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LA FORMACIÓN DEL PARTIDO FASCISTA (1931-1934)

NACIONALSINDICALISMO Y CONTRARREVOLUCIÓN EN LA PRIMERA MOVILIZACIÓN CONTRA LA REPÚBLICA (1931-1932)

Y no es tan esencial que surjan y vivan unidas orgánicamente, bajo un solo jefe, un mismo nombre e idénticos postulados, las fuerzas nacientes, como que existan uno o dos principios de negación —antimarxismo, antiparlamentarismo— y otros de construcción —fe hispánica, justicia social, orden político cristiano— que cobijen un ancho frente de resurgimiento nacional y proyecten armonía en la diversidad.

No demos hoy por hoy tanta importancia a la unidad como a la intensidad. Así como no puede pretenderse que un caudal en su nacimiento atraiga todas las corrientes que fluyen por modo natural en una cuenca, ni que fecunde solo a la extensa superficie de ella, sería contra la naturaleza de las cosas que, en el periodo de iniciación, la imponente masa capaz de sentir a España fielmente discurra por un solo cauce.

[…] Es una variedad fecunda y, es, sin duda, inevitable, pero, además, deseable, en periodo de iniciación como hemos dicho. Busque cada cual espontáneamente su propio partido: haya varios en el frente del resurgimiento nacional, que puedan acoger, en la alegría de la casa propia, los diversos temperamentos de ciudadanos fieles a España y a la decencia cristiana.

ONÉSIMO REDONDO, 1931

Las JONS y la rectificación de «La Conquista del Estado»

La constitución de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, según declaración de La Conquista del Estado, respondía a la inexistencia de un grupo que hubiera asumido organizadamente las propuestas lanzadas por la propaganda nacionalista y revolucionaria del semanario.[160] La decisión tomada por Ledesma se basaba en las transformaciones que estaban produciéndose en la coyuntura política del régimen, caracterizada por la ruptura de la unanimidad republicana y por la movilización intelectual y de masas de la derecha católica y monárquica. «Ha empezado un nuevo ciclo de responsabilidades», podía proclamar Ledesma. Ante la ruina de España, solo cabía la «violencia generadora de un nuevo Estado, capaz de satisfacer las exigencias del pueblo». Y, en este nuevo ciclo abierto por la crisis del régimen constituyente, lo que correspondía era manifestar cuatro principios esenciales de estrategia para el nuevo partido: la unidad nacional, el impulso al «destino católico e imperial de nuestra raza», la liquidación de las organizaciones marxistas y la armonización social a través de un sindicalismo sometido a un Estado nuevo.[161]

Frente a este proyecto se encontraban el marxismo y la burguesía liberal, aunque Ledesma podía añadir a esa condición a una CNT ganada por el anarquismo,[162] así como lo que derivaba necesariamente de la falta de sentido de Estado de las clases medias: el nacionalismo catalán y la protección infame que había encontrado en las Cortes.[163] Las críticas al gobierno se veían atemperadas por el incremento de la virulencia antimarxista: «no caben pactos con el marxismo. Es increíble que en España no se le hayan enfrentado réplicas rotundas».[164] A esta actitud se añadía llevar el reproche a la burguesía liberal por su debilidad ante el comunismo hasta sus últimas consecuencias: «Jacobinismo es hoy bolchevismo. O algo que dejará a este franco y libre paso. Y el señor Azaña es sencillamente un político jacobino».[165] Frente a la España en riesgo se creaba una milicia audaz, dispuesta a la acción directa que no debía confundirse con la violencia exclusiva, sino con el rechazo de la vía parlamentaria. Pero que aceptaba la violencia como recurso para el exterminio de los enemigos de España y como práctica de preparación de la insurrección nacional.[166] Las JONS se enfrentaban a la necesidad de reconstruir España en un momento en que la República, dentro de la cual parecía posible desarrollar la tarea del nacionalismo revolucionario, había dejado de ser una forma de gobierno accidental para convertirse en sustancia política del país. Solo la revolución nacional-sindicalista podría ofrecer, al mismo tiempo, justicia social y eficacia productiva, a través de intervenciones reguladoras del Estado de acuerdo con las necesidades y posibilidades del país, y «sin entregar a la barbarie de una negación mostrenca los valores patrióticos, culturales y religiosos, que es lo que pretenden el socialismo, el comunismo y el anarquismo».[167]

En esta de corrección del tiro de La Conquista del Estado, podían encontrarse otros indicios notables que se dirigían, significativamente, a buscar en la extrema derecha el ámbito de crecimiento del fascismo o el espacio de encuentro nacionalista: condolencias a los tradicionalistas por la muerte de Don Jaime y llamada a que los jóvenes carlistas se sumaran a las consignas del jonsismo;[168] la alegría por los votos obtenidos por Primo de Rivera en las elecciones parciales a Cortes, como sufragios que expresaban un «movimiento de unidad nacional», a pesar de su carga upetista;[169] publicación de una serie de artículos de Emiliano Aguado que cortaban de raíz cualquier guiño previo al comunismo,[170] que se sumaban al continuo desengaño por el giro hacia el anarquismo de la CNT. Era el mismo tono que podía encontrarse, de un modo más coherente y radical, en las palabras de Onésimo Redondo en Libertad, cuando se denunciaba la prolongación del mandato de las Cortes constituyentes,[171] al plantear la necesidad de la unión de los derechas después de haber creado una verdadera cultura política que superara la inercia del conservadurismo liberal,[172] o en la disposición a elogiar los análisis de Herrera Oria indicándole que, junto a las posiciones de derecha que él enumeraba, debía encontrarse la extrema derecha nacionalista representada por las JONS,[173] a fin de que una «nueva política» pudiera modernizar los objetivos de la contrarrevolución: «la unidad hispánica, el respeto sagrado a la integridad familiar, el patrimonio […] de sentimiento religioso y la honradez social».[174]

El jonsismo se colocaba, por consiguiente, en una oposición a la República que iba dejando de ser la decepción por las tareas revolucionarias aplazadas y adquiría su verdadera consistencia: la salida al paso del desorden liberal, en el aspecto político, moral y económico, y la disposición a luchar contra la amenaza de las organizaciones obreras. Que se llegara ya a pronunciar la tríada inspiradora de las propuestas contrarrevolucionarias más solventes: judíos, masones y marxistas, parecía poner a tono al fascismo español, presentándolo como aliado de la respuesta que iba preparándose contra el nuevo régimen. Las palabras de Redondo al sugerir que no había llegado el momento de concentrarse en un solo partido, sino de aceptar las ventajas de una diversidad necesaria en los momentos fundacionales de la moderna contrarrevolución, muestran la claridad de una estrategia, no la resignación de una posición marginal. Querer ocupar el espacio de la extrema derecha nacionalista en el rearme del conjunto de las capas sanas de España ofrecía la búsqueda de un espacio político propio, no solo el esbozo de una identidad doctrinal. Ledesma había asumido, con los matices y discrepancias tácticas que se quiera, la necesidad de buscar un espacio propicio que solo podía encontrarse abandonando el vacío político de los primeros números de su semanario, para ir al encuentro de una verdadera estrategia de acumulación de fuerzas en el único territorio donde estas podían capturarse. No solo lo había demostrado en el giro que el semanario dio en sus últimos cuatro números, al decidir la fundación de las JONS, sino que también habría de certificarlo su actitud en los años de revitalización de la organización y, sobre todo, de fusión con Falange Española.

A la campaña revisionista contra el artículo 26 de la constitución, Libertad —desaparecida ya La Conquista del Estado— había de sumar una permanente propaganda en la que se exponía el peligro de disolución o las condiciones de esclavitud en que se encontraba España. « España está en manos de sus enemigos, adueñados de los destinos patrios por el fraude o la traición», se subrayaba en un llamamiento a la justicia a ejercer por los jóvenes revolucionarios nacionalistas.[175] El nacionalismo se convertía en el gran sanador de la decadencia de las naciones de Occidente, como lo mostraban las naciones europeas y, en particular, Alemania, a la que se prestaba la mayor atención. Había de convertir el mero afecto patriótico que se encontraba en el corazón de una gran parte del pueblo español, en idea nacional. Y estaría abocado a «hacer frente a los traidores y truncar sus planes de barbarización y expolio con un levantamiento nacionalista». El nacionalismo no habría de presentarse como monárquico o antimonárquico, no habría de ser confesional aunque tampoco antirreligioso, habría de desarrollarse de forma múltiple utilizando todos los recursos incluyendo la lucha armada, y había de ser capaz de obtener la participación masiva del pueblo.[176] Sin embargo, ese llamamiento a la insurrección contenía ya la convocatoria de una acción común con quienes se enfrentaban al desguace de la patria, en especial con quienes salían al paso de la desmembración de la soberanía nacional impuesta por los separatistas catalanes. En la primavera de 1932, la cuestión religiosa, la reforma agraria y los trámites de aprobación del Estatuto de Cataluña fueron los factores que propiciaron una movilización más amplia y los que trataron de ser utilizados para que aquellas personas que podían haber sido engañadas por las ilusiones republicanas recuperaran su sensatez. A ellas se invocaba al referirse Redondo a la forma en que las clases medias españolas habían tratado de normalizar su existencia política apoyando al nuevo régimen, creyendo que este traería, sobre todo, la paz. Aquella ilusoria fascinación ya solo podía ser destruida mediante la anulación del régimen parlamentario, eligiendo «una dictadura de caballeros y no de traidores; de gente española, fiel al pueblo, y no de rufianes sin pudor».[177] La intervención armada, comprendida como esa entrega del poder «a los caballeros españoles» era la forma de atajar la ofensiva de un catalanismo que había destruido el sentido de las Cortes constituyentes.[178] El apoyo a cualquier forma de movilización cívica que se realizara en Valladolid contra el separatismo, incluyendo el homenaje a Royo Villanova o la defensa de los estudiantes que se oponían a lo decidido por el claustro de la Universidad, expresaba la búsqueda de un campo de agitación que permitiera presionar a los sectores militares, propiciando una estrategia convergente de la derecha españolista y de los sectores de las fuerzas armadas no necesariamente vinculadas al monarquismo o al populismo católico.[179] A los jonsistas, en todo caso, convenía señalar que las únicas reivindicaciones aceptables de Cataluña eran aquellas que podían integrarla en la idea de imperio, solución nacional que se había expresado con claridad en las primeras escaramuzas realizadas por La Conquista del Estado en este tema.[180] Pero el apoyo que se buscaba ahora no iba en la misma dirección. Deseaba aprovechar una movilización ya existente contra un régimen, cuya ilegitimidad solo había de responderse con la violencia,[181] y cuya gestión merecía la insólita calificación de «fascista».[182] En vísperas de la intentona del 10 de agosto, la ruta del golpismo aparecía clara. Una perspectiva que el fascismo español no dejó de considerar, aunque preservando siempre su ideario y organización. La estrategia no puede presentarse como una alternativa a la conquista del poder ni puede ser valorada como producto de la frustración. Esta solo podría tenerse en cuenta de haber existido algún proyecto insurreccional propio cuando, de hecho, ni siquiera llegó a existir un horizonte político en solitario.

Movilización de la derecha. La campaña revisionista y Acción Española

La modificación del ciclo republicano en el otoño de 1931 consistió en la adaptación del discurso y la organización del conjunto de la derecha a una etapa de crisis de representación, tras la fase de hegemonía y unidad del republicanismo en la etapa constituyente. Este nuevo periodo, el «nuevo ciclo de responsabilidades» al que se refirió Ledesma Ramos, aprovechaba la crisis del compromiso republicano del 14 de abril, en especial la definición de un nuevo rumbo de los sectores conservadores que habían aceptado la República, así como el reforzamiento y nuevo impulso moral que experimentaban aquellos espacios reacios o contrarios a aceptarla. La crisis de representación había tenido expresiones claras en la caída de gobierno provocada por el Partido Radical en octubre, y en el despliegue realizado por Lerroux para convertir al radicalismo en la fuerza que integrara a los conservadores dispuestos a colaborar con el régimen, convirtiéndose en el eje de un gobierno puramente republicano.[183] La misma estrategia, aunque con una base más escorada a la derecha y una organización más débil, trató de seguir Miguel Maura. La actitud de ambos fue ridiculizada por los sectores monárquicos y católicos, para los que tales decepciones eran la demostración de sus predicciones acerca de la imposibilidad del régimen y la demostración de la ineptitud y pérdida de legitimidad de quienes trataban de rectificarlo desde la derecha.[184] A esa debilidad representativa se sumaron las críticas de algunos intelectuales de relieve que se habían comprometido con su llegada, en especial José Ortega y Gasset, que pronunció su célebre discurso de rectificación de la República el 6 de diciembre de 1931, cuando habían acabado las labores de redacción del texto constitucional, ganándose también el sarcasmo de los conservadores.[185]

Más importante, por las proyecciones que había de tener en el proceso de fascistización de la derecha española, fue el eficaz de trabajo de reorganización y búsqueda de intereses comunes que se logró en el campo conservador. Dejadas de lado las fuerzas colaboracionistas, llegó el momento de la agrupación de aquellos sectores que solo habían sido capaces de actuar a la defensiva a lo largo del proceso constituyente. Entre todas ellas, solo el tradicionalismo parecía haberse reforzado, al poder interpretarse la caída de Alfonso XIII como corroboración de lo que el carlismo había proclamado desde el inicio de su trayectoria. Sin embargo, la esperanza de poder captar la totalidad de una emigración monárquica que recalara en las filas del tradicionalismo resultó excesiva. Desde los estertores de la Gran Guerra, un sector muy amplio de la militancia dinástica conservadora había hecho del maurismo la base de una propuesta ideológica destinada a consumarse en el nacionalismo integral, en el que la monarquía sustancial a la nación española se contemplaba como forma de Estado de un proyecto contrarrevolucionario. En manos de sus jóvenes seguidores, las propuestas regeneracionistas de Antonio Maura pasaron a ser el fundamento de una doctrina antiliberal, destinado a modernizar las posiciones culturales de la derecha. La mejora de las condiciones del tradicionalismo y su disposición a dialogar con los alfonsinos tuvo en ese rechazo del régimen liberal el lugar común que permitía el encuentro. Sin embargo, ante la imposibilidad de llegar a acuerdos definitivos que salvaran el pleito dinástico, en especial por el reforzamiento de las posiciones de quienes procedían del integrismo,[186] los alfonsinos dedicaron todas sus energías al desarrollo de Acción Nacional —Acción Popular desde abril de 1932—, cuyo accidentalismo político no habría de convertirse en un dogma político hasta la asamblea de octubre de 1932.[187]

La campaña revisionista contra los artículos de la constitución que se consideraban vejatorios para el catolicismo fue convertida en una forma de hacerse con una base social de masas para la movilización y posterior organización política de la derecha.[188] La campaña se inició con el gesto teatral de abandonar las tareas parlamentarias ante el sectarismo anticlerical de los diputados socialistas y de la izquierda republicana.[189] Pero sus propósitos de fondo, según confesó Gil Robles, desbordaban ampliamente esta actitud inicial, para ir en busca de la reconstrucción política e ideológica de la derecha católica española.[190] No obstante, a medio plazo, la capacidad de convocatoria masiva que proporcionaba su heterogeneidad pudo llegar a ser un peligro para sedimentar orgánicamente una estrategia de conquista de una mayoría electoral.[191] En el primero de los mítines que se organizó, en la plaza de toros de Ledesma, el 18 de octubre, Gil Robles indicó que «este acto será el arranque de una campaña revisionista de una Constitución que nace muerta, que nosotros no podemos acatar […]».[192] Un tono mantenido en una intensa labor que, a pesar de la prohibición de la campaña revisionista por el gobierno, se difundió como actividad de propaganda política de la derecha,[193] que había de encontrar un impulso muy notable en las medidas anticlericales tomadas en los primeros meses del año 1932.[194] La movilización implicaba no solo resistencia, sino una forma de considerar la legalidad vigente, capaz de convocar a los españoles a constituirse en una fuerza cuyo primer objetivo fuera la anulación del texto constitucional. Como habría de indicarlo el marqués de Quintanar, «pensemos en que, si antes del 14 de abril todos parecíamos tan desemejantes, ahora, desde el vértice de la Revolución, todos parecemos exactamente iguales».[195] La campaña revisionista o, simplemente, la inmensa movilización desplegada por este sector se contemplaba como parte de esa fluido unificador de la derecha, que solo podía comprenderse en el abandono de las ilusiones liberales y en la lucha social, política e ideológica por construir un Estado nuevo.

En el lugar más destacado de esa fábrica teórica de la contrarrevolución, se encontraba Acción Española, la revista quincenal que se publicaba por la asociación cultural del mismo nombre creada a comienzos del verano, y que sacó su primer número en diciembre de 1931. Dirigida en esta etapa por el conde de Santibáñez del Río, la revista y la entidad que la promocionaba se convirtieron en el proyecto ideológico de mayor importancia y duración del pensamiento neoconservador, que declaró abiertamente su voluntad de asegurar los fundamentos teóricos de la contrarrevolución, propiciando la transversalidad de partidos y las complicidades personales que lo hicieran posible. El texto con el que se presentaba la publicación, «La encina y la hiedra», escrito por el principal de sus inspiradores, Ramiro de Maeztu, señalaba la alarma en torno a la cual brotaba una esperanza regeneradora: «Ya no es mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España», como resultado de la primacía de aquellos valores que no brotaban de «nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la Antipatria».[196] La república no era el parlamentarismo, sino el resultado de la revolución liberal y la antesala del dominio socialista. «España ha sido tratada de revolucionaria, intervenida por la cirugía violenta de los curanderos demagogos, por haber expresado un deseo, más o menos concreto, de ser republicana».[197] La construcción de este proyecto debía tener claro que el nacionalismo español solo podía ser católico, pero que el catolicismo solo podía entenderse como integración de los valores cristianos en la vida nacional.[198]

La revista podía apartarse de los llamamientos hechos genéricamente a la juventud como sujeto del cambio, haciendo hincapié en la frivolidad de unos jóvenes universitarios que habían colaborado en la caída de la dictadura de Primo de Rivera, cuando «religión, moral, familia, propiedad, jerarquía, patria, respeto a lo pasado eran ya otros tantos fantasmones del oscurantismo que habían de relegarse a algún museo de antigüedades».[199] Y un joven como Eugenio Montes, futuro militante y dirigente falangista, podía señalar acusadoramente a esa misma juventud: «nuestros pensionados van al extranjero, van a buscar España y a buscar Europa a las universidades germánicas. […] Europa solo fue cuando fue España, y esta dejó de ser el día en que en Münster (1648) se desgarró la unidad cristiana de la civilización».[200] Ese proyecto unitario podía encontrarse en los capítulos de la Defensa de la Hispanidad que Ramiro de Maeztu publicaba en cada número, o en el repaso a «los falsos dogmas» que Víctor Pradera iba acumulando en entregas sucesivas de la revista, desde el mito de la bondad natural del hombre hasta el de la soberanía nacional. Podía detectarse en la larga crónica de Alcalá Galiano sobre la crisis de la Restauración o en la extensa denuncia del «fracaso» de la política de los católicos franceses que aceptaron la III República, a cargo de Eugenio Vegas. Estas zonas vertebrales de elaboración de proyecto ideológico, en el que se encontraban tradicionalistas y alfonsinos igualmente requeridos y aceptados para una labor teórica común, había de reflejarse con mayor pulso de actualidad en la alegría con la que se contemplaba el renovado activismo de cualquier fórmula de la derecha radical en España o en el conjunto de Europa. Ahí estaban, por ejemplo, los ávidos comentarios a la campaña del tradicionalismo reunificado en Andalucía, recuperando la forma con que la prensa integrista sevillana los valoraba: «la adversidad es vínculo que hoy reúne y concentra y aprieta a la familia toda».[201]

La politique d’abord maurrasiana iba a tener esa aplicación histórica en España, reclamada por quienes habían comprendido que, sin teoría contrarrevolucionaria, no había práctica contrarrevolucionaria, pero a la vez que, sin una estrategia política de convergencia, la teoría quedaba reducida a ejercicio especulativo. Por ello, la atención a lo que estaba sucediendo en Alemania pasaba del disgusto al entusiasmo, indicando que la crisis nacional germana podía encontrar en el nacionalsocialismo un remedio que respondía a la defensa de la cultura occidental, a la invalidez de los planteamientos de los populistas católicos e, incluso, en las palabras del propio Maeztu, a un «punto de vista del cristianismo positivo», que mostraban a los españoles la necesidad de actuar sobre dos posibilidades: pequeñas minorías decididas o «una gran fuerza popular, apelando a los mismos tópicos a que apelaron Hitler y Mussolini, con la misma rabia y la misma fuerza, un patriotismo exaltado, desesperado, siempre bajo la supremacía de Dios y el espíritu de la solidaridad social».[202] Politique d’abord era, naturalmente, la conquista de espacios de representación profesional de las clases medias más acomodadas, como el triunfo de las candidaturas contrarrevolucionarias en las elecciones para la Junta Directiva de la Academia de Jurisprudencia o el Colegio de Médicos, comentadas con júbilo por la revista, contemplándolas como una faceta más de la reconquista del espacio público por la derecha antirrepublicana.[203]

Esa mezcla de atención a lo coyuntural y de construcción de discurso alternativo era lo que significaba, precisamente, hacer política. La mera acción propagandística de denuncia carecía ya de sentido si no se trabajaba en una línea más profunda, de preparación de un levantamiento nacional contra un sistema ilegítimo, cuya justificación habría de ir creciendo en los meses siguientes, pero que podía tener una primera posibilidad en la intentona del 10 de agosto de 1932. Un proceso en el que el fracaso del golpe y la fractura de Acción Popular iban a ser elementos clarificadores, señalización de una vía agotada y paciente espera de una estrategia que permitiera agrupar a los españoles en un proyecto de insurrección armada contra la democracia. El golpe ni siquiera dispuso del apoyo generalizado de quienes conspiraban para derribar por la fuerza el régimen, como los tradicionalistas, para cuyos dirigentes más lúcidos la acción habría tenido virtudes homeopáticas, al reforzar la posibilidad de un republicanismo conservador.[204] El principal órgano monárquico de la capital, ABC, se mostró cauteloso en todo lo que se refería a la conspiración y la condenó abiertamente cuando, tras la suspensión gubernativa, volvió a ser publicado, a fines de noviembre de 1932, aunque negando que el golpe fuera contra el régimen, sino contra el gobierno.[205] En su carencia de clarificación de objetivos[206] y en su sinuosa preparación y heterogéneas actitudes de adhesión, rechazo o pasividad, el levantamiento militar reflejaba con bastante nitidez las condiciones de la derecha española a mediados de 1932, en un proceso de convergencia que habría de detectar puntos de conflicto fundamentales. No se trataba de un golpe prematuro, sino de una vía muerta que, a la altura de los años treinta en Europa, estaba ya agotada como mecanismo moderno de asalto al poder por la derecha. Lo que habría de buscarse siempre en este periodo sería la implantación de un nuevo Estado capaz de movilizar y controlar a las masas populares nacionalizadas en el espíritu de la contrarrevolución. Las posibilidades de este proyecto y su propia cohesión interna debían fundamentarse en mucho más que contactos personales y tramas conspirativas: habían de disponer de una previa permeabilidad social a un proyecto político antidemocrático, a una cohesión de las fuerzas que designaran con claridad el adversario a batir, y a una permanente acción de agitación, propaganda y violencia que actuara ya como preparación de una guerra civil de alta intensidad.[207]

FORMULACIONES DEL FASCISMO EN 1932

El exilio de Redondo…

La represión que se cernió sobre el conjunto de la derecha española tras el golpe de Sanjurjo afectó también a las JONS, al tener que refugiarse Onésimo Redondo, claramente implicado en la intentona, en Portugal, y al clausurarse, como ocurrió con más de un centenar de periódicos, el semanario Libertad, que en el mes de noviembre fue sustituido por Igualdad. Estas colaboraciones, que llegaron a formar la contribución teórica más importante hecha por Onésimo Redondo al fascismo español —y, mostraban, por tanto, las graves deficiencias teóricas de sus dirigentes— deben integrarse en la recomposición estratégica y en la precisión del discurso con que el conjunto de la derecha contrarrevolucionaria quiso marcar sus diferencias con respecto a Acción Popular y el giro dado por esta organización. Es en este marco de definición de un espacio de nueva derecha, depurada de una primera transversalidad revisionista y rectificadora, donde puede y debe comprenderse la elaboración de los planteamientos que aparecieron, con la autoridad que cabe presumir, en el único órgano con mínima continuidad del que disponían las JONS.

La República aparecía, en el pensamiento de Redondo, como la culminación de una labor de la Anti-España que se había iniciado en el siglo XVIII. Una minuciosa tarea de desnacionalización que había necesitado de cómplices en el interior de la patria, inspirados por el judaísmo y la masonería para esparcir su potencia y calmar los temores de algunos países europeos, en especial Francia, a la recuperación del pulso nacional español. La jornada del 14 de abril podía haber ilusionado a los españoles que creyeron haber entregado el poder a líderes conservadores y huir del caos. Pero la elección de las constituyentes el 28 de junio debía clarificar el verdadero objetivo desnacionalizador de los dirigentes republicanos.[208] Tal visión de los problemas de España como resultado de la extranjerización nos propone un análisis muy cercano al que se estaba realizando por la extrema derecha alfonsina y por el tradicionalismo. En buena medida, esa era la tarea en la que estaban empeñados los teóricos de Acción Española y la base ideológica sobre la que había de crearse una estrategia política de la contrarrevolución, considerada como recuperación de una identidad perdida a partir de la Ilustración. Lo que había de establecer el espacio concreto del fascismo en este marco de coincidencia fundamental era la necesidad de la incorporación de las masas al proyecto de restauración nacional. Redondo señalaba sumariamente las «señales del Estado antinacional» —así se calificaba abiertamente ya el régimen republicano— resaltando temas como las reivindicaciones nacionalistas catalanas, el confusionismo ideológico de las constituyentes, la lucha de clases provocada por la propaganda marxista, la ruina económica fruto del despilfarro de republicanos y socialistas, el repudio de los momentos de grandeza de la historia de España y la quiebra misma del régimen republicano como Estado nacional. El país sufría, en lo que hacía referencia a los valores permanentes de la tradición española, la destrucción de la familia, de la enseñanza religiosa, la persecución de la Iglesia, la abolición de la propiedad privada, la inseguridad jurídica de los ciudadanos.[209]

Se trataba de «restaurar el Estado Nacional» sin invocar por ello la vuelta de una magistratura concreta, sino «continuar la historia, hacer sonar desde este momento una voz evocadora y heroica: RECONQUISTA». La palabra significaba guerra civil, guerra de liberación, y el repudio de la ingenua ridiculez de «esperar que habrá redención para España sin sangre ni sacrificio».[210] Para esta tarea no debería llamarse a la formación de un nuevo partido, agotado este tipo de fórmulas, sino a una regeneración moral y política que dispusiera de las fuerzas populares indispensables para lograr la unidad de la patria como objetivo, por medio del sacrificio de los combatientes. No se podía llamar a «todos los españoles de buena voluntad» como había hecho la dictadura de Primo de Rivera, sino solo a una categoría, la de los «jóvenes que se atrevan a soñar con una España grande y libre».[211] El patriotismo debía ser rehabilitado, expulsando de las nuevas generaciones el espíritu crítico y europeizante del 98, el progresismo, el laicismo, las falsedades sobre la Inquisición, el pacifismo, la universidad afrancesada o los principios de la Institución Libre de Enseñanza. Lo que quedaba como punto de referencia en el desastre ideológico de la cultura nacional era la figura de Menéndez y Pelayo, «padre del nacionalismo español revolucionario».[212] En aquella encrucijada histórica, solo el nacionalsindicalismo estaba en condiciones de ofrecer algo más que la defensa de la tradición. Proporcionaba la reconciliación del pueblo con la nación y, por tanto, de la nación con la tradición española. Una tradición asumida por las masas que solo podía lograrse mediante la aspiración al Estado totalitario.[213] Era esta, y no otra cosa, la contribución del fascismo a fines de 1932 y comienzos de 1933, su identidad como parte de una constitución del espacio de la contrarrevolución, que miraba hacia la tradición como actualización de la España eterna, invocando la nacionalización de las masas, la guerra civil y la función de la juventud hispánica.

… y el regreso de Giménez Caballero

El rechazo de la herencia del 98 no había de ser la única forma en que el fascismo español considerara su integración en una cultura nacionalista que revisaba su genealogía, especialmente tras la ruptura del régimen con algunos intelectuales indispensables con la República, entre quienes se contaban Ortega y Unamuno, ambos convocados de forma distinta a ser el enlace de una juventud antiliberal con la tradición del nacionalismo español, y ambos desconcertados e irritados por la frustración de la República en sus ilusiones de regeneración política y de nacionalización del pueblo español. De esa relación contradictoria con el 98 y Ortega, que aparece ya en el nacionalsindicalismo inicial, proceden las miradas diversas a una genealogía que abastecerán durante mucho tiempo el debate acerca del nacionalismo español. El propio Onésimo Redondo, cuya relación con Menéndez Pelayo no habrá de ser exclusiva en el fascismo español de preguerra, ha señalado un rechazo del regeneracionismo y del 98 que resulta necesario comparar con lo que se dice en otros lugares. Para empezar, cuando, como hemos visto, La Conquista del Estado busque en algunas de las voces del grupo —entre ellas la de Maeztu, cabe subrayarlo— la defensa de España frente al catalanismo, haciendo de la generación finisecular un punto de referencia en su conjunto. Además, y de manera más significativa desde el punto de vista teórico, lo que nos ofrecerá un Giménez Caballero a quien Onésimo Redondo se ha referido, precisamente al hablar de quienes llevan en sus labios la defensa de la tradición, como un «inseguro escritor de moderna pluma».[214]

Ernesto Giménez Caballero había abandonado La Conquista del Estado al mes de iniciarse su publicación. Bien ha señalado Enrique Selva que los problemas que le condujeron a esta decisión habrían de explicar también su soledad posterior, ejemplificada en la publicación de los seis números del Robinsón Literario de España entre agosto de 1931 y febrero de 1932.[215] Aunque esos mismos motivos y esfuerzos del escritor madrileño por abrirse un hueco en el espacio cultural de la naciente república pueden indicarnos otra cosa no menos interesante: hasta dónde llegaba, realmente, el tan comúnmente aceptado radicalismo de Ramiro Ledesma Ramos. Dejemos de lado lo que es un acuerdo de ambos sobre la función disgregadora y el agotamiento de una vanguardia que se contempla como lenguaje destinado a ocultar lo sustancial. Importa más la diferencia radical sobre la función de los intelectuales en el futuro inmediato de España. Para Giménez Caballero, más que a la juventud en abstracto, las tareas creadoras correspondían a jóvenes intelectuales cuya misión había sido cambiada por los entorchados de la burocracia. Incluso podía molestarle que algunos jóvenes, como Montes, Mourlane o Sánchez Mazas, denunciaran el 98, siendo este un movimiento que él consideraba imprescindible en la comprensión de la rebeldía juvenil de la extrema derecha antirrepublicana.[216] La salida al paso del problema catalán adquirió un tono que le separaba radicalmente de las posiciones de Ledesma, pero que lo incluía en una lectura de la idea de nación imperial, en la que el rechazo de la democracia pasaba a exaltar la capacidad de liderazgo populista de Macià, cuya capacidad de convocar a masas enardecidas en la Plaza de San Jaime de Barcelona emocionó al escritor hasta poder comparar aquel escenario como el que permitía a la multitud invocar al Duce o a Gandhi.[217] Ante nosotros tenemos, pues elementos sustanciales en la formación del ideario de un intelectual fascista: ruptura con la vanguardia estética, búsqueda de un liderazgo populista, función del intelectual, discurso de la nación imperial y católica, recuperación de una España que completara las expectativas de la República en todos estos aspectos, incluyendo la posibilidad de que Manuel Azaña llegara a ser el caudillo que evitase la contaminación del nuevo régimen.

En 1932, Giménez Caballero publicó uno de los libros fundamentales del pensamiento fascista español durante la República, Genio de España. El «genio» era el espíritu nacional que informaba al pueblo español, la esencia desplegada con su máximo poder en los años de unificación española y expansión imperial, y la que había sido postergada en los tiempos de decadencia, a la espera de volver a un proceso de regeneración. La búsqueda y definición de una genealogía se reconocía abiertamente al iniciar el texto: nietos del 98. O, más bien, «nieto del 98», al corroborar Giménez Caballero la negativa de los intelectuales actuales a reconocer esta vinculación. El 98 no estaba superado, sino que debía clarificarse en su esencia: el grito, la rebeldía, la disconformidad contra los episodios de pérdida que habían apartado a los españoles de la plenitud, de la «maximalidad» de los Reyes Católicos, fundadores de la unidad entre la nación y el Estado. El ser universal de España había ido perdiéndose en un repertorio de circunstancias que eran minuciosamente expuestas, desde la derrota de 1648 hasta la de 1898, prolongada en la crisis de Annual de 1921 y el estertor de la monarquía en 1930. Los pensadores españoles de los primeros momentos de la decadencia no habían respondido a la hemorragia territorial y espiritual que vivieron, porque el intelectual era un «espíritu en función de Estado» y el español del siglo XVII «conserva la jerarquía, la disciplina y el respeto del Estado».[218] Aquella España en decadencia había combinado el «estupor» de un pueblo que había perdido su sentido heroico, convertido en soberbio, holgazán y pícaro, y las actitudes intelectuales más peligrosas: la ironía de Cervantes, la sátira de Quevedo, la «sonrisa» de Gracián, la prudencia de Saavedra Fajardo o la tristeza de Fray Luis. En estas condiciones, España había entrado en una fase hospitalaria, donde se le aplicaron remedios que solo trataban de estabilizar a un paciente en lugar de buscar su revitalización. Si Trento aún había sido un acto de compromiso con el ser romano de España, el resto de «remedios» habían sido simples atenciones médicas a una nación en estado de convalecencia: las soluciones económicas arbitristas; la actitud cultural desdeñosa de lo que Europa debía al pensamiento español; la aplicación de doctrinas liberales al cuerpo institucional de la nación; el enclaustramiento en lo indígena. El 98 había asumido la matriz de una conducta adecuada: el grito contra la decadencia que la República había de recoger: «España quiere ser nación de nuevo. Pero para pasar a ser un nuevo ideal de sobre-nación». España había de recuperar una condición imperial en la que los afanes universales y la conciencia de lo propio se constituyeran en un nuevo Estado nacionalista. Lo que Giménez llamaba, exigiendo una nueva autoridad política basada en un sentido trascendente de su misión, vinculada a la tradición católica española, dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. En eso había de consistir el encuentro con el genio de España.[219]

Precisamente a definir el proyecto nacionalista imperial y su legitimidad histórica había dedicado el escritor su actividad más frenética en los años finales de la dictadura, y a él parecía corresponder esta definición, que se abría paso en su militancia en las primeras organizaciones de propaganda fascista, tratando de enlazarla con la revisión intelectual de la tradición española realizada en los ambientes de la contrarrevolución. Por lograr esa convergencia entre fascismo y contrarrevolución, Giménez Caballero había de afrontar su ruptura intelectual con Ortega, realizada en el terreno que él mismo había de escoger y el que podía resultar más dolorosamente humillante para el filósofo: el de la inconsecuencia y, por tanto, el de la cobardía. No era casualidad que las algo más de cuarenta páginas dedicadas a criticarle llevaran por título «Los huevos de la urraca» y que el texto concluyera con una grave acusación de deshonestidad que empeoraba al decir que Ortega ni siquiera era consciente de ello, con lo que su culpa se encontraba más en el terreno de la estupidez que en el de la responsabilidad. La ruptura con Ortega resultaba más vistosa y complaciente por ser el producto hastiado, decepcionado, de un entusiasmo inicial, de una «devoción». Se había reverenciado al autor que, en 1922, había escrito La España invertebrada, un texto que respondía virilmente a la España que se desmembraba a través del Pacto de San Sebastián: la pérdida del «verbo unitario», la «oxidación de la Espada», el «arrinconamiento de la Cruz», sin olvidar «el puntapié a la Corona». Todo reunido en lo que se considera «aquel último 98, que sitúa de nuevo a España en los umbrales de una nueva Edad Media».[220] Pero, por encima de esa devoción, estaba el deber de señalar que Ortega había cometido el único delito intelectual que no podía afrontar un filósofo: el de la inconsecuencia. Se trataba, por tanto de un «libro cobarde» —como preferiría llamarlo Giménez Caballero— o de un «libro tímido».[221] Heredero de la atmósfera hospitalaria del arbitrismo, el libro contenía una zona oscura, donde habitaban las inconsecuencias y contradicciones internas del texto, y una zona «perspicaz», en la que se apuntaban los caminos que Ortega no se había atrevido a seguir hasta el final.

En las páginas de «la inconsecuencia» se encontraban temas centrales en el debate nacionalista, como el de la decadencia española, que Ortega afirmaba y negaba al mismo tiempo, o la congruencia de España con la cultura europea a través de un factor biológico, el débil componente gótico de la nación española. En este aspecto, Ortega había sido fiel discípulo del 98, cuyos escritores no habían dejado de traducir a sus obras esa pasión por lo germánico, olvidando que España había podido alcanzar su plena realización imperial durante siglos, cuando una Alemania de referencia no había logrado constituirse en Estado hasta unos pocos decenios atrás, y cuando habían sido vanos sus esfuerzos por construir un verdadero imperio medieval. Probablemente, Germania heredó a Grecia. Pero a España siempre le interesó Roma. La distinción es muy importante para aclarar la perspectiva del nacionalismo fascista en aquel momento. Grecia podía ser un modelo de minorías selectas. Roma era el ejemplo de una integración del pueblo, de un proceso de incorporaciones que iba construyendo la nación. Ortega no hacía más que negar y afirmar, dejando en la sombra un aspecto crucial para la idea de nación, la necesidad de una minoría selecta capaz de vertebrar un país y la exaltación de la tarea realizada por el pueblo en ese mismo sentido. A la «zona perspicaz» del texto correspondía salvar las trabas intelectuales que Ortega había colocado, presa de su temor a llegar a las últimas consecuencias de sus afirmaciones, en la «zona oscura». La herencia de Roma, la tarea de agregación, de integración, de composición nacional e imperial, no podían tenerla pueblos del Norte que habían perdido su ocasión histórica. ¿A quién correspondía entonces esa función? Ortega no lo aclaraba, más que refiriéndose a «pueblos pequeños y bárbaros» que no identificó. Pero lo importante era que el filósofo estaba adivinando, desde la Meditación del Escorial, la nueva perspectiva valorativa de un mundo a las puertas:

militarismo contra pacifismo; jerarquía contra democracia; estado fuerte contra liberalismo; huestes ejemplares ( milicias imperiales) contra ejércitos industrializados; amor al peligro frente a espíritu industrial; política internacional y ecuménica frente a nacionalismos de política interior; vuelta a primacías medievales frente a insistencia en valores individualísticos, humanistas. Y, sobre todo, capitanes máximos, responsables y cesáreos que asumiesen la tragedia heroica de Mandar frente a muñecos mediocres irresponsables y parlamentarios que eludiesen constantemente la noble tarea de gobernar mundos.[222]

Eso era poner en un lado los gritos, la devoción, el pánico religioso en la democracia liberal, mientras los huevos, el germen, la carga de futuro, la descendencia y la renovación nacional se iba, a pesar suyo, a otro lado. A Ortega, que había calificado a Cervantes de «fenómeno de hipocresía histórica», le correspondía asumir esa condición en otro momento crucial para España.

«Cesar y Dios. (Notas a una juventud con genio de España)» ocupaban la mayor parte del texto de Giménez Caballero, algo más de doscientas de sus trescientas páginas, que se iniciaban en continuidad conceptual con lo que se había señalado de Ortega. No solo era un cobarde, sino un bastardo… en sentido intelectual, claro. Doblez, infamia, bastardía, los insultos caían sobre el autor a quien se exaltaba a la condición de símbolo de una lucidez sin atrevimiento, imagen de una decepción, imperdonable porque no derivaba de la carencia de visión, sino de la falta de coraje. En esa genealogía cabía todo el pensamiento regeneracionista de fin de siglo: Ganivet, Costa, Maeztu, Azorín, Baroja y Valle-Inclán. Incluso Unamuno: su mezcla de catolicismo y laicismo, de europeísmo y casticismo, de mística y masonería, de creyente y diabólico, de humanista y medieval, de universitario y acientífico podía permitirle el elogio de los tradicionalistas y el entusiasmo de los radicales. «No es que den ganas de reírse, es que dan ganas de llorar. Porque a España “le duele ahí” —como diría Unamuno, con ese su dolor de España que es un auténtico dolor de indigestión. De España atragantada».[223] La bastardía se identificaba con la modernidad, que en España se había mostrado como intento de mezclar lo propio con lo ajeno y superior. Los proyectos de los liberales como Ortega eran haber entrado en un método que impedía comprender el drama de la modernidad y que imposibilitaba que la nación se volviera sobre sí misma para recuperarse. Solo comprendiendo el carácter del nacionalismo actual podía plantearse estar a la altura de las necesidades de España. ¿Cuál era «el secreto de todo nacionalismo»? Averiguar que un pueblo es el lugar donde existe el pasado, donde habitan los muertos, donde se expresa la permanencia de los anhelos de generaciones desaparecidas que han sido portadoras de una esencia, de un genio nacional:

Los muertos de una nación no son los cadáveres, ni las tumbas, ni las efemérides muertas de una nación.

Los muertos de una nación somos… los mismos vivientes de esta nación, las vivencias de una nación. Pues los muertos de una nación viven en todo y en todos: cada uno de nosotros somos el resultado personal de una cadena de muertos de un país, que nos han dejado, al morir, lo más vivo que tenían, y que sigue viviendo y actuando en nosotros. […] ¿Qué son nuestras entrañas, nuestra raíz genital, sino la voz y el ansia viva de los que han muerto en nuestra tierra? ¿De los que han muerto queriendo, anhelando y viviendo, eso que —inyectado en sangre y espíritu— sentimos en nuestras propias vísceras actuales, actuar, hoy, y vivir?

[…] Los paisajes y las ciudades de un país tienen alma, es decir, una vida espiritual que perdura, y que solo capta el que la lleva previamente en sí: el hijo de ese alma: alma mater, alma genial, alma fecunda, alimento de vida, de integridad, en un país: tradición, entrega, prosecución de un alma. De un alma genial, de un genio.[224]

La Alemania de Hitler, la Turquía de Kemal, la Rusia de Lenin, la Italia de Mussolini eran las naciones bárbaras que se enfrentaban al drama de la modernidad, que descubrían su genio nacional. Esa recapitulación no era una simple exaltación ante cualquier novedad, no era la fascinación ante el hecho revolucionario, no era un recuento de sucesos equivalentes. Entre todos ellos, destacaba el fascismo italiano como mensaje crucial a donde tenía que mirar la juventud española, porque la cruz gamada y la cruz latina separaban dos concepciones del mundo que se encontraban coyunturalmente en la lucha contra lo liberal y lo comunista, lo francés y lo ruso. Mussolini venía del pueblo, de la entraña terrenal italiana, de las tradiciones inculcadas por su madre y de las ideas subversivas en las que militó hasta comprender la pequeñez del socialismo en la formidable ocasión de la Gran Guerra. El patriota que creía reducir sus expectativas al resurgimiento de Italia tuvo que reconocer humildemente que la idea descubierta no podía resignarse a lo particular: «su genio de incorporación, de corporalismo, de Jerarquía y Libertad. Civilización: entre oriente y occidente: cristiana, europea, esto es, universal, católica. Esa era la misión suprema del fascismo».[225] Si la misión del fascismo había sido recuperar esa función de síntesis romana, enfrentada a la modernidad protestante y particularista del norte de Europa, la capacidad de reunir tradición y modernidad era lo valorado en Kemal: «Su república nace al son francés de la Libertad, Igualdad, etc. Pero su espejo está en Italia: en la Autoridad y la Jerarquía».[226] El comunismo ruso nada tenía que ver, por su lado, con la evolución de las ideas de 1789. Lenin había encarnado un reencuentro del pueblo ruso con su esencia antiindividualista, con sus «almas muertas». Había creado una sociedad mecanizada con los hombres reducidos a piezas de un engranaje. Era el «adventor del Hombre-Colectivo, del magnífico Hombre-exterior, del Dividuo del Hombre-Mecanizado, del Hombre-Masa, de la Entidad-Impersonal-Colectivista, del Comunismo. Bestia Sin Nombre».[227] La extravagancia de estas expresiones difícilmente pueden equipararse a transversalidad alguna, a un vanguardismo superador de las izquierdas y las derechas que opta por su síntesis en lo simplemente nuevo y actual. El fascismo era integración nacional de hombres que hallaban su verdadera libertad en una empresa imperial. La revolución rusa solo implantó la conciencia asumida de la esclavitud de un pueblo. Los «vivas» a la Italia fascista y a la Rusia soviética de La Conquista del Estado poco tenían que ver con esta distinción.

En ese ritual de hallazgos del genio nacional, a España le faltaba el gran sacrificio de la guerra. No sabía Giménez Caballero hasta qué punto se equivocaba —y, es cierto, hasta qué punto podía adivinar una verdad profunda tras su error— al indicar que «pocas veces en la historia de España […] se habrá dado el caso de regir nuestros destinos una generación que no ha participado en guerra alguna».[228] La neutralidad en la Gran Guerra, que había esterilizado, a sus ojos, la posibilidad de conectar con el genio español, habrá de compensarse con creces solo cuatro años más tarde. El fascismo de Giménez Caballero no auguraba la guerra civil, sino que expresaba el poder unificador de una contienda, la función nacionalizadora que habrá de darse a partir del 18 de Julio. Los «muertos sublimes» de los que carece la contrarrevolución brotaron de la lucha contra la República en la violencia anterior al estallido de la guerra civil: los caídos esporádicos serán el preámbulo de una matanza de masas. Pero siempre se tratará de la sangre que fecunda un mito, de la violencia que disciplina un proyecto, de la aniquilación del adversario y del propio sacrificio sobre el que se genera la nación. Las palabras de todos los fascistas que se agitaban en una propaganda organizada: Ledesma, Redondo, Albiñana, se reencontraban en las conclusiones del ensayo de Giménez Caballero: «Si ha de volver otra vez el equilibrio católico del mundo, ¡pliéguese el mundo a quien tan magramente supo y sabrá servir a ese genio: el genio de España!».[229] La llamada a la misión de España había de justificarse mediante la actualización que la Roma fascista había hecho del cristianismo, síntesis del genio oriental —dominio de Dios sobre el hombre— y del occidental —primacía del individuo—. Con el Cristo de Jerusalén que llegó a Roma, se producía la síntesis que Mussolini puso en la crisis de la modernidad: «César y Dios, Libertad y Autoridad. Jerarquía y Humildad. Independencia y Dependencia. Genio de Cristo».[230] Genio de Cristo por el que la España imperial «había vivido, penado, muerto, resucitado, generación tras generación» y que debe volver a «resucitar y mirar de nuevo a la nueva Roma».[231]

De lo que se trataba era de señalar la vigencia de España como sujeto histórico. Y la nación no podía ser divinizada, pero servía a la divinidad.[232] Una afirmación crucial que ponía el catolicismo de Giménez Caballero en la zona de servicio a una empresa superior, que no es simplemente la nación, sino la nación como portadora de la síntesis espiritual proporcionada por el cristianismo romanizado, por el catolicismo. Y que renovaba la misión de España en el cumplimiento de una empresa universal y en la adquisición de una conciencia imperial. España no había dejado de ser católica, contra lo que opinaba Azaña, en el sentido no clerical al que se refería Giménez Caballero. Por el contrario, la nación reconocía la bastardía y la insuficiencia de las posiciones «geniales» de oriente y occidente, que traicionan la síntesis hallada por Roma y experimentada por España en sus tiempos imperiales. La izquierda no podía hallar esa síntesis, pero tampoco una derecha confesional que no había defendido con su sangre el asalto a la fe promovido por la República. De las tres banderas con las que se podía llamar entonces a la movilización de la nación española, ni la del comunismo ni la de la democracia servían. Solo la bandera del fascismo, entendiendo que en España solo podrá tomar la forma de catolicismo, es decir, no la imitación de Italia, sino el ejemplo de Roma, la recuperación del impulso ecuménico del imperio.

EL PROCESO DE FASCISTIZACIÓN DE LA DERECHA ESPAÑOLA: NACIONALISMO, CATOLICISMO, MONARQUISMO

¡Vivimos en guerra, señores! ¡Milagro de Dios! Porque a la guerra deben Italia, Alemania, Portugal, Polonia y otros pueblos, la ventura infinita de haber sacudido el espantapájaros parlamentario. Claro que estos pueblos cuentan con un factor visceral: los excombatientes. […] Y España, hasta 1931, no tenía combatientes […]. Pero ahora los tiene. Ahora hay en España grandes y polifacéticas masas de combatientes […]. De la peor de todas las guerras, que es la guerra civil.

J. CALVO SOTELO (febrero de 1933)

La asamblea de Acción Popular que se celebró en octubre de 1932 dio un giro espectacular al sentido de la derrota del 10 de agosto. Como resultado de la intensa campaña revisionista y de los objetivos fijados por el grupo de El Debate, había logrado constituirse un movimiento de gran amplitud, que debía sedimentarse en una organización que perfilara mejor sus objetivos políticos. No se trataba de aceptar lo que con tanto denuedo se había rechazado desde la solemne declaración del año anterior, sino de considerar en lo que valían las divergencias tácticas, cuya falta de resolución corría el riesgo de paralizar una movilización tan exitosa. La asamblea de AP pudo reunir a 500 —según Monge y Bernal— o 350 delegados —según Montero— representando a 619.000 afiliados de veinticinco provincias, y ello precisaba, como lo indicó el órgano de los católicos accidentalistas españoles, consolidarse más allá de lo administrativo, a través de la afirmación de un proyecto político sin discrepancias internas que bloquearan la acción cotidiana.[233] Bastaba con ello para liquidar la ambigüedad fundacional y para avanzar hacia una depuración que sacrificara a quienes Gil Robles señalaba como personas totalmente identificadas con sus principios, pero separadas por sus opciones tácticas. El proceso era delicado, cuando se sabía que la mayoría de los militantes de la organización eran monárquicos, un riesgo que Gil Robles y sus compañeros estaban dispuestos a correr, pero para el que debían asegurarse la neutralidad de Alfonso XIII y el desplazamiento rápido de los alfonsinos radicales a la marginalidad en un territorio disputado. De momento, se decidió permitir la defensa de cualquier forma de gobierno a título individual fuera de los trabajos de la organización. Evidentemente, que no se hiciera una declaración explícita de republicanismo no evitaba el estallido del conflicto que se deseaba minimizar desde la presidencia. En cualquier caso, el debate nunca llegó a considerar la posibilidad de ayudar a la consolidación del régimen, sino la disposición táctica a convivir con él. El accidentalismo no se expresaba como principio de indiferencia ante las formas de gobierno, sino como factor que no debía obstaculizar ni las actividades legales que se reconocían como las únicas a asumir, ni lo que entonces aún se veía como un camino lejano, el del entendimiento con el republicanismo conservador.[234] Siendo inevitable una crisis interna que se produciría a poco de iniciarse el año, cuando se dieron de baja de AP destacados dirigentes monárquicos, la estrategia posibilista se consolidó con la formación de la Confederación Española de derechas Autónomas (CEDA), que celebró su asamblea constituyente a fines de febrero y comienzos de marzo de 1933, representando a más de 700.000 afiliados.[235] El programa aprobado se iniciaba significativamente con la defensa de la religión: «las reivindicaciones de carácter religioso deben ocupar, y ocuparán siempre, el primer lugar de su programa, de su propaganda y de su acción».[236]

La consolidación mayoritaria de esta estrategia suponía centrar el discurso de la derecha en un posibilismo que veía factible la realización de un proyecto de reforma institucional de acuerdo con el sentido católico de la sociedad y del poder. La clarificación de esta actitud dejó en manos de los sectores alfonsinos la enunciación de principios que podían ahorrarse planteamientos tácticos minuciosos, para extenderse en los aspectos de mayor vehemencia discursiva, con una intransigencia de principio que no debía detallar forma alguna de administrar áreas de responsabilidad dentro del régimen o dar solución a temas concretos. Esta falta de disposición a cualquier forma de colaboración colocó a un sector significativo de la derecha española en un área extremista más dura que la ocupada por otros nacionalismos reaccionarios europeos, en especial las opciones populistas y monárquicas alemanas, que acabaron siendo un elemento fundamental para la formación del poder nacionalsocialista, pero que en los años centrales de la República de Weimar aceptaron hacerse cargo de responsabilidades ministeriales.[237] Puede plantearse, en este sentido, que el ritmo de fascistización de la derecha radical española fue no solo rápido, sino temprano, a la espera de que circunstancias difíciles del régimen condujeran a amplias zonas del catolicismo político a aceptar una ruptura cada vez más violenta con la República. Esta posición temprana, desarrollada especialmente a lo largo de 1933, explica la aparición de un espacio favorable a la consolidación del fascismo como una opción singular en el proceso de organización del espacio contrarrevolucionario.

Buena muestra del esfuerzo por crear este espacio de unidad esencial de una extrema derecha monárquica, que identificaba a la República con el hecho revolucionario, se encuentra en intervenciones como las del afonsino Pemán en un ciclo de conferencias organizado por los tradicionalistas en Madrid, junto a altos representantes del carlismo. Pemán, cuya intervención fue presentada en El Siglo Futuro como una práctica declaración de adhesión a los principios tradicionalistas, realizó un durísimo ataque a los fundamentos del sistema parlamentario. Se dirigió a los asistentes al acto señalando que en aquel ciclo se encontraban las verdaderas Cortes Constituyentes, que habían aprobado el único artículo de una ley fundamental: el sujeto de soberanía solo se encontraba en los españoles de verdad, fieles a la tradición y que «no han vendido su alma a ese dios rojinegro devorador de las naciones modernas: uno en esencia y trino en persona, por la triple expresión del Judaísmo, de la Masonería y de la Internacional».[238] Las alusiones a la violencia eran ridículas —«una vez que fui de cacería por poco mato a un amigo en vez de matar a un conejo»—[239] y el recuerdo de la proclamación de la República, insultante —«alegres camiones promiscuos, donde mezclaban sus sudores jovenzuelos y prostitutas y convirtiendo la anchura de las aceras en el tálamo improvisado de un amor elemental y perruno»—.[240] Frente al socialismo de la izquierda, se exaltaba la caridad ejercida por las órdenes religiosas —«golondrinas de la pasión de los hombres»—.[241] La labor que correspondía a las derechas era la reespañolización de la nación, algo que no se limitaba a una propuesta de tipo cultural. Había de establecerse un inmediato compromiso federativo de todas las derechas, aun cuando su propósito fuera la llegada al gobierno y, por tanto, resultara demasiado tímido para quienes aspiraban a mucho más. Y esa tarea de larga duración había de consistir en darle a ese poder conquistado una sustancia precisa, no un mero carácter de administración: «un sistema total de reorganización del Estado desde el punto de vista de su eficacia, o sea en sentido antiparlamentario y antidemocrático».[242] El tradicionalista Esteban Bilbao planteó el carácter necesariamente penitencial que tendría la redención del pecado del liberalismo: «el rayo de las revoluciones no es sino el latigazo con que Dios despierta a los pueblos que, como las vírgenes necias, se durmieron en el cumplimiento de su deber».[243] Una referencia al contenido higiénico doloroso de la contrarrevolución que habremos de ver en todos los discursos de la derecha radical española, incluido el fascismo. Lamamié de Clairac, Víctor Pradera y Hernando de Larramendi completarían la aportación carlista a las intervenciones en el ciclo, organizado por la Junta Nacional Suprema de la Comunión Tradicionalista. Pero la participación más importante fue la de Antonio de Goicoechea, el 18 de diciembre. Presentado por el conde Rodezno como un tradicionalista más, Goicoechea aprovechó la circunstancia para realizar un llamamiento a la unión de las derechas, en una federación que mantuviera la autonomía de sus integrantes, convergiendo en los intereses comunes de la campaña cultural contrarrevolucionaria, de la movilización de las masas y de un objetivo electoral que desalojara a la izquierda del gobierno. Para Joaquín Arrarás, la unidad en la diversidad solicitada por Goicoechea era precisa «no solo por la afinidad de los principios, sino por algo que nos une mucho más: la identidad del enemigo. El enemigo es la Revolución».[244]

Muy poco después, y para profundo disgusto de la Comunión Tradicionalista, que veía cómo se organizaba un grupo competidor en lugar de producirse la integración de los alfonsinos en sus filas, seis docenas de destacadas personalidades monárquicas enviaban a Goicoechea un documento solicitándole ponerse al frente de una nueva organización que defendiera los postulados del nuevo nacionalismo integral.[245] A pesar de la propuesta de hacer de Goicoechea el guía inspirador de un movimiento de unión de la derecha, no todos los firmantes le siguieron en la organización del nuevo partido, lo cual señala aún de forma más visible la compleja relación entre comunidad de ideales y adscripción de militancia. La carta planteaba la imposibilidad de encajar la política de la derecha en el marco del liberalismo y solicitaba la constitución de un frente contrarrevolucionario en el que pudiera defenderse la vigencia de la tradición, el catolicismo como único fundamento de la moral colectiva, una organización política basada en la jerarquía y la autoridad compatibles con las fórmulas tradicionales de representación del pueblo español, y la restauración radical de los valores espirituales de España a través de la instauración de un nuevo Estado. Antonio Goicoechea respondió el 10 de enero de 1933, aceptando con protestas de humildad el liderazgo requerido, para cumplir los dos objetivos indispensables de lo que merecía el nombre de la derecha: «una nacionalización de nuestras instituciones y de nuestro gobierno, alcanzada, con la mirada puesta en la tradición, mediante una restauración de los valores eternos del pensamiento español», así como una «mudanza total de la organización y de la vida del Estado».[246] Este intercambio epistolar público sería acompañado de la constitución de un nuevo partido, Renovación Española, en febrero de 1933, cuya presidencia se entregaba al propio Goicoechea y en cuya directiva iban a encontrarse figuras emblemáticas del nuevo alfonsismo como Maeztu, Fuentes Pila, Vallellano, Sáinz Rodríguez, Honorio Maura, Silió, Danvila y Serrano Jover, entre otros. Al aparecer la revista Renovación Española, Goicoechea vinculó la aparición del nuevo partido «al cardinal propósito de afirmar una personalidad política y lograr, mediante esa afirmación, la necesaria unión de todas las derechas».[247]

A esa labor se orientaba el principal órgano teórico de la contrarrevolución, Acción Española, que en su número del 1 de marzo de 1933 no tuvo inconveniente en publicar un artículo de Ramiro Ledesma, «Ideas sobre el Estado» —ni tuvo reparo el dirigente jonsista en considerar que ese lugar era el apropiado para publicarlo—, mientras se dedicaban los comentarios de actualidad a reproducir los más que incendiarios discursos pronunciados en el banquete de homenaje a José María Pemán, realizado en el hotel Ritz de Madrid, en febrero. Destacó, entre las intervenciones, la que José Calvo Sotelo envió desde el exilio, indicando la necesidad de conquistar el Estado, sin que esa palabra pudiera causar temor cuando había de reconocerse que España se encontraba en estado de guerra civil y, por tanto, teniendo a su disposición los combatientes de que había carecido en 1918:

Tenemos, por tanto, materia prima. Sóbrannos metas, que podríamos condensar en dos colores y dos palos, estos en cruz, aquellos en bandera. Falta tan solo agrupar, estructurar, en falanges, en haces humanos disciplinados y aguerridos. Lucharemos hasta que rematemos con una proscripción visceral la mentira democrática y el nihilismo marxista. Queremos conquistar el Estado. […] Queremos un Estado que sea fuerte, muy fuerte, pero justo. […] Que sea nacional. […] Que sea constructivo. […] Que encumbre al Capitolio de la Gobernación a las élites sociales, seleccionándolas corporativamente para que jamás puedan reproducirse con pujos de Soberanía los ademanes, modos y léxico que han convertido el Parlamento Constituyente en un templo laico de la decrepitud, el odio y la plebeyez. […] No basta la lira. Precisa la tizona. Tizona clásica, por gallarda, pero modernísima, por eficaz.[248]

En su respuesta al homenaje, ya de madrugada, Pemán advirtió de que nada sería posible sin la articulación de un «movimiento nacional en torno a las esencias únicas españolas. En los políticos puede haber diversidad. En los intelectuales, no».[249]

La labor de propaganda a favor de la unidad de las derechas implicaba subrayar su carácter diverso, para permitir precisamente que el movimiento de convergencia fuera lo más amplio posible, sin dar impresión alguna de absorción y de liquidación de espacios que había resultado tan difícil poner en pie contra el régimen republicano. Es difícil que se comprenda la historia de la derecha española en esta fase —y, por tanto, la historia del fascismo— sin advertir este doble carácter que posee la convocatoria unificadora. La mayor parte de los malentendidos que nos impiden comprender este proceso a escala continental resulta de la obstinación en buscar no solo los elementos de diferencia ideológica, sino en no encontrar los criterios de convergencia en una sola cultura política, que habrá de realizarse en la constitución del fascismo como movimiento de masas representativo del conjunto de la contrarrevolución moderna. Si nos atenemos ahora tan solo al esfuerzo realizado por los sectores alfonsinos —que es cronológica y políticamente congruente con lo que será la constitución del partido fascista unificado en 1934—, hallamos esta obsesión por reforzar la opción monárquica, siendo esta garantía de la unidad de las derechas y no motivo de su debilidad u obstáculo a su realización. De lo que se trataba era de articular una mayoría social al margen del régimen y de cualquiera de sus representantes: es decir, fuera de cualquier tentación de alianza con el lerrouxismo, posición que será la de la CEDA hasta que Gil Robles decida interpretar en el marco de una estrategia de colaboración táctica con el republicanismo conservador el resultado de las elecciones de noviembre de 1933. Una actitud que no solo iba destinada a reforzar al populismo católico, sino a destrozar las expectativas de sus competidores en la derecha más dura.

Aún así, la mano hacia todos continuaba tendida por parte de los más radicales. Comentando la formación de la CEDA, Acción Española podía ser algo distante, pero se admiraba por la multitud que había conseguido reunirse: «Es mucho pero todo es necesario, porque nos aguardan días difíciles y de terrible prueba. Seamos optimistas porque el optimismo es indispensable para la victoria. Pero sin perder el sentido de la perspectiva y de la realidad de las cosas».[250] La revista más importante del pensamiento nacionalista contrarrevolucionario podía reflejar, en perfecta armonía, los discursos de propaganda y los esfuerzos de construcción de una alternativa ideológica a la democracia. Eduardo Aunós publicó la serie «Hacia una España corporativa», Javier Reina su ensayo sobre «El liberalismo y la verdad», Yanguas Messía sus reflexiones sobre el pensamiento de Vitoria, que se sumaban a los ensayos ya comentados de Pradera o Maeztu. Las colaboraciones extranjeras, en especial de personas próximas a Acción Francesa, permitieron a los lectores la lectura de Charles Benoist, de Georges Duherme o de Pierre Gaxotte, teniendo que destacarse que, en el verano de 1933, se publicara en dos números sucesivos «La doctrina del fascismo», de Benito Mussolini, con una entradilla que expresaba «nuestra gratitud por el honor que nos dispensa el Jefe del Gobierno italiano, creador de nuevos modos y de un nuevo espíritu».[251] El agradecimiento no podía ser un simple acto de cortesía, y bien habrían de demostrarlo las entusiastas palabras del más influyente de los jóvenes de la redacción, Eugenio Vegas, al concluir un ensayo sobre el centenario de la primera guerra carlista afirmando la prolongación del espíritu del tradicionalismo en un ambiente «fascista».[252] Quien presentó algunas reticencias a imitaciones del exterior, precisamente el responsable de la información internacional, Jorge Vigón, comentó el éxito de Hitler haciendo votos para que pudiera verse a «millares de españoles reunidos en comunión en un mismo sentimiento noble; quizás aquí deba ser uno de los jalones finales de lo que allí señaló el comienzo de los caminos del triunfo», aunque para poder ver esos millares de brazos alzándose deberían levantarse primero unos cuantos cientos de una vanguardia elegida, que supiera señalar el camino certero que correspondía a España.[253] En lo que parecía una disputa por el derecho de primogenitura en el impulso contrarrevolucionario, Vigón dedicaba un enardecido elogio del libro de Goad sobre el fascismo italiano que acababa de traducir el marqués de la Eliseda, aun cuando señalaba el peligro de «concentrar demasiado la atención sobre el ejemplo de esos dos países, olvidando los precisos antecedentes que, bien acomodados a nuestro caso, no podemos hallar más que nuestra propia historia».[254] Las burlonas referencias a quienes deberían dedicarse a leer el libro en lugar de comprarse «una camisa más o menos pintoresca» pueden compararse, sin salirnos de las opiniones del propio Vigón, con su admiración por la capacidad nazi para reunir a los sectores más sanos de la sociedad alemana, liquidando la oposición liberal y marxista, bajo el nada inocuo título de «¡Heil Hitler!»,[255] el fervor con el que mostraba que era «una hora crítica de la Historia, en la que es preciso entrar con ánimo decidido y pulso firme» para manifestar la coincidencia entre Hitler y el pueblo,[256] o la insultante calificación de la persecución de los judíos refiriéndose a sus quejas como «unas lamentaciones tan subidas de tono que suenan a ira e injurias», ya que en un momento en que «toda la tierra es hoy “muro de lamentaciones” para los hijos de Israel» y cuando «se ha desatado una feroz campaña antialemana en la prensa al servicio judío», que propaga «torpes falsedades esparcidas a los cuatro vientos», habrá que ver «quién vence a quién».[257] Sumemos a ello el entusiasta comentario de la revista a la conferencia de Carlo Costamagna en la Academia de Jurisprudencia —precedida por la publicación de «Teoría general del Estado corporativo» en las páginas de Acción Española—, en la que se afirmaba cómo «las armas del judío Marx, embrutecedoras de multitudes, se lanzan a la oposición contra las luces fascistas, salvadoras de pueblos».[258]

Con todo, el fascismo era presentado como algo inexistente desde el punto de vista organizativo, un pretexto para que el gobierno pudiera «neutralizar por el terror desde sus comienzos un estado espiritual que cada día es más definido y más amplio». A eso quedaba «reducido» el fascismo, aunque se consideraba que era ya mucho, porque el miedo de quienes decretaban su pena de muerte «está inspirado en el convencimiento de que hay latente en España un anhelo propicio para levantar en muy poco tiempo una leva de gentes hostiles a la situación marxista imperante».[259] La ampliación de un espacio contrarrevolucionario estaba, pues, muy clara en la dinámica de la reorganización y los llamamientos a la unidad de la derecha, viendo en la posible organización del fascismo un aspecto más de esta. De cualquier modo, lo que podía entenderse por acción directa y violencia había de legitimarse a través de la propia tradición del derecho cristiano. Así, Marcial Solana publicaba, en cuatro entregas, un ensayo acerca de la legitimidad de la resistencia a la opresión,[260] y se adelantaba la publicación del libro de Aniceto de Castro Albarrán El derecho a la rebeldía, editándose uno de sus capítulos.[261] Tales textos teóricos se habían precedido de un largo ensayo no firmado, aunque atribuido a «un eminente teólogo y tratadista […] que, por razones fáciles de comprender, omite su nombre», dedicado al acatamiento del poder constituido.[262] El recurso a la sublevación legitimada por la doctrina de la Iglesia habría de ser un recurso peculiar español para la justificación de la violencia, aunque ni siquiera habían de faltar en los ámbitos alfonsinos los factores estéticos que habrán de desarrollarse en el falangismo español posteriormente: «Fusil y libro fue también el lema fascista de Cisneros».[263]

El recurso a la violencia aparecía, como se ha visto, vinculado a los llamamientos de una unión de derechas pensada para luchar contra un enemigo por fin localizado, en las condiciones que llegaban a calificarse como las de una ausencia de ley y de ambiente de guerra civil. Ramiro de Maeztu, en su intensa campaña propagandista de esa alianza, señalaba las condiciones que hacían urgente esa acción. La actualidad de la revolución hacía precisa la formación de una Liga de Defensa Social,[264] pero esta llamada al derecho legítimo a resistir a la opresión debía realizarse acompañándola de la renuncia a los ataques a quienes podían disentir tácticamente: «lo fundamental es que unos y otros piensen más a menudo en lo que tienen de común (el ideal y el enemigo) que no en sus diferencias».[265] Las «clases neutras» habían forjado la prosperidad del país, pero habían preferido apartarse de la acción política, y el riesgo actual era una prueba que se enviaba a los españoles para hacer frente a esa falta de responsabilidad con sus principios esenciales: «¿Quién sabe si el día de mañana se interpretará el nuevo régimen como un rodeo que tomó la Providencia para infundir sentido político entre las clases conservadoras españolas?».[266] Actividad política, asunción de responsabilidades y descubrimiento de un adversario «para que veamos, los hombres de derecha, que ante la inmensidad de la tarea por hacer es estúpido que sigamos divididos».[267]

Para los alfonsinos, los espacios de elaboración doctrinal habían dejado de ser incongruentes con las necesidades de una estrategia política, necesitada de una armazón ideológica para poder actuar no como simple reacción frente al gobierno, sino como verdadera contrarrevolución frente al sistema. El problema organizativo de este sector solo podía ocultar su debilidad en grandes acuerdos electorales, algo que no pudo suceder en una fecha tan cercana a la escisión de Acción Popular como en las municipales del 23 de abril de 1933. El partido alfonsino, aconsejado por medios de prensa próximos como La Nación, presentó a algunas personalidades bajo el rótulo de «católicos» o «independientes», pero decidió no ofrecer una candidatura de partido, viendo cómo solo una treintena de sus miembros eran elegidos entre 19.000 concejales.[268] Las elecciones habían coincidido con una inmensa agitación por el debate de la Ley de Congregaciones Religiosas, que llegó a provocar la referencia a España en la Encíclica de Pío XI Dilectissima Nobis.[269] Junto a las emblemáticas discusiones sobre el desarrollo de la Ley de Bases de la Reforma Agraria —la Ley de Arrendamientos Rústicos—, las paradójicas acusaciones de abuso de poder o debilidad realizadas por los mismos grupos ante los hechos de Casas Viejas o la insurrección anarquista de comienzos de 1933, tal debate daba cuenta de la oportunidad de movilización de la derecha en las condiciones de una marcha acelerada de la coalición gubernamental hacia la crisis. La crisis de gabinete a mediados de julio solo prolongó la agonía del gobierno de Azaña y las posibilidades de ensanchar la agitación de la derecha. Para los alfonsinos radicales no había un provecho inmediato posible, clarificada la correlación de fuerzas en el seno de la derecha, en la que solo los tradicionalistas habían conseguido mantener una apreciable base electoral. Aunque la inmensa mayoría de los carlistas elegidos en noviembre de 1933 bajo las siglas de la Comunión lo fueron en los feudos del tradicionalismo, se obtuvieron buenos resultados acudiendo en coaliciones de derecha católica en algunas ciudades castellanas como Burgos, Logroño o Salamanca.[270] Escaso consuelo podían tener los alfonsinos al alcanzar éxitos en elecciones a colegios profesionales e incluso aprovechando el clamoroso fracaso republicano de la elección de los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales en septiembre, que siempre se ha considerado el golpe de gracia dado al gobierno de Azaña, en especial por el carácter de segundo grado del voto, que reflejaba los avances realizados por la derecha en los centros de poder local y profesional. Renovación Española podía celebrar la elección por los colegios de abogados de Calvo Sotelo y Silió, pero, además de quedar invalidada la posición de Calvo Sotelo, se trataba de un avance realizado tan solo en el espacio de una elite muy restringida, que no podía comprenderse como ganancia sustancial de apoyo popular.[271] El avance de la derecha radical había de proceder, por tanto, de las circunstancias generales de la crisis del régimen republicano y de la progresiva incapacidad de la CEDA para mantener en pie su capacidad de representación del conjunto del espacio católico conservador.

La reorganización del sector más radical de los alfonsinos estaba vinculada a la construcción ideológica de un nuevo Estado, que no se limitaba a comentar las experiencias de Italia y Alemania como asuntos de interés internacional, sino cuál había de ser el modo en que clarificaran un nuevo despliegue en España del discurso de la contrarrevolución. Los editoriales de Acción Española clarifican de forma ejemplar esta percepción, en especial tras las frustraciones producidas en los inicios de la primavera. Redactados por Eugenio Vegas, no dudaban en ir señalando las pautas de una inclusión del nacionalismo integral alfonsino en la zona común en la que era factible diseñar una estrategia. La reiterada alusión a la falta de hombres para encabezar un proyecto de regeneración nacional se respondía con el ejemplo dado por el fascismo. Italia se había decidido a romper con la falsa filosofía liberal y había impuesto un régimen «muy semejante a los antiguos Estados monárquicos […]. Contraste envidiable con el desorden del resto del mundo». La genialidad de Mussolini no había consistido solo en la materialidad de la dictadura, sino también en haber llevado a la práctica «una ideología eminentemente popular, pero antidemocrática y antiliberal». No bastaba con un hombre honesto, sino con la firmeza de una ideología que escapara a la tiranía del parlamentarismo y el sufragio universal. «Combatamos, pues, el mal con una mano y con la otra edifiquemos el Estado nuevo».[272] Para obtener la victoria anhelada no podía contarse solamente con la obra social católica, sino con la primacía de la actividad política. «¡Política! ¡Acción política! Luchemos ante todo por conseguir el poder; y, luego, hagamos cierta una vez más la frase de Pío X: “Los pueblos son tales como los quiere su gobierno”».[273] No debía darse tregua al régimen considerando posible una república conservadora, pero nada serviría la acción doctrinal sin el acceso al poder utilizando todos los medios. Había que obtener una victoria total, como lo había logrado el Duce en Italia: «Contra la democracia, pues; y con todas sus armas. Hasta con las mismas suyas; hasta con el sufragio. Hasta con el sufragio, siempre que lo empleemos como un medio; siempre que no pongamos nuestra fe en sus resultados».[274] La convocatoria de elecciones exigía aprovecharlas y reducir la «impaciencia del ideal». Pero había de quedar claro que el objetivo de la contrarrevolución —«¿no sería más limpio llamarla nuestra revolución?»— podía subordinar su programa máximo a la necesaria ocupación de espacios de poder, a la instalación en sus centros de una minoría selecta e inspiradora, en una obra de rectificación que no podía tomarse como respeto a la legalidad, sino, utilizando la ironía maurrasiana, como el uso «de todos los medios legítimos, incluso los legales».[275] Había que usar cualquier procedimiento, sin confundirse con quienes creían «que de las urnas puede salir algo más que el desorden y la confusión». Las elecciones eran una «feria a la que por fuerza hemos de prestar nuestro concurso, transeúnte y malhumorado, para evitar mayores y más graves males».[276] Estas últimas palabras servían, por lo demás, para acoger la noticia fundamental que Vegas Latapie deseaba transmitir a los lectores: el discurso de Primo de Rivera que podía considerarse fundación de un nuevo partido nacionalista, de cuyo estilo pocas dudas podían caber tras la trayectoria seguida por José Antonio desde comienzos de año. La organización del fascismo era un espacio de autenticidad al que se saludaba, y que compartía, en el caso concreto de su líder, la necesaria y desagradable tarea de participar en el proceso electoral en el que solo se creía como plataforma para acabar con la democracia.

Con la victoria de noviembre en las manos, desigual en la composición de la mayoría derechista, los dirigentes alfonsinos trataban de advertir a Gil Robles del grave error que supondría olvidar lo que ellos consideraban sentido profundo de la jornada. Tiempo después, podía achacarse a los seguidores la temeridad que brota, paradójicamente, de un exceso de prudencia, como lo hacía «El caballero audaz» en un elogioso retrato del líder de Renovación Española: la mentalidad del «mal menor» del hombre de la calle, la indolencia de la derecha española, se contemplaba como un error desde el instante mismo de un triunfo falsificado por la falta de ambición nacional de sus protagonistas.[277] Acción Española aceptaba: «Votemos, puesto que votar hoy es un deber. Pero bien será pensar al hacerlo en que hay que ir trazando otros caminos. Votemos para dejar de votar algún día».[278] Se intentaba reunir a todos los ganadores en la propuesta de un Estado nuevo cuyas características compartían diversas opciones de la derecha, desde el tradicionalismo hasta el falangismo. «No hay discrepancias. El Estado liberal y democrático […] debe de [ sic] desaparecer y ser sustituido por el Estado cristiano, nacional y corporativo».[279] José Calvo Sotelo, elegido por fin diputado y pudiendo abandonar su exilio con la clara voluntad de liderar el rumbo de la derecha española, planteaba los puntos de un programa de gobierno, basado en la unión de los contrarrevolucionarios y la revisión de la tarea constituyente. Lo que debía construirse era un Estado fuerte, capaz de sobreponerse a intereses conflictivos y servir a la regeneración de España. Los obreros podrían actuar como quisieran en tanto que ciudadanos, pero como productores deberían plegarse «a la conveniencia nacional, interpretada por un Estado totalitario». El problema esencial de la nación debía localizarse en su verdadero lugar: «No está en lo religioso, aunque otra cosa parezca […]. Está en lo político, en la estructuración estatal».[280] José María Pemán recordaba que la política de la alternancia había concluido y que la victoria electoral no tenía vuelta atrás, siendo solo etapa de un proceso de captura absoluta del poder e instauración de un nuevo Estado. Concebida como totalitaria, la política dejaba de considerar el turno de la izquierda y la derecha. El enfrentamiento sustancial, la lucha entre la Patria y la Antipatria no podían resolverse parlamentariamente. «Los actuales gobernantes y colaboradores perderán a España […] si se consideran situación de turno y no situación de continuidad y paso hacia algo más extremo y definitivo». Las intervenciones ante los problemas urgentes precisaban tarea de cirugía coyuntural: «Luego, Dios dirá… Pero yo me figuro lo que va a decir Dios».[281] Para el futuro falangista Eugenio Montes, el problema era la posibilidad de construir un proyecto de reconstrucción española fundamentado en una doctrina contrarrevolucionaria: «Hay nada menos que coger, al vuelo, una coyuntura que no volverá a presentarse: la de restaurar la gran España de los Reyes Católicos y los Austrias».

En el órgano de Renovación Española, la participación en un frente antimarxista solo se justificaba porque «la realidad parlamentaria de mañana impondrá asimismo la indispensable unión de los grupos de ideología afín», no para una simple labor gubernamental dentro del régimen, sino para «salvar para mucho tiempo a nuestra patria de los peligros a que la condujeron unos hombres ineptos y apasionados».[282] Tras la victoria, las derechas habían de llevar a cabo «la nueva estructuración del Estado, apartándose de los procedimientos de componendas y contubernios, que solo pueden traer funestos resultados».[283] Calvo Sotelo afirmaba no saber si «en España cuajará o no el fascismo. Pero tengo por seguro que no puede cuajar el sistema parlamentario a outrance en que se basa la Constitución». Lo que ponía en peligro a España y al régimen no era el ser República, sino el tener parlamento. «Hay que pensar en nuevas estructuraciones, cuyo sentido totalitario y autoritario haga imposible los odios de clase y el desmán de los Sindicatos». El problema de España era político, y bien lo sabían los electores al haber proporcionado un triunfo cuya entraña era «antipartidista, nacional, totalitaria». Sin afirmar ni negar el fascismo, «pronto será una opción clarísima entre la tiranía colectivista […] y un Estado de base autoritaria […] con régimen corporativo».[284] Anunciaba, a la vista de lo que estaba sucediendo con el fascismo de Dollfus, el triunfo de un Mussolini al que aún no parecían tomarse en serio en Europa, a pesar de que su profecía sobre la fascistización del continente era irrefutable.[285] Al considerar las objeciones expuestas repetidamente a la posibilidad del arraigo del fascismo en España, Calvo Sotelo distinguía entre lo accesorio y lo esencial. Esto último no solo podía arraigar en nuestro país, sino que estaba ya en condiciones de emprender ese camino: «El trasplante de las nuevas teorías al solaz español resultará viable, amén de deseable, no solo para cimentar, sino también para estructurar la futura España».[286] Las palabras de Vegas Latapie parecen adquirir mejor fisonomía en el acopio de comentarios tan esclarecedores: la contrarrevolución… nuestra revolución.

LA FORMACIÓN DEL PARTIDO NACIONAL-SINDICALISTA. HACIA FALANGE ESPAÑOLA DE LAS JONS (1933-1934)

El fascismo es «esencialmente tradicionalista». En Italia busca la tradición del Imperio. En España buscará la tradición de nuestro Imperio. Lo que hay de universal en el fascismo es esta revitalización de los pueblos todos: esta actitud de excavación enérgica en sus propias entrañas. Con espíritu fascista los italianos han encontrado a Italia. Los españoles, con el mismo espíritu, encontraremos a España. El fascismo es como una inyección que tuviera la virtud de resucitar: la inyección podría ser la misma para todos, pero cada cual resucitaría como fue.

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA (1933)

En los primeros meses de 1933, los conflictos internos de la derecha, con la ruptura de Acción Popular y la consolidación de un área alfonsina cada vez más radicalizada en su identidad antirrepublicana, se sumaban al impacto de la llegada de Hitler al poder y a la forma en que esta se había producido. La imagen del acceso al poder del fascismo alemán no tenía el aspecto sectario de una cuestión limitada al NSDAP, sino de un acuerdo estratégico, de principio, para acabar con la democracia y construir un sistema político alternativo. Ya ha podido verse cómo, incluso en los sectores donde podía haber más reticencias al fenómeno hitleriano, no se dudaba de su capacidad de aglutinación de todo el pueblo alemán en torno a una contrarrevolución destinada a acabar con el sistema parlamentario y el movimiento socialista. Para quienes, como los jonsistas, el nacionalsocialismo era la verdadera fuerza alternativa a la democracia liberal y al marxismo, aunque pudieran ser distintos los motivos a aducir por Ledesma o por Redondo, esta imagen de integración ofrecida por el fascismo alemán resultaba muy alentadora. Pues no solo se estaba normalizando una propuesta que se defendía con singular vigor en su propaganda, sino que ocurría precisamente cuando la derecha radical española podía sentirse más inclinada a contemplar los beneficios de una estrategia de convergencia con quienes podían ser competidores y cómplices en su extrema derecha. Si Redondo había ya valorado el nombramiento de Hitler como canciller, tras las elecciones de marzo, que dieron mayoría absoluta a la coalición en el gobierno alemán, sus palabras fueron aún más exaltadas, centrando su entusiasmo en el carácter cristiano de la revolución que estaba produciéndose en el centro de Europa.[287]

Redondo y la definición del Estado Nuevo

En este comentario de la coyuntura internacional, Redondo interrumpía la serie de artículos que estaba dedicando a perfilar la propuesta política de las JONS, aunque lo hacía con plena conciencia de que la lección alemana, caracterizada como enfrentamiento entre cristianismo y barbarie, resultaba congruente con las necesidades nacionales españolas y con los intereses tanto del nacionalsindicalismo como del conjunto de la derecha. A Redondo le interesaba mucho más la versión racista, antisemita y, sobre todo, comunitaria de un movimiento en el que la exaltación del Estado cedía paso a la valoración suprema de la nación, por lo que indicó abiertamente su preferencia por el nacionalsocialismo, llegando a desdeñar el fascismo como un movimiento excesivamente pragmático, que actuaba como reacción táctica a las condiciones sugeridas por la coyuntura. Quizá lo más importante de esta distinción, sin embargo, era la discrepancia sobre las relaciones entre el individuo y el Estado, aspecto en el que Redondo tendió mucho más que Ledesma y otros dirigentes fascistas españoles a defender una tradición doctrinal católica en la que no cabía la anulación del individuo. En este punto podemos encontrar similitudes entre Redondo y José Antonio para una definición del fascismo español que resultará muy útil en los momentos en que se trate de responder a las acusaciones de «estatolatría» realizadas por el pensamiento tradicionalista, mientras pueden considerarse puntos de contacto entre la visión de Ledesma y la de Calvo Sotelo, a favor de una mayor eficacia del Estado y una concepción elitista de la autoridad, proponiéndonos un lugar de encuentro entre fascistas y contrarrevolucionarios tecnocráticos que también se produjo en otras experiencias europeas, y que en España resultó fundamental para aglutinar el proyecto fascista durante y después de la guerra civil.[288]

Para Redondo, resultaba «un trance inasequible a nuestras fuerzas» expresar cómo debía ser el Estado Nacional del porvenir, del que se afirmaba su voluntad de adaptar a las circunstancias imprevisibles el servicio a la España grande, libre y única, así como la disposición jonsista a venir a «restaurar el poder y la aptitud de la civilización que Dios confió a nuestra raza y a nuestra cultura».[289] No se planteaba, por tanto, una ausencia de estrategia, sustituida por una mera enunciación de principios, sino el deseo de que tales principios pudieran estar a la disposición de cualquier estrategia. Naturalmente, los principios resultaban tan claros como permeables a lo que desde el conjunto de la derecha pudiera considerarse una propuesta nacionalista, antiliberal y antimarxista, dispuesta a emprender un combate abierto contra el régimen republicano. Este sentido tenía la crítica feroz al liberalismo no solo como procedimiento electoral, sino como sistema de pensamiento, en el que la verdad objetiva se dejaba al arbitrio de un acto de voluntad y razón individual. El mal se encontraba en un sistema que, «por el afán enfermizo de proscribir la fe en las verdades reveladas establece la idolatría ruda y primitiva en homenaje a las hipótesis, a las palabras y a las doctrinas discurridas por los “pensadores”». Redondo salía en defensa de la tradición para abolir una barbarie que solo podía haber sido promovida por la «inteligencia judía», a fin de «corromper en sus raíces populares la civilización y el cristianismo».[290] Todo proyecto de Estado y de organización social debía basarse en que « la verdad moral, que es la primera interesante desde el punto de vista político, existe». La libertad del hombre y la voluntad de los pueblos no podían negar un principio superior, y tanto las propuestas políticas como las sociales habían de derivarse de ella. Incluso la justicia social derivaba de la cultura nacional y cristiana ofrecida por la Patria.[291] El Estado positivo y la colectividad debían respetar las « verdades cristianas, que son la fuente moral de la civilización».[292]

Precisamente en esa superioridad de las normas cristianas sobre la voluntad del pueblo se ha querido establecer la diferencia entre la cultura política fascista y el catolicismo español, sin tener en cuenta el esfuerzo de síntesis que se realiza en los momento fundacionales del movimiento, que no estaba dispuesto a ceder el privilegio de una tradición española a las corrientes alfonsinas, carlistas o populistas. El discurso nacionalista había de distinguirse por otros factores del conjunto de la movilización de recursos humanos e ideológicos de la contrarrevolución española, en especial los que se referían a su convocatoria militante, a la legitimidad de la violencia, a la llamada a la juventud, a su insistencia en la justicia social y a algunos elementos populistas, aunque todos estos factores pueden hallarse distribuidos en el conjunto de la derecha española de diversa forma y en distinta medida. Como lo habían señalado los pensadores contrarrevolucionarios, Redondo afirmaba que «la lucha es, fatalmente, la eliminación recíproca: o España o la Anti-España».[293] Localizado el enemigo, la subversión marxista o el Estado republicano antinacional, se trataba de organizar milicias juveniles y un movimiento superador de las viejas fórmulas partidistas, destinado a expresar en sí mismo la tarea suprema de la unidad de los españoles en torno a «la tradición y costumbres civilizadas de nuestro pueblo como nación cristiana».[294] Que esta posición de principio correspondía, también, a una estrategia, pudo comprobarse cuando Onésimo Redondo presentó su candidatura a las elecciones de noviembre de 1933. El programa que presentó a los vallisoletanos asumía el rechazo de la Ley de Reforma Agraria y la normativa que la desarrollaba, considerando que afectaba de modo expropiatorio a los pequeños campesinos y que sus criterios no se basaban en la justicia o la eficiencia, sino en el rencor y el clientelismo. Por otro lado, destacó en su llamamiento su rechazo al conjunto de la obra constituyente, aunque haciendo mención especial a la legislación que atacaba los derechos de la Iglesia, el Estatuto de Cataluña y las leyes educativas. La afirmación de «España como nación una e imperial» debía reconstruir el Estado «sobre bases tradicionales, admitiendo el valor de nuestros mayores como educadores del pueblo».[295] Las fuertes presiones ejercidas por la derecha local obligaron a Onésimo Redondo a retirar su candidatura, tras haber desdeñado cualquier intento de inclusión del líder jonsista en la propuesta conservadora, a pesar de que se habían iniciado trabajos conjuntos para que las JONS participaran en la unión de derechas.[296]

«El Fascio» como modelo de propaganda unitaria

Lo significativo de la evolución política del nacionalsindicalismo en aquel año fundacional fue que la búsqueda del partido no se realizó como desarrollo del que ya existía. Ello no solo nos da cuenta de la debilidad del jonsismo, sino que también nos indica una peculiar forma de constitución del partido en España, que respondía tanto a la debilidad del núcleo nacionalsindicalista original como a la densidad de un ambiente favorable al movimiento, que debía superarla justamente para presentarse como resultado de un nuevo ciclo en la dinámica de la derecha española. Un suceso aparentemente secundario, como la preparación del único número de la revista El Fascio resulta clarificador para caracterizar este proceso. Quienes no habían prestado atención alguna a las dos formaciones existentes en España desde la proclamación del nuevo régimen, o quienes se habían apartado de su fracaso inicial —como Giménez Caballero—, solo en los primeros meses de 1933 consideraron oportuno crear un espacio en el que pudieran intercambiarse ideas, realizar propaganda y proponer una fórmula inspirada en el notable prestigio que el fascismo italiano había alcanzado en la derecha española. Ramiro Ledesma recordaba este episodio, poco más de dos años más tarde, adecuándolo al escepticismo de su fracaso en revitalizar las JONS tras la ruptura con el caudillo falangista. Para el Ledesma de la segunda mitad de 1935, había sido una ventaja que el periódico fuera recogido por orden gubernativa, ya que los jonsistas se habían prestado a aquella aventura de mala gana y con el ánimo de dar propaganda a su organización. Aquello no era más que una reedición de la Unión Patriótica que, «para quienes representaban un sentido nuevo, nacional-sindicalista y revolucionario, hubiera significado el mayor contratiempo».[297] Vistos los trabajos teóricos y la propaganda desarrollada por el único grupo de cierta importancia, el vallisoletano, no parece que debamos continuar viendo en las JONS un ala izquierda del fascismo español, aunque no es descabellada la visión de Ledesma al indicar la falta de coherencia interna del grupo. Por lo demás, al propio Ledesma no pareció importarle alguna compañía más que dudosa en todas sus empresas —y no me refiero solo a quien le financiaba su propaganda, sino a quienes colaboraban en ella—, y tampoco se le cayeron los anillos ideológicos publicando un artículo por aquellas mismas fechas en Acción Española. Lo que resulta más interesante en su apreciación es justamente lo contrario a lo que desea transmitir: es decir, que los nacionalsindicalistas estaban dispuestos a apuntarse a cualquier proyecto en el que el fascismo pudiera dar señales de vida, siendo conscientes del nuevo espacio aglutinante que estaba gestándose en torno. Eran conscientes, además —pero no como un factor contradictorio, sino como situación que se deducía de esta agrupación de fuerzas— de la necesidad de hacer convivir la identidad de las JONS con quienes llegaban a la militancia fascista o a sus aledaños como resultado de la expansión de esta corriente en Europa, de su carácter cada vez más universal y por la radicalización, en esa dirección concreta, de segmentos importantes de la contrarrevolución española.

El Fascio representó, además del encuentro entre quienes iban a ser responsables de la constitución, un año más tarde, de Falange Española de las JONS, la ambición de presentarlo como punto de enlace de un fascismo que no deseaba presentarse como partido, sino exhibir de forma clara hasta qué punto estaba constituyéndose ya como un espacio. El nuevo periódico mereció, por ello, una cumplida atención de quienes estaban a la espera de la formación de ese lugar común, en el que pudieran hallarse sectores que mantenían su autonomía orgánica, pero que deseaban llegar a indicar los fundamentos compartidos de un horizonte nacional, dando a la publicación ese carácter de primera agregación de individuos y grupos, para preparar un movimiento que pudiera estructurarse de forma más convencional. En definitiva, se trataba de certificar la existencia de ese espíritu universal en España, acotándolo a la colaboración de algunas personalidades y, al mismo tiempo, abriéndolo a una heterogeneidad inicial y a una propuesta de expansión que respetara las lealtades de partido ya existentes. La idea salió de conversaciones entre Primo de Rivera y Manuel Delgado Barreto, director de La Nación, y de la influencia que sobre ambos desplegó quien pareció tener el proyecto más claro desde el punto de vista propagandístico, Ernesto Giménez Caballero. A ellos se sumaron Sánchez Mazas, Juan Aparicio, Ledesma y el embajador italiano, Guariglia. La salida del periódico fue anunciada con cierta vehemencia por la prensa de la derecha: naturalmente, en La Nación y Gracia y Justicia, que lo arropaban, pero también en La Época, donde Fernández Cuenca daba cuenta de su alegría por la existencia, por fin, de una agrupación de jóvenes fascistas: «Se trata de unir, en un solo haz, que engrosará rápidamente a todos los grupos, grupitos o elementos aislados que sueñan o por lo menos simpatizan con el fascismo como una fórmula de salvación nacional».[298]

En su declaración editorial, se indicó que el semanario no aparecía como órgano de partido alguno, sino a «informar a nuestro pueblo, a propagar en nuestro pueblo lo que el “Fascio” […] [es] como salvación del mundo. Y, sobre todo, salvación de España». No se trataba de «implantar, organizar y dirigir el fascismo en España. La misión periodística, apartada de todo caudillaje, es de aliento a las voluntades predispuestas, de difusión de ideas y de comunicación entre aquellos que las profesen afines». Se venía, con un espíritu libre de ambiciones partidistas, a reclamar «la estructuración de un Estado» español. Un Estado que no seguiría los patrones de Italia y de Alemania, aunque actuaría a través de «cauces parecidos». Los redactores se dirigían, por encima de diferencias de izquierdas y derechas, de lealtades monárquicas o republicanas, a todos los «españoles de buena voluntad que con el brazo extendido hacia el porvenir y el pensamiento en Dios y en la Patria, juren en estas horas críticas no desertar de sus deberes».[299] A esta declaración de principios se sumaba una propuesta organizativa elemental, destinada precisamente a señalar el aplazamiento de la formación de un partido. Sin desear constituirlo, sin embargo, los responsables del semanario habían aceptado convertirse en punto de referencia de quienes se habían dirigido a ellos, individuos pertenecientes a grupos políticos, sociedades culturales o colegios profesionales, y que podían ser, en su misma pluralidad, la base de un amplio movimiento nacionalista a favor de un nuevo Estado. Se citaba —para sorpresa de quienes crean que los fascistas españoles siempre habían despreciado al Partido Nacionalista— al doctor Albiñana, «al que sería injusto no rendir aquí el homenaje que merecen sus sacrificios por las ideas nacionalistas y el calvario a que se encuentra sometido», a los republicanos conservadores desengañados y a los militantes del «sindicalismo nacional de las JONS». Todas estas agrupaciones podrían enviar representantes para constituir una Junta Central que las coordinara. Durante el periodo de organización, y hasta que el fascismo absorbiera a todos los grupos y partidos, debía aceptarse la doble militancia, respetando el sentido unitario del haz hispánico que encabezaba el semanario. Se rechazaba cualquier jefatura, que habría de surgir del desarrollo del proceso constituyente del fascismo, y se dejaba para más adelante «la parte espectacular», en la que los fascistas elegirían el uniforme que les identificaría.[300]

Los principios sobre los que había de basarse ese movimiento en que convergieran las fuerzas nacionales, redactados por Giménez Caballero, reiteraban ya conocidas afirmaciones de nacionalismo imperial, sintetizando la empresa de futuro y el reconocimiento de una tradición orgullosa. La unidad era esencia y objetivo del fascismo, construida a través de un nuevo Estado corporativo. Las referencias a la organización eran francamente pintorescas. A las «milicias laicas» habían de sumarse las «milicias espirituales», constituidas por «las almas religiosas y piadosas de España, las que aspiren a renovar y a reformar una Religión que había perdido su carácter militante, su sentido de salvación del prójimo». A las masas debía transmitírselas una liturgia espiritual, una vez lograda la paz social que las «milicias laicas» habrían conseguido. «El sacerdote y cuantos integran un ascendiente sobre las conciencias deberán formar estas “milicias del alma”».[301] José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma ofrecían colaboraciones sustanciosas, el primero para indicar cuál era el nuevo concepto de Estado a imponer por el fascismo, y el segundo para reflexionar acerca de la trayectoria de las JONS. «Orientaciones hacia un nuevo Estado», firmado con la E del marquesado de Estella que disfrutaba Primo de Rivera, carecía de originalidad y soportaba mal la comparación con lo que ya habían escrito otros autores acerca de este tema, en especial Ledesma. Lo particular en José Antonio era la primacía de la unidad nacional, a la que el Estado representaba, en lugar de hacer de este el lugar en el que generaba la nación, aunque la tensión entre ambas esferas se resolvía —y no dejará de hacerse así en el pensamiento joseantoniano— a favor de la comunidad.[302] Al abordar el mismo tema en Acción Española, Ramiro Ledesma había mostrado su reflexión más antigua y extensa sobre el tema: «El Estado es para nosotros la suprema categoría. Porque, o es la esencia misma de la Patria […] o es la pura nada […]. La Nación es su plenitud de organismo histórico. […] Son cada día más absurdos esos afanes de presentar Estado y Nación como algo diferente e incluso enemigo». Algo a lo que se añadía, en contraposición a la marcada indiferencia ante el tema de Primo de Rivera en aquel momento, que la misión del Estado era lograr la unidad social a través de la eficacia distributiva de un orden sindicalista.[303] La intervención de Ledesma se presentaba en forma de una falsa entrevista, reiterándose los motivos que habían llevado a la fundación y desarrollo de las JONS: frustración revolucionaria ante la democracia burguesa, lucha contra el separatismo, el marxismo y la ineficacia económica liberal, voluntad de crear una vanguardia juvenil nacionalista, revolucionaria y violenta, y defensa del catolicismo como creencia vinculada a la grandeza de España, aunque sin aceptar la intervención de la Iglesia en las tareas del Estado. Las extensas referencias al nacionalsocialismo alemán y al fascismo italiano completaban aquel primer y último número de lo que debía haber sido plataforma inicial del fascismo español.

Las JONS, milicia y partido

Al recordar cuál fue la tarea de las JONS en el periodo previo a la unificación con los falangistas, Ledesma señalaba que 1933 había sido el año de expansión del nacionalsindicalismo. Ciertamente, las JONS hicieron un considerable esfuerzo de propaganda y, sobre todo, de consolidación de su organización, en especial cuando lo que se afrontaba era la inminente constitución de un nuevo movimiento, algo que a Ledesma le quedó claro cuando sus indispensables contactos en los ambientes alfonsinos del País Vasco le presionaron para que llegara a un acuerdo estratégico con Primo de Rivera. La manera más adecuada de afrontar esta perspectiva era reforzar el propio espacio, tanto en el aspecto doctrinal como en la cohesión de sus escasas fuerzas. Ambas cuestiones estaban estrechamente unidas, por la propia concepción política de las JONS, en las que las propuestas ideológicas se presentaban siempre como consignas disciplinarias, siendo parte del proceso de unificación nacional que había de preservarse no solo en la futura revolución, sino en sus métodos preparatorios. De hecho, el mismo nombre de lo que Ledesma quiso llamar siempre «partido» correspondía mucho más a la intención fundacional, tan relacionada con las perspectivas iniciales de agitación y propaganda de las Juntas Castellanas de Valladolid y del círculo de La Conquista del Estado.

Las «Juntas de Ofensiva» eran un instrumento pensado para la acción callejera, para la violencia, para emplazar un lugar desde el que lanzarse a una campaña contra los males de España: la democracia, el marxismo, el separatismo, la falta de integración social y de eficacia productiva, la ausencia de ambición nacional, la degeneración moral provocada por el desplazamiento de los valores cristianos, las penalidades de los pequeños propietarios rurales y la desnacionalización del movimiento obrero. Pero también eran el espacio en el que debía desarrollarse una doctrina nacionalsindicalista, incluyendo la preparación teórica de la guerra civil como bipolarización beneficiosa para que la hegemonía del fascismo se diera en un espacio en el que no se dispusiera de más opción que la de la aniquilación del adversario. Las tareas de organización de las JONS, aplazadas tras su práctica extinción en el verano de 1932, dieron lugar a la constante reiteración de una declaración de principios, a la continuación de los esfuerzos de crecimiento en algunos espacios como sectores sindicalistas moderados de procedencia confederal, en sectores regionalistas de la clase media rural, en los núcleos juveniles del tradicionalismo o de Acción Popular y, especialmente, en el mundo universitario madrileño. La diversidad de estas opciones de expansión podían responder al famoso afán de transversalidad del núcleo inicial de La Conquista del Estado, que hemos visto pasar de sus propuestas de entendimiento con algunos núcleos de la CNT a su posterior decepción por la radicalización de un potente sindicato no marxista y su sustitución por la búsqueda de aliados en los medianos propietarios del campo. De hecho, el abandono de este amplio abanico de proselitismo se produjo solo en el ámbito madrileño, ya que las Juntas Castellanas de Onésimo Redondo siempre se movieron con las esperanzas de crecimiento puestas en la derecha. En los momentos en que el antifascismo se convirtió en uno de los ejes fundamentales de movilización de las organizaciones obreras, aún resultaba más ilusorio que se prestara atención a los frecuentes y más bien retóricos llamamientos a los obreros industriales, sin que la propuesta de organización de unas Grupos de Oposición Nacional-Sindicalista llegaran a concretarse en nada hasta la aparición de una pequeña sectorial obrera del partido. Hasta entonces, solo en Valladolid se habían organizado algunos grupos, bajo el liderazgo de Gutiérrez Palma, que logró incluir en los grupos de oposición a mecánicos, conductores y algunos trabajadores de hostelería en unos Sindicatos Nacional Sindicalistas Autónomos e Independientes.[304] Ledesma se refirió a la entrada de un nutrido y compacto grupo de militantes confederales, decepcionados por la línea anarquista del sindicato, que se produjo tras el verano. La captación más significativa fue la de Nicasio Álvarez de Sotomayor, convertido en un leal seguidor de Ledesma incluso en los momentos más difíciles de la escisión de comienzos de 1935. La entrada coincidió con la atención de la revista JONS a la cuestión del corporativismo, y con la propia teorización de Álvarez de Sotomayor de un sindicalismo nacional, considerando que los actuales dirigentes confederales habían entregado a una utopía ajena a las complejidades de la sociedad industrial un instrumento precioso para los trabajadores, asentado en los principios moderados y cooperativos en los que, según él, se basaba la vieja CNT. Para Sotomayor, la revolución nacional había de encontrar en el régimen corporativo no solo la eficacia económica del nuevo Estado, sino la plasmación del sentido totalitario del nacionalismo fascista.[305]

En esta línea insistió Ledesma, dedicando toda su colaboración con rango de editorial del siguiente número de la revista a la cuestión del Estado corporativo. También para él se trataba del fortalecimiento del carácter imperial del Estado: «Un Estado nacional-sindicalista, un imperio, sitúa sobre los individuos y las clases otro linaje de jerarquías. Es ahí donde reside su eficacia social, su autoridad y su disciplina». Frente a las peticiones de nacionalización de servicios o de propiedades, lo que había que plantearse era la nacionalización de los sindicatos mismos, poniéndolos al servicio de España y de su economía. Solo en una economía fuerte, en la que el Estado controlara las actividades de empresarios y obreros, podía pensarse que las masas integrarían sus intereses en los generales beneficios de la nación.[306] Las referencias a ese sindicalismo nacional que daba nombre al grupo, sin embargo, ya habían sido expuestas en el inicio mismo de la publicación, cuando José María de Areilza definió la propuesta política del jonsismo como constitución orgánica de la producción y ajuste del Estado a la representación de intereses no contrapuestos, proporcionándole su verdadero sentido totalitario.[307] La publicación de algunos artículos de teóricos del corporativismo italiano, como Ugo Spirito, Mario Missiroli, Francesco Rizzi o Carlo Emilio Ferri, habrían de ajustar la propaganda jonsista a esta insistencia en una temática destinada a buscar el lugar propio de las JONS, ya después del verano de 1933, en esta reivindicación de un modelo de conciliación social y eficacia económica, pero fundamentalmente en el objetivo de definir la fortaleza del Estado mediante la constitución inseparable del corporativismo y del sindicalismo nacional. Este factor quedaba especialmente claro en la colaboración de Spirito, para el que la libertad del individuo como productor pasaba por hacerlo «idéntico al Estado». La búsqueda del bien común por la iniciativa individual «debe desenvolverse en el Estado y para el Estado, con los límites, la disciplina y la voluntad del Estado. […] Esta es la institución fundamental del Estado corporativo».[308]

La llamada a las clases medias rurales había sido un motivo fundamental en la propaganda del grupo de Valladolid, pero también en la que se había apuntado por los teóricos del agrarismo de La Conquista del Estado, como Bermúdez Cañete, e incluso del que podía tener un marcado tinte regionalista, como era el caso de Souto Vilas en Galicia o de Teófilo Velasco en Castilla. La forma en que algunos militantes de zonas rurales contemplaban no solo el espacio de posible crecimiento del grupo, sino también el carácter mismo del proyecto que se deseaba construir, entraba sin sonrojo en las tesis más reaccionarias que podía exhibir la derecha española. Para Nemesio García Pérez, la lucha entre el campo y la ciudad no era la de tradición y modernidad, sino la de materia y espíritu, virtud y concupiscencia. Al muchacho ciudadano, «gimnasta artificial», podía oponérsele el esfuerzo del labriego que desea ser fuerte «para dominar el empuje de la yunta bravía», para «defender a la patria» y para «agradar a una mujer hacendosa y buena, para perpetuar la raza inmortal». En la ciudad existía la decadencia, la superficialidad y los mitos universales, mientras que en el campo permanecía la hondura del patriotismo. A la cultura de la ciudad podía oponérsele, con ventaja, «la filosofía honda y sentida de nuestros refranes […], la belleza de nuestras canciones populares […] y todo junto en la solemnidad de los campos, trasunto de la inmensidad estupenda de Dios». La revolución había de partir del campo porque «la ciudad, amigos míos, no tiene corazón», y en el campo se encontraban las juventudes campesinas, «estos hombres que rezan, que trabajan, que sufren, que SIENTEN la verdadera emoción y el genio de España».[309]

Este rosario de cursilerías que muestran una cara del fascismo jonsista cuyo «modernismo» ya hemos podido apreciar en otras ocasiones, disponía de su propio público y no se ponía a disposición de un esfuerzo editorial tan meditado de manera gratuita. Poco después, el propio Nemesio García Pérez volvió a resaltar el carácter agrarista de la revolución, saliendo al paso de lo que era la movilización del mundo rural y la propuesta agraria como un espacio privilegiado del río revuelto de la contrarrevolución española, a la que acudirían los políticos tradicionales para tratar de buscar en ella su ganancia de pescadores. García Pérez destacaba el sentimiento de humillación de los campesinos medianos y conservadores, la marginación y complejo de inferioridad a que habían sido sometidos por la izquierda gobernante. «El agrarismo es la rebelión de la clase media campesina, de esa clase media que salvó a Italia, está salvando a Alemania y salvará a Europa entera». Entre el proletariado socialista y la aristocracia terrateniente, esta clase media guardaba esencias populares indispensables para un movimiento de defensa nacional. La formación de agrupaciones gremiales independientes entre los naranjeros de Valencia, los cerealistas castellanos o los vitivinicultores de La Mancha mostraba una movilización a la que debía prestarse el máximo apoyo, porque se trataba de una respuesta antiliberal que podía convertirse en fundamento del fascismo. Y los principios que podían inspirar esta campaña eran los que el campesinado ya poseía: «La vida campesina está informada hasta los tuétanos por la moral cristiana, intangible, perfecta y eterna». Las fiestas locales siempre sustentaban una identidad religiosa, y cualquier movimiento que se deseara obtener la atención del campesinado medio había de tener en cuenta su «ingenua expansión y saludable alegría. Fe, esperanza y caridad. Los agrarios quieren respeto absoluto y defensa de su religión». Del mismo modo, los campesinos poseían la base más sana sobre la que podía levantarse el patriotismo, una idea espontánea de nación asentada en su experiencia diaria de aferramiento al terruño. Con más que discutible acierto metafórico, Nemesio García llamaba a que los jóvenes jonsistas movilizaran a este sector bien dispuesto, «con la vista en lo alto y la mano en la manguera».[310]

En el mismo número, Manuel Souto Vilas volvía a publicar su artículo acerca de la revalorización del campesinado, haciendo de ello una vía para la comprensión del regionalismo del paisano gallego, cuya pureza racial y española superaba a las pretensiones imperiales de la ciudad. Que el artículo fuera reeditado es ya significativo de una corriente nada secundaria en el discurso jonsista procedente de La Conquista del Estado y, por tanto, no mera «contaminación» de la pureza fascista de este grupo por la irrupción de la organización vallisoletana. En septiembre, la revista publicaba una muy reveladora nota sobre la asamblea de organizaciones agrarias que se debía haber celebrado en Madrid y que fue prohibida por orden gubernativa. Primero, se valoraba el perfil diferenciado del hombre del campo, que «incorpora siempre a sus tareas un grupo de valores espirituales, entre los que despuntan con pureza una magnífica fidelidad al ser de España». Además, se certificaba el constante abuso al que habían sido sometidos los pequeños propietarios, «esa multitud de familias españolas vejadas y atropelladas en los pueblos por las hordas marxistas, que saben muy bien dónde está el enemigo y a la que es de toda urgencia enrolar y conquistar para unas filas nacionalistas y heroicas». Por fin, se indicaba que las JONS habrían de dedicar sus tareas propagandísticas a evitar que estos sectores desesperados se lanzaran a una lucha sectorial, para integrarlos en la revolución nacional hispánica. Había que acudir al campo a buscar a esos «agricultores nacionales» y ofrecerles «un lugar en el combate, nunca para equiparles con papeletas frente a un enemigo armado, violento y criminal, como es siempre en todos los climas el enemigo marxista».[311]

La colaboración de Onésimo Redondo fue tan escasa como significativa, en especial porque ya no podemos considerar, a la vista de lo dicho por otros jonsistas, que se trate de la excepción nacionalcatólica vallisoletana. En «El regreso de la barbarie» el marxismo se contemplaba como culminación de un proceso de desnacionalización española que la ponía fuera de la civilización occidental, al servicio de la influencia judía, de la africanización y del surgimiento de un primitivismo que se perduraba en el sur de la península.[312] En «Castilla en España», proponía interpretar la decadencia española a la luz de la labor de la «hez» marxista, que se atrevía a «a negar dentro de España, y a la luz del día, la apetencia y el derecho del pueblo español hacia el imperio». La interpretación de la expansión española en la Edad Moderna se presentaba en las doctrinas progresistas como resultado de afortunadas coyunturas y no como destino universal. Por ello había sido tan fácil ponerse a la tarea de deshacer España por una república antinacional, y por ello la labor de la revolución era de reconstrucción, de volver a ser. En esta empresa imperial, la Castilla reducida a sus límites territoriales más estrictos, la que no incluye los territorios de expansión hacia el Cantábrico o hacia Andalucía, es la que se contempla como portadora de la posible revitalización de España: «Si Castilla muere, España muere; mientras Castilla esté dormida, dormirá España». Castilla a solas, los ochenta o noventa mil kilómetros y sus apenas dos millones de habitantes. Castilla sin la Madrid decadente y corrupta. En esa Castilla «es uno el temperamento, una la creencia, una la tradición». Por ello había sido odiada y marginada, y por ello podría ponerse al frente de la revolución restauradora.[313] Onésimo Redondo solo volvió a publicar una colaboración en la revista, reedición de una de las entregas de su reflexión sobre el Estado nacional publicadas en Valladolid, precisamente la que se refería a la distinción entre nacionalsindicalismo y fascismo, al rechazo de las fórmulas y a la inspiración hispánica, tradicional y cristiana del proyecto jonsista.[314] Pero la pluma siempre irascible y pintoresca de Guillén Salaya pudo tomar su relevo, publicando un artículo que seguía las dos líneas marcadas por su camarada vallisoletano: el peligro de una descomposición española provocada por los ingredientes semitas de la sociedad andaluza, y la necesidad de que Castilla saliera en defensa de la España imperial. Al «desmelenado y sucio» Bakunin se le daba la razón cuando había señalado, contra Marx, que la revolución prendería en el radicalismo rural de los «campesinos mongoles y de los filósofos andaluces». Contra el afán arábigo y hebreo andaluz, contra su espíritu amargo y rebelde, «tenía que luchar Castilla, imponiendo su vertical sentido de la vida. Su jerarquía de pueblo estepario y totalista. Su catolicismo».[315]

En la lucha contra las corrientes separatistas se encontraba una afirmación de la idea imperial que ya había sido expuesta en la primera etapa de las JONS, prestando una especial distinción al discurso nacionalista, que volvió a reiterarse para captar a sectores que podían proceder del viejo españolismo en zonas con potentes discursos de un nacionalismo alternativo, o que llegaron a trenzarse partiendo, precisamente, de intereses previos de algún dirigente por la cuestión nacional, sublimada ahora en una nueva idea de la España imperial. Si, en el primer caso, aparecían las plumas conocidas de Lequerica, Fontana o Bassas, sumándose en los momentos de la unidad con Falange a las que habían expresado la afirmación castellana o gallega frente a la disolución de España, en el segundo se disponía de un caso singular, como el de Santiago Montero Díaz, capaz de hacer de sus viejas inclinaciones galleguistas un curioso enlace para un furibundo asalto contra todo tipo de autonomía política incluso de carácter regional, yendo de una afirmación comunitaria gallega de sus primeros pasos a una conciencia imperial en la que acabó su carrera política en este periodo.[316] Los llamamientos a la unidad de España podían realizarse, de este modo, combinados con un irredentismo castellano que pretendía crecer sobre la humillación de un sector preciso de su sociedad, aquel que se consideraba más proclive a aceptar el discurso tradicionalista, cristiano y defensor de la pequeña propiedad y de la tutela del Estado que el jonsismo iba perfilando como modelo socioeconómico del fascismo español, vinculándolo con una lógica de la construcción del imperio que permitiera hacer frente al nacionalismo a través de una actitud visiblemente revolucionaria, inconformista, ambiciosa en las expectativas nacionales. Esta convivencia entre los elementos más arcaicos del ruralismo y las propuestas universalistas pasaban a ser uno de los campos de síntesis que el fascismo elaboró desde el comienzo en la experiencia republicana, y el que había de permitirle ser tan permeable a la fascinación que despertaría en los momentos de abierta crisis nacional.

Las propuestas jonsistas destacaban, en efecto, cuáles eran los espacios en los que se esperaba disponer de alguna eficacia propagandística y de reclutamiento. Se trataba del mundo campesino y de su nacionalismo español de clase media rural, pero también de aquellos sectores nacionalistas que se encontraban militando ya en otros espacios políticos, lo que explica que, como ya se había hecho en 1931 tanto por Ledesma como por Redondo, se lanzaran elogios y reproches combinados a tradicionalistas y populistas católicos. Mientras Unamuno y Ortega eran olvidados, se recordaba a Ramiro de Maeztu. No podía coincidirse con él políticamente, en su apuesta de partido y en sus opciones monárquicas integrales. Pero se le consideraba el intelectual de referencia para reflexionar sobre el concepto de Hispanidad, uniéndose en esa tarea a la más fragmentaria de Menéndez Pelayo.[317] Acción Popular era contemplada como un primer refugio de los católicos españoles —y, de hecho, de las derechas en su conjunto— dispuestos a regatear con una revolución que no necesitaba de tales negociaciones. Su actitud blanda, aunque tan meritoria en la defensa de principios esenciales de españolidad, se había acentuado en la segunda etapa, mucho más peligrosa, porque «puede ocasionar a nuestro movimiento jonsista el perjuicio de arrebatar de sus filas a un sector de juventudes católicas» situándolas «extramuros de la causa nacional española». Aun cuando el resultado de tales experiencias podía verse en la debilidad patriótica de la democracia cristiana, «no dejaremos de ver en amplios sectores de Acción Popular gente muy afín que sueña nuestras mismas cosas». El ataque de los dirigentes de AP al fascismo no se producía desde el rechazo a las imitaciones, sino por la prevención ante la causa de la «vitalidad nacional, fuerza de masas militantes y activas, voluntad revolucionaria, eficacia combativa», aspectos que los dirigentes de AP consideraban en pugna con «normas espirituales que todos respetamos, sentimos y queremos».[318] La Comunión Tradicionalista heredaba una función histórica esencial: haber defendido a España de los esfuerzos desnacionalizadores del siglo XIX, y haber sostenido desde entonces una actitud intransigente, combativa e insurreccional. Lo había hecho a solas, defendiendo el genio de la tradición española frente a los liberales antipatriotas. Ahora, una grave circunstancia llamaba a la unidad de todos los nacionalistas, y las insuficiencias del proyecto del carlismo aparecían en esta alarmante coyuntura, en especial en lo que afectaba a su carencia de modernización doctrinal para afrontar los temas de la sociedad industrial moderna y la movilización, a través de propuestas sociales realistas, de los trabajadores.[319] Las presuntuosas muestras de superioridad ante organizaciones de mucha más capacidad de reclutamiento y movilización no ocultaron nunca hacia dónde se dirigían los ojos ya no de Onésimo Redondo, sino de un Ramiro Ledesma a quien solo se atribuía sensibilidad por las fuerzas antiburguesas. El fascismo estaba ofreciendo lo que le resultaba más congruente: la modernización de las opciones contrarrevolucionarias, que habría de ser el proyecto en que basó su estrategia y su capacidad de síntesis doctrinal en aquel periodo.

Por ello, las posibilidades de crecimiento se dirigían también a los jóvenes universitarios, nacionalistas radicales de clase media, un sector en el que el fascismo español había de hacer siempre un particular esfuerzo de proselitismo, y que Ledesma describió jactanciosamente en sus recuerdos, lamentando que la conclusión del curso académico no hubiera permitido la consolidación del escuadrismo universitario, forjado en las luchas contra la FUE. Naturalmente, estos conflictos no se producían con los estudiantes católicos o con los tradicionalistas, de donde debería salir buena parte del material humano con que contaría el futuro SEU.[320] Alarmado por la dispersión que suponía el final de curso y la frustración de expectativas de crecimiento y actividad durante semanas cruciales, Ledesma publicó una circular dirigida a los jonsistas universitarios, felicitándoles por su labor protagonista en la lucha contra el marxismo y recordándoles la misión que ahora les correspondía, extendiendo la propaganda del partido a las zonas en las que residían durante las vacaciones, evitando que las JONS pudieran ser confundidas con quienes levantaban banderas nacionales con propósitos reaccionarios.[321] Iban a ser precisamente estos movimientos reaccionarios los que proporcionarían base social al sindicalismo universitario, mientras la propaganda jonsista continuaba mezclando las declaraciones de cuño más tradicionalista con la pretendida identidad puramente revolucionaria de sus consignas.

La necesidad de combinar la agitación activista con propuestas de mayor vigor político era, precisamente, lo que llevaba a aceptar una posición ecléctica. Se trataba de no perder ni el espacio de una revolución protagonizada por los jóvenes, ni de una atracción del conjunto de la derecha al fascismo. El proyecto nacionalsindicalista había de convertirse en representación de fuerzas sociales y políticas cuya diversidad no solo se consideraba inevitable a corto plazo, sino deseable para consolidar un proceso de fascistización que se iba produciendo menos por la propaganda fascista que por el propio desarrollo interno de la derecha radical española. La percepción de esta estrategia estaba muy lejos de ser improvisada, y lo prueba un documento imprescindible que se publicó en dos entregas iniciales de la revista: «La nacionalización del partido fascista», de Gioacchino Volpe, que reproducía el capítulo IV de la Historia del Partido Fascista.[322] La selección realizada es muy reveladora, pues el capítulo de Volpe se refiere al periodo iniciado con la consolidación del fascismo como partido, al de su alianza electoral con los liberales y a la cohesión interna, proceso de institucionalización y capacidad de crecimiento de masas entre la clase media italiana que se produjo antes de la Marcha sobre Roma. No era el fascismo de primera hora el que interesaba, sino el que se había mostrado capaz de aprovechar la crisis del Estado y la demanda de una acción militar, primero, y una alternativa política, después, para dar una alternativa a la inoperancia de las instituciones parlamentarias. Lo que interesaba a los jonsistas era precisamente esa capacidad de asimilación social, ese eclecticismo ideológico, la mezcla de activismo escuadrista y de elaboración de una estrategia de captura del poder. Y en esa tarea, lo que caracterizaba al fascismo era «mantener abiertos todos los caminos».

En esta perspectiva se había planteado la salida de la revista JONS, que deseaba ofrecer «sus razones polémicas frente a las que plantea el enemigo», sin convertirse en un laboratorio ajeno a la lucha diaria, pero asegurándose de que no habría gesto que no sirviera «con rotundidad lógica a una teoría revolucionaria».[323] El culto a la acción, a la ofensiva nacionalsindicalista, se preservaba con aquello en lo que Ledesma consideraba que podía adquirir superioridad: no solo un dogma, sino también una estrategia. Para ello, debía disponerse de una plataforma política, que reiterara aquellos principios que, desde 1931, no habían dejado de estar presentes, coincidiendo con la crisis del primer ciclo republicano. Y había de preservarse una identidad mediante un ideario y unas formas de acción que hicieran visible al nacionalsindicalismo y dieran a la derecha la impresión de que el fascismo resultaba un elemento imprescindible para el conjunto de la contrarrevolución española. Precisamente cuando el régimen mostraba signos de debilidad, los esfuerzos de la derecha para unirse en un frente electoral indicaban hasta qué punto esta tarea era insuficiente para acabar con lo que la República había mostrado ya como su sustancia: el dominio del socialismo marxista.[324] Contra ello, Ledesma presentaba «Nuestra revolución», aprovechando las condiciones políticas renovadas: «Todo ha variado felizmente». Como podía intuirse en el cambio de ciclo iniciado en otoño y forjador de las JONS, «creemos que se acercan épocas oportunas para injertar de nuevo en el éxito de España una meta histórica totalitaria y unánime». Los ejes de la revolución ahora ya situada en un horizonte de inmediatez política eran el sentido nacional y de Estado; el sentido de la eficacia y la acción; y el sentido social, sindicalista. Nacionalismo, sindicalismo y revolución.[325] Los puntos programáticos proclamados en octubre de 1931 seguían manteniendo su validez: unidad de España y expansión imperial; respeto a la tradición religiosa de la raza; instauración de un régimen autoritario y corporativo; exterminio de los partidos marxistas; propagación de la cultura hispánica entre las masas y extirpación de influencias extranjeras; penas severas a los especuladores; entrega de los mandos de más alta responsabilidad a los menores de cuarenta y cinco años, que aseguren una táctica basada en la acción directa. Lo que se había modificado era el escenario de la propaganda y, tras el paso de la constitución del partido, las Juntas de Ofensiva habían de ir fijando la combinación entre propaganda y consolidación organizativa, así como, en lo que fuera posible, la pulcritud de un cuerpo teórico que les permitieran ocupar el lugar preeminente en la formación del fascismo que otros podían arrebatarles.

Naturalmente, Ledesma sabía que esa simple superioridad intelectual, claridad de objetivos e incluso reivindicación de primogenitura no podrían ser suficientes, porque el fascismo no habría de ser el resultado de su dinámica interna, sino de la del conjunto de la derecha española, de las expectativas que la contrarrevolución pusiera en cada grupo y personalidad y del encaje de cada uno en el proceso general de fascistización. Por ello, las presiones que podían realizarse para que renunciase a una organización pequeña en aras de buscar directamente un proceso de unidad orgánica habían de llevarle a plantear una disposición a la apertura estratégica del jonsismo, que se verificaba al definir cada vez más hacia la derecha sus posiciones políticas, y una afirmación de su consolidación orgánica y de su disposición a una táctica ofensiva y combatiente. En circular firmada por el Triunvirato Ejecutivo Central en julio, se reafirmaba la soberanía del partido, la lucha contra todo confusionismo y la decisión de depurar a aquellos mandos que mostraran vacilaciones en su identidad jonsista. La afirmación del catolicismo de las JONS correspondía a la vinculación entre esta doctrina y los valores de la nación española, debiendo evitarse cualquier subordinación a la Iglesia en los términos en que lo hacían los grupos confesionales inspirados por experiencias de la democracia cristiana europea. El partido debía buscar congruencia entre sus afirmaciones populistas y la búsqueda de un apoyo de masas que no restara capacidad de selección y mando a las minorías selectas. Pero, si antes se había afirmado la suficiencia de una aristocracia nacional, ahora se insistía en la necesidad de incrementar el número de afiliados leales, prohibiéndose cualquier contacto con otras organizaciones que no estuviera autorizado por el Ejecutivo Central.[326] En septiembre, se afirmaba la disciplina como valor esencial del nacional-sindicalismo, «misticismo de la unidad, de la jerarquía y de la eficacia».[327] Junto a ello, un importante artículo de Ledesma apartaba a las JONS de una simple respuesta al prestigio del fascismo y el afán de copiarlo en España: «Yo prosigo con fe la organización de las JONS […] sin oír las voces más o menos afines que solicitan la desaparición de las Juntas». El fascismo no podía interpretarse como un simple recurso adjetivo de las derechas, porque su concepto era el de la superación de las clasificaciones parlamentarias y la búsqueda de la totalidad nacional. No podía buscarse el apoyo de una base social neutra, sino el empuje de una minoría revolucionaria decidida al uso de la violencia política. En la ruta de imponer a una mayoría numérica la revolución nacional, el jonsismo reclamaba el derecho que le otorgaba su claridad de objetivos hispánicos, su renuncia a imitar experiencias extranjeras y la decisión de actuar con violencia en el proceso de toma del poder y en la fase de su consolidación.[328]

La protesta de equidistancia con respecto a las izquierdas y las derechas solo precisa de su contraste con todo lo que los dirigentes de las JONS habían venido exponiendo en su propaganda. El fascismo jonsista estaba en la derecha y, además, solo consideraba posible establecer allí una posibilidad real de consolidación y crecimiento. Otra cosa era que, en momentos reconocidos de presión externa —lo cual indica hasta qué punto el fascismo dependía de lo que se proyectara sobre él, no en términos puramente instrumentales, sino en los de las expectativas que se abrieran para jóvenes que se encontraban en otros espacios políticos—, se tuviera que afirmar la identidad, aun cuando solo fuera para poder negociar en mejores condiciones. Por ese camino iban los artículos del más tarde furibundo adversario de Ledesma, el salmantino Francisco Bravo,[329] o las declaraciones de indiferencia ante las elecciones de fin de año, en las que nadie debía ver la reconstitución de España, que exigía el planteamiento urgente de un nuevo Estado y, para ello, una movilización del campesinado que pasaba a convertirse en la punta de lanza de la revolución nacional.[330] Ni el escepticismo electoral era exclusivo del partido fascista ni lo eran las propuestas de un nuevo Estado corporativo e incluso totalitario. Por otro lado, en un breve de la revista se indicaba que los militantes podían ejercer tranquilamente su derecho al voto, siempre que no lo hicieran a favor del marxismo o del separatismo.[331] Sin embargo, lo que insistía en reclamar como propio Ledesma era la voluntad de desplazar el movimiento de la derecha —¿de quién, si no?— hacia la lucha armada, hacia un campo de bipolarización en el que el enfrentamiento entre los defensores de España y sus liquidadores quedara claro, afirmando un campo de fuerzas que no tardaría en producirse y que había de constituir el escenario más propicio a la constitución de un fascismo de masas. Y le interesaba, además, señalar la importancia de una violencia no instrumental, que ya había sido caracterizada dos años atrás, y que ahora se presentaba como la táctica más congruente con la coyuntura política revolucionaria. La violencia no era un asunto aleatorio, sino la forma de acción política que correspondía a la época, y esta acción debía superar las posiciones de una línea defensiva para plantearse una estrategia insurreccional, basada en los siguientes principios: la superación de una serie de acciones aisladas destinadas a amedrentar al adversario, pero sin posibilidad de plantear una continuidad en la violencia y en su función constructiva de una conciencia revolucionaria; la necesidad de preparar a los jóvenes en actividades paramilitares; el aprovechamiento de las fracturas abiertas en el Estado a conquistar; la disponibilidad de una base social amplia; y el carácter totalitario del partido insurreccional.[332] La propuesta decía no referirse a ningún país en concreto y, ciertamente, carecía de expectativas serias en la situación inmediata española, pero proyectaba un campo de acción que, con la perspectiva necesaria, nos parece revelador. Además de querer salvarse de la sanción gubernativa, cabe subrayar que las palabras de Ledesma eran sinceras, al saber que el fascismo español, como lo había indicado Volpe para el italiano, precisaría aceptar todas las posibilidades de acción, entre las que no se encontraría esa insurrección ideal diseñada por Ledesma. Mucho más cerca habría de estarse, a aquellas alturas, de la escalofriante oferta realizada al fracasar Lerroux en la formación de un gobierno propio en la crisis de otoño, cuando las JONS se declaraban disponibles para «actos punitivos» que podían estar vedados al gobierno.[333]

Los llamamientos a preservar la solidez orgánica de las JONS y a mantener su identidad ideológica y estratégica se acentuaron justamente cuando resultó evidente que iba a aparecer una fuerza competitiva. Mientras el «noticiario jonsista» daba cuenta de la creación de nuevas organizaciones y la realización de mítines en Zaragoza, Valencia, Bilbao, Valladolid, Cáceres, Toledo y Segovia,[334] y se informaba del nombramiento del Consejo Nacional con fecha del 23 de diciembre,[335] se acogía también, con especial circunspección, el discurso de José Antonio en el acto de la Comedia. La valoración del acto y, en especial, del discurso de Primo de Rivera, ni siquiera merecía un artículo de fondo, sino una circular, aun cuando esta careciera del tono neutro de un acto administrativo y mostrara una especial lucidez de Ledesma para analizar los inconvenientes y ventajas que aquella irrupción en el espacio organizado del fascismo suponía. De entrada, había de tranquilizarse a una militancia para la que no debía de ser muy alentador que se hubiera dado tanta relevancia a un acto como aquel, mientras las actividades de las JONS eran silenciadas sistemáticamente. Ledesma se refería a la antigüedad de las JONS y la coincidencia con posiciones ya expresadas en la propaganda nacional-sindicalista, un argumento que fue debilitándose a marchas forzadas porque carecía del más mínimo interés para quienes, sin haber ingresado en las JONS, podían sentirse llamados a algo que brotaba en un momento más propicio y que parecía emerger con mayor naturalidad del nacionalismo antirrepublicano de la derecha. Por ello, las cargas de profundidad más poderosas las dirigió Ledesma contra el aspecto imitativo del movimiento que saldría de aquel acto de afirmación españolista, oponiendo fascismo a sindicalismo nacional. Sin esquivar la referencia sarcástica al título nobiliario del marqués de Estella, el líder jonsista manifestaba que aquello que más le agradaba en el discurso de José Antonio difícilmente sería permitido por sus propios seguidores. El jonsismo podía y quería ir más allá y, de todos modos, mostraba su simpatía a cualquier éxito que, con singular desparpajo, Ledesma pasaba ya a considerar como propio.[336]

En noviembre, la revista volvía a difundir una circular de la dirección de las JONS recordando la prohibición de establecer contactos con otras organizaciones afines,[337] y publicaba una dura réplica a Falange Española. Lo que preocupaba es que no se hubiera hecho lo más natural, que era entrar en la organización con la que se compartían no solo objetivos, sino símbolos, y ello solo podía obedecer a la posibilidad de desvirtuar el ideario nacionalsindicalista, entregándolo a quien deseaba reducir su capacidad y voluntad revolucionarias. Por ello, se deseaba señalar a los militantes jonsistas que no habría de existir desviación alguna en las tareas que se habían propuesto.[338] Por otro lado, aprovechando el rechazo a Onésimo Redondo en la candidatura de la Unión de Derechas en Valladolid y la cómoda elección de Primo de Rivera en Cádiz, se analizaban con crudeza los resultados electorales, que proporcionaban una falsa victoria a la derecha y una más que dudosa derrota del marxismo.[339] En el último número de 1933, Ledesma publicaba un informe que hacía balance de las tareas de las JONS y las perspectivas que se abrían para el próximo año. Las expectativas se presentaban fantasiosamente como halagüeñas, planteando una masiva salida a la luz y un espectacular crecimiento en los medios obreros. Debía actuarse con impaciencia revolucionaria, con permanente activismo, con propaganda incansable y con una disciplina férrea, renunciando a las adscripciones de derecha e izquierda y señalando la verdadera línea de bipolarización en la política española: las fuerzas nacionales y las antinacionales.[340] En realidad, y aun cuando las expectativas iniciales de expansión de Falange Española resultaron frustradas, el jonsismo debió padecer ya el bloqueo de su crecimiento e incluso el paso de su militancia a una fuerza que recibía mayor publicidad y apoyo público. En especial, porque no es cierto que en las JONS se encontrara una militancia radical, opuesta a lo que pudiera significar la nueva organización falangista, incluso la que, en sus primeros pasos, se encontraba claramente impregnada de elementos conservadores. Como no podía dejar de ocurrir, las afirmaciones de identidad fueron acompañadas de negociaciones para la fusión. En el mismo número en que se hacían ciertas consideraciones acerca de la exclusividad nacionalista revolucionaria de las JONS, se convocaba al recién nombrado Consejo Nacional, para que se decidiera, en reunión de los días 12 y 13 de febrero, la actitud a plantear ante una posible fusión con Falange Española. La posición con mayor apoyo en el partido era la que consideraba que los errores de Falange podían ser fácilmente corregidos mediante una fusión de los dos grupos «en un terreno nuevo, donde resulte posible la confluencia, unificación y fusión de ambos movimientos».[341]

Falange Española. Nacionalismo y «unidad de destino en lo universal»

Tras el fracaso relativo de El Fascio, José Antonio, que ya aspiraba a situarse en una posición de preeminencia para la constitución de un movimiento fascista, aprovechó sus contactos con los sectores alfonsinos para presentarse como defensor público de este ideario. La célebre polémica con Juan Ignacio Luca de tena en ABC vino a destacar esta vocación, permitiéndole también subrayar la idea de unidad como el factor que fundamentaba la cultura política fascista. Partía José Antonio no solo de la inestimable ayuda de su condición familiar, sino de las mismas circunstancias propicias que habían entusiasmado a los dirigentes de las JONS para pensar que aquel año iba a ser el de la formación del fascismo en España. Sin tener la menor intención de integrarse en una organización ya existente, solo privilegió el contacto con sectores procedentes de la Unión Patriótica, militantes en el monarquismo alfonsino y algunos miembros del Frente Español, como García Valdecasas, que trataron de llegar a un punto de encuentro sólido con el pequeño círculo joseantoniano —en el que se encontraba, en aquellos momentos, Sánchez Mazas, Francisco Moreno Herrera y Julio Ruiz de Alda, entre otros—, sin conseguir convencer a sus compañeros.[342] La frustración de una recreación en toda regla del Frente Español en sentido fascista no agotó las posibilidades de los contactos establecidos. En primavera, se creó el Movimiento Español Sindicalista (M. E. S.), que difundió una primera hoja volante el 2 de mayo y su primera proclama, como verdadero manifiesto, el 27 del mismo mes. El manifiesto proclamaba la voluntad de los españoles de unidad, fuerza y autoridad de España, coincidiendo con ella el proyecto fascista de construir un Estado «viril, armonioso, totalitario, digno de hombres de España». Siguiendo una retórica que nunca abandonaría al falangismo, se señalaba que el fascismo no planteaba un programa, sino un «nuevo modo de ser español». Frente a las derechas abúlicas y las izquierdas antinacionales, el fascismo prometía «Unidad y potencia de la patria; Sindicato popular; Jerarquía; Armonía de clases; Disciplina; Antiliberalismo; Aldeanería; Milicia; Cultura; Estatismo Nacional; Justicia».[343] Antes del verano saldrían algunas octavillas más firmadas por el MES, y a fines de julio se produjo el encarcelamiento de quienes se consideraba que podían estar implicados en un «complot fascista», entre ellos Ramiro Ledesma, Aparicio, el padre Gafo y el secretario personal de Albiñana.[344] En el verano, José Antonio pudo tener su ya citada entrevista con Ramiro Ledesma, cuyo fracaso había de compensar sobradamente con la decisión de la derecha alfonsina, letal para las JONS, de proporcionar ayuda económica y publicitaria a los proyectos de Primo de Rivera.[345]

Tras una breve visita a Mussolini en el mes de octubre, José Antonio podía presentarse ya a la prensa abiertamente como el futuro líder de un movimiento fascista español, como lo demostraría un extenso artículo publicado en La Nación poco antes del acto de La Comedia. José Antonio defendía el carácter universal del fascismo, porque era mucho más que un proyecto político, para convertirse en un «sentido de la vida». No podía considerarse meramente italiano el deseo de hacer del Estado «instrumento al servicio de una misión histórica permanente», ni la reconciliación de las clases, ni la «voluntad de disciplina e imperio» ni la «fervorosa unanimidad nacional». El fascismo era «esencialmente tradicionalista» en Italia y lo sería en España, buscando encontrar su empresa permanente en la entraña del pasado hispano. En todas partes, el deseo de restablecer la autoridad del Estado nacional y pilotar a los pueblos se llamaba «fascismo», y así podría plantearse también como proyecto fructífero y necesario en la hora de España.[346]

El acto de afirmación españolista que, en la genealogía del fascismo español, se ha considerado el mitin fundacional de Falange, había de celebrarse coincidiendo con el aniversario de Lepanto, pero diversas circunstancias aconsejaron que se realizara a finales del mes de octubre, el día 29. Por entonces, José Antonio se había integrado en una candidatura electoral formada por relevantes figuras del monarquismo alfonsino de Cádiz, encabezada por Ramón de Carranza. La coincidencia era significativa. José Antonio llamaba a la formación de un nuevo movimiento mientras se integraba, junto con Francisco Moreno Herrera, marqués de la Eliseda, en una candidatura de la extrema derecha española. El surgimiento del que iba a ser partido fascista de referencia se producía como un brote del pensamiento y la movilización contrarrevolucionaria española. Y las cosas podían haber quedado aún más claras si la derecha vallisoletana hubiera sido más generosa con Onésimo Redondo.

La intervención de Primo de Rivera el 29 de octubre —única que resultó de interés, y la que se consideró exposición de motivos de la entrada del fascismo falangista en el escenario político español— contenía todos aquellos elementos que habrían de ir reiterándose, con tediosa repetición e indudable brillantez retórica, en un discurso que destacaba el afán de regeneración de la españolidad en torno a un destino común. Los esfuerzos de concreción realizados por el jonsismo carecían de importancia, cuando de lo que se trataba, precisamente para mantener la coherencia con la marea de españolismo contrarrevolucionario que se levantaba ante la costa republicana, era de afirmar principios generales en los que todos pudieran sentirse representados de uno u otro modo. Además, la intención era afirmar, ya desde esa primera intervención, lo que insistía en presentarse como la creación de algo distinto a una formación partidista, para «levantar la bandera» de una nueva forma de ser español, un «estilo» de conducta, una moral patriótica destinada a convertirse en ejemplo y en modo de recuperar un carácter nacional más que una estructura política concreta. Se trataba de algo que podía conducir a un éxito de público, pero también a la inoperancia estratégica. Tardaría en solucionarse lo que era, al mismo tiempo, privilegio y defecto. Privilegio, porque era precisamente esa falta de definición, ese mero estilo, esa simple forma de ser, lo que permitía al fascismo falangista establecer su presencia en una zona de agradable comprensión de toda la derecha monárquica. Defecto, porque, pasados los primeros meses de aplauso y simpatía, la necesidad de una intervención política había de hacerse con propuestas que respondieran a desafíos decisivos, que en el año 1934 iban a aparecer de forma abrumadora: el desplazamiento del catolicismo político hacia los acuerdos con Lerroux, la entrega del tradicionalismo a sus sectores más combativos y sectarios, la captación de la dirección alfonsina por un fascista como Calvo Sotelo, la rebelión del catalanismo y del socialismo contra la rectificación de la República. Todo ello obligaba a fijar cuál era la posición de un fascismo que había salido a la luz pública como un componente más de la movilización de las derechas, y que debía clarificar su carácter del único modo en que lo hacen las organizaciones políticas operativas: menos con las afirmaciones de su identidad que con el reconocimiento de su relación con un campo de fuerzas afines.

El discurso de José Antonio, que suponía la culminación de un proceso iniciado en sus primeras intervenciones en la Unión Monárquica Nacional, no tenía elementos nuevos, aunque ofrecía por primera vez una exposición amplia, desarrollada y coherentemente tramada de todos ellos. El antiliberalismo con el que se iniciaba el discurso, con su insultante referencia a Rousseau, había sido ya empleado como denuncia de un Estado políticamente inoperante, socialmente injusto y moralmente reprobable, lo que suponía que era inútil desde el punto de vista nacional. El socialismo, históricamente comprensible, se enfrentó al bien supremo de la unidad de la patria y uno de sus elementos fundacionales, el catolicismo. Esa denuncia de dos insuficiencias, de dos errores históricos, era la que siempre iniciaba las intervenciones de José Antonio, haciendo del fascismo su resultado lógico, una tercera posición capaz de recoger los valores patrióticos de la derecha y la protesta social de la izquierda, promoviendo la nacionalización de las masas en una forma totalitaria de concebir un nuevo Estado y, sobre todo, en una forma cristiana auténtica y moderna de plantear las relaciones entre el individuo y la autoridad. El movimiento, el antipartido que se constituía, venía a llamar a todos los españoles a la única forma de salir del atolladero político en el que se encontraba la nación dividida y decadente. Para ello, había de proclamar la unidad irrevocable de España, como fundamento y objetivo esencial. Unidad de destino que habría de definirse con mayor precisión para distinguirse de las elaboraciones nacionalistas de otros sectores del fascismo y resolver los problemas de la integración de una nación impugnada por nacionalismos alternativos. Debía desaparecer el sistema parlamentario y buscarse un modo de representación «natural», que reiteraba las reflexiones del tradicionalismo español y dejaba a un lado las que podían haberse hecho desde el corporativismo fascista de las JONS. Debía plantearse la reivindicación cristiana de la persona, ajena a la idea de que «el individuo ha muerto», proclamada en dos ocasiones por Ramiro Ledesma —en La Conquista del Estado y en JONS—. José Antonio proclama el principio cristiano de la individualidad del hombre como «portador de valores eternos, […] envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse». Debía plantearse la defensa del catolicismo como principio inspirador de la organización social y política de España, pero negar al fascismo una función clerical que permitiera a la Iglesia dictar la política del Estado. Debía asumirse una proyección universal del destino de España y reconocerse la necesidad de la violencia, en una frase que haría fortuna: «No hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria». Finalmente, debía insistirse en que el movimiento que se creaba no era una estrategia, un modo de hacer, sino una manera de ser: «una actitud de espíritu y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida». José Antonio se permitía, siendo candidato por la derecha gaditana, el lujo de señalar cuán lejos se encontraban sus propósitos de las estrategias electorales: ni siquiera invitaba a votar por quienes eran sus compañeros de bloque en Madrid, sino que se limitaba a señalar que se votara «por lo menos malo», aunque afirmando que no saldrían de las urnas las soluciones de España. En ellas solo se encontraban «los restos desabridos de un banquete sucio», lo cual no era poca cosa como afirmación del espíritu con el que se deseaba ganar sueldo, impunidad y relevancia parlamentaria en las nuevas Cortes, cuando lo más fácil habría sido prescindir de ese camino tan moralmente deplorable. Por otro lado, si el destino de España no estaba en las urnas, ¿cuál era el camino? No sería ahí donde podría encontrarse una definición que, como iban a hacer todos los fascistas españoles desde entonces, permitía dejar todos los caminos abiertos. Mientras tanto, sus militantes habrían de permanecer a la espera, «al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y, en lo alto, las estrellas».

La fusión del falangismo y del jonsismo había de sintetizar posiciones que se referían, en primer lugar, a las circunstancias bien distintas del nacimiento de cada fuerza. Se referían, también, a las bases doctrinales del movimiento. La «forma de ser» falangista, su clasicismo restaurador de la España como destino, podía enfrentarse al proyecto político nacionalsindicalista, a los elementos románticos de una rebeldía que deseaba llamarse revolución. La unidad como aspecto central del discurso joseantoniano podía corregirse con los esfuerzos por definir una idea imperial de disciplina y eficacia productiva a través de la organización sindical. La representación de las entidades naturales, como manera de recuperar un marco católico de la participación del pueblo en los asuntos públicos, podía matizarse con la idea de un partido que habría de organizar a la minoría dirigente y a fijar el rumbo del nuevo Estado. El totalitarismo, entendido como integración del individuo en una entidad superior manteniendo su dignidad de persona portadora de valores eternos, podía sostener un conflicto nada desdeñable con el totalitarismo entendido como absorción de la sociedad por un Estado que no solo se justificaría por su autoridad suprema, sino por su eficacia elitista. La unificación de 1934, por tanto, suponía una primera síntesis fascista realizada en lo que, ahora sí, eran las condiciones adecuadas, el marco posible y no prematuro de surgimiento y primera implantación del fascismo español.

Si José Antonio y sus compañeros creían que el llamamiento obtendría tanto éxito de adhesiones como aplauso de los medios de la derecha había conseguido, se equivocaba. Ya se han visto las reticencias expresadas por Pradera, que otros tradicionalistas se apresuraron a reiterar, señalando que el fascismo ya existía en España en su forma más adecuada, que era el tradicionalismo. En los principales órganos de la Comunión, La Unión, El Siglo Futuro y El Pensamiento Navarro, los dirigentes carlistas señalaron su simpatía y, en todo caso, su disposición a aceptar en sus filas las propuestas generosas de lo que en Europa se llamaba fascismo.[347] Las adhesiones estuvieron muy lejos de las expectativas creadas, y la organización cayó en un letargo que, con especial virulencia, Ramiro Ledesma había de atribuir a los vetustos colaboradores de José Antonio, en especial Tarduchy, Arredondo y Alvargonzález, mientras se carecía de línea de acción y el semanario publicado mostraba una penosa tendencia a la exhibición estética. Reconociendo el éxito inicial del grupo, pronto se vio que ni siquiera era capaz de responder a una violencia política que se ensañó con quienes repartían el semanario de la organización. La falta de capacidad de respuesta de Falange, insólita en una organización pretendidamente fascista, permitió que el escritor monárquico Alcalá-Galiano se preguntara, en ABC, a comienzos de ese mismo mes, «¿Dónde están las misteriosas legiones fascistas?». Según Ledesma, lo único valioso que podía ofrecer el falangismo era la organización de sus estudiantes en el SEU, dirigidos por Valdés Larrañaga.[348] Las acusaciones de Ledesma eran malevolentes, aunque su referencia al lastre de los sectores upetistas y a la financiación monárquica como único elemento que permitía la supervivencia de Falange no se hacían a humo de pajas. Porque precisamente sobre la modernización de esa base inicial y contando con tales recursos financieros, habían pensado los fundadores que sería posible ocupar un lugar visible en la política española que acabara convirtiéndose en banderín de enganche, cuando la estrategia parlamentaria de las derechas fuera desintegrándose y entregando base militante al fascismo. El semanario F. E. tenía el aspecto y contenido que deseaba: declaraciones pomposas de españolidad, referencias extensas al triunfo de la Roma fascista, breves pero densas punzadas de Sánchez Mazas para marcar territorio propio en los editoriales no firmados, voluntad de marcar una diferencia, de estilo, de forma, de propaganda diferenciada que se expresaba como escenificación de la nueva España juvenil, de la propuesta poética y pura. La proyección intelectual de José Antonio tampoco era la que había marcado el rumbo del fundador de La Conquista del Estado, orientándose más a la relación con intelectuales situados entre la derecha monárquica y el fascismo, en especial Eugenio Montes y Sánchez Mazas, dejándose influir poderosamente por el pensamiento tradicionalista y, en especial, por el de Ramiro de Maeztu, y manteniendo una animada relación con sectores de un modernismo reaccionario como Samuel Ros, Jacinto Miquelarena, Agustín de Foxá, José María Alfaro o Antonio Obregón, un círculo de influencias literarias que habían de marcar el estilo falangistas y que se hallaban muy alejadas del tono que, según Ledesma, había de tener el lenguaje político.[349] El disgusto del zamorano no se refería tanto a este aspecto como a la indudable y exitosa competencia con la que tuvieron que enfrentarse las JONS, cuando los falangistas podían disponer de una abundancia de medios y de una fácil entrada en sociedad de la que carecían los nacionalsindicalistas. No olvidemos, aunque suele hacerse por el interés del propio protagonista, que Falange Española era, desde su nacimiento, un partido con representación parlamentaria, un elemento nada secundario, por escasas y poco relevantes que fueran las actividades de los dos diputados del partido presentes en las Cortes.

Falange Española, bautizada de este modo días después del mitin de la Comedia, se apresuró a publicar un semanario, F. E. cuyo primer número salió a la calle el 7 de diciembre, convirtiéndose su reparto en el principal foco de activismo del movimiento en sus primeros meses. En el primer número, a doble página, fueron publicados los «Puntos iniciales» del partido, un sucedáneo de programa que José Antonio y Sánchez Mazas redactaron recogiendo los elementos esenciales de lo que viene siendo considerado el discurso fundacional. Se encontraba, en primer lugar, la afirmación española como algo distinto al territorio o a sus habitantes, contingencias en comparación con lo que era esencial: su carácter de unidad de destino. Tal condición la convertía en una entidad superior a sus individuos, regiones y clases, haciéndola realidad irrevocable y empresa indiscutible. Como lo había indicado en su discurso José Antonio, los tres enemigos de España eran el separatismo, la lucha de clases y el parlamentarismo liberal, y el remedio solo podía estar, si se estaba de acuerdo con esa afirmación nacional, en la construcción de un nuevo Estado, «creyente en la realidad y misión superior de España», un Estado de todos, vertebrado sobre las entidades naturales de la familia, el municipio y el gremio o sindicato, y supresor de los partidos como forma de representación política. La lucha de clases sería aniquilada por la construcción de sindicatos que serían «órganos directos del Estado». El hombre nuevo que propugnaba Falange, que habría de participar en el destino de la patria, era contemplado desde el punto de vista del cristianismo: encarnación de un alma capaz de salvarse o condenarse, portador de valores eternos. También de acuerdo con la concepción cristiana del hombre en sociedad, esta proyección del individuo solo podía realizarse si se aceptaba la autoridad, la jerarquía y el orden. Falange manifestaba tener una concepción espiritual de la existencia, que se negaba a considerar la sociedad como una serie de relaciones económicas. Para la realización de estos puntos habría de realizarse una cruzada, llevada adelante por quienes estuvieran dispuestos a comprender la tarea como servicio y sacrificio, como milicia abnegada ajena a toda vanidad y envidia, dispuesta a un sentido alegre y deportivo de la existencia. Y esa militancia habría de recurrir, cuando hiciera falta, a la violencia en defensa de la patria.[350]

Advertía en el primero de los editoriales Sánchez Mazas que Falange nada tenía que ver con quienes hablaban de autoridad, jerarquía y corporativismo, en una alusión directa a la CEDA.[351] Los «patrones extranjeros» con los que trataba de desacreditarse al nuevo movimiento parecían no tener en cuenta, en palabras del mismo autor, la participación española en una cultura universal en sus tiempos más gloriosos. El patriotismo falangista no era de «espesa parvedad aborigen», sino la de un «gran hijo del tiempo, vástago grande […] formado en todos los grandes tiempos de España, que se han conjugado con el alma del mundo».[352] Formar parte de algo que estaba normalizándose en el continente permitía cubrir la debilidad de la organización española y presentarla como un proceso de ajuste al ritmo de la crisis de la democracia en Europa. El totalitarismo, ausente en los puntos iniciales, aparecía en el «Noticiero de España», comentando el triunfo electoral de las derechas. Frente a la división entre estas y las izquierdas, se manifestaba la fe «en todo lo que es totalitario y solo en lo que es totalitarismo». Al obrero se le ofrecía, como única solución el fascismo, gracias también a la formación del Estado totalitario,[353] al campesino se le proporcionaba el desquite por la vejación sufrida a manos de los marxistas, ofreciendo «trabajo fecundo, colaboración armónica […], sosiego del espíritu, bienestar del cuerpo»,[354] y a Cataluña se le advertía de los riesgos del romanticismo político, que les llevaría a asumir la identidad de un territorio y las efusiones líricas localistas que no les permitirían articularse en el gran proyecto de una España grande.[355] Las noticias del mundo defendían el régimen de Dollfus, la fusión de lo católico y lo fascista en Italia y la energía nacional de Alemania al abandonar la Sociedad de Naciones.[356] El Gran Inquisidor —Giménez Caballero— iniciaba una serie frustrada, «Autos de fe», el primero de cuyos capítulos iba dirigido a Ortega y Gasset.[357] Sin embargo, la «Victoria sin alas» que aparece en las obras completas de José Antonio, y que se serían constante referencia del partido, no se editó, por prohibición gubernativa. Señalaba Primo de Rivera la gravedad del abstencionismo obrero, que indicaba la crisis de las instituciones republicanas, y la confusión de unas derechas llenas de júbilo por su éxito electoral, sin decidirse a acabar con el régimen con un golpe revolucionario, que es lo que España les había pedido al darles su confianza, o lo que España había solicitado al no participar en la elección. A Falange correspondería compensarlo, «mientras en el palacio de las Cortes enjaulan unos cuantos grupos su victoria sin alas».[358]

Este iba a ser el tono del semanario en adelante, acompañado de consignas dirigidas al obrero, al campesino, a los propietarios a la unidad económica y disciplinada de España, a la juventud sana y heroica cuyo modelo era la que se educaba en Alemania, mientras la cabecera se adornaba con afirmaciones contra el confusionismo e insultos al Estado liberal. De especial importancia fue la breve exposición de José Antonio acerca del nacionalismo, en la que volvía a rechazar una visión romántica de la patria. La patria no era la relación afectiva con el sabor local, con el territorio, con el fruto elemental de la tierra, con las costumbres o el paisaje nativo. La patria era el espacio en que se desarrollaba una empresa común, en que se tomaba conciencia de un destino colectivo.[359] La única libertad que cabía demandar era la de España, sin la que todas las otras carecían de sentido: «La unidad de la Patria vuelve a plantearse en nosotros con la misma netitud que en los orígenes: como unión de los españoles para recobrar su libertad, su fe en Dios y su fe en España».[360] Y esa libertad del individuo en la comunidad solo podía entenderse en un sentido cristiano, nunca en el planteamiento que había propuesto Rousseau. La libertad solo podía encontrarse en el orden social, en la patria, en la organización jerárquica de la comunidad, en el sacrificio y en el deber libremente aceptado.[361] Ello conducía a una nueva concepción de la militancia política, que Sánchez Mazas describió en un artículo destacado, a doble página, «Hábito y estilo». «ENTRAR EN NUESTRAS FILAS ES, ANTE TODO, AFIRMAR UN MODO DESER». Lo que se afirmaba en la doctrina no era la primacía de la existencia, como habían afirmado el socialismo y el liberalismo, sino la del la esencia. La militancia se convertía en hábito, en costumbre, en ejemplo a imitar. Era renuncia sacrificada a un modo de vivir para ganar una forma de ser. Era vivir en la ascesis religiosa del patriotismo. Era crear un ritual de imitación de los mejores. No se trataba de particularizar el estilo, sino de universalizarlo. La función de Falange era devolver su estilo a España, como lo hiciera el primer fascista [ sic] español, Cisneros, «nuestro capitán general». Los fascistas venían a cobrar forma personal dando forma a una España nueva.[362] En la tradición clásica, en la Italia del Renacimiento, podía buscarse una comprensión del Estado y de la autoridad que resultara familiar. En la primera entrega de 1934 de Acción Española, Sánchez Mazas publicaba una reflexión sobre Campanella que llegaría hasta el elogio de la monarquía de Maurras, aunque lo más sustancioso se encontraba en un concepto aristocrático que debía caracterizar el nuevo Estado. «Es aristocrático en cuanto parte de la inteligencia ordenadora y superior (en contraposición a la ignorancia y la turbulencia de las masas)», pero era democrático por su voluntad de buscar la participación del pueblo, a través del «sufragio restringido y organizado jerárquicamente». El Estado teorizado por Campanella y elogiado en su actualidad por el intelectual falangista era democrático, en especial, porque no busca la «fortuna del tirano, sino a la ventaja y progreso de la comunidad». Y «al rechazar la participación tumultuaria de la plebe, no niega la participación del pueblo ordenado a sus fines y encuadrado en una disciplina que le dé forma y eficiencia normales».[363]

A ese concepto trascendental de la Patria, en la que los individuos se realizaban como creyentes en un destino superior solo alcanzable mediante su integración en un destino, había de corresponder la aportación falangista a la doctrina de la nación que las JONS elaboraban de un modo mucho más sobrio y vinculando la ambición imperial a la voluntad de forjar una disciplina en la que las masas pudieran incorporarse a la organización productiva de la nación y al reforzamiento del Estado totalitario. Sánchez Mazas defendía el establecimiento de un punto ideológico central: «el mito de la nación y el mito del Imperio. La unidad de destino, como misión nacional en el mundo tiene esta disyuntiva: imperar o languidecer». La libertad solo podía entenderse como acto de servicio, de entrega al género humano a través del cumplimiento de las razones católicas de la nación y del Imperio. La tarea era «rehacer» España, volver a una tradición actualizada: «Toda nuestra originalidad está aquí: en una conciencia actual y viva de los orígenes. Todo nuestro avance está aquí: en el retroceso […] a las virtudes y razones que dieron a España en los siglos fuerza y esplendor».[364] Y en esa construcción de España debía encontrarse el vigor de su diversidad. Pero la diversidad era disgregación, impulso que procedía de «abajo», de lo material, de lo local, de la costumbre, «por las cosas que hacen iguales a los rebaños». La diversidad solo podía realizarse en una unidad superior, por «arriba», por «las cosas que unen a los hombres, por una unidad de fe y de destino, que levantó sobre vuestras ciudades carnales una ciudadanía forjada a semejanza de la unidad de Dios».[365] La idea de Imperio recuperaba, de este modo, la solución a la diversidad española que ya habían ideado los teóricos de La Conquista del Estado, aunque dotando a la unidad nacional de unos elementos místicos católicos de los Ramiro Ledesma había escapado, planteando la razón imperial como equivalente al nuevo Estado corporativo y totalitario.

Unidad nacional, recuperación de la tradición, concepto clásico de la patria, disciplina del individuo realizado a través de la empresa imperial de un destino común, primacía del estilo como forma de ser sobre el proyecto político equiparable a las otras opciones ideológicas. Todos estos elementos iban planteando el perfil del fascismo falangista, añadiéndose a ello una permanente atención a lo que sucedía en Europa. Se dedicaba una sección entera del semanario a seguir la «Vida fascista» dando amplias informaciones sobre lo que ocurría en Alemania y, muy especialmente, sobre el carácter y avance del fascismo en Italia. Las tareas de propaganda iban más allá, con la primera intervención importante de José Antonio en el parlamento, precisamente dedicada a definir la nación como unidad de destino en lo universal, único horizonte en que sería posible la inclusión de Cataluña,[366] y con las declaraciones a la prensa en las que, una vez más beneficiado por su imagen de líder del fascismo en España, se le interrogaba acerca del encuentro que iban a celebrar en El Escorial la Juventud de AP. El líder de Falange señalaba lo excelentes que le parecían algunas de las afirmaciones contenidas en el programa japista, aunque cabía esperar que su posible ímpetu fascista no fuera mera apariencia para cubrir una actitud conservadora. Como no dejaría de hacer en el futuro, José Antonio proclamaba su admiración por Gil Robles, aceptando que militaría con gusto a sus órdenes si el dirigente católico se decidía a encabezar un movimiento fascista en España, y mostrando su disposición a establecer contactos sobre la base del programa de la JAP.[367] Su visión del progreso del fascismo como resultado de una convergencia en la que debería aceptarse la hegemonía del que mostrara mayor disposición, volvía a reiterar, por lo menos en las posiciones inmediatas a la fundación de Falange, cuál era la estrategia unitaria que se planteaba, mirando no solo a la derecha alfonsina, sino también al grupo que disponía de una mayor proyección de masas y de unas juventudes en proceso de creciente radicalización. En nuevas declaraciones, esta vez al diario Ahora, manifestaba la necesidad de las milicias fascistas para hacer frente a la subversión, una tarea que no podrían llevar adelante los católicos de Gil Robles. Por otro lado, la indispensable unión de las derechas se veía dificultada porque no podía superarse una fase puramente defensiva, y no se vislumbraba una emoción nacional nueva que pudiera movilizar a las fuerzas nacionales contra el marxismo. Esa emoción se basaba en una idea de España como misión, al margen de cualquier prejuicio territorial y étnico que podría plantearse precisamente por los nacionalismos disolventes que habían aparecido en España, y entendiendo la necesidad de ganar para la causa nacionalista a las masas populares con la promesa de la justicia social.[368]

Sin embargo, lo que había de proporcionar mayor publicidad a Falange fue la violencia que se ejerció contra los difusores del semanario y contra los jóvenes localizados como cuadros del partido. El tema de la violencia, que se había considerado una opción legítima desde antes de crear el partido, fue teorizado de forma distinta a como lo habían hecho las JONS, situándose Falange en dos terrenos enlazados: el miedo a considerarse un simple grupo de acción armada, que pudiera confundir a los fascistas con pistoleros actuando exclusivamente contra los militantes de la izquierda, y una asunción de la muerte «como un acto de servicio», en un lenguaje propio de la milicia y de la visión cristiana del testimonio y martirologio. En la sección central del semanario, donde se publicaban los artículos a doble página, se colocaron los siete puntos que definían la posición del partido ante la violencia. «La muerte es un acto de servicio. Ni más ni menos. No hay, pues, que adoptar actitudes especiales ante los que caen. No hay sino seguir cada cual en su puesto, como estaba en su puesto el camarada caído cuando le elevaron a la condición de mártir». Debía prestarse oídos sordos a quien planteara entrar en un juego de represalias que invocaban aquellos que ni siquiera habían querido engrosar las filas del partido. Los actos de violencia sistemática, que podrían llevar a las condiciones de una guerra civil, habían de ser medidos y decididos por la jefatura del movimiento. El martirio de los militantes podía ser motivo de cólera, sufrimiento y de sacrificio, pero nunca de una protesta de tipo liberal ni una profanación que arrastrara «los despojos de nuestros muertos» por «editoriales jeremíacos» o por el «ajado terciopelo de los escaños de las Cortes».[369] La muerte de Matías Montero, sin embargo, habría de introducir un factor de radicalización en estas posiciones. Al entierro del estudiante asesinado acudieron sectores de toda la derecha madrileña. En el acto, José Antonio insistiría en su negativa a tomar actos de revancha, solicitados desde los cómodos sillones de las redacciones de los diarios conservadores, y se encargó a Sánchez Mazas la redacción de una «Oración por los caídos», convertida en una pieza fundamental de la retórica falangista, cuyo tono e intención eran de clara evocación de los mártires cristianos y no la de los escuadristas caídos en combate en Alemania o Italia.[370] Esta línea habría de modificarse de forma radical en las siguientes semanas, cuando la estructura orgánica del partido unificado se modificó a fin de crear una sección destinada precisamente a las acciones de asalto y defensa, en el combate callejero con la izquierda. Producida la fusión, y en plena radicalización del antifascismo, se daban las condiciones para que el partido pasara a integrar el discurso de violencia en una sistemática escuadrista que no rompía tanto con la brillante teorización realizada por Ledesma en 1931 como con la pasividad de la que había hecho gala Falange en los primeros tres meses de su existencia.

La primera síntesis fascista en España: Falange Española de las JONS

Cuando lo recordó en ¿Fascismo en España? Ledesma Ramos no pudo esquivar la sorpresa que había de desprenderse de su apresurada marcha hacia la unidad con Falange, tras lo que había llegado a decirse sobre la calidad política y personal de sus integrantes. Las JONS se habían mantenido firmes en su doctrina y Falange había quedado presa de sus insuficiencias ideológicas, según el dirigente zamorano. Ya hemos considerado hasta qué punto puede considerarse que las JONS fuera una organización tan caracterizadamente «revolucionaria» como quería recordarlo Ledesma y, en todo caso, en sus mismas dificultades de desarrollo tras la aparición de Falange se encontraba la principal recusación de este testimonio. El propio Ledesma indicó que la unificación se realizó por dos causas: la imposibilidad de crecimiento jonsista y la esperanza de poder modificar la línea de Falange desde el interior de una nueva organización. El Consejo Nacional, celebrado con la asistencia de José Antonio y de Ruiz de Alda para que pudieran responder a las objeciones de los dirigentes opuestos a la fusión, puede indicar hasta qué punto el tema estaba zanjado antes de celebrarse la reunión por ambas partes. Los órganos respectivos de las dos organizaciones unificadas a mediados de febrero dieron la información a su militancia y al país en un tono matizadamente distinto. Así, la revista JONS escribía que «no hemos tenido que rectificar nada de nuestra táctica, y menos, naturalmente, de los postulados teóricos que constituían el basamento doctrinal de las JONS». Los falangistas «seguían un camino tan paralelo al nuestro, que ha sido suficiente el contacto personal de los dirigentes de ambas organizaciones, para advertir y patentizar totales coincidencias». Una exposición de motivos sorprendente y contrastable con las afirmaciones de la propia revista en números anteriores, cuyo carácter escueto se completaba con algo aparentemente tranquilizador para la militancia: el respeto a los símbolos tradicionales del jonsismo.[371] El semanario F. E. declaraba: «No es una unión lo que se ha logrado, sino una hermandad lo que se ha reconocido». No había sido preciso dedicar un minuto a discusión ideológica alguna, porque FE y JONS «eran dos movimientos idénticos, procedentes de un mismo estado de espíritu ético y patético, con raíces intelectuales comunes, nacidos de una misma escueta autenticidad española». Tal apreciación solo podía merecer la más normal de las preguntas: cuál era el motivo para no haber ingresado, desde el principio, en una organización ya existente. El problema es que la lógica política no responde a la lógica formal de la exposición de motivos de Sánchez Mazas en el editorial de F. E. La separación se debía a lo que no ha dejado de indicarse: no se había militado en las JONS previamente porque no había llegado el momento de una movilización y radicalización de las derechas españolas que hicieran visiblemente necesaria la organización del fascismo. Por el contrario, en el mismo momento en que este empezaba a dar sus pasos en las JONS, el que habría de ser líder máximo del partido unificado y quienes le acompañaban estaban acampando en otros espacios unitarios de la derecha española que parecían más ajustado a las condiciones iniciales de la experiencia republicana. Como el surgimiento mismo de Falange, la fusión —no la hermandad, desde luego— era el resultado de un proceso más general, nunca el producto de una reflexión teórica realizada en paralelo. Se trataba, además, del nuevo escenario creado, después del triunfo conservador en las elecciones de noviembre, por la ruptura política entre Gil Robles y el nacionalismo reaccionario de los monárquicos. La construcción del espacio contrarrevolucionario ofrecía nuevas perspectivas, pero exigía también una nueva funcionalidad del fascismo: por ello, se presionó en ambos espacios para que llegara a constituirse una sola plataforma política que asumiera las condiciones de un ciclo distinto en la evolución de la derecha radical. No le dolían prendas a Sánchez Mazas al reconocer que las JONS habían empezado a abrir el camino del fascismo en España, incluso utilizando el lenguaje que Ledesma detestaba —«los gallos de marzo que cantaron escandalosos y aguerridos la gentil primavera de las Españas»—. Y se reconocía al jonsismo «una cierta crudeza de afirmaciones sindicales que en nosotros habían quizá retardado su virtud operante y expresiva, aunque estuviesen bien dibujadas en nuestras entrañas».[372]

Pocos días después de firmarse el acuerdo, en el que la composición del Triunvirato de Mando ya señalaba la primacía falangista —con Ledesma a solas entre Primo de Rivera y Ruiz de Alda—, se celebró el acto solemne de unificación en el teatro Calderón de Valladolid, el 4 de marzo de 1934. El lugar elegido parecía querer brindar homenaje no solo a las JONS, sino a una capital castellana que, como las de su carácter, podían ser las que forjaran uno de los mitos fundamentales del partido. El número de oradores de procedencia jonsista resultaba menos importante que la evidente centralidad del discurso de Primo de Rivera. De hecho, Bedoya y Gutiérrez Palma se limitaron a dar la bienvenida a los asistentes, y Ruiz de Alda quedó, a pesar de su puesto jerárquico, en una posición marginal frente a Redondo, Ledesma y José Antonio. Significativamente, la revista JONS se limitó a reproducir el discurso de Ledesma, sin hacer siquiera referencia a las palabras pronunciadas por los otros oradores y compensándolo formalmente con la inclusión de un ensayo de Primo de Rivera en el mismo número.[373] El malestar de los jonsistas había de ser evidente, porque sus discursos fueron de circunstancias, en comparación con la extensa exhortación realizada por el líder de Falange. Quien ya empezaba a verse como líder máximo del partido volvió a afirmar un nacionalismo que salía al encuentro de la división de España en partidos, regiones y clases, con la añadidura de señalar el modo en que todos los allí presentes habían rechazado su militancia en los partidos conservadores para buscar una idea unitaria. Se tranquilizaba a Redondo, que se había referido a las acusaciones de imitación extranjera, indicando algo que parecía confirmar sus temores: «En el fascismo, como en los movimientos de todas las épocas, hay, por debajo de las características locales, unas constantes que son patrimonio de todo espíritu humano». Al parecer, José Antonio ignoraba lo que Redondo, mucho más cercano al nacionalsocialismo que al fascismo, había llegado a decir sobre ese tema algo que se sumaba a las constantes afirmaciones de españolidad del propio Ledesma y que serían decisivas para que el término fuera abandonado en la propaganda del partido en los próximos meses. También se rechazaba la acusación de reaccionarismo con que se atacaba al fascismo desde las posiciones de la izquierda y desde quienes esperaban que sus escuadras fueran las fuerzas de asalto al servicio de las clases acomodadas. El programa no merecía ni tenerse en consideración: «¿Vosotros conocéis alguna cosa seria y profunda que se haya hecho alguna vez con un programa?». Lo que había que tener era un sentido profundo de la patria, de la vida y de la historia y aplicar esa conciencia a los problemas que la política fuera planteando. Una temperatura y un espíritu del que carecían quienes acusaban a los fascistas de no ser católicos ni nacionales, mientras preparaban sus actos de masas de la primavera. De la España eterna e imperial podrían hablar los japistas en El Escorial el próximo mes, pero de poco servía hablar de un nuevo Estado, de nación, de corporativismo y de destrucción del parlamento liberal si quien pronunciaba esas consignas era «la misma juventud pálida, escurridiza y sonriente, incapaz de encenderse por el entusiasmo de la Patria y ni siquiera, digan lo que digan, por el de la Religión».[374]

Las palabras pronunciadas por Redondo fueron sintetizadas por el semanario F. E. y las que se publicaron de Ledesma tenían poco que ver con las que luego se editaron en la revista JONS. Es posible que Ledesma anotara muchas más cosas de las que llegó a pronunciar en el acto, pero lo que se expresa con mayor amplitud en la revista es, por ello, aún más significativo. Donde se hacía una breve referencia a la revolución, JONS prolongaba una extensa consideración sobre aquello que enfrentaba a marxistas y nacionalsindicalista: la disputa por la captación de las masas. «Siempre he creído […] que nuestro movimiento se asfixia si no alcanza y consigue el calor y la temperatura de las masas». Quienes dependían de un salario habían de ser la base fundamental de la construcción del nuevo Estado. «Las masas están cansadas de que se les hable de patriotismo, porque han sido hasta aquí a menudo livianas y sospechosas las apelaciones a la Patria», utilizada como pretexto para mantener «ciertos poderes, contra la justicia y los intereses mismos de los españoles». Por ello, nuestro patriotismo es «revolucionario, social y combativo». La revista anotaba que «este discurso fue entusiásticamente aplaudido por los miles de camaradas que asistían al mitin, mostrando su absoluta conformidad con las tácticas y orientaciones que en él se defienden».[375] Ledesma no denunció el recorte y alteración de su discurso en las páginas de F. E., y se limitó a afirmar en sus recuerdos que el acto mostró la primacía del jonsismo por las consignas lanzadas por el público, por el lugar escogido y por el tono de las intervenciones.[376] Sin embargo, la síntesis era indispensable: el primer partido fascista con relevancia, el que se mantendría hasta el proceso político y militar culminado en la unificación de 1937. Síntesis entre el clasicismo elitista de Falange y las actitudes románticas populistas presentes en las JONS. Síntesis entre los conceptos de nación, imperio y tradición que en ambos partidos podían tener una pluralidad ya les afectaba por separado, y que solo podría ir resolviéndose en una militancia conjunta. Síntesis para llegar a un mismo concepto de la violencia, indispensable en la formulación de la estrategia fascista frente a la República. Síntesis, sobre todo, en el tema fundamental: que la organización fascista aparecía como resultado y formando parte del proceso de movilización y radicalización de las derechas, es decir, de la fascistización que iba a caracterizar su dinámica en los próximos años. La organización fascista pasaba a adquirir un lugar preciso, una identidad específica, en el seno de un movimiento que hacía posible la constitución del partido.