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EL FASCISMO DURANTE LA HEGEMONÍA DE LA DERECHA POSIBILISTA (1934-1935)

Los hechos van diciéndonos ya estas dos cosas. Que, dentro del régimen democrático no puede estar la salvación. Y que incorporarse a él, si es con ánimo de inyectarle vida, tarea inútil, y si es para destruirlo algún día, obra demasiado lenta y demasiado cautelosa, de la que resultan siempre quebrantado el deseo del país y el personal prestigio. La alternativa, en Europa ya ha visto usted cuál es: o se toma el Poder para realizar la contrarrevolución (Hitler, Dollfuss) o se realizar la contrarrevolución para llegar al Poder (Mussolini). Las dos cosas pueden ser saludables. España optará entre ellas.

ANTONIO GOICOECHEA (1934)

ENTRE LA VICTORIA ELECTORAL Y LA DERROTA POLÍTICA. RUPTURA DE LA DERECHA Y DIVORCIO DEL MONARQUISMO

«Las que formaron las dos minorías más potentes en las Cortes fueron la Agraria y la Popular Agraria (Acción Popular). ¡Qué júbilo el de los propietarios! ¡Qué satisfacción el de los agricultores en general! Ya estaban salvados». Las palabras del diputado alfonsino Ramón Alberola pueden indicarnos, un año después de la victoria electoral de la Unión de Derechas, que las inquietudes y los desengaños de los más radicales no se referían solo a cuestiones de principios relacionados con la forma de Estado o con la defensa de unidad de la patria.[377] Cuando se iniciaba 1934, Ramiro de Maeztu podía percibir cuál era la cuestión fundamental: «¿No creen los jefes de las fuerzas de derecha que ya es hora de tocar a somatén y de empezar a organizar la defensa social?».[378] La solución definitiva, alejada de cualquier negociación reformista o de la resignación a los movimientos revolucionarios, había de asegurarla un Estado nuevo, asentado en el tradicionalismo y estructurado a través de la conciliación laboral en los gremios, «aunque adaptándose a la nueva técnica industrial, de transporte y agrícola».[379] El conflicto no tenía remedio, porque enfrentaba a dos modelos de civilización, y solo podía pedirse que se mantuvieran «treguas de Dios» como las que enfrentaron a cristianos y musulmanes. El nuevo Islam contra el que combatían los defensores del catolicismo era la revolución social. Y, en este caso, «ha de haber vencedores y vencidos, como en Italia y Alemania, o como en Rusia».[380] Pasado ya el verano, cuando las crisis de gobierno conducían a la inmediatez de la entrada de la CEDA en el gobierno, Maeztu comentaba el asesinato del gerente del hotel Ezcurra, en San Sebastián, afirmando que «vivimos en guerra civil […] en la que, hasta ahora, uno solo de los bandos contendientes estaba armado». Lo que debía buscarse no era la simple unión de derechas para aplicar un programa de rectificación. «Al fin concreto de hacer frente a los atentados de carácter social y político y al de defender la sociedad frente a la revolución, todos los partidos deberían unirse», fortaleciendo la acción del Estado «con poderosas ligas ciudadanas, que deberían tener su policía y aun los medios de ejercer las debidas represalias».[381]

La frustración por lo que reiteradamente fue llamada «victoria sin alas» del 19 de noviembre no reposaba, como se ve, tan solo en los deseos de un cambio de forma de gobierno, sino en lo que esto significaba. Las diferencias entre monarquía y república se referían a la «esencia» del régimen, que los jóvenes colaboradores de Acción Española y La Época situaban en la soberanía nacional y el laicismo pero que, naturalmente, afectaba también a aquellas reformas sociales que se habían impulsado en el primer bienio.[382] La estrategia de Acción Popular, sin embargo, estaba clara: la posibilidad de que se disolvieran de nuevo las Cortes ante el obstruccionismo de la derecha y la fijación de una estrategia que pasaría del apoyo a Lerroux a su sustitución por Gil Robles se presentaba no solo como factible, sino como indispensable.[383] Más que el apoyo al nuevo gobierno, que pareció necesario por las circunstancias de orden público y por la necesidad de impugnar el resultado electoral por parte de los republicanos de izquierda, lo que más preocupó a unos monárquicos que se abstuvieron en la elección del gabinete de Lerroux fue que pudiera darse por terminada la táctica de la unión de las derechas algo que, efectivamente, Gil Robles hizo, considerando que los objetivos se habían alcanzado ya en primavera.[384] Así, Joaquín Arrarás llegó a indicar, al comentar el discurso de Lerroux en las Cortes, que Goicoechea había sido el verdadero representante de la oposición, porque debía descartarse que los hombres que habían traído la República cambiasen.[385] A los esfuerzos parlamentarios para forzar la mano de los populistas y los agrarios en temas como el de la amnistía y la Ley de Términos Municipales, se sumó una campaña de mítines y comentarios de prensa destinados a acusar a Gil Robles de error y ambición, haciéndole plenamente responsable de lo que implicaba no solo romper un compromiso, sino también llevar a España a la revolución, porque la posibilidad de reformar el régimen desde dentro era una utopía. Así lo expresó Cirilo Tornos, que ni siquiera había querido ser diputado por su falta de fe en el sufragio universal y por su preferencia por un sistema «de organización totalitaria y nacionalista», y del mismo modo lo señaló Honorio Maura, admitiendo que, «con el corazón en la mano», él nunca había creído en el Parlamento, «pero creo mucho menos desde que soy diputado. Aquello no sirve. Aquello es una monstruosa equivocación nacional. No habla ahora el monárquico, habla un español».[386] En febrero, un mitin en el teatro Beatriz de Madrid permitía expresar con mayor contundencia la condena de una victoria en la que se quería minimizar la cuestión de cambio de régimen que había sido indispensable: «Lo que necesita España con urgencia es un Gobierno que no tenga la finalidad única de salvar el régimen por encima de España, sino que salve a España por encima del régimen».[387] A ojos de Goicoechea, la táctica de Gil Robles llevaba a sacrificar el futuro en aras del éxito del presente, mientras que «yo renuncio al presente para conquistar la seguridad del porvenir». A lo que se añadía la seguridad de que España tomaría el camino de la contrarrevolución, a la manera de Hitler o de Dollfuss, o a la de Mussolini, prefiriendo aquella que había respetado la institución monárquica.[388]

Una monarquía, sin embargo, en la que Renovación Española daba el paso de señalar de nuevo a Alfonso XIII como rey legítimo, rompiendo así la vía de entendimiento con la Comunión Tradicionalista y aquellos sectores que, en una u otra fuerza, apostaban por una solución basada en la mutua abdicación y la entrega de la causa de la monarquía tradicional a Don Juan.[389] La ruptura entre posibilistas y monárquicos se había acompañado de la marginación de aquellos sectores partidarios de una solución «instauracionista», que venciera las resistencias legitimistas de los sectores menos favorables a la unidad monárquica. El 3 de mayo, Alfonso Carlos comunicaba a los jefes del tradicionalismo los resultados de la reunión de la Junta de Jefes Regionales reunida en Madrid el 20 de abril. En ella, habían ganado las posiciones favorables a imprimir vitalidad al tradicionalismo, reconociendo la insuficiencia de la línea moderada y unitaria seguida hasta entonces, y a fin de aprovechar el crecimiento de las posiciones patrióticas y cristianas que se estaban incrementando en España para integrarlas exclusivamente en la militancia carlista. El nombramiento del antiguo integrista sevillano Fal Conde como secretario general y la supresión de la Junta Delegada suponían entregar el tradicionalismo a aquellos sectores más intransigentes en la cuestión dinástica y más partidarios de una vía autónoma de actuación política. Tres días después, el depurado conde de Rodezno recibía las órdenes del monarca prohibiendo toda reunión oficial con Renovación Española y la supresión de la oficina electoral Tradicionalistas y Renovación Española (TYRE), en la que habían puesto esperanzas fusionistas los sectores más moderados: «Al hablar en los discursos de nuestra Comunión no quiero que se diga partido Monárquico, sino Tradicionalista o mejor Carlista. No se puede servir a dos caudillos, es decir, a mí y a don Alfonso o a don Juan». En los días siguientes, y entregadas a los sectores procedentes del integrismo, se creaban las delegaciones de propaganda, de juventudes y de prensa, así como el Consejo de Cultura Tradicionalista y el Boletín de Orientación Tradicionalista. El día 29 de junio, un manifiesto de Alfonso Carlos a los españoles señalaba la voluntad de combate de los carlistas por los principios que se levantaron en 1833, haciendo especial mención a la legitimidad dinástica que había de sostenerse como elemento fundacional y permanente del tradicionalismo.[390] La afirmación de lealtad a Alfonso XIII, un verdadero golpe de mano de Goicoechea para contrarrestar las posiciones del mucho más carismático Calvo Sotelo,[391] suponía el triunfo de los legitimistas de ambas facciones y, por tanto, sumar a la ruptura política de la derecha entre agrarios republicanizados, posibilistas católicos y monárquicos, la que afectaba ahora a las fundadas esperanzas de entendimiento entre alfonsinos antiliberales y carlistas.

Tras las expectativas abiertas en el proceso de movilización de la campaña revisionista y la firma del pacto de las derechas para las elecciones de noviembre de 1933, la actual situación dejaba al fascismo recién constituido en Falange Española de las JONS en el peor de los escenarios. Los problemas del falangismo no procedían de la llegada a un espacio que ahora pasaba a estar ocupado por una fuerza alternativa. Se trataba de todo lo contrario. El fascismo había podido organizarse como resultado de un proceso de movilización rupturista contra el régimen del conjunto de la derecha y, en especial, de los sectores monárquicos alfonsinos, que fueron capaces de imponer un escenario de trabajo en común, expresado en las candidaturas unitarias, pero también en un ambiente de complicidad, un estado de ánimo de bipolarización que fracturaba el país en dos mitades identificadas con la revolución y la contrarrevolución, la España y la Antiespaña. No era la fascistización de la derecha lo que cerraba el paso a la expansión de Falange, sino el colaboracionismo con el régimen y las esperanzas en un acuerdo entre conservadores republicanos y católicos lo que cancelaba unas condiciones ambientales que habían propiciado la fundación misma del partido. Falange no se encontraba con un exceso de competencia, sino con un déficit de complicidad. No abordaba una adhesión generalizada de los jóvenes que podría haber reclutado a la extrema derecha, sino que había de enfrentarse a la desactivación contrarrevolucionaria de los espacios públicos en los que la juventud de clase media podía sentirse llamada a ingresar en una organización cuyos principios cristianos y reaccionarios poco podían molestarles, pero podían resultarles inadecuados en una fase en la que el posibilismo pasaba a establecer su hegemonía.

Las dificultades de los sectores alfonsinos más favorables al proceso de convergencia contrarrevolucionaria no impidieron que su labor se mantuviera, tanto en la celebración de reuniones propagandísticas como en la profundización y divulgación de los principios que habían de ser compartidos por todos los sectores convocados. La revista Acción Española continuaba siendo el órgano más autorizado para promover estos encuentros y para proporcionar el arsenal no solo teórico, sino también estratégico a quienes simpatizaban con esta causa. Papel fundamental en ese esfuerzo era la definición del derecho a la insurrección contra un gobierno ilegítimo, que el valenciano Corts Grau, uno de los principales ideólogos del 18 de Julio, atemperó advirtiendo de los riesgos de olvidar que la autoridad «no es un derecho derivado de los iguales, como sucede en un contrato, sino un derecho de los superiores».[392] Esta concepción de la autoridad, que llegaba a poner en duda el derecho a la insurrección y, en cualquier caso, negaba que el poder originario del poder se encontrara en el pueblo, podía contemplarse como una reflexión coincidente con el fascismo, en el que este aportaba a una época sus dos misiones fundamentales: «estrangular a la bestia roja y forjar en el hombre el órgano adecuado para la nueva aurora».[393] Las propuestas del Estado nuevo no eran «el tan manoseado panteísmo». Si el concepto era el de la reunión de todas las almas y anhelos patriotas, «el venerar este concepto con un sentido cristiano no es, al fin y al cabo, más que la religiosidad del amor al prójimo, que es el espíritu de Cristo». Y la Iglesia siempre había defendido la existencia de hombres elegidos para este fin, hombres que habían de llevar a sus pueblos por la senda de le verdad, héroes que tenían la vista puesta «en el alto bien de la Patria, reflejo del amor a Dios y amor al prójimo».[394] Incluso para un tradicionalista tan destacado como Mariano Puigdollers, uno de los principales neotomistas del país, la presentación de un artículo del jurista italiano Giorgio del Vecchio servía para anotar que el fascismo actuaba como modernización del derecho natural, al plantear dos elementos nuevos, el trabajo y la nación, en el fundamento antiguo del pensamiento cristiano. La gloria del fascismo, como lo había señalado Giménez Caballero, era construir la nueva catolicidad.[395] La teología cristiana defendía el mando único,[396] y la labor fundamental de los creyentes en España era conseguir que se produjera la corrección güelfa que Mussolini había impuesto al nacionalismo anticlerical italiano.[397]

La búsqueda de esta convergencia entre el pensamiento tradicionalista católico, el proyecto político alfonsino y la energía nacionalista de las nuevas juventudes fascistas se reiteraba en los encuentros que la revista propiciaba en algunas ocasiones solemnes. Por ejemplo, para dar la bienvenida a exiliados que se habían acogido a la amnistía otorgada en abril, Calvo Sotelo y Yanguas Messía. Sáinz Rodríguez subrayó que el pueblo no deseaba gobernar, sino que se le gobernara bien, porque si se preguntaba al pueblo si deseaba sufragio y parlamentarismo, siempre respondería que no. Esta doctrina era la que servía de «denominador común a los que yo me atrevo a llamar partidos nacionales». Una doctrina que debía comprender que «cuando hablamos de Monarquía […] no hablamos de una cuestión de personas, que hablamos de un fenómeno que se está produciendo en el mundo, que es la necesidad del mando único». Esa posibilidad podía haberse encontrado en el bloque de las derechas vencedoras en noviembre y, disuelto este, había de volver a forjarse. ¿Con quién? Con los tradicionalistas, desde luego, pero también con «esas juventudes nuevas que están hartas de politiquerías y que saludan con un brazo, en alto. […] Tenemos a Primo de Rivera, el Jefe de esas Juventudes», en cuyo corazón latía el mismo amor patriótico que palpitó en el de su padre. Y había que realizar esa fusión por España y por el catolicismo. Pemán podía añadir que, como vencedor en las elecciones, no creía en el instrumento de la victoria. Y Calvo Sotelo pudo insertar un tono apocalíptico de fondo, en el que distinguió perfectamente sus discrepancias doctrinales con Gil Robles: comprensión hacia la «horda atea, anticatólica». Pero ante «la horda antinacional», el único remedio era «inculcar en las generaciones jóvenes un sentimiento de masculinidad, de virilidad y de intransigencia por la unidad española».[398] El movimiento nacionalista joven podía encontrarse con el de quienes intentaban poner en pie el valor de una tradición española, en la que se habían puesto los cimientos del Estado totalitario y de la identificación entre Estado y nación: «La Nación, para nosotros, no es un hecho geográfico, una fatalidad geográfica; la Nación es una unidad moral».[399]

La definición de la nación española era la misma que había expuesto José Antonio para evitar el contagio romántico y democrático que legitimara los nacionalismos separatistas. Pero, a pesar de la importancia de toda una labor realizada por la revista para poder insertar el pensamiento católico tradicional en las perspectivas que iría cobrando el fascismo español, resultaba más importante que quienes deseaban articular la unión estratégica de la derecha consideraran que difícilmente podría hacerse al margen de estos principios, fuera de las experiencias fascistas europeas y sin contar con quienes habían construido el primer partido fascista español. Con lo que habría de ser singular franqueza, destinada a disputar el liderazgo de los alfonsinos y el de la entera extrema derecha española a Goicoechea y Gil Robles, se expresó siempre Calvo Sotelo, ya antes de regresar de su exilio. No solo porque saliera en defensa de un fascismo injustamente perseguido, «lo que era una afrenta a las normas constitucionales»,[400] sino por no ver más solución al problema social que un sistema corporativo que pusiera en coherencia las jerarquías políticas y sociales.[401] El parlamentarismo, como concepto, estaba en las últimas,[402] y debía construirse un movimiento, que podía llamarse Bloque Nacional o Bloque Hispano Nacional, que habría de afrontar la conquista del Estado, contando con los sectores monárquicos tradicionales y con otros «de novísimo cuño, animados por un espíritu antiparlamentario y corporativo que merece mi entusiasta simpatía». La mística del Bloque habría de estar inspirada en la «reforma social totalitaria».[403] De esta forma conveniente se estaba haciendo en Europa: lo que había acontecido en Alemania en aquellos días mostraba que la humanidad «vuelve ansiosa la mirada a los Poderes autoritarios y la mano férrea del héroe, del guía, del capitán, del conductor, en una palabra: del jefe».[404] Así debía responderse no solo por el espíritu de renovación, sino por la salvación de una patria que se hallaba en grave riesgo por el principal de sus problemas: el separatismo.[405]

Los colaboradores más activos de Acción Española, Eugenio Vegas, Jorge Vigón y Escobar pudieron expresar sus posiciones favorables a una solución monárquica que expresara el sueño del nuevo Estado conciliando las ideas comunes y dejando de lado las querellas dinásticas ya superadas. Dispusieron de La Época para poder difundir estas ideas más vinculadas a los problemas urgentes que la reflexión de calado que podía hacerse en la revista. Así, en febrero de 1934 el editorial del periódico se refería a la admirable dureza con la que el canciller Dollfuss permitía distinguir entre una tarea de represión, como lo denunciaba la izquierda, y una aplicación justa del principio de autoridad, ajeno a la soberanía nacional, como debía comprenderlo la derecha.[406] El fascismo era una solución de nuestro tiempo que debía encarnarse en la forma de gobierno monárquica, que asegurara la permanencia después de una situación de emergencia que había permitido agrupar a las masas en torno a un líder.[407] La Monarquía no era una simple forma a decidir, sino la única estructura que aseguraba que el nuevo Estado pudiera enlazar con una tradición y una voluntad de permanencia: eso justificaba la imposibilidad de querer modificar el rumbo de la república.[408] Y, en especial, cuando lo que se estaba preparando en España era la única e inevitable solución: la guerra civil.[409] A determinados personalismos suicidas cabía atribuir las absurdas actitudes de la indiferencia ante la forma de gobierno,[410] o negarse a aceptar el único camino para la unidad de la contrarrevolución, la instauración, no la restauración monárquica, aprovechando la buena disposición de Don Juan ante la única monarquía posible, la tradicional.[411] Si esta integración era la vía más correcta para acabar con el pleito dinástico, la táctica de la violencia y la renuncia a cualquier esperanza de arreglo con los republicanos constituían los factores tácticos precisos de una movilización juvenil a favor del nuevo Estado.[412]

FE DE LAS JONS: DOCTRINA, ACCIÓN Y AUSENCIA DE ESTRATEGIA POLÍTICA (MARZO-OCTUBRE DE 1934)

Falange Española de las JONS era entonces, en muchos sentidos, un conglomerado amorfo, en el que gentes de varias tendencias confluían. Pero aun siendo esto así, no podía negarse que todos los sectores que la integraban disponían, más o menos, de un norte común, en unos más claro que en otros. Ahora bien, un mando vigoroso, una dirección enérgica e inteligente, podía, desde luego, canalizarlos a todos ellos, sin excepción, por el cauce preciso. […] Este era, en realidad, el camino de las masas y, naturalmente, el camino del triunfo. Solo una organización que es capaz de atraer a sí gentes de tan varia índole […] revela ser una organización apta para la conquista de las masas.

Nada más opuesto a ello, entonces, que una línea restrictiva, que un examen riguroso, al solicitar su ingreso los nuevos militantes. Y más opuesto aún el prescindir a priori de un sector social entero, hostigándolo sin necesidad táctica ni estratégica y expulsando de la organización a quienes lo representan. Ir hacia las masas, forjar una organización —de carácter fascista, no se olvide— de masas, obliga a manejar con destreza una virtud: la de unificar los alientos y los clamores de unas multitudes que vienen de todos los puntos de la rosa de los vientos, prestándoles cohesión, eficacia y disciplina.

RAMIRO LEDESMA RAMOS (1935)

Las condiciones desfavorables a la expansión del fascismo se encontraban, además, en las dificultades que el nuevo partido encontró para desarrollar una eficaz tarea propagandística. Los fundadores de Falange Española habían creído que una serie de afirmaciones solemnes, acompañadas del aplauso de los grupos monárquicos en una fase de ascenso y radicalización, habrían de ser suficientes para proporcionar al nuevo grupo una afluencia de jóvenes para quienes las organizaciones existentes resultaban poco combativas o, sencillamente, demasiado convencionales. Sánchez Mazas llegó a indicar que el movimiento tenía, como defecto fundamental, su exceso de afiliados. Había que estar en Falange fuera de cualquier imitación de una adhesión política convencional, para pensar en una tarea de fundación, «como a una orden religiosa», lejos de los espectáculos dados como el dado por la JAP en El Escorial.[413] Es difícil que un planteamiento de este tipo pueda presentarse como el populismo fascista que contrasta con el elitismo reaccionario de Acción Española, y más difícil aún que esta actitud se vea como una exigencia de partido de vanguardia, en lugar de contemplarse como lo que realmente es: una visión mística, en la que el contacto con la verdadera esencia de España se vive como experiencia capaz de transmitirse, en una misión evangelizadora, a quienes aún no son creyentes.

Estilo y propaganda. Ruralismo, juventud y violencia

Antes de la revolución de octubre y la consolidación de su estructura orgánica y su propuesta programática en aquellos mismos días de crisis, la actividad de FE de las JONS se llevaba adelante con la confianza de que el mero discurso joseantoniano fuera afirmando una posición específica en el campo de la derecha radical. En el discurso y también en los actos de violencia, alejados de una masiva contención de la izquierda, de una sistemática del terror político y reducidos a una serie de provocaciones y represalias individualizadas. Si, en el primero de los aspectos, se carecía de una estrategia que fuera más allá de la denuncia de la falta de sensibilidad social y sentido revolucionario de la derecha antirrepublicana, en el segundo no existía ninguna reflexión seria acerca de la combinación entre la violencia política y la estrategia general del partido. El problema era haber creído que unas circunstancias ya concluidas, que eran las del impulso movilizador de la derecha desde fines del año 1932, se mantenían e incluso se incrementaban, ofreciendo al fascismo un espacio seguro que ni siquiera había de trabajarse a fondo, para lograr que la propia autonomía de la organización, en su aspecto doctrinal y organizativo, fuera la garantía de encontrar los lugares de un encuentro indispensable con el conjunto de la contrarrevolución española.

La propaganda del partido se realizó fundamentalmente a través de las actividades parlamentarias de Primo de Rivera y de algunos mítines en los que el propio líder iba afianzando su autoridad en el movimiento. No se trataba aún de un liderazgo indiscutido, pero iba camino de serlo o de estar en las mejores condiciones para resolver los problemas de la heterogeneidad falangista, a través de un carisma que habría de suplir las graves carencias de la organización. En esa acentuación del propio liderazgo debe comprenderse la negativa a aceptar el ingreso de Calvo Sotelo en Falange. Ledesma consideró justificada la actitud de Primo de Rivera al rechazar la petición de ingreso de Calvo Sotelo —o los movimientos dirigidos a este fin en las propias filas de Falange—, aunque también se extrañaba de que, en una organización donde abundaban los sectores que provenían de la Unión Patriótica y de núcleos francamente reaccionarios, se tuvieran tales escrúpulos, cuando la valía personal y el prestigio de Calvo Sotelo podían ofrecer los beneficios para la expansión de Falange que señalaron Ruiz de Alda y otros dirigentes.[414] Si el rechazo se hubiera producido en momentos de mayor radicalización joseantoniana, como en el año 1935, la actitud del líder falangista habría sido más creíble desde un punto de vista ideológico e incluso estratégico, pero ninguno de estos factores resultaba adecuado en la primavera de 1934 y, por tanto, deben relacionarse con las dificultades que José Antonio tenía ya para asentar un liderazgo del que podía ser fácilmente desplazado todavía. Calvo Sotelo disponía de muchas más tribunas para expresar sus opiniones y tenía ya en mente la preparación del Bloque Nacional, lo que se parecía mucho más a una estrategia de captura del poder que lo que podía expresar la dirección falangista en aquellos momentos, en especial cuando ni siquiera aceptó participar en esta alianza. Su aptitud para ir definiendo el contenido político de la contrarrevolución le ponía en condiciones de rivalidad peligrosa mucho más para Primo de Rivera que para Gil Robles, al permitirle asumir el conjunto de las posiciones opuestas a una colaboración con el régimen republicano. Lo único que le quedaba a José Antonio era extremar su llamada a la juventud y a la revolución, aunque la vaguedad de sus términos tuviera un doble peligro: no conseguía ser lo bastante radical para abrir brecha en medios populares, y se arriesgaba a perder el atractivo para juventudes de clase media más acomodada, en la que los principios tradicionalistas esgrimidos por la derecha desde 1931 seguían siendo un referente irrenunciable. Lo fundamental, con todo, estaba en las condiciones ambientales. Al no ofrecer estas un marco de radicalización y desapego con respecto al régimen de una mayoría de la base social de la derecha, resultaba muy difícil que se abriera camino al fascismo, que siempre precisó de una pérdida masiva de legitimidad institucional para conseguir recoger en ella los frutos de una militancia adquirida en las clases medias. Insistamos en ello: no es que estas estuvieran ya colocadas en un ámbito fascistizado. Es que se hallaban situadas en un espacio que colaboraba abiertamente con el republicanismo conservador y, por tanto, con las instituciones republicanas. Lo que hubiera en ellas de potencial de ruptura con el orden establecido y de disposición a liquidar el sistema se hallaba convenientemente domesticado y controlado por la dirección del populismo católico. No fue, por consiguiente, el exceso de fascistización lo que dificultó el crecimiento de una fuerza cuyo parentesco la hacía innecesaria, sino la combinación entre la debilidad de ese proceso de radicalización de la derecha —interrumpida a comienzos de 1934— y la incompetencia falangista para hacerse con una estrategia adecuada en condiciones en las que existían algunos factores favorables representados más por la actividad de la izquierda y el separatismo que por la radicalización de la derecha.

José Antonio participó en los actos de propaganda realizados por Falange en Carpio de Tajo, Puebla de Almoradiel, Fuensalida —todos ellos en la provincia de Toledo— y Callosa del Segura, en Alicante, entre fines de febrero y fines de julio de 1934. Se ha señalado con frecuencia que la elección de esta línea de acción pública fue uno de los elementos centrales, decisivos, del enfrentamiento entre Primo de Rivera y Ledesma, interpretación a la que contribuyó el propio fundador de las JONS al describir estos mítines como un aspecto más de la estrategia equivocada de Falange en sus tareas de expansión política, que rompían la tónica introducida en el primero de los actos de masas realizados por el partido unificado, en el teatro Calderón de Valladolid el 4 de marzo. «Durante toda la primavera, el esfuerzo de la organización, en su capítulo de propaganda, se agotó en siete actos celebrados en aldeas y pequeñas ciudades, sin relieve social ni realidad política alguna». Por ello, Ledesma había decidido mostrar su disconformidad no participando en ellos, aun cuando a la altura de 1935 pudiera señalar que «no era quizá del todo absurda esa opinión de Primo, que respondía a un afán por entrar en contacto con la España mejor, la España de los campos». No se trataba solo de eso. Recordemos que el discurso «campesinista», al que pueden aludir estas últimas palabras de Ledesma, había llegado a ser punto central del proyecto político e ideológico de las JONS en 1931 y que su propuesta del Bloque Social Campesino no había tenido equivalencia en la teorización de organización sindical obrera alguna. Los grupos descritos por Gutiérrez Palma en Valladolid se atuvieron a una lógica provincial y, cuando se perdió cualquier posibilidad de hacerse con alguna influencia en sectores moderados de la CNT, se fue aplazando la constitución de una organización sindical propia, que posiblemente solo se contemplaba del mismo modo en que se vio en Alemania: como células de propaganda nacionalsindicalistas más que como instrumentos de reivindicación de clase. En contra de su formación estaban las opiniones del propio Ledesma, para quien la constitución de Consejos Obreros carecía de sentido fuera de un régimen corporativo, y para quien el establecimiento de algunos grupos de oposición obrera debía basarse en el nacionalismo integrador de lo patriótico y lo social, lo cual significaba no solo relativizar la autonomía obrera, sino negarla tajantemente a favor del proyecto político nacionalista al que se servía.[415] La organización de las Centrales Obreras Nacional-Sindicalistas en el verano de 1934 mostraba un claro deseo de movilizar a los parados contra las propias organizaciones de clase y, en todo caso, son prueba de que el partido no era indiferente a esta cuestión, sino que la comprendía de acuerdo con la forma en que se entendió por las experiencias fascistas europeas, salvo por las que, excepcionalmente, habían disfrutado de un trasvase apreciable de trabajadores —como ocurrió con el Partido Popular Francés—. Para Ledesma, la diferencia entre el sindicalismo fascista y el socialista o anarquista radicaba precisamente en la primacía de la cuestión política, del proyecto nacionalsindicalista y del carácter totalmente secundario de las demandas reivindicativas, que podían llamar a una fragmentación del proyecto y a su propia lógica unitaria.[416]

Las objeciones a la propaganda rural por parte de Ledesma se basaban mucho más en su carácter aislado que en la elección de una verdadera campaña sistemática orientada al mundo agrario y en el que pudieran exaltarse valores nacionalistas próximos al fascismo, congruentes con la experiencia de la comunidad. El territorio fabril resultaba de mucha más dificultad no solo por su organización previa, sino por los problemas de clase que se planteaban de forma continuada en los centros de trabajo fabril o de servicios, en los que era muy difícil inculcar un discurso de conciliación fascista. En todo caso, el problema se encontraba en la forma de realizar la campaña, no en el hecho de priorizar este espacio, algo que las circunstancias posteriores a la revolución de octubre se encargarían de demostrar. Una vez más, la oposición de un Ledesma «izquierdista» a un Primo de Rivera «conservador» descarta el punto que verdaderamente ha de explicarnos la crisis interna del partido y las posiciones de ambos dirigentes, tan reveladoras de lo que es el proyecto fascista en su mutua hostilidad. Lo que solicitaba la presunta ala «radical» era la claridad estratégica y la verdadera realización de una línea política, frente a quienes parecían conformarse con una tarea de agitación nacionalista de la que surtirían efectos favorables, pero que no se empeñaba en descubrir los puntos débiles de la estabilidad de la democracia española y el lugar preciso que, con una táctica distintiva, habían de ocupar los fascistas españoles. El radicalismo de Ledesma, si así puede calificarse, se refería a la claridad no solo teórica, sino también estratégica de lo que era el cumplimiento del proyecto fascista en su conjunto, no de una facción más «avanzada» del partido, como habremos de ver al considerar los motivos de la escisión de comienzos de 1935.

En los mítines realizados en estas localidades, Primo de Rivera repitió un discurso elemental, que reiteraba incluso el ritmo retórico de sus intervenciones en los dos actos fundacionales del 29 de octubre de 1933 y del 4 de marzo de 1934. En Carpio del Tajo, aprovechó la imprecación que habían lanzado al cortejo fascista algunos campesinos, «salud y revolución», para hacer suya la consigna, acentuando un populismo que acusaba a los autores de la reforma agraria de burócratas que vivían a expensas del pueblo.[417] En la Puebla de Almoradiel, Ruiz de Alda proclamó que los pueblos habían de apartarse de la influencia dañina de las ciudades, viviendo al margen de ellas por ser depositarias de las virtudes de la nación, y José Antonio confesó que se dirigía «a los depositarios del verdadero espíritu nacional» y a quienes conservaban «las virtudes de una raza que hicieron a España inmortal».[418]

El problema era que Falange no respondía, con su agitación, a una movilización previa del campesinado.[419] No salía al encuentro, con un discurso nacionalista y rural, de espacios permeabilizados por un activismo campesino, que expresara un abierto descontento con el régimen y estuviera buscando una nueva instancia representativa. Celebrados los mítines en algunas poblaciones toledanas, ni siquiera se había ido en busca de un estado de ánimo ampliamente difundido, que rompiera las lealtades políticas del campesinado del conjunto de Castilla. Por otro lado, las acciones que se celebraban en el semanario F. E., dando cuenta de algunas actividades de falangistas que trataban de crear núcleos locales, realizaban campañas o se enfrentaban a la violencia de las organizaciones socialistas, anarquistas o republicanas, no formaban parte de una estrategia de conjunto, eran anécdotas que puntuaban de forma aislada la imposibilidad de convertir al fascismo en representación permanente de algún sector significativo del campesinado.[420] El crecimiento de la organización, que se produjo efectivamente, no se convirtió en un movimiento de masas que fijase territorios de proselitismo prioritarios entre la clase media-baja rural o que se presentara con la capacidad auténtica de sustituir al Estado en la defensa de los intereses de los pequeños, medianos e incluso grandes propietarios. En ambas facetas de la implantación del fascismo en Alemania o Italia, el falangismo quedó bloqueado por condiciones políticas generales, que respondían a la interrupción del proceso de fascistización. Guardando las necesarias distancias, al partido fascista español le pasó algo parecido a lo que le sucedió al NSDAP entre su refundación, en 1925, y los primeros indicios de la gran depresión entre el campesinado, cuando el nazismo se decidió a orientarse de forma decidida hacia esa base social, modificando el discurso y la organización urbana en los que se había sostenido previamente. Pero, a diferencia del caso alemán, no dispuso de una base urbana amplia inicial, que le permitiera afrontar los momentos de reducción de la movilización derechista. Sin esa base de masas, una acción escuadrista carecía tanto de las posibilidades físicas realistas sobre las que actuar de forma sistemática para vencer militarmente a los revolucionarios y presentarse como fuerza armada de la contrarrevolución. No es que los falangistas no desearan convertirse simplemente en eso: es que carecían de los recursos humanos para hacerlo y de las condiciones de un ambiente propicio en las zonas rurales, controladas por el voto a una derecha y a unos sindicatos católicos colaboracionistas, especialmente en el escenario castellano en el que el discurso nacionalista español podía disponer de un apoyo más firme. No podía convertirse, por tanto, en el partido-milicia que articulara, al mismo tiempo, el discurso y la práctica de una violencia al servicio de la contrarrevolución, teorizada en el nacionalismo populista que se proponía a las clases medias. A esas dificultades objetivas, fruto de la correlación de fuerzas derivada del giro hacia el colaboracionismo de la derecha mayoritaria con una base fundamentalmente rural, se sumó, indudablemente, la grave carencia de elaboración estratégica de un partido que parecía seguir desconfiando de la movilización de masas.

Sin embargo, la dirección de Falange, que tanto se había burlado de las posiciones reaccionarias de la JAP reunida en El Escorial,[421] no dudó en aclarar sus posiciones fascistas ante la inminencia de la huelga campesina, una buena ocasión política, situada al margen de retóricas abstractas y en la que se trataba de tomar una posición. Naturalmente, se hizo definiendo la huelga como política, gravemente sospechosa por coincidir con los momentos de recolección —no se sabe muy bien cuándo consideraba Falange que había un momento más apropiado para la presión social— y decididamente sometida a la estrategia socialista de luchar contra un gobierno debilitado por sus luchas internas: era una huelga que, de haber tenido éxito, estaba destinada a ofrecer a los socialistas sus posibilidades revolucionarias. Además, ese mismo éxito habría provocado la catástrofe económica en el mundo rural. Por ello, Falange no podía quedar inactiva ante la provocación señalando que debería pasarse de la etapa de mera propaganda doctrinal a la de considerar que el fascismo no habría de «quedar al margen de ningún problema nacional, tenemos que intervenir, y nuestra intervención siempre tendrá el sentido y la decisión propias de nuestro carácter y de nuestro fin». Llegaría un tiempo en que el falangismo sería capaz de provocar la situación general de enfrentamiento. Antes de que eso llegara, había que intervenir audazmente en todas las coyunturas que implicaran un conflicto social y político. Ante la huelga general, la definición debía estar marcada por el interés general, situado por encima de los intereses personales o de clase. «No nos era lícito consentir que impunemente hubiese coacciones ni sabotage [ sic], ni por parte de los patronos ni por parte de las organizaciones obreras».[422] Ante el conflicto industrial se había tomado una actitud similar, dirigiéndose a los obreros metalúrgicos madrileños para señalarles que la huelga la habían perdido todos, como resultado de una estrategia socialista destinada a provocar un conflicto de clase que dividía a los españoles y les hacía olvidar cuál era el interés de cooperación, justicia y remedio a los males nacionales que tenía planteado el país. Además de ser un acto de insolidaridad, las reivindicaciones solicitando la disminución de la jornada y el aumento de salario solo lograrían la ruina de las empresas y la miseria de los trabajadores.[423] En una sola página, en un solo día, el semanario fascista español se delataba, en una invocación que valía mucho más que la retórica desplegada al tratar de distinguir su espíritu revolucionario de la mera reacción de los presuntos señoritos de la CEDA. No existía cinismo alguno en ello, sino la sincera convicción de lo que definía una revolución fascista, dispuesta a combatir contra toda manifestación de los trabajadores para defender una movilización nacional-populista, en la que las luchas sociales solo podían entenderse como impulso de todo el pueblo para conquistar un nuevo Estado nacionalsindicalista, verdadero y exclusivo constructor de la justicia social y de la plenitud de la patria.

La situación no se compensaba con la permanente presentación de acciones armadas aisladas, actos de represalia o de provocación, que se multiplicaron en los meses de primavera y verano. Las noticias sobre represión, persecución y cautiverio sufrido por los falangistas llenaron las páginas de F. E., con fotografías que mostraban a los camaradas presos, mientras llegaba a indicarse que «la prisión es un acto de servicio más», anotándose la lista de todos los que fueron detenidos en la importante redada de mediados del mes de julio.[424] Antes de la revolución de octubre, habían muerto dieciséis falangistas en enfrentamientos con la izquierda y se pueden contabilizar casi treinta hechos de sangre.[425] La violencia que se ejerció carecía de una sistematización revolucionaria. No respondía a la actitud inicial de una Falange elitista, en la que José Antonio salió al paso de la exigencia realizada desde la prensa monárquica de responder a los ataques de la izquierda. Y tampoco era producto de las reflexiones realizadas por un Ledesma mucho más familiarizado con la función de una violencia que no fuera mero pistolerismo, sino carácter mismo del movimiento fascista. Sin embargo, las acciones violentas, que siempre fueron difundidas como operaciones de represalia ante las provocaciones de la izquierda, permitían colocar a los militantes nacionalsindicalistas en algo que superaba una simple mística del riesgo. No puede concebirse como lo hacían las palabras de uno de los fundadores del movimiento que, poco después de una guerra civil, se permitía considerar que aquellos tiempos heroicos se basaban en un afán de sacrificio, en una «escuela del “saber morir” para después “saber matar” —noblemente siempre, en represalia justa— y sobre todo para saber que la Falange merecería, merced a sus Caídos, salvar a España».[426] Se trataba de una actitud política, en la que Falange aparecía atacada, al mismo tiempo, por la represión gubernativa de la derecha radical-cedista y por el terrorismo izquierdista, colocando al fascismo en una actitud de alejamiento objetivo de unos y de otros, pues de ambos era víctima de una forma distinta.[427] La concepción de la muerte en alguna escaramuza callejera no podía atribuirse a una simple «gimnasia del martirio» acompañada paradójicamente, en el mismo ejercicio espiritual, de una preparación psicológica para poder ejercer de verdugos. La entrega, el riesgo, la posibilidad de matar o morir constituían elementos esenciales en la formación de una mística para quien ingresaba en un espacio de combate. Pero esas motivaciones deben considerarse también en su función objetiva dentro de la correlación de fuerzas de aquellos meses y en la estrategia apenas esbozada del fascismo español. Ya se ha observado el paso importante que se produjo en la dirección falangista, en el mismo momento en que se producía la unificación —aunque sin una relación directa con ella—, cuando se decidió dejar de aparecer como víctimas indefensas y mezclar una actitud cristiana y mística ante el acto de servicio prestado, con la preparación de actividades de permanente asalto y represalia. Las críticas lanzadas por la prensa conservadora y las burlas sobre la «Funeraria Española», que identificaban a las siglas de Falange, solo podían importar en la medida en que el fascismo perdiera algo que no podía permitirse abandonar: el respeto de los sectores juveniles de la extrema derecha, y también la mirada afectuosa de quienes estaban financiando o alabando la tarea contrarrevolucionaria militarizada del fascismo en Europa. Cuando la acción violenta de masas estaba fuera del alcance del falangismo, el ennoblecimiento ritual de la muerte de los camaradas y la liturgia preparatoria en torno a la figura del «caído» no establecieron una relación lineal entre el pistolerismo y la violencia de masas de la guerra civil, al carecerse de los medios y de la coherencia estratégica que permitieran hacer de aquellas acciones una parte claramente definida del activismo fascista.[428] Esta búsqueda de una identidad fue muy distinta a la disposición al combate que pudiera ofrecer, por ejemplo, la construcción de un ejército popular por el tradicionalismo.[429] Y, en cualquier caso, el problema fundamental que planteaba este tipo de actividades era el de su encaje en la definición del proyecto fascista en su conjunto, que no podía soportar el juego puntillista de ir sumando escenarios diversos —el mitin rural, el discurso parlamentario, el acuerdo financiero con la derecha, el artículo teórico, la acción violenta callejera—, que debían ser contemplados como ingredientes funcionales de una misma estrategia. Solo algún atisbo de una posición coherente pudo hallarse, antes de que se produjera el giro de 1935, en la intervención de Primo de Rivera en las Cortes el 3 de julio de 1934, poco antes de que el partido sufriera una ola de detenciones que lo llevaron a las condiciones de una pérdida notable de su presencia pública durante el verano, incluyendo la clausura de su primer semanario. En la respuesta a Prieto, José Antonio proclamó que, de ser un defensor acérrimo del orden social existente, incluso por la violencia, habría dejado esa tarea a los mecanismos del Estado controlados por la derecha. La violencia que podía inspirar la actitud de las juventudes fascistas se encontraba en las transformaciones que se habían producido desde la Gran Guerra, la Dictadura y la República, y que precisaban de una estrategia destinada a derribar el orden social existente mediante la apuesta por la justicia social y la vena de un «sentido nacional profundo».[430]

Tampoco adquirió, en aquellos meses, una proyección apreciable la propaganda que podía parecer más interesante para la retórica del fascismo y más vinculada a la consideración del nuevo sujeto revolucionario por Ledesma y sus compañeros en 1931, la organización del SEU. Los estatutos del Sindicato Español Universitario, que se aprobaron en marzo de 1934, eran de carácter meramente profesional y, de hecho, la organización de aquellos jóvenes dispuso de muy escasa autonomía, planteando a escala universitaria objetivos muy generales de propaganda nacionalista, abasteciéndose sus filas fundamentalmente de sectores católicos y tradicionalistas. El SEU se planteaba la conquista de la Universidad, pero no creo que tuviera, por lo menos en sus inicios, la capacidad de considerarse gestor ni de una violencia generalizada, de una verdadera «rebelión de los estudiantes», ni de la conversión del espacio académico en recinto de formación política de los futuros profesionales fascistas.[431] Hasta la celebración de su Primer Consejo Nacional y la elección de Alejandro Salazar como responsable máximo, en marzo de 1935, el triunvirato que dirigía el SEU y, en especial, Manuel Valdés, que disponía de la máxima confianza de José Antonio, dispuso de la ventaja de la importante afiliación joven a Falange para nutrir sus filas, aun cuando las organizaciones de la extrema derecha y del populismo mantuvieron una posición mayoritaria en el marco universitario nacionalista, mientras que la FUE, oficializada por el nuevo régimen, inició un camino de decadencia que se agravaría especialmente en el curso 1934-1935. Los jóvenes del SEU no consiguieron incrementar su presencia por la percepción generalizada de una crisis que empujara a los estudiantes a actitudes más radicales, algo que se produciría, en todo caso, a lo largo del año siguiente, y en relación directa con la crisis de las expectativas profesionales que podían provocar una pérdida de estatus de las clases medias. Desde el número 11 del semanario falangista y hasta su clausura a finales de julio, se insertó una página especial, «Falanges Universitarias», que se presentaban como órgano del SEU, a la espera de que pudiera aparecer una revista específica por separado. La inclusión de lo que no dejaba de ser una página universitaria en el semanario del partido ya señalaba las condiciones de debilidad y subordinación del movimiento, aunque también el interés por el desarrollo de lo que se consideraba no solo un sector propicio a la propaganda, sino también congruente con la teorización de las JONS acerca de la vanguardia revolucionaria nacionalista. Esta se hallaba situada por encima de los intereses de clase, de región o de grupo, y era símbolo del estilo juvenil que el fascismo deseaba imprimir al conjunto de su proyecto político, no solo a una parte definida del mismo. Julio Ruiz de Alda definió las tareas del SEU señalando sus objetivos profesionales estrictamente en el momento en que se estableciera el nuevo Estado, pero del todo políticas cuando se estaba en el proceso de conseguirlo. Las condiciones concretas de un sindicato de estudiantes permitían abandonar cualquier pretexto económico, para situar en primer lugar el afán político, convirtiéndolo, a pesar de su nombre, en un instrumento de agitación al servicio de la propaganda fascista. El destino que se daba a los futuros licenciados tenía que ver con aspectos tan pintorescos como el embellecimiento de las casas de los pueblos de España o con la mejora de sus sistemas de canalización, dando a estas consideraciones superficiales el carácter de una presunta reflexión sobre la responsabilidad social de los intelectuales, que se acercaba mucho más a la concepción militarizada de la sociedad que tenía en mente el autor del artículo.[432] Lo que correspondía al SEU era promover «una gran Universidad española, integrada en el Estado nacional-sindicalista unificadora de las inteligencias y los corazones en haz único al servicio del Imperio».[433] Se resaltaba la comprensible complacencia con que siempre se había destacado el paso de militantes de la izquierda al fascismo. «Se nos había engañado, se nos había atraído con fingidas voces a un frío laberinto de rencores y blasfemias», antes de que el universitario pudiera colocarse donde le correspondía: «A tu lado, madre España, formando en apretadas falanges de violencia fervorosa en marcha hacia la cima imperial de tu resurrección».[434] A este juego retórico propio de uno de los aspectos del «estilo» falangista —la exaltación de las conversiones—, se sumaban documentos más serenos e incluso apaciguados por su tono de ser una voz secundaria en el movimiento. Un llamamiento del SEU «a toda la masa escolar», firmada por su triunvirato nacional, manifestaba que el motivo de la organización del sindicato era combatir a quienes pretendían hacer de la Universidad espacio para fines «partidistas y antinacionales», cuyo objetivo era buscar «la destrucción de España en la de nuestras instituciones». La defensa de una corporación única y obligatoria, al servicio y bajo la disciplina del Estado se presentaba como posibilidad de unir de nuevo a todos los estudiantes, evitando su entrega al fraccionamiento de las diversas asociaciones inspiradas por ideologías políticas. La juventud universitaria había de buscar la gloria de los centros clásicos de Salamanca y Alcalá, que un día fueron «la fuente del pensamiento universal».[435] El españolismo, la defensa de la Universidad clásica abierta a todos los españoles con talento y la organización corporativa eran las consignas en que deseaba fundamentarse la organización,[436] mientras se mostraba la preocupación por no poder unir a estudiantes y a obreros en un solo frente a causa de la politización socialista de estos, o por la educación de la clase media en un liberalismo que solo podía considerarse ajeno a la verdadera libertad y territorio de frívolo libertinaje.[437] La organización sindical del SEU obedecía a la concepción de la nación organizada en el futuro de acuerdo con una vertebración sindical, que daría forma a la conciliación de quienes compartían un destino común: el SEU estaba destinado a una politización del medio universitario que lo empapara de ese discurso nacionalista y corporativo.[438]

El nacionalismo según Primo de Rivera

Durante estos meses en que se trataba de fijar una estrategia en condiciones tan difíciles, el partido fue capaz de teorizar con mejor perfil la base de su propaganda: la definición del nacionalismo y, de un modo mucho más secundario en el caso de José Antonio que en el de Ledesma, la definición del Estado nuevo. Ya se ha visto el modo en que la nación era definida en ese molde de futuras intervenciones públicas que fue el discurso del 29 de octubre de 1933 para José Antonio. Justamente después de haber llevado a cabo la unificación, quien había de convertirse en líder indiscutido del movimiento, pero que aún no lo era, escribió un artículo en la revista JONS, en el que reiteraba algunos de los conceptos expuestos meses atrás en El Fascio, más pulimentados por la inclusión de la idea de un Estado Nacional en una reflexión que había ido ampliándose a lo largo de un año. Carente de la densidad de los trabajos previos y posteriores de Ledesma, el «Ensayo sobre el nacionalismo» ofrecía ya las virtudes de expresar cuáles eran los principios que no solo separaban a ambos dirigentes, sino los que, tras mantener ambas actitudes en un solo proyecto, habrían de permitir que el discurso nacionalista del fascismo español pudiera ser asimilado con tanta facilidad por quienes se habían formado en el pensamiento social cristiano. El nacionalismo no se presentaba como una alternativa al patriotismo tradicional, sino como una consumación perfeccionada de este, que daba respuesta a las fórmulas elaboradas por el liberalismo buscando sólidos asideros en la tradición católica española. Con notable sentido de la oportunidad política y de su propia formación ideológica, José Antonio comprendió que la relación entre Estado y Nación había de formar los puntos de ensamblaje con otras tradiciones de la derecha, en la que el fascismo había de actuar como elemento de modernización, pero no de ruptura, en una nación en la que se enfrentaba a dos realidades indispensables. Por un lado, la existencia de un patriotismo de raíz católica con el que se quería dar sentido a la existencia de la nación española. Por otro, la presencia de nacionalismos de raíz liberal que afirmaban el derecho de los pueblos a su libre determinación para separarse de España. El nacionalismo no dependía de la voluntad de los españoles, sino de su destino asumido libremente, como criaturas portadoras de un libre albedrío que les forzaba a tomar las decisiones trascendentales con la disciplina y la responsabilidad ante la salvación o condenación de un católico de Trento. Este era el punto en el que José Antonio podía trazar con más destreza una propuesta nacional, no porque resultara más sólida, intelectualmente, que lo que Ledesma había venido exponiendo, sino porque iba a ser lo que permitiría constituir una síntesis nacionalista más amplia que la que ya se había forjado con la unificación de los dos partidos en febrero de 1934. En el ensayo publicado en JONS, José Antonio volvía a responder con dureza a las posiciones románticas inspiradas en Rousseau, en las que el culto al individualismo se identificaba con el regreso a los factores naturales que definían una nación. Ese planteamiento podía fundamentar las aspiraciones a la disgregación de España por quienes basaban la existencia de una nación en factores sentimentales, que tenían una extraordinaria eficacia y no podían ser combatidos con sentimientos contrarios, pero basados en los mismos esquemas ideológicos. Para evitar que el separatismo romántico fuera respondido por un nacionalismo unitario del mismo tono, debía considerarse la idea de nación de otro modo, tomando como elemento de analogía y de referencia fundamental la superación del concepto de individuo por el de persona. «La personalidad no se determina desde dentro, por ser un agregado de células, sino desde fuera, por ser portador de relaciones». De igual modo, «un pueblo no es nación por ninguna suerte de justificaciones físicas, colores o sabores locales, sino por ser “otro en lo universal”, es decir: por tener un destino que no es el de las otras naciones». A ello correspondía la lealtad a los tiempos clásicos, que vieron perfectamente que el concepto de nación no podía fijarse a los oscuros dictados de la tierra, sino que prefirieron el servicio al Imperio o al rey, «es decir, las expresiones alusivas al “instrumento histórico”. La palabra “España”, que es por sí misma enunciado de una empresa, siempre tendrá mucho más sentido que la frase “la nación española”». La tarea del fascismo era desplazar el romanticismo y emplazar la idea de nación sobre «firmes reductos clásicos», «no en lo afectivo, sino en lo intelectual».[439]

Esta definición, además de resultar imprescindible en futuras consideraciones de un nacionalismo antiliberal unitario, resultaban útiles en su manifiesto desprecio del Estado como origen y forjador de la nación —sustituyéndolo por una idea de imperio claramente distinta a la que Ledesma y sus compañeros habían defendido, pero muy cercana a la que se había planteado por Onésimo Redondo y los suyos—, estableciendo una relación entre persona, comunidad y España que podía ser mucho más atractiva tanto a quienes ya habían militado en la Falange inicial, antes que la crisis de 1934 expulsara a los sectores más reaccionarios que veían en FE la continuación del upetismo, como en quienes habían de ir incorporándose al partido en los tiempos venideros. Además, había de proporcionar al falangismo un elemento fundamental de defensa de una España que, a diferencia de los otros países europeos, hallaba en su propio interior un germen de disgregación, pudiendo agravar las acusaciones lanzadas contra la revolución del 14 de abril. La profunda hostilidad al federalismo republicano permitía matar dos pájaros de un tiro: establecer en el campamento de la contrarrevolución española el único nacionalismo que preservara a la patria, y preferir el encuentro con el pensamiento católico tradicionalista al que podía ofrecer la tradición orteguiana, por lo menos hasta que se considerara la revisión de estas preferencias en los años cuarenta.

Como lo había hecho Ledesma en la primavera de 1931 sin éxito alguno, José Antonio creyó descubrir una posibilidad de crecimiento del fascismo en la denuncia del peligro de disolución que amenazaba a España desde las afirmaciones del nacionalismo liberal, fuera el unitario o el federalista. Sus intervenciones salieron al paso de la amenaza de la revolución socialista como un factor que disgregaba la unidad esencial sobre la que podía obtenerse la prosperidad de los españoles, pero especialmente desde el que podía sostenerse en pie un edificio construido a lo largo de un proceso histórico consciente de un destino común. La defensa de la unidad de España implicaría, fuera del nacionalismo liberal, la recuperación de una idea católica de la empresa nacional, aunque no necesariamente la entrega del poder a la Iglesia, y la posibilidad de que el Estado asumiera la representación simbólica y real del pueblo católico organizado políticamente y salvado a través de una cruzada. Tal característica del fascismo español solo podía encontrarse en las condiciones precisas de la España del siglo XX y de los elementos que permitían dar identidad a la derecha, que no se hallaban ni siquiera en Italia, donde el proceso de nacionalización supuso la necesidad de sumar una tradición liberal laica y una tradición católica popular. La nacionalización de masas en España había de realizarse de ese mismo modo, coincidiendo con el proceso constituyente del fascismo, al permitir que la competencia populista católica pudiera ser eliminada con sorprendente facilidad, cuando las condiciones de colaboración con el régimen republicano quedaran excluidas. Pero esa fusión solo podía producirse, a favor del fascismo, como resultado de una definición de la nación que no procediera de la voluntad de un Estado laico, sino de la organización política de una comunidad cristiana. Eso es lo que permitió superar el bloqueo del fascismo antes de 1936, cuando la propaganda nacionalista católica quedó en otras zonas con mayores posibilidades, hasta agotarse por la elección de una táctica colaboracionista que fue desbordada no por su carácter católico, sino por su legalismo.

Esta fijación del nacionalismo —antes de que se decidiera renunciar a la palabra misma, proceso con el que culminaba la acuñación del concepto al año siguiente—, se insertó en las dos entregas de un importante artículo publicado en el semanario falangista, sin firmar, en el que se señalaba que la Iglesia nunca había condenado ni condenaría un nacionalismo que nada tenía que ver con el proceso de fragmentación de la cristiandad a manos de la Reforma. Hablando de aquellos pueblos que habían vuelto los ojos a su identidad en momentos de incertidumbre, se afirmaba el acuerdo doctrinal y diplomático que se había alcanzado entre los regímenes fascistas y el Vaticano, a pesar de lo que pudieran indicar algunos sectores católicos españoles sobre el nacionalsocialismo: «los movimientos nacionalistas han de ser eminentemente beneficiosos para la Iglesia, para Europa y para la humanidad entera, al darle conciencia de su propio destino». Si cada pueblo volvía sus miradas a la tradición para rehacerse, España solamente podía encontrarse a sí misma en un nacionalismo católico. El fascismo estaba destinado a integrar la modernidad técnica, la eficiencia de la conciliación productiva, la unidad nacional y la recuperación de la tradición religiosa de un modo que ninguna otra fuerza era capaz de ofrecer, aunque todos debieran reconocer lo que en el fascismo había de recuperación de materiales dispersos entre los distintos esfuerzos por restaurar un orden destruido por la desviación modernista y anticatólica de la Reforma.[440]

La soberanía nacional no era rechazada como base de una organización representativa, sino como fundamento de una decisión histórica sobre la existencia misma de la nación. En abril, el partido publicaba un manifiesto señalando el riesgo en el que volvían a poner a España quienes, ante cada oportunidad regeneradora —que se le reconocía al 14 de abril— frustraban las expectativas nacionales con las querellas de partidos, de clases o de territorios. En una nueva situación de riesgo, Falange era la única fuerza con bastante sentido de la responsabilidad como para poner la salvación de la patria por encima de cualquier otra cosa.[441] Al volver a salir el semanario tras la suspensión de los meses de mayo y junio, F. E. dedicaba su primera página del número 13 de la revista, publicado el 5 de julio, a proclamar una «España a la deriva», en la que el marxismo y el separatismo avanzaban ante la incompetente pasividad de la derecha gubernamental. La intervención de Primo de Rivera en las Cortes, el 6 de junio, denunciaba a quienes rehuían la posibilidad de la nación española, frustrada en las ocasiones históricas del 23 de septiembre de 1923 y el 14 de abril de 1931. La revolución pendiente, la que debía recuperar la nación española, solo podía hacerse con un sentido de la justicia social y un apego a la tradición imperial española que se contenía exclusivamente en las filas del fascismo.[442] En el que habría de ser el último número de F. E. antes de su definitiva suspensión, el 19 de julio, José Antonio escribía su ataque más demoledor a la concepción liberal o socialista de nación y de soberanía. La nación era «España, no ninguno de los pueblos que la integran. Cuando esos pueblos se reunieron, hallaron en lo universal la justificación histórica de su propia existencia». Aunque todos los españoles decidieran la independencia de Cataluña, ese acto de voluntad carecía de sentido histórico. «España es “irrevocable”. Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada más que decidir». Lejos de un principio de contrato social que construyera la nación sobre la voluntad permanente e individual de sus ciudadanos, se consideraba que «España no es “nuestra” como objeto patrimonial; nuestra generación […] la ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores y ha de entregarla como depósito sagrado».[443]

El Partido Fascista según Ledesma Ramos

Tras su expansión inicial, al término de un periodo muy favorable y esperanzador para la derecha radical española, el fin del curso político de 1934 dio pruebas de que la estrategia del partido y, en especial, el liderazgo de Primo de Rivera habían conducido al estancamiento político. Ante lo que estamos es, más bien, ante la falta de una verdadera estrategia, como resultado de las condiciones desfavorables generales, la crisis de la extrema derecha y los problemas derivados de una heterogeneidad del partido que, en lugar de ser la lógica consecuencia de la articulación de una organización de masas, se contempló como un riesgo insoportable para su disciplina, e incluso como causa directa de la incapacidad para hacerse con un espacio en el campo de la oposición al régimen. Nadie supo analizar como Ramiro Ledesma, ya curtido en las tareas baldías de dar luz a una fuerza política de este tipo, cuáles fueron los motivos reales de las penalidades de Falange Española de las JONS, y las explicó de un modo que permite reivindicar su visión organizativa y estratégica, más allá de sus ya aceptadas virtudes de ideólogo del fascismo español.

En el mismo momento en que se produjo la fusión de las JONS con Falange Española, con una inmensa mayoría de la afiliación en el lado de la organización más reciente, Ledesma quiso apresurarse a señalar en su revista cuáles eran los riesgos a los que se enfrentaba el partido, una tarea que resultó frustrada cuando JONS dejó de salir tras el número del mes de agosto de 1934, privando al zamorano de un instrumento indispensable para plantear sus objeciones al camino que estaba tomando el partido o, más bien, su preocupación por el hecho de que no tomara camino alguno. Ledesma estaba muy lejos de ser el intelectual escasamente pragmático que se nos ha presentado habitualmente. Por el contrario, sus críticas a la revista F. E. y al tipo de personas que se habían hecho cargo de las palancas de mando en la formación creada por Primo de Rivera indicaban precisamente su denuncia de la sustitución de la política por la estética, su malestar ante la falta de una línea clara de acción de masas, compensada con afirmaciones retóricas en el parlamento, en los mítines localistas y en la prensa, así como la confusión entre la estrategia política digna de ese nombre y la mera actividad de una milicia armada, dedicada a batirse en pequeñas escaramuzas con militantes de la izquierda, algo que nada tenía que ver con el despliegue de una organización de masas y que ni siquiera correspondía a la voluntad del fascismo de hacer de la violencia política —y no de las pequeñas provocaciones o represalias— un instrumento normalizado de lucha. La propia hagiografía joseantoniana se encargó de desterrar estas denuncias al campo de la ambición personal, del rencor del primogénito o, peor aún, de la incompetencia frente a un liderazgo que señaló el camino confirmado por el 18 de Julio. Ese camino no fue señalado por José Antonio, sino por Ramiro Ledesma, al plantear la necesidad de mantener el equilibrio entre la identidad política —que se alejaba de las meras cuestiones de «estilo», de «forma de ser» y otros recursos retóricos de la corte literaria de José Antonio— y la capacidad de establecer alianzas con el resto de la contrarrevolución, para hacer frente a lo que consideraba inevitable y deseable desde el inicio mismo de la República: la marcha a una guerra civil, en la que la bipolarización debería encontrar a los fascistas en las mejores condiciones para exigir una posición dominante, como habían podido hacerlo en otras experiencias europeas.

El radicalismo de Ledesma no se encontraba en un pretendido obrerismo, ni en una voluntad de aislamiento vanguardista de un partido monolítico, ni en la protesta contra las posibles desviaciones derechistas de Falange. Discursos como los realizados por Primo de Rivera el 6 de junio en las Cortes, reivindicando una revolución nacional frustrada en 1923, solicitando el cumplimiento de las expectativas revolucionarias del 14 de abril, reprochando a las derechas su tendencia a echar por la ventana cualquier reforma que pusiera en peligro sus privilegios y su petición al socialismo español de que se convirtiera en una fuerza nacional, impiden decir que, por lo menos en lo que atañe a los principios, Ledesma se encontrara a la «izquierda» de José Antonio en algunos temas cruciales. La sustancia del discurso del fundador de las JONS se hallaba, por el contrario, en su afirmación del fascismo como propuesta política que aspiraba a constituirse en opción de masas y que, junto a un claro liderazgo cohesionador, había de integrar a sectores de muy distinta procedencia, aceptando esta pluralidad por la propia voluntad totalitaria del movimiento, lo que, necesariamente, incluía la necesidad de asumir una pluralidad interna. No es que se tratara de una intención esgrimida como excusa en su conflicto con Primo de Rivera: correspondía a su propia posición ante los diversos grupos jonsistas formados en España, asumiendo perfectamente diferencias con el grupo vallisoletano que hemos destacado y, al mismo tiempo, procurado no exagerar como posiciones antagónicas. El radicalismo se encontraba, además, en la necesidad de no perder de vista un proyecto político nacionalista que no podía reducirse a mero gesto ejemplar, sino a la elaboración de una teoría nacionalsindicalista y una estrategia de conquista del poder.[444]

En el momento en que se produjo la fusión con Falange, Ledesma publicó sus impresiones en dos artículos de gran importancia en los dos últimos números de la revista JONS. En la primera, «Examen de nuestra ruta», el triunviro del partido unificado mostraba su preocupación ante la urgencia con que debían actuar los fascistas españoles. La necesidad de perfilar una identidad ideológica y política que permitiera saber quiénes eran los fascistas obligaba a «ser revolucionario» en el sentido pleno que esa palabra tenía, es decir, disponer de una estrategia destinada a la captura del poder y a la destrucción del régimen liberal y de la amenaza marxista. Por ello, resultaba ingenuo suponer «que se nos va a permitir entrar un buen día en el Estado, modificarlo de raíz y llenar de sentido nacional las instituciones, grupos y gentes de España, haciendo una persuasiva llamadita retórica». Esta carga de profundidad lanzada contra las «actitudes» que Sánchez Mazas elaboraba en los editoriales de F. E. o que el propio José Antonio había esbozado en su discurso fundacional como «modo de existencia» de una especie de orden militar, se completaba con lo que realmente se exigía: «solo llegará la victoria después de violentar las resistencias que de un lado el régimen parlamentario burgués y de otro las avanzadas rojas opongan a nuestros designios». La revolución era palabra usada por todos, pero no convertida en proyecto, cuando una parte creciente de los españoles nacionalistas estaban perdiendo cualquier esperanza en que la crisis de la patria pudiera resolverse «de un modo lento, pacífico y normal». Porque, para esos sectores, «el mito de la revolución, del sentido revolucionario como procedimiento expeditivo y tajante para saltar sobre las causas de su malestar y de su ruina significará, desde luego, una ruta salvadora». La revolución como procedimiento y como mito, no como mera invocación litúrgica, sino como cálculo de fuerzas, como diseño de estrategia, como análisis de la resistencia del Estado. La urgencia procedía, además, de que «no es ni puede ser ilimitado el tiempo de que disponemos». Lo que había llevado a la acción política del fascismo era «la realidad de una inminencia marxista cercando el solar de España. Hay, en efecto, nutridos campamentos rojos, que solo de un modo revolucionario, de rápida eficacia e intrepidez, pueden ser vencidos». La parálisis política de un partido entretenido en acciones ineficientes y alboroto retórico estaba concediendo a la revolución socialista la supremacía en el manejo del tiempo, la iniciativa política, el diseño del espacio de lucha.

Era, pues, el momento de la identidad, el de no aceptar ideas o tácticas que trataban de influir en el partido desde el exterior. «Nos consta sobre todo el gran peligro que encierra el encomendar el propio pensamiento a cabezas ajenas, por muy afines y amistosas que resulten». La revolución estaba destinada a la conquista del poder y la construcción de un Estado totalitario y, a su vez, un Estado totalitario solo podía ser el resultado de la revolución. Representando la unidad de los españoles en un afán de autoridad y justicia social, solo podía conquistarse con la participación de las masas. No habría Estado totalitario construido desde arriba, si no existía la movilización popular. Contra la tentación de sustituir ese modelo por una operación similar a la de 1923, siempre se alzó la voz de Ledesma, pero en ello no existía discrepancia con quienes, desde diversos sectores de la contrarrevolución española, advertían del riesgo de cometer el mismo error. Lo que destacaba Ledesma no era solo esa intervención, sino el lugar que los fascistas debían tener en ella. Y ese lugar correspondía a quienes sabían actualizar una tradición «imperial y totalitaria» característica de la historia española más auténtica y ausente de la conciencia de las masas en aquellos momentos. Hasta la llegada del fascismo, lo que habían existido eran izquierdas antinacionales y derechas antisociales. A los nacionalsindicalistas españoles cabía el haber descubierto, tras la experiencia original italiana, «que los dos conceptos e impulsos más hondos que hoy gravitan sobre las masas de los grandes pueblos son el impulso “nacional” y el impulso “social”. El nacionalismo se hace así revolucionario, es decir, arrollador, eficaz y violento». La suma de tradición y sindicalismo era la síntesis antidemocrática de masas, la posibilidad de nacionalización del pueblo español en el marco de un nuevo Estado. La única concesión al «estilo» se hacía para indicar lo que el jonsismo siempre había reiterado: la nueva vanguardia revolucionaria, a falta de los excombatientes de la Gran Guerra, pero en presencia de los precombatientes españoles de la crisis de los años treinta, era la juventud, que se había encargado de asegurar los cambios en las experiencias europeas nacionalistas.[445] En todo caso, que en Italia o Alemania todo fuera joven podía ser de lo más ambiguo para el propio Ledesma, que muy poco tiempo después interpretaría la acción de Hitler contra los sectores más radicales y más conservadores de la coalición gobernante en Alemania como un acto indispensable del liderazgo unitario, que había golpeado a quienes, desde los ámbitos más extremistas del nazismo, habían olvidado la tarea suprema de respetar la heterogeneidad del movimiento.[446]

En el último número de JONS, Ledesma publicó el que debía ser el primer capítulo de una serie sobre «Los problemas de la Revolución Nacional-Sindicalista». Las afirmaciones algo ampulosas realizadas antes de la unificación cedían el paso a lo que para el zamorano era una situación de peligro pero, al mismo tiempo, una posición esperanzadora. Nunca había dispuesto su organización de los medios financieros, los contactos, la representación parlamentaria e incluso la proyección nacional con los que contaba ahora el partido. A mayor expansión, mayor responsabilidad, cuando Ledesma consideraba, y así lo hizo constar en su análisis de esta época solo un año más tarde, que los tiempos eran muy favorables. Desde luego, lo eran en comparación con las condiciones en que se había desarrollado su labor desde la primavera de 1931, pero habían dejado de ser las condiciones propicias de que se dispuso a lo largo de 1933, un dato que Ledesma no quiso aceptar nunca, y que debió ver corroborado cuando la confrontación abierta de 1936 puso las cosas donde, de hecho, podían haberse encontrado en el otoño de 1934. Aceptemos el voluntarismo como peaje que Ledesma pagaba a la irritante abulia y los gruesos errores de dirección que asignaba a quienes mayor influencia tenían en la orientación del partido.

La orientación básica del fascismo, según Ledesma, era su aspiración totalitaria, lo que no solo se refería al Estado a construir, sino al carácter del movimiento que debía fabricarse en la lucha por el poder. Eso era lo que distinguía una mera acción de fuerza de una movilización de masas que ejercían su voluntad a través de la violencia. Si del movimiento mismo habían de salir las posiciones que diseñaban el régimen del futuro, este debía contener esa actitud revolucionaria asimilada en cada uno de sus actos. Así se dispondría, y de ninguna otra forma, de un instrumento eficaz, de un verdadero partido revolucionario en disposición de aprovechar las coyunturas de debilidad del adversario y de capacidad de atraer a una ruta común a sectores diversos. Cuando se condenaba la mera defensa de instituciones tradicionales, era para afirmar que la tradición solo podía sobrevivir a través del fascismo y como resultado del proceso de aglutinación, de conquista del poder y de elaboración de un nuevo Estado por parte de este. El fascismo debía ser capaz de proyectar sobre la conciencia de los españoles que solo había dos salidas en la coyuntura vivida: o la revolución nacionalsindicalista o el bolchevismo. Esa dualidad, que apareció reflejada en determinadas posiciones antifascistas, manifestaba el afán de bipolarización que podía entregar al fascismo el escenario más propicio para hacerse con la condición previa de la conquista del poder: la agrupación de las masas contrarrevolucionarias. Lo importante era que la estrategia del partido pusiera esas condiciones, verificando la existencia de tres factores que lo facilitaban: el separatismo, el marxismo y los problemas económicos de «un sector extenso de la pequeña burguesía española, tanto de la ciudad como del campo». Los fascistas habían de estar presentes de forma constante en la visualización de estos tres temas, hacer que la angustia que provocaban pudieran ser la base del prestigio del partido, presentándolo ante los españoles como «la única garantía contra los separatismos, contra el predominio bolchevique y contra la ruina y el hambre de los españoles». Lo más difícil, la cuestión más espinosa, a la que Ledesma hacía referencia cuando en el partido se estaba produciendo la más importante de sus crisis iniciales, era definir el instrumento revolucionario. Ledesma se quejaba de la escasa atención prestada a este tema, que era el central en el diseño de una estrategia, junto a la localización de los problemas que podían dar visibilidad al fascismo, si era capaz de estar presente en todos ellos y a diario.

«La idea más sencilla y pronta que se ofrece a movimientos de nuestro estilo para resolver problemas como el que planteamos, es la creación de unas milicias. Aceptarla sin más y adoptarla frívolamente, de un modo abstracto, lo reputamos de sumo peligro». No era menor el asunto para alguien que había reflexionado sobre la violencia como ninguna otra persona en el partido, y que había asimilado cómo se distinguía la violencia fascista de las acciones puntuales de represalia, de los actos espectaculares, de las acciones vindicativas. Para quien planteaba la supremacía del partido y la subordinación a su estrategia y a esa concepción totalitaria del movimiento a construir, el lugar a ocupar por las milicias aún resultaba más delicado. «Tendrá el Partido que saber a todas horas hasta qué punto puede descansar solo en sus milicias y jugar a su única carta el acervo de conquistas políticas que vaya efectuando». La respuesta a una línea muy concreta de acción y a una concepción de las relaciones entre los diversos sectores de la contrarrevolución estaba clara. No se trataba de que a las milicias del Partido correspondiera la violencia, sino de que correspondía al fascismo definir y practicar qué era la nueva violencia contrarrevolucionaria. La revolución exigía conocer «la diversidad de puntos vulnerables por donde resulta posible el acceso al Poder. Estos no son necesariamente para una revolución el de la violencia descarada en todos los frentes». De lo que se trataba era de mezclar acciones violentas con otras, de presión, de negociación, de propaganda, de captación, porque no podía lucharse contra el Estado liberal-parlamentario del mismo modo como se combatía contra una dictadura. No bastaba con «decir, perezosamente: creemos milicias», entre otras cosas porque el fascismo había de proyectarse «sobre los puntos vitales de la vida nacional, influyendo en ellos y controlando sus latidos. Sin olvidar que a la conquista del Estado por nosotros tiene que preceder su propia asfixia».[447]

Aun cuando la continuidad de estas reflexiones quedó segada por el cierre de las publicaciones falangistas por Salazar Alonso, Ledesma dedicó un tiempo de su exilio político, tras el fracaso de recreación de las JONS, a narrar los problemas a que se había referido, con la ganancia de una perspectiva que le otorgaba ver las cosas en el momento justo: es decir, cuando aún no se había iniciado la guerra civil ni producida la afluencia de masas de jóvenes a las filas del fascismo, y cuando ya habían concluido las condiciones que él consideraba —con una errónea perspectiva, si consideramos la campaña electoral de 1936— que habían agotado las posibilidades políticas creadas por la revolución de octubre de 1934. A diferencia de casi todas las producidas después, su narración no podía quedar apresada por una indulgencia retroactiva, que convirtiera a Falange en un instrumento necesario, más por un acto providencial que como consecuencia de la coyuntura política, para la realización concreta del 18 de Julio. La historia lineal, propugnada en las hagiografías de la diezmada jefatura del partido, carece de la reflexión indispensable, que conduce a la más frecuente tergiversación de la historia del fascismo español. Falange solo pudo hacerse con la hegemonía del movimiento nacional como resultado de un proceso político complejo, en el que las cosas pudieron ocurrir de otro modo completamente distinto, siendo indispensable comprender las distintas concepciones del fascismo existentes no solo en Falange, sino en el conjunto de la derecha radical española que se sumó al movimiento nacionalista en 1936, y cuáles fueron las circunstancias que no pudieron o no supieron aprovecharse en torno a la crisis española de octubre de 1934, que ofreció lecciones indispensables para el despliegue del partido en el futuro.

Fechado su prólogo en noviembre de 1935, ¿Fascismo en España? vio la luz en las ediciones de «La Conquista del Estado», como ya lo había hecho su Discurso en primavera. Con el seudónimo usado previamente, Roberto Lanzas, y que, por tanto, a nadie podía engañar, Ledesma podía hablar de sus propias posiciones en tercera persona y definir lo que era el fascismo y cuáles habían sido sus vicisitudes poco favorables en España. Dejemos para el momento en que se analice el importante legado teórico del zamorano a su salida del partido aquello que se refiere a la definición del proyecto ideológico fascista, para centrarnos en lo que es una fuente de inapreciable interés para comprender las graves deficiencias con las que el liderazgo de Primo de Rivera —y el indispensable auxilio de los cuadros provenientes de Falange— asumieron la tarea de levantar el movimiento fascista en condiciones que, sin ser todo lo favorables que el zamorano suponía, ofrecían algunos espacios de asentamiento político. Ledesma se refirió a unos pocos elementos fundamentales para señalar los problemas del partido ya evidentes antes de la revolución de octubre y que llevarían a Falange a una situación de parálisis que no le permitiría aprovechar la oportunidad de la crisis de otoño. El primero de ellos era la función de la violencia en la organización y el papel que habían de desempeñar quienes se hicieran cargo de esta tarea, que debía ser sistemática y sometida no solo a la disciplina del partido, sino incluida en una estrategia política más amplia. Ledesma afirmaba que la formación de una Falange de la Sangre se constituyó simplemente para responder de forma adecuada a los reiterados atentados que sufrían los vendedores y lectores del semanario falangista, pero que la formación de grupos de este tipo «pudieron incluso planearse objetivos de gran importancia para el Partido»,[448] lo que indica la esperanza de que la violencia llegara a organizarse de un modo sistemático y como parte de una línea de acción general. La caracterización de la labor de Ansaldo nos permite observar no solo el modo en que Ledesma contemplaba la relación entre violencia y política, sino también la forma en que comprendía la integración de los sectores reaccionarios en el fascismo. Ansaldo era un monárquico leal aún a este régimen, y tenía una más que escasa compenetración ideológica con el fascismo, por tratarse de un hombre de acción puro y por sus inclinaciones conservadoras. Pero proporcionaba al partido «ese sector activo, violento, que el espíritu reaccionario produce en todas partes, como uno de los ingredientes más fértiles para la lucha nacional armada», algo que podía considerarse, según el propio Ledesma, al examinar la estrategia del nacionalsocialismo en sus primeros años. Tal presencia, sin una adecuada vigilancia de un liderazgo fascista firme, podía dar lugar a «elementos perturbadores y nefastos».[449] Era un riesgo que Ledesma podía haber ilustrado con la misma experiencia alemana o con la disciplina impuesta al escuadrismo fascista en Italia, aun cuando el líder jonsista debía saber que el tipo de violencia desatado por los grupos de acción falangistas eran difícilmente equiparables, en su dimensión política, al margen de lo que pudiera ser su nivel cuantitativo, con la integración de la lucha armada en los dos movimientos de referencia en Europa.

Lo importante es la acusación que ya se lanzaba a José Antonio, al indicar que correspondía al liderazgo político encauzar la definición y práctica de la violencia. Y resultaba aún de mayor interés que Ledesma apuntara ya un factor que también vincularía a la incapacidad política de Primo de Rivera: la inclusión de los sectores reaccionarios en el fascismo. Contra lo que se ha convertido en la historia canónica de las relaciones entre estos dirigentes, Ledesma comprendía ahora la necesidad de integrar en el movimiento a elementos reaccionarios cuya tarea resultaba indispensable, no solo para combatir en las represalias contra los grupos de izquierda, sino para hacer del partido una plataforma en la que pudieran encontrarse estos sectores, aunque sometidos a la vigilancia ideológica de la ortodoxia nacional-sindicalista. De ahí que sus comentarios al rechazo de la entrada de Calvo Sotelo destacasen la importancia que podía haber tenido su presencia en Falange. Y de ahí, sobre todo, que se definiera de un modo admirablemente lúcido la necesidad de aceptar la pluralidad interna de un fascismo que se hallaba en plena fase constituyente. La inclusión de estos sectores de la derecha radical se refería a una cuestión más amplia, que se refiere a la naturaleza del movimiento fascista en todos los lugares y, por tanto, en España. Había que decidir si el partido era una organización restringida o de masas, partiendo de la realidad en la que se encontraba una Falange que, antes del verano de 1934, era «un conglomerado amorfo, en el que gentes de las procedencias más varias confluían», correspondiendo a «un mando vigoroso, una dirección enérgica e inteligente […] canalizarlos a todos ellos, sin excepción, por el cauce preciso».[450] El camino de las masas y, por tanto, el camino del triunfo, era el de conseguir integrar a todos estos sectores y repudiar una línea restrictiva, sectaria, que examinara las condiciones de ingreso de los militantes y, mucho más, que se creyera en condiciones de prescindir de sectores enteros de la organización. Porque, la creación de un movimiento fascista de masas —el único que podía ser fascista propiamente dicho— obligaba a los dirigentes a la destreza de una difícil actitud de liderazgo: «unificar los alientos y los clamores de unas multitudes que vienen de todos los puntos de la rosa de los vientos, prestándoles cohesión, eficacia y disciplina». La actitud de Primo de Rivera había sido la contraria, permitiendo primero las conspiraciones reaccionarias y respondiendo, después, a ellas mediante la mutilación disciplinaria o la ruptura política con sectores necesarios. Si la respuesta autoritaria a las conspiraciones como la de Ansaldo era correcta, no podía aceptarse que el camino de una organización de masas y, por tanto, de heterogeneidad controlada, llevara a la parálisis del partido fascista.[451] Que la opinión de Ledesma no era la mejor vista, expresándose con ello el desconocimiento no solo de lo que eran las experiencias fascistas europeas, sino de lo que habría de ser el propio movimiento del 18 de Julio, puede indicarlo la visión pesimista que sobre este mismo tema nos ofrece un militante de las JONS, Francisco Bravo, cuyos escasos problemas para compartir Partido con quienes se adhirieron a FET y de las JONS en 1937 contrasta con sus afirmaciones de la heterogeneidad como defecto. Para uno de los primeros cronistas del partido, el problema fundamental se encontraba en la presencia de quienes no eran verdaderos nacionalsindicalistas, condición defectuosa que se atribuía a miembros del I Consejo Nacional.[452] Más adelante, el mismo Bravo indicaba que, viendo la composición del Consejo Nacional, «un espíritu exigente, bien empapado de la teorética fascista y conocedor de la historia del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán, hubiera subestimado justamente a muchos de aquellos camaradas» y, con especial referencia a los de procedencia derechista, los habría considerado «inaptos para la tarea a emprender a partir de aquel Consejo».[453] Conociendo precisamente esos ejemplos a los que se refiere Francisco Bravo, creo que se trata precisamente de todo lo contrario. Y que resulta escandaloso que esta afirmación pudiera publicarse tras el nombramiento de la Junta Política y del Consejo Nacional de FET y de las JONS, lo que da cuenta de la catadura de un personaje que, procediendo de las actitudes más duras de las JONS, iba a ser uno de los principales deformadores de la posición de Ledesma a comienzos de 1935. Más que revelar la condición de un personaje, estos testimonios tienen una ventaja ejemplar, que nos da cuenta del perfil de la militancia de un partido en el que se podían expresar las afirmaciones más radicales ante el pasado y mostrar, en el mismo momento, las actitudes más «unitarias» ante el presente.

Ledesma ya había indicado, en los últimos números de JONS, que la tarea del partido consistía en fundamentar una doctrina, elaborar una estrategia basada en la localización de los puntos débiles del régimen a destruir, y definir los instrumentos para ambas tareas. No tuvo ningún inconveniente el zamorano en señalar —como ya lo había hecho en el verano de 1934— cuáles eran las zonas de necesaria presencia y visibilidad del fascismo, aquellas que podían ofrecer a la militancia el sentido de su tarea y las que proporcionaban una proyección general del fascismo en la opinión pública. «Solo el planteamiento de una lucha a fondo de la organización fascista con el marxismo, hubiera hecho saltar el sistema político de la República demoburguesa».[454] Pero Falange no supo presentarse como única alternativa a la revolución que estaba gestándose en el país a ojos vistas. Falange solo respondió con escaramuzas de represalia y provocación, dejó en manos de los organismos de seguridad del Estado la lucha contra la subversión y provocó la incapacidad para aprovechar políticamente la insurrección de octubre. Existía una coyuntura favorable, mezcla de las intenciones subversivas y de la pasividad del Estado. La huelga de los metalúrgicos en Madrid y la general de Zaragoza eran situaciones en las que había de hacer acto de presencia el partido, ofreciendo su fuerza y su discurso. «Eran dos casos típicos de intervención fascista, supliendo las limitaciones del Estado, que perjudicaban por igual a todos los españoles». Seguramente por presiones de Ruiz de Alda y de Ledesma, se consideró realizar una gran acción en la huelga general de la capital aragonesa, enviando a un millar de fascistas para que «acampados en las afueras, impresionasen a los obreros en huelga, a la ciudad, y garantizaran asimismo el éxito, sosteniendo, si era preciso, la lucha armada».[455] La acción falangista no se limitaría a aplastar la huelga, sino que supondría «una rivalidad revolucionaria con las organizaciones de los huelguistas, y la obtención coincidente de una victoria política, de un robustecimiento de la propia bandera». La operación no pudo desarrollarse por «la demora en conseguir los medios financieros de la expedición».[456]

A este primer escenario favorable —la amenaza de la revolución obrera— se sumaba la existencia de las reivindicaciones radicalizadas del catalanismo, en las que los fascistas españoles habían de tener también una oportunidad de acción política y adquirir un papel protagonista. El conflicto de la Ley de Contratos de Cultivo era un «acontecimiento sensacional, que venía a favorecer más y más la estrategia del fascismo», dada la incapacidad del gobierno para darle respuesta. «Cruzándose e interfiriendo con el desarrollo de la propaganda revolucionaria, podía tener —como la tuvo más tarde, en octubre, si bien de otro orden— una gran trascendencia histórica».[457] No importaba el conflicto en sí, sino la renuncia a un principio nacionalista que se expresaba por parte del Estado y la ocasión que esta coyuntura podía ofrecer a quienes hacían bandera fundacional de esta cuestión. Aunque Falange dedicó una propaganda destacada a este problema y se editaron hojas volantes refiriéndose a su gravedad, la parálisis de la organización había llevado a la impaciencia de los grupos de combate y a un cuestionamiento del liderazgo de José Antonio que impidió que el fascismo fuera más lejos en su campaña contra el segundo elemento crucial de agrupación de la derecha radical española en aquellos meses.

La conspiración de los grupos de acción y, en especial, de Juan Antonio Ansaldo, trataba de conseguir un liderazgo fuerte que permitiera al fascismo realizar su tarea fundamental en aquellos momentos. Porque lo insufrible para todos, no solo para quienes son habitualmente presentados como escisionistas reaccionarios, que solo deseaban que el falangismo fuera una milicia armada al servicio del monarquismo, era «la frivolidad con que la organización fascista abandonaba su misión histórica de aquel momento. Luchar a fondo contra la preparación insurreccional de los socialistas», lo que permitió que el lerrouxismo acabara siendo el depositario del orden y de la unidad nacional pocas semanas más tarde.[458] Por ello, el descontento y la conspiración no se limitó a los sectores monárquicos del partido, sino también a quienes podían tomarse por los más «revolucionarios», como el SEU, aun cuando podría ponerse en duda una afirmación tajante que no es más que un prejuicio juvenil. Ledesma intentó acabar con el liderazgo de José Antonio, proporcionándole alguna posición secundaria en el partido y, sin satisfacer la pretensión de que el fascismo se limitara a ser una fuerza armada, una milicia, reconocer la misión política que había de hacer del partido un instrumento indispensable en la lucha contra la subversión obrera y contra el separatismo, antes de que las cosas alcanzaran los niveles de la doble insurrección de octubre. El propio fundador de las JONS confiesa que abandonó consideraciones sentimentales de defensa de José Antonio frente al trabajo fraccional de sus adversarios, al comprender que el partido solo podía salvarse logrando su mejor cohesión y su lealtad a los principios nacionalsindicalistas. No eran estos, como se ha visto, los que se referían a una actividad «izquierdista», sino precisamente lo contrario: ofrecer la alternativa del fascismo a la movilización obrera. De lo que se trataba era de neutralizar a los dos grupos, ofreciendo una salida que respondiera a la centralidad del proyecto fascista, ajeno al puro pistolerismo y lejano a la posición esteticista y sectaria de Primo de Rivera. Todo ello no podía concluir más que con el nombramiento de Ledesma como jefe del partido.[459]

La tramitación disciplinaria de la crisis ha sido considerada mucho más importante que lo que expresaba políticamente. Las palabras de Ledesma clarificaban, como no lo ha hecho documento alguno del partido —y, desde luego, no podía hacerlo tras el estallido de la guerra civil—, de qué forma había de entenderse el lugar del fascismo en la crisis española de los años treinta, la lucha contra el régimen republicano y la preparación de un movimiento insurreccional de masas, que aceptara la heterogeneidad del partido y la diversidad de los sublevados. Las relaciones entre la extrema derecha y el fascismo, tan bien expuestas en la propaganda de Acción Española y del naciente Bloque Nacional, pueden completarse con la conciencia que el fundador del movimiento político fascista en España tenía acerca de lo que debía ser su proceso constituyente. Un tema central de la crisis, sin embargo, el que se refería a la sustitución de José Antonio, no se dirimió solo de forma personal con la salida de Ansaldo y de algunos antiguos primorriveristas. La consigna dada por el último número del semanario del partido se inclinaba ya a vincular el resultado de la crisis con la necesidad de una obediencia ciega a unos jefes citados, de momento, solo en plural, pero que habían de singularizarse tras el respiro que pudo tomar José Antonio tras el periodo de vacaciones. Factor fundamental en este descanso fue la obtención de recursos por parte de los dirigentes de Renovación Española, que tramitaron la ayuda exclusivamente a través de José Antonio, proporcionándole una representación que anunciaba los cambios a producirse en el seno de la organización fascista inmediatamente.[460]

EL I CONSEJO NACIONAL Y LA ESCISIÓN DE LEDESMA RAMOS

La solución de la crisis de Ansaldo y sus compañeros y las dificultades objetivas que encontraba el partido para su desarrollo llevaron a la Junta de Mando a la convocatoria del I Consejo Nacional de FE de las JONS, que debía concluir con lo que se consideraba una fase provisional del movimiento. Los temas a tratar adquirían esa calidad, al referirse a la jefatura, al programa y a la aprobación de nuevos estatutos. Desde la convocatoria y hasta la celebración del Consejo, convocado para los días 4, 5 y 6 de octubre, quedaba interrumpida la función de los órganos colectivos de dirección y el liderazgo era asumido individualmente por José Antonio, lo que indicaba ya por dónde iba a discurrir uno de los aspectos cruciales de la consolidación del partido.

Poco antes de que se celebrara el Consejo, y aprovechando la circunstancia de ostentar el mando único provisional, Primo de Rivera tomó una decisión que, reiterada en otras ocasiones, había de señalar hasta dónde alcanzaba su confianza en la labor independiente de FE de las JONS y, lo que es más importante, cuál era su visión de la estrategia fascista para conquistar el poder en España. El 24 de septiembre, redactó una carta al general Francisco Franco, que le hizo llegar a través de Serrano Suñer. En ella, tras indicarle dramáticamente que era tal vez la última ocasión en que podría dirigirse a él, le suponía al corriente de la preparación de una insurrección marxista minuciosamente preparada, incluyendo la propaganda en los cuarteles, y ante la absoluta pasividad del Estado, que había llegado a rechazar, por boca del ministro de Gobernación, el ofrecimiento realizado por José Antonio para que los fascistas colaboraran en la defensa del orden. El Gobierno ni siquiera pensaba en sacar el ejército a la calle, lo que podía asegurar una inferioridad militar ante una insurrección que, en manos de los socialistas, solo podía considerarse la invasión de España. La victoria de la revolución social —y en este orden se ponían las cosas antes de que se invirtiera el argumento oportunamente en las intervenciones posteriores a los hechos de octubre— comportaba la independencia de Cataluña, puesto que el separatismo disponía ya del poder y solo precisaba de la complicidad de una revolución social para declarar la independencia.[461] Sin recibir de Franco más que comentarios no escritos, destinados a asegurar que, en caso de riesgo, el ejército aceptaría la colaboración del falangismo, José Antonio ponía en claro que la estrategia de la captura del poder en España se basaba en los factores detectados ya por Ramiro Ledesma: la revolución social y el separatismo catalán. La novedad era que los fascistas pasaban a convertirse en fuerzas auxiliares de aquellos militares que estuvieran dispuestos a forzar la mano del gobierno en una acción represiva, presentándose así como verdadera fuerza política, milicia a disposición del poder y, al mismo tiempo, el movimiento que había tenido que poner sus recursos al servicio del orden social y de la unidad de España. Aun cuando no existiera respuesta formal —y José Antonio debía saber que no podía haberla—, Falange había dejado claras posiciones que, hasta aquel momento, solo habían podido ser objeto de conversaciones o expectativas de algunos sectores primorriveristas que se encontraban en la organización y no la habían abandonado con Ansaldo. La oferta de colaboración, que no dejaría de hacerse en la crisis de octubre y que se verificó en las acciones armadas de resistencia a la sublevación obrera, proporcionaba las líneas de una estrategia de destrucción del régimen y conquista del poder que, al tiempo que se negaba obstinadamente a formar parte de plataformas políticas de la derecha radical, estaba disponible para considerar al ejército interlocutor privilegiado del fascismo en la tarea de la contrarrevolución.

Las decisiones fundamentales del I Consejo Nacional fueron tomadas como podía preverse, en especial la que resultaba de mayor importancia para el futuro de la organización, la decisión de sustituir el Triunvirato por una jefatura personal y la de designar para ella a quien todos consideraban más carismático, conocido, bien relacionado y con mayor capacidad de sumar apoyos tras la grave crisis que se había sufrido dos meses antes. La jefatura podía despertar recelos no solo entre los antiguos jonsistas —a fin de cuentas, el voto de quienes tenían esta procedencia fue decisivo—, sino entre quienes se encontraban en los sectores más conservadores de la organización, menos dados al carácter de un liderazgo fascista y, en algún caso, resentidos por la actitud de Primo de Rivera en una crisis que se había resuelto de acuerdo con la línea joseantoniana de romper vínculos orgánicos con el monarquismo. De ahí que Francisco Bravo pudiera indicar, al comentar el resultado ajustado de la decisión sobre una jefatura colectiva o individual, que habría sido interesante conservar las actas para poder comprobar cuál fue la trayectoria de quienes se opusieron al liderazgo personal, algo que no podía referirse solamente a los seguidores de Ledesma, dada la actitud diversa tomada por los jonsistas —entre ellos el propio Bravo— en la votación. Junto a la elección de un caudillo que se apresuró a exigir no solo esta condición, sino poderes tan extraordinarios como la designación de la mitad de la Junta Política del partido, la escenificación del Consejo fue rememorada de acuerdo con el relato canónico de los inicios de cualquier movimiento fascista, y que tanto puede recordar, por ejemplo, a la manera en que se evocaba la constitución del NSDAP:

Había un ambiente de una gravitación religiosa y solemne. Un puñado de hombres reunidos para delinear la arquitectura del nuevo Estado y la revolución nacionalsindicalista de la Patria, bajo la advocación de cuantos habían caído ya por el ideal.[462]

Esa evocación ya contenía, incluso en su tono, el molde sobre el que se forjaría algo que nada tenía que ver con la realidad: la constitución de una vieja guardia fascista responsable nada menos que de construir el régimen que habría de brotar en la guerra civil, del mismo modo que Hitler se refería a los siete militantes originales del nacionalsocialismo. Este mito fundacional había de desplazarse, en el recuerdo del movimiento, dado que José Antonio pasó a ser el líder del fascismo español desde el mismo momento de la formación del partido, siempre considerado el 29 de octubre de 1933.

Nos importa menos este asunto, en lo que se refiere a la crónica tantas veces narrada de los hechos, que lo que tiene de contraste con los acontecimientos que se dieron en aquellos días y los inmediatamente posteriores. Pues, en el mismo momento en que se planteaba esa elección solemnizada con el ritual del saludo con el brazo en alto al nuevo caudillo, los acontecimientos habían de poner a prueba cuál era la visión que el partido fascista español tenía de su misión en una coyuntura ya delatada, en la que la revolución socialista y la insurrección de la Generalitat le salían al paso como condiciones políticas en las que debía estarse presente. Tuvo que ser Francisco Bravo el que se dirigiera a los consejeros para exigir que Falange saliera a la calle en Madrid, mientras José Antonio respondía que, estando de acuerdo, habría de considerarse si resultaba posible hacerlo, ante el riesgo de la represión gubernamental.[463] El día 6, Primo de Rivera se había entrevistado con el ministro de Gobernación, que le tranquilizó señalando el control de la insurrección, y que prácticamente le dio permiso para realizar una manifestación patriótica. Incluso cuando la Guardia Civil trató de enfrentarse a los manifestantes, José Antonio pudo indicarles que se pusieran en contacto con el ministro.[464] La coincidencia de la elección de José Antonio y de la primera gran manifestación encabezada y organizada por el partido en la capital de España tenía los dispositivos de un acto simbólico que deben contrastarse con la realidad. Para el incansable Bravo, «solo Falange supo en aquella ocasión mostrar que estaba decidida a todo en el servicio de España», olvidando la participación de todos los sectores de la derecha radical en la lucha armada contra la sublevación.[465] Pero, además, como el no menos incansable Ledesma había de señalar, lo que ocurrió en octubre fue una penosa pérdida de una ocasión para el fascismo. Una opinión más que discutible, pero que conviene colocar en la impecable lógica de la denuncia de un liderazgo que olvidaba sistemáticamente colocar al fascismo en la posición estratégica más conveniente, con un grave costo para las expectativas del partido en el futuro próximo. Para Ledesma, la torpeza de Primo de Rivera fue abrumadora: se puso a las órdenes, nuevamente, del ministerio de la Gobernación y, en lugar de aprovechar la feliz circunstancia de disponer de una muchedumbre que esperaba escuchar un discurso contra la apatía gubernamental y una reivindicación del partido, dirigió una breve alocución recordando la jornada de Lepanto y dando las gracias al Gobierno de España por haber preservado la unidad de la patria, a pesar del trato dado a quienes se manifestaban por esta causa.

Para Ledesma, lo grave fue que existían las condiciones de una acción revolucionaria, incluso si esta no hubiera tenido éxito. Cabe recalcar este último punto, porque ni siquiera a una mente tan temeraria como al zamorano se le podía pasar por la cabeza que el partido tomara el poder. Lo que sí quería señalar es que había un partido dispuesto a hacerlo. Y no a solas, sino llamando a las puertas de todas aquellas fuerzas que quisieran acompañarle en una coyuntura en que la revolución social y el separatismo se abalanzaban sobre los españoles. Como lo había indicado Primo de Rivera en su carta a Franco, solo la sublevación obrera permitía la posibilidad de la independencia de Cataluña, aunque la manifestación solo se hubiera referido a este último tema, haciéndose en nombre de la unidad de España y llevando a la cabeza la bandera tricolor, la que representaba al Estado y a la nación en aquellos momentos y la que había sido jurada por las fuerzas armadas del régimen. Ledesma no estaba en contra de ofrecer auxilio al gobierno de Lerroux: lo que denunciaba era que esa ayuda no convirtiera al fascismo, a partir de ese momento, en un aliado inexcusable de las fuerzas conservadoras españolas.[466] Había que luchar por un objetivo esencial: que las cosas no volvieran a la situación previa a los sucesos de octubre. Debía lograrse que la coyuntura política quedara decidida por ellos. No se trataba de una ilusoria conquista del poder por el partido fascista, sino de ganar una percepción general de los fascistas como un movimiento realmente existente, dispuesto no solo a preservar el orden, sino a construir el movimiento contrarrevolucionario. La propia represión había permitido detectar el espíritu nacional que vibraba en los jóvenes oficiales del ejército, a quienes se debía la victoria sobre la insurrección. Y la función del fascismo era conectar con una atmósfera subversiva que se ponía frente al régimen, en lugar de alimentar una actitud de orden que tendiera a engrosar las filas de quienes se situaba junto a él. Si no se aprovechaba un levantamiento que mezclaba, en el mejor de los sueños del fascismo, la subversión social y la separatista ¿cuál era el momento para articular políticamente el movimiento nacionalista? Por ello, podía señalarse el grave error de haber aceptado que la represión y el restablecimiento del orden fueran obra exclusiva del gobierno radical-católico. La misión de los fascistas y, por tanto, el error de su recién nombrado jefe estaban claros. Nadie proponía jugarse el futuro del partido a la carta de un general cualquiera, sino el de ofrecer un proyecto político a aquellos oficiales dispuestos a sublevarse. Ledesma podía deslizar excesos de su entusiasmo cuando hablaba de las posibilidades de una insurrección en la que Falange dispusiera de un protagonismo que, en aquel momento, podían disputarle otras fuerzas de la derecha, empezando por las que se encontraban en el gobierno. Pero no se equivocaba, si nos atenemos a alguna experiencia europea fundamental, al señalar el prestigio de que habría dispuesto Falange en el caso de haberse lanzado a la conquista del poder, que la habría colocado en una imagen de «sacrificios y de afán heroico por la victoria. ¿Qué ha conseguido, si no, manteniéndose en la legalidad y renunciando a aquellas acciones decisivas?».[467]

La propuesta de haber hostigado sin cesar a la derecha en el gobierno como forma de hacerse con sus bases carecía de realismo, si consideramos la lealtad del sector más radicalizado de la derecha —la JAP— a su organización y a los ritmos de rectificación de la República que esta marcaba. Sin embargo, al preparar lo que sería su propuesta de participación en un golpe de estado a fines de la primavera y comienzos del verano de 1935, José Antonio había de partir de un planteamiento similar, en el que la acción había de realizarse incluso con el riesgo de la derrota, porque esta creaba el escenario de un triunfo posterior. En una conversación con Francisco Bravo en mayo de 1935, el jefe de Falange le indicó que, de no contar con la complicidad de elementos de las propias instituciones dedicadas a defender el Estado, un golpe carecía de posibilidades. Pero «tampoco puede decirse que los intentos revolucionarios, cuando les anima una fuerte mística, fracasan del todo; así, yo predigo que, merced a octubre, las izquierdas volverán al Poder».[468] Una y otra posición se encontraban, tras el enfrentamiento por la jefatura del partido, dando la razón a las propuestas de Ledesma, incluyendo las que implicaran una posible derrota del movimiento. Sin embargo, hubo que esperar a que el proceso de fascistización reiniciado en 1936 hiciera posible esa visualización protagonista de Falange. Las masas a las que aludía Ledesma no estaban disponibles en el modo en que este planteaba, aunque sí que se estaba consolidando una opción, la del futuro Bloque Nacional, en la que el partido no había deseado involucrarse. Y esa negativa parecía la absurda renuncia a usar los métodos insurreccionales y, al mismo tiempo, los dispositivos de una política de alianzas, no sustituibles por compromisos de financiación a cambio de algunas concesiones de propaganda. No estaba tampoco disponible el ejército, que prefirió seguir actuando al servicio de una rectificación republicana, agudizada cuando Gil Robles exigiera el ministerio de la Guerra en la primavera de 1935. Pero resultaba obvio que Falange había perdido la ocasión de utilizar el espacio público para marcar una posición independiente, fiel a la autoridad del Estado y hostil a su concreción gubernamental. La entrega abnegada de falangistas en los puntos de lucha en que habían caído no era suficiente si en la misma capital los jefes del movimiento no habían sabido o querido ofrecer un perfil diferenciado y, al mismo tiempo, una convocatoria a la unidad de la contrarrevolución en la que el ejército fuera fuerza decisiva.[469]

Las intervenciones de Primo de Rivera en el parlamento en los debates que siguieron inmediatamente al conflicto indicaron, tras las efusivas felicitaciones que se habían ofrecido a Lerroux, considerándolo salvador de España, la conciencia de la ocasión que se había perdido, y que, como ocurría con el conjunto de una derecha radical que se puso al lado del gobierno en el momento de peligro, podía indicar que había en Europa experiencias en las que la insurrección obrera podía resolverse no mediante un regreso al orden, sino mediante la liquidación de las circunstancias democráticas que la habían hecho posible, como ocurrió en la Austria de Dollfuss. Calvo Sotelo señaló precisamente que la gravedad de los acontecimientos revolucionarios que se habían dado en el continente desde el final de la Gran Guerra había conducido a los regímenes existentes en Portugal, en Italia, en Alemania, en Austria o en Hungría. El problema, para el exministro, no era de régimen, sino de Estado, porque si la monarquía se restaurase en su forma liberal, como fruto de las alteraciones sufridas, no se habría resuelto nada. A las graves acusaciones lanzadas contra la blandura del gobierno, que estaba permitiendo que los derrotados en la insurrección se estuvieran recuperando, y se prepararan para otra intentona, se sumaban las consideraciones sobre el antimilitarismo esencial de la República, que ignoraba que el ejército no era el «brazo de la Patria», como había indicado Azaña, sino «la columna vertebral, y si se quiebra, si de dobla, si cruje, se quiebra o cruje con él España». Y la indefensión en que se había declarado la República al manifestar tal desapego por sus instituciones armadas, culminaba en la concesión de indulto a militares que se habían alzado contra la unidad de España, ordenando disparar contra soldados del ejército español. «El 14 de abril se hundió un régimen; el 6 de octubre no ha perecido un régimen porque todavía se tiene en pie, pero ha perecido todo un sistema político». El momento que vivía España obligaba a que los seguidores de Gil Robles abandonaran a sus aliados circunstanciales y se unieran a aquellas derechas con las que coincidían en principios esenciales. En la respuesta a Gil Robles, Calvo Sotelo respondió señalando dónde estaba el camino para asentar las instituciones: «La República francesa vive, no por la Comuna, sino por la represión de la Comuna», mientras, desde su escaño, un conmovido Maeztu la cuantificaba: «¡Cuarenta mil fusilamientos!» que, según el líder del Bloque Nacional, «aseguraron sesenta años de paz social». Esa represión debía ser el fundamento del Estado nuevo: «Estamos de acuerdo en que el Estado liberal democrático, que es la base de la Constitución republicana vigente, no puede resolver el problema español».[470]

No había de dejar Primo de Rivera a los diputados de Renovación y del Bloque Nacional el protagonismo de las sesiones, aun cuando Gil Robles tuviera la ocasión de ensañarse con especial desdén ante quien no representaba ningún riesgo para sus huestes, calificando de «ensayo literario» su intervención, mientras José Antonio se dirigía a los diputados. Enhebrando el discurso que habría de sostener desde ese momento, pero que no había sabido convertir en una acción concreta en las jornadas revolucionarias, el líder falangista se refirió a la ocasión perdida de la mañana del 7 de octubre, cuando todo el mundo confiaba en que fuera el propio Lerroux el que convirtiera la ocasión de riesgo en momento de grandeza. El gobierno ni siquiera estaba en condiciones más que de analizar lo superficial, en lugar de averiguar cuál era la naturaleza de la crisis nacional que había conducido a los acontecimientos, que no podían confundirse con una mera reivindicación obrera. Al Estado le faltaba la mística de los revolucionarios que se habían alzado, porque el régimen no podía ofrecer la misma calidad entusiasta de la que sí dispusieron los insurrectos. Ante la pasividad y la inocuidad del gobierno solo el ejército había estado, como siempre, dispuesto a la defensa de la patria, de su unidad y de su tranquilidad social. Esa actitud es la que Lerroux había de haber impuesto a la vida futura de los españoles, la militar y la religiosa o la síntesis de las dos. Pero el Estado no creía en nada, ni siquiera en la soberanía de las Cortes. Por lo demás, la insistencia en hablar de los sucesos de Asturias dejaban de lado lo que debía considerarse más importante: el ataque armado a la unidad de España por el gobierno de la Generalidad, lo que situaba el problema político en aquella jerarquización que la propaganda falangista venía haciendo desde el verano, pero que se había visto matizada en sus debates internos, cuando se consideraba que los sucesos de Cataluña solo eran posibles, como señaló Ledesma, en el marco de una revolución socialista. Como lo había hecho Calvo Sotelo, Primo de Rivera estableció también la actitud que correspondía a la extrema derecha española al analizar el futuro que se le reservaba al país que había experimentado no solo una revolución, sino también una contrarrevolución frustrada. Era el aplazamiento para el inmediato futuro, «la vena heroica y militar que nos ha salvado volverá a estar ahí en reserva por si otra vez tiene que salvarnos de milagro». Hablando en puro interés del partido, nada podía parecerle mejor, porque esa frustración permitiría arrebatar al gobierno la bandera de la regeneración, siendo posible que, tras el 7 de octubre, «venga la revolución nacional, en cuyas filas me alisto», como después de Vittorio Veneto vino la marcha sobre Roma.[471] Al tema de Cataluña había de dedicar José Antonio una nueva intervención, solicitando que se aprovecharan las condiciones políticas excepcionales para deshacer el grave error cometido por las constituyentes: no se debía derogar el Estatuto, sino darlo por liquidado, sin que se viera en ello agresión alguna a Cataluña, sino su inclusión en un sentido nacional nuevo, en la empresa común de la unidad de destino en lo universal, modo de expresar la idea de patria «del que estoy cada vez más satisfecho».[472] Expresiones semejantes había de plantearlas Primo de Rivera, en los días que siguieron a la revolución, a un Consejo Nacional que le proporcionaba el liderazgo pleno del partido fascista. Sin duda, la de mayor relieve, al publicarse en la ya pequeña prensa del partido —el semanario Libertad de Valladolid— y al insistir en una interpretación que le exoneraba de responsabilidades, había de convertirse en trampolín retórico para presentar a Falange como la única fuerza que había estado a la altura de los acontecimientos, con la impagable compañía del ejército. «El genio permanente de España ha vencido esta vez» señalaba el 22 de octubre. ¿En qué quedó la defensa de España frente a la Antiespaña marxista y separatista? En el sentido militar y serio de la vida. Los apoyos del gobierno se empeñaban en subrayar el aspecto socialista de la insurrección, sin poner en primer lugar su carácter antinacional: «La batalla se planteó entre lo antinacional y lo nacional, entre la Antiespaña y el genio perenne de España. Este ha vencido». Y Falange no iba a tolerar que los hechos pudieran disfrazarse de mera derrota de una reivindicación social.[473]

No parecía que, a fines de 1934, Falange estuviera en condiciones de tolerar ni dejar de tolerar nada. El I Consejo Nacional y la asunción de la jefatura absoluta por José Antonio no iniciaron un problema: se limitaron a señalar que las soluciones quedaban cerradas, al depositar las riendas del poder en manos de quien Ledesma consideraba el máximo responsable de la parálisis del partido. Las enérgicas intervenciones en el parlamento fueron acompañadas de nuevos conflictos en la relación con la derecha radical española, en lo que parecía ser una desesperada fuga hacia la afirmación de exclusivismo frente a la debilidad del gobierno. Cuando fue entrevistado por Blanco y Negro, el líder de Falange se refirió a los «doscientos diputados» incapaces de responder a la amenaza revolucionaria sin distinguir entre radicales, cedistas y agrarios y las dos minorías monárquicas, en lo que mantenía un ejercicio de soledad fascista no solo ante el gobierno o ante la derecha católica, sino también —y eso era lo más grave para cualquier posición pragmática— ante quienes trataban de conducir el monarquismo a una nueva plataforma, que Calvo Sotelo concretó en el Bloque Nacional. Ya se ha visto la solemnidad de las acusaciones contra el régimen lanzadas por el exministro en las Cortes, que fueron acompañadas de denodados esfuerzos por romper la alianza gubernamental. Alfredo Serrano Jover escribió en el órgano de Renovación Española una interpretación de los hechos que, como habría de empezar a ser frecuente en las campañas alfonsinas, establecía el dilema sustancial ante el que se hallaban los ciudadanos: «Se trata, pues, del choque entre dos concepciones diferentes de la vida […]. Es la brega entre ser España o ser Rusia, que hace imposible la concordia».[474] Un editorial de La Época de esos mismos días reproducía la referencia de José Antonio a la «mística satánica» de los revolucionarios, frente a la que el Estado no era capaz de ofrecer convicción alguna. La salvación de España solo se había debido al ejército, siendo insuficientes las actitudes defensivas, aunque honorables, de las milicias de Acción Popular. Lo peor, para el periódico alfonsino, era que se había pretendido luchar contra la violencia de la sublevación, en lugar de contra lo que representaba la existencia misma de las ideas socialistas, una barbarie a la que no se dejaría, esta vez, entrar en Roma. El reformismo social era el que había dado mayores posibilidades y recursos a la sublevación y, frente a la socialdemocracia más suave, debía imponerse lo que no era un combate contra una táctica insurreccional, sino contra unos principios ideológicos. No podía llegarse a concesión ninguna, no podía aceptarse reconocer que el sistema social era injusto o que las reivindicaciones obreras podían ser comprensibles: «Ellos llaman orden social al entero orden moral, al orden cristiano, al que sirve de base nuestra civilización».[475] Ramiro de Maeztu vio confirmado en la sublevación el análisis que ya había realizado en los inicios del nuevo régimen: los republicanos no podían sustentarlo y, con el socialismo insurrecto, la única posibilidad de convivencia era destruir el sistema.[476] Como lo habían hecho todos los comentaristas de la extrema derecha, se indicaba que no había sido el gobierno, sino el ejército el que había salvado a España, que se enfrentaba a una nueva tarea de erosión de su moral a cargo de la izquierda.[477] Los obreros no habían sido víctimas de la explotación, sino de una corrupción espiritual orquestada por el marxismo, un argumento que empezó a cobrar fuerza contra cualquier intento de relacionar la sublevación con reivindicaciones económicas o sindicales: «Todos los sistemas intermedios ven cada día mermarse su vigor. O la cruz o la hoz y el martillo. Y, por de pronto, darse cuenta de que no se trata de una cuestión económica, sino espiritual».[478] Una cuestión ante la que resultaba intolerable el intento de convivencia con la subversión: «La situación, es, pues, gravísima. Solo puede afrontarse con graves decisiones».[479] Y las decisiones podían tomarse en el modo en que, con particular descaro, parecía poder proclamarse en el órgano del partido. Como en la huelga general de 1917, la Providencia había enviado a España una nueva oportunidad de rectificación política radical. La ocasión permitía «que se aproveche la indignación originada por la revolución […] en proceder a la organización de la sociedad en un sistema de permanente defensa contra la amenaza de una revolución social».[480]

En plena movilización de la extrema derecha parlamentaria, cuando las cosas se estaban diciendo con mayor claridad que nunca, la negativa de José Antonio a incluirse en la estrategia de un Bloque Nacional como el que propuso Calvo Sotelo solo podía alimentar entre sus críticos la impresión de que la soledad era el precio a pagar por la elección de un caudillo que carecía del menor instinto político para establecer una política de alianzas, tan abierta a posibilidades cuando coincidía la debilidad de Falange y la apertura de una inmensa crisis nacional. La negativa a ingresar en el Bloque, proclamada por el propio José Antonio, y no como decisión debatida en el seno de la Junta Política, acompañaba su respeto a la persona de Calvo Sotelo con la jactanciosa afirmación de una alegría por ver que las derechas se reunían en un espacio en el que, por vez primera, podía observarse algo más que la defensa de intereses de clase.[481] El desánimo de algunos sectores del partido por la negativa a aceptar relaciones políticas con una derecha en proceso de reorganización llevó al abandono del marqués de la Eliseda, que justificó su marcha por considerar que el punto 25 de la norma programática del partido resultaba «herética», a lo que se respondió con especial dureza señalando que se trataba de un mero pretexto para dar un paso que estaba pensado ya desde hacía tiempo, cosa que era innegable.[482] De hecho, la norma programática del partido, redactada por José Antonio tras el trabajo de recopilación de ideas realizado por Ramiro Ledesma, había provocado ya algunas tensiones con la derecha monárquica y también podía ofrecer algunas diferencias no pequeñas con la forma y el fondo en que se habían manifestado las posiciones jonsistas hasta aquel momento. Las discrepancias con la derecha podían referirse, claro está, a la ausencia de una condena del régimen y a los postulados que no hablaban solo de justicia social, sino de repudio del capitalismo, la promesa de nacionalización de la Banca y los grandes servicios públicos, o la reforma agraria «sin contemplaciones», incluyendo la expropiación sin indemnización en algunos casos. El último de los puntos, afirmando que no deseaba pactarse la estrategia del partido, permitía que pudiera rechazarse cualquier propuesta de convergencia, redactándolo de un modo innecesario que el futuro partido unificado en 1937 se apresuraría a liquidar. Para quienes podían preocuparse por el aislamiento del partido, esta afirmación podía resultar improcedente y, en todo caso, una inútil declaración de intenciones que no podía prever las circunstancias de una lucha política en la que la defensa de la propia identidad no tenía por qué preservarse por la negativa tajante a las alianzas con otras derechas. Algunas cuestiones, en tal coyuntura, podían resultar de menor relevancia inmediata, aunque dispusieran de un hondo calado intelectual, como la tendencia a abandonar la doctrina nacionalista a favor de afirmaciones de «españolidad» que aparecían como manifiesta alternativa a los inicios del fascismo español, y que, en este sentido, parecían abandonar mucho más bagaje, a favor de los criterios tradicionalistas. La afirmación de «unidad de destino en lo universal», la consideración de la «dignidad e integridad del hombre y su libertad» como valores eternos e intangibles, e incluso un sistema de representación «orgánica», que ponía al mismo nivel al sindicato, a la familia y al municipio, recordaban más al pensamiento tradicionalista católico que a la doctrina planteada en los documentos fundacionales del nacionalsindicalismo. Habremos de ver cómo la definición del Estado como «instrumento totalitario al servicio de la integridad de la patria», en lugar de hacer de la nación misma una creación del Estado, se utilizará como forma de diferenciar fascismo y falangismo en los años cuarenta. En aquel mismo instante, la formulación de José Antonio servía, al decir de Ledesma, para «mejorar la forma, hacer más abstractas las expresiones y dulcificar, desradicalizar, algunos de los puntos».[483]

Es lógico que causara desasosiego esa decisión de escenificar una ruptura con la derecha, o una altiva equidistancia, cuando no se había sido capaz de protagonizar la resistencia a la revolución, incluso con una acción armada cuya derrota habría causado un impacto imperecedero en la conciencia de los jóvenes nacionalistas, y la impresión de que el partido fascista se hallaba dispuesto a ejercer una función histórica, poniéndose al frente de la contrarrevolución y señalando las deficiencias políticas y militares del resto de la derecha radical. Que un personaje como Albiñana pudiera representar un sucedáneo del fascismo en el Bloque Nacional, permitiéndose el lujo, gracias a la negativa de José Antonio de entrar en la plataforma unitaria, de condenar a los falangistas como un factor totalmente extraño al nacionalismo español, era más de lo que Ledesma podía soportar, considerando cuál era su visión del personaje que, con su actitud, mostraba el hueco abandonado por los verdaderos fascistas.[484] Con la financiación de Falange cortada por los dirigentes monárquicos y con dificultades serias para hacer frente a los gastos corrientes para mantener el partido, la reunión de la Junta Política en los últimos días de diciembre, sin calefacción ni luz eléctrica en el chalet de Marqués de Riscal, adquirió los rasgos metafóricos en los que la miseria material encajaba a la perfección en la indigencia política. Ledesma recordó la intervención de Primo de Rivera como la causa inmediata de la crisis, dada la ausencia de cualquier estrategia que permitiera albergar esperanzas de recuperación, incluyendo una velada alusión al abandono del líder que, lógicamente, no se concretó en nada. Al salir de la reunión, Ledesma había decidido ya tantear a algunos amigos para acabar con aquella situación: la forma en que lo recordaba quiso subrayar una actitud de izquierdas o, por lo menos, «sindicalista» en sus objetivos. Pero lo dicho hasta ahora parece referirse, sin más, a la eficacia política, que sin duda incluía la necesidad de contar con el apoyo de la CONS[484b] y de los jóvenes del SEU, sin que ello implicara, de ningún modo, un giro a la izquierda, sino el esfuerzo por ofrecer a la contrarrevolución española sectores sociales mejor dispuestos para la lucha. De no ser así, y de querer marcar una ruta independiente, no podría entenderse la crítica a un Primo de Rivera que había empezado a dar, con mayor decisión y más precisión de discurso, este carácter al partido. Lo que irritaba a Ledesma, y de ahí su mención especial a Onésimo Redondo y a Álvarez de Sotomayor y Mateo, era que se perdiera lo propio del partido fascista, que él creía poder encarnar como dirigente: la síntesis entre los elementos tradicionales y un obrerismo antimarxista en el seno de un movimiento nacionalista, como había sucedido en Italia o en Alemania.[485]

La pretensión de Ledesma no fue la de protagonizar una escisión, sino la de ofrecer la imagen de una marcha masiva de los elementos más destacados del jonsismo original, simbolizados por las imágenes complementarias, en ese sentido fascista al que me refería, del católico Redondo y del sindicalista Sotomayor, centrados bajo el liderazgo de quien podía presentarse como autor del primer manifiesto fascista de los años treinta en España y figura visible de los mayores esfuerzos teóricos realizados para proponer una doctrina nacionalsindicalista. En todo proceso de ruptura política de este estilo, quien encabeza la escisión tiene que proyectar la imagen de una recuperación del sentido auténtico del movimiento que resulte creíble desde el principio, al obtener el apoyo inmediato de un sector cualitativa y cuantitativamente decisivos para romper definitivamente la legitimidad burocrática que proporciona a la vieja dirección su condición de mando en el partido. Existían algunas condiciones que a Ledesma podían parecerle favorables: contar con quien actuaba como portavoz de la CONS, sospechar con fundamento el apoyo de los jóvenes seuístas, disponer del apoyo de la prensa conservadora —que podría apreciar en él una actitud más realista y menos sectaria que la manifestada por Primo de Rivera—, disponer de la presunta lealtad de los jerarcas que habían apoyado de forma significativa un mando colectivo en Falange, rentabilizar el desánimo de una militancia a la que no se daban claras salidas políticas y, sobre todo, contar con el apoyo de la organización vallisoletana que Onésimo Redondo garantizaba. A ellas podía añadirse su profundo desprecio por la carencia de carácter y decisión de Primo de Rivera, al que podía considerar incapaz de reaccionar ante una crisis de este calibre, dada la forma en que había actuado en circunstancias menos arriesgadas. Todos estos factores fueron cayendo consecutivamente, como las piezas de un juego de dominó más que como el derrumbe simultáneo de un castillo de naipes. El apoyo que podía recibirse de la derecha radical no podía llegar en el momento en que un grupo dirigido por Ledesma resultaba, sencillamente, innecesario. Se disponía del impulso del Bloque Nacional y se contaba con milicias como las Guerrillas de España de Ansaldo o con los nacionalistas de Albiñana, además de un liderazgo poderoso como el de Calvo Sotelo y de la propia crisis de la CEDA en la que confiaban alfonsinos y sectores institucionalistas del tradicionalismo, para romper la lógica gubernamental de la alianza Lerroux-Gil Robles. Esta misma falta de «estado de disponibilidad» de la derecha ante lo que no era la adhesión de un partido, sino la llamada a sus puertas de una organización en crisis, resultó letal en unas primeras semanas decisivas.

La rápida intervención de José Antonio ante los jóvenes del SEU y, sobre todo, ante los obreros de la CONS, rompiendo la imagen de indecisión que se había hecho Ledesma del líder falangista, eliminaron tanto el apoyo que podía dotar de algún atractivo a unas JONS refundadas para la derecha, como lo que podía corroborar las acusaciones de conservadurismo e incapacidad para la acción que se atribuían a Primo de Rivera. De modo que la lealtad personal y el voto en el I Consejo Nacional del partido no se expresaron necesariamente en un automático apoyo a una actitud que no contaba con la legitimación de estos sectores. El error inaudito de Ledesma, que él confundió con el acierto de limitar su denuncia a la dirección del partido al mínimo, fue centrarse en la crítica a la figura de José Antonio —aderezada con referencias a su «corte»—. En lugar de absolver a quienes no eran citados, esta táctica pasó a poderse interpretar como una ambición personal de Ledesma o, en el mejor de los casos, una incompatibilidad de caracteres que, de forma harto irresponsable, el zamorano convertía en una crisis política. Surgida esta en el momento en que el partido sufría las peores condiciones de aislamiento e incluso de persecución a manos del gobierno, la reacción de la militancia no fue la de abandonar un liderazgo incompetente, sino la de elevar su categoría mientras se cerraban filas frente a la generalizada hostilidad exterior. Fruto de todas estas condiciones, y elemento que las agravó hasta el paroxismo, fue la pérdida de la plaza de Valladolid, que José Antonio pudo controlar con rapidez, eliminando la única base posible de un cierto éxito de la escisión. Finalmente, la expulsión de Ledesma y Sotomayor pudo presentarse como un acto disciplinario, en lugar de mostrar el escenario de una renuncia de quienes deseaban lo mejor para el proyecto, reduciéndolos a la categoría de conspiradores que reiteraba la de Ansaldo y sus compañeros pocos meses atrás.

FRACASO POLÍTICO Y LEGADO TEÓRICO DE LEDESMA RAMOS

La trayectoria que siguen las fuerzas disgregadoras es algo que no puede ser vencido ni detenido sino a través de una guerra, es decir, a través de una revolución.

RAMIRO LEDESMA (1935)

La expulsión de Ledesma y Sotomayor se realizó en un escenario de acusaciones personales mutuas que liquidaron incluso la posibilidad de un debate político público, sustituido por un cruce de improperios en el que Primo de Rivera era acusado de tener una «mentalidad feudal», actuando con unas docenas de mercenarios «equivocados, pero sinceros», con los que estaba destruyendo el impulso que las JONS habían sido capaces de establecer tanto en su experiencia solitaria como en su periodo de fusión con Falange. A ello se respondería con especial virulencia en los medios falangistas, antes de que la salida de Arriba permitiera publicar el indecoroso artículo de José Antonio «Arte de identificar “revolucionarios”», en el que el líder del partido ni siquiera esquivaba la burla por defecto de pronunciación de Ledesma y las graves acusaciones de disponer de un ritmo de vida lujosa, con dádivas de la buena sociedad, coches con chófer y guardaespaldas a sueldo que, además de olvidar las propias condiciones en que se desarrollaba la existencia de los máximos líderes del fascismo español —incluyendo las elementales medidas de seguridad—, declinaba diferencias ideológicas para atender solo a cuestiones personales que, milagrosamente, solo habían sido descubiertas en el momento de la disidencia. Ledesma, por lo menos, podía señalar las veces en que se había referido en un tono poco amable a José Antonio, antes de la unificación, pero no es este el tipo de argumento que se experimenta en el duro proceso de una escisión, cuando el objetivo fundamental no es poner en claro las causas de la crisis, sino asegurar la pervivencia de la organización. Las quejas de Ledesma, respondiendo a mediados del mes de enero a José Antonio y recordando el papel desempeñado en la construcción del ideario nacionalsindicalista, de poco servían mientras no se dispusiera de una base significativa de la militancia. De hecho, si no se conseguía reagrupar de nuevo, por lo menos, a las JONS, parecía que solo Ledesma y unas pocas docenas de los viejos militantes estaban de acuerdo con un análisis que hacía a las JONS cautivas de un grupo de reaccionarios al mando de un aristócrata incompetente y altivo.[486]

Para cuando Ledesma pudo conseguir recursos —naturalmente, de donde siempre los había obtenido, de algunos jóvenes acaudalados de la burguesía fascista vasca—, y logró sacar a la calle con ellos el semanario La Patria Libre, el 16 de febrero de 1935, la partida política estaba perdida en todos los frentes que podían dar esperanzas: la CONS, el SEU, Valladolid e incluso una parte significativa de la Junta Política. Sin arrancar un poder sectorial, juvenil, territorial o a un sector minoritario pero importante de la dirección, ni siquiera se estaba frente a una verdadera escisión, sino ante el abandono o, peor aún, ante la expulsión de un caudillo rencoroso que no había digerido nunca la superioridad de Primo de Rivera. La carta con la que Ledesma se dirigió a Montero Díaz, indicándole que ahora estaba totalmente de acuerdo con los razones que había expuesto el gallego en febrero de 1934 para oponerse a la fusión, ni siquiera consiguió que el antiguo dirigente de las JONS en Galicia estuviera dispuesto a abandonar sus ocupaciones académicas acuciantes para entregarse a una aventura con tan pocas posibilidades.[487] A Ledesma solo le habría salvado lo que le resultaba más difícil exponer, habiendo situado sus discrepancias políticas como la desviación derechista de Falange: el apoyo decidido de la derecha radical, en especial de Calvo Sotelo y el Bloque Nacional. Pero, como hemos visto, en aquellos momentos de expansión de la plataforma, al Bloque no le interesaba la compañía de ninguno de los dirigentes nacionalsindicalistas, pudiendo contar con su propia base, estructura, representación parlamentaria e ilusorias previsiones de romper la coalición gubernamental. Como pez que se muerde la cola, no haber entrado en el Bloque Nacional había provocado la crisis y había evitado que los problemas se resolvieran con la exclusión de quienes se sentían menos dispuestos a una colaboración estrecha en una convergencia de la extrema derecha que incluyera a Falange. El partido fascista, que era una parte del área fascistizada española, había acabado por perder esa condición explícita, la de ser parte de un movimiento nacional, para recluirse en un territorio propio que habría de sufrir la forma en que se resolvió la ocasión revolucionaria del otoño-invierno de 1934-35.

Los esfuerzos de Ledesma para constituir de nuevo las JONS resultaron baldíos, y la fugaz salida del semanario La Patria Libre —siete números entre febrero y marzo de 1935— sirvieron solo para cubrir dos objetivos insatisfactorios: presentar el fracaso como resultado de la ofensiva lanzada por Falange contra quienes trataban de organizar el partido, y poner de manifiesto las contradicciones en las que no había dejado de incurrir Ledesma, que presentaba ahora la fusión con FE como el resultado de una imposición de las circunstancias indeseable. Recordemos que, en su momento, la unificación fue presentada como el resultado lógico de una ausencia de discrepancias ideológicas y, en el peor de los escenarios, como el aprovechamiento de un material humano cuya escasa formación sería presa fácil de la claridad ideológica y política del jonsismo. En cualquier caso, la dependencia de la escisión con respecto a FE de las JONS era la muestra más patética y reiterada de las escisiones de este carácter: Ledesma solo parecía disponer de perfil político propio denunciando lo que FE no había sido nunca o lo que, tras la fusión con ella, habían dejado de ser las JONS. En el primer número del semanario, cuando se proclamaban los motivos de la ruptura, no hacía más que ponerse en duda la sinceridad de todo lo dicho en el proceso de unificación, lo que provocó el lógico desaire y la más desalentadora confusión entre todos los militantes del partido, incluyendo a aquellos jonsistas que podían considerarse engañados antes, ahora o siempre por Ledesma. Esa misma justificación iba acompañada de presuntuosas afirmaciones sobre el vacío que se dejaba en Falange, cuya veracidad se encargaría de demostrar un futuro muy próximo. Sin embargo, se señalaban también algunas cuestiones doctrinales que pueden resultar interesantes para considerar la cultura política del fascismo español en este punto. Debe resaltarse, en primer lugar, la insistencia en el paso del nacionalismo revolucionario al nacionalismo populista, lo que se expresaba en la llamada a un Estado de todo el pueblo —con el subrayado sistemáticamente puesto por el periódico— y la reafirmación de un partido de vanguardia por un movimiento de masas. Estas dos cuestiones completaban una evolución que había comenzado a experimentar Ledesma en el momento en que maduró como dirigente político fascista y cuya expresión más clara se encuentra en los análisis realizados en el verano de 1934 en la revista JONS y las consideraciones expresadas en ¿Fascismo en España?, al reclamar la necesidad de elegir entre una minoría restringida o una organización de masas, necesariamente heterogénea y dotada de una cohesión que solo podía obtenerse a través de una estrategia común no sectaria. Esta función del fascismo no lo colocaba, y debe insistirse en ello, a la izquierda de Falange, sino en una identidad populista o laborista como matiz que el fascismo situaría en el seno de la contrarrevolución española, algo que recuerda claramente a los rasgos específicos que los dirigentes nazis quisieron dar a su organización en los primeros años de pertenencia al movimiento völkisch, antes del giro de 1928-1929.

Ledesma no deseaba construir una organización aislada, sino dotada de la suficiente identidad como para poder participar, en las mejores condiciones de partida posibles, en la constitución de un movimiento nacional. Y ello porque la perspectiva de la bipolarización política y el horizonte de la guerra civil no dejaron de estar presentes en su pensamiento. Al exponer los motivos clásicos de su lema, la Patria, el Pan y la Justicia, Ledesma expresaba no solo la voluntad del partido de nacionalizar a las masas, sino también la seguridad de que sin ese proceso, la revolución dejaba de serlo: «El resultado al que aludimos es que hay que llevar al pueblo, a todo el pueblo, la suprema cuestión de España y su destino. […] Eso queremos, nacionalizar a las grandes masas de españoles». La referencia al «pan» de la consigna jonsista implicaba reconocer el agotamiento del marxismo en la revolución fallida de octubre de 1934. «Sus sindicatos eran nidos de agitación, trincheras al servicio de los intereses políticos de las burocracias socialistas». Lo más urgente ahora era «destruir hasta la más profunda raíz esas madrigueras rojas y presentar a las masas ingenuas y desilusionadas el panorama de una vida sindical a extramuros de la preocupación revolucionaria bolchevique». La solución obrera no era de clase, sino nacional y, por tanto, el sindicalismo sería base e instrumento de un Estado totalitario. «La existencia de España tiene que basarse en dos cultos: el culto a lo nacional, a la Patria, y el culto social, al pueblo».[488] El proyecto jonsista se presentaba como la obtención de una «comunidad de todo el pueblo», haciendo del nacionalismo estatista de los primeros momentos una expresión cada vez más cercana a la primacía de lo social, de lo nacional-popular. La conciencia nacional, presentada como conciencia de pertenecer a un pueblo con voluntad imperial, unificadora, totalitaria, era lo que sustituía a las caducas ideas liberales o marxistas, que expresaban la primacía fragmentaria de lo ideológico o lo clasista. En este sentido, debe subrayarse que el giro social del jonsismo es, por ello, lo opuesto a la búsqueda de una base de clase, para convertirse en una constante reinvención retórica del mito de la nación imperial.[489]

Sus adversarios, en cambio, continuaban estando claros: no solo la masonería, el demoliberalismo, el populismo de Gil Robles —al que se reprochara no querer unirse a las propuestas de un Estado totalitario— o, fundamentalmente, el marxismo y el separatismo. «El pueblo, todo el pueblo de España, pide y proclama el mantenimiento inconmovible de la unidad nacional». Y, además, había algo que toda España, desde la burguesía hasta las masas populares, pasando por las clases medias, solicitaba: el «ostracismo perpetuo» del marxismo, tras haber especulado «con todo lo más turbio, antinacional y aventurero que había en el país entonces».[490] La denuncia del gran capital financiero y la defensa de las «clases modestas» o la pequeña propiedad completaban el esfuerzo por hacerse con una representación de los intereses populares que solo podía crear una ilusión, aunque también la certeza de clarificar un proyecto populista que habría de ser indispensable en la formación del movimiento contrarrevolucionario un año después, incluyendo el desorbitado interés por la posibilidad de que el sector «cristiano-social» de la CEDA siguiera a Giménez Fernández en la constitución de un nuevo partido.[491] El sábado, 30 de marzo de 1935, la primera página del semanario, encabezada en grandes caracteres por la consigna «La lucha por la unidad», anunciaba la interrupción de la publicación y la marcha a Barcelona de los responsables del movimiento, ciudad donde, al parecer «se dan las condiciones más adecuadas para nosotros», al ser el lugar donde la emoción nacional y social parecían hallar el eco de algunos sectores, lo que solo afirmaba el reconocimiento del fracaso organizativo en la tarea de recuperar las siglas, la militancia y el futuro de las JONS.[492]

A Ledesma le quedaba solamente una opción realista, el trabajo teórico, la posibilidad de definir con mayor precisión cuál era el balance y las perspectivas del fascismo en España y, previamente, cuando aún latía en él la esperanza de agrupar a algunos compañeros, lanzar un nuevo manifiesto como el que se propuso en marzo de 1931, pero con la extensión y madurez que podía corresponder a un hatajo de experiencias políticas, justamente cuando iba a cumplir los treinta años. El Discurso a las juventudes de España, cuyo prólogo se fechaba en mayo de 1935, puede compararse con algún texto similar lanzado por personajes no muy alejados de trayectorias como las del zamorano. Sin ir más lejos, puede compararse con lo que escribió Georges Valois para definir la ruta de una generación en D’un siècle a l’autre, un texto inserto en las excitadas perspectivas de quienes regresaban del frente. Puede colocarse en una línea paralela, no coincidente, con el diagnóstico generacional que trazaron Aron y Dandieu en La révolution necessaire, una década más tarde, o en la inteligente propuesta de examen de una larga trayectoria que propuso Brasillach en la primera parte de sus memorias, Notre avant-guerre, en 1940. En todos estos trabajos se halla el esfuerzo por encontrar el sentido de la crisis nacional en la tarea de una regeneración que no podrá conformarse con los discursos al uso del liberalismo, del republicanismo radical o del nacionalismo integral de Acción Francesa. En todos ellos desea encontrarse, como sucede con todo discurso de regeneración, el desafío de una época que, en su misma crisis, abre las entrañas de una sociedad haciéndola, al mismo tiempo, comprensible y transformable. Al presentarlo en su edición de 1938, Montero Díaz indicó que había tres aspectos cruciales en este libro. Primero, su prosa «sin una concesión al tópico, ni una metáfora blanda y preciosista, ni una fácil evasión a lirismo alguno para halagar en nadie ternuras decadentes», algo que no podemos por menos de relacionar con la crítica furiosa de Ledesma al tono del primer semanario falangista. Segundo, un llamamiento que, formalmente lanzado a la juventud, se dirigía a una generación y a una actitud ante la crisis de España y, en especial, palabras dichas para continuar el diálogo con los amigos que se había interrumpido, lo que implicaba la recuperación de una tribuna de propaganda y formación que ya no podía adquirir la forma de partido. Tercero, la vinculación del texto a una acción política, basada en la síntesis de lo nacional y lo social, para que la invocación contuviera la esencia de lo que el discurso fascista había querido construir como perfil propio, en el momento en que España se precipitaba hacia el enfrentamiento decisivo que se había dilucidado ya en otros puntos de Europa. El libro de Ledesma solo puede comprenderse como anticipación de la guerra civil, presentida y deseada como escenario de clarificación por el propio autor, consciente de la función que ese enfrentamiento había de tener en la definición de la estrategia fascista como captura armada del poder. A ello se refería el zamorano al señalar, en el prólogo del libro, que lo que se estaba diciendo en forma de un discurso no tardaría en tener que plantearse en un lenguaje político distinto, cuando llegara una hora decisiva. Lo que entregaba a la prensa Ledesma en la primavera de 1935 era un libro político en su sentido menos abstracto, más estratégico, salido directamente del esfuerzo de construir el discurso sintético de lo social y lo nacional que representaron las JONS desde el principio y que respondía a la forma en que se estaba afrontando en Europa una crisis de civilización, no a través de las fuerzas revolucionarias tradicionales, sino de «otras surgidas en estos mismos años, y que se caracterizan tanto por su expresión nacional y por aparecer vinculadas a las juventudes como por conseguir su victoria a costa precisamente del marxismo».[493]

El ensayo de Ledesma compartía con algunos de los textos que hemos situado en su misma preocupación generacional la reflexión sobre la decadencia, base nutritiva del discurso nacionalista. Y, en esta perspectiva, Ledesma denunciaba no tanto la decadencia como a quienes adoptaban una actitud satisfecha ante esa forma de ver el destino de los españoles. «No hay en nosotros limitación, ni tope, ni cadenas de ningún género que nos impidan incrustar de nuevo a España en la historia universal. Para ello es suficiente el esfuerzo de una generación».[494] El contacto con el espíritu finisecular en el que se habían educado los dirigentes del fascismo español adquiría en Ledesma una tendencia a librarse de toda impedimenta sentimental que limitara la eficacia política. La relación de su nacionalismo con la historia de España era sencillo: «nos hacemos responsables de ella y la aceptamos en toda su integridad».[495] Al tradicionalismo se respondía con la actualidad de la tradición, porque la dimensión histórica no podía esquivarse ni extraviarse en una política retroactiva. En una fórmula que habría de hacer fortuna en la cultura política de los años cuarenta, Ledesma distinguía entre decadencia y derrota. España no languideció en sus propias contradicciones, como podía suponerlo cierta literatura regeneracionista: España había sido vencida por imperios rivales, aferradas al poder económico del capitalismo mercantil y a las opciones culturales de la Reforma. España fracasó al no reunir, como lo hicieron Francia o Inglaterra, su expansión política y espiritual con el desarrollo de una revolución que ya se preveía. No logró encabezar el triunfo de la burguesía moderna. Todo lo entregó en la lucha con la que identificó su imperio: la defensa del catolicismo, cuya supervivencia se debió a España, tanto en el aspecto militar como en el teológico de Trento. A pesar de la derrota, se contuvo la posibilidad de una balcanización española, intentada en el siglo XVII y lograda a medias con la deserción portuguesa. La victoria en Cataluña, la última conseguida por la monarquía hispánica de los Austrias, logró preservar la unidad nacional.

La mirada al siglo XIX, saltando con pasmosa elasticidad sobre el espinoso tema de la Ilustración —de la que arrancaba la crítica joseantoniana al Estado liberal—, establecía el auténtico fracaso de dos Españas, incapaces de superar los límites de un tradicionalismo estático, defensivo, y de un progresismo en el que podían llegar a señalarse aspectos de traición a los valores nacionales. La «pugna estéril» había caracterizado a un siglo de neutralización de dos facciones incompletas, cuyo infecundo conflicto ya había sido expuesto en la literatura finisecular y no dejaría de plantearse en el pensamiento falangista de los años cuarenta. Porque, como bien se ha señalado,[496] lo que se proponía en el texto era un diagnóstico del pasado que solo podía desembocar en el mito de la revolución pendiente, esterilizada en el XIX y lamentablemente perdida por las ocasiones sucesivas del 23 de septiembre de 1923 y del 14 de abril de 1931. Ahí se encontraba, desde luego, la mirada a una actualidad que, como el abismo nietzschiano, también miraba a las juventudes de España: una inmediatez de la catástrofe que no permitía desentenderse de la política y que exigía la revolución como resurgimiento nacional. La débil nacionalización de España, sorprendentemente poco vinculada a los modelos de Italia y de Alemania, para compararse solo con el éxito de Francia o Gran Bretaña,[497] permitía unas circunstancias desesperadas en las que solo cabía la disolución o la revolución nacional, el exterminio o la salvación por medios expeditivos. Indiquemos, sin embargo, algo que suele citarse con menos énfasis, que es el desmesurado elogio —desproporcionado, en especial, si consideramos las actitudes de denuncia del antiguo régimen— que Ledesma ofrece a un Alfonso XIII que trata de proporcionar vigor a la nación a través del desarrollo económico, la regeneración política de Maura, la protección del ejército y la defensa de la empresa en Marruecos, del mismo modo que la dictadura de Primo de Rivera es elogiada por sus logros sociales, económicos y militares, aunque criticada por no llegar de la mano de « una acción directa nacional recogida o aceptada por el Rey»,[498] sino como una reacción desde el interior del mismo Estado ineficiente. La referencia a Italia resultaba clara, con un monarquismo aceptable siempre y cuando este cumpliera con una misión que la constitución de 1876 y su raíz liberal-parlamentaria no le permitieron realizar. Por lo demás, la dictadura «aceleró el ritmo material, industrial de España. Logró la adhesión casi unánime del país, sobre todo en lo que este tenía de opinión madura, sensata y conservadora».[499] La generación de los años treinta había asistido a ese fracaso y, con mucha más fuerza aún, al del 14 de abril, experiencia que se podía dar por cancelada, tras la revolución protagonizada el 6 de octubre por los propios constructores del régimen, y que había manifestado ya desde el principio su falta de impulso para realizar esa revolución que España tenía pendiente. Era esta la nacionalización de las masas y su integración y control a través de un Estado nuevo, representante de una voluntad —ya no del destino joseantoniano— de un pueblo que se realizaba en la construcción consciente de una nación. Una juventud española, que podía dar la espalda a ese constante aplazamiento de la plenitud nacional, debía equiparse para tomar esenciales puntos de referencia estratégica. El primero de ellos era el objetivo elemental de la unidad de España, que no habría de basarse en la mera exaltación del pasado, sino en su actualización, estableciendo los nuevos motivos de unanimidad nacional. La conciencia patriótica no podía basarse en la simple destrucción del separatismo, sino en una voluntad colectiva de ser, «viva, actuante y presente».[500]

En una de las reflexiones que había de resultar más llamativa, enojosa y matizada no solo por el rumbo posterior del fascismo español, sino por lo que habían venido siendo las afirmaciones de la mayoría de sus dirigentes, incluyendo los de las JONS hasta aquel momento, Ledesma se enfrentaba a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en su vertiente ideológica y política más sutil: la de las relaciones entre la moral nacional y la moral religiosa. Una revolución que construyera la unanimidad de los españoles no podía basarse en aquello que, en los periodos de esplendor imperial de la Edad Moderna, había permitido identificar el proceso constituyente de la nación y una misión católica que servía para identificarla y para unirla en una gran empresa alumbrada por la fe. Correspondía ahora un patriotismo que enlazara directamente al pueblo con su conciencia nacional, sin la mediación de instituciones como la Iglesia o la Monarquía, que habían monopolizado el sentido patriótico de los españoles. Esta nacionalización de las masas no podía considerarse, en el pensamiento del fascismo y, en este caso, en el de Ledesma, como ajeno a toda mediación, ya que siempre consideró al Estado como organizador y ejecutor de esta tarea. El fundador de las JONS consideraba que la moral nacional era distinta a la moral religiosa, no contraria a ella. En este aspecto, un defensor de la estrategia más abierta al pacto con la derecha monárquica y confesional, establecía lo que había de ser superioridad integradora del fascismo, pues su propuesta aparecía como sucesión histórica de aquel momento en el que la idea de España era impensable fuera de la función constituyente e identificativa del catolicismo.

Lo que señalaba Ledesma con claridad —y no poca capacidad para digerir contradicciones— es que el mutuo respeto institucional y doctrinal entre Iglesia y Estado, entre moral religiosa y moral nacional, tenía su desarrollo concreto, al hablar de la estrategia del fascismo, en lo que empezaba siendo una analogía entre el Estado imperial católico del siglo XVI y el Estado nacional e imperial fascista del siglo XX, pero acababa siendo mucho más que esa figura literaria. En efecto, si se planteaba que «el catolicismo es la religión del pueblo español […]. Atentar contra ella, contra su estricta significación espiritual y religiosa […] no puede ser nunca defendido por quienes ocupen la vertiente nacional»,[501] y se señalaba, además, que «el yugo y las saetas, como emblema de lucha, sustituye con ventaja a la cruz para presidir las jornadas de la revolución nacional»,[502] lo que se estaba considerando no era la independencia de estos ámbitos, sino la asunción por parte del Estado de los principios morales en los que se fundaba la constitución de la nación española. Tales fundamentos morales difícilmente podían ser considerados ajenos a la afirmación de las creencias religiosas del pueblo español que el fascismo se consideraba obligado a defender. No podemos hablar de una «estricta significación espiritual y religiosa» del catolicismo en España sin llevar adelante una radical transformación de tres elementos que restaban coherencia al argumento. El primero de ellos, que Ledesma no podía considerar, por su propia ideología, la existencia de un ámbito individual de creencias que quedara fuera de la órbita del Estado. En segundo lugar, que el respeto y la defensa manifiestos de esa creencia del pueblo español, que negaba la existencia de otras creencias distintas planteaban, incluso en el campo meramente espiritual y religioso, la militancia católica del Estado frente a otras confesiones, lo cual no es precisamente una afirmación de laicismo. En tercer lugar, que era del todo impensable hacer del catolicismo una fe recluida en el ámbito personal, a no ser que se deseara ignorar el fuste de una doctrina, la realidad española y, en especial, aquella zona de actuación en la que el fascismo deseaba obtener un apoyo. Pero, más allá de ese territorio de clientela próxima, hacer de la religión católica un tema que careciera de plasmación social, de inspiración de doctrina de Estado, de concepción de la sociedad y de cualquier cuestión que tuviera que ver con el espacio público era hablar en el vacío. Concepciones de este estilo podían corresponder a la denostada actitud del protestantismo presentando la relación entre el individuo y su salvación fuera del ámbito social, en un campo estrictamente referido a la recepción personal de la gracia, un modo de entender el sentido de la vida cristiana muy distinto al que se planteaba desde la ortodoxia contrarreformista.

La energía de Ledesma en este punto deja a oscuras aspectos con los que ya había tenido que lidiar en la etapa fundacional de las JONS. ¿Cómo podía entenderse, en la práctica política española, que «la revolución nacional es empresa a realizar como españoles, y la vida católica es cosa a cumplir como hombres, para salvar el alma»? ¿Es que a los fascistas españoles se les podía ocurrir que su dimensión religiosa era un asunto privado? ¿Podía afirmarse la existencia de un ámbito de acción política indiferente a los principios sociales del catolicismo en España? ¿Podía llegar a considerarse, en el campo del fascismo español, una idea de nación que dejara de poner en un plano preferente la identidad católica de España? Ledesma estaba afirmando una aspiración en la que había de encontrarse el conflicto que él mismo deseaba evitar: el de las luchas entre clericales y anticlericales del siglo XIX, al plantearse los ámbitos de actuación del Estado, del partido y de la Iglesia. Pero no estaba resolviendo un tema que él mismo había expuesto del peor modo posible, al reconocer la existencia de una sola creencia legítima religiosa del pueblo español, en la que el Estado se declaraba beligerante, y tratar de construir una moral nacional que resultara ajena. A esta pura lucubración ya habían dado respuesta la práctica política y las formulaciones ideológicas del nacionalsindicalismo, y habrían de formularse las cosas de un modo mucho más claro aún cuando la crisis española condujera precisamente a la plena fascistización de la derecha. Tal idea de la fascistización supone comprender que el fascismo nace y se desarrolla siempre en el campo conservador, porque solo la adquisición de una base social de masas en esta zona hace históricamente posible el proyecto político fascista. Y esta cuestión no implica una mera referencia al espacio social o políticamente reaccionario en el que el fascismo se constituye, sino al campo doctrinal católico en el que, necesariamente, para obtener congruencia con un espacio cultural dominante, inspiró sus concepciones acerca de la autoridad, de la representación política, de la justicia social y de su concepto de patria en España. Los principios de la doctrina social de la Iglesia y del derecho natural católico fueron un ámbito decisivo de planificación del Estado nuevo antes de la guerra civil, aunque el fascismo no pudiera ni quisiera presentarse como un partido clerical. Esa función ya la desempeñaban el tradicionalismo y el populismo. El fascismo había de hacer algo de mayor entidad totalizadora y actualizadora: asumir en el espacio público una tradición religiosa nacional, bajo la protección del movimiento y del Estado, señalando que la primacía del discurso nacionalista no hacía depender esa presencia indispensable de una decisión institucional de la Iglesia o de una adhesión a principios confesionales a través de las organizaciones vinculadas a ella. A nadie en su sano juicio se le podía ocurrir que el fascismo español podía realizar su tarea integradora oponiendo la cruz al emblema del partido. Pero cualquier fascista con sentido común había de destacar que un proceso de nacionalización de masas realizado bajo el signo del yugo y las flechas habría de ser comprendido como regeneración de una España incomprensible fuera de la fe católica y al margen del sentido cristiano, contrarreformista, de la existencia.

La primacía de la «moral nacional» planteada por Ledesma y una tan extensa afirmación de espacios diferenciados, aunque no precisamente autónomos, supone una indudable aportación diferencial en la doctrina del fascismo español, que provocó el disgusto entre sectores católicos integristas que ha sido destacado en referencias al libro.[503] Creo que las objeciones que he planteado a esta interpretación laica del fascismo español no pueden referirse solo a las complicaciones que su propuesta podía hallar en estos ambientes, sino en la necesaria revisión de lo que el texto dice, que podía molestar a sectores clericales, pero en absoluto a los católicos contrarrevolucionarios y, desde luego, nada a los católicos fascistas, para quienes el sentido cristiano de la existencia social era la justificación de su actividad política nacionalista, de acuerdo con las peculiaridades de un fascismo que, como todos, debe integrarse en una tradición cultural nacional si desea conseguir un apoyo social significativo. Por otro lado, alguien tan vinculado personal y políticamente con Ledesma como Montero Díaz, en su presentación del Discurso editado durante la guerra civil, señalaba la continuidad manifiesta entre la tarea del político e intelectual zamorano y el Movimiento Nacional al escribir que: «el Alzamiento civil y militar que ha decidido la hora del triunfo, […] no es sino una etapa que se articula en la línea de la resurrección nacional iniciada bajo el signo de las JONS y el gesto indiciario de Ramiro». Ese optimismo teleológico podía llevar a Montero a ver en La Conquista del Estado el «grito inicial de la Cruzada».[504] Sus referencias a Acción Popular como el partido que podía arrebatar a los fascistas el indispensable concurso de los jóvenes católicos puede comprenderse en una perspectiva que no es solo de captación de masas, sino de la imposibilidad de construcción del fascismo español al margen o mediante la simple «superación en la política» del catolicismo. Emiliano Aguado pudo escribir cómo irritaban a Ledesma las distinciones, en este caso por el clericalismo, de propagandas que, «despojadas de la hojarasca en que se nos envolvían, eran muy parecidas y hasta pedían las mismas cosas […]; al través de esa distinción formal, se perseguían los mismos fines».[505] La afirmación, demasiado tajante, es ilustrativa de una obsesión por la convergencia en la que el fascismo no solo debía encontrar su función dominante sino también su razón de ser, como síntesis de las propuestas contrarrevolucionarias, que un declarado falangista por católico y católico por falangista, como Pedro Laín Entralgo, habría de resolver refiriéndose precisamente al concepto de la moral nacional poco después de la contienda.[506] La cuestión fundamental, en el momento de redacción del texto, cuando se trataba de plantear una respuesta política a la Falange de José Antonio, debe encontrarse en los elementos estratégicos mucho más que en los doctrinales. Ledesma planteaba unas relaciones estrechas entre los sectores fascistizados y, en aquellos primeros meses de 1935, el Bloque Nacional era el que mejor representaba la posibilidad de una convergencia de sectores de la derecha radical que aún parecían aptos para quebrar la línea colaboracionista de Gil Robles, que aún no había obtenido el espaldarazo de su entrada en el gobierno tras la crisis de marzo y abril. La confianza en la campaña intensa que estaba realizando Calvo Sotelo, que ya examinaremos, hacía que Ledesma centrara los esfuerzos de una organización fascista en relacionarse con aquel sector de la extrema derecha para el que lo importante no eran ni la simple restauración monárquica ni la cuestión católica, sino la agrupación del nacionalismo partidario del establecimiento de un Estado totalitario. En numerosas ocasiones, Calvo Sotelo había de marcar esa diferencia con los monárquicos legitimistas del tradicionalismo y del alfonsismo. Por tanto, y a diferencia de lo que había de ser la campaña de Primo de Rivera en relación con Gil Robles durante todo el año 1935, Ledesma podía considerar el catolicismo como un factor que obstaculizara un espacio de unidad nacionalista, algo que correspondía a un mal análisis de la función política del catolicismo español en la crisis republicana y en las posibilidades de gestar la unidad de la contrarrevolución. Como veremos, la Falange reorganizada tras su crisis pensaba todo lo contrario y, en este sentido, aun cuando no pudiera desarrollar con éxito su estrategia, estaba mucho más cerca de la verdad de lo que podía encontrarse Ledesma, que pareció no entender ni en 1931 ni en 1935 que la cuestión fundamental para obtener una base de masas que hiciera posible la centralidad del fascismo en España no se encontraba en la unidad nacional o en la lucha contra el marxismo, sino en la capacidad del proyecto católico de englobar ambas cosas, en un momento en el que la mayoría de los sectores conservadores españoles militaban precisamente en ese ámbito.

Las reflexiones de Ledesma, en aquellos momentos en que confesaba haberse tomado un descanso para que se despejaran las condiciones de la escisión de 1935, antes de reintegrarse a la actividad política, observaban otras cuestiones de gran interés, como una nueva reflexión acerca de la violencia y las condiciones de su legitimidad, vinculadas a la acción política, como lugar específico en el que debía manifestarse la movilización de la juventud, dejando otras áreas —«la ciencia, la religión, la sabiduría profesional, el culto doméstico, el deporte»—.[507] La antipolítica que Ledesma planteaba como vía revolucionaria se encontraba en esos territorios relacionados necesariamente con la nueva forma de entender la política y la milicia nacional: el encuadramiento militar de los jóvenes en una acción directa distinta al bandidaje y el pistolerismo; la organización de una minoría rectora no solo para organizar el asalto al Estado, sino para gobernarlo; la interesante distinción entre una «mística de las masas» y una «mística de las mayorías»,[508] al establecer que la vanguardia política no podía considerarse un movimiento aislado e incapaz de una movilización importante, aunque no fuera mayoritaria; la indispensable conquista de los trabajadores para la revolución, no tanto por la necesidad de contar con el apoyo de la clase obrera, sino porque su nacionalización había de compensar —y esto es crucial en el análisis de España que inspira la estrategia del nacionalismo de Ledesma— la existencia de «clases medias poco vigorosas, deficiente atmósfera patriótica en el país, gran confusionismo en torno a la causa nacional».[509]

Al Discurso se añadían dos «disgresiones». La primera, de fuerte inspiración orteguiana, planteaba la misión histórica de la juventud al caracterizar épocas conservadoras y revolucionarias, que proporcionaban a los jóvenes una conciencia mesiánica cuya más evidente manifestación era el repudio del orden existente. La juventud no era ni aventurera ni progresista, sino revolucionaria, adoptando en toda Europa, desde el final de la Gran Guerra, una actitud que había cambiado el perfil político e ideológico del continente. La segunda digresión estaba destinada, precisamente, a analizar los fenómenos de esa nueva situación, comparando experiencias de resistencia de lo viejo —el sistema pacifista de Ginebra— y el desafío de lo nuevo —el bolchevismo, el fascismo y el nazismo—. Ledesma recuperaba, tras algunos años de silencio, su reivindicación de ver en el bolchevismo una revolución nacional rusa, desvirtuada por las justificaciones internacionalistas del marxismo. En cambio, en el fascismo se encontraba la primera respuesta nacionalista y revolucionaria a la novedad bolchevique. Como lo escribió con casi idéntica expresión Giménez Caballero en 1932, el fascismo no era mera reacción contra el comunismo, sino el hallazgo de un nuevo sujeto revolucionario: el nacionalismo. Esta afirmación tiene que ser llevada a su exacta definición en la perspectiva de Ledesma. Se trataba de haber logrado revitalizar aquellos elementos de la sociedad que el proletariado comunista consideraba ya agotados. El fascismo era la asunción por la clase media de la responsabilidad de una revolución nacional frente a la relajación burguesa y el exclusivismo proletario. De cualquier modo, Ledesma no se privaba de señalar el riesgo de la pérdida de un apoyo de los trabajadores que debía proceder de la lucha por la construcción de un Estado nacional, capaz de organizar las relaciones económicas y de enfrentarse a los poderes financieros. En el racismo nazi, Ledesma observaba la posibilidad de concretar una moral particular, un objetivo nacional que limitara las aspiraciones humanistas de otras culturas: «No es, pues, “el hombre”, sino “el alemán”, quien resulta así el objeto estimable para el socialismo racista».[510] El resto de la «digresión» estaba dedicado a la impotencia revolucionaria del marxismo, por su clasismo anacrónico y su desprecio de la primacía de lo nacional, y la caducidad de los sistemas demoliberales, de un modo que reproducía las posiciones de Ledesma de 1931, aunque pasadas, como habremos de ver enseguida, por el tamiz de una experiencia política sin la que estas afirmaciones carecen de sentido e incluso de verdadero interés para comprender el proceso de fascistización en España.

En noviembre de 1935, Ledesma fechaba el prólogo a ¿Fascismo en España? El volumen, de poco más de doscientas páginas en la primera edición en «La Conquista del Estado», se escribía con un claro tono de final de etapa, aun cuando se advirtiera que el autor siempre había sido un nacionalsindicalista y nunca habría de dejar de serlo, habiendo perdido ya la posibilidad y la esperanza de intervenir como militante activo e influyente en la vida política española e incluso en la del movimiento fascista. Como hemos ido anotando en otras partes de esta reflexión, Ledesma analizaba lo que, para él, no era un fracaso personal causado por una decisión inoportuna, sino las dificultades para que el fascismo consiguiera adquirir relevancia en España. Tal infortunio era el resultado de dos factores: las condiciones políticas generales —en especial, la evolución de la derecha constituida en una movilización antirrepublicana desde finales de 1932— y la incompetencia de Primo de Rivera para leer la coyuntura más favorable de que había dispuesto el fascismo: la revolución de octubre tanto en su aspecto social como nacional. La lucidez con la que planteaba la necesidad de construir una organización de masas y su esfuerzo por colocar al partido fascista en una línea de convergencia con el resto de la contrarrevolución española se sumaban a una indispensable reflexión sobre los problemas generales del fascismo en España. Para ello, debía definir —como lo había hecho ya, en buena medida, en el Discurso—, las condiciones de una crisis universal de la que el fascismo era producto, manifestación y fuerza doctrinal dispuesta a ofrecer una solución peculiar, la única posible. Tal era el concepto de una revolución nacional basado en la afirmación de la centralidad del patriotismo, la superación del liberalismo parlamentario y del marxismo, la construcción de un Estado totalitario, la conquista de las masas a través de transformaciones sociales, y la elaboración de un nuevo concepto de la violencia.

Extremando su análisis del 14 de abril, este no se consideraba una ocasión frustrada, sino una imposibilidad histórica, que contenía su decepción en el mismo momento de su llegada. Los propósitos de la República no habían sido los que precisaba España: unidad nacional, Estado totalitario, nueva ordenación socio-económica y, como resultado de ello, presencia imperial de España en el concierto de las naciones. A Ledesma le obsesionaba intelectualmente el principal escollo con que se encontraba la afirmación del fascismo en España en una época en la que este aparecía con tanta pujanza en el continente: el escaso patriotismo de los españoles, lo que hoy llamaríamos, al hilo de una célebre polémica entre historiadores, la «débil nacionalización». Comprendía, por tanto, que el fascismo no creaba las condiciones de su expansión como resultado de su mera constitución en partido y la articulación de su discurso, sino que debía hallar un espacio en el que poder germinar. Lo que él llamaba conciencia nacional era —y, en especial, en los casos de Alemania e Italia— la existencia de una movilización no solo nacionalista, sino también contrarrevolucionaria muy extensa en ambos países, que había permitido que el fascismo encontrara un territorio relativamente fácil de primer arraigo y expansión, a la espera de crisis nacionales más profundas. No se trataba, por tanto, de la carencia de una revolución burguesa completada que se hubiera encargado de la nacionalización histórica de las clases medias, sino de la inexistencia de una movilización de los sectores conservadores del país, con la ocupación masiva del espacio público que pudo observarse en la Europa posterior a la Gran Guerra. Ledesma volvía a insistir en la función de un catolicismo que había sido creador de la conciencia nacional de los españoles en los albores de la Edad Moderna, pero que ahora se encontraba en manos de quienes dilapidaban esa posibilidad en la construcción de opciones políticas clericales y posibilistas, ajenas al verdadero brío del nacionalismo revolucionario. No es que el catolicismo no resultara crucial: no lo era «si la dirección de las masas católicas no está en manos de patriotas firmísimos».[511]

Por ello, la flaqueza de un patriotismo como el deseado por los fascistas encontraba su principal debilidad en la actitud de las derechas, aun cuando «un sector extenso de esas fuerzas, después de permanecer y aguzar sus armas en la oposición más de cuatro años, tiende a fascistizarse, y a promover soluciones políticas concordantes con el fascismo». Lo que podía hacer esperar que, en momentos de crisis nacional, cuando creyeran en peligro sus privilegios, «pueden, de un modo indirecto, adoptar posiciones que beneficien a la revolución nacional». Excepción a la actitud demoliberal de la burguesía católica española era la de un Calvo Sotelo que hallaba también grandes dificultades para abrirse paso, y que daba esperanzadores pasos al situar en sus discursos «las excelencias de un sistema autoritario, corporativo y nacionalista». Como su labor se realizaba con talento y capacidad, «a la vista de sus resultados podrá medirse la cota con que pueden colaborar las derechas y el espíritu derechista en la ejecución de la revolución nacional española».[512] Nada de eso podía esperarse de Gil Robles, que había bloqueado a una masa importante de sectores antirrepublicanos, reflejando la incapacidad para salir de la cultura parlamentaria, su falta de comprensión de la violencia y su escasa disposición a una política social que ganase a las masas trabajadoras. Las izquierdas carecían del nacionalismo exasperado que se precisaba, aun cuando Ledesma se permitiera el capricho intelectual de una paradoja sin la menor capacidad interpretativa, aunque dispusiera de algún sentido de provocación intelectual desconcertante en alguien como Ledesma: el antifascismo solo aparente de la izquierda y la posesión de actitudes esencialmente fascistas por una izquierda que lo ignoraba. La paradoja concluía en una alusión lamentablemente no desarrollada, ni por Ledesma ni por ningún otro pensador fascista español del momento: la relación del fascismo con el nacional-populismo americano. Se limitaba a indicar que el nacionalismo de la pequeña burguesía flanqueada por el marxismo podía acabar en el ejemplo penoso de México. Si consideramos que esto se estaba escribiendo a poco de iniciarse el mandato de Cárdenas, tras el inicio de la construcción del Estado nacional-revolucionario por Obregón y Calles, resulta especialmente lamentable que no se desarrollara un argumento que podía haber tenido, incluso para interpretar las actitud últimas de Ledesma, un gran interés. En esta misma línea de alusiones no desarrolladas satisfactoriamente, podemos encontrar la fascinación de Ledesma por Joaquín Maurín, que ya le había interesado en los inicios de su carrera política, esperando que su heterodoxia le condujera a comprender que el nacionalismo había sustituido al clasismo como motor esencial del proceso revolucionario de las masas. Considerando lo que estaba ocurriendo en otros lugares, como el caso de Jacques Doriot, que pasó de la reivindicación del frente único popular a la construcción de un partido socialista nacional francés y a un territorio de ambigüedad que culminó en el fascismo, la referencia podía haber sido extraordinariamente sugestiva, aun cuando se refiriera a un proceso que, por las peculiaridades propias de España, iba a frustrar cualquier cosa distinta a un fascismo que fuera exclusiva convergencia de los movimientos contrarrevolucionarios.

Pues lo que importaba a Ledesma en su análisis de las posibilidades políticas del fascismo tras su fracaso inicial era la existencia de un amplio espacio fascistizado, del que formaba parte Falange de las JONS, junto con el Bloque Nacional, la CEDA y la JAP, además de un sector de los militares españoles. De un modo carente de elegancia y de justicia, Ledesma parecía reprochar a Primo de Rivera que hiciera, ahora, lo que él mismo le había reprochado no hacer en el pasado: proponer un frente patriótico como el que surgió del II Consejo Nacional, recomendándole la intemperie de una actividad en solitario para movilizar a las masas. Por tanto, para Ledesma, el partido fascista formaba parte del espacio fascistizado, aun cuando solo fuera a la espera de su clarificación. Siendo Falange ya claramente una organización fascista, la afirmación sigue siendo correcta. El espacio fascistizado, el que debe dar lugar a un fascismo de masas que acabe representando a la totalidad de los sectores de la contrarrevolución, incluye al fascismo organizado, no se limita a ser un territorio paralelo a él. El optimismo de Ledesma era, por lo demás, proverbial, aunque su lucidez y lealtad a sus posiciones de siempre en cuanto a la inmediatez de una confrontación decisiva, eran también centrales en su discurso: «España está a punto para la ejecución de la revolución nacional (fascista, en la terminología que el lector sabe). Cuanto ha ocurrido en España desde hace tres años, es lo más adecuado y favorable que podía ocurrir para que fuera posible con rapidez y éxito la revolución nacional española».[513] Lo que había ocurrido era la crisis de la República, la campaña de movilización de la derecha, la quiebra de las posibilidades del accidentalismo de Gil Robles, la organización del Bloque Nacional y la del partido fascista, así como la existencia de una revolución de 1934 que había puesto las bases de un ensayo general en sentido opuesto, que dividiera a los españoles en dos bloques políticos claros. España se encontraba al borde de lo que necesitaba para cumplir con sus objetivos de unidad, Estado totalitario, corporativismo y presencia imperial en Europa: «El secreto de un nuevo orden europeo, que disponga de amplias posibilidades históricas, se resume en esta consigna que nos atañe: Resucitación española».[514]

LA CONTRARREVOLUCIÓN EN 1935. EL BLOQUE NACIONAL Y FALANGE ESPAÑOLA DE LAS JONS

La solución a la crisis interna del partido consolidó el liderazgo de José Antonio, pero encontró también el ambiente de frustración de la derecha radical provocado por una quiebra de expectativas. Se confiaba, en efecto, en que la crisis de octubre, que había empezado por asegurar el cierre de filas en torno a la autoridad del Estado y, por tanto, en un apoyo condicional al gobierno, acabara provocando también la ruptura entre Gil Robles y Lerroux, al haberse precipitado una situación política nueva tan claramente achacable a la tibieza de los dirigentes radicales, tanto el presidente como el ministro de la Guerra. Un incremento de las exigencias de la CEDA, que ciertamente no dejó de producirse, podía plantearse también como confirmación de las advertencias previas de los alfonsinos más duros y, por tanto, como posibilidad de ganar a los posibilistas católicos a la realización de acciones que rompieran la solidaridad entre radicales, agrarios y Acción Popular. Las esperanzas que pudieran tenerse en una respuesta política de la JAP contra el colaboracionismo de sus «mayores» carecían de sentido. En el III Congreso celebrado por la organización, en Toledo, a comienzos de 1935, la Juventud de Acción Popular pudo incrementar su autonomía formal, pero lo que importaba era su vinculación profunda con la CEDA como proyecto político que podía actuar al mismo tiempo como colaborador último y como primera alternativa a la República, en un espacio fronterizo que marcaba el límite, pero también el territorio hasta el que podía extenderse el régimen y desde dónde podía iniciarse la construcción de un nuevo periodo constituyente. Las duras afirmaciones ideológicas acerca de un Estado nuevo, el esfuerzo por marcar un «estilo» de violencia verbal contra la República y de sentido comunitario de camaradería de jóvenes combatientes por la causa de España, las declaraciones de sus puntos programáticos, llenas de solemnidad nacional y de culto al Jefe, habían de provocar el sarcasmo de Falange, pero constituían un territorio de identidad contrarrevolucionaria en el que no hallaron la más mínima contradicción quienes lo vivían. Pues se trataba, para ellos, de ser una conciencia radical de los propios principios fundacionales de Acción Popular, no una desviación de tales propuestas. La aceptación de la estrategia de colaboración se contemplaba como espacio indispensable de disfrute del poder y zona de crecimiento de la influencia de la CEDA, y no se consideraba que hubiera diferencias radicales ni en los fundamentos doctrinales ni en la estrategia combinatoria de colaboración y amenaza permanente de ruptura, de lealtad al gobierno y de ser fuerza mayoritaria de la alternativa al propio régimen cuando este entrara en crisis. Por tanto, la movilización de la JAP debe considerarse en coherencia con la propia evolución de la CEDA, que en 1935 no solo estaba lejos de rechazar una participación tan productiva en una alianza con la derecha republicana, sino que esperaba obtener un incremento de su influencia que depositara en ella las esperanzas de un cambio gradual de régimen.[515]

A fines de año, Calvo Sotelo había conseguido lanzar su Bloque Nacional, contemplado con reticencia por los sectores legitimistas de ambos partidos monárquicos, pero que disfrutaba de la confianza de los sectores instauracionistas que más habían madurado su análisis de la quiebra del Estado liberal y su decisión de una ruptura violenta con el régimen. Tras su presentación pública demorada hasta mediados de diciembre, el Bloque Nacional compensó el escaso entusiasmo que podía despertar en sectores ortodoxos de las dos ramas dinásticas para lanzar una activa campaña de propaganda, en actos públicos e intervenciones parlamentarias, que se iniciaron con ataques al presidente de la República por su intervención abusiva en la crisis del gobierno de comienzos de año, que no había permitido el incremento de miembros de la CEDA en el ejecutivo y la adecuada canalización de una revisión constitucional.[516] Se trataba, en este caso, de debilitar la posición de Gil Robles al exigirle mayor energía para que sus exigencias de participación en el gobierno llegaran a provocar una crisis con Alcalá Zamora —algo que, como sabemos, hubo de esperar casi un año— y, además, de interrumpir la relación privilegiada y estratégica entre cedistas y radicales.

Mientras la revisión constitucional era objeto de reflexión en la prensa monárquica, planteando la necesidad de un nuevo proceso constituyente que obligara a la unión de las derechas, y afirmando la imposibilidad de una reforma en el molde republicano,[517] se organizó una agotadora campaña de conferencias y mítines, destinada a impregnar el ambiente político de una atmósfera de inestabilidad, con la permanente denuncia de la quiebra irreparable del Estado liberal y la necesidad de la alternativa propuesta en el manifiesto del Bloque. La campaña tenía otro propósito claro que no tardó en reconocerse y en aceptarse en los medios derechistas: la afirmación del liderazgo del exministro en cualquier política destinada a sustituir el régimen. El tono de la campaña se homogeneizó deliberadamente para convertir al locuaz dirigente del Bloque en la voz de aquella parte sensata y sana de España que realmente había hecho frente a la revolución y que, por ello mismo, sabía sacar las conclusiones políticas adecuadas del fracaso del régimen. El 2 de febrero, una conferencia en el Círculo de la Unión Mercantil de Madrid, teóricamente destinada a analizar las condiciones económicas y sociales del momento, pasó a ser desautorización del régimen, al señalar que «no existen, pues, causas decisivas de tipo económico, ni nacionales, ni internas, para la crisis. Su etiología es puramente política. Obedece a una inmensa indisciplina nacional», en la que cabía situar la importancia de la pérdida de valores religiosos y del sentido de unidad que España tuvo durante el Imperio. «La alternativa mundial es esta: o manda el Parlamento […] o manda unitariamente algo que está fuera y sobre el Parlamento. […] Ese es el Estado que España precisa».[518] El tema del Estado nuevo, del mando único, de la denuncia del sistema parlamentario y de la convocatoria de una ruptura nacional pasó a ser el factor constante de aquella intensa campaña. En el mismo mes de febrero, en Lorca, Calvo Sotelo acusó a Acción Popular de evitar la conquista del Estado, a cambio de lograr la conquista del poder, una distinción retórica que era denuncia del colaboracionismo, pero también afirmación de un Estado autoritario no solo posible, sino indispensable.[519] «O Estado integrador o Estado democrático», señalaba en un acto en Zaragoza al mes siguiente, indicando un dilema que iría haciéndose cada vez más habitual y significativo: «O Roma, o Moscú. Esta es la barbarie, aquella es la dignificación de Cristo, que significa tradición, jerarquía, unidad de mando y continuidad». Pero no era el momento aún de pensar en un rey, sino pasar por una etapa que fuera «postrepublicana y promonárquica», una transición para eliminar las escorias que también acompañaron a la experiencia monárquica liberal. «Lo que persigue el Bloque no es una restauración, sino una instauración de las esencias tradicionales de España».[520] Por si aún quedaba alguna duda sobre sus planteamientos de la unión de derechas para erosionar al régimen, Calvo Sotelo se apresuró a matizar sus declaraciones hechas en Zaragoza señalando, apenas dos días después, que «Gil Robles quiere servir a España sirviendo a la República. El Bloque quiere servir a España sirviéndose de la República».[521]

Tan graves afirmaciones no evitaban siquiera las referencias al golpe de Estado de Sanjurjo y la consideración de una etapa de guerra civil abierta desde hacía años: «Tesis y antítesis; orden y caos; prosperidad y miseria; España y anti-España; revolución y contrarrevolución. […] Yo necesito un Estado que se defienda y que me defienda. Que defienda la civilización cristiana, eterna y en peligro», que no se resigne a aceptar «su destrucción por lo que digan en unas horas de mal humor las urnas esparcidas por el país. […] Y a un Estado así […] yo le entrego mis derechos. Porque ahora, como hace diecinueve siglos, el camino de la redención es el holocausto».[522] En Tarrasa, el orador podía mezclar la cursilería —«yo acostumbro a recoger los aplausos que se me dedican, y ofrecerlos a las bellas damas y señoritas que, como en esta ocasión, circundan el local»— y la brutalidad: «El país necesita una larga dieta de partidos […]. No hay convivencia posible. ¿Qué tengo yo en común con anarquistas y comunistas? Ellos niegan a España, yo la afirmo. Yo soy cristiano, ellos niegan a Cristo». Hablando en Cataluña podía indicarse que la Lliga causaba más pavor que Esquerra, porque era el grupo conservador el que había iniciado el catalanismo antiespañol. Y el catalanismo reclamado volvía a las invocaciones que nunca se planteaban al hablar del nacionalismo español: «Cataluña, cielo claro, tierra fecunda, mar alegre; Cataluña, idioma musical y egregio, tradición vibrante florón predilecto de las Españas».[523] Las palabras escritas por sus partidarios llevaban estas afligidas efusiones líricas a su sentido político actual, porque al evocar Calvo Sotelo el Estado nuevo, «vinieron a la imaginación esos millares de hombres uniformados y uniformes, miles de corazones y una sola voluntad, un solo anhelo, apretadas las mandíbulas, firme el paso, saludando a un solo hombre creador y salvador». No era algo que estaba solo en la imaginación, sino en el ejemplo: «Visiones de Alemania e Italia. España ya no tiene que envidiarles, tiene ya a sus hombres, a los que oímos en Tarrasa, a sus jefes, a su Estado Mayor y al frente de este, el jefe supremo».[524] En Asturias, Calvo Sotelo, acompañado de Rodezno, expresaba los principios y la estrategia del Bloque Nacional en sendos discursos en Gijón y en Oviedo. El Bloque Nacional aspiraba a la conquista del Estado, «para estructurar un Estado autoritario, integrador y corporativo que, por ser todo eso será Tradicional, y que para ser todo, todo eso permanentemente, tendrá que ser monárquico» se proclamaba en Gijón, mientras en Oviedo relataba cómo le habían conmovido las ruinas aún visibles de la revolución de octubre.[525] En el resumen de las palabras de Calvo Sotelo en el acto de Málaga, el 2 de junio, se anotaba que «España vive una guerra civil […] pero no entre Monarquía y República, sino entre revolución y contrarrevolución», aunque había que reconocer que los gritos de la revolución eran viriles y los de la derecha en el gobierno «gritos de blandura». No le preocupaba que cayera el régimen, sino que cayera la sociedad, «y para que eso no ocurra he creado el Bloque». Porque «la revolución está ahí. No encogida […] sino con descoco, con insolencia». Afirmaba no ser fascista, porque bastaba con la tradición española y sobraba el gorro frigio. «Nosotros queremos lo tradicional».[526]

En momentos desfavorables para el Bloque, cuando se afirmaba la alianza entre Lerroux y Gil Robles en actos como el de Salamanca; cuando la derecha parecía tranquilizarse por la llegada del líder de la CEDA al Ministerio de la Guerra y Portela Valladares procedía a la prohibición de actos públicos extremistas,[527] Calvo Sotelo afrontaba el verano de 1935 indicando, con aún más insolencia que la que ya había manifestado hasta entonces, que el fascismo no era el causante del antifascismo, sino al contrario: el comunismo vestido de antifascista había sido la causa del fascismo, una causa a la que debía prestarse la necesaria atención política: «Primero fue Rusia, después fue Roma. […] Yo quisiera decir, como muchos “Ni Rusia ni Roma”, pero yo entiendo que lo esencial es no caer en Rusia, aunque para ello haya que quedarse en Roma». En España no había más que dos bandos, el de la revolución y el de la contrarrevolución, el del socialismo y el del catolicismo. «Somos antimarxistas, porque la función del gobierno incumbe a la sociedad entera, representada por un Estado fuerte y totalitario».[528] A su regreso de las vacaciones, la campaña continuaría con menor intensidad que la desarrollada con el ímpetu de la primavera.[529] La opción de Calvo Sotelo se había debilitado por la consolidación del gobierno radical-cedista y por las propias reticencias de Alfonso XIII con respecto a la actitud de los instauracionistas, lo que llevó a desagradables incidentes con ocasión de la boda de don Juan de Borbón y de Mercedes en Roma el 12 de octubre, cuando los sectores más afines al Bloque trataron de ganarse el apoyo del hijo del monarca, para lograr solo una respuesta desabrida de don Alfonso, que se refirió a las artimañas del Bloque Nacional para provocar la abdicación, a lo que Calvo Sotelo respondió que la solicitaría si creía que era lo mejor para España.[530] No era poca cosa una desautorización del monarca, aun cuando lo peor en aquellos momentos estaba en algo que, de no producirse la crisis de la mayoría que sustentaba al gobierno, podía haber frustrado la estrategia calvosotelista: la firmeza mostrada por Gil Robles en su alianza con el Partido Radical e incluso en su lealtad a Lerroux, que había conseguido granjearse un inesperado apoyo de sectores conservadores que lo identificaban con la fortaleza mostrada frente a la revolución de octubre. Recordemos que la estrategia de Gil Robles se basaba en una convicción que había expresado sin medias tintas a sus interlocutores monárquicos en junio de 1935: entre el régimen y la revolución solo se encontraban Acción Popular y su propia persona, por lo que les sugería que consideraran la conveniencia de que fracasara en su empeño por hacer posible una república conservadora que fuera avanzando hacia su revisión constitucional profunda.[531] En declaraciones hechas a comienzos de noviembre, tras haberse tramitado la crisis que entregó la presidencia del Consejo de Ministros a Chapaprieta, Calvo Sotelo afirmó que no existía ninguna diferencia doctrinal entre el Bloque y la JAP, cuyos gritos imperiales e imperialistas solo molestaban a otros, lamentando que la Juventud de Acción Popular no llegara a convertirse en el sector dirigente de la CEDA, lo que señalaba la conciencia del espacio insuficiente ocupado por el Bloque y la necesidad de aprovechar las circunstancias complicadas del otoño de 1935 en el gobierno para provocar, de una vez por todas, la ruptura de Gil Robles o de sus seguidores con la República.[532] Antes de la crisis de gobierno y la salida de la CEDA del mismo, en condiciones de una extrema gravedad institucional, Calvo Sotelo pudo reiterar, a lo largo del mes de noviembre, sus manifestaciones a favor de un Estado nuevo, de un régimen nacionalista que huyera del panteísmo, porque «no queremos que la Nación sea para el Estado, sino el Estado para la Nación». Poco importaba esa cautela repentina tras haber hablado como se había hecho previamente de la primacía del Estado: parece más interesante la localización del enemigo interior, una barbarie normalizada en todos los discursos de la contrarrevolución, incluyendo el falangista: «La Patria […] la cercan los “bárbaros de dentro” […]. Nuevos mongoles, que todo arrasarían, si se les dejase avanzar. […]. La misión del Estado sería liberar a la Nación española del peligro revolucionario. Sería articular una contrarrevolución».[533] En ese mismo momento, Falange dedicaba su II Consejo Nacional a proponer un Frente Nacional que actuara precisamente en ese sentido.

* * *

En efecto, la convocatoria realizada por el Jefe Nacional, firmada el 18 de octubre, preveía el Consejo Nacional para los días 15 y 16 de noviembre. Veintiocho designados por la Jefatura Nacional y doce por las JONS, además de los siete jefes de servicios y el secretario general —lo que daba una idea del funcionamiento vertical del partido puesto al servicio del líder— debían discutir sobre las «posibilidades de creación de un Frente Nacional Español y actitud de la Falange ante tal supuesto», siendo tema también de decisión la cuestión táctica: «¿Participación en la mecánica política constitucional? ¿Actividad circunscrita a la agitación, crítica y propaganda?».[534] Durante meses, y en especial en la primera mitad del año, Falange Española había tenido que enfrentar la consolidación de su estructura, proyecto y liderazgo en un momento que coincidía con una doble limitación: la expansión de la derecha radical a través de la infatigable y brillante tarea de Bloque Nacional de Calvo Sotelo, y el reflujo experimentado por las actitudes de resistencia que habían despertado fundadas esperanzas tras la revolución de octubre. El indispensable ambiente que había de impulsar el desarrollo del partido no dejó de propiciar un indudable crecimiento de Falange de las JONS en este periodo, que se alimentó especialmente de algunos sectores combativos de una clase media que abandonó las filas del Bloque tras haberse decepcionado por la carencia de su actividad miliciana, y que tenían su mejor expresión en el crecimiento e influencia del SEU. Por otro lado, la competencia de los seguidores de Calvo Sotelo limitaba el crecimiento del fascismo, pero sin que se produjera el impulso arrollador de una fascistización abierta en el conjunto de la derecha antirrepublicana, que continuaba disciplinada por las expectativas del populismo católico. El error indudable de no haberse sumado al Bloque desde el mismo momento de su fundación había creado ciertas satisfacciones en alguna militancia segura, pero también el desconcierto en una opinión para la que el fascismo podía ser, como lo había sido en Europa entera, un buen compañero de acción política de la derecha. La actitud inicial fue la de afirmar la propia identidad, el situarse no al margen de la derecha o de la izquierda, sino al margen de las dos derechas políticamente significativas.[535] En esa actitud, que José Antonio calificó presuntuosamente de «altiva intemperie», y que era de aislamiento político, se desarrolló la propaganda alternativa de un fascismo incapaz de abandonar la soledad en la que había caído desde las elecciones de 1933, la interrupción de la fascistización y, sobre todo, la pérdida de la ocasión propicia de la revolución de octubre, de la que se aguardaba una automática adhesión de masas a un proyecto de revolución nacional. La alusión a la estrategia de Hitler con la que Francisco Bravo se refería a la corrección del sectarismo de la primera mitad del año no era, en este sentido, una anécdota, como tampoco lo era la referencia a ese amplio sector muy importante de quienes habían asistido al I Consejo Nacional que no había tenido paciencia para mantenerse en el movimiento.[536]

Sin embargo, la actitud de Falange en los primeros meses del año no puede considerarse de una simple afirmación estética. La forma en que había debido afrontarse la crisis interna del partido y la escisión de Ledesma no había dejado caer en saco roto las advertencias sobre los riesgos de ofrecer una imagen inoperante. La soledad falangista de 1935 correspondió a las dificultades del escenario de la derecha ya subrayadas, pero tanto el partido como, en especial, su máximo líder habían adquirido otra perspectiva política, en la que la afirmación de la identidad se matizaba con las propuestas más o menos veladas de una búsqueda de solución compartida. Las afirmaciones sobre la evolución política de las derechas y la urgencia de una intervención que acabara con la pasividad del Estado y la amenaza de la revolución pueden leerse como esbozos de una estrategia y de un análisis de las circunstancias políticas, que muestran un notable avance con respecto a la actitud que provocó la crisis del partido a finales de año. A lo largo de todo 1933, en pleno proceso de fundación de FE, y en los meses que siguieron a la fusión con las JONS, el partido se había limitado a esperar, como cabía hacerlo en las condiciones iniciales de un rápido e ingente proceso de fascistización, que acudieran a sus filas sectores importantes de la juventud española y una amplia simpatía de las clases medias conservadoras. La ocasión de octubre de 1934 no mostró solo la incompetencia del mando, sino también los resultados de una pésima organización y de las falsas expectativas que toda la militancia nacionalsindicalista había compartido, de modo que la amargura por la incapacidad por hacer del 7 de octubre la fecha de un renacimiento nacional en el que el fascismo ocupara un lugar privilegiado —o que ofreciera las condiciones adecuadas para el fortalecimiento del fascismo— fue mucho más consciente y dolorosa. Si, en su intervención en el parlamento el 25 de enero de 1935, José Antonio se refirió a la ocasión perdida, cuando pudo ponerse fin a la sublevación iniciando un nuevo proceso de regeneración nacional,[537] no tardaría en referirse a la necesidad de afrontar en mejores condiciones ideológicas y estratégicas los riesgos con los que se encontraba España: la desactivación de la misión histórica del Estado, la ausencia de conciencia nacional y la amenaza de una nueva revolución socialista y separatista. En este sentido, las afirmaciones de una identidad falangista no se alejaban de la necesidad de dar respuestas que, para desgracia del fascismo español, no se encontraban cercanas por la actitud de la inmensa mayoría de la derecha española, situada en la disciplina populista católica y, por tanto, en la esfera de los pactos gubernamentales iniciados tras las elecciones de 1933.

La actividad de Primo de Rivera se desplazó de los mítines en pequeñas localidades rurales a actos de propaganda realizados en capitales: Salamanca el 10 de febrero, Valladolid el 3 de marzo, Jaén el 7 de abril, Córdoba el 12, Madrid el 19 y Oviedo el 26 de mayo, Málaga el 21 de julio… además de conferencias y actos en otras pequeñas poblaciones. Desde el primero de estos actos, José Antonio no dejó de reprochar a los gobernantes republicanos haber permitido que el ímpetu del 14 de abril se perdiera en una frustración que los españoles no merecían, habiendo depositado su ilusión en aquella fecha. Se había recorrido un largo camino desde las condenas sumarias del régimen en las filas de la Unión Monárquica Nacional hasta subrayar, como rasgo específico del falangismo, el tema de una revolución pendiente, aplazada de nuevo por quienes habían dispuesto de una oportunidad memorable. Los dirigentes republicanos «perdieron el tiempo, dedicados a un esteticismo monstruoso, jugando con los valores más caros al alma popular y menospreciando las ansias espirituales del pueblo». Tan clara alusión a los ataques republicanos al catolicismo iban acompañados de un reproche a la actitud de los populistas y agrarios en las Cortes, que, compartiendo gobierno con la masonería, no habían acabado con las leyes laicas y habían desaprovechado la gran ocasión de rectificación nacional de 1934.[538]

En el primero de los grandes actos celebrados en el año, en el Teatro Calderón de Valladolid, José Antonio inició las reflexiones de carácter más ideológico o de diagnóstico general sobre las condiciones de la crisis de España y el lugar que Falange ocupaba en ellas. Dos meses después de la escisión, recordar el primer aniversario de la unificación con las JONS había de afrontarse de manera enérgica, con la seguridad de presentar un proyecto político y no una mera zona de exhibición simbólica. Tras recordar que podían haber perdido sus ilusiones quienes creyeron que el falangismo era solo un instrumento armado al servicio de otros, para ser reconocido ya como un ejército completo, José Antonio señaló que la crisis que vivía España, como le ocurría a todo Occidente, era el resultado del agotamiento de las edades clásicas que, una vez obtenida la plenitud de la unidad, entraban en una fase de desconfianza o de relajamiento cultural. La unidad espiritual que había logrado el catolicismo con Santo Tomás, en el siglo XIII, había sido desguazada por el relativismo liberal del XVIII. Una nueva doctrina con dispositivos de abnegación y mística revolucionaria, el comunismo, ponía en peligro todos los valores espirituales. Frente a este riesgo, para salvar las verdades absolutas y los valores históricos, había de organizarse un movimiento nacional. José Antonio señalaba la insuficiencia de unos Estados totalitarios que identificaba con el liderazgo genial de personajes que habían devuelto la fe a sus pueblos, pero que lo habían hecho con proyectos opuestos, uno romántico —el de Alemania—, inspirado en el particularismo racial de la comunidad, y otro clásico —el de Italia—, basado en los valores clásicos de un imperio universal. Frente a ello se encontraba otra respuesta, una totalidad española que no se limitaba a una forma de Estado, sino a la concepción de la nación como unidad de destino en lo universal, que permitía que el Estado español pudiera asumir las tareas esenciales del Poder. No existía la posibilidad de parches técnicos, como un corporativismo que pretendía reconciliar el capital y el trabajo en lugar de crear la comunidad de empresa. De una valoración cristiana del individuo partía la organización del poder, porque Falange nunca había creído en el panteísmo del estado y sí en la pertenencia a una comunidad de personas portadoras de valores eternos.[539] La presencia de la doctrina social cristiana no servía solo para esquivar las acusaciones de imitación de un fenómeno «extranjero», sino también para situar el lugar preciso del fascismo en una tradición cultural propia, que incluía una definición de las relaciones entre individuo, comunidad y Estado que, en su definición de la solución española, podía resultar muy cercana a los postulados de otros sectores de la derecha antiliberal. El editorial del primer número de Arriba, debido como siempre a la pluma de Sánchez Mazas, reafirmaba este principio distintivo, el de la unidad de la patria como proyecto total del fascismo español. Como en el pecado original del hombre, el pecado original de las naciones residía en la escisión.[540] El sentido de la totalidad, en la concepción unitaria de la nación, era lo que impedía que cualquier otro proyecto tuviera soluciones,[541] lo que permitía a Falange distinguirse de cualquier política de partido sin que ello fuera tomado como indiferencia[542] e incluso lo que podía explicar el rechazo de una afirmación ideológica de los trabajadores en la izquierda o la derecha.[543]

Que esto no significaba el paso a una actitud moderada, sino la búsqueda de un camino propio para el fascismo español, se demostraba en la célebre conferencia dada en el Círculo Mercantil de Madrid el 9 de abril, en la que Primo de Rivera realizó el examen más detallado de lo que Falange aportaba a la crisis en la que se encontraba la civilización. En un acto que debía ser contemplado como una parte de la campaña de propaganda contra el régimen a cargo de la derecha, el líder falangista se esforzó en dar la dimensión adecuada a una intervención en la que la reflexión académica había de ir acompañada de la acentuación del perfil propio del fascismo y, al mismo tiempo, debía ir asociada a la propuesta de espacios comunes de la contrarrevolución. Por ello, la referencia a un mundo que se había descarriado desde la crisis de la escolástica y la llegada del Renacimiento y de la Ilustración correspondían a la ortodoxia del pensamiento nacionalista más conservador, incluyendo la equiparación del liberalismo político y el liberalismo económico en la fatal desembocadura de esta deriva. El resultado del liberalismo político había sido la pérdida de la verdadera representación del pueblo, la disgregación y la pérdida de la función responsable del Estado. El producto del liberalismo económico había sido la pérdida de la prolongación del hombre en su propiedad y la creación del capitalismo como un sistema que venía a negarla. Además del dominio del capital financiero sobre la actividad productiva, el sistema capitalista había llevado a aspectos que parecían confirmar el diagnóstico de Marx, aunque nunca sus soluciones: la «aglomeración» de capital, la proletarización, la crisis de sobreproducción y el desempleo masivo. Todas estas condiciones podían anunciar la catástrofe de otra guerra en Europa, que cabía situar en la falta de responsabilidad de un Estado liberal que se empeñaba en considerarse ajena a su misión la autoridad organizadora de la vida de una nación. La democracia, al permitir el sufragio universal, había conducido a que el Estado se considerara mero reflejo de la voluntad de los individuos y careciera de un sentido propio, de una conciencia del cumplimiento de un destino nacional. Las soluciones técnicas concretas tenían que pasar por una tarea previa, que modificara las actitudes ideológicas fundamentales con las cuales se afrontaba el análisis de la realidad. De lo que se trataba, para empezar, era de ofrecer a los españoles su integración en la patria, la nacionalización del pueblo, su ingreso en un destino colectivo. Nada podía hacerse con la división convencional de izquierdas y derechas que, situadas en los esquemas clásicos del liberalismo, se empeñaban en ser indiferentes a la nación o solo preocupadas por el restablecimiento de la autoridad. Ni Estado fuerte, ni armonización de capital y trabajo, ni Estado corporativo. La propuesta del nacionalismo falangista era una revolución que rescatara al individuo de la única forma posible: integrándolo en una comunidad, en una función productiva, en un Estado. No se trataba de la absorción del individuo por al Estado, sino de que cada español tuviera el mismo destino en una patria organizada por un nuevo Estado, responsable, no indiferente, en la que la tarea cotidiana del hombre adquiriera de nuevo sentido. Una tarea plasmada en la unidad de la patria, en el orden universal que debía ver en la actividad social «el destino individual, el destino de España, y de Europa y del mundo, el destino total y armonioso de la Creación».[544]

El mayor esfuerzo había de dedicarse, con todo, a la organización del mitin de Madrid el día 19, en el que habían de intervenir, junto a José Antonio, Valdés, Redondo, Mateo, Ruiz de Alda y Fernández-Cuesta. El discurso del líder de Falange fue, ciertamente, memorable, con expresiones que habían de constar en el futuro de la liturgia del fascismo español, como la célebre referencia al paraíso sin descanso en cuyas puertas hicieran guardia los ángeles con espadas. Lo que fue conocido luego como «Discurso sobre la revolución española» se editó en el número 10 de Arriba, que destacó sobre el resto de los publicados en su presentación tipográfica, con un inmenso yugo y flechas colocadas sobre la portada y bajo el titular de «Una jornada memorable», escrito en gruesos caracteres sobre la instantánea en la que aparecía, en plena intervención, Primo de Rivera, escoltado por los portaestandartes del partido. En el acto, Raimundo Fernández-Cuesta dio los nombres de los caídos —«los mártires»—, saludados con los gritos de rigor. Onésimo Redondo basó su intervención en «el fracaso del industrialismo», en la primacía del campo y en la «necesidad de una raza fuerte». Ruiz de Alda, en la alternativa a la decadencia española: el renacer a través de la revolución nacional. Manuel Mateo hizo alusión al carácter nacional y popular del movimiento, alternativa a la división que expresaban al unísono el liberalismo y el marxismo. Valdés indicó que, de querer señalar cuál era el perfil que podía caracterizar a Falange, se podía responder que «la juventud está con nosotros». Partes de un ritual fascista que distribuía en diversas intervenciones elementos claves de una identidad —incluyendo el obsceno y comprensible olvido de Ledesma Ramos al citar a los fundadores de las JONS, que implicaba la necesaria construcción de una tradición propia—. El acto, primero celebrado en Madrid desde el que dio lugar a la fundación de Falange, había de reservar a los asistentes una propuesta clara del proyecto de revolución nacional que completara el ciclo abierto el 29 de octubre de 1933. Se aludía a él como preludio que «tenía el calor, y todavía, si queréis la irresponsabilidad de la infancia». El acto era presentado por José Antonio, ahora, como una rendición de cuentas. Y en ella, el movimiento deseaba poner sus orígenes en el 14 de abril, es decir, en su frustración como revolución nacional. No había caído entonces la monarquía, sino su remedo liberal, la cáscara vacía de un Estado sin autenticidad. Por ello, era justa la alegría de su proclamación, de la que muchos de los asistentes habían disfrutado. Pero aquellos hombres que se encargaron de España no podían conducir una revolución para la que carecían del sentimiento elemental de españolidad. Ese sentimiento no implicaba venerar lo existente, sino amar a la patria con afán de perfección: «nosotros amamos a España porque no nos gusta […]. Nosotros amamos a la eterna e inconmovible metafísica de España». Debía acabarse con una base material sobre la que no podía construirse la revolución española, porque el capitalismo era la negación del individuo y de la propiedad como la prolongación social de la persona. Pero la alternativa marxista horrorizaba a todo aquel, «a todo occidental, a todo cristiano» que no deseaba ver la sociedad convertida en un «hormiguero» de «animales inferiores». En cambio, la alternativa nacional deseaba sustituir el régimen por la armonía de las entidades orgánicas que constituyen una comunidad: el municipio, la familia y el sindicato. Precisamente el atraso económico español podía hacer más fácil este retorno a los ideales de una comunidad armónica no contaminada por la deshumanización y la fragmentación capitalista —una idea a la que Sánchez Mazas habría de dedicar pintorescos y significativos editoriales en el semanario del partido—.[545] La revolución había de ofrecer la devolución a los españoles de las dos ambiciones que el 14 de abril les había hurtado: la conciencia de una misión nacional y la armonía de una sociedad fraterna. Frente a la República se movilizaban quienes no habían comprendido que el 14 de abril no había caído una monarquía sustancial, sino aparente. También quienes, en el populismo, con independencia del respeto que merecía Gil Robles, se empeñaban en copiar los esfuerzos de movilización de masas de la izquierda e incluso los del fascismo. Al 14 de abril no se le reprochaba que fuese revolucionario, sino que fuese estéril, «que frustrara una vez más la revolución pendiente española». Por ello, lo que traía la Falange era un sentimiento de protesta, de descontento, de amargura, destinado a reinstaurar el común dominio de la patria.[546]

El planteamiento del proyecto falangista, expuesto en estos textos fundamentales del líder del partido, se acompañó de algo que resultaba indispensable para comprender en su justa medida en qué consistía el aislamiento basado en la solitaria lealtad a esa unidad de destino en lo universal, a esa tradición recuperada en lo que tenía no de pasado, sino de eternidad. Mientras los editoriales, escritos por Sánchez Mazas, planteaban aspectos esenciales del «estilo» falangista,[547] José Antonio se dedicaba tenazmente a los comentarios fundamentales de la actualidad política española, con un sentido pragmático muy alejado de lo que pueden hacer suponer una escenificación que cobraba su sentido como espacio de afirmación, aunque también como exposición ideológica significativa. La referencia al 14 de abril como frustración se concretaba, en este espacio, en «una tremenda responsabilidad» que había malogrado una esperanza, pero cuyos errores se apreciaban en datos muy precisos: el Estatuto de Cataluña, la destrucción del ejército, la ofensa a los sentimientos religiosos, la no realización de la reforma agraria mezclada con actos abusivos, la política económica desquiciada, la conversión de España en una colonia de la Internacional socialista, de la masonería y del Ministerio de Exteriores francés. A aquel bienio terrible había sucedido un «bienio estúpido» que había vuelto a frustrar las esperanzas de nacionalización que le dieron la victoria electoral, permitiendo que se asistiera ahora a la reagrupación de un marxismo vencido en la revolución de octubre. Tratando de salir al paso de la decepción, los populistas hacían promesas olvidando su condición de minoría mayoritaria y su pertenencia al gobierno, y el Bloque Nacional se permitía exhibiciones de un fascismo artificioso. «España se ha perdido a sí misma, esa es su tragedia. Vive un simulacro de vida» sin contar con los vínculos indispensables que, en lo material y lo espiritual, constituyen una patria. «¡Basta de falsificaciones!: otra vez hay que salir contra quienes quieren arrancarnos del alma la emoción española».[548] La derecha debía ser denunciada por haberse desprendido de sus elementos espirituales y pasar a ser mera representación de intereses económicos.[549] Pero había de ser acusada, especialmente, por haberse permitido el abandono de una gran tarea nacional, lo que había permitido el resurgimiento de un catalanismo cuyo origen —cabía recordarlo— se encontraba en la pérdida de las colonias en 1898 y la imposición a España de las mejores circunstancias económicas para la burguesía catalana: « El catalanismo era una especulación de la alta burguesía capitalista con la sentimentalidad de un pueblo».[550]

Sin embargo, la línea más interesante no se encontraba en la tediosa retórica de las izquierdas y las derechas equivalentes, de las izquierdas justas, pero antinacionales, y las derechas falsamente patrióticas por su indiferencia social. Lo más significativo en artículos de autoridad era el esfuerzo permanente que se realizó por Primo de Rivera para exigir a Gil Robles —es decir, al catolicismo político español— que cumpliera con la misión histórica que le correspondía, al disponer de dos elementos fundamentales: el apoyo abrumador de las masas conservadoras y el enlace entre su propuesta política y la fe religiosa del pueblo español.[551] Los elogios al líder de la CEDA contrastaban con las amargas y crueles alusiones —o con el no menos desdeñoso silencio— ante las actividades del «fascista» Calvo Sotelo. A Gil Robles se le incitaba a abandonar la tutela de El Debate, recordando cómo un político elegido en provincias había acabado por construir, por su genio y energía, la primera movilización de masas conservadoras tras la implantación de la República. Gil Robles, «tan vigilante y rápido en las respuestas, tan aparentemente despótico en el Parlamento», no era más que el «prisionero de una tupida red que pasa por cámaras y cancillerías», aunque en él se adivinara, cuando tomaba la palabra, el fuego patriótico que alguna vez podría librarse de la tutela de las conveniencias políticas que podían anularlo.[552] Cuando se produjo la crisis gubernamental de marzo-abril, que supuso el abandono momentáneo del gobierno, se consideró que Gil Robles no había roto con Lerroux, sino con El Debate, dando paso a la feliz emancipación del líder de la CEDA, que, a pesar de las diferencias políticas, «no podemos, sin embargo, dejar de ver con buenos ojos esta liberación de fuerzas, estén donde estén […] que recobran lenguaje y apostura nacionales».[553] La renovación del pacto entre Gil Robles y Lerroux, y la formación de un gobierno en el que la CEDA quedaba muy reforzada, atenuaba tales esperanzas, aunque de forma muy matizada. Se reconocía la pérdida de impulso nacional que la CEDA tuvo en 1933 —lo cual ya es una toma de posición cargada de significado—, pero se indicaba que el partido católico no estaba preparado para el Poder —con mayúscula—. «A la Falange no le molesta el triunfo de la CEDA. Y le hace pensar que se irán cumpliendo en España, como en otras naciones, con el intermedio populista, las etapas fatales». Una advertencia sobre la función al mismo tiempo de bloqueo y de posterior apertura que el catolicismo político europeo había realizado ante el fascismo en Italia y Alemania. A Calvo Sotelo, simplemente, se le despreciaba como el «Gil Robles que ha llegado tarde», manteniéndose la actitud de preferencia por una de las expresiones de la derecha española: la confesional y la que disponía de mayor apoyo de masas.[554] Solo una semana después José Antonio escribía que «El Sr. Gil Robles ha llegado al punto decisivo de la partida que se está jugando con la Historia». Tenía todos los triunfos en la mano, y de sus actos dependía que quedara en la historia como una personalidad secundaria, o que alcanzara un rango excepcional. El artículo acababa con una frase estremecedora, viniendo de quien había proclamado su indiferencia por las fuerzas organizadas a izquierda o derecha: «¡Si el Sr. Gil Robles se decidiera!».[555] Tales elogios contrastaban con las jocosas referencias a la JAP, unas veces por ser burdas imitadoras del fascismo y otras porque su dirigente Luciano de la Calzada se había atrevido a plagiar en ABC la definición de comunidad nacional y de las fórmulas de organización del Estado que había proclamado la Falange.[556] Sin embargo, para Gil Robles quedaban los reproches por pactar con radicales, agrarios y conservadores,[557] dejarse engañar por el habilidoso Lerroux,[558] o por su insensato pacto con los políticos sin futuro del radicalismo, solemnizado en Salamanca.[559] De hecho, hasta el final del año, no dejaría José Antonio de hacer llamamientos al líder católico, apenándose de su mala suerte por el descubrimiento de la corrupción de un gobierno en el que nunca tenía que haber participado,[560] reprochándole la oportunidad perdida, que le había conducido incluso a perder su visión estratégica[561] o, de una forma mucho más solemne, dedicándole un auténtico y respetuoso obituario político: «Gil Robles ha malogrado un bello destino, y lo que es peor, ha defraudado las esperanzas de mucha gente que le siguió con fe emocionante».[562]

En estos meses previos a la convocatoria del II Consejo Nacional, y previos también a la crisis del gobierno radical-cedista, Falange había movido sus fichas perfilando mejor una definición del proyecto de la revolución nacional, y proporcionando un claro flanco abierto a la colaboración con un sector de la derecha. En esa definición del proyecto se encontraban las actividades del sindicalismo obrero falangista, al que se dedicó una página en todos los números de Arriba, y en el que la CONS se limitó a denunciar el servicio a los intereses del partido y antinacionales que prestaban las organizaciones obreras existentes, en especial la UGT,[563] o la invasión de España por capitales extranjeros,[564] zonas que permitían señalar la primacía de la unidad y la independencia nacional, amenazadas ambas por el capitalismo extranjero o por la estrategia de las internacionales obreras. Mayor impacto había de tener la actividad del SEU, revitalizado tras hacerse cargo de su dirección Alejandro Salazar y haber realizado su I Consejo Nacional, en abril de 1935. Tratándose de la más temprana organización sectorial de Falange, pasó a ser también la que dispuso de una mayor actividad e influencia, logrando mayor empuje y autonomía bajo el nuevo liderazgo.[565] El 26 de marzo de 1935, salía el primer número del semanario Haz, órgano del sindicato, que desde el primer momento se presentó como el defensor del interés de todos los estudiantes, algo que enfrentaba a los falangistas con los intereses de partido en que se movían las otras organizaciones universitarias o escolares.[566] Los resultados del I Consejo Nacional incluyeron la aprobación de los Puntos Básicos del SEU, cuyas aspiraciones no parecían presentar a estos jóvenes precisamente como la vanguardia radicalizada o el sector más izquierdista del movimiento, precisamente: la posibilidad de estudio para todos los españoles; retribución adecuada y calidad de los catedráticos; uniformidad de la enseñanza en toda España; examen de ingreso en las universidades; disciplina de la masa escolar; rechazo de toda huelga «que no esté justificada por altos motivos de interés nacional»; sindicación única y obligatoria; formación deportiva obligatoria.[567] Al órgano del SEU correspondió, sobre todo, asumir las consignas más combativas, pero no las más radicales socialmente, del fascismo, como las referentes al elogio de las milicias,[568] el rechazo del sentido pasivo de la vida de la JAP,[569] ver como José Antonio se refería en sus páginas a la «siesta» política y nacional que vivía España[570] o que el fundador de Falange se refiera a la necesidad de una política de minorías que hiciera comprender que un pueblo sin savia nacional no podía salvarse por sí mismo.[571] Había espacio, sin embargo, para que en la propaganda del SEU se hiciera referencia a uno de los principales factores de la radicalización del movimiento juvenil y universitario en Europa, el desempleo profesional, al que Fernández-Cuesta dedicó una extensa reflexión en el número extraordinario del 12 de octubre.[572] Y, naturalmente, para que en sus páginas se publicara el famoso y, según creo, bello «Homenaje y reproche a D. José Ortega y Gasset» de Primo de Rivera. Además de entregar el texto a la revista del SEU, el interés radica en la misma evolución del líder falangista en la relación entre política e intelectuales, que contrasta tanto con el desprecio que mostró al referirse a la oposición a la dictadura, como con el contraste entre acción política y reflexión intelectual que se dio en los números iniciales del fascismo español. Se encontraba en el artículo la distinción entre la tarea pausada del intelectual y la «partida contra el tiempo» de los políticos, entre la duda permanente y la necesidad de dictar consignas del conductor de masas. Pero en Ortega podía verse una actitud indispensable para el intelectual y político al tiempo, tan necesaria para España en aquellos momentos que se juzgaban estériles: la relación estrecha con el espíritu del 98 y la contemplación de la política como un asunto en el que no cabía la frivolidad del táctico sin principios. El silencio de Ortega era lo que se reprochaba, no su participación inicial en la construcción del régimen a destruir. Se trataba, nada menos, que de considerar a Ortega como el padre de la generación que dio luz al falangismo.[573]

Antes de que se entrara en el verano, y cuando ya parecía inevitable la prolongación de la alianza gubernamental con la inclusión del populismo católico en lugares dominantes, José Antonio planteó la necesidad de dar una perspectiva que uniera las ofertas fallidas a un cambio de estrategia de la CEDA y las tareas de elaboración y difusión del discurso falangista a un nuevo escenario. Según lo señaló el primer cronista de la reunión celebrada en el Parador de Gredos en junio de 1935, José Antonio le señaló su seguridad de que, tras la oportunidad de octubre de 1934, España había entrado en una apatía de la que cabía esperar la recuperación de la izquierda, que dispondría del poder en cuanto volvieran a convocarse unas elecciones. Por ello, había de plantearse, junto a la continuidad de la propaganda, la organización del partido y las denuncias del colaboracionismo cedista, la posibilidad de realizar algún acto de fuerza que sirviera como ejemplo y llamada a los sectores sanos de la nación, empezando por los sectores del ejército más opuestos al régimen. El sábado 16 de junio se celebró el encuentro en el primero de los paradores nacionales que se levantaron en el reinado de Alfonso XIII. La Junta Política, reunida en un pinar cercano al hotel, pudo escuchar el análisis de la coyuntura política en la que no se preveía más que el triunfo electoral de Azaña y del conjunto de la izquierda, lo que obligaba a Falange a la sublevación, en solitario o, cosa más probable, con el apoyo de militares dispuestos ya a proporcionar diez mil fusiles a las milicias del partido. Se proponía una concentración en una localidad próxima a la frontera con Portugal —probablemente Fuentes de Oñoro— que pudiera servir como prendido de mecha para preparar la guerra civil, con una proclama «planteando un hecho consumado a los patriotas de corazón». La discusión de dos días mostró las diferencias entre los miembros de la Junta Política, entre los más entusiastas y quienes expresaban mayores dudas ante aquella operación. Según Francisco Bravo, no se trató de una simple posibilidad entre otras, sino de un objetivo central de conspiración al que se sometieron todas las actitudes de Falange desde aquel momento. Redactada la crónica en marzo de 1937, antes de que se produjera la unificación, esa búsqueda de la guerra civil podía presentarse como un derecho de primogenitura que permitía situar a Falange en la primera línea de la organización de la lucha armada y del contacto con la oficialidad simpatizante desde un año antes de que se produjera la sublevación del 18 de Julio. Con todo, ningún otro de los presentes llegó a publicar sus recuerdos de la reunión, que solo se completaron con algunas declaraciones posteriores de otros asistentes, que señalaron entre los generales citados a Franco, aunque tal aclaración se realizaba cuando la guerra había ya finalizado, y puede tenerse en cuenta a otros, en especial a Sanjurjo.[574]

Lo que pudiera haber de realista en la estrategia propuesta en el Parador de Gredos es, quizá, menos importante que la visión que deseaba dar José Antonio, en un momento difícil para la organización —la consolidación del apoyo de la derecha católica al régimen y la recuperación imparable de la izquierda—, tanto a sus propios camaradas como a personas con las que podía haber tomado contacto, en el seno de la oficialidad y en sus relaciones con la Italia fascista, a donde había acudido de nuevo Primo de Rivera en abril-mayo. Como es sabido, precisamente a ese momento corresponde la concesión de una importante ayuda financiera conseguida por Ciano, a lo que José Antonio respondió inmediatamente con un denso informe político sobre la situación en España. En él, las condiciones del triunfo de la izquierda en las próximas elecciones que se celebraran se acompañaban de tres elementos: la impotencia absoluta de los grupos monárquicos, el desencanto que ya se producía en los mandos militares que habían depositado en su confianza Gil Robles —persona que continuaba ganándose los elogios de Primo de Rivera— y la fuerza del «único partido fascista» existente en España, FE de las JONS, que había conseguido evitar los daños de la escisión del fundador del nacionalsindicalismo y que estaba extendiéndose en zonas estudiantiles y obreras, siendo la fuerza con la que se podía contar para colaborar con los militares en el momento de asaltar el Estado.[575] Importaba, sobre todo, señalar que Primo de Rivera y la Junta Política de Falange habían comprendido que cualquier estrategia de captura del poder por el fascismo pasaba por caminos ya experimentados en Europa, muy lejanos a la intemperie que trataba de transmitirse orgullosamente a los militantes como un mito estético y que no dejaría de promocionarse en los años de la guerra civil y la posguerra. Nada quedaba descartado, como habría de verse en las propuestas políticas que se ofrecerían a fines de año, en plena crisis de la coalición derechista: ni la coalición electoral, ni la acción violenta en la calle como preludio de un golpe, ni la colaboración activa con las fuerzas del orden en un Putsch fundamentalmente militar, pero que diera a la organización fascista la legitimidad de ser el único apoyo político de la operación. De hecho, todos estos factores podían plantearse en un único proyecto, como se había podido hacer en Italia y en Alemania.

El II Consejo Nacional se reunió los días 15, 16 y 17 de noviembre. El programa propuesto para la discusión se centraba, como ya se ha comentado, en la constitución de un Frente Nacional y, en todo caso, en la actitud a tomar por Falange en su colaboración con las derechas, en caso de que esta fuera aprobada, siendo obvio el camino hacia un proceso electoral, en cuanto se agudizaran las discrepancias de la coalición de gobierno. Por ello, la aprobación de un Frente Nacional acababa con cualquier ilusión que aún pudiera hacerse sobre la «equidistancia» política de Falange e incluso sobre su autarquía doctrinal: el campo de pertenencia era el de la derecha y, además, el de una derecha que consideraba como tarea prioritaria la liquidación de la República, por lo que el Frente Nacional era solo el resultado de una reunión de las fuerzas políticas españolas frente a la Antiespaña. El 17 de noviembre, el Consejo se clausuraba con un gran mitin en el cine Madrid, en el que se daría cuenta de los acuerdos tomados o, por lo menos, de la línea central que estos señalaban para que el fascismo pudiera ocupar un lugar central en el campo magnético de la estrategia contrarrevolucionaria. Fernández-Cuesta fue coherente en este punto, al indicar que Falange solo podía encontrarse en soledad o en compañía de los sectores contrarrevolucionarios. Con Falange había que contar, sin embargo, porque sin el orden nuevo que ella propugnaba «España, más tarde o más temprano, se hundirá en el más espantoso comunismo […], caerá en manos de la revolución, de esa revolución que tanto se teme pero que sigue viva, latente y poderosa».[576] El largo y denso discurso de José Antonio era una hábil defensa del papel singular del fascismo y del llamamiento general a que toda la derecha asumiera la grave responsabilidad ante la amenaza de la revolución. Por eso, conviene medir unas palabras que se dirigían a enardecer a los asistentes, pero que también se pronunciaban para atemorizar a quienes se hallaban angustiados por la incertidumbre. José Antonio podía referirse de nuevo a las condiciones previas al 14 de abril y a la ilusión forjada entonces, comparándola con la impresión de vísperas de noviembre de 1935. Pero añadía que el triunfo de Azaña que podía esperarse no sería ya el de un político que había tenido la ocasión de rehacer España, sino que el dirigente republicano habría de llegar «sobre el lomo de otras masas harto distintas, de las masas torvas, rencorosas, envenenadas por los agentes españoles del bolchevismo ruso». La propaganda socialista permitía observar la bolchevización de sus juventudes y de la tendencia más radical que se adueñaba del PSOE. Lo que se avecinaba era «la amenaza de un sentido asiático, ruso, contradictorio con toda la manera occidental, cristiana y española de entender la existencia». Un futuro «sin sentimientos religiosos, sin emoción de la patria, sin libertad individual, sin hogar y sin familia», en la que los obreros ni siquiera serían libres de disponer como quisieran de su ocio familiar. Ese infierno no era el mal absoluto, sino «la versión infernal del afán hacia un mundo mejor», porque el comunismo era el resultado del fracaso de la burguesía. El liberalismo había conducido a que «la colectividad, perdida la fe en un principio superior, en un destino común, se divida enconadamente en explicaciones particulares». Llegaba el fin de una plenitud clásica y se anunciaba un nuevo ciclo ascensional, una nueva Edad Media, que previamente había de pasar, como se había indicado en el discurso de Valladolid del 3 de marzo, por una nueva «invasión de los bárbaros». La catástrofe de la civilización pasaba a ser la garantía de la regeneración, de la palingenesia. De nuevo, como había hecho en sus discursos centrales anteriores, Primo de Rivera señalaba que las respuestas a la barbarie no podían ser ni las propuestas liberales o libertarias ni un Estado totalitario que, impuesto en otros puntos con heroísmo admirable, tenía una impresión de interinidad. Precisamente a España le estaba encomendada hallar en su propia entraña una solución definitiva, que se basara en la concepción falangista de la unidad de destino, capaz de ofrecer una idea de permanencia de la comunidad, de conciencia de su ser orgánico, de su capacidad para romper con dinámicas fragmentarias propias de la modernidad que la juventud española no podía tomarse en serio. Lo que se proponía, como plasmación de esas ideas de resurgimiento nacional, era la constitución de un Frente, cuyo propósito no podía reducirse a lo electoral porque España no se enfrentaría a unas elecciones normales, sino a la opción entre «el frente asiático, torvo, amenazador, de la revolución rusa en su traducción española, y el frente nacional de la generación en nuestra línea de combate». De ese Frente había que excluir las actitudes reaccionarias e inmorales. Y a esa negación había que ofrecerle la afirmación de una base material sobre la que pudiera sobrevivir el pueblo y un impulso espiritual que devolviera a los españoles su conciencia en un destino nacional colectivo. En el fascismo de José Antonio no existía la idea simplemente proyectiva, sino la necesaria visión de una patria en la que se nacía ya, irrenunciable, irrevocable, hallada en el momento de llegar al mundo, con toda su historia levantada ante las generaciones jóvenes como justificación de la unidad. Esta actitud podía distinguirse del nacionalismo: «El ser nacionalista es pura sandez; es implantar los resortes espirituales más hondos sobre una mera circunstancia física; nosotros no somos nacionalistas, porque el nacionalismo es el individualismo de los pueblos». Unas palabras tomadas literalmente del pensamiento tradicionalista y de su crítica al «exagerado» nacionalismo fascista europeo. A ello podía añadirse otro guiño lanzado al propio público y a la derecha española: se pensaba que la religión y el ejército eran cosas llamadas a desaparecer, «¡La sotana y el uniforme! ¡El sentido religioso y militar! ¡Cuando lo religioso y lo militar son los dos únicos modos enteros y serios de entender la vida!». Para finalizar, José Antonio convocaba a todos a unirse al proyecto fascista español, tan abiertamente escorado ya hacia posiciones que podían resultar tan familiares al pensamiento tradicional católico español. Ahí se encontraba una Falange en su puesto de guardia, en horas de servicio y sacrificio, advirtiendo de la catástrofe inminente y de la necesidad de la regeneración nacional. Si los demás no querían acudir… «Peor para España. La Falange seguirá hasta el final en su altiva intemperie».[577] Una intemperie que no se buscaba, sino que solo podía ser el resultado de que la derecha —¿o es que alguien podía pensar que otros eran los convocados?— hacía oídos sordos a la inminencia de la crisis terminal de una civilización.

Por ello, Sánchez Mazas podía saludar la propuesta como un Frente Moral: todos los temas económicos que se proponían carecían de interés si no se colocaban en una defensa de la reconstrucción moral de España, en la salvaguarda de un patrimonio «amenazado por la siniestra barbarie».[578] Puro discurso de unidad nacional, puro discurso de la contrarrevolución, dispuesta a comprender que solo a través del enfrentamiento armado, de la movilización de las masas y de la implicación de las fuerzas que garantizaban el orden físico y moral de la sociedad, podría afrontarse una situación que ya no admitía remedios electorales. Como contrapartida a aquellos católicos que habían querido reducir ese catolicismo nacional y universal a cuestiones de defensa dinástica o del sistema económico, proclamaba Sánchez Mazas, había surgido la Falange. La denuncia de la CEDA tenía su mayor carga de prueba en haber renunciado al impulso inicial que pudo haber acabado antes con las condiciones del sistema y que, además, dejó engañada a una zona sustancial de la población católica y tradicionalista española. «Santa Lucía les conserve la vista a unos y a otros, y el Espíritu Santo nos asista. Solo hay que esperar a dar la gran voz: “¡A caballo, muchachos!”».[579]