CRISIS DEL RÉGIMEN, SUBLEVACIÓN Y CONSTRUCCIÓN DEL PROYECTO FASCISTA UNIFICADO (1936-1937)
ANTE EL 16 DE FEBRERO. EL FASCISMO Y LAS PERSPECTIVAS ELECTORALES DE LA CONTRARREVOLUCIÓN
El Fascismo, en una palabra, es la Contrarrevolución.
MARQUÉS DE LA ELISEDA (1935)
La intransigencia os costará dificultades en principio, aunque luego os reporte dignidad, alegría, limpieza y fuerza moral a los ojos de España entera.
R. SÁNCHEZ MAZAS (1936)
El Frente Nacional como estrategia de Falange
Si Sánchez Mazas pedía que se emprendiera la cabalgada, Primo de Rivera analizaba las perspectivas del año que acababa de iniciarse con invocación religiosa. Mientras España sufría las «alternativas del vapuleo y del pasmo», brillaba «a lo lejos, la estrella desesperada de su destino. Y ella paralítica, en su desesperada espera de la orden amorosa y fuerte: “¡Levántate y anda!”».[580] A fin de cuentas, lo militar y lo religioso habían sido requeridos por el fundador de Falange como las únicas formas serias y completas de existencia. Y, en este caso, tanto la imagen de la caballería como la alusión evangélica a la resurrección tenían un sentido especial: no se trataba de lanzarse a la batalla solamente, sino de hacerlo para asegurar el renacimiento de España. A uno y a otro lado, izquierdas y derechas se lanzaban al combate electoral. Falange estaba para recordar la futilidad del sufragio. La amenaza de la izquierda no toleraba la espera de la restauración ni los trámites de la revisión constitucional. Las derechas, en esa posición de superioridad electoral que confundían con la política, llegaban incluso a considerar superfluo el apoyo de quien, desde una posición cada vez más influyente, pero aún muy minoritaria en vísperas de las elecciones, ofrecía su generosa participación en un Frente Nacional que solo podía ser entendido, en la definición de su máximo líder, como propuesta contrarrevolucionaria, aunque fuera mediante la oferta de otra revolución.
La conciencia de la necesidad del apoyo del fascismo podía encontrarse en el encuentro amigable entre algunos de sus dirigentes pero, sobre todo, en la complicidad que se establecía entre los jóvenes. La experiencia de la lucha contra la izquierda en la Universidad había creado sólidos lazos de camaradería entre la militancia del SEU y de la AET, que habían de estrecharse aún más en la huelga más alarmante y exitosa que llevaron a cabo, contra las afirmaciones del catalanismo en la Universidad de Barcelona. La movilización se anunció en Haz, cuyo editorial atacaba con su acostumbrada violencia verbal a la «Federación Nacional (?) d’Estudiants de Catalunya […] que hablan de su Universidad y de la Universidad española».[581] La huelga fue realizada por todas las organizaciones conservadoras, que pudieron compartir la experiencia de aquel importante combate común, prolongado hasta el 26 de enero. En el siguiente número del semanario del SEU, y bajo unas consignas que recordaban que los estudiantes italianos combatían en Abisinia, que los alemanes se hallaban en el Servicio de Trabajo y que, como ellos, los españoles solicitaban un puesto de vanguardia «para el engrandecimiento de la Patria», se celebraba que «hemos iniciado el camino de la victoria». El comentario al desarrollo de los acontecimientos, en el que los estudiantes falangistas habían luchado y negociado con los de la Confederación de Estudiantes Católicos y con los de la Agrupación Escolar Tradicionalista, deseaba proclamar que la huelga mostraba tanto la fuerza de esta corriente nacionalista española en la Universidad como el deseo de distinguirse de aquellas organizaciones que solo organizaban huelgas para poder perder días de clase. Es decir: se subrayaba el carácter de «gente de orden» del estudiantado, que así fue reconocido por la cordialidad del presidente del Consejo de Ministros Portela y por el Ministro de Instrucción Pública, Villalobos. A ambos se les indicó que el movimiento no tenía «filtraciones políticas», sino que era una pura protesta patriótica, por lo que se había ordenado a todos los afiliados el inmediato retorno a clase.[582] La solidaridad que se establecía en situaciones de este tipo, que se prolongaba en acciones violentas en la calle, en especial al lado de los tradicionalistas, iba normalizando el compañerismo del combate contra la subversión.[583]
Este campo privilegiado de encuentro, sin embargo, no habían bastado para que las demandas falangistas de concretar una alianza electoral con la derecha pudieran satisfacerse. Las posteriores declaraciones de una soledad premeditada, que resultaba de la falta de ambición revolucionaria y nacional de la derecha, pueden descartarse y, en todo caso, solo referirse a lo poco dispuestos que estuvieron los dirigentes de cualquiera de sus facciones a una participación relevante del falangismo. Gil Robles se negó a aceptar, por desmesuradas, las peticiones de José Antonio de incluir a docena y media de candidatos, para indicarle que solo podía ofrecerle tres lugares seguros —uno de ellos en Salamanca, para el propio líder falangista— y otros tres lugares con menos garantías de éxito. Más que de la actitud de Primo de Rivera, a quien el caudillo católico creyó consciente de la gravedad de la decisión que se tomaba, el rechazo de José Antonio procedió del círculo que le rodeaba, y que aspiraba a conseguir puestos de inmunidad parlamentaria para las acciones del partido. Para la dirección nacionalsindicalista, y para el propio José Antonio especialmente, había de resultar grotesco que quienes rechazaban la presencia de Primo de Rivera en la capital estuvieran dispuestos a promocionar en ella la de Ernesto Giménez Caballero.[584] El diario monárquico ABC, que se había esforzado en lograr el entendimiento de todos los sectores de la derecha antirrepublicana, no dudó en condenar la exclusión de Falange de la candidatura madrileña, señalando que se trataba «de un error estratégico y gran injusticia», ajena a los sacrificios mostrados por «esas beneméritas fuerzas de choque en lucha por la paz pública», lo que no dejaba de definir la percepción que del partido fascista se tenía en ambientes que simpatizaban con su inclusión.[585]
Desde el discurso del cierre del II Consejo Nacional, las intervenciones del partido fascista se habían dirigido a algo que no lo distinguía demasiado de las actitudes de los sectores abiertamente contrarrevolucionarios. Los reproches realizados a la persona de Gil Robles se compensaban, como se ha visto, con el constante ejercicio realizado a lo largo del año, intentando que cambiara la táctica del partido mayoritario del catolicismo político español. Por ello, cuando se produjo el nombramiento de Portela Valladares y parecieron abrirse las posibilidades de una ruptura de Acción Popular con el régimen, Falange estuvo dispuesta a señalar cuál había sido su posición de siempre subrayando la «victoria sin alas» de noviembre de 1933: el artículo censurado en F. E. se editó en Arriba, colocándose los falangistas en la posición de quienes, desde la extrema derecha, manifestaban su acierto al haber señalado a Gil Robles que la táctica que había escogido era incorrecta y, además, irrepetible. Naturalmente, los falangistas sumaban a ello las denuncias de las posiciones socialmente más reaccionarias de los gabinetes de radicales, populistas y agrarios, pero ni siquiera en ese aspecto iban a encontrar los fascistas españoles un espacio que les permitiera distinguirse de la derecha radical, porque una parte importante de los análisis de las causas de la derrota en la jornada del 16 de febrero se refirieron, en las reuniones de la CEDA, a los abusos sociales cometidos por los sectores más conservadores de sus electores, que habían provocado la desmoralización del campesinado indeciso.[586] Sobre todo, apenas se distinguían de las críticas que se lanzaban desde el Bloque Nacional, el tradicionalismo o Renovación Española, para los que la cuestión fundamental se encontraba en haber prolongado la pura y simple existencia del régimen republicano. En Acción Española se alzó uno de los comentarios más sinceros, al identificar la crisis que había llevado al veto a la política presupuestaria de Joaquín Chapaprieta, considerando que la CEDA se había atenido, dijeran lo que dijeran algunos sectores afines a Giménez Fernández, a su condición recta de partido que defendía una política económica conservadora.[587] Una actitud que parece ser oportuna para considerar dónde se encontraban, además de en las grandes manifestaciones de principios espirituales, los conflictos profundos que podían llevar, en aquellas condiciones de debilidad del régimen, a que los populistas retiraran su apoyo a un gobierno moderado.
El discurso falangista señaló, como siempre, que la suerte del país no podía entregarse al capricho del sufragio. José Antonio se refería constantemente a la soledad de Falange, poco dispuesta a apostar la suerte de España en el escenario de las urnas. Había que movilizar al pueblo a través de las entidades orgánica naturales, que forjaban la unidad, y no en el sistema de partidos que provocaban la disgregación. En esa tarea nacionalista que daba vigor a los instrumentos y valores tradicionales, «no nos quiere ninguno». El gobierno de la derecha, persiguiendo a Falange como no había dejado de hacerlo en el último año; los partidos revolucionarios, porque sabían que los obreros acabarían comprendiendo el discurso social de Falange «contra el peligro amenazador de la manera rusa, asiática, comunista, materialista, de entender el mundo». El Frente Nacional propuesto por Falange deseaba representar a España entera porque, como lo había señalado Ruiz de Alda, había que emprender una cruzada «de Resurrección».[588]
Queriendo sublimarse como despliegue de la idea de nación que había dado luz a Falange, el Frente Nacional no era más que la concreción, precisamente en la hora electoral, de una estrategia dirigida al populismo. José Antonio podía proclamar el mal sabor de boca que producía la calificación del Frente Nacional como «antirrevolucionario» por Gil Robles, pero aceptaba que la actitud del caudillo católico era preferible a lo que podía ofrecer la izquierda o las presiones realmente inmovilistas de los grupos monárquicos.[589] A Gil Robles, José Antonio insistía en pedirle, a un mes de las elecciones, que supiera evitar las zalamerías de la unión de las derechas solicitada por los monárquicos, y que no se resignara a que el frente, en lugar de ser nacional, fuera solo conservador.[590] El líder católico continuaba siendo el eje indispensable de toda combinación electoral, y por ello, en el tiempo político del que era tan consciente José Antonio, el gozne en torno al cual podía girar la entrada en uno u otro escenario, asegurando o descartando que el fascismo formara parte de la plataforma electoral en la que habían de depositar sus papeletas quienes también lo hacían por el dirigente populista. Esa legitimación a través del apoyo que se recibiera en las urnas en nada violentaba a los líderes de Falange, para quienes el procedimiento, en un sistema electoral como el republicano, tenía el problema de destruir a cualquier tercera fuerza, pero la ventaja de incluir en la mayoría a quien personalmente fuera elegido por quienes no debían optar por la candidatura falangista en su totalidad. El 9 de enero, Arriba publicaba en primera página una consigna, advirtiendo que «el destino de la Falange […] pende también del juego combinado de otras muchas fuerzas que no está en su mano regir y que fuera desvarío querer ignorar». Las circunstancias no podían ser conocidas por todos, sino que debían quedar en el secreto de la Junta Política y de la Jefatura Nacional. Por ello, debía exigirse como nunca la entera confianza en el mando «sean cuales sean las maniobras que exija la difícil navegación de las semanas que ahora empiezan, estad seguros de que más firme que ninguna actitud táctica, permanece la fidelidad inconmovible […] a lo que es esencia irrenunciable de la Falange».[591] Al lado del recuadro en el que se publicaba esta consigna, se anunciaba la disposición de presentar candidaturas propias, con propaganda del Frente Nacional en Madrid capital y dieciocho provincias.
Las alusiones respondían a la mayor concreción realizada hasta entonces en una operación de estrategia política tomada por el colectivo al mando del partido. El Jefe Nacional envió a la Junta Política un cuestionario, fechado el 24 de diciembre, solicitando un informe por escrito que sería dado a conocer a las Jefaturas Provinciales.[592] El cuestionario se planteaba de un modo que solo podía responderse con la aceptación de una participación de los falangistas en las elecciones, y con el propósito firme de obtener representación parlamentaria:
¿Conviene a la Falange una inhibición electoral completa, o la adopción de una actitud de independencia absoluta que lleve, necesariamente, a una total ausencia de representación nuestra en el Parlamento? El no alcanzar ningún puesto en las Cortes ¿no representará un eclipse peligroso para la Falange en la vida política española, dado lo habituada que está la opinión a juzgar de la importancia de los partidos por su representación —cuantitativa o cualitativa— en el Parlamento?
La importancia dada a la existencia de una voz falangista en las Cortes, que llegaba a considerar irrelevante el número de personas que se encontraran en ellas, era un ejercicio de lucidez, que correspondía a todas las experiencias fascistas europeas, mencionadas en el quinto punto del cuestionario. Los camaradas «más ardorosos» debían considerar si era adecuada una intransigencia que pudiera conducir a Falange a la falta de toda representación institucional en momentos cruciales. Las cuestiones planteadas no se referían ya a la combinación entre identidad y compromiso —o entre «estilo» y «servicio»— que Falange había manejado bien cuando solo se trataba de fijar una posición ideal, sino a la forma de instrumentalizarlos cuando el equilibrio había de revisarse. Las dudas que pudieron expresar algunos de esos camaradas «más ardorosos» fueron liquidadas por el Jefe Nacional, que —según dejó escrito Alejandro Salazar en su diario— trató a quien disentía «de una manera despiadada». El dirigente del SEU presentó su dimisión, que no fue aceptada por Ruiz de Alda, no solo por una discrepancia estratégica, sino por el trato vejatorio recibido.[593]
La razón asistía, desde luego, a quienes se inclinaban por la necesidad de un acuerdo electoral, y esta fue la respuesta que la Junta Política dio el 6 de enero, sin que la forma en que se habían realizado las propuestas permitieran mucho margen de maniobra. De hecho, la Junta Política amplió el sentido del cuestionario, llevándolo a una reflexión más precisa acerca del momento histórico que atravesaba la derecha radical española. A un lado se encontraba la imposibilidad de un «frente orgánico» de la contrarrevolución, manteniéndose una alianza de carácter circunstancial dominada por los populistas católicos de Gil Robles. Al otro, el conjunto de fuerzas que habían apoyado la revolución de octubre de 1934, no solo una coalición que reiterara los acuerdos entre socialistas y republicanos del primer bienio. Dos apreciaciones de interés, ya que la primera, acertada en su definición, dejaba que Falange pudiera considerar virtud lo que hasta entonces había analizado como vicio: un encuentro que permitía mantener la independencia política, precisamente porque carecía del carácter «orgánico» que la propaganda del partido siempre había solicitado. La segunda, señalaba al adversario donde siempre había debido tenerlo el fascismo español: en el separatismo y en la revolución social, considerando, como lo estaba haciendo el conjunto de la contrarrevolución española, que las elecciones iban a ser la segunda vuelta de los sucesos de octubre. La Junta Política era consciente del cambio de táctica —no porque la propuesta de alianzas no existiera antes, sino porque la coalición electoral se presentaba ahora como preferencia—, pero esperaba solventar los problemas causados por los sectores más radicales del partido exigiendo una abultada representación en las candidaturas, prácticamente la misma que lograron los tradicionalistas y fijando la propaganda conjunta exclusivamente en el antimarxismo y el antiseparatismo. Como se sabía que nunca se ofrecería a Falange tal número de candidatos, había de situarse a los dirigentes de la derecha ante hechos consumados: la presentación del Frente Nacional Revolucionario con candidatura cerrada, vía de paso para entrar «de un modo airoso» en el «bloque antirrevolucionario». Si ni esto funcionaba, deberían concentrarse los esfuerzos en dos o tres provincias para lograr allí los apoyos necesarios. Es decir, que la Junta dejaba abiertas todas las posibilidades para la negociación, habiendo valorado «los ejemplos seguidos en casos análogos en otros países de Europa por partidos similares al nuestro».
Esta última alusión suponía el reconocimiento de una experiencia europea común, pero parecía querer obviar las condiciones concretas en que se movía el partido fascista en España, en especial a la hora de plantear una negociación tan dura como la de enero de 1936. Las circunstancias que incrementaban esta dureza iban a modificarse como resultado de las elecciones del 16 de febrero, provocando una crisis de la derecha que implicaba su acelerado proceso de fascistización y, por tanto, el mejor escenario para que Falange dispusiera de la permeabilidad ambiental de la que había carecido desde las elecciones de 1933. A diferencia del Zentrum alemán, la derecha católica española no tenía compromisos fundacionales con la República. La decisión colaboracionista de la CEDA, procediendo del éxito de una movilización antirrepublicana, provocó el bloqueo del indispensable proceso de impugnación del régimen desde sectores situados a su derecha. La ausencia de estos espacios dejó al partido fascista sin algo que es el correlato de la identidad: la capacidad de un compromiso de unidad de acción con la derecha antirrepublicana. La alianza debía ofrecerse no como resultado de la benevolencia de algunos jefes de la derecha parlamentaria, sino como fruto de la propia demanda social, exigiendo que al fascismo se le proporcionara su adecuada representación en una movilización social y electoral antidemocrática. Lo que hace tan especial el caso español es que esas condiciones solo se dieron en las semanas siguientes a la derrota electoral, que dejaba fuera de las instancias parlamentarias y en condiciones de indefensión jurídica al partido fascista. Su representación social pasó a crecer en condiciones que mejoraban la que ya había tenido como espacio, en 1933, para darle sentido partidista. Falange, como lo había hecho Acción Popular, podía ser el partido de muy amplias capas de patriotas en las circunstancias de marcha hacia la guerra civil y, claro está, en las de su inicio. Naturalmente, los efectos secundarios positivos del fracaso de las negociaciones no podían adivinarse, y todo habría sido más fácil con una presencia simbólica en el parlamento, destinada tan solo a marcar una diferencia y a asegurarse una impunidad, ganando visibilidad y protagonismo ante las clases medias españolas. Algo que, por el relato que nos ha hecho Gil Robles, parece dar la razón a José Antonio en menoscabo de la actitud de sus compañeros. Con todo, el veto puesto a un lugar en la lista de la capital de España debió pesar mucho en el ánimo de quien deseaba ser representante por esa circunscripción o, en el peor de los casos, ser derrotado en ella, como lo fueron Calvo Sotelo y Gil Robles, mientras podía ser elegido por una circunscripción segura. La presencia en la candidatura madrileña era el reconocimiento de un protagonismo político, de una representación de una zona indispensable de la contrarrevolución, a la que no podía renunciarse.
El 12 de enero, la Junta Política aprobaba el manifiesto lanzado a los españoles, una firma colectiva que José Antonio podía haber exigido para evitar cualquier distinción entre partidarios y enemigos del acuerdo electoral. Una vez lanzada la propuesta de pacto directo con Gil Robles, el manifiesto podía orientarse por la senda de una declamación más «ortodoxa». No se aceptaba la formación de un gran frente del miedo o de la negación, reclamándose una plataforma de afirmación española. Las consignas de la patria, el pan y la justicia regresaban a las manifestaciones de nacionalismo imperial, de lucha por la reforma agraria y del crédito, de defensa de la pequeña propiedad y las condiciones de vida de la clase media urbana y rural. La revolución nacional se anunciaba como objetivo que no podía alcanzarse mediante la obtención de unas actas, pero que hacían precisa la formación de un Frente Nacional ambicioso que contemplaba el trámite electoral con la misma repugnancia con que las fuerzas contrarrevolucionarias españolas se referían a este trance.[594] La campaña desarrollada a partir de ese momento solo se dedicó a reiterar el reproche a un mero acuerdo coyuntural basado en el temor a la revolución. Era la hora de la ambición de un nuevo Estado traído por «la victoria de la España joven y cristiana»,[595] que permitiera a Castilla ponerse de nuevo al frente de la salvación de España,[596] y que preservara a la clase media del riesgo de la proletarización en caso de que triunfara el socialismo.[597] España no podía ponerse, en las condiciones de partición que sufría, ni al lado «del rencor, de la ininteligencia frente a la historia patria, del mal entendimiento del Estado, de la bárbara irreligiosidad, que las izquierdas representan», ni junto «a la espantosa desidia espiritual ante los supremos valores, el horror al heroísmo, la organización de una cobardía defensiva de subalternos intereses».[598] Cuando ya se conocía el rechazo de Gil Robles a las pretensiones falangistas, Primo de Rivera se refirió a la bipolarización de un Frente Popular controlado por el socialismo revolucionario y una derecha en la que Calvo Sotelo había de inclinarse ante los designios del jefe de la CEDA, es decir, dos situaciones en las que los presuntos «frentes» quedaban reducidos al populismo responsable del gobierno de los últimos dos años de España y al marxismo que se había sublevado en 1934.[599] Pero en la izquierda se encontraba el enemigo más peligroso, un marxismo «con un sentido asiático, antiespañol, antihumano» de la vida. Por ello acudió Falange a ver si hallaba en el Frente Nacional un espíritu más elevado, sin conseguirlo, a pesar de que «España se hunde, que la civilización cristiana se nos pierde».[600]
En el mitin central de la campaña, el que se celebró en el cine Europa de Madrid el 2 de febrero, el Jefe Nacional señalaba de nuevo dónde se encontraba el adversario principal, señalando que poco importaba cuál era el detalle del programa del Frente Popular, cuando de lo que se trataba era del «espíritu que lo informa»: el sentido materialista de la vida y de la historia, la destrucción violenta de la religión, la sustitución de la patria por la clase rencorosa, la abolición del individuo a favor del Estado. A la derecha se le reprochaba que no hubiera hecho su trabajo en lo que atañía a la defensa del ejército, de la enseñanza española y cristiana, y a la protección de la unidad de la nación, y que no hubiera acabado con la República como podía haberlo hecho tras la revolución de octubre de 1934. También se le criticaba su carencia de sensibilidad social, cuyo materialismo se oponía al sentido «espiritual, nacional y cristiano» del movimiento. Solo Falange podía dar una respuesta moral y no táctica a una crisis de civilización, incorporando a las masas obreras a la españolidad y encarando la lucha hacia una visión total de la unidad de destino de los españoles. Y no acataría el resultado electoral que diera el triunfo a la izquierda como tampoco sería aceptado por vosotros, padres españoles, a cuyas hijas van a decir que el poder es un prejuicio burgués; vosotros, militares españoles, a quienes van a decir que la Patria no existe, que vais a ver a vuestros soldados en indisciplina; vosotros, religiosos católicos españoles, que vais a ver convertidas vuestras iglesias en museos de los sin Dios.[601]
No parecía este el tono que pudiera molestar a la derecha ni el que hubiera hecho desistir a la Falange de participar en una coalición. José Antonio silenció siempre las razones por las que fracasaron sus negociaciones con Gil Robles, haciendo de ello la ratificación de una orgullosa pureza, de una carencia de mezquinos intereses de partido en momentos tan delicados para la supervivencia de España. Se había planteado la presentación de candidaturas en solitario «que nadie nos ha impuesto, que ha venido como una consecuencia limpia y lógica de nuestra doctrina. Nuestra soledad […] no es sino el último eslabón en una cadena lógica y ejemplar de soledades». De esta soledad estaba hecha la materia de los héroes, de los místicos: «Dios da estas cosas a quien elige la victoria». Los demás podrían obtener éxitos electorales mezquinos: «En la hora oscura, nuestra posición clara es esta, la de siempre».[602]
El discurso de la contrarrevolución: entre Calvo Sotelo y Gil Robles
No, no era este discurso de Falange el que podía molestar a una derecha, fuera la populista o la monárquica, que se habría apresurado a firmar los peligros anunciados por la construcción simbólica de la revolución socialista hecha por el líder de Falange. Ni siquiera era la que correspondía a una derecha que, fuera de la opción posibilista mayoritaria de Gil Robles, a la que deseaba acercarse Falange, venía considerando el fascismo como un fenómeno que, o era en sí mismo la forma adoptada por algunos países por la contrarrevolución, o resultaba imprescindible para que la contrarrevolución pudiera realizarse. El marqués de la Eliseda, que había abandonado el partido por presuntas discrepancias sobre las relaciones entre Iglesia y Estado en los puntos programáticos, había de dejarlo meridianamente claro al publicar, en octubre de 1935, Fascismo, catolicismo, monarquía, un texto que no solo estaba destinado a dar a conocer la experiencia fascista italiana sino su carácter universal. Para el autor, el fascismo había recogido los principios permanentes de este pensamiento para «vestirlos a la moderna»: el fascismo no era solo el régimen corporativo, sino la inversión de los valores de 1789: «El Fascismo, en una palabra, es la Contrarrevolución».[603]
Este carácter esencial dotaba al fascismo de una modernización del concepto de violencia legítima contra la tiranía y en busca de la justicia que el catolicismo siempre había apoyado, además de defender la superioridad de lo espiritual frente a lo material: «el Fascismo es una fe que exalta el sacrificio».[604] Frente al Estado liberal sin principios morales trascendentes, fruto directo de la Revolución, el fascismo había levantado una nueva visión de la política que, en realidad, era la restauración de principios permanentes. «Tenemos, pues, frente a frente, el estado republicano defensor de todos los principios de la revolución y el estado fascista que afirma una voluntad de imperio contrarrevolucionaria».[605] Por ello, existía una clara línea de distinción que separaba a fascistas y antifascistas, porque
mientras los políticos e intelectuales juristas distinguen sutilmente entre formas y contenidos políticos y culturales, el pueblo, que no sabe de distingos y solo de actitudes, mide con un mismo rasero a todos los que quieren y representan en uno u todos los aspectos la permanencia de la civilización cristiana denominándoles fascistas, y por otra parte, aglutina a los que sostienen los principios de la revolución, con el nombre de antifascistas.
[…] Por eso, como ha dicho Maeztu, no es que haya dos bandos antagónicos, sino un gran movimiento totalitario e integral que es de Derechas, que quiere a España con sus diversas clases y regiones, su tradición y sus esperanzas, y otro gran movimiento revolucionario y antiespañol que quiere destruir a España. […]
Los revolucionarios llaman a los primeros, genéricamente, fascistas, y estos, a sí mismos, antifascistas. Espléndida demostración de la universalidad que ha venido a tener el Fascismo.[606]
Las identidades podían resultar toscas —y más en la forma en que el marqués de la Eliseda las enunciaba—, pero no lo era la impresión ambiental de un proyecto común, en el que lo fundamental habría de ser la adquisición por el fascismo español de un carácter representativo del conjunto de la contrarrevolución. Incluso en el tema más conflictivo de la monarquía, que Eliseda podía mostrar satisfactoriamente resuelto en Italia, el autor podía hacer referencia a lo dicho por el intelectual más importante de Falange en aquel momento, Sánchez Mazas, al haber calificado a Mussolini de héroe lúcido que había puesto su movimiento, como Dante lo deseaba, al servicio de «la estructura nacional, tradicional, armónica, unitaria y constante que en la Europa cristiana solo ha tenido un nombre: Monarquía».[607] Tales conceptos no pueden aceptarse sin matizar lo que eran diferencias lo bastante graves, en especial a fines de 1935, para que las relaciones entre la derecha radical española y Falange no fueran mejores y se bloquearan en la circunstancia electoral. Pero que Eliseda pudiera escribir estas afirmaciones sin solicitar, el mismo tiempo, la entrada en el único partido político español que se ha considerado fascista tiene implicaciones en nuestro análisis. Sobre todo, porque la exigencia de José Antonio de presentarse a las autoridades italianas como jefe del único partido de este carácter podía contrastar con la disposición de determinados sectores de la derecha española, crecientes en la propia confesión de Gil Robles unos meses más tarde en el debate parlamentario, que consideraban que se podía ser fascista fuera de la militancia en Falange.
La exasperación de la derecha radical española había dado ya muestras de complicidad intelectual desde la gran decepción que siguió a la victoria electoral de noviembre de 1933. El carácter minoritario de estos grupos en los sectores conservadores aún imperaba en vísperas de las elecciones, pero su actitud resultaba mucho más clara en lo referente a una identidad contrarrevolucionaria cuya preparación intelectual debía orientarse, en cualquier caso, a la creación de opciones de cambio político. No por casualidad, los números de Acción Española que precedieron y siguieron inmediatamente al proceso electoral se llenaron de artículos relacionados con las experiencias de otras revoluciones y con la labor reparadora del pensamiento contrarrevolucionario frente a ellas. Así ocurría, por ejemplo, con la serie «Ensayo sobre la psicología revolucionaria», de Nicolás González Ruiz, que se publicó entre julio de 1935 y abril de 1936, las «Notas acerca del “affaire” Dreyfus», de Georges Lampert, publicadas en los números de noviembre y diciembre de 1935, los fragmentos de «La crisis del Parlamentarismo» de Paul Bourget presentados por José Pemartín en enero de 1936 o «El crepúsculo de una monarquía» de Louis Madelin, acerca de la Francia del siglo XVIII, en marzo de 1936. Trabajos a los que cabría sumar los textos teóricos de los propios redactores de la revista, como las entregas de «Romanticismo y democracia», de Vegas Latapie, los tres capítulos de «El primer fundamento del Derecho», de Pelayo de Zamayón, el estudio sobre la crítica al galicismo en los siglos XVIII y XIX, de Antonio Rubio, o la reflexión sobre la historia de la Segunda República española, de Víctor Pradera. La revista publicó un sonoro editorial en vísperas de las elecciones. Se empezaba por lamentar lo que otros ya habían dicho: el penoso espectáculo en el que «van a poner otra vez en torpe juego el ser o no ser de España». La posición de los redactores ante el valor del sufragio ya estaba clara, pero convenía señalar cómo se había malogrado políticamente lo que podía haberse obtenido por esta vía en noviembre de 1933. Sin embargo, no podía acusarse a quienes no habían dejado de ser colaboracionistas desde el momento en que nacieron a la vida pública, sino a quienes, desde posiciones monárquicas, no habían hecho más que provocar confusión y evitar un «clima intelectual e ideológico que permitiera desterrar definitivamente las instituciones democráticas». Por el contrario, Acción Española se había quedado sola y sin recursos, teniendo que espaciar su salida, antes de que llegara el «ingrato despertar» tras el periodo de falsa tregua. La revista seguía denunciando la penosa ineficiencia del sufragio, pero más aún la falta de una clase dirigente capaz de poner fin al régimen, para que «el golpe de gracia se consume eficazmente» a través de un ambiente adecuado y una minoría rectora. «Puesta una mano en la obra, se tiende la otra en busca de la espada. No es culpa suya si no la encuentra». Y, a la espera de que llegara la posibilidad de la fuerza, quedaba la exaltación de las palabras ya dichas en 1933: «Votemos para dejar de votar algún día».[608]
Para quien había desarrollado una labor intelectual más activa en el campo monárquico alfonsino, Ramiro de Maeztu, podía entenderse el posibilismo como resultado del acomodo de tantos españoles a un pacifismo heredado de la cultura liberal.[609] Pero lo que estaba asomando ya no permitía la pasividad: Maeztu recordaba haber escrito a Goicoechea y Calvo Sotelo señalando que la cuestión fundamental ya no era ni el catolicismo ni la monarquía, sino la revolución social. No bastaba haber acabado con ella cuando se produjo, sino que se precisaba extirparla de raíz, acabar con las condiciones que la hicieran posible: «de ahí la necesidad de constituir un instrumento parecido al fascismo italiano o al nacionalsocialismo alemán, capaz de hacer frente por sí solo a la revolución social». Esta reflexión sobre el instrumento del proceso contrarrevolucionario llegaba a señalar un tema que habrá de convertirse en motivo de querella posterior: la dictadura de Primo de Rivera había caído porque el gobierno fue más importante que la Unión Patriótica.[610] Pocos días más tarde, la amenaza real de la revolución seguía precisando el mismo remedio, cuando las clases medias ya no podían esperar que el Estado las protegiera: «No basta con vencerla en las urnas. Hay que acabar con su amenaza […]. Estimo que sería necesario que las derechas se organizasen en alguna forma de movimiento fascista».[611] Si, hacía diez años, eran muy pocas las personas que creyeran en la necesidad de organizarse ante el peligro, ahora los diarios no hablaban de otra cosa: «Lo probable es que esta persuasión de que hay que hacer frente a la revolución social se vaya extendiendo por las antiguas clases neutras y por el campo español hasta motivar una actitud defensiva».[612] En un combate a muerte por Dios y por España, no debía dejarse ningún espacio al enemigo, ni siquiera el del sufragio. Contar con las masas era indispensable para afrontar lo que solo podía considerarse de un modo: la prueba que la Providencia enviaba para que los españoles pudieran purificarse con ella.[613]
La campaña por el acuerdo de las derechas partía, en el caso del Bloque Nacional, de una exigencia de reconocimiento del fracaso de la táctica posibilista y, por tanto, de la necesidad de modificarla abiertamente, como parte sustancial del pacto con Gil Robles. No se sentía el líder de Acción Popular fracasado, sino en condiciones de arbitrar una nueva situación, y la imagen de su fortaleza debe verse reflejada en la preferencia de Falange por llegar a un acuerdo con la Confederación católica, que seguía disponiendo del apoyo de masas suficiente para acabar con el régimen. Gil Robles sabía que en sus manos se encontraba la ventaja de poder atemorizar a unos con el triunfo de la izquierda y la insignificancia de la representación monárquica, y a otros con la constitución de un frente que estuviera dispuesto a ir a una revisión profunda del sistema, de acuerdo con las demandas de una base electoral que sentía escaso apego por las instituciones. Sin embargo, su irritación contra quienes tenía por responsables de que no se le entregara la presidencia del gobierno, en especial el presidente de la República, puede indicar hasta qué punto estimaba que se había frustrado una posibilidad histórica para que su táctica se considerara triunfante entre los propios electores.[614] En esa posición, las negociaciones con los grupos de la derecha permitieron al caudillo cedista hacer frente a las exigencias de Calvo Sotelo, que creía disponer de una posición de fuerza en los medios monárquicos alfonsinos para convertirse en su exclusivo portavoz, presentando a Gil Robles una propuesta de alianza a largo plazo, con proceso constituyente, gobierno provisional, destitución del presidente de la República y nombramiento en su cargo de un general.[615] Gil Robles pudo mantener su idea de unas alianzas contrarrevolucionarias que comenzaban «en el límite mismo en que acaban los contubernios revolucionarios; donde ellos concluyen comenzamos nosotros para poner barrera infranqueable a la revolución»,[616] poniendo especial énfasis en la necesidad de ampliar el frente hacia los sectores republicanos conservadores. Lo cual le permitió desautorizar públicamente a Calvo Sotelo cuando este afirmó, en un mitin de Cáceres, que las candidaturas de la derecha se habían comprometido a un proceso constituyente que cancelaba lo realizado desde 1931, sustituyendo al líder del Bloque por Goicoechea en posteriores contactos de campaña.[617] Es más que improbable que este desplazamiento en la negociación, cuando Renovación Española tenía todas las de perder en la confección de candidaturas, correspondiera a una verdadera situación subordinada de Calvo Sotelo en el liderazgo alfonsino, y había de probarlo el tono del manifiesto publicado por Renovación Española la jornada anterior a las elecciones. Pero Gil Robles había evitado aceptar un proyecto preciso que pusiera trabas a su libertad de maniobra. «¿Para qué necesito yo, para qué necesitan nuestros amigos un manifiesto que nos defina?», proclamaba en Toledo Gil Robles, el 23 de enero.[618] Aun cuando Gil Robles hubiera podido contener la posición de Calvo Sotelo como portavoz exclusivo de los monárquicos españoles, el Bloque Nacional realizó una campaña que no solo era coherente con sus postulados fundacionales sino —lo que era bastante más importante— podía serlo con lo que sucediera ante cualquier resultado, pero en especial ante un triunfo del Frente Popular. La presentación de las elecciones como constituyentes había sido planteada por el exministro desde el momento en que estas se previeron, comparando su función con las que habían tenido las elecciones municipales de 1931.[619] En declaraciones a ABC, recién formado el primer gobierno de Portela Valladares, Calvo Sotelo señaló que el «espíritu de noviembre de 1933» había muerto, que el accidentalismo no tenía opciones y que el pacto a realizar ahora por la derecha había de tener un impulso mucho mayor.[620] Las discrepancias con la CEDA, sobre las posibilidades de permanencia del régimen, no impedirían la constitución de un amplio frente antirrevolucionario, «por encima de las tácticas y recogiendo la uniformidad sustantiva». Y, al parecer, en ese criterio se encontraba la idea de que el Estado era anterior a la Monarquía y que la propuesta de instauración prevalecería sobre la de la mera restauración.[621] En su manifiesto del 30 de diciembre, el Bloque señalaba la invalidez de los esfuerzos realizados durante todo aquel año si no se obtenía un cambio de régimen, en un momento en el que la revolución, sustancia de la República, podía llegar a extremar sus objetivos con el triunfo electoral de la izquierda o con una nueva victoria frustrada de la derecha. La propuesta del Bloque Nacional era la instauración de un Estado «autoritario, integrador y corporativo» capaz de provocar el «descastamiento del Marxismo, del Separatismo y el Laicismo de la vida nacional».[622]
Las intervenciones públicas de Calvo Sotelo, ya fuera en la campaña del Bloque o en banquetes de homenaje a personalidades monárquicas, dieron el tono a una campaña en la que la propuesta de un Estado nuevo pudo extender sobre un sector nada despreciable de la derecha la posibilidad de una alternativa al régimen republicano, que quedaría como sedimento imprescindible al llegar la derrota electoral. Dado que Gil Robles se había referido también a un nuevo tipo de Estado, y que sus seguidores consideraban que la táctica del caudillo podía revisarse en caso de un revés electoral —algo que el propio Gil Robles no había dejado de señalar desde el momento mismo en que planteó el carácter del colaboracionismo—, lo que se dijera en el conjunto del área derechista española podía encontrar las bases de una permeabilidad de actitudes a partir del 17 de febrero. En los actos de homenaje a las minorías monárquicas, el 12 de enero de 1936, con intervenciones de alfonsinos y tradicionalistas, Calvo Sotelo afirmó que la derecha monárquica participaba en aquellas elecciones para demostrar su voluntad de ruptura con el régimen: «No faltará quien sorprenda en estas palabras una invocación indirecta a la fuerza. Pues bien, sí, la hay». ¿A qué fuerza? «A la orgánica; a la fuerza militar puesta al servicio del Estado. La fuerza de las armas —ha dicho Ortega y Gasset, y nadie recusará este testimonio— no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual». Al ejército cabía solamente ofrecer los recursos de apoyo a un cambio institucional: «Hoy el ejército es la base de sustentación de la Patria. Ha subido de la categoría de brazo ejecutor, ciego, sordo y mudo, a la de columna vertebral, sin la cual no se concibe la vida». La situación no era de tranquilidad, sino de excepción revolucionaria: «Cuando las hordas rojas del comunismo avanzan, solo se concibe un freno; la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes militares —obediencia, disciplina y jerarquía— a la sociedad misma». No cabía hablar de supremacía del poder civil en abstracto, cuando «hoy el Ejército es la nación en armas y la nación, el Ejército de la paz». Nada podía solucionarse a través de la democracia parlamentaria «cuando un pueblo, como España ahora, se diluye en el detritus de la ignominia y se entrega a la ulceración de los peores fermentos». Pretender que las masas, con su voto, resolvieran el problema de España, sería como «pretender que un cadáver sea resucitado por los propios gusanos que lo están devorando ( Ovación)». El cronista anotaba que «la gente en pie agita los pañuelos. El momento es de una emoción intensa».[623]
Calvo Sotelo había de subrayar en cuantas ocasiones pudo que la cuestión de la monarquía no podía resolverse como pleito dinástico entre dos reyes exiliados.[624] Podía incluso hablarse de un concepto de monarquía como mando único que tomara de las experiencias europeas este elemento sustancial, al que ya se habían referido teóricos de Acción Española como José María Pemán. Así, en el discurso pronunciado en Barcelona a comienzos de año, el líder del Bloque Nacional señaló que Europa había dejado de ser republicana, y solo la España atrasada continuaba con el viejo hábito que los países avanzados abandonaban: «Estados monárquicos, promonárquicos o monarquizantes en el sentido de procurar el mando único, esto es, todo lo contrario de lo que decían los republicanos, a no ser que entendamos que Europa quiere españolizarse».[625] Tal superioridad del Estado autoritario, corporativo y nacional con respecto a la vieja cláusula monárquica ha de considerarse fundamental en la comprensión de lo que supone, no solo en sus términos ideológicos, sino también en los de estrategia, la fascistización de la derecha española. En este caso, de una derecha monárquica, identificada con una jefatura personal que la garantía institucional puede consolidar, aunque también completar o culminar en la construcción de lo que es fundamental, el Estado de nuevo tipo. La fascistización habrá de recorrer el mismo camino en aquella derecha cuyo elemento fundamental es la identidad católica, cuando lo básico no sea ya la defensa de los derechos de la Iglesia, sino la construcción de un Estado que asume los principios políticos y sociales del catolicismo, con la complicidad entusiasta de la jerarquía y los intelectuales católicos españoles.
Que las actitudes de Calvo Sotelo no eran una mera tendencia radical en el seno del monarquismo había de mostrarlo el manifiesto de Renovación Española publicado por ABC el día anterior a las elecciones.[626] El documento se editaba el último día de campaña para poder prescindir de los acuerdos que se habían tomado con Gil Robles, convirtiendo las limitaciones dadas a la alianza electoral por el líder de la CEDA en justificación de la independencia política de los alfonsinos desde el día mismo de la elección. De este modo, tras despacharse a gusto con una denuncia de los abusos sufridos a manos de la CEDA en el momento de elaborarse las candidaturas, que habían menguado en mucho más de lo justo y conveniente la representación monárquica, se expresaba que lo importante era lo que había de suceder a partir de una segura victoria del Frente Contrarrevolucionario, que se daba por hecha en cuarenta y cinco provincias. La experiencia de 1933 había demostrado hasta qué punto una victoria podía ser estéril e incluso había de llevar a una revolución que continuaba alentando en España. Por ello, los diputados de Renovación Española habrían de bloquear cualquier sumisión al orden republicano, y se propondrían inmediatamente medidas destinadas a la sustitución del presidente de la República, como parte de una estrategia parlamentaria en la que irían destruyéndose todos los elementos sobre los que se sustentaba el régimen de 1931. La afirmación final resultaba aún más significativa, al señalarse que los monárquicos se esforzarían en hacer que aquellas elecciones fueran las últimas por mucho tiempo, ya que la tarea urgente era la construcción de un Estado corporativo en el que no tendría cabida ni el sufragio universal ni la existencia de organizaciones revolucionarias. Ningún Estado europeo —se afirmaba— ponía a disposición de la voluntad del pueblo la quiebra de sus instituciones sustantivas. Lo que pudiera haber de contradicción entre esta afirmación y la propuesta de lo que iba a hacerse después de unas elecciones realizadas en el marco legal del régimen quedaba a beneficio del inventario de la opinión de los lectores. Con este texto, Renovación Española —y no solo el sector identificado con Calvo Sotelo— rompía cualquier alianza con Gil Robles que pudiera basarse en la colaboración con las fuerzas constitucionales. Y, fuera de cualquier posibilidad de maniobra que dejara a los monárquicos en peor posición electoral, ponía las decisiones al criterio exclusivo de los electores. Las críticas al procedimiento seguido por Gil Robles estaban plenamente justificadas, tanto en su sentido político de fondo como en su aspecto más formal. Al negarse a establecer un comité coordinador, que aprobara una propuesta común y fijara a escala nacional las candidaturas, lo que había hecho el líder populista era convertir a la CEDA en el verdadero centro de la campaña de la derecha, abdicando al mismo tiempo del deber de ofrecer una propuesta nacional disciplinada, a la que habría tenido que someterse el avispero de circunstancias locales que nunca podían dejarse a merced de las rencillas de circunscripción. Por lo demás, la presencia del partido en las candidaturas mostró en todo momento su propia percepción no solo de fuerza mayoritaria, sino hegemónica y, en algunos casos con voluntad de exclusividad, siendo sus aliados monárquicos compañeros a los que se obligaba a visibilizar una insufrible contingencia.[627]
Tal condición podía ser vista con cierto desprecio por el carlismo, para el que el fracaso del colaboracionismo de Gil Robles era prueba del acierto de la intransigencia. Pero la preparación de la ruptura del Bloque Nacional, que se presagiaba desde el otoño de 1935, esperó a unas condiciones más propicias, mientras la campaña electoral trataba de exaltar los elementos unitarios de la contrarrevolución, empezando con una solicitud de la Unión de Derechas y perfeccionándola con la demanda, al estilo de Calvo Sotelo, de que el compromiso fuera más allá de las urnas. Su campaña se basó mucho más en la presentación de una España que sería reiteración de los sucesos de la revolución de octubre, es decir, en la necesidad de organizar la respuesta definitiva a la revolución, que en un programa que planteara las soluciones que ofrecía el tradicionalismo, limitadas siempre a la mera expresión de un vaporoso sistema entregado a Dios y a España. Tal enunciado no era distinto al que proporcionaba la CEDA, lo que se combinaba con la pragmática aceptación de candidaturas comunes con la Lliga en Cataluña y con las vehementes protestas por la exclusión en otros lugares, que se achacaron siempre al egoísmo del partido de Gil Robles.[628] El estado de ánimo de los carlistas ante la campaña electoral puede observarse por la prestación de apoyo de requetés a los actos realizados por oradores tradicionalistas o del Bloque Nacional, y por la concentración de boinas rojas en la fecha de la elección, para asegurar que pudiera ejercerse debidamente el derecho al voto.[629] Para el tradicionalismo, inclinado desde hacía tiempo a la preparación de un asalto armado a la República, el fracaso en las urnas solamente podía ser un signo de la llegada de un instante decisivo. Era la prueba enviada por la Providencia de la que había hablado Maeztu para demostrar que España merecía superarla. La preparación de la guerra civil hacía que el carlismo pudiera relativizar lo que parecía parte de una historia secularizada a punto de dejar paso a la gran restauración. Para el tradicionalismo en vigilia de armas, el episodio electoral ni siquiera tenía las condiciones de una oportunidad política, sino que podía expresar el momento en que la contingencia de la victoria o la derrota darían paso a la esencia de España. La falta de un proyecto preciso de gobierno, la falta de un programa cobraba, de esta forma, un sentido positivo de contrarrevolución totalitaria.
El discurso de la contrarrevolución se proponía también desde el grupo más importante de la derecha española. En efecto, como lo había dicho Gil Robles en Toledo, en febrero de 1936, no hacía falta elaborar un manifiesto: bastaba con mostrar las imágenes de la revolución de 1934 para que se supiera lo que le esperaba a España en caso de que la derecha perdiera esta ocasión, que no era solo la de recuperar el poder, sino la de no volver a cometer los errores que habían llevado a la expulsión de la CEDA de las zonas gubernamentales. Podía considerarse el discurso del miedo, pero era también el de la reacción y el de la propuesta de una entrega de la sociedad definitivamente a los valores de la derecha, tras haber observado que estos no podían ser sustituidos por los de la revolución de 1931 ni acompasados a los ritmos de un pacto con el conservadurismo republicano. La propaganda mostraba el miedo, pero normalizó una impresión de poderío. No mostró a unos españoles indefensos, sino a una sociedad que, empuñando los valores tradicionales, estaba dispuesta a imponerlos. La imagen del terror revolucionario que trataba de proponer la propaganda populista se convertía en despliegue del poder de las masas con el que contaba la derecha de Gil Robles, la que seguía aglutinando a la inmensa mayoría de la contrarrevolución española. El aplastante esfuerzo propagandístico formaba parte esencial de lo que deseaba transmitirse: el espacio decisivo ocupado por la CEDA en esa victoria de la España tradicional. Solo había un inconveniente: el protagonista de la victoria y de la derrota había de ser el mismo, y cuanto más grandes fueran las expectativas despertadas por una campaña con aquellos recursos, cuanto más visible fuera la cabeza de aquella insurgencia civil de las clases medias españolas, cuanto más se identificara la táctica del populismo con la conquista del Estado, más clara sería su caducidad cuando llegara la derrota en un campo en el que Gil Robles había depositado todas las esperanzas de imponer su hegemonía sobre el resto de la derecha española. Su discurso de la contrarrevolución quedaba vinculado a una victoria electoral que, de no producirse, desplazaría a su misma militancia hacia la única alternativa, en especial cuando lo que se estaba proponiendo era dar todo el poder al Jefe. De momento, sin embargo, Gil Robles podía aparecer como lo que realmente era: el hombre más poderoso y representativo de la derecha española, la figura más clara de la posibilidad de un nuevo Estado, al que su abundante propaganda no había dejado de aludir. Su misma decisión de ir en busca de Goicoechea y de Fal Conde a fines de 1935 y comienzos de 1936, dejando de lado las presiones de los sectores más moderados de su partido para alcanzar un acuerdo preferente con los republicanos moderados, lo expresaba con claridad.
Para los seguidores de Gil Robles, la CEDA se encontraba en el centro del universo de la derecha, pero no en una equidistancia con respecto a las fuerzas de la contrarrevolución y las del conservadurismo republicano. Su discurso podía matizar los excesos del Bloque Nacional, pero no trataba de mostrar la misma actitud ante quienes compartían sus ideas antiliberales, autoritarias, corporativas, y quienes habían sido responsables de la llegada del régimen republicano. Estas masas se habían organizado como respuesta a todo lo que, para un amplio sector de la sociedad española, representaba la República: es decir, lo contrario a las consignas de orden, trabajo, familia, religión y propiedad con las que se había constituido Acción Nacional en la primavera de 1931. Se habían movilizado en una campaña que solo de forma aparente se alzaba contra la política laicista de las constituyentes, para ser el medio confeso de organización política de una derecha en cuyos principios fundamentales se encontraba la destrucción de la obra republicana, aunque por la vía de una rectificación hecha desde la mayoría parlamentaria. La identificación del Frente Popular con el escenario revolucionario de 1934 establecía la bipolarización en la que la CEDA solo podía salir ganando si imponía una victoria electoral aplastante que obligara a todos, liberales de derechas y grupos monárquicos, a ponerse a su disposición en una tarea de desmantelamiento del régimen de 1931, en torno a una fuerte minoría parlamentaria populista. El movimiento levantado no tenía, por tanto, una calidad táctica, sino una naturaleza ideológica, una identidad contrarrevolucionaria que la campaña electoral de 1936 actualizó. El mismo poder con el que se consideraba a esta movilización capaz de aplastar a la «revolución y a sus cómplices», habría de colocar en su lugar lo que era accesorio y lo que era fundamental en el discurso de las organizaciones englobadas en la CEDA. Habría de subrayar su heterogeneidad, pero en perjuicio de quienes ya habían perdido la batalla cuando se aceptó que las elecciones adquirieran ese carácter bifronte y cuando se marcó, más que una preferencia de aliados, la afirmación de un parentesco ideológico, la definición de un área cultural en la que la derrota no debía suponer el abandono de los principios, sino la dejación de una táctica.
El reproche de los grupos monárquicos, o de aquellos que, como el Bloque Nacional, podemos considerar menos como una opción monárquica que como una defensa del Estado nuevo tout court, era que la orientación que Gil Robles había dado a unas masas imprescindibles convertía la táctica en un principio. Así podía haber sido en la concepción de destacados dirigentes del populismo y en la misma consideración de un Gil Robles que aspiraba a representar a la totalidad de la derecha española, dejando en una posición testimonial a Renovación Española o la Comunión Tradicionalista, pero también a las minorías de la derecha liberal. El hundimiento del lerrouxismo había supuesto la liquidación de una política ejercida desde diciembre de 1933, pero también era posible que tal hundimiento, lejos de responder a los asuntos de corrupción, fuera el resultado del agotamiento de otra táctica, la que correspondía a la posibilidad de una república conservadora sustentada en una fuerza cuya cultura política se había formado y había madurado a la sombra de valores escasamente democráticos, aunque no se expresara como la renuncia inmediata a la utilización de medios parlamentarios. La espantosa consigna lanzada por la JAP antes de que se disolviera el parlamento, «a por los trescientos», inviable desde el punto de vista sintáctico y aún más desde el político, solo podía expresar, literalmente: todo el poder a la contrarrevolución. Y la sensación de tenerlo ya, en una movilización propagandística como nunca se había visto en España, era el primer factor para indicar que, fuera cual fuera el resultado, la contrarrevolución tenía la mayoría social. Cuando no llegó la victoria electoral, el efecto demoledor de la campaña realizada no fue invalidar la verdad creada con la propaganda, sino considerar que se abría una distancia insalvable entre la España revolucionaria que había triunfado electoralmente y la España contrarrevolucionaria que se identificaba con la voluntad real de la nación.
José R. Montero ha descrito la minuciosa y masiva movilización de recursos: cuarenta modelos de pasquines electorales, editados en un número no inferior a cincuenta millones de ejemplares; impresión de 3.700.000 folletos y 2.700.000 carteles. Lo abrumador de aquel alarde permitió que, al hacer la crítica de la derrota, se consideró que era el resultado de una servil y fetichista confianza en los medios de propaganda que creaban sus propias ilusiones de realidad.[630] La propaganda pudo resultar imponente, pero también intimidatoria para los adversarios, humillante para los amigos y fantasiosa para los militantes, que desplazaron su frustración al puro y simple no reconocimiento de la distinción entre lo real y lo publicitario.[631] Realizando, solo el 9 de febrero, diez mítines en diez cines de Madrid, Acción Popular podía permitir que Gil Robles señalara al auditorio, siendo recibidos por los rituales gritos de «Jefe, Jefe, Jefe»: «Vamos hacia un triunfo arrollador y aplastante. Hemos sufrido mucho, pero nada nos altera. Acción Popular no va a tener enemigos ya, porque todos caerán delante de ella».[632] En estas palabras se mezclan el temor del enemigo y la humillación del adversario a que nos referíamos. El triunfo había de ser para la derecha, pero había de canalizarse a través de una CEDA que iba a ser la ejecutoria prácticamente exclusiva de la contrarrevolución. La justificación de las tareas no realizadas tras la victoria de 1933 se excusaba en una victoria insuficiente, no en una táctica equivocada, como si el error de una táctica no pudiera referirse precisamente a la imposibilidad de ese tipo de mayoría en las condiciones de 1933 o de 1936. Todo el poder significaba asumir la totalidad de la representación contrarrevolucionaria, lo que se expresaba en las condiciones en que se había celebrado el proceso —sin manifiesto unitario, sin proyecto de alianza a largo plazo, con la imposición de una abultada mayoría de la CEDA y con las presiones realizadas en provincias— y esperaba verse reflejado en un resultado parlamentario que permitiera culminar el proyecto populista. «Hasta hay quien teme un exceso de triunfo» señalaba El Debate el día 15 de febrero.[633]
El propio Gil Robles hubo de meditar sobre los excesos de confianza y la radical personalización de la campaña, que implicaban adjudicar al partido y al propio Gil Robles una singular responsabilidad en la derrota.[634] Pero esa confianza creó algo más que la posibilidad de la abstención: lo que hizo fue hacer ciertos aquellos elementos sobre los que se levantaba el miedo como tema publicitario de mayor intensidad. La derrota iba a traer aquello que todos los grupos contrarrevolucionarios señalaron en caso de que ganara el Frente Popular. En ese sentido, la campaña sí fue eficaz y triunfadora: creó la imagen del adversario y movilizó de un modo distinto, abandonadas las expectativas electorales, a quienes creían que el proyecto revolucionario iba a tener los perfiles que la propaganda de la derecha había pronosticado. Gil Robles había afirmado algo parecido a lo que se expresaba por la extrema derecha al presentarla como «la batalla definitiva a la revolución. […] Este es el gran significado».[635] Los panfletos publicados hace muchos años por Javier Tusell planteaban en qué iba a consistir, para los electores sevillanos, esa España en que la derecha podía ser derrotada: la España que se jugaba el ser o el no ser; la España identificada con el terror revolucionario de Asturias; la España católica que no podía celebrar la semana Santa; la España en la que a la mujer se le quitarían los hijos y se le destruiría su familia; la España en que el ejército y la Guardia Civil serían disueltos, en que se armaría a la canalla y se repartirían los bienes, las tierras… y las mujeres. Había que votar a España, Gil Robles pedía al pueblo español todo el poder. Y, aun cuando esta última consigna pudiera entenderse con la disposición de poder frente a los otros partidos de la derecha y asumir así la carga de un gobierno fuerte, a diferencia de los del bienio, la frase tenía un poder de convocatoria que podía entenderse y hubo de entenderse de otro modo.
La movilización del sector más activo y radical del partido, la JAP, había asumido la obediencia absoluta al Jefe, viendo en la vía parlamentaria un camino aceptable. A fines de año, la organización juvenil insistió en su derecho a expresarse con mayor independencia, subrayando que la lealtad de los jóvenes consistía en hablar con claridad a los dirigentes del partido.[636] Las elecciones habrían de mostrar la posibilidad de la JAP de rodear al Jefe de hombres de confianza, poco dispuestos a la política cautelosa de otros momentos, del mismo modo que podía considerarse que, libres ya de los acuerdos con el lerrouxismo, podría imponerse un proyecto cristiano que permitiría ver las próximas elecciones como las últimas en mucho tiempo. La JAP podía mostrar su disposición a luchar y a morir en lo que no era un simple episodio parlamentario, sino una lucha entre la España y la Antiespaña, una cruzada por la supervivencia de la nación. El acceso al poder de la CEDA asumía un mito palingenésico, de reconquista y de renacimiento de España, cuyo escenario inicial era la normal participación de los jóvenes en las tareas propagandísticas que suponían esfuerzo físico y muchas veces enfrentamientos violentos.[637] Mas, junto a ello, la tarea fundamental de los japistas no era otra que la de limitar la abstención, la de conseguir una afluencia masiva a las urnas, la de obtener una representación parlamentaria que certificara, en términos electorales puros, la representación de la derecha española a través de su movimiento.[638] No había en ello contradicción alguna: por el contrario, la base de masas obtenida en un proceso electoral formaba parte de la estrategia de la extrema derecha europea. Lo que hacía que el proceso resultara tan propicio a la fascistización de la primavera y el verano no era la participación electoral y la confianza en el triunfo, sino la facilidad con la que podía mantenerse una mística construida con mecanismos de lealtad al Jefe, de disciplina militarizada, de duras afirmaciones nacionalistas, de integrismo religioso, de conversión de la democracia parlamentaria en campo táctico, de aceptación de la violencia, de identificación del adversario con el enemigo de España y de progresiva adhesión a una camaradería de combate con los sectores de la derecha monárquica, tradicionalista e incluso falangista. Sin embargo, no se trataba solo de lo que pudieran hacer y pensar las juventudes del partido, tan habitualmente señaladas, incluso por los propios dirigentes de la CEDA, como el factor excepcional de un proceso de radicalización. Lo que importaba era cómo se asumían los principios de un Estado nacionalista, católico y corporativo por parte de los electores populistas. Importa entender hasta qué punto no era casual que Falange hubiera buscado como aliado preferente a un partido que, además de disponer del control mayoritario de las masas católicas del país, había de dar muestras constantes de su compromiso provisional con la República y la posesión de un discurso que podía incluirse en la síntesis contrarrevolucionaria de la España de 1936. En definitiva, lo que importa es el escenario de fascistización, como espacio de posible realización histórica y no como búsqueda de alternativas al fascismo, que habrá de provocar la frustración del colaboracionismo a fines de 1935, el tipo de campaña electoral desarrollada y el efecto multiplicador de la derrota en las urnas.
LA VÍA FASCISTA A LA GUERRA CIVIL. FALANGE ESPAÑOLA, EL PARTIDO DE LA SUBLEVACIÓN MILITAR Y DE LA MOVILIZACIÓN ARMADA DE MASAS
¿Es que alguien puede negar que ese ambiente que se da en llamar fascismo, porque de esa manera se sintetiza en una sola palabra una tendencia y un ansia, no va creciendo, aumentando y ganando sectores inmensos de la opinión española?
GIL ROBLES, 19 de mayo de 1936
No es fascista quien quiere, sino quien puede.
No importa, 20 de mayo de 1936
El dramatismo con que se afrontaron las elecciones determinó una interpretación inevitable del periodo político que se abría en España. Si lo que estaba en juego era el «ser o no ser» de la nación, la revancha de la revolución de Octubre y la entrega del país a los designios de la Internacional Comunista, creadora de la política del Frente Popular, era difícil que la esperada victoria sobre los enemigos de España no se transmutara, en el momento de la derrota, en el preámbulo de la catástrofe con la que se había llamado a la votación. La mezcla de optimismo desaforado y de movilización del miedo provocó sus lógicas secuelas de depresión política y atemorizada recolocación de los sectores conservadores. En cualquier caso, el escenario se había modificado de forma decisiva, como no dejaron de indicarlo los esfuerzos iniciales realizados por el propio Jefe del Estado Mayor, Francisco Franco, y los líderes de la derecha parlamentaria para decretar el estado de guerra y, sobre todo, para evitar que Portela Valladares abandonara su responsabilidad en la presidencia del gobierno antes de que se reunieran las nuevas Cortes.
Para el falangismo, la situación tenía un sabor agridulce. Los resultados obtenidos en una elección tan personalizada, cuando menos de cinco mil madrileños dieron su voto a Primo de Rivera, indicaban que Falange había tenido, en la persona de su máximo líder, una respuesta clara de aquella población que dio su apoyo a las candidaturas conservadoras en la capital. Podría tenerse en cuenta, sin embargo, que los dirigentes más importantes de las formaciones políticas de la derecha no consiguieron obtener su acta en Madrid, donde todos ellos resultaron batidos en beneficio de figuras de segundo orden de la CEDA: Gil Robles consiguió el acta en Salamanca, Goicoechea en Cuenca y Calvo Sotelo en Orense; fueron discutidas inmediatamente, cosa que puso en riesgo la presencia de los máximos dirigentes de la derecha española en el parlamento.[639] El lógico desaliento de José Antonio se disimuló en sus alocuciones a los jóvenes que se habían reunido frente al nuevo local de Nicasio Gallego tras la reunión de la Junta Política el 20 de febrero, pero de su disgusto da cuenta el diario del jefe del SEU, Alejandro Salazar, que se sintió francamente sorprendido por la reacción ante unas circunstancias que creía precisamente favorables a la posición de Falange.[640] Esta era la opinión de uno de los «ardorosos» militantes a los que había hecho mención el acuerdo de la Junta Política de comienzos de año. El partido había de disimular su frustración dando línea oficial a lo que era declararse fuera de la dinámica de bloques electorales y, por tanto, deseando aparecer como invicto en el proceso. Las condiciones de una victoria política de futuro, que dependían del proceso de fascistización y de la sublevación militar eran impensables en aquellos momentos, no por la imposibilidad de un golpe contra el régimen —una estrategia en la que el fascismo podía confiar—, sino por las circunstancias precisas en las que el alzamiento militar habría de encontrar a las fuerzas de la contrarrevolución en España.
El análisis que se proporcionaba a la militancia proponía una «hora expiatoria», en la que los acontecimientos habían dado la razón a las previsiones falangistas sobre la insuficiencia moral de la derecha. Ahora, los conservadores desearían que la Falange fuera mucho más fuerte, pero ni aún así lograrían que se pusiera a sus órdenes.[641] «Sucedió lo que tenía que suceder», clamaba proféticamente José Antonio en la portada del semanario, en un tono de reproche y un aire de independencia. Uno y otro se aclaraban más al publicarse artículos acerca de la lucha contra un comunismo convertido en imagen viva de la barbarie asiática, o lo que las derechas, erróneamente, habían esperado del fascismo en aquella hora decisiva, mientras se denunciaba que los obreros contratados para sustituir a los represaliados en octubre eran expulsados ahora de sus puestos de trabajo.[642] Como se hacía en otros espacios de la derecha, asustada ante la magnitud o el simple hecho inesperado de la derrota, Primo de Rivera procuró incitar a los sectores republicanos encabezados por Azaña a que se atrevieran a dirigir el país sin sentirse prisioneros del marxismo. Por otro lado, el Jefe Nacional consideraba estimables, fuera de toda lógica, unos resultados que solo habían mostrado la extrema debilidad de la organización y la falsedad de las cifras de militancia que se habían manejado: suponer que los cincuenta mil votos equivalían a ciento cincuenta mil militantes era puro dislate.[643]
El último número de Arriba, que se publicó el 5 de marzo, cuando ya se estaba sufriendo la acción represiva del gobierno, había comenzado a cambiar el análisis falangista, en especial en lo que se refería a las esperanzas puestas en los partidos republicanos y, sobre todo, en Azaña, presentado como un nuevo Kerensky. Nuevamente, se presentaba como victorioso el frente separatista y bolchevizante derrotado en 1934.[644] A Falange le cabía el honor de ver, en los tiempos difíciles, la certidumbre de sus «dos extremismos, de sus dos misticismos: el de la permanente revolución cristiana y civilizadora y el de la presente revolución moderna, reivindicadora y popular». Allí donde estuviera la Falange se encontraba una «conciencia de modernidad y conciencia de eternidad, o sea, plenitud de conciencia histórica».[645] En su mensaje a las Jefaturas territoriales y provinciales, José Antonio afirmaba, tras reunirse la Junta Política, que el sistema electoral bipolar no había dejado más opciones —olvidando cautelosa y cínicamente las reiteradas ofertas a Gil Robles— y que la obligación del partido era mostrar lo que el proceso había mostrado claramente: «planteada prácticamente la lucha entre derechas e izquierdas, su resultado nos era extraño».[646] La reflexión no carecía de sarcasmo olvidadizo, pero tampoco de sentido de la oportunidad. Precisamente deseaba recordarse a los votantes de derecha que la derrota correspondía a quienes no habían permitido que el espíritu político de Falange constara en la candidatura unitaria de la derecha. El partido no trataba de buscar la marginalidad, sino todo lo contrario: el centro de un escenario que podía haber evitado las condiciones políticas del 16 de febrero. Falange indicaba a sectores muy sensibilizados ante el panorama de un triunfo de la izquierda dibujado por la propaganda de Gil Robles que ya había advertido de la carencia de esta conciencia de unidad nacional, de mística de salvación de España y de sentido heroico indispensables para salir al paso de la quiebra de civilización que el resultado permitía esperar. Se invitaba, por tanto, a que estas condiciones pudieran rectificarse en un campo en el que el fascismo pasara a disponer de las condiciones que se le habían negado en la contienda electoral, mientras otros asumían la responsabilidad del fracaso de sus opciones egoístas y sectarias. Sin duda, ni los temores despertados en amplias capas de la población por la propia campaña conservadora, ni la respuesta nueva a la movilización de masas de la izquierda, ni el bloqueo de expectativas políticas de la derecha parlamentaria permitían que se hiciera oídos sordos a afirmaciones que hoy pueden parecernos un mero repertorio de excusas circunstanciales.
La impresión de aislamiento político de Falange se acompañó de condiciones que habían de preocupar a cualquier dirección política sensata, en especial las que se referían a la indefensión de una fuerza política que parecía colocarse en una estrategia que siempre había deseado rechazar. Era esta el de la violencia permanente como actividad que agotaba la identidad de los falangistas. El único terreno donde podía expresarse una ganancia era la activa colaboración del SEU y de la AET y el trasvase de sectores de la JAP al campo de la juventud escolar y universitaria, que nunca han podido ser adecuadamente cuantificados, pero que fueron lo bastante numerosos para preocupar a la dirección de ambas organizaciones. Naturalmente, cuando el escenario se transformó, pasando a ser el de una sublevación armada, esta versión de milicia resultó productiva, pero durante la primavera carecía de su necesaria plasmación en un área política e institucional eficaz. De haberse prolongado esta situación, habría llevado al partido fascista español al riesgo de su insignificancia, especialmente cuando la radicalización política de la derecha extrema podía ser orientada por otros cauces. La prueba más clara de este temor se encuentra en el esfuerzo realizado por el partido y, de hecho, por el conjunto de la extrema derecha, para conseguir que en la nueva votación exigida en la circunscripción de Cuenca pudiera presentarse José Antonio, en lo que podía ser, ya a la altura de comienzos de mayo, la última posibilidad de conseguir una representación parlamentaria para el partido. El error de haber rechazado las actas ofrecidas por Gil Robles en enero parecía ahora claro, en especial cuando no podía preverse cómo alteraría estas percepciones la dinámica de los acontecimientos. La militarización y el ingreso de muchos jóvenes oficiales en el falangismo, o en la aceptación del ideario falangista como punto de referencia política permitieron la adecuación del partido a las condiciones de una vía armada, mezcla de insurrección civil y golpismo corporativo, a la construcción del nuevo Estado. En aquellas semanas finales del invierno y de primeros compases de la primavera, la posición del partido fascista era la de asistir al debate político que estaba produciéndose en puntos que no podía condicionar. El brutal intercambio de violencia con socialistas, comunistas o sindicalistas, que hizo que las víctimas militantes de la violencia política llegaran en Falange a rozar el medio centenar de muertos entre las elecciones y la sublevación, difícilmente podía ser, en sí mismo, una alternativa a la ausencia de actividad política del partido. A no ser que el marco general se desplazara al lugar más congruente para necesitar, al mismo tiempo, abundancia de voluntarios jóvenes que se sumaron al movimiento militar y un discurso nacionalista que justificara tanto la reacción contra la república como la construcción de un orden nuevo. Solo esa forma concreta de radicalización de masas podía proporcionar en la España de 1936 su base de masas al partido formado poco más de dos años atrás.
El proceso de fascistización español habría de producir la frustración de las expectativas de la derecha conservadora y ofrecer un campo de acción inesperado, aunque no imprevisible, para la afirmación del partido fascista, al alterar en el marco de la acción armada contra el régimen, no solo las condiciones del asalto a la República, sino las de la formación del movimiento insurreccional y las del nuevo Estado. La peculiar evolución de la crisis política española produjo un resultado muy distinto al que cabía esperar de los diversos frentes abiertos por la ofensiva de la extrema derecha. Así, lo que debía ser una estrategia de la tensión tramada en acciones de violencia callejera sistemática, que se rentabilizara en las intervenciones de la derecha parlamentaria, se convirtió en una movilización de los recursos institucionales, de los espacios de sociabilidad y de los medios de comunicación y formación de la opinión pública de la derecha, que actuaron como portavoces preparatorios de una violencia masiva, que no podía conformarse a un golpe de Estado rectificador, y ni siquiera a una intervención con apoyo civil que estableciera un Estado corporativo controlado por la CEDA y apoyado por los grupos monárquicos.[647] Por motivos tan diversos como la resistencia a la intervención militar, el vaciado de la derecha mayoritaria, la radicalización de los sectores sociales que ya no se sentían representados por la estrategia del populismo católico, la disposición de una alternativa más congruente con la dinámica militar y civil —o, en todo caso, con la dinámica política— de la sublevación, lo que acabó frustrándose fue una entrega del poder a quienes, al principio, creían disponer de la capacidad de monopolizar las condiciones de desorden y violencia amplificadas por su campaña electoral, así como por las denuncias de fraude y la amenaza de revolución social tras la derrota. La correlación política de fuerzas iba a modificarse como resultado de un cambio de escenario, haciendo que un aspecto instrumental de la actividad y una fuerza aún marginada pasaran a convertirse en sujeto de movilización, lugar de encuadramiento de masas y relator del discurso nacionalista totalitario del nuevo orden. El partido fascista, gracias a estas condiciones especiales, pudo obtener la vía de una conquista del poder de forma muy distinta a como había sucedido en otras experiencias europeas, aunque de un modo que no resultaba defectuoso o subordinado, sino seguramente en el más envidiable de los campos de despliegue del fascismo: una guerra civil de masas y la construcción, en la misma dinámica del conflicto, de un nuevo Estado y de un nuevo partido de masas identificado con él.
Sin embargo, la forma en que era más probable que las cosas pudieran desarrollarse era la inversa. Es decir, la que proporcionara la amplificación de la crisis del régimen hasta conseguir un golpe que, siendo autónomo en su orientación militar, encontrara en las formaciones de Gil Robles, Calvo Sotelo e incluso Fal Conde los interlocutores institucionales más autorizados de una alternativa al régimen republicano. Este era el temor fundamental de la dirección falangista y, en especial, del propio José Antonio. Y en este fundado recelo tienen que comprenderse tanto sus esfuerzos para adquirir representación parlamentaria en la última de las instancias posibles —la repetición de los comicios en Cuenca— como las orientaciones dadas a la militancia, insistiendo en la necesidad de mantener el control de las abundantes incorporaciones al partido y, sobre todo, evitando que un golpe militar con participación falangista pudiera dar el poder a la CEDA. En ello residía, y no en el miedo a que se operara en España un simple cambio reaccionario protagonizado por los militares, la actitud de inicial intransigencia de José Antonio, pronto abandonada cuando los acontecimientos se fueron precipitando y cuando la misma base falangista decidió operar de acuerdo con las condiciones que se daban en cada localidad, ante lo que el Jefe Nacional, inmovilizado en su cautiverio, pero no incapaz de comunicarse, hubo de entregarse a una dinámica cuyo sorprendentes beneficios no llegó a poder presenciar.
Las acciones de la Primera Línea de Falange asumían las condiciones de una guerra de baja intensidad. Entre los actos de violencia más significativos, destacó por su gran impacto el atentado contra Jiménez de Asúa, en el que murió el inspector de policía que lo escoltaba. Se trataba de un acto planificado, pero que esta ocasión no se dirigió a militantes socialistas, como ocurrió con la muerte de Juanita Rico, sino contra un alto representante de la autoridad del Estado. El terrorismo buscaba como objetivo precisamente a quien encarnaba las instituciones republicanas, como pueden corroborarlo las amenazas contra magistrados que habían encausado a dirigentes falangistas, que culminaron con el asesinato de Manuel Pedregal en abril, e incluso la planificación frustrada de un asesinato de Largo Caballero. En el entierro del alférez de la Guardia Civil Anastasio de los Reyes, muerto en los enfrentamientos producidos durante el desfile de celebración del aniversario de la República, se experimentó una verdadera toma del centro de la capital, con un número considerable de víctimas y con la importante participación en el cortejo de militares, dirigentes políticos de la derecha y centenares de falangistas a los que se recomendó por la UME ir armados al acto. De este modo, cuando debía debatirse en el parlamento sobre las condiciones del orden público, se había dado una clara señal de la disposición de diputados, fuerzas armadas y activistas de la extrema derecha a actuar conjuntamente en una demostración de poder que debía mostrar la incapacidad gubernamental para controlar la situación, pero también la constitución de un frente común contra la izquierda. A ello se sumaron reiterados actos de sangre de provocación y represalia, sin que ni siquiera pueda excluirse la participación en actos de violencia contra iglesias y prensa conservadora en la que se infiltraron militantes de Falange, como sucedió en Granada.[648] Estas acciones fueron acompañadas de la detención de José Antonio y la mayor parte de la Junta Política de Falange el 14 de marzo, de modo que el máximo líder del partido no volvió a quedar en libertad en momentos cruciales. El mismo día de su detención, en el calabozo de la Dirección General de Seguridad donde recibió el apoyo y la visita inmediatos de los líderes de la derecha, José Antonio redactó un texto que muestra a la perfección a dónde habían ido a parar sus peticiones iniciales de prudencia tras las elecciones. La comunicación a la militancia, por la que el Jefe Nacional fue juzgado y condenado en la larga serie de procesos a que fue sometido en aquellas semanas, reivindicaba la visión de la derrota propia de la extrema derecha. Eran dos concepciones totales del mundo las que se enfrentaban en una guerra abierta: por un lado, la visión «occidental, cristiana y española», inspiradora del «sacrificio y el servicio» de individuos cargados de «dignidad y decoro patrio». Frente a ella, una concepción materialista que deseaba imponer a los españoles la pérdida de su independencia a manos del «yugo feroz del ejército rojo y de una implacable policía», destinadas a asegurar también la independencia de «repúblicas locales» satélites de Rusia. «Rusia ha ganado las elecciones» se indicaba, acabando ya con los esfuerzos por distinguir entre el republicanismo y el marxismo, y considerando que el Frente Popular no era más que la estrategia comunista hacia la revolución. José Antonio ni siquiera ponía las cosas en un nivel de triunfo de la izquierda, sino en el correlato necesario de la desaparición de España, por lo que solo Falange parecía en condiciones de llamar al pueblo entero a una empresa «peligrosa y gozosa de reconquista».[649]
La difusión de este documento, al decir de uno de los primeros cronistas del partido, empezó a proporcionar confianza pública y recursos económicos a las escuadras falangistas, viendo en ellos el último recurso frente a los «rojos».[650] En estos mismos días, Alejandro Salazar, secretario general interino, difundió dos circulares, que mostraban el establecimiento de contactos con oficiales solicitando «el auxilio a la fuerza armada en caso de alteración grave del orden público en estos días». Siendo evidente la necesidad de prestarlo, se ordenaba la actuación independiente del partido con respecto a otras fuerzas civiles sin permitir orden alguna que no procediera de los mandos del partido o de las «fuerzas militares e Institutos armados». El 21 de marzo, se señalaba que, en las condiciones de detención en la cárcel Modelo de Madrid de la mayor parte de la Junta Política, debía mantenerse el contacto con los jefes de las JONS, el auxilio a los presos, el recuento de los detenidos y el control de las nuevas altas en el partido, «cuidando de que no se desborden los cuadros de mando».[651] Las mismas precauciones, siempre dirigidas a evitar que Falange fuera desplazada del control político del proceso subversivo para ser utilizada solo como fuerza de choque, aparecieron sistemáticamente en las circulares enviadas a las jefaturas territoriales y provinciales por José Antonio. La detención de la Junta Política y la ilegalización del partido, que fue revocada por instancia jurídica superior a mediados del mes de mayo, dificultó una mejor participación de los dirigentes del partido en la trama conspirativa. De todos modos, esta había dejado a los civiles en una posición secundaria, y el falangismo pudo obtener más rendimientos de las condiciones de una persecución que parecía situar solo a sus militantes en el punto de mira del Frente Popular —y por tanto, en el centro de cualquier muestra de adhesión civil a la rebelión—.
No importa, órgano clandestino del que pudieron editarse tres números entre el 20 de mayo y el 20 de junio, llegó a definir estas circunstancias poniendo al gobierno fuera de la ley, por mantener en cautiverio a los dirigentes de un partido sin respetar la sentencia del 30 de abril, que revocaba la ilegalización gubernativa de Falange.[652] Esto no era cierto, ya que Primo de Rivera aguardaba para ser juzgado por tenencia ilícita de armas, proceso que llevó a una condena firme y a su fatídico traslado a la cárcel de Alicante a comienzos de junio. Pero la imagen de desorden y carencia de licitud del gobierno era lo que hacía falta destacar, en momentos en que la repetición de las elecciones en Cuenca había determinado la imposibilidad de José Antonio de presentarse en una candidatura en la que no constaba en febrero. Ello eliminaba cualquier esperanza de inmunidad parlamentaria, pero proyectaba una abultada imagen de ilegitimidad de las decisiones tomadas, que pareció contagiar al conjunto del proceso electoral de 1936. No importa se llenaba de noticias de presuntos atropellos gubernativos cometidos contra militantes del partido, o de acciones de «las turbas», contra los falangistas, contra oficiales del ejército o contra gentes de orden, procurando dar la imagen de un país que ya se encontraba en estado de guerra. Además de las quejas por los ataques sufridos, se jaleaban las acciones de represalia, como el ahorcamiento de un militante socialista en Carrión de los Condes —«un ejemplo para todos los pueblos de España»— o el valor de una muchacha falangista disparando contra quienes se manifestaban frente a la cárcel de Jaca. Más siniestra era la publicidad de las listas negras, dirigidas a «ajustar severamente las cuentas al sin fin de cobardes que ahora hace méritos con nuestra persecución». Se concretaba que «fiscales aduladores de poder, jueces claudicantes, gobernadores despóticos, alcaldes rifeños, policías turbios, esbirros, soplones y confidentes llevarán antes o después su merecido».[653] No creo que tales amenazas pudieran tomarse a broma por los aludidos, ni que resultara posible ignorar que un tono de estas características podía corresponder al órgano de un partido legalizado de nuevo, aun cuando la edición fuera clandestina. Como tampoco podía pasarse por alto la gran irritación que provocaba la posibilidad de un gobierno fuerte, que se estaba tramitando en aquellos momentos entre Azaña y Prieto y que se frustraría por la oposición de la izquierda socialista y el boicot de la derecha. Con singular desparpajo, No importa señaló que un gobierno para la restauración del orden solo podía hallarse en el fascismo, que era mucho más que el simple restablecimiento de la normalidad y que no podía ser «fascista quien quiere, sino quien puede».[654] No menos irritación causaban las presentaciones de grupos pretendidamente fascistas, o la actitud de quienes permanecían pasivos mientras se desataba la ola de represión sobre Falange, señalando que la violencia era legítima, no iniciada por el partido y haciendo frente a enemigos que ni siquiera eran españoles.[655]
La proclamación de un estado de violencia permanente, antesala de la normalización de una guerra civil llegó en el segundo número, el 6 de junio, en el que se anunciaba el traslado de los dirigentes presos en la cárcel Modelo a otros centros. «Justificación de la violencia», escrito por Ruiz de Alda, puede considerarse uno de los documentos más duros, más significativos y con mayor voluntad de señalar la identidad falangista en el momento de sublevación armada contra el régimen. Ya se iniciaba señalando que «En medio de la mediocridad nacional, la Falange irrumpe como un fenómeno desconocido hasta ahora». Lo que caracterizaba al movimiento no era un programa, sino una disposición a la lucha, un «estilo» que ahora podía presentarse como decisión de tomar las armas gracias a un sentido religioso de la militancia. Hasta la victoria del Frente Popular, esta condición podía silenciarse por la derecha, pero la coyuntura de la primavera no permitía continuar ni con «el silencio o la falsificación». Ya no podía «narcotizarse al pueblo con soluciones pacíficas. YA NO HAY SOLUCIONES PACÍFICAS. La guerra está declarada y ha sido el Gobierno el primero en declararse beligerante». No había triunfado la izquierda, ni siquiera el Frente Popular, sino la revolución de octubre, separatista y marxista. Ruiz de Alda colocaba a Falange al lado de las instituciones que el régimen estaba dispuesto a liquidar en su toma del poder y en su objetivo de destruir la civilización en España: «El Ejército, la Armada, la Guardia Civil… y la Falange». En tal compañía, el partido se presentaba como el único que podía establecer un bloque histórico, civil y militar, que saliera al paso de la revolución: una vía fascista a la guerra civil promovida por Falange y una vía al fascismo a través de la sublevación militar promovida por el ejército. Bien cabía aceptar las condiciones de soledad causadas por la derecha opuesta al Frente Nacional. Porque, si las condiciones eran las de una guerra civil, «mañana, cuando amanezcan más claros días, tocarán a Falange los laureles frescos de la primacía en esta santa cruzada de violencias».[656]
De ahí que resultara intolerable la intromisión de quienes habían dejado sola a Falange en el momento en que esta se ofrecía para refugiarse bajo el dosel de la inmunidad parlamentaria: la denuncia del robo del acta que José Antonio no había logrado en Cuenca, y cuyo máximo valedor había sido Serrano Suñer,[657] se sumó a un durísimo artículo lanzado por el Jefe Nacional contra un Calvo Sotelo al que se aludía como «el madrugador», en el tercer y último número del boletín.[658] El artículo poseía la capacidad corrosiva del lenguaje del líder, especialmente vistoso en momentos en que la angustia se mezclaba con una capacidad del sarcasmo que nunca le abandonó, aun cuando él prefirió considerarla una frívola tendencia a la ironía, en la carta que dirigió, poco antes de morir, a Sánchez Mazas.[659] La relación nunca fácil con el exministro se agrió con especial aspereza cuando Calvo Sotelo pudo aparecer, al contrario de lo que sucedía con José Antonio, como dueño de una inmunidad parlamentaria lograda gracias a un escaño que el jefe del Bloque Nacional no había logrado por Madrid, sino por Orense, y que defendió con uñas y dientes en la comisión de Cortes encargadas de verificar las actas.[660] No dejó de hacer mención el Jefe Nacional a aquella permanente seguridad personal que había buscado Calvo Sotelo desde el inicio del régimen republicano, en una acusación de cobardía física que resultaba particularmente grave en aquellos momentos y que, muy pocos días después, habría de mostrar una macabra respuesta a la alusión con la que finalizaba el artículo, haciendo referencia al paso del cadáver del enemigo ante la puerta de la casa. Lo que había de personalismo en aquella denuncia de la actitud del líder del Bloque Nacional era evidente, al comparar la situación en que se encontraban ambos, y que hacía especialmente insoportable que el exministro pudiera aparecer para muchos no solo como pieza civil fundamental del movimiento armado contra la República, sino especialmente como representante del fascismo en aquella coyuntura. Pero había un aspecto más objetivo, en el que José Antonio daba la voz de alarma ante quienes podían presentarse como defensores del mismo proyecto totalitario, en el que la defensa del liderazgo iba más allá que la lucha por una posición personal. El artículo podía colocarse en la línea de señalización de riesgos que había estado disponiendo José Antonio durante aquellos días, a medida que se hacían claras las dificultades para establecer una relación exclusiva o privilegiada con los militares —ya que la autonomía del movimiento fascista civil ni siquiera podía plantearse seriamente—. Pero la dureza provocó el estupor de quienes se habían hecho la ilusión de un esfuerzo común y habían luchado por eliminar obstáculos y pruritos de identidad organizativa en aquellos momentos, como los activos redactores de Acción Española. A Jorge Vigón correspondió una respuesta que ni siquiera esquivó la referencia a una coquetería considerada «femenina» de Primo de Rivera, a su petulancia intelectual, a las escenas penosas en las que había perdido los nervios —como en el proceso que le condenó a la cárcel por tenencia de armas— o a una probable lucha por abrirse paso hasta la primera fila del protagonismo en la lucha que se avecinaba. Por lo demás, subrayaba la carencia de rubor que en aquellos momentos de la crisis de España implicaba poner por delante los derechos de primogenitura o de originalidad política, en lugar de esperar, como correspondía a un político y no a un mero ensayista, que el mensaje fuera entendido y aceptado por el mayor número de personas posible, fuera cual fuera el resultado personal que de ello se derivara. Vigón ni siquiera evitaba referirse a la escasa originalidad de la abracadabrante definición de España como «unidad de destino» que José Antonio había exhibido con creciente complacencia sin referirse a Ortega.[661]
El episodio distaba mucho de ser anecdótico. Tan cercano a la sublevación militar, encarnado en dos figuras tan significativas, puede señalarnos cuál era la obsesión de los dirigentes de Falange y, en especial, de José Antonio, Ruiz de Alda y seguramente Fernández-Cuesta en aquellos momentos, siendo mucho menos intensa en los jefes territoriales del partido —por lo que puede deducirse de los esfuerzos desesperados de control y las severas advertencias lanzadas por José Antonio—. Esta obsesión era evitar que el lugar privilegiado de Falange, que había sido considerado adversario principal del régimen por el propio Casares Quiroga, pasara a diluirse por la mayor facilidad de los contactos de los mandos militares, en especial del generalato y altos jefes, con quienes habían sido sus mandos directos en el ministerio de la Guerra en la etapa de Gil Robles, o con quienes ostentaban, a sus ojos, el carácter de personas «de orden» en el sector católico o monárquico tradicional españoles. El problema, y debe insistirse en ello por las implicaciones que tendrá en el futuro, no era la intervención militar y, después, ni siquiera la hegemonía del ejército, sino que Falange dejara de ser el espacio exclusivo de movilización civil y de oferta de personal y discurso para dirigir el nuevo Estado. Dos días antes de su detención, José Antonio se había reunido con Franco en casa de Serrano Suñer, informándole de las fuerzas de que disponía y de su disposición a la sublevación, y el general, ya destinado a Canarias, le sugirió que, a partir de aquel momento, mantuviera el contacto con el teniente coronel Yagüe, a quien José Antonio conocía personalmente. Como es sabido, en estos mismos días se realizaba la que puede considerarse primera reunión de los conspiradores militares de más alto grado, en el domicilio del diputado cedista José Delgado.[662] Franco se limitó a tomar nota del apoyo falangista, algo que hizo del mismo modo el general Mola, ya convertido en el «director», cuando inició sus contactos indirectos con José Antonio a finales del mes de mayo. José Antonio había de recibir noticias más tranquilizadoras de la actitud de oficiales y jefes subalternos, que habían empezado a ingresar en Falange o que se sentían muy próximos a sus postulados. Esa información podía llegarle a través de su hermano Fernando, pero al Jefe Nacional pareció importarle mucho más, en su percepción de cómo iban a desarrollarse los acontecimientos, cuál iba a ser la actitud de los generales y más altos mandos. Sin embargo, a estos oficiales y jefes subalternos correspondió no solamente desempeñar actividades claves en la organización local del golpe conectando al partido con el ejército, sino también dedicarse a propiciar la entrada en las milicias falangistas de sectores de la derecha que acudieron a solicitar armas en los primeros momentos del golpe. A un sector notable de este tipo de oficiales correspondía una posición más antigua, decidida y radical, que puede seguirse en la constitución de la UME, y en comentarios enojados por la actitud pasiva de los altos mandos, con los que no parecía poder contarse para un movimiento nacional dispuesto a superar el escenario de la declaración del estado de guerra o, en el mejor de los casos, de una medida de rectificación.[663]
Los temores del Jefe Nacional, tan absurdamente confundidos con el afán de un golpe independiente realizado por los falangistas, se expresaron siempre señalando la necesidad de evitar que el partido perdiera su autonomía y, en especial, sospechando que los militares podían ser instrumento de la CEDA. La respuesta que dio a las cartas de Giménez Caballero en una fecha tan tardía como el 12 de julio así puede indicarlo al referirse a «un falso fascismo conservador, sin valentía revolucionaria ni sangre joven. Claro que esto no puede conquistar el Poder; pero ¿y si se lo dan?».[664] En esa línea se encontraba también la respuesta a Onésimo Redondo, que se había sentido aludido por los avisos del Jefe Nacional a lo que él aclaró enseguida que no eran las actividades del dirigente vallisoletano, sino a la circulación de «documentos disparatados que se estaba produciendo por obra del entusiasmo, sin madurez, de algunos camaradas —nuevos o antiguos—».[665] En este sentido, los textos más clarificadores en el periodo de aislamiento, incluyendo en esta apreciación el tiempo que los separa, son la célebre «Carta a los militares de España» redactada el 4 de mayo y la publicación y rectificación de la circular escrita en Alicante el 24 de junio. La carta, que circuló ampliamente en los cuarteles, se redactó en el momento central de la crisis de primavera, cuando aún se planteaba la posibilidad de un gobierno presidido por Prieto dando un impulso de autoridad reformista al gobierno, convirtiéndolo en la voz del conjunto del Frente Popular. El 1 de mayo, el dirigente socialista había pronunciado un discurso en Cuenca en el que avanzaba las condiciones de un nuevo gobierno y la urgencia de crearlo ante los riesgos del golpe de estado y las condiciones de indisciplina política en el Frente Popular que podían llegar a facilitarlo.[666] Curiosamente, Primo de Rivera pudo poner este discurso como prueba de la expansión de las ideas de Falange, que parecía asumir el dirigente socialista,[667] pero este comentario no mostraba más que la doblez del discurso joseantoniano. Solamente un día antes del discurso «falangista» de Prieto, se había publicado el manifiesto de los candidatos de la derecha en las elecciones que debían volver a celebrarse en Cuenca, en el que se insistía en la necesidad de contar con la persona de José Antonio, tras haber renunciado a la de Franco. Su terminología era profundamente reaccionaria, incluyendo referencias a una cruzada por «los ideales de la España de hoy», vinculados a «su tradición religiosa, restauración de su ser, emancipación del afrentoso yugo de Moscú».[668] El tono de este manifiesto era el que correspondía a la actitud de fondo de Falange, y no es casual que, en el mismo momento en que se acuñaba alguna esperanza de estabilización gubernamental, José Antonio se decidiera a escribir una carta como aquella. El tono apocalíptico parecía querer salir al paso precisamente de la última ocasión que la República parecía ofrecer para consolidar un pacto entre republicanos y socialistas. Advertía a los militares de que España se encontraba ante algo equiparable a una invasión extranjera, circunstancia que no permitía la neutralidad del ejército. No podía considerarse de otro modo la entrega del país a los comunistas, dispuestos a la liquidación de los valores más elementales de la civilización, incitando al amor libre, al divorcio, al aborto e incluso a la prostitución. El honesto pueblo español había sido sustituido por una «plebe frenética, degenerada, drogada con folletos de literatura comunista». El ejército podía hacer oídos sordos a quien propusiera solo una «política reaccionaria», pero no a quien levantaba una bandera de reconstrucción nacional ni, desde luego a una Falange que era perseguida por la misma causa por la que lo eran los militares: «porque estamos dispuestos a cerrar el paso a la horda roja […], porque somos los aguafiestas del regocijo con que, por orden de Moscú, se pretende disgregar a España en repúblicas soviéticas independientes».[669]
El documento llegó hasta las manos de Mola, con quien se estableció contacto regular desde fines de mayo, a través de Garcerán, y cuando la Junta Política hubo vencido los escrúpulos de alguno de sus miembros —posiblemente Ruiz de Alda— para participar en el movimiento.[670] Es más que posible que el tono del texto no fuera de su agrado, conociendo los recelos de Mola ante el falangismo, su desdén por una capacidad de movilización que infravaloraba y su mayor interés en el tradicionalismo presente en su propia plaza de mando. Como propuesta de sublevación combinada de civiles y militares, estaba fuera de su horizonte inmediato —como lo estaban las reclamaciones de Fal Conde, por otro lado—, y también había de resultarle intolerable el tono a medias conminatorio y a medias condescendiente en que se había redactado el documento. Lo que aquí importa más, sin embargo, es que el llamamiento se colocaba al servicio de un objetivo crucial: presentar a Falange como el partido que llamaba a una intervención militar, renunciando a cualquier acción independiente, pero procurando que el generalato no optara por entregar el poder a la derecha parlamentaria.
La circular del 24 de junio ya no fue solamente un llamamiento a los militares, sino una orden dictada a la organización acerca del modo en que debía establecerse la colaboración. La línea argumental continuaba siendo impecable, pero el tono mostraba a las claras la irritación que iba apoderándose de José Antonio, que temía con buenos motivos la postergación de la Falange y la suya propia en la preparación del golpe. En un tono cuyo sentido ofensivo no podía resultar extraño al miembro de una familia de tradición militar, se aludía a la mediocre formación política y gran ingenuidad de los mandos del ejército, que los haría víctimas de «los charlatanes y los trepadores de los partidos». Estos sectores utilizarían el apego de los oficiales a «algunos de los conceptos de más hondo arraigo en el alma militar» para poner la dirección política del movimiento en manos de sectores sin ambición nacional. Falange no podía ser considerada, en este trance, una simple fuerza de asalto, sino un movimiento integral, en el que la violencia solo tenía sentido al servicio de un proyecto político, que aspiraba a «asumir por entero la dirección del Estado». Se indicaba a todos los mandos requeridos para participar en una conspiración contra el gobierno que respondieran señalando la autoridad exclusiva de la Jefatura Nacional para tomar decisiones en este punto, amenazando con la expulsión a cualquier jerarquía que llegara a acuerdos con elementos civiles o militares.[671]
Si la carta parecía recobrar el ánimo independiente de Falange, puede considerarse como lo que realmente era en aquellos momentos: un intento de poner bajo presión política a los conspiradores, dando señales de vida que indicaran la nula disposición a aceptar, incluso en un golpe de resolución inmediata, a reducir el partido a la tarea de un somatén. «Asumir por entero la dirección del Estado» era algo a lo que José Antonio ni siquiera podía aspirar sensatamente a soñar, y que se desmentía por sus estrechos contactos con el carlismo en aquellos días. Pero indicaba un esfuerzo por dar indicios de proyecto político en el seno de un movimiento de regeneración nacional ambicioso, que no habría de conformarse con las tendencias conservadoras a una mera rectificación o a una dictadura provisional. Lo que debe descartarse es que fuera posible, para una Falange que no podía prever las condiciones creadas por la guerra civil, construir una estrategia armada que detallara minuciosamente los objetivos a cubrir desde el punto de vista político y el papel a desempeñar por el partido. Lo que podía exigirse era, más bien, que no ocurrieran determinadas cosas indeseables, en especial la rebaja de la condición de partido a la situación de milicia al servicio de un golpe militar, que otorgaría el poder político a la CEDA o los monárquicos. Falange había de defender ese carácter completo de partido, de proyecto revolucionario, en el que la función de la milicia había de ponerse en primer término en los días de la violencia sublevada, al servicio de la mejor disciplina y organización del ejército, y con una propuesta en la que el rescate de España de las garras de la revolución social y de la disgregación separatista pudiera presentarse como objetivo común. Podía apuntarse que las condiciones de lucha mejorarían la capacidad de negociación falangista en el seno de los sectores sublevados, hasta el punto de hacer de los fascistas y los tradicionalistas aquellas fuerzas que disponían de una concepción de la política más congruentes con el escenario de un asalto armado al poder. Pero difícilmente podía esperarse que, a lo largo de las semanas que siguieron a la derrota electoral de febrero y, en especial, a la detención de sus dirigentes en marzo, Falange pudiera tener una percepción clara de la forma en que sería destruido el régimen y, por tanto, de la función exacta que debería desempeñar el partido. Todo ello dependía de la velocidad del cambio y de la forma concreta que adquiriera la adhesión civil al nuevo orden de cosas. Falange podía continuar planteando, en estas condiciones, lo que no había dejado de estar presente desde el momento en que se constituyó. Podía aspirar a ser la vanguardia intelectual y, ahora también, la base física de una idea de España. Una idea que iba más allá de los límites estrictos del partido, y que debía buscar un ámbito de complicidad y de simpatía en torno a las consignas que se lanzaban desde el discurso y el ejemplo militante. La mística del servicio y del sacrificio por España deseaba construir una imagen de elite, de minoría rectora, que ahora podía sentirse asistida por su capacidad de respuesta armada y por su disposición a acoger, integrar y homogeneizar a las masas de la contrarrevolución.
Por tanto, más que la afirmación a convertirse en depositario exclusivo del poder civil, José Antonio se refería a quién no debía otorgarse ese carácter y, sobre todo, cuáles debían ser las condiciones «revolucionarias» de un cambio político, que implicaban la asimilación por el Estado de los principios nacionalistas, integradores, populares y de ruptura con los viejos esquemas de la derecha conservadora manifestados no solo por el partido fascista, pero naturalmente señalados por su líder como identidad de la Falange. El intento que podía haber en la carta para obtener compromisos no tuvo ningún resultado: por el contrario, se acentuaron las presiones sobre José Antonio para que modificara aquella actitud. De modo que solo le restaría aceptar ponerse a las órdenes del ejército, defendiendo que los militantes que se sumaran a la sublevación pudieran exhibir los distintivos y banderas de Falange, aunque sosteniendo con firmeza que no debía el poder civil a ninguna fuerza política hasta tres días después del triunfo de lo que se suponía que iba a ser un golpe de estado.[672] A partir de ese momento, José Antonio no hizo sino urgir a Mola a que tomara una decisión, desesperado al saber que la dirección militar de Falange había sido desmantelada de nuevo en Madrid, y que se habían producido salidas arriesgadas de falangistas a la calle, como la de Valencia el día 11 de julio.[673] El Jefe Nacional fue informado con exactitud de la sublevación y escribió su último manifiesto a sus seguidores, redactado el 15 de julio y publicado el 17. En él hacía del asesinato de Calvo Sotelo la culminación de un hilo rojo de barbarie, y subrayaba que la ocasión permitía que España se pusiera al frente de una defensa de la civilización que otros países no estaban en condiciones de enarbolar. El movimiento no se hacía en nombre de una facción, sino al servicio de la permanencia de España, lo que explicaba que se levantara: «un grupo de españoles, soldados unos y otros hombres civiles», que no «quieren asistir a la total disolución de la Patria». Falange no iba a levantarse por menos, pero tampoco podía señalar que iba a hacerlo por más, en lo que parecía la necesaria participación en un pronunciamiento, cuyo peor enemigo era la derrota, pero cuyo mayor riesgo era un apoliticismo formal que no contemplara el golpe como la construcción de un nuevo Estado. La ausencia de un programa comprometedor, sin embargo, podía compensarse al sumar al movimiento militar y civil lo que Falange significaba en el escenario político español en los últimos años y, en especial, en los últimos meses. Por tanto, lo que ocurriera se tenía que dejar al propio ritmo de los acontecimientos, con la premisa indispensable de esa identidad a la que en ningún momento se había renunciado, integrándola en un movimiento cuya amplitud y desbordamiento de las fronteras del partido ni se podían ni se querían olvidar.
LA FRUSTRACIÓN DE LA VÍA GOLPISTA AL ESTADO CORPORATIVO
La reacción de la derecha parlamentaria a la derrota en las urnas fue de una constante impugnación del resultado, modo de sumar la ilegalidad de las nuevas Cortes a lo que era proclamado como ilegítimo en la propaganda contrarrevolucionaria. La forma en que se tanteó la posibilidad de una interrupción del proceso, con intervención directa del Jefe del Estado Mayor, Francisco Franco, y las presiones realizadas por los dirigentes más significados de la derecha —incluyendo la visita de José Antonio a Portela Valladares el mismo día 17— se unieron al entusiasmo y los fundados temores del Frente Popular, provocando un irregular y precipitado traspaso de poderes, al abandonar Portela la presidencia del gobierno y entregársela a Manuel Azaña. Este acto pudo presentarse ya como una toma de posesión del poder que se originaba en la presión de la calle y que no respetaba los plazos reglamentarios, en una cadena de acusaciones legales que encontraron su más espléndida versión en los debates sobre las actas impugnadas. En este, los diputados derechistas abandonaron los trabajos de la comisión, presentándose la dimisión de Indalecio Prieto como reconocimiento de las irregularidades cometidas.[674] Tanto Gil Robles como Calvo Sotelo se aseguraron su escaño, pero Antonio Goicoechea perdió el que había conseguido por Cuenca, sin poder revalidarlo en las elecciones de mayo, lo que tuvo consecuencias graves para la representación de Renovación Española en las Cortes, que fue a parar a un Calvo Sotelo muy debilitado por la decisión tradicionalista de romper el Bloque Nacional.[675] De este modo, aun cuando hubiera perdido lo que era su base partidista de apoyo, el exministro gallego podía pasar a ser la voz más representativa de un alfonsismo que tomó el camino de una más clara radicalización. Gil Robles tenía motivos para poder mostrar ante sus seguidores un buen resultado, si tanto sus propios objetivos como los del partido y los de los electores fueran permanecer en una oposición respetuosa con el veredicto de las urnas, lo que no era el caso. Los populistas, gracias al férreo control ejercido sobre la confección de las candidaturas, habían logrado mantener una notable representación parlamentaria, y habían incrementado su apoyo en número de votos. Sin embargo, habían perdido lo que ahora les resultaba muy claro: su propia exclusividad conservadora les condenaba al aislamiento, que no les permitía apoyarse en un poderoso partido republicano centrista, tras el desastre sufrido por los seguidores de Lerroux. La estrategia de colaboración con el régimen solo se había contemplado como vía de llegada al gobierno, nunca como forma de ejercicio de la oposición. Y ese defecto original, tras haber experimentado las mieles ministeriales, haber hegemonizado el apoyo católico conservador en España y haber realizado una campaña en la que la obtención de «todo el poder para el Jefe» parecía el lógico resultado de una táctica correcta, se mostraba en toda su gravedad cuando el escenario político que se había creado apenas dejaba espacio para que Gil Robles estableciera una estrategia alternativa, que pudiera ser aceptada tanto por sus diversos compañeros de liderazgo como por su base social y electoral, atemorizada por las promesas apocalípticas que les habían llevado a votar por una presunta salvación de España.
No se abandonó, sin embargo, por parte del círculo de dirigentes populistas, la esperanza de que fuera precisamente ese escenario de tensión el que permitiera ir poniendo los fundamentos de una rectificación del régimen en profundidad. A medida que pasaron las semanas, tal rectificación solo pudo expresarse como una vía golpista a un Estado corporativo. El discurso de Acción Popular se atuvo, en los primeros momentos, a la defensa de una política a realizarse dentro de la legalidad, y así lo expresó Gil Robles en la reunión del Consejo Nacional del partido el 4 de marzo y en declaraciones a El Debate publicadas dos días después. Con todo, lo que ocurría en el grupo mayoritario de la derecha resultaba inquietante, tanto en el terreno de los hechos como en el de las declaraciones. En el primero, el propio Gil Robles reconoció la forma en que estaban abandonando el partido núcleos radicalizados, así como la petición de sectores amplios de la Juventud de una fusión entre la JAP y Falange. En el segundo, la negativa a realizar una profesión de fe republicana, tal y como lo planteó Giménez Fernández en la reunión de la minoría del 19 de marzo, fue acompañada de la agria referencia de Gil Robles a una colaboración condicionada con el gobierno, admitiendo que, en caso de que hubiera cuestiones de orden público irremediables, existían fuerzas con responsabilidad al margen de lo que pudieran hacer o decir los partidos.[676]
El esfuerzo realizado por todos los sectores de la derecha, incluyendo a la minoría monárquica alfonsina, fue el de aparecer como sostén del gobierno siempre que este deseara conservar el orden público, lo cual tenía objetivos tan claros como los que han podido verse en la propaganda de Falange en aquellos mismos días inmediatamente posteriores a la derrota. Se trataba de presentar al ejecutivo como el único responsable de la violencia que pudiera desatarse en la calle, por complicidad o por falta de autoridad, y romper la unidad del Frente Popular, separando a los republicanos de las minorías socialista y comunista. Alguien tan avezado en las tareas parlamentarias como Gil Robles podía darse perfecta cuenta de que no había recambio político posible para la mayoría que había ganado en las elecciones del 16 de febrero, siendo impensable cualquier combinación parlamentaria que pudiera recibir la condescendencia de la CEDA sin ganarse una peligrosa y justificada hostilidad de quienes habían votado no solo por los partidos obreros, sino también por los republicanos. En las inmediatas peripecias institucionales —el debate sobre la destitución del presidente Alcalá Zamora el 7 de abril, el que siguió a la declaración ministerial de Azaña el 15 de abril y el realizado el 19 de mayo, al presentar su candidatura Casares Quiroga, o el dedicado al orden público del 16 de junio— había de irse graduando la permanente interpelación derechista al simple derecho del gobierno a ejercer sus funciones sobre la base de la mayoría electoral que lo legitimaba. En la primera cuestión, Calvo Sotelo se negó a apoyar a la izquierda en la aplicación del artículo 81 de la Constitución, cuando buena parte de su campaña se había basado precisamente en este tema, refugiándose en sutilezas jurídicas que escondían lo que verdaderamente quería decir cuando respondió a Prieto: de lo que se trataba era de la negativa a otorgar a aquellas Cortes un poder que sería prácticamente «convencional». Prieto deseaba evitarlo justamente al proponer el cambio de presidente, impidiendo que Alcalá Zamora agotara su mandato sin la posibilidad de firmar un decreto de disolución, lo que rompía el equilibrio formal de poderes. Pero Calvo Sotelo indicó que esta ruptura formal resultaba más llevadera que una fractura política, en la que el nuevo presidente de la República estaría totalmente condicionado por la mayoría del Frente Popular, dándole a este el control del poder legislativo y el del ejecutivo. La lucidez con la que Calvo Sotelo podía señalar, en un hecho concreto, la imposibilidad de que la derecha aceptara el resultado de unas elecciones desfavorables, merece nuestro aplauso: ni Alcalá Zamora podía ser un presidente bloqueado en sus funciones ni podía ser destituido por aquel parlamento para elegirse a quien solamente podía ser un candidato del Frente Popular. A la derecha solo le cabía la abstención, porque su actitud había de expresar el antagonismo radical con el régimen constitucional vigente.[677] En línea parecida actuó Gil Robles en su respuesta a Prieto, aun cuando el líder católico estuvo más dispuesto a señalar el carácter político del aparente debate de procedimiento. Para Gil Robles, como para Calvo Sotelo, la deficiencia se encontraba en la propia Constitución, que se enfrentaba a la primera muestra grave de un conflicto de poderes. Pero, arrinconado por los argumento de Prieto, que le recordó cómo la campaña populista siempre había deseado plantear la destitución del presidente y la elección de su sucesor por las Cortes, hubo de rectificar lo dicho desde el mismo momento en que no fue llamado a formar gobierno en diciembre de 1935, para indicar lo que realmente era la posición de la derecha: evitar que los parlamentarios del Frente Popular eligieran a un nuevo presidente, tras haber hecho campaña para que pudiera hacerlo una esperada mayoría conservadora en las Cortes.[678]
El tono moderado del discurso de Azaña el 15 de abril fue respondido con esperable violencia verbal tanto por Calvo Sotelo como por Gil Robles, que lo convirtieron en la escenificación de una España sometida al desorden y a la subversión, a la impunidad de las acciones violentas de la izquierda socialista y comunista, a la debilidad o pasividad culpable del gobierno, y a la única esperanza de un giro hacia la autoridad que solo podían encabezar quienes habían sido derrotados en las urnas, en un proceso que continuaba considerándose falsificado. De Calvo Sotelo, representante de una exigua minoría parlamentaria monárquica, podían esperarse las actitudes más coherentes con su declaración de beligerancia contra el régimen, pero Gil Robles estaba cultivando la imagen que había querido dar desde el mismo momento en que las Cortes fueron disueltas: la de ser la última garantía parlamentaria de las personas de orden y además, la primera puerta por la que podía entrar una rectificación patriótica de aquellas circunstancias ajenas a la voluntad del pueblo español. El carácter bifronte del discurso tenía sentido pleno en la dinámica de los inicios de la primavera, cuando de lo que se trataba era de presentar a la CEDA como organización que acataba la ley, pero que no se comprometía ni con una declaración de principios republicana ni, mucho menos, con la aceptación de un gobierno de la izquierda que solo podía sostenerse con el apoyo de los socialistas. De este modo, Gil Robles era coherente con lo que esperaba ganar de la violencia en la calle atribuida a la izquierda, y en la que los dirigentes populistas actuaban no solo responsabilizando de los actos a la militancia del Frente Popular, sino también participando en manifestaciones de duelo y en protestas públicas. Se ponían las bases, de este modo, a la posibilidad de una rectificación realizada a través de un golpe de fuerza, que habría de llegar cuando un sector significativo del generalato y los altos jefes considerara que la situación era lo bastante grave como para intervenir y entregar el gobierno a la opción política con mayor potencia de masas, siempre y cuando esta hubiera estado en las dos posiciones complementarias: la defensa inicial de la legalidad y la disposición a hacerse cargo de una situación excepcional que restaurara el orden, evitara una revolución social y pusiera las condiciones de un nuevo tipo de Estado que evitara la reproducción de estas circunstancias en el futuro.
En su intervención, que Calvo Sotelo acompañó de un detallado documento que señalaba las alteraciones del orden público vividas en España desde el 16 de febrero hasta el 2 de abril, el exministro desdeñó las palabras de Azaña indicando su deseo de evitar la guerra civil. Tales afirmaciones podían resultar creíbles antes, pero no con lo sucedido en las últimas semanas, con lo que el presidente del gobierno era acusado directamente no solo de ejercer o tolerar la violencia, sino de situarla en conexión directa con las condiciones de un enfrentamiento a gran escala, en el que se seguían las instrucciones de la Internacional Comunista. Si una posibilidad ante el fracaso de la democracia que se estaba viviendo era, a ojos de Largo Caballero, la dictadura del proletariado, para el Bloque Nacional existía otra salida: «España podrá salvarse también con una fórmula de Estado corporativo y autoritario».[679] Tal «fórmula» se precisaba más de lo que podía hacerse, de momento, en sede parlamentaria. A comienzos de mayo, el líder monárquico publicaba en El Pueblo Manchego «A propósito del fascismo», en el que empezaba por lamentar la decisión del gobierno de poner fuera de la ley a las organizaciones fascistas «y similares», lo que se consideraba una concesión a las presiones del extremismo de izquierda. Calvo Sotelo señalaba que el fascismo, como bien lo demostraban las experiencias europeas, solo podía ser fuerte allí donde existía el riesgo de la revolución, por lo que era lógico que en España, «el ambiente fascista actual es enorme en toda la nación. Desde luego inmensamente superior al que pudiera existir antes del 16 de febrero». Un fascismo que aún no tenía clara ideología y organización, pero que «si persiste la presión comunistoide acabará tomando plenitud íntima, trabazón perfecta y radiación nacional», especialmente cuando el gobierno hacía caer su fuerza represiva sobre «fascistas declarados o presuntos». El fascismo tenía un discurso social que no llegaría a fascinar a los sectores proletarios pero que, como había sucedido en otros lugares, sería crucial para obtener el apoyo de las clases medias, hartas de su carencia de representación, cuando los partidos republicanos se habían aliado con la revolución social. Lo mejor de la situación es que se estaba procediendo a una simplificación del panorama político, porque el pueblo deseaba claridad: «Ya dibujados los dos perfiles contendientes, sin que entre ellos quede zona neutral, la batalla ganaría presteza y transparencia. A ese resultado ha de llegarse más pronto o más tarde. Cuanto antes mejor». Mientras tanto, había de marginarse todo lo que pudiera crear interferencias enojosas. A los monárquicos nada preocupaba la supervivencia del orden republicano, pero lo que estaba en juego era otra cosa: «los que viven dentro de un sistema económico-social (civilización cristiana), deben aprestarse a su defensa cuando algún peligro la aceche. Este es el caso de todos los españoles no marxistas, incluyendo naturalmente a los monárquicos».[680] En declaraciones a ABC, el 26 de abril, Calvo Sotelo resumía lo que debía haber sido la conferencia suspendida en el Círculo de la Unión Mercantil de Madrid. El país avanzaba de modo inexorable hacia una dictadura comunista si se seguía en régimen democrático. La única forma de evitarlo era la movilización de las clases medias, en las que se encontraba depositado el patrimonio de la civilización, como lo habían hecho otros pueblos. Todas las diferencias que pudiera albergar la derecha habían de someterse al dilema político del momento: «comunismo o Estado Nacional».[681]
El 17 de mayo, en la diputación permanente de las Cortes, Calvo Sotelo salió en defensa de quienes eran perseguidos como resultado de la decisión del gobierno de perseguir al fascismo. Calculó en 12.000 las personas que habían sido detenidas, militantes de Falange o ajenas a la organización, y reclamó que cesara la persecución contra una fuerza que había sido declarada legal en sentencia reciente y que «simboliza parcialmente al fascismo, sin absorberlo o monopolizarlo, naturalmente».[682] Esta defensa y la negativa a reconocer a Falange la exclusiva de la representación del fascismo en España debió encolerizar a los seguidores de José Antonio y, sin duda, al propio Jefe Nacional, que contemplaba desde la cárcel cómo Calvo Sotelo podía hacer precisamente lo que correspondía: disfrutar de su inmunidad parlamentaria y de su tribuna pública, mientras se consideraba parte de las fuerzas perseguidas por el gobierno, incluyendo en sus declaraciones acerca del Estado Nacional lo que él mismo deseaba que se entendiera como parte del discurso fascista en España. Dos días más tarde, respondiendo a la declaración ministerial de Casares Quiroga, criticó duramente el proyecto económico del nuevo gobierno, señalando las condiciones de indisciplina en que se encontraba España, que no permitían llevar adelante ni siquiera el proyecto de incremento de salarios y aumento de la productividad aplicado por Roosevelt y que Calvo Sotelo consideraba medida más oportuna ante la crisis que las políticas deflacionarias. El exministro había decidido cubrir ese flanco del discurso de la derecha, denunciando la agravación de la depresión a que conducía la gestión del Frente Popular, en la que el desorden social y la política de inseguridad tenían una función primordial. Más alboroto provocó su respuesta a la declaración de beligerancia contra el fascismo de Casares, no solo advirtiendo que el gobierno no podía tomar aquella determinación, sino señalando que solo se referiría a sus acuerdos con la política económica del fascismo, silenciando los que pudiera tener en los aspectos políticos, dadas las manifestaciones del presidente.[683] Gil Robles causó su propio escándalo al afirmar, contra la declaración de beligerancia de Casares Quiroga, que el fascismo solo podía ser el resultado en España de las condiciones de inseguridad jurídica y social, del desamparo de ciudadanos perseguidos o amenazados. El fascismo era una corriente que, desde el punto de vista doctrinal, Gil Robles había denunciado, pero, según lo expresó en su intervención, era esa misma falta de acuerdo con sus principios lo que le permitía la adecuada perspectiva de análisis al medir su crecimiento: la búsqueda de la protección de las clases medias conservadoras y un noble afán nacional, de justicia social y de fervor en la defensa de los valores españoles, si hacía falta por la fuerza. Gil Robles se permitía incluso el reproche de haber condenado a la derecha que él representaba a que pudieran parecer baldíos sus esfuerzos por mantener dentro de las convicciones democráticas a la mayor parte de la derecha católica española.[684]
Llegadas las cosas a este punto, la posibilidad de que el gobierno hubiera podido reforzarse mediante el ingreso del socialismo en su seno ya aparecía como la solución menos deseable para el conjunto de la derecha parlamentaria. Los rumores de una posible «dictadura nacional republicana», lanzados por sectores como Maura o Madariaga, solo podían proporcionar a Gil Robles y a Calvo Sotelo la imagen de una salida política a frustrar, ante la mucho más tentadora inmediatez de un golpe de fuerza que ofreciera el poder a la derecha. Debe subrayarse la forma en que, desde el principio, el peor adversario de la derecha estuvo en la posibilidad de que el gobierno se estabilizara sobre la única base posible y legítima en que podía hacerlo, es decir, sobre los resultados electorales del 16 de febrero. Hacerlo de otro modo solo conducía a una dictadura. Y cuando esta se propuso por parte de sectores republicanos conservadores, fue desdeñada como un objetivo menor por quienes no solo deseaban apartar al socialismo de las instancias del poder, sino que querían aprovechar la ofensiva lanzada en la calle para sustituirlo por un golpe militar que instaurara un Estado nacional corporativo.
De forma mucho más violenta y clarificadora, las posiciones se expresaron en el debate sobre orden público realizado a mediados de junio. Gil Robles defendió una proposición no de ley, firmada por varios diputados de la CEDA —entre los que se contaba Serrano Suñer— pidiendo la adopción de medidas para «poner fin al estado de subversión». El líder católico quitó cualquier posibilidad al gobierno de defenderse jurídica o políticamente. En el primero de los casos, subrayó la concentración de poder que se encontraba en sus manos. En el segundo, la clara complicidad que tal circunstancia proporcionaba, al no haber puesto freno a la violencia subversiva. Lo cual explicaba, al parecer, que la misma derecha que exigía medidas de autoridad votara en contra de la prolongación del estado de alarma. «Este Gobierno no podrá poner fin al estado de subversión que existe en España, porque nace del Frente Popular, y este lleva en sí la esencia de esa misma política, el germen de la hostilidad nacional». La curiosa circunstancia de que, entre los republicanos conservadores, se hablara de dictadura, parecía cerrar el círculo: la izquierda era partidaria de la subversión, y la derecha republicana se planteaba la posibilidad de acabar con el parlamentarismo. Gil Robles podía ufanarse en dos demostraciones palmarias del fracaso del régimen, reunidas en la lógica torcida de un análisis del proyecto político del Frente Popular. Con razón podía señalar cómo se estaba asistiendo a los «funerales de la democracia».[685]
A Calvo Sotelo correspondería agravar las afirmaciones de Gil Robles, aun cuando resultaba ya muy fina, a aquellas alturas, la pared retórica y las intenciones políticas que podían separar a ambos. El exministro, como lo había hecho el líder católico, aprovechaba los movimientos para crear un estado de excepción señalando que estos venían a corroborar, salidos de las filas republicanas, lo que él estaba diciendo desde hacía meses. Ni el gobierno ni el parlamento eran ya representativos de la realidad política de España, afirmaba el dirigente monárquico. Habían sido rebasados por lo que sucedía en la calle, que cancelaba la vida política normal de cualquier nación y de cualquier régimen. Ante la subversión, no cabían los poderes excepcionales que el gobierno ya había tenido, sino una alternativa política total. «El Estado integrador […]. A este Estado le llaman muchos Estado fascista; pues si ese es el Estado fascista, yo, que participo de la idea de ese Estado, yo, que creo en él, me declaro fascista». A ese célebre párrafo de su intervención, Calvo Sotelo añadiría el que la propaganda franquista habría de inmortalizar: la aceptación de las consecuencias de sus palabras, dirigiéndose al propio presidente del gobierno: «Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un Rey castellano: “Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis”. Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio». Pronunciadas tres semanas antes de su asesinato, y siguiendo a un llamamiento a la intervención militar y a la asunción de un proyecto fascista, la estrategia de quiebra de legitimidad del régimen había alcanzado niveles que la muerte del jefe del Bloque Nacional pudo rubricar.[686] Si es preciso hacerlo llevando las cosas al inicio mismo del debate, antes de que la violencia callejera presuntamente provocada por la subversión lo manifestara, pueden recordarse las palabras de Vegas Latapie en el número de febrero de Acción Española, cuando afirmaba, bajo el significativo título de «El único camino», que «nos aguarda una dura tarea; acaso en ella nos aguarda la muerte; pero al cabo de este trabajo consciente y abnegado, y de este diario ofrendar la vida están Dios y la gloria de España».[687]
LA GUERRA CIVIL, PROCESO CONSTITUYENTE DEL FASCISMO (1936-1937)
Hemos dicho anteriormente que teníamos derecho en España a ser más papistas que el Papa; del mismo modo podremos ser más fascistas que el mismo fascismo. Porque nuestro fascismo ha de ser perfecto, absoluto. «El fascismo es una concepción religiosa», ha escrito Mussolini. El fascismo español será, pues, la religión de la Religión.
JOSÉ PEMARTÍN (1937)
El fascismo establece la dictadura como régimen permanente: Franco la considera nada más que como un periodo de transición. El fascismo es eminentemente centralizador; el programa de Franco tiende a la descentralización. La corporación que concibe Franco es igualmente la antigua española. El general Franco no ignora que el totalitarismo es inconciliable con la doctrina católica. ¿Es esto fascismo? Paréceme que de ninguna manera.
GUSTAVO FRANCESCHI (1937)
El proceso de fascistización que había de crear el primer partido de masas fascista en España se realizó plenamente en el escenario de una guerra civil, producto del fracaso del golpe militar y de la movilización simultánea de quienes apoyaban la intervención del ejército y de quienes salían en defensa del régimen. Considerados los elementos políticos centrales de la estrategia de confrontación y deslegitimación de la República tras las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular, y considerada también la congruencia que una vía armada podía conceder al fascismo, se ha anticipado ya la forma en que la sublevación había de bloquear lo que parecía posible en los objetivos de un sector hasta entonces representativo de la derecha española, ofreciendo las mejores condiciones para que la alternativa se produjera en un proceso constituyente del movimiento y del Estado fascistas. Tal congruencia implicaba, sobre todo, que el fascismo, como había sucedido en otros lugares, pero en las muy peculiares condiciones que se daban en España, pudiera integrar en un solo discurso y una sola disciplina la representación política —y no solo el encuadramiento militar— de una masa social que durante la experiencia republicana se había orientado hacia otras opciones. El presunto «fascismo tardío» español llegaba con puntualidad para realizar su tarea histórica fundamental: establecer la congruencia entre la movilización y el proyecto político en el que la mera reacción antirrepublicana pasaba a constituirse en el Nuevo Estado. Para este ensayo y en esta hipótesis de trabajo, la trama conspirativa tiene menos interés que la articulación del discurso de la contrarrevolución en los años iniciales de la República, así como la forma en que habrá de concretarse, cuando coincida con el asalto armado contra sus instituciones, acompañado de la construcción de un Estado alternativo y permanente que destruye cualquier ilusión rectificadora y toda posibilidad de dictadura provisional desde el primer año de la guerra.
La guerra civil fue el marco en el que había de producirse la institucionalización inicial del nuevo régimen. La combinación de estrategia militar y de factores políticos destinados a perfilar el nuevo orden es aceptada por la historiografía con independencia de cuál sea la posición de cada autor acerca del tipo de Estado que se constituye en el mismo curso del conflicto armado. Sin embargo, el carácter de conquista del poder que tiene el proceso militar ha sido menos destacado, por su misma obviedad o por su identificación con la institucionalización del espacio adicto a la sublevación desde el primer momento u ocupado en el curso de la guerra.[688] La atención especial a la conquista del poder en el marco de una guerra civil tiene la ventaja de plantear algunas cuestiones acerca del proceso de formación del nuevo régimen atendiendo a sus rasgos más específicos y, al mismo tiempo, a los que necesariamente tienen que insertarlo en una perspectiva, cuanto menos, europea. Con ello, el aspecto militar de la constitución del franquismo, que es tan abrumadoramente dominador del escenario en un proceso como el de la guerra civil, no reduce su importancia por los elementos de carácter político —una distinción que, por otro lado, resulta artificial en la dinámica de los acontecimientos, cualquiera que sea la posición de la historiografía—. Lo que hace es convertir la guerra civil en un aspecto fundamental y específico del acceso al poder del fascismo español. Resultan decisivas, para considerar su proceso de institucionalización, la relación entre los diversos grupos que se integraron en el bando sublevado, la producción de la síntesis doctrinal del 18 de Julio, la congruencia de cada una de las fuerzas nacionalistas en un marco de violencia sistemática, y la creación de una forma concreta de cohesión —la de la experiencia de combate y la mitología regeneradora que lo acompañó—, en el momento en que el fascismo español pasaba a ser un movimiento político de masas y la base de un inmenso proyecto de nacionalización.
Se analizará, en el capítulo siguiente, la construcción del discurso político del nuevo orden generado a lo largo del conflicto, pero esta síntesis doctrinal resulta insuficiente para comprender el proceso de fascistización, si no se considera la forma en que se produjo la impugnación y quiebra de la experiencia democrática republicana, como se ha hecho hasta ahora, y la manera en que se planteó aprovechar el discurso ya establecido de la contrarrevolución en un solo proyecto político, que había de encauzarse a través de la autoridad centralizada de la jefatura del Estado, del liderazgo del movimiento y de la unificación política de las fuerzas movilizadas con la sublevación. Puede considerarse que todos estos elementos se habrían tramado de un modo distinto sin la existencia de la guerra civil. Pero todos ellos, incluyendo la militarización de la política y el uso de la violencia como instrumento de liquidación de los adversarios, de su amedrentamiento y de su capacidad de proporcionar conciencia de grupo a quienes la ejercen, se encuentran en cualquier proceso de fascistización europeo de aquellos años. El carácter distintivo de la guerra civil en el caso español no es una muestra de deficiencia del fascismo como movimiento antes de 1936, sino el escenario más propicio para que la construcción del Nuevo Estado pueda realizarse. Lejos de ser expresión de una carencia, la guerra civil es el proceso constituyente del fascismo español. Fascismo y español, debe reiterarse, en la necesidad de señalar cuáles son los elementos que permiten colocar el conjunto del nuevo régimen en esta zona, preservando características tan específicas como la necesidad y la posibilidad de alcanzar el poder por una vía armada, insurreccional, seguida de un proceso dilatado de guerra civil en el que se define la revolución nacional española. Las transformaciones que hemos visto ir produciéndose en la derecha radical española a lo largo de la fase republicana previa a la contienda son elementos de continuidad que unen claramente actitudes ideológicas de preguerra con el campo de oportunidades abierto en 1936. Esta radicalización había ido acompañada de un sentimiento de unidad y competencia para hacerse con la organización y definición última del movimiento antirrepublicano. La porosidad de las diversas fuerzas de la contrarrevolución fue mucho más que la base de una política de alianzas. Hizo posible llevar adelante la tarea conjunta de ganar la guerra y constituir el Nuevo Estado, tras el entusiasmo unánime y la colaboración de todos en la sublevación.
No es preciso destacar la importancia de la tensión entre continuidad y cambio que se producen en un escenario de este tipo, que se plasma en un proceso plenamente identificado con el proyecto fascista, aunque también con la base fundamental de la cultura contrarrevolucionaria en su conjunto: la regeneración nacional, empezando por la de los propios instrumentos que la llevarán a cabo. Entre ellos, el Estado, el partido, el discurso político y las experiencias controladas de socialización. Sobre todo, las de combate, la construcción de una vida política de retaguardia como zona integral de la guerra y la revolución, la conquista de espacios de poder, el reconocimiento de tendencias en el seno del movimiento unitario y los conflictos indispensables en un proceso de integración política radical. Tampoco es preciso subrayar hasta qué punto la conquista del poder realizada en el marco de una guerra civil facilita procesos de homogeneización disciplinaria y de asunción de una mítica unidad, del mismo modo que provoca un conflicto íntimo de difícil gestión, que es construir un proyecto nacionalista en una lucha de singular ferocidad contra un enemigo interior que, a pesar de la creación de arquetipos como la Antiespaña, no deja de ser el propio pueblo español, aunque contaminado gravemente y objeto de una necesaria tarea de depuración. El conflicto que podía suponer la exhibición simbólica de una movilización de la nación entera, representada por su movimiento liberador, con la realidad de una guerra de exterminio contra una parte de la propia nación solo podía solventarse hasta cierto punto con la mitología de la cruzada, teniendo que plantearse proyectos de asimilación tras la derrota política y militar de quienes representaban la decadencia de una España a regenerar y el apremiante riesgo de civilización de una España a salvar.
Junto a la heterogeneidad del bando sublevado, esta mezcla de exterminio y necesaria inclusión constituyen elementos propios del tipo de conquista del poder que se produjo en España. La guerra civil, el factor más suntuario de legitimación del régimen, tan útil para acentuar la presión unificadora de la diversidad interna de cualquiera de las experiencias contrarrevolucionarias europeas, había de presentarse también como necesaria disponibilidad para captar y encuadrar a las masas a medida que se iban ocupando territorios y, en especial, en previsión de lo que habría de darse después de la victoria total. De este modo, la guerra adquiría una particular complejidad en la conquista del poder por el fascismo, al facilitar factores de unificación, pero también al crear una bipolaridad radical, experimentada en un escenario de conflicto armado interno —fueran cuales fueran las retóricas de externalización en uno y otro bando— como el que no se había conocido en ninguna otra experiencia fascista europea. En 1949, cuando hacía ya una década del fin de la guerra, el secretario general del partido, Raimundo Fernández-Cuesta, se consideraba aún en la obligación de dirigirse a los asistentes al tradicional acto del 4 de marzo en Valladolid, conmemorativo de la fusión de Falange Española y las JONS, recordándoles que las condiciones del acceso al poder en España se habían dado en un trance de guerra civil en el que el falangismo fue el encargado de evitar que el anticomunismo, la principal bandera levantada los años de la república y del conflicto armado, se convirtiera en un proyecto reaccionario. Esa actitud fundamental, la misma que podía continuar blandiéndose a la altura de 1949, solo podía sostenerse de forma eficaz e integradora a través del discurso falangista, que había sido el principal inspirador del Nuevo Estado. Fernández-Cuesta no dejaba de señalar ese carácter unitario y, al mismo tiempo, conflictivo que constituía el fascismo español tras el proceso de incorporación de nuevas hornadas a los fundadores del movimiento, lo que había creado, no solo en el Estado, sino también en el partido unificado una evidente carencia de homogeneidad. En el caso español, y cuando se estaba en pleno debate acerca de los conflictos entre la generación que había hecho la guerra y la que debía construir una «España sin problema», tal heterogeneidad se refería también a algo que no estaba ausente de los debates en otros fascismos, especialmente en el italiano de los años treinta: el que podía enfrentar a quienes habían construido el régimen y quienes debían vivir las circunstancias de una consolidación asegurada.[689]
La guerra civil no fue solamente una gran operación militar en la que se desarrolló un proceso de institucionalización política. Fue también una experiencia individual que permitió adquirir un sentido de pertenencia a una comunidad en las condiciones excepcionales de una violencia perfectamente ajustada tanto a la voluntad de destruir a los adversarios que cercenaban las coordenadas de un mundo habitable, como para crear las condiciones de su superación. Del mismo modo que la Gran Guerra había creado la experiencia de una brutalización de la política en quienes formaron su sentido de pertenencia a una comunidad nacional en las trincheras, la extrema y legítima violencia de la guerra civil creó una normalización de la acción colectiva experimentada como aniquilamiento del enemigo y reafirmada en el mismo proceso de su realización. La guerra creó los vínculos comunitarios que habrían de permanecer en el bando de los vencedores y de los vencidos, un marco de referencias de fraternidad y camaradería radicales, más «auténticos» que la solidaridad o la tolerancia, porque parecían responder, más que a una circunstancia excepcional, a la gravedad permanente con que debían defenderse los conceptos sagrados de la patria. La inclusión en la comunidad provocada por esa complicidad en la violencia fue paralela al fervor con el que se acogió un proyecto de exclusión radical de quien no podía formar parte de la nación. La violencia no fue un instrumento, sino una forma de vivir o un lugar de residencia en el que los jóvenes españoles tomaron conciencia de una misión. Lo hicieron sufriendo el miedo, las penalidades físicas, el dolor por la pérdida de los compañeros, la singular experiencia de matar, la vinculación con sus iguales y la obediencia a una jerarquía que hacía de su politización un compromiso intenso, en el que la muerte diaria se contemplaba como un riesgo y sacrificio constantes, que debían permanecer como identidad cuando acabara la contienda, en forma de recuerdo directo o de evocación para enlazar a los excombatientes con los jóvenes fascistas que no hubieran participado en la contienda, pero que la vivían de forma vicaria.
De hecho, que aquellos principios por los que se luchaba exigieran tal escenario de desolación y entusiasmo podía convertirse en la justificación de su verdad última, del mismo modo que la misma normalización de la violencia exigía que tales principios fueran mucho más radicales. Las constantes referencias a la justificación de la guerra por la sangre vertida, como las que aparecen en el «Manifiesto editorial» del primer número de la revista Escorial, nos hablan ya de una «comunidad del frente» similar a la que se ha creado en todos los movimientos de excombatientes europeos lanzados luego al campo de la extrema derecha. Incluso en espacios que no eran los de esta cultura ultraconservadora, la Gran Guerra estableció una nueva relación con la mitología de una «nación en armas» fortificada con un repertorio de símbolos, de materiales de recuerdo literarios, de erección de monumentos conmemorativos, de resguardo de fechas y lugares sacralizados en el nombre de la nación. En el caso español, las circunstancias de la guerra civil eran distintas y más favorables al proceso de fascistización. Lo que se daba era una lucha entre compatriotas para construir un determinado orden que se identificaba con el ser de España. En el mismo proceso del conflicto armado, se ejercía la tarea de depuración de aquella parte de la patria que se consideraba ajena a ella, algo que en las movilizaciones de los excombatientes europeos de extrema derecha solo se produjo tras 1918, en un conflicto por representar la totalidad de la defensa de la patria ejercida en los cuatro años de lucha, disputando su legado a los combatientes de otras opciones ideológicas. La guerra civil española fue intensificando y variando su contenido político a medida que iba proporcionando, con el paso de los años, un perfil psicológico a los combatientes cuya inserción en una tarea de aquellas características se convertía en su forma de sentirse españoles, de acceder al rango de miembros de una nación. Se trató de una juventud que vivió el proceso de conquista del poder en un marco ritualizado durante y después de la guerra como un espacio en el que se había obtenido un derecho fundamental, conseguido por la entrega abnegada a la restauración de la patria. Pero también se había hecho algo más, que resultará fundamental para comprender la cohesión del régimen: se había transitado por un espacio irreversible. Aquella experiencia no podía frivolizarse, no podía negociarse, no podía rebajarse a la condición de una circunstancia política sin más, sino que debía adquirir las condiciones de un gran parto de la nación realizado con extremado dolor, un renacimiento que había precisado de una cirugía implacable y de un sacrificio personal, vivido individualmente en un marco generacional, que no habría de olvidarse.
La generación del 36 pasó a tener unos dispositivos ideológicos que se fundaban en una cultura heredada de sus ambientes locales y familiares, pero que se había perfilado en las condiciones extremas de la guerra. La creación de la figura del excombatiente ofrecía la transversalidad social y territorial que deseaban los fascistas españoles de un modo que no podía darse en el caso de los alemanes, franceses e italianos, que habían de compartir aquella experiencia nacionalizadora con sus adversarios políticos. Los conceptos militares y religiosos de la vida, la concepción de la patria como unidad de destino, la aceptación del caudillaje, la búsqueda de una gran reconstrucción de la comunidad nacional sin conflictos, deben entenderse en un espacio en el que no se produjo una simple captura del poder por medios que combinaran los procesos electorales, la violencia escuadrista y las negociaciones con sectores tradicionales del aparato del Estado. Por el contrario, tales principios se vivieron de una forma palpable en el desarrollo atroz del conflicto bélico, al que la propaganda iba dotando de esa justificación que se hacía más solemne e irrenunciable cuanto mayor era el precio pagado por su obtención. La guerra civil no distinguía el caso español de los casos de fascistización europea más que en beneficio sintetizador de lo ocurrido a partir del 18 de Julio de 1936. Además, el desplazamiento cronológico de la vivencia de una guerra de movilización total como la de 1914 no supone la reclusión de España en una excepcionalidad con la que se explica la práctica totalidad del siglo XX, sino que establece una contemporaneidad reiterada: España vivió las tensiones sociales salidas de la Gran Guerra sin participar en el conflicto —incluyendo los grados de violencia y radicalización políticos experimentados a partir de mediados del enfrentamiento armado mundial—, y se lanzó a una contienda que había de catalizar todos esos elementos en un escenario de confrontación abierta de masas, en torno a dos grandes proyectos, cuya heterogeneidad interna es tan indudable como indudable es el carácter diverso de la heterogeneidad de cada bando.
La guerra se convirtió en un elemento legitimador y mítico, en un factor simbólico indispensable en el Nuevo Estado, estableciendo, junto a la afirmación del éxito político, la mucho más solemne y corrosiva lógica de la victoria. Esta, y no solo el combate, facilitó extraordinariamente la unidad en quienes ganaban, convertidos no solo en ocupantes del Estado, en representantes de un nuevo proyecto totalitario, sino también —y de forma tan decisiva— en vencedores en un conflicto armado de masas. La conquista del poder basada en una experiencia como aquella podía compararse ventajosamente con los procesos vividos en Italia o Alemania como compromiso con una cohesión en torno al movimiento que había dirigido e inspirado ideológicamente tal tarea y, más allá de las condiciones de coalición indispensable realizada en los primeros momentos entre grupos ya constituidos, adquirió un rasgo unitario que los superaba y que iba más allá de lo que pudiera derivar de las medidas administrativas para unificar a los integrantes del bando «nacional». Los unificaba la propia experiencia de haber vivido, incluso en milicias distintas, la misma condición de penuria y riesgo, la misma abnegación en la persecución de un objetivo revolucionario nacionalista y la misma aceptación del marco de violencia que, lejos de ser instrumental, era factor constituyente y elemento esencial del mismo proyecto político fascista. Para los abundantes sectores de la clase media que se sumó a aquella experiencia, incluso la pacificación resultante de la derrota republicana, leída evitando su aberrante realidad represora, pasaba a ser el patrimonio de quienes habían logrado instaurar en el país las condiciones de superación de sus conflictos ancestrales. La seguridad era la de los vencedores, pero pasó a contemplarse como una condición generalizada del país, compartida por todos, y en las que podían encontrarse los españoles que quisieran renunciar a las ideas disolventes que habían llevado a la guerra civil.[690]
Esta diversificación del campo fascista, que debía constituir instrumentos de cohesión que la compensaran, era indispensable en el proceso de captura del poder que se asentara sobre un apoyo firme en capas sociales distintas, que leían a su modo cuáles eran los objetivos prioritarios de la «revolución nacional». Lo que caracteriza al fascismo es la capacidad de organizar su heterogeneidad social y política de un modo funcional, que permita al conjunto de los sectores integrados en el movimiento considerarse en una dinámica competitiva interna que, paradójicamente, desactiva cualquier posibilidad de quiebra del régimen, precisamente por la importancia superior de los elementos doctrinales y los objetivos sociales en los que todos están de acuerdo. Lo que pudo ser competitivo de un modo antes del 18 de Julio, en forma de denuncia y de consideración de pertenecer a un campo ajeno, pasó a convertirse en un modo de convivencia no exento de conflictos, pero fijándolos a una norma suprema de unidad y a una disciplina inexorable. Cosas, ambas, que derivaban de la conciencia de disponer de más elementos comunes que de factores de distinción. La nueva identidad nacional resultaba de una síntesis que no creaba un vacío cultural, sino que lo hacía más complejo, en especial cuando se trataba de ajustarlo a la construcción de un régimen político y no a la mera denuncia del existente. En este sentido podía actuar un factor que no se refiere a la aceptación de una misma función social por el Nuevo Estado, sino a los esfuerzos de una síntesis doctrinal que sustituyen a los constantes llamamientos a un frente común de la extrema derecha en los años de preguerra. Recordemos que, en la propaganda realizada a favor de este «pacto de no agresión» y de la unidad táctica, realizado fundamentalmente por personas tan significativas como Maeztu o Calvo Sotelo, lo que se pretendía era ir avanzando en la constitución de un movimiento unitario que diera por acabadas las diferencias contingentes que existían en el campo de las «fuerzas de la derecha» o de las «fuerzas nacionales». Falange habría de hacerse eco especial de esta actitud, considerando que en ella misma se encontraba tal deseo de unidad desde el comienzo de sus actividades políticas y, en especial, desde que se asumieron responsabilidades en el inicio de la guerra. No había de expresarlo solo el falangismo más radical e «independiente» como el de Ridruejo o Laín, sino el que se manifestó en aquellos sectores legitimistas que, con Girón y Fernández-Cuesta a la cabeza, se integraron en los gobiernos de Franco.[691] El nacionalsindicalismo se presentó como una opción más operativa y útil para la organización de la movilización de masas, para definir los objetivos políticos y sociales del Nuevo Estado y para crear un régimen permanente que no dependiera de las viejas querellas de la extrema derecha española, dinásticas o de otro tipo.
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La obtención por Falange de su posición dominante en la sublevación y la guerra civil obedeció a la congruencia del movimiento fascista con las circunstancias concretas en que se asaltaba el régimen republicano, incluyendo las que supusieron el fracaso de un rápido golpe inicial y su prolongación en una larga guerra. Falange debía ofrecer algo más que un simple cauce de disciplina más acabado por el estilo militar en que se habían formado sus afiliados y a cuya enérgica disposición habían acudido, desde la primavera de 1936, jóvenes independientes o de otros grupos, singularmente la JAP. Siendo esto indispensable, Falange tenía que ofrecer un discurso nacionalista aglutinante, que se basara en la propia y simultánea disposición tradicionalista y revolucionaria del partido. Su actitud favorable a la salvación de España en una coyuntura de peligro, podía completarse con su discurso sobre las insuficiencias que había planteado la división de la derecha en objetivos parciales —y no la retórica escisión de España en izquierdas y derechas—, a fin de transformar la resistencia en un orden nuevo. Cualquiera de los grupos presentes en la oposición a la República se encontraba en circunstancias menos favorables que las que tenía en sus manos el aún pequeño pero creciente partido fascista al llegar la guerra civil. Podía convertirse, en poco tiempo, en la organización en la que se vieran reflejados y sintetizados los anhelos y experiencias heterogéneas de la derecha, no solo en la República, sino en los años de crisis del sistema de la Restauración, convirtiendo la retórica de integración nacionalista que había distinguido al partido en una eficaz campaña de encuadramiento y de adaptación de su discurso. Podía ser, en definitiva, lo que ninguna de las otras fuerzas políticas de la derecha estaba en condiciones de ser: el partido de la guerra civil y del Nuevo Estado. Su catolicismo integral le permitía vencer los obstáculos de los grupos populistas clericales, cuando de lo que se trataba era de evitar que el poder tuviera que negociar condiciones de dominación con la Iglesia, aunque era indispensable asegurar el carácter religioso de la movilización. Su falta de prejuicios sobre la forma de gobierno y su carencia de lealtad a cualquiera de las facciones dinásticas en conflicto le permitía ofrecer el apoyo a la unidad de mando que podía ser impugnada por querellas legitimistas, aun cuando la veneración de la monarquía como culminación de los momentos imperiales de España había de permitir que su campaña pudiera identificarse con la crítica al sistema republicano. Su defensa fervorosa de la tradición a rescatar le permitía marginar a un tradicionalismo que aspiraba a levantar sus propias instancias políticas al margen de la modernidad estatal que se solicitaba en aquellos momentos. Su idea de la justicia, tan identificada con los principios sociales del cristianismo, le abrían el camino de una llamada a la movilización de masas en las que las finalidades del bien común de la cruzada resultaban indispensables, más creíbles al proponer una revolución nacional alternativa a la que había puesto en peligro la seguridad de las clases medias. Su voluntad de síntesis, apoyada en un activismo que se aceleraba en el marco propicio de la guerra, permitía recoger los esfuerzos de unidad doctrinal llevados a cabo por Acción Española y dotarlos de una perspectiva distinta, en la que las diversas facetas del pensamiento contrarrevolucionario dispusieran de un instrumento político de masas, así como de la voluntad de construir un Estado totalitario.
Esta era la identidad que había de asumir el fascismo español para poder convertirse en el movimiento integrador que había logrado ser en las experiencias contemporáneas europeas, adaptándose y beneficiándose de las condiciones concretas en las que se producía la movilización contrarrevolucionaria de masas en la España de 1936. Unas circunstancias que, lejos de ser hostiles o de llegar a bloquear el proyecto de conquista del poder, habían de permitir que este se constituyera, dando al partido mayores posibilidades de las que habría tenido en un proceso pluralista, y ofreciendo la oportunidad de que el fascismo pudiera desplegarse como acogedora fusión de las diversas facetas de resistencia a la sociedad liberal y de las distintas propuestas de su superación. La experiencia doctrinal de Falange desde el inicio de la guerra y, en especial, en el momento en que el proceso bélico dio muestras claras de prolongarse y de precisar la institucionalización del nuevo régimen, había de asentarse en la perspectiva de la unidad en la que se había basado el surgimiento mismo del partido. Esa perspectiva ya no trabajó sobre políticas de alianzas o de pactos, sino en el horizonte de una revolución nacionalista, en la que las condiciones peculiares de la guerra acentuaban la necesidad de prescindir de identidades sectarias y de poner en coherencia el discurso de la unidad y la práctica de la unificación. Falange había de mostrar que en ella misma se encontraban ya todos aquellos elementos que podían dar perfil político a una oportunidad que no era solo la de la captura del poder, sino también la de su misma construcción. Había de mostrar que la extrema porosidad de las posiciones doctrinales de la derecha nacionalista radical había creado ya un campo común, competitivo y colaborador al mismo tiempo, en el que Falange disponía de los mejores recursos para expresar la pluralidad de la contrarrevolución que se integraba en su proyecto. Aun cuando quisiera darse una simple línea de continuidad entre el partido fundado en 1933-1934, el movimiento del 18 de Julio y FET y de las JONS, la guerra dio forma concreta a un proceso de integración que todas las experiencias europeas habían tenido que verificar, estableciendo un profundo matiz de distinción entre el partido colocado en la antesala del poder y el que se construía en el seno del Estado, del mismo modo que todas estas experiencias pudieron ejemplificar el proceso de integración sucesiva en que consistió, antes de la llegada al poder, la formación de un partido fascista de masas. Lo que resultó de ello no fue ver en el fascismo falangista uno de los componentes del Nuevo Estado y de la movilización política sobre la que se construyeron sus instituciones, sino contemplarlo como el punto de convergencia en el que todos los sectores fascistizados en los años treinta —incluyendo la propia Falange— pasaban a realizarse en un mismo proceso constituyente del fascismo de masas en España.
Las declaraciones justificativas, más que programáticas, de los generales alzados y del primer organismo creado por la sublevación, la Junta de Defensa Nacional, se expresaban con la voluntad de restablecer el orden destruido, la unidad de la patria amenazada y la impunidad de la subversión. El «¡Basta! Frente al marxismo, España» de la declaración de la Junta de Defensa del 25 de julio resumía unas motivaciones que parecían cubrir el mínimo común denominador de las gentes de orden, cuya preparación psicológica se había ido realizando desde la derrota electoral de las derechas. El mito de la revolución de 1934 se estableció en los dos bandos en conflicto, porque había sido un tema central en la propaganda del Frente Antirrevolucionario y del Frente Popular en la campaña de enero y febrero. Quienes se alzaban lo hacían para evitar que aquella revolución frustrada pudiera realizarse al amparo de las instituciones. Hasta aquí, lo que podía haber sido desembocadura de una estrategia de la tensión, pasó a complicarse por el fracaso del golpe militar y por la intervención decisiva de las milicias en uno y otro bando. La asunción por los generales de la dirección de un poder que se consideraba provisional y de muy corto plazo fue asumida por quienes ofrecieron inmediatamente sus recursos humanos para contribuir al esfuerzo que, sin ser de guerra, era de clara violencia de masas, salto cualitativo y no mera exasperación de los enfrentamientos producidos en las últimas semanas. Esta posibilidad de la violencia generalizada, que solo podía asegurarse mediante la intervención de las milicias de voluntarios, diferenció desde el comienzo lo que podía ser un régimen militar con el apoyo de los civiles para las tareas de represión, de lo que estaba pasando a ser, y con mayor claridad a medida que pasaban las semanas, un sistema que se instalaba en una violencia preventiva y represiva, destinada no solo a liquidar al adversario del golpe o a eliminar el riesgo de una resistencia inmediata, sino también a crear un nuevo escenario político.
La institucionalización de un nuevo Estado frente a la República se asoció inmediatamente a la capacidad de proporcionar recursos armados para sostener en pie una sublevación militar, pero también a la posibilidad de encuadrar milicias y ofrecer un discurso que debía justificar el alzamiento y que debía lanzarse también a hacer de este una movilización de masas, lanzada contra todo aquello que se consideraba causa fundamental de la crisis: una desnacionalización cuyos orígenes dejaron pronto de ser la primavera de 1936 o de 1931, para instalarse en una larga trayectoria de pérdida de la esencia nacional española desde los comienzos del siglo XIX. Las concesiones realizadas por la dirección falangista o tradicionalista a Mola en las semanas anteriores a la sublevación, resignándose los jefes de estos movimientos a aceptar no solo el mando militar, sino también a no imponer un programa de acción, contrastaron con lo que la evolución de los acontecimientos fue proporcionando a este campo de conflicto interno.[692]
La conciencia del carácter indispensable de la movilización civil llevó a dos condiciones muy tempranas del espacio sublevado: la clara distinción entre quienes podían encuadrar milicias y los que no podían hacerlo en la misma medida, por un lado; por otro, la indispensable convivencia entre el poder militar convencional y una realidad de movimientos políticos armados y movilizados. Si lo primero señalaba ya la postración irrevocable de los sectores que habían sido mayoritarios en la derecha durante los últimos años, en beneficio de carlistas y falangistas, cuyas filas se nutrieron de jóvenes de familias la mayor parte de las veces situadas en otros espacios hasta la primavera de 1936, lo segundo no planteaba en modo alguno la quiebra de la primacía de la autoridad militar, pero la situaba en un campo distinto al esperado. Reunidas ambas condiciones, la ya comentada estrategia de la tensión, que condujera a un golpe regeneracionista y a la entrega del poder a la derecha mayoritaria, perdió todas sus posibilidades en las primeras semanas de la sublevación. Si aún no se estaba en la completa fascistización del movimiento y en la integración del fascismo en el poder que estaba constituyéndose, se había dejado de estar, y definitivamente, en las condiciones de un golpe de militares que redujeran la participación civil a un mero acto de colaboración patriótica. Algunos elementos de alto valor simbólico, como el uso inmediato de la bandera bicolor, la imposición de reformas escolares y la derogación del laicismo republicano en Navarra pudieron señalar cuáles eran los límites del poder militar y la necesidad de ajustar el proyecto de los sublevados al desbordamiento del programa inicial. Asumir como propio —y, en la mayor parte de los casos, lo era— lo que se estaba haciendo en los ámbitos de movilización civil para justificar y para estimular la participación de las masas, no debilitaba la autoridad del ejército, pero la situaba en un campo de militarización de la sociedad y de asunción de objetivos radicales por las fuerzas armadas profesionales, sobre los que habría de formularse la lógica política de los sublevados y la propia lógica de la victoria, ya antes de que esta fuera definitiva, pero cuando se estabilizaba en la amplitud creciente de un territorio conquistado.
Incluso en la situación de máxima provisionalidad, marcada por la incertidumbre del tiempo en que tardaría en triunfar la sublevación, se tendió a una consolidación paralela de las instancias de movilización y organización política de las fuerzas civiles y del organismo de gobierno central controlado por el ejército. El paralelismo implicaba un conflicto de fondo que, en ocasiones, ni siquiera era latente, como el que había de desarrollar la pretensión de crear un sucedáneo de régimen carlista en Navarra o, en el caso de Falange, la reorganización del mando, a través de una Junta provisional elegida a comienzos de septiembre.[693] Por parte del falangismo, sin embargo, y ello habría de ser otro de los elementos que habrían de tener peso en las futuras relaciones con Franco y con los más fervientes partidarios de un Estado fuerte, siempre se mantuvo la necesidad de llegar al mando único militar de la contienda —lo que se acompañaría de la complacencia ante el acceso de Franco a la máxima autoridad civil y militar a fines de septiembre— y, también, a aceptar que el mando de las unidades falangistas recayera en oficiales del ejército, ante la ineficacia y el número de bajas sufridas cuando las centurias se habían puesto bajo la dirección de «mandos naturales» que no eran militares de carrera. Cuando se llegó al decreto de unificación de milicias en diciembre de 1936, el golpe parecía ir dirigido con mayor claridad contra los tradicionalistas que contra Falange, ya que los primeros eran quienes siempre habían tenido una visión militar más que miliciana de sus operativos. En los momentos en que la guerra llegó a una fase de consolidación, perdida la posibilidad de una conquista inmediata de la capital, e incluso considerando que ello no sería bastante para la liquidación del conflicto armado, la misma lógica que había conducido a la constitución de un remedo de gobierno en la Junta Técnica del Estado llevó a considerar la necesaria fusión de las organizaciones cuya mayor legitimación no se encontraba en su fuerza social en la etapa previa a la contienda, sino en las condiciones que derivaban de la guerra civil. La idea de que una fusión política resultaba ya imprescindible pareció evidente a todo el mundo a fines de 1936 y comienzos de 1937, y ello explica la profunda inquietud que se adueñó de quienes, con razonable preocupación, pensaban que tal cosa solo podía significar entregar el poder a la Falange, en especial a la Falange tal y como se había reforzado tras el inicio de la guerra.[694]
Ciertamente, la muerte del Jefe Nacional el 20 de noviembre en Alicante, así como la de otros fundadores y jefes del movimiento pudo dar la imagen de una dualidad en las condiciones políticas en que se encontraba el partido fascista español. De un lado, la innegable fortaleza de su expansión, que era de mayor amplitud territorial y también de más transversalidad social y política de lo que podía proporcionar el tradicionalismo; de otro, la desaparición de quienes habían sido redactores permanentes de sus consignas, inspiradores de sus intervenciones públicas, artífices no solo de su doctrina, sino también de un estilo de liderazgo que en ellos se encarnaba. Con todo, esa debilidad puede matizarse. La pérdida fundamental era la de José Antonio y, en medida que no ha sido suficientemente destacada, la de Ruiz de Alda. La muerte de Onésimo Redondo afectaba a un jefe que había perdido buena parte de su influencia tras la unificación y, en especial, tras la crisis de fines de 1934, lo que se demostró silenciando el semanario Libertad y en la escasa relevancia de sus posiciones desde aquel momento, que encontraron incluso resistencia en la actitud de algunos cuadros vallisoletanos. La de Ramiro Ledesma no parece una verdadera pérdida en las condiciones del otoño de 1936, tras todo lo que se ha expuesto sobre las relaciones entre el fundador de las JONS y su antiguo partido. Naturalmente, lo que importaba era la desaparición del líder del movimiento, que suponía, al coincidir con la pérdida provisional de colaboradores muy cercanos, el silencio de Falange. Sin embargo, no está tan claro que, en el medio plazo, tal cosa implicara su debilidad política, y me refiero con ello tanto a la influencia del partido en las instituciones que se iban creando como, sobre todo, a la acuñación de una doctrina que podía pasar a verse como continuación de la expuesta desde los tiempos fundacionales, y sustancialmente mantenida durante toda la guerra, factor este último en el que se hizo una intensa campaña de propaganda. La muerte de José Antonio hizo del Jefe Nacional fusilado un mártir de guerra que sustituyó rápidamente a Calvo Sotelo en la hagiografía del 18 de Julio, y la legitimidad que de ello se derivaba no era menor para el beneficio del partido, cuando, a diferencia del dirigente monárquico, de lo que se trataba era de señalar una línea de continuidad personal referida al partido que José Antonio había fundado tres años antes del estallido de la contienda. De este modo, lo que conviene señalar es la forma en que el discurso elaborado para justificar la guerra y para orientar el futuro de la victoria podía presentarse como la permanencia perfeccionada del falangismo, o como la jubilosa realización, en la revolución nacional fascista, de lo que se había propuesto desde todos los sectores de la contrarrevolución durante la experiencia republicana de preguerra.
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La voluntad de integración del movimiento se refería al esfuerzo de síntesis que el propio pensamiento contrarrevolucionario había venido realizando a lo largo de la experiencia republicana antes de 1936, lo que situaba los principios que habían determinado la sublevación en un mismo espacio de confluencia. Era este el de la afirmación del nacionalismo, del catolicismo y la lucha contra la revolución. Como siempre ocurre con la constitución del fascismo, se respondía a un acto revolucionario, que implicaba el derecho a sublevarse contra la extranjerización de España en un largo proceso que culminó en el 14 de abril y llegó a su exasperación en la primavera de 1936. Se trataba del legítimo principio de salvación de la patria frente a las ideas introducidas en la comunidad cristiana desde la Ilustración y, en especial, desde la guerra de la Independencia, de modo que siempre se rechazaba la justificación del golpe como una forma de restablecer el orden, y pasó a afirmarse, muy rápidamente, el objetivo de transformación radical del sistema y de instauración de un nuevo régimen que tenía el movimiento. El levantamiento no consideraba que la guerra religiosa o la liberación nacional de España fueran factores alternativos, sino objetivos coincidentes. La identidad católica de España constituía la realidad a restituir por una movilización nacionalista de masas, cuyos objetivos eran, en esa misma medida, los del establecimiento de un nuevo Estado, la veneración de las virtudes del ejército como columna vertebral de la patria, la exaltación de una juventud militarizada y la lucha por la instauración de una nueva España que resurgía, sobre las cenizas del régimen liberal, para hallar su unidad en el rescate y actualización de su tradición. Las diversas facetas de la contrarrevolución se presentaban, de este modo, pudiendo aglutinar distintas experiencias sociales y perspectivas culturales no idénticas en un solo movimiento que iba a aglutinarlas. Todos estos principios, además, no podían presentarse como factores puramente ideológicos, sino que debían presentarse visualmente, tenían que encarnarse en el combate de una sana juventud, en la uniformización de las milicias disciplinadas, en la realización de ceremonias religiosas, en un cambio radical del escenario público de la retaguardia y del frente, que constituían un solo espacio de guerra civil, donde la realidad había de ofrecer sus recursos simbólicos para mantener el esfuerzo de la confrontación armada y para dar base a la convergencia de posiciones políticas en un nuevo Estado.
Así lo vio uno de los propagandistas más locuaces, José María Pemán, que había decidido prestar todo su apoyo a la constitución de una nueva formación política controlada por el ideario de Falange.[695] En la arenga lanzada a los oyentes a través de Radio Jerez, el 24 de julio, indicó que la guerra había sido no solo necesaria, para que el comunismo pudiera mostrarse como era, sino también conveniente, para que España se alzara de su letargo: «El Dios de los Ejércitos nos ha hecho a tiempo el generoso regalo de un supremo dolor. Nos ha despertado con mano dura, pero mano bendita de padre». La contrarrevolución había de construirse gracias a la guerra, porque un golpe era una solución de pasividad nacional que no resultaba el campo más propicio para las graves responsabilidades de España en aquella crisis. Y la guerra debía encontrarse en el frente y en la retaguardia, en un proceso de apropiación física y espiritual que correspondía a la movilización anhelada de todos los españoles, fuera cual fuera su puesto.[696] Guerra total para instaurar un orden nuevo frente a la totalidad de la barbarie extraña en que había desembocado de la desnacionalización de España. Guerra que correspondía a un tipo de ejército nuevo, activo, con conciencia, que no gustaba a los sectores liberales de la sociedad.[697] Guerra que inculcaba su sentido a la revolución y que correspondía a los propósitos últimos del fascismo, en su voluntad de superar históricamente el concepto del hombre civil, como había de sentenciarlo Tovar: «La vida vuelve a defenderse a tiros» por una juventud que abandonaba su debilidad y aceptaba «la militarización total del pueblo», base de un nuevo Estado ágil y eficaz. El fascismo mostraba que «no fue una solución conciliadora. No sumó lo bueno de un lado con lo bueno de otro. […]. Fue una solución terminante y franca, un cortar por lo sano».[698] La experiencia de la guerra era el escenario de la unidad, el marco propicio de su creación, y en ello, más que en su carácter trágico, podía valorarse la alegría del momento que la contienda introducía en la vida de los españoles. Solo ese sufrimiento realizado como ofrenda, realizado por los jóvenes de Falange y del Requeté, permitía contemplar la movilización de España, la unidad hecha historia de nuevo, la regeneración y la perspectiva de que «cuando pase esta hecatombe […], cuando España se redima», la nación podría empezar la radical transformación que correspondía a «un parto sangriento y heroico».[699]
Este carácter redentor de la guerra, que pronto pasaría a simplificarse como cruzada, mezclaba dos elementos míticos de la contrarrevolución. De un lado, el sentido penitencial de los sectores más vinculados al tradicionalismo y, en especial, al nacionalismo de Acción Española, en el que la guerra venía a castigar a los españoles, obligándoles a mejorar a través de esta experiencia dolorosa. De otro, la mística regeneracionista, palingenésica, de Falange podía encontrar la ansiada plasmación de una lucha abierta en la que sus caídos ya no eran las víctimas de reyertas callejeras, sino de una guerra civil, destinada a rescatar a la patria y a dotar a la violencia, tanto la que se sufría como la que se ejercía, de una carga mística dedicada a la muerte individual como resurrección comunitaria. Por otro lado, ambos discursos podían mezclarse en portavoces de las dos corrientes, al ser el sacrificio personal garantía de construcción del porvenir y al asumir el combatiente falangista la muerte de sus camaradas como recurso para salvar a una España que revivía como tradición. Esto podía mostrarse de un modo sutil, cuando Laín Entralgo apuntaba en Jerarquía la asunción de un estilo que permitía a los falangistas, precisamente por su fervor católico, ir hacia la muerte alegremente, en un acto de servicio que solo era comprensible por realizarse según la voluntad de Dios.[700] Pero también podía expresarse en un tono de arenga mucho más enérgico, como cuando Fermín Yzurdiaga, Delegado de Prensa y Propaganda de FET y de las JONS, se dirigía en julio de 1937 a la clausura de un curso organizado por el partido en Zaragoza. La guerra no era ni siquiera un enfrentamiento civil, sino el gesto «bravo, seco y unánime de todo un pueblo en pie de armas», destinado a salvar la cultura y la fe «contra la realidad espantosa del comunismo». Para esta tarea, se evocaba a una juventud combatiente, a una milicia consagrada por sus muertos, que representaba la diferencia entre la vieja y la joven España. Como un modo de ser, religioso y militar, el falangismo se encontraba a gusto en aquel escenario que era el propio, como ajeno era el de la política sin grandeza. Había iniciado su sacrificio y avanzado la Cruzada en el combate callejero anterior a la guerra, y ahora podía manifestar que ese estilo era el que correspondía a la etapa de una sublevación de masas. El falangista «espiritualista, ardorosamente creyente y católico», se sentía miembro de una tradición nacional, que la guerra pasaría a convertir en posibilidad de la revolución nacionalsindicalista: «Así somos, católicos revolucionarios, los jóvenes de la Falange». Pero esa actitud abnegada había de ser defendida de algunos malentendidos, provocados precisamente por quienes temieran la expansión del fascismo como culto al Estado nacional. «Se ha dicho […] que la Falange y el nuevo Estado de España intentaban crear una Religión encarnada en la Iglesia nacionalista». Pero la Falange no era religión, sino milicia de la tradición española, la que debía asegurar la permanencia de la esencia de España con la imposición de un nuevo orden que, de hecho, residía en las entrañas mismas sepultadas bajo la tiranía liberal. «La Patria es el ayer, el mañana y un hoy maravilloso y magnífico, que es mezcla de Tradición histórica y de unidad espiritual».[701]
Que correspondiera a Falange un papel destacado y legítimo en aquella lucha que estaba formalizándose como cruzada, podía llegar a provocar reticencias que ya habían sido expresadas por el Delegado de Prensa y Propaganda del partido unificado, y que estuvieron presentes desde el primer momento, pero con la creciente alarma de algunos sectores que veían elementos preocupantes de laicismo en el proyecto falangista. Así lo había manifestado Gustavo Franceschi en su informe a la revista Criterio, al afirmar que el estilo generalmente católico del movimiento autorizaba a decir que «tiene verdaderamente el carácter de Cruzada», algo que no impedía considerar las discutibles afirmaciones de primacía estatal que se contenía en los veintisiete puntos programáticos de Falange.[702] Contra ese prejuicio podían ponerse en acta afirmaciones como las que, ya antes del decreto de unificación, realizaba el órgano oficial de Falange en Baleares. El ejército y las milicias se habían alzado por «la España triunfadora, gloriosa y católica», y «por la gracia de Dios nos veremos libres de esta pesadilla del comunismo destructor y malvado».[703] También antes de la unificación, Eduardo García Reboredo se dirigía a sus correligionarios en Villagarcía de Arosa, afirmando que Falange nació en una España «materialista y atea», llevando sobre el yugo y las flechas «por cimera la Cruz de Cristo» para combatir «en aquella atmósfera de lupanar en que la habían hundido y revuelto la masonería y el judaísmo». El Imperio Vertical que pedía Falange nada tenía que ver con ambiciones mercantiles, sino con el que «nacido al pie de la Cruz, besa el corazón del Redentor […] y se eleva a la Eternidad», logrando la unidad de los españoles no en la materia, sino en «la unión con Dios que es la máxima de superación».[704] El jesuita Constantino Bayle se dirigía «a los católicos del mundo», saliendo al paso de la propaganda que presentaba a los falangistas como contrarios o indiferentes a la religión: «La Legión Gallega de Falange Española consagra su bandera al Sagrado Corazón, y termina la solemnidad del acto con vivas a Cristo Rey». Se señalaba la devoción con la que los falangistas aragoneses habían saludado a los requetés navarros, depositarios de la lucha por la tradición católica española, y se informaba de que las JONS de Sevilla y de Valladolid organizaban ejercicios espirituales. «¿Qué tal sus falangistas en el frente? —pregunto a un capellán—. Magníficos: todos los días, Misa y Rosario».[705]
En defensa de ese carácter católico esencial del falangismo habrían de manifestarse todos los propagandistas de la sublevación. Aniceto de Castro Albarrán apuntaba la necesidad de distinguir entre la actitud personal de algunos militantes falangistas y lo claramente católico que era su programa: «Si hay afiliados a Falange Española que no sean católicos y la organización lo es, esos afiliados […] estarán incrustados en su cuerpo, pero no pertenecerán a su alma».[706] Alejandro Manzanares afirmaba, en febrero de 1937, que «Falange es creyente, antepone a todos sus principios el de la Fe católica, y no reconoce más jerarquía sobre las almas y las conciencias que la que emane de la autoridad indiscutible de la Iglesia», aunque debía preservar las funciones privativas del Estado.[707] Sin embargo, fue el propio Yzurdiaga quien, por su exaltado falangismo y su responsabilidad en el partido unificado, hubo de salir al paso de estas reticencias en el discurso que pronunció en Vigo en diciembre de 1937, mordazmente llamado Discurso al silencio y voz de la Falange, haciendo clara referencia a las murmuraciones ante las que el partido había preferido callar hasta ese momento. Falange no podía ser temida por revolucionaria, ya que la revolución nacional era lo contrario a la subversión, una revolución del espíritu alzada sobre la ruina de España. «Lo primero la fe. La Falange es católica», afirmación que se realizaba a sabiendas de lo mal que iba a sentar en algunos sectores. Falange no era católica desde 1936, sino desde su acto fundacional, aunque tuviera que enfrentarse al blando catolicismo de quienes fueron colaboracionistas en la República. Falange era católica precisamente por su pertenencia a un movimiento general europeo, el fascismo, en el que cada pueblo buscaba el rescate de su tradición, lo cual significaba, en España, la religión católica. Yzurdiaga tenía materiales de sobra para dar razones en esa genealogía, y escogió uno de los artículos más reaccionarios de Sánchez Mazas, «Esquema de una política de aldea» para indicar cómo, desde sus inicios, Falange se había planteado llevar a la sociedad la defensa del orden social cristiano. «Nacionalistas, no, imperiales y españoles», señalaba recogiendo otra de las formulaciones fundacionales del movimiento.[708] De hecho, Yzurdiaga había proclamado estos mismos principios en la nueva época de FE poco antes de la unificación, pero parecía importar especialmente que tales palabras se pronunciaran desde la responsabilidad de relieve que ahora ocupaba, siendo consejero nacional y máxima autoridad de la propaganda del partido.[709]
La retórica españolista y antinacionalista no tenía que buscarse en el fondo de los acuerdos doctrinales propiciados por la guerra, sino que procedía de una definición ya realizada por el fascismo español, en el que la idea de imperio se planteaba como posibilidad de resolver, en un proceso de integración y empresa universal, la trama de reivindicaciones nacionalistas que habían acompañado al nacionalsindicalismo desde el inicio de sus actividades de propaganda, antes incluso de la fundación de Falange. Ese nacionalismo que se presentaba como imperio, es decir, como unidad de destino, como síntesis de tradición y de proyecto, como rescate de la España eterna y actualización de su esencia, podía integrar el discurso contrarrevolucionario en una propuesta de síntesis que no era solo acuerdo de milicias o de partidos, sino también fusión de tradiciones ideológicas y opciones políticas en un escenario de guerra de salvación nacional, convertido en despliegue histórico de un fascismo español de masas. Como no dejaban de indicarlo quienes menos próximos se sentían a la singularidad falangista, de no haber dispuesto el fascismo español de los receptores de ese proceso de fusión en su propia doctrina, no habría podido constituirse en un movimiento capaz de unificar a los diversos componentes de la sublevación. Un partido sin duda heterogéneo, pero actuando el propio discurso falangista —el que se había iniciado antes de la guerra y el que habría de madurar a partir del 18 de Julio— como cauce de integración.
La cultura de la contrarrevolución española, incluyendo la del falangismo, exigía que la guerra tuviera la legitimación proporcionada por el derecho a la insurrección frente a la autoridad ilegítima. Vulneradora de los derechos del hombre cristiano, para unos; quiebra de los derechos nacionales, para otros; inmersión de la política española en un lodazal de degeneración y pérdida de sus principios de identidad, para todos. La propaganda tuvo que insistir en ese derecho a la insurrección contra la tiranía que formaba parte de la doctrina tomista. La abundancia de la producción escrita antes, durante y después del conflicto debe indicar que no era este un tema menor, y que la conquista del poder, al realizarse a través de la violencia masiva de una guerra, había de disponer de ese elemento religioso de compensación y justificación, que en otras situaciones podía resultar superfluo. Aún en 1939, el rector de la universidad de Oviedo, Sabino Álvarez-Gendín, señalaba que quienes estaban fuera de la ley, los verdaderos rebeldes, eran los republicanos que abrían las puertas al comunismo.[710] En aquel mismo año, y con mayor dureza de lenguaje, el dominico Antonio García Figar proclamaba el derecho de la Iglesia a bendecir el levantamiento ya no contra la tiranía, sino contra «una vil ramera que llevas por nombre “Democracia”, espantajo de siembras y predios pueblerinos, tema de comadres cicateras, pingo de mujeres del arroyo […], vaso donde posan sus babas los beodos de las tabernas oscuras y de los chigres hediondos».[711] Lo cual planteaba que el levantamiento, en la versión de la cruzada defendida por la Iglesia, no trataba de restablecer un orden vulnerado, sino acabar definitivamente con lo que se consideraba la revolución. Esa función de retorno a la España tradicional sería defendida por la Iglesia como corrección muy rápida de posiciones meramente reactivas.[712] Así, analizando la legitimidad del alzamiento, el jesuita Juan de la Cruz Martínez afirmaba que «el comienzo de este engrandecimiento que inesperadamente disfrutamos en el territorio conquistado, es prenda segura de lo que esperamos».[713] En esa misma línea se manifestó Aniceto de Castro Albarrán, conocido durante la República por sus reflexiones en este terreno, señalaba que la guerra era cruzada por unir la mera reacción cívica del fascismo al sentimiento trascendente de españolidad, la esencia católica de España.[714] La defensa de la licitud de la sublevación fue argumentada con pulcritud escolástica por Menéndez-Reigada,[715] en tanto que el conocido divulgador de la doctrina social de la Iglesia, el jesuita Azpiazu, declaraba al patriotismo católico justificación necesaria y suficiente de la guerra.[716] La necesidad de esta legitimación se refería también a la necesidad de buscar en el derecho internacional, y en especial en sus fuentes inspiradores del pensamiento católico español, lo que podía proporcionar una defensa del Estado que se estaba forjando al calor de la guerra civil, como había de proponerlo el alfonsino Yanguas Messía, en conferencias dictadas en la Universidad de Salamanca a fines de 1937.[717]
La creación de un ambiente favorable a la unidad precisaba de ese carácter de cruzada otorgado a la sublevación, ya que el conjunto de fuerzas contrarrevolucionarias, y entre ellas el fascismo, tenían en España un carácter católico fundacional, pero que habría de orientarse en una dirección ahora no competitiva con el clericalismo populista de masas, sino contra los riesgos de una entrega del Estado a otros poderes que lo limitaran. En esta tarea, Falange había de contar con el lógico apoyo de aquellos que aspiraran a un poder totalitario, convirtiéndose, así, en la fuerza más congruente no solo con el impulso de la unidad, sino con el de la seguridad y la base de masas del Nuevo Estado. Cuando se ensalzaba la virtud de un ejército que no debía limitarse a la rectificación de los males de la República, sino que había de asumir una tarea de fundación de una nueva España, el máximo jefe de las fuerzas armadas y autoridad más alta del incipiente Estado había de orientar su estrategia a esa consolidación. Desde el principio, se había señalado que el caudillaje de Franco solo podría asentarse en una transformación política radical, una refundación de la patria basándose en los principios antiliberales en los que se alimentaban las milicias más activas, masivas e indispensables de la insurrección.[718] Eugenio Vegas Latapie, al presentar la antología de Acción Española poco antes de un proceso de unificación política que tanto criticaría, hacía referencia a la falta de distinciones radicales entre aquellas fuerzas que, ya reunidas antes de la guerra, estaban combatiendo en el mismo bando. Mientras podía burlarse del colaboracionismo de la CEDA, señalaba cómo habían colaborado en la revista alfonsinos, tradicionalistas y falangistas, siendo «aleccionador, en estas circunstancias, parar la atención en el hecho de que tan aparente variedad de filiaciones venía a fundirse, al cabo, en una unanimidad de doctrina y de pensamiento».[719] Tal unanimidad iba a hallar una pronta expresión política en lo que no molestó a la mayor parte de los compañeros de Vegas Latapie, que se adelantaron a la petición formal, hecha en agosto de 1937, a sumar el grupo al partido único. El impulso unificador se encontraba en todas partes, incluyendo a los antiguos colaboradores del principal órgano teórico de la contrarrevolución. Y se encontraba, además, dispuesto a realizarse en las condiciones programáticas y de visibilidad de organizaciones indispensables en que se dio el proceso. Recordemos que no se trataba solo de una suma de partidos —que no se veían a sí mismos de este modo— sino, sobre todo, de una unificación de milicias, lo que vuelve a señalar el papel determinante del escenario bélico para la construcción del partido único, haciendo que la militancia parta del encuadramiento previo en la movilización armada y del que, simultáneamente, será el de la institucionalización del Estado, incluyendo a los militares profesionales.[720]
Lo que ha podido presentarse como un acto de autoridad destinado a instrumentalizar una doctrina y a disciplinar a la base de masas de un movimiento por parte del Caudillo tenían, sin embargo, otro sentido, además de la plasmación indudable de estas intenciones. El proceso difícilmente podía darse sin la existencia de una atmósfera favorable, que considerara la congruencia de la creación del partido único no solo con el esfuerzo militar eficaz, sino también con la concepción misma del poder que estaba construyéndose. El discurso de los sublevados, reforzado por la prolongación beneficiosa de la guerra, se basaba precisamente en esa correspondencia entre la unidad de mando, la idea de un movimiento nacional y la construcción de un Estado jerárquico. El profesor Wenceslao González Oliveros dio a la imprenta, pocos días antes de que decretara la unificación, una serie de reflexiones acerca de la convergencia orgánica, no episódica o coyuntural, de Falange y el Requeté. Además de haber señalizado a un enemigo común, las dos fuerzas constituían parte de un mismo movimiento, dos formas de la sustancia nacional española que se complementaban. Ambas eran jóvenes. Ambas eran antiliberales en esencia. Ambas se basaban en una actualización de la tradición española. Ambas eran congruentes con la conquista del poder por las armas. Ambas habían reconocido el sentido religioso de la guerra. Ambas sabían que no se trataba solamente de liquidar la primavera de 1936, ni los cinco años de República, sino el siglo y cuarto de liberalismo en España. Estas dos fuerzas de la contrarrevolución podían definirla de nuevo, como «revolución de los justos», «revolución de los hombres honrados».[721] Ambas podían comprender que en el pensamiento tradicional español estaban las raíces de un Estado nuevo, dispuesto a superar las divisiones de clase y a proporcionar la justicia a los trabajadores.[722] Claro está que aquella unificación no se iba a producir en igualdad de condiciones, pero eso era algo que un falangista con la particular trayectoria de Eugenio Montes hubo de destacar, cuando el proceso se había completado: Franco había asumido los 26 [ sic] puntos fundacionales de Falange. Una Falange católica, «nacida para las guerras de Dios», que ahora podía distinguirse del catolicismo superficial de quienes no estaban dispuestos a librar batalla. Pero, puestas las cosas en sentido de milicia, «se imponía incorporar al movimiento falangista la otra milicia afín, el Requeté». A la Tradición le daba Falange «su técnica moderna, el garbo, la exactitud de su estilo y su fértil capacidad proselitista. Y esta técnica recibe a su vez la experiencia de los siglos, con los beneficios del sosiego».[723]
El Decreto número 255, dado en Salamanca el 19 de abril de 1937, señalaba, entre sus considerandos, que la guerra se hallaba bien orientada, próxima a su fin, lo cual obligaba a acometer la tarea de institucionalización del régimen de la victoria, de acuerdo con los principios de la revolución nacional. No se trataba de crear un mero «conglomerado de fuerzas ni mera concentración gubernamental ni unión pasajera», sino de integrar todas las aportaciones en una «sola entidad política nacional, enlace entre el Estado y la Sociedad, garantía de continuidad política y de adhesión viva del pueblo al Estado». Estos objetivos obligaban a indicar que, entre las fuerzas que se habían agrupado para luchar en la sublevación, Falange y el Requeté habían sido «los dos exponentes auténticos del espíritu del alzamiento nacional». Como en otros países de régimen totalitario, «la fuerza tradicional viene ahora en España a integrarse en la fuerza nueva». Constituida así Falange Española Tradicionalista y de las JONS, se señalaba la disolución de todas las demás fuerzas políticas y la próxima elección de una Junta Política y un Consejo Nacional. La Junta Nacional Carlista de Guerra aceptó el decreto el 22 de abril y Gil Robles inmediatamente dio una conformidad que nadie le había solicitado.[724] En el discurso realizado en Salamanca el 18 de abril, Franco reiteró las necesidades de unidad, ante el proceso bélico en que las fuerzas nacionales tenían muy cerca la victoria. Pero, sobre todo, recalcó que la medida tenía el carácter fundacional del Nuevo Estado. El Movimiento adquiría su legitimidad como uno de aquellos momentos en los que España había mostrado conciencia de su ser eterno, con la construcción, primero, del imperio; con la lucha, después contra el liberalismo; con la movilización posterior de los sectores sanos de la nación que, tras la fundación de las JONS y Falange, culminaba en el alzamiento, al que todos los sectores que mantenían ese espíritu de continuidad habían ofrecido su concurso. El Movimiento a través del cual España volvía a integrarse en su destino histórico iba a apartarse de la política convencional, para construir una milicia de fe, de combatientes, de jóvenes en disposición de incluir las «formas nuevas, vigorosas y heroicas» en la «pura tradición y substancia de aquel pasado ideal español». El Estado a construir destruiría las bases de la democracia parlamentaria para establecer los principios de autoridad y representación que se encontraban ya en «el credo de Falange Española» y en el «espíritu de nuestros tradicionalistas».[725] La síntesis fascista se convertía, de este modo, en un acto pragmático de unificación política que habría de ir desarrollando ya antes del final de la guerra, elaborando los conceptos esenciales de su doctrina y redactando el primero de sus textos constitucionales mayores, el Fuero del Trabajo. A la estrategia de una captura del poder, distorsionada y facilitada al mismo tiempo por la guerra civil —y, en cualquier caso, definida para la historia por esta—, el nacionalsindicalismo iba a sumar, en los años siguientes, el esfuerzo denodado y exitoso por proporcionar un marco institucional y una cultura política a la contrarrevolución que había tomado el camino de la sublevación armada de masas el 18 de Julio de 1936.