de José Antonio.[738] Tal fusión en la circunstancia de la guerra era la que destacaba José Pemartín en ese mismo momento de evocación del fundador de Falange: «No se puede —me decía— en el siglo XX, aceptar la decadencia y sumirse en una nueva Edad Media como en el siglo XV: esta “no aceptación”, es el Fascismo».[739] La militarización de la política resultaba del propio desarrollo de la guerra, y determinaba la necesaria reconstrucción de los motivos de la sublevación del 18 de Julio de acuerdo con una cultura que procedía de la experiencia bélica, y que no había debilitado el proyecto fascista español, sino que lo había hecho posible. Lo militar, no los militares, pasaba a ser la recuperación de un sentido de la existencia propia de lo auténticamente español, como había de serlo también lo religioso o lo católico, que no debía de coincidir necesariamente con las aspiraciones de las organizaciones que dependían directamente de la Iglesia. Esta propuesta de construcción de una sociedad cuyos valores y cuya forma de ser eran aquellos que inspiraban la conducta de los miembros del ejército profesional no era el complemento necesario de una dictadura militar, sino exactamente lo contrario a ella. La guerra civil había conducido a una opción opuesta, en la que la militarización de la política pasaba a entenderse como lo más congruente con el nuevo tipo de Estado.

Un año después de que hubiera acabado el conflicto, uno de los principales propagandistas del régimen, Juan Beneyto, planteaba aún esa impregnación del sentido militar de la existencia que había dado estilo propio al movimiento iniciado en 1936: «Ser militar es reaccionar sintiéndose parte de una unidad histórica, ligarse a un Destino. Por eso el pueblo se hizo milicia el 18 de Julio, y solo haciéndose milicia ha conseguido volver a ser pueblo».[740] El tema fue destacado en discursos sucesivos por Serrano Suñer, empezando por el que pronunció en Sevilla el 2 de abril de 1938, cuando se refirió a la «estúpida supremacía del Poder civil», que apartaba al ejército de su responsabilidad política, cuestión inadmisible en un régimen totalitario que había llamado a las fuerzas armadas a hacerse cargo de su grave compromiso. Tres meses más tarde, celebrando el segundo aniversario de la sublevación, Serrano señalaba aún con mayor énfasis esta forma de entender la función del ejército en la constitución del fascismo español: «Yo lo he dicho en otra ocasión: no es este ningún dualismo, ni mucho menos antagonismo. ¡El Poder civil! ¡El Poder militar! ¡Aquí hay un Poder único, total, indivisible y sagrado de la España unida!».[741] Lo que se presentaba hábilmente como un deseo de acoger en las responsabilidades políticas del Nuevo Estado era, en realidad, la lucha por evitar el desplazamiento a manos de una lógica puramente militar del conflicto, ofreciendo un lugar secundario al partido político unificado que se había constituido en abril de 1937. Un representante tan destacado de la vieja guardia falangista como Fernández-Cuesta había de proclamarlo en el aniversario del decreto de unificación. Esta no procedía de la simple voluntad del poder, sino de la natural confluencia entre quienes compartían el principio de Unidad como un factor básico en la historia de España que estaba recuperándose en aquella guerra. Guerra de liberación y de independencia, en la que la unidad política, económica y social se encomendaba a un partido único, cuya organización y comportamiento era el que debía exigirse: un partido que «es en realidad una orden militar, un ejército. Es fe ciega, es disciplina, es no aspirar a más recompensa que servir a la Patria».[742]

La guerra había convertido la conquista del poder en un hecho básicamente militar, y entre sus protagonistas fundamentales se encontraban quienes eran los cuadros de mando del ejército. La invocación a un nuevo tipo de fuerzas armadas, que convertían el espíritu convencional de la milicia en un rasgo particular del proyecto político del Nuevo Estado, podía comprenderse en una politización de los oficiales y jefes que podían asumir los principios ideológicos precisos de la movilización.[743] Así lo planteaba Santiago Montero Díaz en 1938: la guerra ya estaba iniciada con la proclamación de la república, y que la sublevación militar no hizo más que formalizarla. Lo que ocurría no era producto de «un golpe de estado militar, un pronunciamiento o una cuartelada. Es toda una cruzada civil».[744] Estas palabras reflejaban una posición demasiado optimista sobre la responsabilidad estricta del partido, aunque coincidían en lo que el ambiente del momento precisaba: señalar la fecha del golpe como la del «alzamiento nacional» y considerar que el ejército había asumido principios políticos que lo integraban en una movilización popular. El propio Franco, en el discurso de conmemoración del segundo aniversario de la unificación, significativamente reproducido en la prestigiosa «revista negra de la Falange», Jerarquía, se refería a la necesidad de superar el «precepto formalista» de la defensa armada de la patria, que de nada habría servido si la juventud no se hubiera sumado a la sublevación militar. Además, mostraba su disposición a actuar enérgicamente contra cualquier tipo de discordia que se diera en el proceso de construcción del Nuevo Estado, que podía tomar como referencia lo poco que le había temblado el pulso al enfrentarse a los enemigos de este proyecto político. «Me bastarían unos manotazos para pulverizar los grupitos de inferior calidad nacional y humana», señalaba con aplomo el Jefe del Estado, del partido y Generalísimo de los Ejércitos. Entre todos esos «grupitos» destacaba a quienes «desconociendo y agraviando el espíritu del servicio nacional de los militares, quisieran desintegrarle de su hermandad con el pueblo, despertando en ellos afanes parciales».[745]

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Las referencias a esta militarización de la política resultan tan abundantes en aquellos primeros últimos momentos del conflicto y primeros de la posguerra como cualquier documento en que se expongan las causas de una movilización que quiere dotarse de un horizonte revolucionario. Los hallamos, por ejemplo, en las referencias al Fuero del Trabajo, cuando el antiguo jonsista Guillén Salaya exalta que el nuevo sindicalismo es el resultado de la reiteración de las dos facetas de la españolidad tradicional recuperada por la revolución nacional, que permite que el «genio hispano», el «profundo espíritu religioso y militar» se establezcan en un nuevo orden totalitario.[746] «Genio de España» del que forman parte las milicias, el Partido y un sindicalismo en el que se expresa la disciplina orgánica en la que se forja la revolución, como lo indicará Dionisio Martín, el subsecretario de agricultura, al prologar un texto acerca de la misma norma.[747] Ya en la inmediata posguerra, Alejandro Gallart comentará el texto indicando que solo a través de los factores aglutinantes que impone la guerra, del espíritu militar con el que se encauza la diversidad de los componentes de la sublevación y de la euforia de una próxima victoria, podía comprenderse el Fuero,[748] una opinión que, como veremos con más detalle al glosar el texto, corroborarán el catedrático de la universidad de Salamanca Ignacio Serrano y Serrano,[749] y el profesor de la universidad de Madrid Joaquín Garrigues, en las conferencias que pronunciará en Pisa y Florencia.[750] Ese sentido militar de la existencia se proponía, desde las páginas de Jerarquía, como el modelo de la intensidad mística con que se construía el heroísmo de los españoles en las circunstancias históricas a las que había sido llamada la juventud,[751] y también como base de la unidad, cuando Ángel María Pascual comente en el mismo número de esta publicación el «Soneto imperial» de Hernando de Acuña. La espada con su filo y con su cruz, el sentido militar de la vida, celador de un orden jerárquico y cristiano, combatiente contra el desorden y la descomposición. Algo que, en aquellos momentos, tenía un nombre preciso: «se llama Fascismo».[752] En la introducción a sus Meditaciones españolas, Francisco de Cossío reproducía el discurso a los tenientes provisionales de caballería que había pronunciado en Valladolid. El pueblo español había nacido en empresas bélicas, y el ejército se había incorporado a una guerra en la que no ganaba para la institución militar, sino «para todo el mundo civilizado, la gran empresa de contener y pulverizar la bárbara avalancha que amenazaba a todos los valores de la espiritualidad».[753] Poco después de acabar la guerra, José María Costa Serrano y Juan Beneyto Pérez, en un texto dedicado al «partido nacional», se referían al carácter de milicia popular que imponía todo proceso revolucionario y, en especial, el que se había dado en España con la confrontación armada iniciada en 1936 como insurrección. El papel del ejército en sus comienzos no se consideraba algo que apartara el caso español de los procesos de conquista del poder por los partidos totalitarios nacionalistas creados tras la crisis del liberalismo. Se limitaba a facilitar las cosas, haciendo que el método de conquista del poder se insertara en una tradición española en la que los actos populares habían tenido siempre más interés que las palabras de los intelectuales.[754]

«ESPAÑA HA SIDO SIEMPRE ASÍ». EL 18 DE JULIO COMO RECUPERACIÓN HISTÓRICA

«Somos un pueblo de teólogos y místicos […]. Somos pueblo de Dios, que defendió y defenderá siempre los derechos de Dios en la civilización».[755] La religión y la milicia van de la mano en un pueblo que solo se realiza históricamente en la fidelidad a un destino vinculado al catolicismo. En la celebración del milenario de Castilla, el secretario general del partido, José Luis Arrese, se refería a la carga de continuidad y rescate histórico que había tenido el 18 de Julio. «España siempre ha sido así; más aún, España no empezó a ser nación hasta que no descubrió ese rumbo misionero».[756] Asomándose al inicio mismo de la historia española, las palabras de Carlos Alonso del Real ejemplifican muy bien la obsesión de la juventud fascista por recuperar una trayectoria histórica de largo aliento, latido de la españolidad rescatada por el esfuerzo de la guerra. La búsqueda del arquetipo ejemplar, uno de los recursos empleados para legitimar esta postura, se demora en un Séneca del que no solo se dice que es un católico sin saberlo, sino también un «casi carlista» en De clementia, o un «casi falangista» en De Ira y en la epístola «donde nos dice que la vida es milicia». Alonso del Real escribe para plasmar la «transfusión de esa sangre cálida a los españoles de hoy […]. En última instancia, lo que justifica este libro es ser, también, arma de guerra».[757] Un tono reiterado por el autor en un título de la misma colección publicado un año más tarde, dedicado a una selección de textos de Ginés de Sepúlveda. Otro español insigne pasa a representar la conducta y los principios que hacen lo español en sus tareas universales. Uno de los defensores de la guerra justa en el siglo XVI pasa a ser tomado como lección histórica, como arquetipo, especialmente en unos años en que no quiere comprenderse la obligación civilizadora de Italia en Abisinia o el sentido último de la guerra civil española: «en nuestra trágica coyuntura del 36», los combatientes «lo intuían, lo sentían en la sangre, como un impulso para la acción».[758] El controvertido Juan Ginés de Sepúlveda, aparecerá reivindicado también por otra pluma tan autorizada como la de Juan de Beneyto, que le dedicará un pequeño estudio destinado a defender el patriotismo realista de quien aconseja a su César cómo actuar en un mundo que se disputan las potencias, sin que el amor a su patria mengüe en nada la categoría de la labor universal a la que esta tiene que dedicarse, sino que la confirma.[759]

La construcción de este «tipo de español» será una constante que se vinculará a la figura del combatiente en la guerra civil y de quien asume sus valores a medida que va asentándose, en la posguerra, la estructura del Nuevo Estado. Tampoco serán ajenas a las circunstancias de una actualidad política europea acuciante las referencias a ese destino universal de España, que el fascismo tratará de recomponer. Pinzón Toscano apuntará a la guerra civil como la forma en que España vuelve a enfrentarse a los adversarios de la civilización, como en Trento o en Lepanto. España ganó la primera etapa «de esta lucha dantesca en la que tuvimos que enfrentarnos a todos los poderes esclavos de esta trágica evolución del mundo», una lucha que continuaban tras la guerra civil las naciones «hermanas y creyentes», combatiendo por «el porvenir de los pueblos, por la salvación de los hombres».[760] En su periodo final, la guerra civil podrá presentarse como ejemplo de la grandeza del compromiso de España con su destino, pero también como experiencia que puede compararse ventajosamente con la realizada por los regímenes fascistas del continente. Para intelectuales de todas las tendencias de la sublevación, para los medios de difusión de la cultura de la victoria, la guerra civil está muy lejos de ser el camino tomado como el resultado de una deficiencia política, convirtiéndose en la senda más segura y firme para imponer el fascismo. Un lugar aleccionador y nada acomplejado, base para restaurar el lugar de España en el concierto de las potencias europeas, útil para las necesidades de aglutinar del mejor modo posible a los sectores más definidos del Movimiento Nacional. Lo señalaba Montero Díaz, al referirse a la «gran lección de ética que España brinda a la historia de Occidente».[761] Lo reiteró un Pemartín que representa como nadie el proceso de fascistización de Acción Española. Lo confirmarán los sectores de la Falange más entregados al proceso de unificación y más integrados en la estructura del nuevo régimen, como Valdés Larrañaga, cuando afirme, en su discurso del día del trabajo, el 18 de Julio de 1939, la lección de la España católica a la Europa fragmentada por la Reforma: «¡Somos el pueblo que tiene el beso de Dios en la frente!».[762] Lo indicará un viejo y secundario militante tradicionalista como Antonio Díaz Rodríguez, iniciando sus comentarios al Fuero del Trabajo con la alusión a una España que, de nuevo, «ha salvado toda la civilización mundial, tan seriamente amenazadas por hordas sin freno moral alguno, como constituidas por salvajes sin Dios, sin Patria y sin honor».[763] Lo consagrará el execrable dominico García D. Figar, al afirmar que se había luchado en España «por la civilización del mundo», y que las gentes honradas deberían reconocer en todas partes «de grado o por fuerza, que España tiene una misión providencial en la historia del mundo, y es, vencer la barbarie».[764] Era la posición que justificaba la antología de los textos tradicionalistas del siglo XIX publicada por el jesuita Juan Rey Carrera, que iba esparciendo las palabras de Balmes, Donoso, Menéndez Pelayo, Aparisi o Vázquez de Mella por las zonas angulares de las motivaciones de la sublevación y de los horizontes de la Nueva España.[765] Podrá señalarse en la reedición, a cargo de Cultura Española, de obras como la de Zacarías García Villada, jesuita, académico de la Historia y asesinado en la guerra civil, El destino de España en la historia universal, que vinculaba las tareas realizadas a lo largo de la historia por nuestro país con una misión de recepción del cristianismo y defensa de los valores de la civilización a él ligados.[766] Era la actitud confirmada por Juan Francisco Yela Urrutia al hablar de un «mito de España» en la etapa de construcción de una nueva Europa, «para continuar el ya olvidado camino del Imperio en el quehacer o tarea de una empresa mundial positiva, a la que nadie con más derecho que los españoles puede dar feliz remate».[767] Proporcionaba inspiración a la vehemencia de Tovar en el curso de la escuela de mandos de Falange, dado en Valladolid en octubre de 1937, cuando se refirió a esta recuperación de la historia de España: «Nosotros hemos venido a España para mantener despierta la conciencia de esa continuidad, para revalidar la idea del destino colectivo de España».[768] Palabras que reiteraban las que había pronunciado el propio Tovar en otro texto, publicado en 1936 y reeditado con otros trabajos al finalizar la guerra, y que permite observar que el sentido de la historia no es una simple vuelta al pasado, sino una lealtad con la sustancia nacional que rompe cronologías convencionales y un sentido liberal del progresismo: «Venimos nosotros, los que nos queremos arraigados en todo lo antiguo y provistos de toda la crítica nueva; los que buscamos no la España de ayer, ni tampoco la de anteayer, sino la España eterna».[769]

Una razón en la salvación del continente que había llegado también de los observadores extranjeros de extrema derecha, en especial del círculo de Action Française, ya fuera en el caso de Brasillach y Massis, elogiando la gesta del Alcázar —«el universo entero, desde hace más de diez semanas, se estremece en la atenta espera de lo que ocurre en Toledo»—,[770] ya fuera en la explicación de la guerra civil española como restauración de los principios de Occidente amenazados en la pluma del propio Brasillach y de Maurice Bardèche.[771] Podía expresarse en las palabras de Henri Massis valorando la figura de Franco en una de sus entrevistas a los nuevos líderes de la Europa fascista,[772] o en la emocionada adhesión del patriarca Maurras: «La España de Franco, de Mola, de Queipo de Llano, de los requetés y los falangistas, es la España que tiene razón».[773] Tales palabras acolchaban incluso los actos con los que se pretendía restaurarse la normalidad académica del país. Al editar un prestigioso manual de derecho político redactado poco antes de que estallara la guerra, el catedrático de Santiago de Compostela Carlos Ruiz del Castillo se refería a los factores que podían mostrar lo provisional de aquel texto, dados los cambios que se habían producido en todo el mundo en los años treinta.[774] Abriendo el curso 1939-1940, como rector de la universidad de Santiago de Compostela, el propio Ruiz del Castillo se refería al papel cumplido por España en la guerra civil: «Una vez más hemos sido el Cristo de los pueblos, porque nos hemos inmolado por ellos, como en la guerra secular de la reconquista, como en la Cruzada contra el turco, como en la Contrarreforma».[775]

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El carácter de la guerra civil como escenario en el que se había averiguado, de nuevo, la esencia del ser español, mediante la mística surgida en la lucha por defenderlo, y la exposición de cuál era el arquetipo de este modo de ser habrían de quedar expresados de la manera más extensa y aguda por el profesor de filosofía Manuel García Morente, incorporado al movimiento insurreccional en un proceso de conversión que estaba transformando su vida profundamente, hasta el punto de llevarlo a la ordenación sacerdotal. En dos conferencias dictadas en la Asociación de Amigos del Arte de Buenos Aires, los días 1 y 2 de junio de 1938, el catedrático de ética de la universidad de Madrid repasaba aquellos cuatro momentos de la historia en los que España había construido su propio sentido de comunidad nacional. El último de cuatro momentos de afirmación en la historia había dado comienzo con la sublevación del 18 de Julio. «La historia de España es, en suma, el ejemplo más puro que se conoce de “ascetismo histórico”, donde un pueblo entero hace lo que hace porque es quien es y para ser quién es». En la defensa del esfuerzo bélico, que no era más que la reiteración de los actos de esa nación que ingresaba en la historia realizándola y realizándose a través de dejar en ella su espíritu, García Morente planteaba una cuestión que, lógicamente, habría de plantearse un movimiento nacionalista con especial intensidad: qué era la nación. Habremos de ocuparnos de ese debate vital en el que las diversas tradiciones nacionalistas reunidas en la guerra civil harán encajar sus concepciones en un proyecto común y conflictivo. Pero conviene apuntar aquí lo que el filósofo jienense planteaba en 1938 porque no puede separarse de la lógica de esa misión de España en el mundo que explica y justifica la guerra civil, además de corroborar la existencia de una forma de ser español, un arquetipo que ayuda a comprender la obsesiva mirada hacia la experiencia imperial y sus protagonistas en todos los sectores que se integraban en el Nuevo Estado. García Morente señalará que aquello que vinculaba a los nacionalistas españoles era lo que existía en común en la historia pasada, la realidad histórica presente y el proyecto de futuro: «Esa afinidad […], esa comunidad formal […] no tiene más que un nombre: estilo». La palabra, tan profusamente utilizada en el lenguaje falangista para definir una forma de presentar el verdadero ser español, pasa a definirse en la creación de un tipo de personalidad humana, «la imagen del hombre valioso, infinitamente “bueno”, del hombre perfecto» que se convierte en nación tras un largo tiempo de convivencia. Lo que justifica la labor del gobierno —y lo que debería justificar la guerra civil y el Estado construido en su transcurso— es la congruencia entre el orden constituido y ese ser nacional que se ha ido transmitiendo generacionalmente.

García Morente dedicó la totalidad de su segunda conferencia a definir el «estilo español». El conferenciante recurrirá a la imagen ideal del «caballero cristiano», que expresa «en la breve síntesis de sus dos denominaciones el conjunto o extracto último de los ideales hispánicos». Tal símbolo aparece como defensor de una causa: «lo que lo caracteriza y designa como paladín no es solamente su condición de esforzado propugnador del bien sino, sobre todo, el método directo con que lo procura». El caballero cristiano se impone a la realidad, no negocia con la historia. La ley de Dios y su propia convicción de caballero justifican las acciones de este individuo y la forma que adquieren: la grandeza frente a mezquindad, la austeridad, la generosidad, la disposición al sacrificio, el arrojo sobre la timidez y la valentía sobre el apocamiento. A nada teme, con una intrepidez religiosa que desconfía de las vacilaciones del hombre moderno, basadas en el desarraigo de sus ideologías superficiales. Se somete sin fatalismo al destino, despreciando el temor a la muerte, pero sin frivolidad ni abatimiento; estando poco dispuesto a componendas, intransigente y terco, altivo y orgulloso, pero alejado de cualquier esnobismo; siendo capaz de comprender la elocuencia y de sentir el valor del silencio cuando determinadas situaciones extremas lo exigen. Un caballero cristiano ajeno a las ideas abstractas de humanidad o de ciudadanía, atento a los vínculos directos de las relaciones concretas, donde se afirma como persona. Hombre que desdeña las formas políticas en las que deba obediencia a una autoridad despersonalizada, institucional, porque solo puede sentirse atado a un jefe al que admire, manteniendo su desprecio «por eso que se ha llamado democracia y por la ridícula farsa del parlamentarismo». No es la exaltación de la vida lo que mueve sus actos, sino el culto a un ideal superior por el que es capaz de poner fin a su existencia en la tierra, porque la vida no puede concebirla más que en una honrosa preparación para la muerte. Por ello, el caballero cristiano puede sentirse más cómodo en las relaciones sociales del medioevo que en las que ha generado la modernidad.[776]

«BAJO ESTE CIELO ABSOLUTO». EL CATOLICISMO Y LA IDENTIDAD DEL MOVIMIENTO NACIONAL

Amamos a la Patria como ella debe ser amada, la primera después de Dios.

R. SÁNCHEZ MAZAS (1934)

Se ve cómo España, mejor que ninguna otra nación, tiene todos los materiales y elementos precisos para realizar la gran misión de esta hora, que es la de dar sentido teológico a estas reacciones lógicas que son los fascismos.

J. M. PEMÁN (1942)

«España, Católica oficialmente, será también el brazo del Universalismo y de la Catolicidad. España, atea o laica oficialmente, no será nada y se derrumbará», había señalado García Villada en una de sus conferencias en la Sociedad Cultural Acción Española en 1935.[777] «España sin el catolicismo no sería nada; el catolicismo dio a España la unidad y el ser y el impulso de su grandeza, como hoy preside de nuevo nuestra santa guerra», proclamó Serrano Suñer en Sevilla el 2 de abril de 1938.[778] La militarización de la política fue el elemento que permitió el cambio indispensable en la concepción del orden nuevo que debía constituirse en España, el modelo de virtudes castrenses que habían de inspirar el funcionamiento de una sociedad en perpetua vigilia, asumiendo las tareas sociales como servicio a la patria y la aceptación de la jerarquía como estructura natural de la comunidad. Simultáneamente, el impulso cultural del catolicismo fortificaba una identidad nacional, reiteradamente expuesta en la coincidencia de catolicismo y españolidad. La mutua inspiración de ambas referencias servía para un objetivo de síntesis entre los componentes principales de la sublevación. El catolicismo podía defenderse por haber dado forma histórica a la nación, por haber proporcionado a España la calidad precisa de su unidad de destino en lo universal, inseparable de aquellas circunstancias en las que la patria había encontrado su empresa trascendente, pero también tensada en la aspiración a restaurar, por vía revolucionaria, aquella actitud nacional. La ideología falangista se encauzaba en el mismo espacio en el que el monarquismo alfonsino, el tradicionalismo y el populismo alejado ya de la estrategia política de la CEDA identificaban, como siempre lo habían hecho, el catolicismo y la razón de ser de España. Si unos partían de un nacionalismo en el que la defensa de la fe había cimentado la construcción de una religiosidad militante al servicio del Estado imperial, los otros podían situar en primer lugar un catolicismo que España no solo había protegido a costa de su decadencia política, sino que había pasado a identificarse con la misma esencia de la nacionalidad. Junto al campo de la historia de España como el cumplimiento de un destino providencial, se encontraba la concepción de la revolución nacional como la reintegración de los valores del catolicismo al Nuevo Estado y al movimiento político que lo sustentaba.

El catolicismo no solo es una creencia individual que se comparte, sino también algo que se considera esencial en la definición del Nuevo Estado. No se trata de que todos sean católicos, sino de que todos quieren usar el catolicismo como un elemento de legitimación de lo que ha sido la oposición al orden liberal, a la amenaza revolucionaria socialista y a la tarea de recuperación de España en el proceso de la revolución nacional iniciado con la guerra civil. Con respecto a este tipo de catolicismo, el fascismo español no era un factor yuxtapuesto históricamente, sino la forma política más adecuada para que España se encontrara nueva y definitivamente con su destino. El catolicismo ofrece una corroboración de algo permanente en la nación, que tiene una dimensión histórica y metafísica, una consistencia nacional y universal. Por medio de ese mismo catolicismo se ofrece una vía de fusión de quienes se han levantado contra el resultado de esa modernización europea el 18 de Julio. Más allá de las formas políticas contingentes, se sale en pos de la salvación de ese ser amenazado y recluido en minorías intelectuales con escasa influencia. Era el catolicismo militante y combativo, que correspondía a la militarización de la sociedad española propuesto en una cruzada contra los adversarios de todo aquello que daba sentido a la comunidad nacional y a la propia civilización occidental.

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Esta condición de elemento integrador de todos difiere de la condición de campo de conflicto, zona apetecida y cortejada por una u otra tendencia del partido. Porque, recordémoslo, estamos hablando de un partido, por muchas que sean las reticencias para referirse a esta palabra en el vocabulario y la concepción política del fascismo europeo, que habla de partido queriendo siempre referirse a un instrumento político peculiar. Es un territorio habitable por todos los que han participado en una guerra en la que los combatientes consideraban la lucha por Dios y por España como elementos que constituían una sola consigna, fuera cual fuera el espacio político del que procedieran. En 1938, al dirigirse a los cursillistas reunidos por el ministerio de educación nacional, Dionisio Ridruejo se refería a ese encuentro entre lo tradicional y lo revolucionario como lo único que permitía hacer legítima la guerra civil. Sin estos elementos de transformación y de recuperación de la España de siempre, el conflicto habría tenido las características de un acto criminal.[779]

En el catolicismo podía justificarse, al mismo tiempo, la lucha revolucionaria por el restablecimiento de una España imperial y la lucha por la recuperación de la España tradicional, porque el carácter de ambas era el mismo, aunque ello implicara el proceso de adaptación que el mismo Ridruejo apuntaba: no se trataba de la nostalgia que traicionaría la actualidad y urgencia de la conexión con el destino histórico de España de nuevo, sino de comprenderlo en su carácter moderno, asunto de la época en que se vivía, ajeno a cualquier afán conservador o restaurador y en busca de la tarea propia de la revolución nacional. Los sectores de procedencia contrarrevolucionaria no podían considerar que la guerra clausuraba un ciclo, ni los falangistas podían pensar que la guerra se limitaba a iniciarlo, sino que ella misma había introducido mutaciones importantes en todos los campos, incluyendo el del pequeño partido fascista de la etapa republicana, aun cuando solo se tratara de la pérdida de algunos de sus referentes de jefatura y la extremada compensación del aluvión de personas que no habían considerado oportuno la militancia falangista hasta llegar a 1936. En lo que al catolicismo se refiere, las dudas que hubieran podido darse acerca de la manera de acercarse a la herencia identificadora de España propia del catolicismo en el campo falangista habían desaparecido con rapidez, aunque el carácter cristiano del pensamiento joseantoniano llegaría a utilizarse después como prueba de la extrañeza del falangismo y del Movimiento Nacional con respecto al fascismo.

Si la República había sido un momento en que la apelación al catolicismo para fundamentar un cambio de Estado se había divulgado, el inicio de la guerra aún llevó las cosas más lejos, en el doble sentido de plantear la radicalidad de la transformación política que debía realizar España para mantener la fidelidad a los principios inspiradores de una sociedad cristiana, que había de vertebrar la participación de todos los combatientes en esa idea. Su canalización podría hacerse a través de un Nuevo Estado, cuya designación en la Europa de los años treinta no parecía tener mayores posibilidades que acercarse a aquello que se conocía genéricamente como las nuevas formas de poder establecidas por el fascismo italiano, primero, y por el nacionalsocialismo alemán, después. Una alusión que podía reiterar Justo Garrán, en su minucioso repaso de la historia de las relaciones entre Estado e Iglesia en España, concluida en la confianza manifiesta de que, apartando de todas las áreas de responsabilidad a quienes no fueran católicos y asumiendo el Estado la moral cristiana, quedarían superados todos los traumas políticos y sociales que habían llevado a la guerra civil. Refiriéndose a la actitud del grupo dominante en el escenario de los sublevados, Garrán planteaba que los puntos programáticos de Falange de la etapa republicana eran ya suficiente garantía, tanto en lo que se refería a la mención explícita de la religión, como en lo que contemplaba un orden social constituido de acuerdo con los principios comunitarios y jerárquicos que había propugnado el catolicismo.[780]

Leopoldo Eijo Garay, obispo de Madrid-Alcalá y asesor nacional de Religión y Moral del Frente de Juventudes, dejaba las cosas aún más claras, considerando su cargo en la Iglesia y en el servicio del partido, al dirigirse a los asistentes al Primer Curso Nacional de Instructores del Frente de Juventudes, en noviembre de 1941. Él mismo señalaba que sus afirmaciones habían de tener tal compromiso, cuando indicaba que «la Religión confirma por la voz del Prelado lo que como postulado político habéis recibido de vuestros Jefes». Indicaba que le atañía la formación Política —política con mayúscula, subrayaba—, lo que le exigía hablar de la coincidencia absoluta entre la doctrina de la Iglesia y la del Movimiento. Sus referencias a los discursos de José Antonio mostraban, como hemos observado en otros casos, que ello no obedecía solamente al proceso de unificación, sino al falangismo de la etapa republicana. En realidad, si José Antonio no se identificaba abiertamente con lo dicho por Vázquez de Mella era solo porque desconocía las obras completas del autor tradicionalista, que no se habían editado en vida del fundador de Falange. Todas las referencias a la justicia social que podían parecer la aportación de este sector al partido unificado estaban ya presentes en el tradicionalismo y se hallaba en las encíclicas de León XIII o de Pío XI. Falange —y el prelado se refería con este nombre al partido unificado— no podía ser otra cosa que católica y fiel seguidora de tales doctrinas a la hora de aplicar sus principios políticos y sociales, del mismo modo que la Iglesia había aceptado el cauce del Movimiento como poder legítimo con el que establecer una organización política ajustada al catolicismo.[781]

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Luis Legaz Lacambra pertenecía al grupo de brillantes profesores de Filosofía del Derecho cuya formación había coincidido con la crisis profunda de la teoría del Estado, con el enfrentamiento abierto entre los partidarios del positivismo, los autores de una crítica neokantiana a este, pero que se mantenían en los límites de un normativismo que aislaba los principios jurídicos de las condiciones sociales en las que se daba, y quienes trataban de devolver un contenido sociológico e histórico a los fundamentos jurídicos del Estado.[782] Como se sabe, el pequeño y denso manual del profesor Luis Recasens Siches, Direcciones contemporáneas del pensamiento jurídico, había de tener un papel fundamental en la toma de contacto con las orientaciones del pensamiento jurídico-político contemporáneo, aunque la evolución de cada uno de los viejos o jóvenes profesores habría de seguir pasos distintos, de lealtad a la república o se adhesión al movimiento procediendo casi todos del pensamiento católico.[783] Ni unos ni otros dejaron de tener en cuenta la importancia del pensamiento español del siglo XVI, convertido en uno de los elementos determinantes en la concepción católica del Estado español y en los esfuerzos por vincularlo con la herencia nacionalista y compararlo ventajosamente con los avances del pensamiento jurídico del fascismo extranjero. Legaz había de tener un papel muy relevante en el esfuerzo por dotar al bando «nacional» de una teoría del Estado, a lo que se sumarían con entusiasmo seguidores de su obra para quienes su labor había sido indispensable, orientándose todos a la restitución de la vía cristiana de organización de la sociedad, quebrada por el liberalismo y el comunismo, que podía volver a ponerse en pie de la mano de la revolución nacionalsindicalista.

Por ello, la colaboración de quien había adquirido tal prestigio como investigador antes de estallar la guerra había de requerir sus trabajos como algo que se apartaba de otras retóricas al uso y que, en la propia trayectoria de la persona, identificaba el nacionalsindicalismo con la forma de ser católico en las condiciones de crisis del Estado moderno. Dedicó a este tema un brillante ensayo en Jerarquía, «Sentido humanista del nacional-sindicalismo».[784] Su texto se refundiría en la edición de los cuatro ensayos publicados con el título general de Introducción a la teoría del Estado Nacional-sindicalista en 1940, y conviene indicar la forma en que, dos años más tarde de haber escrito la primera versión del ensayo, el ya catedrático en Santiago de Compostela señalaba que había tratado de adquirir en esta versión una visión filosófica general, que se encontraba en sus preocupaciones más hondas al salir al paso del positivismo o el formalismo que habían imperado en el Derecho antes de la crisis del periodo de entreguerras. Y afirmaba que, eliminados algunas cuestiones turbadoras, podía indicar sentirse plenamente identificado con la ortodoxia nacional española «y, concretamente, nacionalsindicalista» en su defensa de una visión humanista del hombre y de la vida. Tal conciencia «va íntimamente ligada a mi conciencia “revolucionaria” y a mi conciencia “estatal”, porque no concibo una revolución y un Estado para España que no sirvan en último término para salvar al hombre, como no concibo una exaltación del hombre que no implique una revolución y la instauración de un Estado».[785] Las modificaciones realizadas por Legaz en el artículo de 1938 no eran aspectos menores, al situar al frente de la reflexión ya publicada una consideración sobre el estado espiritual en que se encontraba el mundo al año de haber acabado la guerra civil. Legaz consideraba que era el del reconocimiento de la pérdida de una unidad que debía ser restaurada, de la mano de nuevas fórmulas políticas. Frente a todas las propuestas totalitarias existentes en Europa, la española tenía la ventaja de ser radicalmente humanista por partir de una idea del hombre, no de una idea de Estado, y por ello se proponía usar el sintagma «humanismo totalitario». Tras ello, Legaz planteaba las revisiones que se habían hecho en el estudio del Renacimiento, que acentuaban la continuidad entre este y la tradición cristiana tardomedieval. La desviación del verdadero Renacimiento cristiano, capaz de establecer la reconciliación entre la razón y la fe, cuestión impugnada por el luteranismo y el calvinismo, llevó a la pérdida total del significado de ser hombre en un proceso en que la deshumanización se disfrazaba de racionalismo, eliminando los elementos trascendentes de la persona y, por tanto, aquello que podía definir un humanismo integral.[786] En ese punto se iniciaba la reflexión publicada en Jerarquía, más ajustada a su función inicial, que no era solo la de encontrar la identidad entre nacionalsindicalismo y humanismo, sino la de denunciar la actitud del personalismo católico antifascista, en especial en el caso de Maritain, auténtica obsesión de los teóricos del régimen que estaba instaurándose en España.[787] El tomismo de Maritain había sido uno de los factores integrantes del pensamiento de la extrema derecha francesa en los años de entreguerras.[788] Y la vinculación del filósofo cristiano a los círculos que deseaban integrar las actitudes maurrasianas y las del catolicismo, incluso en los momentos de relación más difícil con la jerarquía eclesiástica, eran indispensables en la formación ideológica de quienes partían, en su evolución personal, del catolicismo. Legaz confesaba el modo en que Scheler había servido a una generación de juristas para desdeñar las ataduras del positivismo y del formalismo moral kantiano, permitiendo el descubrimiento de la persona concreta y su vinculación con Dios, aun cuando tanto el pensamiento de Scheler como las aportaciones «turbadoras» de Radbruch, cuyo personalismo había sido traído a España por el maestro Recasens, se veían como defensoras de una idea del individuo que acababa por no diferenciarse de la establecida en la doctrina liberal. La concepción del fascismo como una opción anticristiana era rechazada en nombre de una visión errónea del panteísmo estatal que solo se encontraba en la imaginación del populismo católico como el liderado en España por Gil Robles. El horizonte de Hegel se presentaba como el establecimiento del reino de la libertad, y el Estado ético podía verse como aquel en el que el individuo no era aniquilado, sino engrandecido formando parte de una entidad que el liberalismo individualista había degradado. Maritain se había empeñado en establecer un nuevo humanismo que reconociera la autonomía del individuo, sin reconocer en la persona una potencia que debía realizarse, y que solo podía hacerlo en el marco de sus relaciones sociales, de su vinculación con la patria, de la intransigencia frente al adversario del cristianismo.

El nacionalsindicalismo estaba en condiciones de ofrecer un humanismo no parcial, sino total, que tuviera en cuenta la integridad de la persona, desplegada en la «dimensión óntica del hombre» que es la patria. En las épocas de crisis, la idea de patria pasaba a integrar al hombre en «calidad heroica» y los «sublimes ejemplos de salvación de la “persona” en la ofrenda alegre de la vida». La guerra no era el simple escenario de creación automática de una nacionalidad, no podía ser la guerra el motivo único de la existencia del enemigo, como lo podía sugerir Schmitt. La validez existencial de estas afirmaciones no tenían sentido cuando se trataba de la imposibilidad del nacionalsindicalismo de renunciar al «ideal de la guerra. Y no puede ser justa una guerra que no tienda, en primero o último término, a la defensa de aquellos valores cuya subsistencia hace posible la salvación de la personalidad». Por la experiencia producida en la guerra, el nacionalsindicalismo podía presentarse como un humanismo español, completo, «que no es solo el cristiano personalismo propio de su catolicidad, sino un determinado modo constante de sentir el hombre y la existencia». La identificación entre el catolicismo y el imperio evitaba aquel nacionalismo particularista, contra cuya pequeñez y malevolencia había luchado la monarquía española, y que se combatía en el concepto de imperio nacionalsindicalista. «España no ha sido nunca una nación nacionalista, sino una nación imperial; una nación que ha servido y sirve a la humanidad, sirviendo a la catolicidad». Las relaciones conciliadoras entre totalitarismo y nacionalsindicalismo, creando un «humanismo totalitario» en que se armonizara la visión de la persona del cristianismo y la integración del hombre en un proyecto nacional, había de ser expuesto de modo más sucinto por el propio Legaz en el homenaje colectivo a José Antonio a los dos años de su fusilamiento.[789]

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La definición de lo español ante el existencialismo alemán, con el que se simpatizaba mucho más que con la tradición ilustrada, y la dimensión católica diferenciadora de una filosofía heideggeriana, que parecía haber comenzado a dar algunas respuestas al hombre del siglo XX, aparecían de nuevo, de la mano de Laín Entralgo, en el número siguiente de la revista. De hecho, escoger a Heidegger y matizarlo era una manera de negar a Ortega, algo que puede sorprender en las genealogías establecidas del fascismo español, pero que en 1938 implicaba su aceptación de magisterio «descarriado» en comparación con la obra solo «inacabada de don Marcelino», en manos de uno de los principales pensadores falangistas de aquel momento y de la década de la posguerra. «La obra de nuestra generación se halla, justamente, en conseguir la grandeza actual de España dando forma nueva al espíritu de su pasada grandeza», afirmaba un hombre preocupado como pocos por el tema de los ritmos generacionales en la historia. Pero, además, de un hombre que se caracterizaría por el esfuerzo por integrar lo católico en lo español moderno, saliendo al paso de las actitudes mutuamente esterilizadas del tiempo anterior a la guerra civil. En «Quevedo y Heidegger», Laín quería mostrar cuál era la actitud del estilo español —y, por tanto, católico— y aquel que no lo era en momentos de grave desasosiego y de decadencia cultural y política del entorno del intelectual. A Heidegger se le reconoce la ruptura con un ciclo antropocéntrico iniciado en el humanismo renacentista. Lamentablemente, sus eficaces sugerencias, que impiden que el hombre se aparte de las preguntas trascendentales sobre el despliegue de su presencia en el mundo, tienen una mutilación esencial. No pensar acerca de Dios lleva a que la ruptura con el «Yo y el mundo» del Renacimiento solo acabe en «angustia, inseguridad, nihilismo metafísico, trágico heroísmo de decir “sí” a la nada». Siglos antes, Francisco de Quevedo expresaba un interrogante similar en una época de desazón ante el humanismo renacentista y la decadencia de la patria, pero que alcanzaba sentido por la fe católica. Como Heidegger, Quevedo prestaba una atención especial a las cosas del mundo, a las tareas del caballero cristiano enfrentado con la exigencia de su quehacer en la sociedad. La soledad, el temor al envejecimiento y a la muerte, el saberse prisionero del tiempo, ser incompleto en la historia de los hombres, entregado a las circunstancias, no podía resolverse por una simple actitud ascética, sino por la esperanza en Dios.[790]

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En este proceso de afirmación católica de la totalidad del movimiento nacional a través de la catolicidad del falangismo, se encontraba un recién incorporado como Tovar, rápidamente ascendido en el aparato de propaganda del partido. Tovar había de desempeñar un papel complementario al escenificado por Laín, por Ridruejo o por Conde, en su tarea de establecer una vinculación entre la vieja Falange y el nuevo Partido unificado, así como en la hegemonía que dentro de FET y de las JONS o el Movimiento Nacional había de desempeñar una sensibilidad falangista dispuesta a hacerse con una representación de la totalidad del espíritu de la sublevación contra la República. No solo por un afán totalizador y en competencia con otros sectores como los que procedían del tradicionalismo o, en especial, del monarquismo integral de Acción Española. Además de la actitud propicia de los miembros de esta asociación a la unidad nacional en el marco de un fascismo español —y ya veremos la importancia que tiene el gentilicio para poder pasar a modalidades políticas de otro tipo, cuando entre en barrena la caída del fascismo europeo—, el falangismo podía verse, gracias a la utilización prioritaria de su nombre, de su programa, de sus referencias míticas, de su actualidad europea y de lo que podemos llamar su «estilo», como aquello que había pasado a reunir todo lo «nacional» en un solo movimiento que él había inspirado y encarnado de forma esencial durante la guerra. Que tantas veces se hable de Falange para referirse al partido unificado es tan significativo como la referencia de Eloy Montero a las condiciones en la universidad de la etapa republicana, al referirse a aquellos estudiantes que se llamaban « genéricamente falangistas».[791]

A la tarea de construir una revisión de la historia de España que creara el tipo ideal del hombre de la Contrarreforma, dedicó Tovar una extensa conferencia en cuatro sesiones, destinada a la Sección Femenina de Barcelona en septiembre de 1939. Como ha señalado Ismael Saz en su análisis de los nacionalismos franquistas, el texto podía mostrar una inmersión del fascismo español en el catolicismo como resultado de la voluntad de apropiación de todo lo que fuera material ideológico del bando sublevado en 1936 y del movimiento constituido formalmente al año siguiente.[792] Otra cosa es una presunta «catolización», padecida durante la guerra civil, y que resultaría inexplicable sin la fortaleza de la identidad católica del falangismo, en los términos en que ha podido señalarse al analizar la evolución del fascismo español durante la etapa republicana previa al conflicto. Para Tovar, la Contrarreforma supuso la creación de «una unidad cultural cerrada y completa, la organización de un cuerpo cultural de categoría tal, que solo un número muy limitado ha conseguido tan intensa vigencia en la universal historia». El movimiento contrarreformista era tan decisivo, que solo desde él podía entenderse el pasado español, para distinguir entre «historia o circunstancia» en cada periodo. La lucha contra toda disidencia que se entregaba a la Inquisición mostraba la resolución de mantener intacta la unidad superior de la cristiandad y la autoridad en ella basada. Con la guerra civil había vuelto el impulso unitario al pueblo y podía enfrentarse al hecho de que «el mundo moderno había liquidado totalmente la base de la integridad cultural española: el estado cristiano». Para salir al paso de esa situación de decadencia «nos hemos hecho de Falange». El año 1936 había devuelto a los españoles a un mundo con conflictos espirituales, en los que la fe volvía a crear la movilización de los pueblos. No se trataba de regresar a un mundo desaparecido en el pasado, sino a un modo de ser que podía continuar una labor inacabada por la derrota de lo hispano.[793]

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En esa afirmación católica podía comprenderse que Juan Mugueta pudiera contemplar a José Antonio como culminación de una tradición de hombres ilustres del pensamiento nacional y católico español —mientras duraba «la hermosa Cruzada que está salvando la civilización, para España y para el mundo», alzando las banderas que «jamás se abaten sino ante el Señor del Sacramento»— junto a Pradera, Maeztu y Calvo Sotelo.[794] Podía comprenderse que Eloy Montero, recordando el ambiente que dominaba entre los universitarios católicos antes de la guerra, se quejara de los ataques al fascismo injustamente tratado como anticristiano por buena parte de sus compañeros, cuando lo que debía hacerse era tratar al fascismo como un movimiento eminentemente nacional que debía armonizarse con la tradición católica.[795] Y, sobre todo, que un viejo falangista como Sánchez Mazas, redactor de los editoriales de FE y de Arriba, pronunciara un vehemente Discurso del Sábado de Gloria. Se dirigía a los «fariseos» que habían denunciado las «pamplinas del panteísmo de Estado» para recordar la libertad cristiana que el falangismo anunciaba desde su fundación. «Defendemos aquella libertad que nos viene de Dios, aquel libre albedrío que defendieron nuestros teólogos españoles en Trento». Una libertad que nada tenía que ver con el liberalismo, una falsificación internacionalista que concluía en sofocar la virtud bajo el pecado, la fe bajo el escepticismo, la pasión bajo la razón y la materia bajo el espíritu en su incapacidad de comprender las jerarquías esenciales que inspiraban al «hombre de una pieza que nosotros necesitamos». El dirigente de la Falange fundacional no podía más que emocionarse al recordar cómo había rezado el rosario junto a unas viejas campesinas, preferibles a las damas «muy leídas y patrioteras» porque ellas rezaban «como en el siglo XIII y como en el siglo XVI», pidiendo las mismas cosas por las que se había combatido entonces y se había vuelto a luchar en la guerra civil. Tras dedicar una encendida oración a la imagen de la Virgen del Pilar, símbolo de la obediencia suprema, Sánchez Mazas se refería a esta virtud como especialmente necesaria en el momento de la victoria. La obediencia a favor de la unidad militar y católica de España, base de la síntesis entre lo tradicional y lo moderno. La unidad permitía que los tradicionalistas y los falangistas se reconocieran en una tarea complementaria, porque tal unidad no procedía solamente «de la fraternidad indisoluble y heroica en las trincheras», sino de una necesidad histórica y filosófica. La historia solo había sido fructífera cuando el tradicionalismo había asumido la actualidad y solo había sido eficaz la filosofía que se apoyaba en la «memoria viva del pasado». En sus párrafos finales, las palabras de Sánchez Mazas pasaban a establecer perfectamente el valor y la circunstancia de esta síntesis entre tradicionalismo y revolución que se reunían en el nuevo movimiento. Y que habían de defenderlo contra un flanco derecho por donde podían penetrar los egoísmos de clase y un flanco izquierdo por donde penetraba la demagogia: «Los primeros son fariseos, los segundos, paganos».[796]

«LA UNIDAD, LA SÍNTESIS ESPAÑOLA ETERNA». PROYECTO Y SÍMBOLO DEL FASCISMO ESPAÑOL

La guerra civil convirtió el acceso del fascismo al poder en un elemento trágico de la historia de España, un inmenso sacrificio que, habiendo sido pagado por los vencidos fundamentalmente, pasaba a incorporarse en su conjunto a la ofrenda que los vencedores depositaban en el altar de la patria como justificación de su fe y como petición de su liderazgo. «¡Nuestros muertos!» —exclamaba el catedrático Carlos Ruiz del Castillo al inaugurar el primer curso de la posguerra—. «No evocamos un recuerdo sino para requerir una presencia. Estos muertos, en el subsuelo no son despojos: son raíces». La guerra civil permitía que la experiencia de una muerte masiva reciente, nominativa, perfilada, reconocible en los nombres y en los rostros de los caídos, pudiera conectar con un sentido patriótico basado en el encuentro entre una tierra regada por la sangre y unos muertos que, en otros discursos nacionalistas del momento, aludían a generaciones pasadas, a rostros desconocidos, a nombres olvidados. Ruiz del Castillo podía establecer en ese recuerdo inmediato, acompañado del ritual grito de ¡Presentes!, transportado por el falangismo al depósito litúrgico del conjunto del movimiento, que la profundidad de la tierra, los cimientos de los edificios, la avidez de las raíces, era lo que permitía que las cumbres alcanzaran su altitud, que los hogares se sustentaran sobre una seguridad y que las copas de los árboles nutrieran su espesura. La tradición, en cualquier caso, pero reunida gracias a la inmediatez de la guerra con el sentido de anticipación que pronunciaba el discurso nacionalista de la revolución: «Son el presente en la doble acepción de presencia y de regalo: de identificación con nuestro ser y de estímulo que nos llena y nos rebasa con el impulso disparado hacia metas luminosas».[797] La tradición adquiría su sentido más profundo al entenderse como unidad.

Nos situamos aquí en un punto crucial de la reflexión, pues la idea de unidad es aquella que determina la peculiaridad del fascismo en la cultura política europea del siglo XX, dándole capacidad, al mismo tiempo, para conectar con los profundos anhelos tradicionalistas de recuperar una unidad perdida con el inicio de la Edad Moderna, y para modernizar este principio con los mecanismos de integración social que proporcionará para sociedades avanzadas. Sin los mecanismos creados por la revolución no existía la posibilidad de restaurar la unidad nacional, pero esta aparecía como la justificación de la existencia del movimiento, como aquella idea de España que debía reconstruirse y que solo podía hacerse a través de una nueva concepción de la política. En el homenaje a José Antonio realizado en noviembre de 1938, Dionisio Ridruejo se refería a este principio de la unidad como aquello en lo que se basaba el proyecto político de Falange, con una analogía religiosa que, por lo que se ha venido diciendo acerca de la relación entre el catolicismo y el fascismo español, resulta aún más comprensible, adjudicándole los factores simbólicos que permiten fundamentar una sacralización de la política que, en el caso de España, se realiza a través de sus referencias religiosas precisas y no mediante un simple acto de sustitución secular. Ridruejo aludía a la existencia de un caos nacional similar al caos cósmico previo a la llegada del Verbo. La palabra de José Antonio vino a inspirar vida, orden y voluntad a una España desguazada. «Era el caos en España hasta que habló el Verbo, hasta que se alzó la palabra milagrosa, dando forma a la tierra, palidez de astro a las estrellas, separando las tierras y las aguas, porque tierras y aguas de España estaban confundidas».[798] José Antonio había logrado invocar una idea fundamental, la unidad de España, desgarrada por escisiones sociales y partidistas, y esa tarea de fundir de nuevo a los españoles en una sola patria supuso un sacrificio que volvía a recoger la referencia cristiana: «José Antonio vino a España con un destino trágico, para morir crucificado».[799]

Para la comprensión de las relaciones entre los fascistas de la Falange republicana y el fascismo que resulta del proceso de síntesis de la guerra civil, este factor resulta fundamental, porque nos permite comprender dos elementos que son claves. El primero de ellos es que el concepto de unidad no se contempla como simple ocupación del espacio político a costa de quien se considera distinto por sus orígenes en la etapa previa a la guerra. El segundo, que el fascismo no puede comprenderse a sí mismo entrando en un juego de ajustes de correlaciones de fuerzas, de alianzas para la toma y conservación del poder, de distinciones entre estrategias comunes y tácticas diferenciadas. El primer elemento supone aceptar que la lucha por la ocupación de unos u otros espacios de poder, que sin duda pudo existir entre facciones del movimiento no solo en aquel periodo, sino a todo lo largo de la historia del franquismo, no puede contemplarse como la lucha entre tendencias organizadas que desean imponerse en el seno de una coalición precaria. Cuando el falangismo reclame todo el poder lo hace considerando que en él mismo se encuentra la desembocadura de un movimiento unitario formado en la conquista del Estado a lo largo de la guerra civil. Se trata de querer hacer que el partido unificado sea realmente nacional, aunando las posiciones que permanecieron escindidas en la primera mitad de los años treinta. También supone algo menos destacado en las reflexiones sobre esta diversidad en la unidad. Y es que el fascismo es punto de referencia de todos los componentes del proyecto político vencedor, como no dejará de observarse al recorrer las páginas de las publicaciones de sectores de muy distinto origen cuando se define el orden que se está organizando en España, en congruencia con el nuevo rumbo que han tomado las cosas en el continente. El segundo factor es aún más importante, porque se refiere a la forma en la que el fascismo quiebra una concepción de la política que ha estado vigente en Europa identificándose con la modernidad. En su superación del liberalismo, el fascismo no se plantea un retorno legitimista, sino una actitud en la que lo revolucionario se contempla como depurador y actualizador de lo tradicional. Es decir, que aquella unidad existente en un mundo aún no fragmentado, aquella jerarquía y aquella concepción orgánica de la sociedad, pasan a comprenderse de una nueva manera, que implica fundamentalmente la participación activa de las masas y la organización de la sociedad de acuerdo con una justicia social que sirve para dos propósitos: denunciar los abusos del capitalismo ganándose a las capas medias y a los doctrinarios del catolicismo social, y el control de la producción mediante la sumisión de todos los agentes de la misma a las necesidades superiores de la nación. El fascismo no se contempla como un fragmento determinado de la opinión pública ni como el representante de un interés de clase concreto, sino como la forma política que cobra la comunidad nacional al tomar conciencia de sí misma: el movimiento como manifestación de un ser nacional. El fascismo no es algo distinto a la nación como totalidad: pasa a designar a quienes no están en su proyecto como adversarios de la comunidad nacional. Y, en sus manos, el mito de la Antiespaña alzado por el pensamiento reaccionario español pasa a modernizarse en una movilización popular de masas, que las condiciones de la república habrán de facilitar y que la guerra civil trasladará al campo más congruente con la concepción militar de la acción política propia del fascismo.

Durante decenios, el tradicionalismo había considerado ajenos a lo español los proyectos políticos del liberalismo. El fascismo aprovechará la crisis del Estado liberal tras la Gran Guerra para asumir esa crítica a la decadencia y proporcionarle otros elementos. Entre ellos, una perfecta consideración de sí mismo como representación de la comunidad nacional, como vanguardia visible capaz de surgir en el momento de peligro, forjada por una aristocracia heroica dispuesta a acabar con todo aquello que sea ajeno a la nacionalidad. La unidad que reclama el fascismo es un mito y una realidad al mismo tiempo. La unidad es lo auténtico, lo que de verdad constituye la base de la nación, como forma la única creencia posible en Dios. La disidencia es lo artificial, creado por la malevolencia o la injusticia social y que, en el caso de España, se expresa en los tres momentos decisivos de fragmentación: el ataque a la unidad territorial por los nacionalismos periféricos; el ataque a la unidad social por la lucha de clases; el ataque a la unidad espiritual por la existencia de los partidos políticos y la representación de la soberanía nacional como un escenario de confrontación permanente entre sectores antagónicos. El fascismo solamente puede comprenderse como movimiento que no representa una postura con respecto a los problemas de la nación, sino que se identifica con la nación misma. La unidad no es una estrategia, sino la formalización del ser de la comunidad.

El propio secretario general del partido unificado señalaba que la Unidad, la Unidad con mayúscula, era la palabra clave del 18 de Julio. El discurso de la unificación de abril de 1937 aún se refería al 17 de julio como fecha de inicio del movimiento, pero reclamaba también la unidad, tanto la doctrinal como la política, en una sola representación de la historia de España. Fernández-Cuesta lo reiteraba en el discurso conmemorativo del primer aniversario del decreto de unificación, aun cuando resaltaba que tal unidad orgánica de los combatientes en un solo movimiento no procedía de un objetivo político en el peor de los sentidos del término: administrativo, material, sino en su sentido espiritual congruente con el principal objetivo de la guerra civil. No era la unidad asentada en el miedo, sino «en un común destino, en una armonía de fines, en una ley de amor y de hermandad». La Unidad tal y como se contemplaba desde el fascismo, tan distinta a las fórmulas de coalición o alianza provisional, era el refugio de la identidad española, que siempre había costado una lucha atroz. Guerras por conseguir la unidad social, territorial y económica de la nación. Pero, sobre todo, guerras para «salvar la Unidad espiritual de todos los españoles, mil veces más preciosa que todas las uniones materiales dentro de un Movimiento como el nuestro, en el que un alto sentido clásico y tradicional se alía con otro moderno y militar».[800] Otro de los más destacados camisas viejas de Falange, Rafael Sánchez Mazas, planteaba la unidad como aceptación de un principio de armonía de la naturaleza que, lejos de impedir el desarrollo de la diversidad, permitía la realización de la persona en un ámbito comunitario. La nación y el imperio se habían basado en esa idea de unidad como obediencia a una Verdad situada por encima de la voluntad de los hombres entendida en su sentido liberal, pero no en el sentido católico de la libertad. «La constante positiva y afirmativa de la Historia de España ha consistido precisamente en el combate del principio general de unidad contra el principio de escisión».[801] En nota escrita para la edición de 1939 de Genio de España, Giménez Caballero afirmaba como tarea del Caudillo la resolución definitiva del problema de las dos Españas aprovechando la ocasión de su enfrentamiento radical en la guerra civil. El Movimiento habría de plantear la unificación de «partidos y tendencias, de símbolos y de uniformes», y debería jerarquizar a quienes participaban en la contienda en tres categorías: combatientes, no combatientes «y gentes que combatieron contra nosotros». De estas etapas surgiría el ascenso «de la Unidad al Imperio».[802] El propósito de la revolución era «rehacer la comunidad española, realizar la unidad de la Patria y poner esa unidad —de un modo trascendente— al servicio de un destino universal y propio», señalaba el «Manifiesto editorial» del primer número de la revista Escorial, en noviembre de 1940.[803]

En 1943 Beneyto podía reunir algunos trabajos previos en un sugerente y breve volumen, Tres historias de unidad, dedicado a señalar como carácter propio de lo español el rechazo de toda pluralidad, contemplada como disidencia o herejía, nunca como un intercambio de opiniones que afectara a lo sustancial. El diálogo, la diversidad, solo podía ser el que alimentaba a todas las partes en un proyecto común, nunca el que enfrentaba proyectos políticos o concepciones de la sociedad alternativas. «Una fusión de ortodoxias, bajo la unidad de lo religioso y lo político, hizo que la herejía fuese, también entre nosotros, la primera disidencia posible». Y, reiterando lo que era habitual en aquellos años de fundamentación del Estado en una tradición actualizada, se contemplaban los inicios de la representación política española como distintas ya al modo de entenderse en cualquier otra parte y, por tanto, como autenticidad nacional que debía reinstaurarse. Beneyto afirmaba algo aún más radical en esta lectura de la historia de los españoles como necesariamente vinculados a una esencia desplegada y madurada en la historia: la voluntad del Imperio se había mostrado en un salto cualitativo de la idea de unidad que había forjado la propia nación.[804] Por ello, el propio Beneyto había señalado, en un texto fundamental de la posguerra, que «Unidad y totalidad son los principios esenciales. Gracias a lo nacional, conjugado con lo justo, se llega a dar perfil al Estado Nuevo».[805] Agustín del Río Cisneros lo proclamaba por aquellas mismas fechas en las páginas de El Español, refiriéndose a la fusión de las JONS y Falange Española como el resultado de una nueva manera de comprender la política que se había sellado en el sacrificio de la guerra civil: «La unidad no es un programa ni un fin si se tiene un claro entendimiento político de la razón de España. La unidad es una temperatura vital, una condición imprescindible de la vida española y una causa de su suerte histórica».[806] Unas semanas después, el mismo intelectual falangista recalcaba de nuevo «el plebiscito heroico de la guerra» como espacio de realización del proyecto unificador del partido fascista español.[807]

* * *

Todos los elementos que hemos visto hasta ahora, reclamando el encuentro con una España que devolvía a la luz de nuevo sus ideas eternas, su estilo, su modo de ser; que hacía brotar el catolicismo como el símbolo y el alimento de la unidad espiritual de una esencia comunitaria; que presentaba la conversión de la política en milicia por un sentido de recuperación de la disciplina y la jerarquía; que indicaba haberse alzado no solo contra los abusos de los gobiernos republicanos sino contra el proceso de desnacionalización y disolución nacional que se había iniciado con la derrota del Imperio, son aspectos de un mismo mito de singular potencia, porque actúa sobre una crisis de la modernidad en la que la nostalgia comunitarista desempeña un factor esencial. Un mito que es congruente con las añoranzas de la unidad perdida, del paraíso de la fraternidad popular quebrada por responsables de la inseguridad, pérdida de estatus, marginación o destrucción de valores tradicionales reconocibles por amplias capas de la sociedad. Esa unidad propugnada por el fascismo no alcanza a una sociedad satisfecha de su diversidad, sino angustiada por considerarla una fase a superar, en un sentido u otro, buscando el establecimiento de un sistema totalitario, que devuelva a todos su función apropiada en una comunidad de todo el pueblo. «Corrían aquellos días en que el mayor delito era pensar en español», recordaría el autor de uno de los primeros textos de la autobiografía de la Falange del tiempo republicano.[808] En los meses en los que la guerra agoniza o se encuentra en el pasado más reciente, la pregunta se refiere a la legitimidad del combate realizado, que no se pone en duda pero que precisa definirse de manera más escrupulosa, más contundente. Se trata de comprender la guerra desde la responsabilidad generacional de haberla hecho, desde la gravedad de unos actos que deben tener su justificación: la liquidación del adversario, claro está, pero la identificación de este como algo que dañaba irremediablemente la base fundamental de convivencia sobre la que España podía llegar a ser, podía recuperar su sustancia y podía permitir que cada uno de sus habitantes viviera su existencia de un modo pleno. Suponía, además, empezar a plantearse en qué consistía una forma de vertebración social y de representación política que no solo se opusiera a la carencia de autenticidad liberal o a los antagonismos del socialismo, sino que permitiera ofrecer alternativas en las que tal superación ofreciera el futuro como regreso a una esencia perdida de coexistencia, de realización cotidiana de la comunidad. Plantearse por qué en España se había luchado, más allá de las consignas obvias de primera hora, en las que el nacionalismo y el anticomunismo aparecían como elementos primigenios, no era una caprichosa instancia de una pequeña elite de intelectuales angustiados por su propia victoria —aun cuando esto pudiera estar tan presente, como veremos en quienes se habían tomado en serio la revolución, lo cual nada tiene que ver con la bondad, sino con la coherencia, actitud harto distinta—. Era un recurso indispensable para plantearse qué Estado debía ser construido sobre una determinada concepción de la nación, a sabiendas de que este factor tan radical había dividido a los españoles hasta llegar a un conflicto armado de las características de la guerra civil: guerra moderna, entre otras cosas, porque se planteaba quién podía ser parte de esa comunidad y quién era ajeno a la misma, porque el trazo que había separado a unos y a otros era la misma adscripción a la españolidad.

Se trataba de saber nada más y nada menos lo que era España y cómo merecía ser pensada para organizarse del mejor modo, y qué era lo ajeno a la patria, cuya derrota militar y política había de completarse con la superación histórica de una falsa nación, que había deambulado por los dos últimos siglos en el arcén de la actualidad europea. La guerra había depositado la experiencia de una nacionalización en el sentido comunitario, de radical unidad, de densidad totalizadora, de intransigencia hacia lo distinto que iba más allá de la intolerancia para convertirse en una delimitación ontológica. El proceso de fascistización en el escenario concreto de la guerra era un marco de encuentro carnal, en el que el riesgo de la muerte encontraba el consuelo de la eternidad, y la supervivencia hallaba la responsabilidad de una misión purificadora. La patria había dejado de ser una abstracción que interesaba a una franja acomodada de intelectuales, para convertirse en una vivencia que habría de formar parte de la identidad de quienes habían vencido y trataban de restablecer su vida en las condiciones de una paz que iba ligada necesariamente a una división tajante entre vencedores y vencidos. Esa calidad del vencedor —y no solo del combatiente— como figura histórica española puede iluminar aspectos que no solo se refieren a las retóricas más ampulosas, sino también a las técnicas de supervivencia en el marco de la consolidación del régimen en los años futuros. La manera de convertir un llamamiento a la integración en un juego de distintas categorías nacionales, que desearán sostenerse sumadas a las desigualdades sociales, produce una paradoja perfectamente comprensible en la lógica del fascismo, en la medida en que los campos de inclusión definen la nación como total y, al mismo tiempo, dan por supuesta la existencia de quienes están en las zonas de sospecha de no ser asimilables. La necesidad cotidiana de alcanzar la condición de un español de pleno derecho se encontrará siempre junto a esa ostentosa definición de unidad «de los hombres y las tierras de España», cuya condición de riesgo pasa a convertirse en un objetivo, al establecer la necesidad de mantener, para unos, la seguridad del espacio conquistado como zona de promoción social frente a la amenaza que representaba la República; para otros, implica la obligación de mantenerse visibles en un espacio dispuesto a la colaboración, a ser base del régimen e incluso a aceptar una pasividad que los convierta en personas de orden. Podrán estar tales circunstancias lejos de una imagen simplificadora de la distinción entre héroes y villanos que determinada propaganda deseaba presentar como fácil corte axial de España, pero corresponde a una sociedad cargada de matices, en la que incluso el pertenecer a uno u otro campo —el de los vencedores o el de los vencidos— no se da de una sola vez, sino que tiene que adquirirse en muchos casos en una conducta social desarrollada en zonas grises de la vida de las clases populares.

EL FUERO DEL TRABAJO: UNA INTENCIÓN CONSTITUYENTE

Un año antes del fin de la guerra, en ese 1938 en el que avanza de forma vertiginosa la institucionalización del régimen, el debate sobre lo que es España es resuelto en un decreto del Jefe del Estado, el Fuero del Trabajo. Un texto sobre cuya definición jurídica habrán de debatir intensamente los especialistas al servicio del franquismo, conscientes de la importancia de lo que aparecerá luego como la primera de las Leyes Fundamentales, y que en aquel momento se presentaba como el basamento orgánico de las relaciones sociales y, por tanto, de la forma en que se comprendían los objetivos integracionistas de la revolución nacional en su aspecto laboral y económico. Como lo ha señalado un joven y brillante especialista en el sindicalismo vertical español, la importancia del Fuero radicaba en ese carácter solemne e inicial al mismo tiempo, aspirante a una categoría de mito como constitución de una nación de productores que no solo superaba la lucha de clases, sino el concepto mismo de clase como elemento con intereses definidos, diferenciados y antagónicos en el legítimo conflicto social.[809] Benjamín Rivaya ha destacado, desde la posición de los estudios de Filosofía del Derecho, la función primordial que había de desempeñar el texto, presentado por sus comentaristas contemporáneos, como base primordial del Nuevo Estado, aun cuando las actitudes que sostenían ante el Fuero denotaran lecturas diversas, lo cual no solo no perjudicaba, sino que garantizaba la unidad política del fascismo español, cuyos diversos integrantes podían sentir su punto de vista reflejado en la letra de un texto que había procurado asumir el espíritu de síntesis del momento.[810] Una síntesis que no implicaba la equivalencia de todos los ingredientes, que fueron cobrando mayor o menor capacidad de intervención en función de la evolución del régimen, como ocurrió en todos los fascismos europeos. Por otro lado, como bien ha indicado Bernal, la adjudicación del texto a una victoria del Falangismo debería tener en cuenta que ya no se trataba del partido fascista compitiendo con otras formaciones de la extrema derecha en la etapa republicana y recalcando una identidad laborista, sino del falangismo que se movía en un marco en que tal competencia había de ser sustituida, en el campo doctrinal, por la puesta en común de aquellos aspectos —como el catolicismo social— que habían sido patrimonio de todos antes del estallido de la guerra. El Fuero del Trabajo llegaba, además, en un marco de actos de institucionalización tan importantes como la constitución del primer gobierno de la nación y, a escala del partido único, la constitución de su Consejo Nacional y de la Junta Política, en la que el papel preponderante de los falangistas era claro, aun cuando debe tenerse en cuenta la propia diversidad existente en quienes son definidos de este modo, algo que podrá observarse en los enfrentamientos internos del grupo en los tres años siguientes.[811]

La importancia del Fuero del Trabajo, presentado tantas veces como una muestra del poder del falangismo en el régimen y, también, como la existencia de graves disensiones en su seno cuando llegó la hora de su aprobación, reside, según creo, en mostrar todo lo contrario: es decir, su capacidad de integrar en una misma propuesta a sectores diversos y manifestar, de este modo, que los factores de cohesión eran más potentes que los de disgregación y habrían de continuar siéndolo en toda la primera década de la posguerra. Era una muestra, además, de la cierta volatilidad de las posiciones definidas en función de los antecedentes personales de los cuadros del Nuevo Estado, que podían evolucionar con gran rapidez desde el fascismo radical hacia el catolicismo autoritario, o desde un fascismo de oportunidad de la inmediata posguerra a actitudes que se reivindicaban como permanentes, cuando llegó la crisis del fascismo europeo y los enfrentamientos internos del fascismo salido de la guerra civil se transformaron en una defensa unánime de una comunidad cristiana encabezada por un Estado anticomunista y «posliberal». Por último, podía expresar la conciencia de la permeabilidad de cada una de las corrientes que habían sido sometidas al proceso de fascistización, en la medida en que todas ellas podían sentir como propio lo que ha querido verse como exclusivo de alguno de los sectores. En la definición del corporativismo podría encontrarse uno de los aspectos de conflicto más claro, aun cuando ello no pudiera asignarse inmediatamente a una de las corrientes —el sindicalismo vertical podía ser algo no exclusivo del falangismo, pudiendo contemplarse como un sistema de control social más eficaz por parte de otros sectores del régimen, del mismo modo que el corporativismo podía ser visto con simpatía por parte de sectores del propio falangismo—.[812] Por otro lado, tales diferencias se manifestaron, como no dejaron de indicarlo en sus estudios sobre el tema todos los comentaristas del momento, tanto en Alemania como en Italia, sin que ninguna posición pudiera ser considerada ajena al fascismo. Ni el sometimiento de las relaciones laborales al Ministerio de Trabajo en el caso alemán, contra la opinión del líder del Frente Alemán del Trabajo, Robert Ley, ni la renuncia al sindicalismo integral, contra las convicciones de Edmondo Rossoni y sus compañeros del sindicalismo fascista —o quienes, en el mismo seno del movimiento fascista italiano, defendían la primacía del partido frente a las corporaciones, como era el caso del radical Farinacci, que temía la despolitización del sistema—. Por tanto, el Fuero del Trabajo, primera de las grandes normas de organización del régimen, mostraba su heterogeneidad y, al mismo tiempo, la transversalidad de los conflictos y la disciplina final, consecuencia no solo de un dictado exterior, sino de la convicción de pertenencia a un mismo proyecto.

El texto se convertía, por el momento de su aparición, en un acto de afirmación de los objetivos sociales de la guerra, de la autoridad extraordinaria que firmaba el decreto, del carácter de la revolución nacional como síntesis entre tradición y revolución —o, más bien, de revolución como reencuentro con una tradición— y respuesta española a la crisis del Estado liberal, cuyos mecanismos de representación y cuya organización sindical habían quedado obsoletos y eran dañinos para mantener la unidad esencial de la comunidad nacional. Se indicaba la voluntad de subordinar la actividad económica a las directrices del Estado, aun cuando se reconociera y se impulsara la propiedad privada. Al Estado debía corresponder la definición de las condiciones de trabajo en la nueva unidad productiva que sería la empresa nacionalsindicalista, asegurando la defensa del interés superior de la producción nacional de cualquier interferencia provocada por la actitud de los patronos poco conscientes de su función como Jefes de Empresa o de los trabajadores que quisieran restaurar la conflictividad de clase. El sindicalismo vertical no se contemplaba como un factor de representación de ninguno de los sectores de la producción en la comunidad empresarial, sino como instrumento al servicio del Estado —una «corporación de derecho público»— que debía auxiliarle en las tareas de información, asesoramiento, disciplina y organización del trabajo, sin que correspondiera al sindicato ningún tipo de acción negociadora, lo que se justificaba señalando en la primera declaración la superación del carácter de mercancía del trabajo, propia de los regímenes liberales y, por tanto, la eliminación de una visión contractualista de las relaciones laborales. Se destacaba el momento excepcional en que se había aprobado el texto, lo cual lo llevaba a ser un acto de afirmación de la soberanía legislativa de una revolución y, por tanto, aparecía como una carta fundacional del Nuevo Estado.

El catedrático de la universidad de Salamanca Ignacio Serrano y Serrano insistía especialmente en los aspectos relacionados con el tipo de Estado que había dado lugar a la promulgación de un texto de tales características. Resultaba fundamental que la palabra «Fuero» utilizada no respondiera, como en otros tiempos, a la debilidad de la autoridad vigente sino, por el contrario, a la máxima concentración de poderes pensable, que no era fruto de unas condiciones de excepción, sino que formaba parte de la propia teoría del poder vigente en el bando sublevado. El tono del Fuero del Trabajo, tan poco habitual con sus exhortaciones, su rumbo declamatorio, su aspecto imperativo y sus veleidades literarias, correspondía a una voluntad propagandística, algo que correspondía a la necesidad de «meter en las molleras de las gentes la idea de Patria, el bien de la Nación, la solidaridad entre los elementos de la producción»,[813] cuando tales valores habían sido corrompidos por el marxismo. El decreto había sido preferido a una ley y, además, había sido firmado por el propio Franco, sin la presencia del nombre del ministro de Organización y Acción Sindical. Originado en el partido y firmado por quien concentraba todos los poderes del Estado, tenía «un hondo sentido simbólico»,[814] destinado a subrayar la responsabilidad del Caudillo tanto en las tareas políticas como en las militares. Por otro lado, el texto debía comprenderse —aunque el autor hubiera preferido la forma de una ley— como expresión de la lenta construcción del Estado totalitario, carente de verdaderas constituciones. Lo que se expresaba en el texto era la voluntad del retorno a la totalidad de la nación de aquellas atribuciones que le habían sido hurtadas, cosa que solo podía hacerse mediante un Estado totalitario. Ninguno de los existentes hasta la fecha habían logrado establecer una base constitucional clara y, en España, ello correspondía perfectamente a la reticencia ante todo tipo de programas que habían expuesto los creadores del nuevo orden de cosas. Con todo, debía afirmarse que los principios declarados en el Fuero del Trabajo mostraban la voluntad de establecer una sociedad en la que se protegiera al trabajador, se respetara la propiedad, se impulsara la iniciativa privada y se hiciera de la familia la base elemental de la convivencia. El texto planteaba una nueva definición del trabajo que fuera congruente con la superación de las clases y su sustitución por la hermandad: ni siquiera se habían respetado los sindicatos mixtos, sino que se había elegido la fórmula del sindicalismo vertical, integradora de todas las categorías por rama de producción. En este aspecto, y en la declaración de que el decreto emanaba del carácter nacionalsindicalista del Estado, se centraban las objeciones del catedrático salmantino, para quien el sindicalismo de masas pasaba a ser sustituido por uno de minorías asesoras en el que se tendería al descenso de la participación. Por otro lado, para Serrano y Serrano, no podía definirse al mismo tiempo el Estado como nacionalsindicalista —cosa que sí podía ser el movimiento político que lo inspiraba— y como totalitario. Aun cuando la Norma Programática del Nuevo Estado, calcada de los 27 puntos de FE de las JONS exceptuando el último de ellos, se refería al Estado nacionalsindicalista en cuatro ocasiones, para Serrano el nacionalsindicalismo no agotaba las formas de organización de un Estado que desbordaba este concepto particular precisamente por su aspiración a la totalidad.[815] Por su parte, Alejandro Gallart Folch no solo insistía en las condiciones excepcionales de la unidad de mando que había llevado a la aprobación del decreto, sino que resaltaba que este precisaba de dos aspectos esenciales: el grado de solidaridad existente en la euforia de una victoria inminente, y la síntesis política entre las posiciones del falangismo, el tradicionalismo, el catolicismo y el militarismo. La experiencia de la guerra como unidad y proceso de fusión había permitido el vigor de un elemento aglutinante capaz de sacar a la luz «los valores eternos de nuestra Patria».[816] Solo un Estado autoritario podía imponer una norma de este tipo, como se había hecho en otras partes de Europa, porque tan solo su capacidad totalizadora le permitía subordinar la vida económica a la voluntad política. Esta voluntad implicaba poner todos los elementos de la producción al servicio de la nación, evitando cualquiera de los tipos de subversión propia de los regímenes liberales. Gallart destacaba, entre lo más fecundo del Fuero, que la justicia social se viera acompañada de la protección de la propiedad, de la preservación «del orden lógico de la vida económica que exige que el capital-empresa sea el que provea a la dirección de la misma».[817] El reconocimiento de la iniciativa privada no podía regresar a fórmulas liberales, sino a una orientación básica del Estado acompañada de la aspiración de hacer «más humana la articulación entre los diferentes factores activos de la producción y menos acusadas las diferencias entre las clases sociales».[818] El sindicalismo vertical, destinado a asegurar la unidad, la totalidad y la jerarquía productivas, no debía verse como órgano de representación, sino que debía obedecer a su función de corporación de derecho público, primando «la acción, autoridad y jerarquía en los mandos sindicales».[819]

L. Prieto y M. Sancho, aun cuando también subrayaban el rasgo excepcional de la concentración del poder en Franco, hacían de este un rasgo de la tradición española al que se sumaban los elementos del Fuero más directamente vinculados con el catolicismo, que empezaba a manifestarse en el propio preámbulo del decreto y se prolongaban en sus referencias al concepto del trabajo como deber impuesto por Dios y exigido por la sociedad. Las referencias a la «liberación del trabajo a la mujer, para que pueda criar y educar a sus hijos —abandonados en el arroyo mientras ella permanece en el taller— y cuidar de su hogar, donde el hombre ha de encontrar la alegría a la vuelta del trabajo», a la obligación de respetar las fiestas religiosas o a la «colocación de la familia a la altura de un santuario de todo lo puro y noble» pueden indicar, por su tono y fondo, lo que más interesaba del decreto a estos autores.[820] Las semejanzas del Fuero con las leyes promulgadas en otros países no podían desviar la atención de un aspecto esencial: «la inspiración última del Fuero es la tradición española, doctrinal y legal, de justicia legal y de sentimiento humano y cristiano, que hizo posible el Imperio, al cual hoy volvemos».[821] Aun cuando no se pusiera en duda la utilidad del nacionalsindicalismo incluso como definición del Estado, se señalaba que la palabra «sindicalismo» tenía un valor meramente nominal en el nuevo orden, al establecerse este sobre unas bases que eliminaban las funciones tradicionales de las organizaciones de clase, sustituyéndolas por instrumentos representativos de la unidad de la producción nacional. En esta misma línea de reivindicación de los elementos católicos y tradicionales del Fuero se encontraba el estudio de Antonio Díaz Rodríguez,[822] mientras otros autores, como Joaquín Pedregal, Vicente Escrivá y Ángel Sanz destacaban la atención prestada a los gremios como intención del regreso a las condiciones idílicas de una sociedad sin conflictos.[823] El valenciano Ramón Gay de Montella, procedente también de posiciones del catolicismo político, destacaba en su examen del Fuero la intervención del Estado para asegurar que lo que pertenecía al campo de la ética religiosa del trabajo pasara a ser ética nacional. Gay defendía la definición del Estado como Nacional-Sindicalista y señalaba el carácter crucial de la Declaración XIII, que establecía los sindicatos verticales, aun cuando manifestara la necesidad de que fuera esta la parte en que, por su extraordinaria novedad, tuviera que desarrollarse una legislación positiva más extensa, que incluía, según su parecer —y no el de otros autores— el mantenimiento de la relación contractual. El hecho de que su estudio fuera publicado conjuntamente con un trabajo acerca de las corporaciones podía indicar que Gay se movía, en aquellos momentos de cierta confusión a la hora de concretar los principios del Fuero, entre quienes veían el texto como continuación y ampliación de las tendencias corporativas desarrolladas por el catolicismo social.[824] Algo parecido ocurría cuando el prestigioso catedrático de Derecho Administrativo Eugenio Pérez Botija se refería al mantenimiento de las relaciones contractuales dentro de la empresa, que los sectores más radícales como Legaz negarían.[825]

Las condiciones especiales en las que se había decretado el Fuero eran reconocidas por todos los comentaristas, como también lo fue su relación con el corporativismo como propuesta. Entre tales actitudes había de destacar la del conocido propagandista católico Joaquín Azpiazu. Este influyente jesuita había escrito diversos estudios sobre la cuestión social y la solución ofrecida por las Encíclicas de León XIII y, en especial, Pío XI. En el mismo momento en que —como tendremos la ocasión de observar— Azpiazu definía el Estado católico, apresurándose a salir al encuentro de los primeros esbozos de teorización sobre el nuevo sistema, publicó unas acotaciones al decreto, a las que puso el expresivo título de Orientaciones cristianas del Fuero del Trabajo. Expresivo, no solo por el adjetivo, sino por el sustantivo que lo iniciaba: no se presentaban como acotaciones realizadas desde la posición de un propagandista empeñado desde hacía años en la labor de difundir el corporativismo como solución al «problema social», sino que se definía por indicar cuáles eran las «orientaciones cristianas» que caracterizaban al Fuero. El libro no pretendía realizar crítica alguna al documento, sino que deseaba considerarlo un punto de llegada lógico a las posiciones defendidas por la doctrina social de la Iglesia desde finales del siglo anterior. Deseaba, asimismo, establecer la vinculación del texto con la oportunidad ofrecida por la guerra de restaurar la tradición española, entre cuyos aspectos esenciales se encontraba una visión peculiar de las relaciones económicas, cuyas intuiciones de la época imperial habían quedado actualizadas por el sonoro fracaso del capitalismo y del socialismo. «Tradición significa catolicismo. Si se apartara la doctrina del Fuero del Trabajo del catolicismo dejaría de ser tradicional».[826] El catolicismo había ido realizando un portentoso esfuerzo de actualización de la doctrina tomista del bien común, de la mano de escritores como el dominico R. G. Renard, tan influyente en los pensadores españoles del momento. Y esta misma doctrina de rescate del «alto sentido humano» del trabajo, que aparece en el preámbulo del Fuero, comunicaba directamente la tradición imperial española citada en el mismo con la obra realizada por los intelectuales católicos corporativistas. «El Fuero del Trabajo ha de atemperarse a la tradición católica, al sentido verdadero de justicia social y al alto sentido humano de la antigua legislación. Y que estas normas, y no otras, han de ser las que las interpreten».[827] Como había de hacer en otros aspectos de su trabajo en aquellos días, Azpiazu interpretaba el totalitarismo del Estado español haciéndolo compatible con la doctrina expresada por Pío XI acerca del «totalitarismo subjetivo», mientras se aceptaban los aspectos más retóricos del Fuero, entre ellos la referencia al trabajo como «uno de los más nobles atributos de jerarquía y de honor […], servicio que se presta con heroísmo, desinterés o abnegación, con ánimo de contribuir al bien superior que España representa».[828] El trabajo era una penalidad, un «deber impuesto al hombre por Dios», que sin él caería en el vicio: por tanto, era una obligación y no una función social.[829] Sin embargo, Azpiazu no aceptaba que la función primordial del Estado fuera garantizar el derecho al trabajo, sino la gestión del bien común y la custodia de lo justo: «El Estado ha de seguir los pasos de la política de Dios: enaltecimiento del trabajo y espiritualización progresiva del mismo en cuanto sea posible».[830] Donde mayores eran sus discrepancias de fondo, aun cuando las expusiera como un acuerdo —ya se encargaría Legaz de poner las cosas en su sitio—, era en la identificación del corporativismo y el nacionalsindicalismo lo que, a todas luces, rompía la lógica de los sindicatos verticales definidos como instrumentos y no órganos del Estado, y permitía situar las reflexiones del Fuero en la tradición corporativa del catolicismo social. Azpiazu recordaba sus propias palabras de 1937, al señalar en un comentario al punto 9 del Programa de FET y de las JONS, que «el Sindicato vertical, o era la Corporación, o no era nada».[831]

Autores de tan clara militancia católica como Alberto Martín Artajo y Máximo Cuervo reeditaron su recopilación de textos pontificios y declaraciones de asambleas de sindicalistas católicos, cuya primera edición se había realizado en 1933, dedicando la de 1939 al «Caudillo heroico de la España cristiana, Generalísimo Franco, llamado por la Providencia a fundar sobre el evangelio la Justicia y la Paz que ansían los españoles y a forjar con ellos la grandeza de la Patria». En el prólogo a esta segunda edición, que seguía contando con la extensa presentación de Herrera Oria, los autores señalaron que habían decidido suprimir el último de los textos recopilados, resultado de una asamblea de sindicatos católicos celebrada en diciembre de 1932, al considerar que: «Promulgado el Fuero del Trabajo, que recoge y renueva la tradición católica española de justicia social, este documento debe ocupar un lugar preferente en esta colección», sin que existiera conflicto alguno con lo que se había manifestado en 1933. Sin embargo, el primer punto de las «Bases de organización y programa doctrinal de acción del sindicalismo obrero católico», que se había suprimido, indicaba algo tan contradictorio con el Fuero como lo siguiente: «Se reconoce que el medio más eficaz para defender los legítimos intereses de las clases trabajadoras es el sindicato puro, es decir, el constituido solamente por obreros de un mismo oficio».[832]

Guillén Salaya o Dávila Yagüe, en el campo del falangismo más ortodoxo, defendieron los sindicatos verticales como aportación fundamental del nuevo texto, lo que correspondía a la crítica realizada por José Antonio al sistema corporativo en la primavera de 1935. Para ambos, el avance de aquellos implicaba hacerlos un instrumento del Estado que no se confundiera con un mecanismo de representación y que permitiera, además de la superación del concepto de clase, la verdadera realización del Estado totalitario.[833] Sin embargo, las lecturas más enriquecedoras del Fuero, y que lo situaban en su condición de carta fundacional del régimen, pueden encontrarse en las conferencias pronunciadas por Joaquín Garrigues en Italia poco después del fin de la guerra, y, sobre todo, en las diversas reflexiones realizadas por Legaz Lacambra y algunos de sus colaboradores. Garrigues, profesor de la universidad de Madrid, realizó conferencias comentando el Fuero del Trabajo en la Universidad de Pisa y en la Sociedad Leonardo da Vinci de Florencia en la segunda quincena de mayo de 1939. Garrigues subrayaba cómo Franco había deseado la redacción del Fuero antes de que acabara la guerra, para señalar el carácter revolucionario de esta, mostrando hasta dónde llegaba la voluntad de integración nacional de los sublevados. Se trataba de convencer a los españoles equivocados de los propósitos de justicia social de la revolución nacional que estaba fraguándose en el marco de la guerra misma. Por ello, el postulado fundamental del programa de la revolución y del Fuero era la superación de la lucha de clases y su sustitución por una «totalidad orgánica de los productores».[834] Este principio de organización de la comunidad nacional al margen de las clases era lo que había impulsado al fascismo y al nacionalsindicalismo por la misma vía, subordinando la vida económica a la voluntad política del Estado como representante de la nación. Pero algo diferenciaba las normas aprobadas por el fascismo italiano y por el nuevo régimen español: la guerra civil. Precisamente este marco de institucionalización había permitido avanzar en una declaración de principios que actuaban como base constitucional del Nuevo Estado, realizada en el tono autoritario, declamatorio y carente de concesiones que caracterizaba el ambiente bélico. Entre tales actitudes se encontraba aquello que el fascismo italiano, llegado al poder por otros medios, no había podido realizar, presa de su necesidad de conciliación: la construcción de un sindicalismo vertical que eliminara las organizaciones de clase. Tal aspecto no expresaba antagonismo entre los dos sistemas —como tampoco lo expresaba con el peculiar sistema nacionalsocialista alemán—, sino la diversidad de vías de acceso al poder que había tenido el fascismo en Europa. Y, en este aspecto, el caso español no representaba una desventaja comparativa, sino una oportunidad de la que habían carecido los otros modelos. «El Estado español nace políticamente fuerte después de una guerra de afirmación nacional y no encuentra frente a sí el elemento deletéreo del sindicalismo marxista».[835]

Luis Legaz Lacambra fue quien más avanzaría en la apreciación del Fuero del Trabajo como la base constitucional del Nuevo Estado, posición que vertebró sus colaboraciones en la Revista de Organización y Acción Sindical publicada en la primera mitad del año 1939. En la antecesora de la Revista de Trabajo se publicaban artículos sin firma que habían sido redactados directamente por Legaz o que tenían la impronta de su aproximación al tema. Legaz trataba de armonizar una visión totalitaria del Estado nacionalsindicalista con unas convicciones religiosas que le llevaban a ver en esta doctrina la continuidad más perfecta del pensamiento español de la época imperial y la aplicación más severa de los principios neotomistas. Estos no eran siempre bien interpretados por los propagandistas católicos o por el propio Pío XI, a quien Legaz ni siquiera dudaba en acusar de manipulación de los textos del Aquinate.[836] El catedrático de Santiago de Compostela defendió, en un artículo publicado en la revista del Ministerio de Organización y Acción Sindical, que la revolución nacionalsindicalista era la que incorporaba al conjunto del pueblo al Estado como solo podía hacerlo un régimen totalitario, capaz de subordinar las actividades económicas y las relaciones laborales a una autoridad superadora de la lógica del liberalismo. Pero señalaba, además, que el catolicismo había desempeñado en España un papel esencial, evitando el desarrollo del capitalismo que había encontrado sus mejores zonas de desarrollo en la Europa de cultura protestante. La «religión del trabajo» individualista y burguesa propia de la Reforma podía ser sustituida ahora por un espíritu en el que el trabajo abandonaba su carácter instrumental para ser el centro de una sociedad, en la que se realizaba el ser humano, a través de la integración del individuo en la comunidad nacional. El sentido de penitencia y redención del trabajo defendido por el catolicismo pasaba a crear, en su actualización fascista, un hombre nuevo que perdía el yugo de las relaciones mercantiles del capitalismo, para realizarse en lo que Legaz ya había llamado anteriormente el «humanismo totalitario español». La igualdad jurídica obtenida por el jacobinismo pasaba a ser superada por la igualdad en la función desempeñada por cada uno en la comunidad productiva. El trabajo pasaba a ser, así, elemento de conciliación entre lo individual y lo comunitario, entre la igualdad y la jerarquía.[837]

En un estudio cuya primera formulación se había realizado en una conferencia dada en Santander en agosto de 1938, Legaz se dedicaba a destruir la confusión entre corporativismo y nacionalsindicalismo lo que, en algunos casos de forma claramente visible, era una respuesta a los esfuerzos de Azpiazu y sus compañeros corporativistas católicos de convertir el sindicalismo vertical en una forma especial y, en todo caso, secundaria, de lo que en términos generales era el desarrollo del movimiento corporativo en Europa, cuya paternidad exclusiva se encontraba en la doctrina de la Iglesia. Legaz reconocía la paternidad católica del corporativismo en la lucha sostenida por el pensamiento cristiano para acabar con una visión mecánica de la sociedad y plantear una concepción orgánica de la comunidad. El régimen fascista italiano había seguido rigurosamente la doctrina de la Iglesia, pero en lo que se refería a una distinción previa hecha por Legaz: la filosofía social, que era distinta a la filosofía política. En la situación española del momento, un Estado corporativo «en el sentido de que sus órganos y sectores representativos sean las mismas corporaciones y en el que no intervenga ningún otro principio […] es una imposibilidad».[838] La experiencia fascista expresaba la voluntad de fusión entre Estado y sociedad, no el deseo de anular esta última. El Estado corporativo «es la realización jurídica de la idea política del Estado fascista, como el Estado de Derecho es la realización jurídica de la idea política del Estado liberal».[839] La existencia de una multitud de soluciones corporativas era, para Legaz, congruente con la diversidad de situaciones concretas nacionales, con lo que un planteamiento generalista de la cuestión corría el riesgo de perder vigor y rigor teóricos. El catedrático apuntaba a que lo mismo podía suceder con el concepto de Estado totalitario: una referencia más simbólica que conceptual para designar de forma muy tentativa las novedades políticas del momento. En España, los corporativistas puros atacaban a los nacionalsindicalistas, mientras los nacionalsindicalistas se sentían corporativistas. El nacionalsindicalismo iba más allá de lo que planteaba el corporativismo. Al identificarlos, Azpiazu cometía un error, porque el corporativismo no era una finalidad, sino que podía desembocar en el fascismo y el nacionalsindicalismo, «que tienen una significación propia en cuanto que son más que el corporativismo».[840] El nacionalsindicalismo se encontraba dentro de las ideas expresadas por las Encíclicas, pero iba más allá y, sobre todo, mucho más lejos de quienes buscaban un alcance más modesto al comentarlas. El sindicalismo vertical no era una corporación, sino una organización de masas previa a ella. Por otro lado, esta organización de la sociedad a través de la nueva definición del trabajo y las relaciones que de ella emanan no podían ser apolíticas, como reclama Azpiazu. Nadie debía confundir la política del régimen nacional y totalitario con el politicismo liberal.[841] El carácter político del nacionalsindicalismo respondía a un supremo punto de vista religioso, puesto que sus dos puntos fundamentales, la idea de la patria y la idea del hombre, se basaban en la idea cristiana de las mismas. «Católicamente se cree en la suprema realidad de España, cuya misión histórica es la catolización y evangelización del mundo, y católicamente se afirma la libertad profunda de la persona».[842] Solo un Estado totalitario, capaz de defender la idea integral del hombre, con su proyección nacional, laboral e imperial, podía servir en la hora de la revolución.

A Legaz corresponderán otras consideraciones importantes sobre este tema, como la definición del sindicato como «corporación de derecho público» y, sobre todo, la afirmación ajena al contractualismo con que pueden cerrarse estos comentarios sobre la visión que se tenía del Fuero del Trabajo como base constituyente del Nuevo Estado. Para Legaz, el nacionalsindicalismo no se limitaba a una modificación autoritaria de las relaciones laborales, sino que rompía con una tradición liberal que deshumanizaba al individuo por la vía de su fragmentación. El Derecho burgués trataba de individuos independientes relacionados por contratos revocables, y la contratación colectiva en el trabajo era una forma de aceptación de las presiones marxistas a favor de una mejora de las condiciones de negociación de la clase obrera. Sin embargo, la propuesta nacionalsindicalista, como la nacionalsocialista alemana, se orientaba hacia una superación de esta situación planteando la destrucción de una visión de las relaciones del trabajo basadas en contratos entre individuos o grupos representantes de clase. No existía un «homo œconomicus» que establecía un contrato de trabajo con sus antagonistas patronales, sino unos miembros de la comunidad de empresa vinculados por la relación personal de lealtad y fidelidad, en la que el trabajo como proyección del ser humano integral debía ir acompañado de la organización y justa retribución dada por un empresario que sirve a los intereses de la economía nacional. La tesis relacionista, presente también en una Alemania que pretendía superar el concepto de clase y rompía cualquier instrumento de negociación sindical, se presentaba como lo más parecido a lo propuesto por nacionalsindicalismo a través del Fuero del Trabajo.[843] De este modo, Legaz pasaba a definir la revolución nacional a través del marco constituyente de la primera de sus Leyes Fundamentales —aunque en su momento no se pensara en la realización de otras—, buscando en las fórmulas del Fuero del Trabajo que se refieren al Estado, a la familia, a la economía nacional, al carácter de las relaciones de trabajo y a la misma definición original de este, mucho más que una norma de relaciones laborales. Para el grupo de especialistas en Derecho Político que se encontraban en esta posición, lo que se había declarado era una base de principios equivalente a las grandes declaraciones previas a cualquier desarrollo jurídico posterior, que solo podía juzgarse comprendiendo la necesidad de una nueva teoría del Estado, coherente con un nuevo concepto de la nación, o a la recuperación y actualización de una tradición política colapsada y rescatada en las condiciones de la guerra civil y de crisis de las democracias europeas.