FASCISMO Y FASCISTIZACIÓN EN ESPAÑA.
EL PRIMER NACIONAL-SINDICALISMO
«¿BANDERA QUE SE ALZA?». EL LUGAR DEL FASCISMO EN LA CRISIS ESPAÑOLA DE LOS AÑOS TREINTA
En noviembre de 1933, poco después de que José Antonio Primo de Rivera pronunciara lo que viene considerándose el discurso fundacional de Falange, Acción Española saludó con comprensible entusiasmo la formación de un nuevo movimiento, del que se esperaba leal colaboración en la común tarea contrarrevolucionaria. Sus redactores no podían ver más que con profunda simpatía esta incorporación a un mismo esfuerzo, que se contemplaba como confirmación y ampliación de lo que Acción Española había «tratado de ordenar y de difundir». Primo de Rivera se recordaba como persona que había encontrado una «acogida fraterna en esta casa y se ha llevado un poco de nuestra esperanza». No siendo las ideas «patrimonio exclusivo de un grupo o de un partido político determinado, sino de la verdad y de España», no cabía preguntar cuál era la militancia concreta de quienes «tienen por suyo nuestro campo». Las palabras de José Antonio, de García Valdecasas o de Ruiz de Alda, que definían las características del movimiento, podían ser asumidas «una por una». Para probarlo, la revista intentó publicar los tres discursos pronunciados, pero la mediocridad del de Ruiz de Alda y la inconveniencia de editar solamente el de los otros dos oradores, aconsejó que, en aquel mismo número, vieran la luz exclusivamente las palabras de Primo de Rivera, lo que no era solo el resultado de una feliz delicadeza con Ruiz de Alda, sino la conciencia de un liderazgo que había ido constituyéndose a lo largo de aquel año. «Una bandera que se alza», tituló Vegas Latapie el discurso, publicado bajo la petición de que «¡Dios nos conserve la ilusión que dejaron prendida al borde de nuestro camino!».[4]
La impresión de coincidencia en un mismo espacio se reiteró por Víctor Pradera en la misma publicación. La reflexión no podía tomarse más que como un reproche, desde el título, al poner entre interrogantes el que había planteado Vegas Latapie, hasta el final, cuando se utilizaban las palabras despreciativas que Fal Conde había lanzado contra quienes con tanta frecuencia deseaban repartirse la herencia política del tradicionalismo, sin esquivar siquiera la referencia a la túnica sagrada repartida entre los guardianes de la crucifixión. En la convocatoria de Primo de Rivera solo podían observarse elementos que adquirían su pleno significado en el pensamiento carlista. La crítica a Rousseau con la que José Antonio había iniciado su discurso encontraba su plenitud en los elementos fundamentales de la doctrina católica tradicionalista. «¿Por qué no decir que todo eso es Tradicionalismo y que hay que aceptarlo como la buena doctrina?».[5] El visible enojo de Pradera podía hacerse una pregunta similar con respecto al viraje de los alfonsinos que llenaban la redacción de Acción Española y que no se habían integrado en la disciplina carlista, algo que no se produjo por razones que habían de ir más allá de la mera disputa dinástica, sino debiéndose a la impresión de ruptura con todos los marcos previos al 14 de abril que había planteado la revista, solicitando el encuentro en un territorio nuevo. De hecho, la celebración de la victoria electoral del 19 de noviembre se había presentado como inicio de una etapa en la que las ideas defendidas durante dos años por Acción Española podían exponerse «un día por el señor Gil Robles, y otro por el señor Primo de Rivera; en el credo del partido tradicionalista, y como punto de arranque del programa de Renovación Española».[6] La identidad resulta más que discutible, pero la aceptación de un aire común, respirado por diferentes tendencias políticas, expresa una percepción muy significativa del proceso unificador de la contrarrevolución en marcha, en la que el fascismo español —especialmente en la versión dominante que parece representar Primo de Rivera en aquel momento inicial— era más un acento que un idioma político distinto.
La reacción de Ramiro Ledesma y sus compañeros fue mucho más seca, deseando recalcar la distancia que separaba a las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) de lo que se reconocía ya como nueva organización política. Aun cuando se indicara que todo lo atractivo que pudiera tener el discurso de La Comedia ya se encontraba en las posiciones fundacionales de las JONS, se subrayaba que «no podemos adherirnos a la bandera del marqués de Estella, aunque lo declaramos persona grata, magnífica y valiosa. Hemos nacido para batallas diferentes a las que él sin duda se va a ver obligado a librar». Las JONS habían nacido para el combate por un movimiento nacionalista de masas, mientras podía sospecharse el puro verbalismo de quienes habían decidido lanzarse a la organización de un nuevo movimiento el 29 de octubre.[7] Esta posición habría de traducirse muy pronto al lenguaje político, cuando se publicó una pequeña nota mostrando el enojo por la apropiación no solo de los símbolos, sino también de la doctrina jonsista por Falange. La alarma por la marcha de militantes a la nueva organización, así como la queja por la propaganda falangista dirigida precisamente a la captación de estos sectores expresaba la extrema proximidad de ambas posiciones.[8] Naturalmente, la aspereza empleada por Ramiro Ledesma al referirse a la fundación y primeros pasos de Falange fue mucho mayor, al analizarlas tras su ruptura con el partido unificado, insistiendo en su fascismo mimético, el tono «relamido» de su prensa, la escasa capacidad para organizar la violencia política indispensable, y su crecimiento casi exclusivo sobre los antiguos círculos de la Unión Patriótica.[9] Tanto el escepticismo de Ramiro Ledesma en el momento de la fundación de Falange como la alegría de los redactores de Acción Española y los celosos improperios de Víctor Pradera pueden valorarse aún mejor al examinar las palabras con las que Primo de Rivera se dirigía a los electores de Cádiz, formando parte de una candidatura ultraconservadora de la provincia: «En las Cortes, nos clavaremos como resueltos centinelas para que no dé un paso más, ni un solo paso más, la revolución del 14 de abril de 1931».[10]
Que, unas pocas semanas después de los comentarios críticos de la revista JONS, se produjera la fusión de Falange y de las Juntas, o que personalidades de Acción Española se implicaran a fondo en el desarrollo de Falange, como ocurrió con Juan Antonio Ansaldo o con el marqués de la Eliseda, son solo algunos de los hechos significativos que nos muestran la complejidad de la fascistización en España. Una complejidad que nada tiene que envidiar a la que caracteriza a este proceso en el conjunto del continente europeo, incluyendo aquellos países a los que se tomó como modelo en los años treinta y continúan siendo el punto de referencia para perfilar lo que fue el fascismo. La percepción de los movimientos de este carácter en Alemania e Italia por parte de la derecha antiliberal española fue fundamental, al haber contribuido decisivamente a la modificación de sus marcos ideológicos y de su estrategia política. La acusación de un exceso de mimetismo con respecto al fascismo italiano, lanzada por los jonsistas a los falangistas a fines de 1933, podría resultar desconcertante al proceder del grupo que con más frecuencia se asocia al fascismo más radical, frente a las contaminaciones católicas, conservadoras y elitistas de Falange. Más allá de lo que pueden considerarse herramientas dialécticas utilizadas para preservar un espacio propio muy limitado, tales propuestas no cayeron en saco roto, al reducirse notablemente las alusiones al fascismo desde el momento mismo en que se celebró públicamente el acto de fusión entre falangistas y jonsistas. La exigencia procedía de quienes no habían dudado en proclamar su vinculación con el movimiento mussoliniano e incluso con el nacionalsocialismo, y puede entenderse en un doble sentido. Por un lado, el jonsismo actuaba como lo habían hecho diversos grupos fascistas europeos, cuyo patriotismo esencial impedía asumir cualquier imagen de imitación o de influencia, para considerar más bien las condiciones de la complicidad en la respuesta de un nuevo nacionalismo a la crisis de la sociedad liberal. Por otro, la defensa de la autonomía por parte de las JONS y los recelos ante las actitudes imitativas apuntaban a un lugar que no era solo el «estilo» de Falange, sino, sobre todo, la necesidad de defender un espacio autónomo que corría el riesgo de disolverse en una zona de simpatía generalizada por el régimen de Italia. La necesidad de mantener un equilibrio entre la estrategia de construcción de un movimiento nacional amplio y la preservación de la identidad del partido puede explicar las reticencias iniciales de Ledesma, así como el giro a posiciones intransigentes que se dieron en FE de las JONS tras la crisis de comienzos de 1935.
Unos y otros, falangistas y jonsistas por separado o tras el momento de una fusión inevitable desde el 29 de octubre, habían de reivindicar este perfil propio. Sánchez Mazas, por ejemplo, dedicaba la primera de sus «Consignas» en el semanario F. E. a proclamar esta posición exclusiva, aunque superadora de lo que solo se había atisbado en quien no había deseado llegar tan lejos en las tomas de posición de la derecha española.[11] La voluntad de preservar un espacio ocupado precisamente por esa deficiencia se reiteraba en la revista JONS: «Las JONS no pueden ser adscritas sin reservas grandes a las derechas. Mucho menos, claro, a las izquierdas, que han sido siempre antinacionales, traidoramente insensibles a la idea de España».[12] Sin embargo, la permeabilidad al fascismo de sectores mucho más amplios que lo que puede representar el área de influencia falangista y jonsista era lo bastante claro para que, desde los dos espacios, se señalara la inevitable confluencia en el fascismo de sectores que irían deseando asumir el proyecto patriótico formulado contra la República. Como decía Sánchez Mazas, incluso quienes desearan mantenerse al margen del movimiento se verían considerados como fascistas por una izquierda capaz de ver con mayor claridad las líneas básicas de escisión política de la sociedad española en tiempos del segundo bienio.[13] Este doble juego de identidad y disposición a crear un espacio unitario es lo que conduce a que el fascismo solo sea comprensible como proceso de fascistización. No solo en sus aspectos estratégicos, sino también en los doctrinales, la formación y desarrollo del proyecto político del 18 de Julio debe recabarse en ese territorio.
La debilidad y carácter tardío de la aparición de un partido fascista en España se ha presentado siempre como un factor que, sin ser excepcional en el periodo de entreguerras en Europa, dotó al proceso político español de circunstancias peculiares, al coincidir esta carencia con la densidad y extensión de un área de derecha en rápido y profundo proceso de radicalización. De hecho, la presencia de organizaciones políticas y movimientos sociales situados en el ámbito de la extrema derecha es valorada como un factor que dificultó la consolidación de un partido fascista, al tener que competir en desventaja con sectores ya instalados en el espacio público del país, convertidos en representación de las distintas corrientes antidemocráticas y antisocialistas. Los mensajes que se intercambiaron en este ámbito reflejaron la conciencia de constituir un espacio con propósitos esenciales comunes, lo que conducía, simultáneamente, al alivio de ver cómo se ensanchaban las posiciones de rechazo de la democracia y a la contrariedad de considerar que las posiciones existentes ya cumplían esa necesidad histórica. La irritación de falangistas y jonsistas se debía a esa misma impresión de coincidencia, que les obligaba a subrayar, de modo mucho más radical de lo que se había hecho en otros lugares, el carácter de novedad superadora del fascismo en España. El marco político español de este periodo se presenta en una doble condición, alentadora de ese proceso de radicalización y bloqueante de una organización autónoma del fascismo, al haber seguido a la neutralidad española en la Gran Guerra la instauración de la dictadura de Primo de Rivera. El endurecimiento político y doctrinal de la derecha española no supuso, en esta perspectiva, la aparición de un nuevo sujeto político, impulsado por las condiciones excepcionales del conflicto bélico, la movilización de masas que este reclamaba y el proceso de nacionalización radical que pudo implicar en otros países. Una visión que también recalca la necesidad de atender a la continuidad de las elites, desplazadas desde el conservadurismo o el catolicismo social hacia posiciones de carácter autoritario, para establecerse en el campo de una crítica extrema al Estado liberal. Debe considerarse, además, la importancia que llegó a tener el impacto del cambio del régimen, contemplado tanto por sus portadores como por sus oponentes como una revolución. Esta no era asimilada por los sectores conservadores como una mera transición política, sino como el derrumbe del orden social vigente que sería, además, el preámbulo de una marcha hacia la completa disolución nacional. El área de resistencia al régimen republicano no se planteaba una restauración, aunque durante algún tiempo pudieran considerarse campañas revisionistas y esfuerzos para hacer gobernable una transición pacífica hacia la modificación del orden político establecido en el periodo constituyente, realizadas a cargo de la derecha republicana y, en especial, de Acción Popular. En el año 1933, que no es por casualidad el de la formación del partido fascista que se culminará con la unificación de FE y de las JONS al año siguiente, la extrema derecha española había clarificado hasta la saciedad su falta de disposición a aceptar la legalidad republicana, y su voluntad de perfilar una estrategia, un discurso ideológico y una organización que permitiera asaltar el régimen para construir una alternativa que nunca implicaba el retorno a las condiciones de un liberalismo monárquico definitivamente destruido.
La bifurcación cronológica entre los acontecimientos europeos y los españoles, siempre vinculada a la neutralidad en la Gran Guerra, debe ser considerada de un modo más matizado, que nos ayude a precisar el proceso de fascistización y, sobre todo, a romper los límites de una paradoja. La presentación del partido fascista español como una propuesta que llega con atraso, cuando el espacio que podría haber adquirido ya ha sido ocupado por otras fuerzas, puede verse como un factor que facilitó el proceso de fascistización, en lugar de considerarse el principal impedimento impuesto por las condiciones políticas españolas a su desarrollo. Los años treinta son aquellos que corresponden a la quiebra del horizonte liberal-parlamentario en amplios sectores de la derecha europea, y los que son percibidos como una ruptura con las condiciones de la posguerra. La línea de continuidad existente entre el final de las hostilidades en 1918 y la expansión del fascismo es una construcción realizada a posteriori por quienes desean presentar su acceso al poder o su constitución de un movimiento nacionalista de masas como resultado directo de una generación del frente, cuando parece mucho más fructífero considerar que tal relación se modifica sustancialmente por la crisis social de finales de los años veinte y comienzos de la década de los treinta. La conciencia de cambio que expresaban algunos de quienes serían los más destacados intelectuales del fascismo europeo se suma a las transformaciones que se realizaron en el campo institucional, mediante la quiebra de los regímenes parlamentarios y la búsqueda de rectificaciones radicales de las democracias constituidas en el periodo revolucionario que siguió a la Gran Guerra. Tales elementos eran de sobra conocidos y valorados con suma atención por el partido fascista español, que contemplaba este cambio de ciclo como oportunidad y desafío, destinado a ofrecer una compleja situación de posibilidades de convergencia, riesgos de pérdida de identidad y competencia por el liderazgo en vísperas de la quiebra del sistema.
Al publicar el primer volumen de sus imprescindibles memorias, Robert Brasillach destacaba el momento en que se dejó atrás la generación de los combatientes, para iniciar el camino de quienes llegaban a los años de decisión juvenil en la década de los treinta.[14] Sin embargo, ya en el mismo cruce de las dos décadas, el propio Brasillach se había mostrado sensible a este cambio de ritmo y de expectativas. Comentando El fuego fatuo de Drieu La Rochelle en su primera colaboración en Action Française, se había referido al fin de la posguerra, y Pierre Gaxotte le animó a profundizar en el tema, lo que daría lugar a una célebre encuesta llevada a cabo en Candide, en la que pudo observarse un sentimiento generalizado de superación de etapa.[15] Para el pensador católico Daniel-Rops, se trataba de dejar atrás la mezcla de frivolidad e inquietud que habían caracterizado a los años veinte, pasando al periodo que requiriera las exigencias de una reconstrucción política y espiritual.[16] Para Marcel Arland o para Thierry Maulnier, debía abandonarse el radicalismo sentimental, dejar de lado la voluptuosidad y la vanidad, y encontrar de nuevo el rumbo a lo esencial.[17] El impulso de la juventud que ni siquiera había combatido resultaba evidente en su toma de conciencia de un tiempo nuevo que rompía en dos el bloque convencional del periodo de entreguerras, incluso cuando se deseaba encontrar una línea de continuidad que permitiera unir a quienes, como Henri Massis, habían intentado movilizar al «partido de la inteligencia» en 1919, y a los que, como Jean Luchaire, saludaban a una «generación realista» nacida de las condiciones de la contienda y llegada a la edad de una intervención pública a fines de la década siguiente.[18] Una línea que trataba de afirmarse repudiando un uso ligero de los ciclos generacionales o planteando los años treinta como despliegue en una época de crisis de las esperanzas sostenidas en la euforia de la posguerra.[19] Sin embargo, esta continuidad general ha sido convincentemente cuestionada en los últimos años.[20] Y, a las impresiones contemporáneas de Brasillach, pueden sumarse las de la propia Acción Francesa[21] o la del impaciente Georges Valois, fundador del primer partido fascista francés, para quien Le Faisceau había llegado demasiado pronto, y había de clausurarse para ceder el territorio a quienes esperaban fundamentar el fascismo en lo que, con escasa perspicacia, este antiguo dirigente maurrasiano consideraba una improbable radicalización de la clase media.[22] Tanto él como sus seguidores buscaban justificar sus años iniciales de combate a partir de 1918 —que habrían de desembocar en los Cahiers bleus pour la république syndicale desde 1929 y en el Partido Republicano Sindicalista—, en una fuerte línea de continuidad que solo se había oscurecido por el «malentendido» de un fascismo cuyo lugar no podía hallarse en la izquierda. No tardaría Valois en ser víctima de ese desplazamiento desdeñado, y tampoco lo haría Brasillach en descubrir que en España, precisamente en la España en guerra civil, había de manifestarse el enfrentamiento radical del siglo XX entre fascismo y antifascismo, convirtiendo en experiencia tangible todas las esperanzas de una generación.[23] A la década de los años treinta había de corresponder la realización del fascismo como producto de la fascistización, una vez la generación de la inmediata posguerra hubiera sumado su propia formación a las expectativas creadas en un escenario distinto, el de la década de los treinta, que era el de la respuesta a la revolución democrática y el del abandono de los espacios del liberalismo conservador. Se trataba, por tanto, de la etapa en la que el impulso de la contrarrevolución se orientó hacia una síntesis, que fue elaborándose trabajosamente y de forma distinta en cada circunstancia nacional, como expresiones particulares de una crisis que recorría, tenaz, implacable y diversa, la evolución política e intelectual del continente europeo.
Con ese proceso tenía que ver la impresión de una quiebra del orden institucional y de los principios jurídicos establecidos en los primeros años del siglo, cuyo intenso debate en España abrió las puertas a la evolución hacia el nacionalsindicalismo cuando el catalizador de la guerra civil lo permitió.[24] Con ello, además, guardaba relación la atenta mirada que se prestó a las propuestas autoritarias de André Tardieu, cuya traducción al español había de prologar un Gil Robles situado ya en el gobierno, y cuyo aliento puede observarse en las propuestas de «democracia fuerte» de Salazar Alonso.[25] La sensación de coincidir con una fase en la que las propuestas conservadoras, de origen liberal o católico, se estrellaban ante las condiciones de la crisis, recibieron cumplida respuesta en la pluma de Sánchez Mazas, que titulaba significativamente «Tránsito» las posiciones colaboracionistas del «pantano sturziano-masónico».[26] Con más gracejo, aunque no menos contundencia, José María Pemán habría de llamar a este tiempo «Situación de paso, no de turno» en Acción Española.[27] La llegada «prematura» que Valois asignaba a Le Faisceau pudo apreciarse en la aceleración que Brasillach asignaba al año «fundacional» de 1933, pero que había de encontrar la mística de gozne en torno al cual giran dos épocas en los hechos del 6 de febrero de 1934, que abrían la etapa de verdadera inminencia política del fascismo en Francia. No se trató solo de las organizaciones políticas de masas, en especial el Partido Popular de Doriot o el giro de los «neosocialistas» de Déat y Montagnon, sino también de la evolución de los sectores nacionalistas antiparlamentarios y el prestigio de los «equipos» propuestos desde las publicaciones de la nueva derecha para sustituir el régimen democrático.[28] El populismo socializante y el elitismo tecnocrático e intelectual se mezclaban para repudiar el régimen de la Tercera República. La torpeza política de Valois no le había permitido comprender lo que su sagacidad teórica había detectado tan brillantemente: el nuevo espacio tenía su fundamento en las propuestas de comunidad organizada y de preocupación por la eficiencia técnica, que venían a rechazar la gestión corrupta e incompetente del parlamentarismo.
Lejos de encontrarnos en ese desencuentro cronológico que explica, al mismo tiempo, el carácter tardío, la debilidad y el fracaso del partido fascista español, lo que hallamos es una coincidencia cuyo análisis ofrece un campo de reflexiones no solo para insertar la evolución política española en la europea, sino para comprender mejor el lugar y la naturaleza del fascismo en el periodo de entreguerras, vinculándolo a un proceso cuyo ritmo concreto ha sido distorsionado por dos factores cruciales. Por un lado, por la rápida llegada del fascismo italiano al poder. Por otro, por el establecimiento, a posteriori, de elementos de continuidad entre los primeros brotes de fascismo continental y la verdadera expansión del movimiento en los años treinta. Una expansión que llevaba aparejada la mutación del carácter del fascismo y la paralela transformación de las propuestas de la extrema derecha, hasta integrarse en un proyecto unitario, capaz de responder a las crisis nacionales de aquella década. Tal calidad de síntesis doctrinal y de integración social habría de definir el fascismo resultante. La apertura del análisis a circunstancias que se consideran más «normalizadas» en el proceso de fascistización nos permite ampliar el carácter de estas consideraciones.
Fuera de esa relación lineal entre la generación de la posguerra, la organización inicial del partido fascista y la expansión modificada del movimiento de masas en la conquista del poder se encuentra también en las experiencias de Italia y de Alemania. El artículo «Terzo Tempo», publicado sin firma pero debido probablemente a Mussolini, en Il Popolo d’Italia del 15 de agosto de 1929 se refiere a la entrada en una fase constructiva de la revolución cuya interpretación dará lugar a muy diversas actitudes en los meses siguientes, desde quienes contemplan la cuestión como un avance del Estado totalitario hasta quienes —sin que ello resulte contradictorio— pueden verlo como la más perfecta subordinación del Partido al Estado, llegando a proponer su disolución. La svolta sociale que pueden atisbar los jóvenes quedará en la frustración de los encuentros sindicales de Ferrara y en lo que Vito Panunzio llamó Il secondo fascismo.[29] Puede interesarnos cómo pudo contemplarse ese proceso con ojos españoles. El corresponsal de ABC, precisamente Sánchez Mazas, señalaba, utilizando los conceptos de Schopenhauer, que el viraje de finales de la década desplazaba el fascismo como voluntad a favor del fascismo como representación. El fascismo aparecía como recolector de las energías cebadas en los años de conquista del poder y de lucha por su transformación interna en los seis años siguientes: «El fascismo se ha hecho durable. Rigiendo mansos bueyes entra en las auroras de 1929. Su política parece cada vez más sencilla y más clásica».[30] Luis de Zulueta, en las páginas de El Sol, recogía en octubre de 1928 la definición del fascismo italiano por Mussolini como «régimen unitario», tras la identificación entre el movimiento, la nación y el Estado. Conviene no dejar de tener esta terminología a mano, cuando se utilice la misma expresión para señalar el carácter no fascista del régimen español a mediados de los años cuarenta. Pero conviene también ver en la equivalencia de lo unitario y lo totalitario —usados como sinónimos sin mayores problemas— la simple recuperación de una lucha por la unanimidad que la nación debe ser y, por tanto, debe representar.[31] La excepción italiana, por la pronta captura del poder, pasa a plantear también un cambio de ritmo para el que, en el contexto del proceso europeo de fascistización, resulta poco útil el simple contraste entre la etapa de movimiento y la etapa de régimen, en comparación con la utilidad que posee una conciencia de cambio de ciclo en que el fascismo pasa a adquirir una identificación con amplios sectores de la opinión pública y la representación mayoritaria de la clase media.
El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) se constituyó sobre la base de antiguos combatientes nacionalistas y de sectores de tradición völkisch entre 1919 y 1923. Solo tras el fracaso del Putsch de Múnich se revisó una estrategia que, hasta aquel momento, siempre había planteado la inserción del nacionalsocialismo en una ámbito de mayor amplitud, en una oposición a la República de Weimar en la que el perfil del nazismo era su carácter laborista, el equilibrio entre organización política y fuerzas de asalto, y la función crecientemente cohesionadora del mito del Führer. Los esfuerzos realizados tras la refundación del NSDAP tras la salida de la cárcel de Hitler en las navidades de 1924 llevaron a aceptar una estrategia que combinaba la lucha institucional y la normalización de la violencia, así como la preferencia por las campañas realizadas en los grandes centros urbanos. En las elecciones de la primavera de 1928, el resultado de esta estrategia pudo verificarse en la reducción del partido a una esfera minúscula desde el punto de vista electoral, ampliamente rebasada por las organizaciones populistas de clase media y por la resistencia de los sectores liberal-conservadores. La reacción política ante estas condiciones tan adversas se materializó en la renuncia a un espacio que había mostrado sus limitaciones —el territorio völkisch— y a la pretensión de disputar a la izquierda el liderazgo en los sectores proletarios urbanos, para ir en busca de aquellos sectores del mundo rural en proceso de disgregación, que ya habían mostrado cierta simpatía por los nazis en las elecciones de 1928 y que comenzaron a ser el objetivo preferente de una propaganda basada en el discurso nacionalista, defensor de los intereses de la clase media urbana y rural, y capaz de aglutinar aquellos descontentos que iban a precipitarse en busca de una fuerza política antirrepublicana transversal, superando las limitaciones de los partidos corporativos, locales e incluso a los partidos liberales y conservadores de proyección nacional. Tal estrategia, planteada justamente en la finalización de la primera década de la posguerra, hizo posible que el partido creciera sobre sectores que no se habían integrado en sus filas en los primeros diez años de su existencia. La crisis económica e institucional de la República permitió que las circunstancias políticas generales fueran propicias a una radicalización que hacía posible este cambio de percepción del fascismo en Alemania, no solo por sectores populares, sino por la elite conservadora, que admitió la imposibilidad de encontrar una ruptura con el régimen de la revolución de 1918 sin contar con las masas que el NSDAP fue capaz de movilizar electoralmente en los siguientes tres años. La construcción del fascismo alemán no se produjo como resultado de la expansión del grupo fundacional, cuyos objetivos ni siquiera eran los de la conquista del poder en solitario, sino sobre la convergencia en una organización que varió de estrategia, de puntos centrales de su discurso, de objetivos electorales y de lo que, en un lenguaje más propio de la izquierda, podríamos llamar «política de alianzas», aunque tal concepto sea solo aproximativo para comprender lo que caracteriza a una absorción o a un proceso de síntesis en el caso de la fascistización.[32]
Una nueva generación alemana, en circunstancias muy distintas a las de la inmediata posguerra, aunque aprovechando el proceso de radicalización populista que se había producido en intelectuales y sectores de la clase media desde mediados de la década de los años veinte, hizo posible que la crisis permitiera la verdadera fundación de un movimiento fascista de masas en el país, capaz de integrar los discursos de «rectificación de la república» de la elite neoconservadora y lo bastante fuerte como para bloquear cualquier salida que prescindiera del fascismo en la destrucción del sistema de Weimar. El NSDAP pudo asimilar una heterogeneidad de fuerzas sociales y doctrinales que habían ido formando espacios de resistencia y alternativa a la república, y el proceso constituyente del fascismo alemán maduró precisamente a finales de la década de los veinte. Es decir, en un momento que, al observarse en España, se consideraría tardío y, por tanto, explicación suficiente para descartar el carácter fascista del 18 de Julio y para establecer una distinción clara entre el partido fascista y el proceso de fascistización. Los intelectuales de la «revolución conservadora» ya habían ido proporcionando, desde los años veinte, propuestas diversas de construcción de un nuevo Estado alemán que aboliera la democracia parlamentaria, y su relación orgánica con la estrategia de la ultraderecha alemana se hizo más evidente a partir de la crisis de los años treinta. El populismo del NSDAP necesitó de las medidas técnicas para enfrentarse a la crisis económica y para la creación de nuevos equipos que prescindieran del parlamentarismo. En este punto, la convergencia entre el fascismo y los intelectuales neoconservadores fue crucial, especialmente en las condiciones de crisis terminal de la República de Weimar que se inició con el gobierno de Franz von Papen en la primavera de 1932. La difusión de las tesis de Hans Freyer sobre un nuevo Estado y sobre la «revolución de la derecha» adquirió una gran difusión en los medios universitarios más vinculados a la sociología y la filosofía del Derecho, en especial planteando la revolución alemana como resultado de la síntesis entre el sentido comunitario de las etapas preburguesas y un uso de la técnica ajeno a cualquier lógica que no fuera la de la cohesión de la nación y la eficiencia productiva orientada por un nuevo Estado.[33] El hombre más influyente en Die Tat, Hans Zehrer, pudo ofrecer al general Schleicher la ilusión de un gobierno autoritario apoyado en el ejército, la elite económica del país y los sindicatos socialistas y cristianos, además de contar con la complicidad del sector más pragmático y moderado del nazismo, encabezado por Gregor Strasser, estrategia que tomó el nombre de «alianza transversal» ( Querverbindung).[34] Posiciones similares de enlace entre el fascismo y la teorización por la ultraderecha alemana de una superación de la democracia parlamentaria pudieron encontrarse en otros muchos autores, como el jurista Carl Schmitt, el teórico del «Estado total» Ernst Jünger, el filósofo de la historia Oswald Spengler, el ideólogo del aristocratismo de Von Papen, Edgard Jung, el teorizador de un «gobierno por encima de los partidos» ( Überparteilichkeit) Walter Schotte o el círculo de cooperativistas social-cristianos reunidos en torno a Günther Gereke.[35] Este amplio e influyente sector de la elite intelectual alemana, colocada ya en un lugar privilegiado de influencia en las decisiones tomadas por los poderes tradicionales, resultó indispensable para que las propuestas de una nueva «técnica» de gestión pasara a ser parte esencial del triunfo del fascismo, que suponía la superación de las experiencias teóricas y sociales realizadas por la generación de la posguerra.[36]
Nuestra comprensión de la falta de excepcionalidad de la experiencia española, que debe ser sustituida por una atención preferente a los elementos propios del proceso de fascistización en nuestro país, ha de partir, por lo tanto, de una integración de la trayectoria social, cultural y política de España en el periodo de entreguerras. El fin de la política de partidos y la formación de equipos de tecnócratas que dirigieran una comunidad organizada, como se teorizó en los años veinte y como había sido expuesta en las críticas del tradicionalismo, la derecha maurista o el frustrado populismo cristiano anteriores al golpe de 1923, había de asistir a un relevo generacional en la década de los treinta, que coloca la experiencia española en la periferia —pero no en antagonismo— de un ciclo de fascistización en Europa.[37]
El fascismo de masas, con capacidad para condicionar la vida de la democracia parlamentaria o para llegar a la conquista del poder, se produjo en España, como en el resto de Europa, como resultado de un proceso en el que el partido fascista era una zona específica, pero no exclusiva. La limitación del fascismo a su organización política, al partido desde cuya fundación se realiza la progresiva impregnación de sectores del nacionalismo reaccionario, no ayuda a comprender la forma en que se desarrolló la fascistización. Tal proceso no es el de una captación creciente ni el de una yuxtaposición de actitudes que mantienen su perfil doctrinal y su proyecto político incluso después de la conquista del poder. Se trata, más bien, de comprenderlo como una fase de integración solo posible por la existencia de un estado de disponibilidad política de sectores amplios de las clases medias. La debilidad del partido fascista se compensa y se explica por la envergadura de un espacio fascistizado de cuyo despliegue surgió la síntesis progresiva no solo de una cultura y un proyecto, sino también de un movimiento fascista unificado a poco de iniciarse la guerra civil. La vinculación no se estableció sobre campos afines y en competencia organizativa, sino sobre la conciencia de una comunidad de terrenos políticos y doctrinales, así como de la necesidad de reunir esfuerzos frente a la revolución. A lo largo de este trabajo trataré de mostrar que lo que debe caracterizar el proceso político español en relación con el fascismo no es la forma en que cada una de las corrientes fascistizadas fue capaz de mantener su identidad en un campo plural, sino de qué forma cada uno de los sectores ideológicos y políticos pudieron formar parte de un mismo proyecto heterogéneo. La construcción del gran partido unificado precisó, en España, de una catástrofe, una gran movilización destinada a la nacionalización de las masas en torno a una cultura política. Que el país con una clara debilidad organizativa del partido fascista fuera aquel en el que se llegara a producir este proceso de radicalización, de disposición al combate, de construcción de un nuevo Estado, de fusión orgánica y de síntesis doctrinal, y que el resultado fuera un régimen con la capacidad de permanencia que conocemos, puede ser explicado solamente de dos modos. El primero, que este proceso es distinto del fascismo y de la fascistización que se da en los países en los que llega a triunfar, corroborándose así la relación entre la fundación de un partido fascista de influencia orgánica creciente, de identidad ideológica distintiva y de llegada y mantenimiento del poder como resultado, fundamentalmente —aunque no de forma exclusiva—, de la potencia de sus fuerzas iniciales. El segundo, por el contrario, considera que la posibilidad de crecimiento del fascismo se basa en una previa radicalización, en la que el partido fascista actúa como un ingrediente más del conjunto del área fascistizada. La radicalización no es, pues, una mera exasperación de posiciones políticas, inclinándolas a la violencia, a la denuncia abierta del parlamentarismo, al uso de una retórica antidemocrática, aunque todos estos factores intervengan. La radicalización es fascistización, es decir, un proceso por el que la propuesta de la revolución nacional sugerida por el fascismo pasa a considerarse representativa de un amplio espectro nacionalista. Es la capacidad de ofrecer identidad a ese nuevo conjunto social y político lo que permite la construcción del fascismo, aquello que le da el carácter de un proceso constituyente.
Los factores de continuidad con el momento fundacional del partido son siempre un recurso mítico, un símbolo de lo que, en realidad, la revolución nacional desea ser: el encuentro con una nación que debe ser rescatada no solo del riesgo inmediato de la revolución socialista y democrática de la posguerra, sino de un proceso de decadencia, de desvío de su verdadera naturaleza, de su auténtico ser, de su profunda unidad con una Verdad que la identifica con un destino propio en el concierto de los pueblos. El partido con mayor capacidad para constituir esa unidad simbólica, el que resuelve con mayor sentido un desafío de época, el que se adapta a las circunstancias exigentes de una milicia en tiempos de guerra, el que ha sintetizado la constante mezcla de revolución y contrarrevolución, de movilización y control de masas que demanda el nuevo Estado, es el partido fascista. Él podrá adjudicarse una función precursora solamente si la aceptamos en la función que tuvo para poder establecer una gran convergencia de fuerzas antes dispersas. Nada tiene que ver esto con un desdén por la ideología y por un énfasis puesto en la función social del fascismo, que nos permita delegar a un lugar secundario e incluso contingente sus elementos discursivos, sus proyecciones simbólicas, su capacidad de identificación nacional. Por el contrario, la realización del proyecto requería la creación de un gran espacio de movilización y consentimiento. La unidad no era solo un objetivo ni un factor instrumental reducido a la unificación por decreto. Se trataba de la posibilidad de hacer del fascismo el elemento que diera representación a quienes se movilizaron al comienzo de la guerra civil, viendo en ella la continuación de un combate dado en diversos frentes contra la revolución desde el mismo 14 de abril o incluso desde la dictadura de Primo de Rivera. Por tanto, no hablamos solo de una misma función social compartida, sino de una síntesis política, de una fusión doctrinal. Solo la fascistización hizo posible el fascismo en aquello que nos resulta relevante desde el punto de vista del historiador: su conversión en un movimiento decisivo en la política nacional. En ese proceso, el partido fascista no fue una simple fuente de alimentación —aunque ello pudiera variar de una a otra experiencia nacional en su importancia—, sino que formó parte de esa evolución hacia un solo espacio, debiendo mutar en sus opciones doctrinales, en el énfasis puesto en uno u otro aspecto de su proyecto y en la visibilidad que proporcionaba a las distintas facetas de su ideología. Tal transformación hizo que, en las experiencias más importantes y aceptadas por la historiografía como modelos de movimientos y regímenes fascistas, el partido que se instaló en las inmediaciones del poder fuera distinto al que se había constituido en la inmediata posguerra, ganándose a sectores que ni siquiera habían adquirido una cultura propia de la comunidad de trincheras de 1914, sino la que resultó de la suma de este «socialismo del frente» y del amplio movimiento contrarrevolucionario que planteaba un nuevo paradigma antidemocrático. La fascistización supuso cambios radicales incluso en aquellos casos en los que se mantuvieron las siglas de un partido fascista dominante: cambios en la organización y en los sectores sociales a los que esta se dirigía. Supuso ritmos muy distintos de realización de la síntesis que dio identidad al movimiento fascista como movimiento de integración nacional. Supuso escenarios tan diversos como el de un hundimiento institucional, una guerra civil o la entrada en un conflicto bélico europeo. Supuso mucho más que la capacidad del partido fascista para convencer. Implicó la disposición de millones de personas a sentirse representadas por el fascismo en todo el continente, la percepción de su radicalización como entrada en un territorio nuevo, que rompía definitivamente con la mera crispación o endurecimiento de las posiciones antiparlamentarias de la extrema derecha. No fue el fascismo el que hizo posible la fascistización, sino la fascistización la que hizo posible el fascismo.
LA FRACTURA GENERACIONAL ESPAÑOLA Y LA «VÍA ESTÉTICA» AL FASCISMO
La ruptura del periodo de entreguerras en dos etapas, desarrollando el fascismo su plenitud y verdadera realización en la segunda, adquiere un perfil destacado en el caso español, cuando la llegada del sistema republicano vuelve a proporcionar un espacio de oportunidades, en un sentido distinto a como podía haberse planteado al instaurarse la dictadura de Primo de Rivera, pero con una impresión similar de ocasión histórica. Las figuras más relevantes entre las que se reunieron a comienzos de 1931 para redactar el manifiesto de una nueva publicación, La Conquista del Estado, Ernesto Giménez Caballero y Ramiro Ledesma Ramos, procedían de una experiencia cultural que les había implicado en las vanguardias literarias y artísticas de los años de posguerra. La Gaceta Literaria había albergado posiciones de ruptura estética que no se expresaron en opciones políticas coincidentes. Pero aquella experiencia editorial singular permitió que el fascismo se manifestara, en los inicios del nuevo régimen, en forma de culto a la modernidad, fascinación por lo nuevo y esperanza de un mundo a fabricar a manos de la energía y la eficacia de una juventud heroica. Se añadía a ello una preocupación regeneracionista y un culto a la nación cuya clara inspiración mussoliniana, especialmente en el caso de Giménez Caballero, llevó a penosas dificultades económicas a la empresa, a la pérdida de influencia y al abandono de quienes se orientaron por caminos distintos cuando entró en crisis la monarquía.[38]
La llegada de la República pudo convertirse en un elemento fundacional, siempre que se tenga en cuenta tanto la participación inicial en los movimientos culturales de la década anterior como la conciencia de una ruptura generacional de los intelectuales que constituyeron la primera fuerza política fascista española. La vinculación con lo que sucede en Europa se plantea abiertamente al examinar la encuesta realizada por la revista en el verano de 1930, y a la que se respondió con especial acritud ante las opciones literarias o artísticas de los años veinte, rechazadas por sectores ideológicos a punto de integrarse en acciones políticas de muy diversa tonalidad. Ramiro Ledesma consideró que la vanguardia había estado penosamente alejada de cualquier sensibilidad política y que, por tanto, «no puede hablarse en este caso de vanguardia intelectual». La vanguardia no supuso para España «la llegada de una juventud, bien dotada y animosa, que guerrease en todos los frentes. Ni dio a España una idea nueva ni logró recoger y atrapar las insinuaciones europeas más prometedoras».[39] No fueron distintas las respuestas que proporcionaron otros miembros de la redacción cuya trayectoria se orientaría hacia la izquierda. César M. Arconada reconoció a la vanguardia una misión ya cumplida en cuanto sus propuestas se generalizaron. Por su lado, Giménez Caballero distinguió entre una vanguardia destructiva y otra restauradora, siendo superadas ambas por un nuevo concepto de la disciplina, del movimiento constructor, de la disposición a emprender una tarea de «adelantados», vinculados al misticismo y la disciplina de una nueva juventud universitaria.[40] Nada lejos de lo que se planteaban los intelectuales de nueva o vieja hornada en la Francia y Alemania de aquellos momentos. Muy cerca, también, de la exigencia de un retorno al compromiso social y la congruencia con una época de transformaciones, como la que expresaban los redactores de una de las revistas más ajenas al pensamiento de Giménez Caballero, La Nueva España y que habría de encontrar su manifiesto más lúcido en El nuevo romanticismo de José Díaz Fernández.[41]
Unos años antes, Ortega y Gasset planteaba el hecho del vanguardismo como precursor de un tiempo en que la elite de la inteligencia habría de recuperar su liderazgo en una Europa en decadencia: «Se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombres egregios y los hombres vulgares».[42] Esta traducción al campo social y político de una superación del protagonismo del pueblo, expresada de forma descarnada e ingeniosa en La deshumanización del arte, no había de encontrar eco ni siquiera en quienes, como Ledesma o Giménez Caballero, solo habrían de levantar su solicitud del restablecimiento de la jerarquía sobre la movilización de las masas. El liderazgo de los intelectuales pronto habría de ceder el paso a una preferencia por los hombres de acción, acompañada de un repudio de aquellos a quienes se les reprochaba su incapacidad para integrarse en una etapa que exigía eficacia y heroísmo. Difícilmente podía tomarse en serio cualquier desprecio de la actividad reflexiva en sí misma por parte de quienes habían dedicado tanto esfuerzo a adquirir formación y prestigio en este campo, a no ser que se vea en ello un puro gesto, acompañado de la evidente frustración por la imposibilidad de ganar a su causa a aquellos a quienes precisamente iba a enviarse el manifiesto fundacional de una nueva política, que no eran las masas, sino los jóvenes universitarios destinados a dirigirlas.
Sin embargo, la mención a Ortega resulta indispensable en la formación y en el posterior y profundo desengaño que habrá de calar en los fascistas españoles. Habremos de verlo en toda su crudeza cuando, acabada la guerra civil, y especialmente de la mano de Laín Entralgo, el falangismo trate de construir una genealogía que conecte las referencias fundamentales en la construcción ideológica del fascismo español, las más inmediatas recogidas en una práctica contemporaneidad, entre el más apreciado de los hombres del 98, Unamuno, y el más próximo de la generación de 1914, Ortega. En ambos casos, propuestas regeneracionistas del nacionalismo español, abiertas a dos fuentes de inspiración distintas, pero capaces de presentarse con los aires de renovación o cristalización de una mitología que resultará esencial en este discurso: una modernización atenta a Europa pero defensora de la misión universal —es decir, imperial— de España; la idea de nación como integración de la diversidad al servicio de una conciencia superior castellana, capaz de definir la voluntad o el destino de la patria; la España que se heredaba y la España que se emprendía como tarea, con la profunda veneración por el pasado glorioso y la repugnancia implacable ante la decadencia colectiva, la corrupción institucional, el atraso técnico y la mediocridad cívica e intelectual.[43] Referentes fundamentales, leídos a conveniencia, pero que nunca habrán de ser los predecesores exclusivos del fascismo español, sumándoseles pronto quienes se encuentran en otras tradiciones, y que aparecerán ya en referencias explícitas en la etapa de La Gaceta Literaria y, sobre todo, en el nacionalsindicalismo del primer bienio republicano. Ni siquiera en este punto habremos de ver una bifurcación entre genealogías de corte nacionalista reaccionario y las de un liberalismo original revocado en la crisis de los años treinta. De hecho, puede señalarse que la reclamación, al unísono, de Unamuno y Ortega expresa ya una primera voluntad de síntesis entre las muchas que realizará el fascismo español, aunque esta no logará realizarse, ya sea por la imposibilidad de seguir la trayectoria liberal de Ortega —aunque no de algunos de sus más destacados discípulos, con lo que lo orteguiano podrá ser más importante que el propio Ortega—, ya sea porque el misticismo nacional de Unamuno no llegará a plasmarse en militancia fascista, por muchos elogios que reciba, precisamente a expensas del descrédito del filósofo madrileño. Reunir a Unamuno y a Ortega era parte esencial en esa voluntad de asimilación propia del fascismo, que Giménez Caballero llegará a convertir en un verdadero género literario, al moverse con mayor comodidad en la brillantez de las metáforas que en la austeridad del argumento. Es cierto que algunas ausencias en la búsqueda de predecesores están claras. Más aún, una de las ausencias resulta abrumadoramente llamativa: la de Menéndez Pelayo. Pero esa línea iba a ser invocada no solo por el fundador de las JONS Onésimo Redondo, sino que habría de ser tratada con un celo especial en la tarea sintética de la guerra en lo que respecta al Movimiento, y en la labor reconstructora de genealogías en lo que se refiere a la identidad falangista buscada a lo largo de la década de los cuarenta. No dejarán de elogiarse personalidades que parecen ser pasto exclusivo de quienes desean nutrirse en el tradicionalismo español, como Donoso, Balmes o Vázquez Mella. Por otro lado, la búsqueda de la opinión de Maeztu y la manera en que se comprendía la distinción entre Unamuno y Ortega en los primeros números de La Conquista del Estado habrán de señalar cuáles son los equilibrios ideológicos del fascismo español, ayudando incluso a superar una dependencia teórica exclusiva de Ortega por parte de Ledesma, hipertrofiada, según creo, por la confusión entre el valor generacional del filósofo madrileño y su verdadero impacto en la actividad política del fundador de las JONS.[44] Toda esta búsqueda, con rechazos y reivindicaciones simultáneos o sucesivos, expresaban en el caso español lo que en el resto de Europa puede contemplase como aceptación y voluntad de superación de la generación del 14, que en España existe como continuidad del regeneracionismo y perfección política de los ideales del 98.[45]
La experiencia de los años finales de la monarquía permite comprender sobre qué base se produjo el salto para salir al encuentro de lo que Ledesma y sus compañeros verán como un acontecimiento de quiebra de época. Los años decisivos que decreta Spengler en 1933, el instante dramático expuesto por Salaverría en 1934 o lo que Antonio Espina, muy cerca de Giménez Caballero, señala como compromiso con el cambio de década, aluden a la inminente puesta en escena de un nuevo acto de la historia, que exige el cambio de decorado y la irrupción de nuevos actores. Pero esa intervención nunca podrá realizarse sin una expectativa previa. El punto de fractura adquiere calidad como conciencia del tiempo, que no puede confundirse con una mera identificación con la novedad. Visto posteriormente como antecedente, conviene más bien considerarlo como premeditación. La impresión de un corte en la evolución de la historia de España ha de contemplarse en su congruencia con las dos caras del gozne en torno al cual gira el cambio de época. Por un lado, la agónica decadencia del mundo viejo, inauténtico, desnacionalizado. Por otro, el ejemplo de lo que en otros puntos de Europa está dando señales de una misma impaciencia. A Circuito imperial, publicado por Giménez Caballero a fines de 1929, y que había ido apareciendo en la revista en los meses centrales del año anterior, corresponde el impacto de la Roma fascista, aceptada como perfecta asimilación, en la esencia italiana, de lo eterno y lo histórico. Una historia hecha consciente como voluntad de eternidad, de lugar permanente de un modo de existencia y de una misión perenne en lo universal. El fascismo se contempla también como solución antiburguesa, encuentro con el hombre de carne y hueso que bien podría reclamar Unamuno, hallazgo del pueblo y la nación como sujeto político, instrumento de la voluntad del nuevo Príncipe. El fascismo es, por fin, la revolución. Pero la revolución como hallazgo de la verdadera historia, dispuesta a brotar de nuevo y a apartar la escoria de la ineficaz y mediocre gestión de la burguesía.[46] La «Carta a un compañero de la Joven España» se publicará el 15 de febrero de 1929, como respuesta a las inquietudes filofascistas proclamadas por Ramón Iglesias Parga desde su lectorado en Göteborg, y adquirirá pleno sentido al convertirse en prefacio a algunos textos de Curzio Malaparte, traducidos con el título deliberadamente unamunesco de En torno al casticismo de Italia. El texto resulta fundamental para el análisis de los fundamentos ideológicos del primer grupo fascista español, ya que plantea algo que el propio Giménez Caballero ejemplificará: la relación entre modernidad y tradición, entre universalidad y nacionalismo, entre política y técnica, entre fervor por el campesinado y fascinación por la ciudad, entre audacia de la voluntad y acatamiento del destino, entre exaltación de lo latino y filtración de la influencia germana, entre el culto al catolicismo y apetencia de una nueva religiosidad. Nadie como Giménez Caballero, en efecto, habría de saber expresar la voracidad del fascismo, dispuesto al consumo de factores doctrinales habitualmente contradictorios, y que no solo parecían acomodarse a una convivencia en el nuevo proyecto, sino que descubrieron el sentido profundo de sus ideologías al desplegarse conjuntamente en la nueva cultura nacionalista. El repertorio de antagonismos pasaba a convertirse en un espacio orgánico de integración, y el fascismo se presentaba como la generosa síntesis encarnada en una comunidad nada dispuesta a prescindir de ninguno de sus elementos salubres. Más que una apropiación de factores dispersos, Giménez Caballero proponía el reconocimiento de algo que ya había estado unido en la historia española cuando esta tuvo sentido de su destino: «Nudo y haz, Fascio: haz. O sea nuestro siglo XV, el emblema de nuestros católicos y españoles reyes, la reunión de todos nuestros haces hispánicos».[47] La España unitaria y la España unificadora entrevista y definida por un Unamuno que, en las palabras de Giménez Caballero, tiene todavía el apoyo favorable de Ortega, aun cuando poco tiempo le quede al filósofo madrileño de prestigio en el área del fascismo y escaso espacio se le reserve en el encumbramiento del verdadero antecedente del fascismo europeo, posición que solo se reserva al catedrático de Salamanca. La España diversa que a tantos preocupa es, para Giménez Caballero o Ledesma, solo materia útil sobre la que habrá de actuar de nuevo la maestría integradora del fascismo hispano. El miedo al regionalismo o al separatismo deberá ser sustituido por la exaltación de la unidad tradicional española, tarea más que realidad, reservada ahora a un movimiento que se fortalece en el reconocimiento de lo esencial de la nación.
Los paralelismos de referentes intelectuales españoles e italianos destinados al cumplimiento de esa misión se realiza con el vigor de las figuras literarias excesivas que tanto agradan al autor: Ortega y d’Ors frente a Croce y Missiroli; Gómez de la Serna frente a D’Annunzio, Marinetti o Bontempelli; Baroja y Azorín frente a Pirandello; Luzuriaga frente a Gentile. Frente a «tantos otros, ilustres hacederos de nuestra Italia, un Maeztu o un Araquistain, un Marañón, un Zulueta, un Sangróniz, un Castro, un Salaverría… Y frente a Malaparte… Pero ¿por qué frente a Malaparte? Malaparte detrás de él, siguiéndolo con respeto en muchas de sus afirmaciones. Delante de Malaparte, Miguel de Unamuno».[48]
A Malaparte correspondía el mérito de haber señalado a Italia, sin vacilaciones, una ruta que Unamuno había señalado antes para España de forma vacilante. Unamuno se desgaja así del binomio fundacional del espíritu fascista español, ganando estatura frente a un Ortega inmerso en un conjunto de equivalencias a veces desatinadas, a veces certeras, pero siempre sugerentes. Si Ortega es una analogía, Unamuno es un precursor. Para Italia y para Europa. Lo que convierte a España en la fuente intelectual de un proceso al que los italianos han llegado en una honrosa segunda posición, aprovechando una circunstancia similar. Tal coincidencia histórica es la recuperación de un lugar perdido a manos de una modernidad estúpidamente identificada con la Reforma. Frente a esa jerarquización de una Europa del Norte y otra del Sur ya se había alzado tiempo atrás un Unamuno que invirtió las relaciones más habituales del regeneracionismo entre España y el continente. Españolizar significaba, traducido al lenguaje del fascismo, el despliegue de la universalidad imperial y, en el de Giménez Caballero, no podía ser otra cosa que el espíritu católico de la España tradicional, inspirado por la Roma clásica y ejecutor fiel de una herencia. Para Malaparte, el drama de la unidad europea rota por el protestantismo tiene una consecuencia que el fascismo está destinado a destruir: la postración de Italia, la marginación del imperio mediterráneo a manos de la cultura burguesa y materialista del Norte. Y debe hacerlo rescatando la tradición del combate católico del siglo XVI: «El valor y la significación del fascismo reside enteramente en su función histórica de restaurador del antiguo orden clásico de nuestros valores tradicionales. […] Contrarreforma».[49] Ledesma Ramos había de ser mucho más discreto en sus expresiones de afinidad con el fascismo italiano en las páginas de la revista. La frecuente colaboración del joven zamorano —más de setenta artículos— debe considerarse, junto con sus mucho más escasas incursiones en la Revista de Occidente, como un esfuerzo de crítica cultural atenta a las nuevas corrientes de la ciencia y la filosofía. Su riguroso examen de la obra de Heidegger, Hartmann o Rickert puede plantearse de este modo, al plantear el interés por la fenomenología o los últimos estertores del pensamiento neokantiano alemán.[50] Lo más importante, sin embargo, es la pulsión nacionalista que habrá de observarse en una reivindicación de las posibilidades intelectuales españolas, en la línea de lo que su maestro Ortega había venido realizando desde sus estancias en Marburg en la primera década del siglo. Su motivo inspirador era la creación de un pensamiento español que pudiera competir con la ciencia y la filosofía contemporáneas. En una entrevista con el matemático Rey Pastor, que suponía la segunda de sus colaboraciones en La Gaceta Literaria, esta actitud no podía estar más clara: «usted, Rey Pastor, es uno de los pocos —¿tres, cuatro?— impulsores geniales de la España renacida, y por usted […] existe y se afirma hoy una juventud dispuesta a los actos heroicos del Competir».[51] Esa defensa del protagonismo de intelectuales vinculados a un tono muscular europeo le llevaba incluso a defender a Sanz del Río y Cossío, interesantes no por krausistas, sino por filósofos impregnados de actualidad, y con temple para proporcionar a España una plena inserción en el pensamiento continental.[52] Le permitía el elogio de su maestro Ortega, admirado especialmente por haber podido elevar el rango del pensamiento español, a pesar de ser considerado por sus adversarios un mero divulgador.[53] Le animaba a actualizar, a través de pensadores españoles —Zubiri y Gaos—, el método fenomenológico, que consideraba el de mayor importancia en la Europa del siglo XX.[54] Le llevaba a una reprimenda —llena de admiración y cariño, por otro lado— a Unamuno, al que no cabía considerar verdadero filósofo, por carecer de los recursos metodológicos y la aspiración a construir un sistema que permitiera llamarlo de este modo.[55] La defensa de las posibilidades españolas de la filosofía, que tanto se alejarían de sus postulados de desprecio a lo intelectual solo semanas más tarde, llevaría al joven zamorano a destacarlo en su resumen de la actividad filosófica en España en 1930, una de sus últimas colaboraciones en la revista, anunciando que «ese pleito secular acerca de si en España son o no posibles los valores filosóficos más altos, tendría entonces, y solo entonces, una solución decisiva».[56] La obra de Ortega, de Zubiri, de Fernando de los Ríos, de Vicente Gaos, de Zaragüeta y de los recién fallecidos Gómez Izquierdo o Amor Ruibal se presentaba como prueba de ese vigor nacional, dispuesto a emprender el camino de una disciplina bien acotada en su método y propósito, que permitiera a España ser creadora de un sistema, algo que, en especial, se esperaba del vitalismo orteguiano. La importancia del desarrollo de la filosofía en España se vinculaba a la posibilidad de elaboración de un sistema de análisis y conocimiento total de la realidad superior al de la ciencia. Un conocimiento que, por su virtud de control sobre la realidad, su afán totalitario y su universalidad, Ledesma llamaría, en un ensayo publicado cuando ya estaba firmemente dedicado a la fundación de las JONS, «disciplina imperial».[57] Texto incomprensible si hubiéramos considerado una etapa «teórica» y una fase de «agitador» en la temprana vida pública de Ledesma, y que adquiere, en cambio, sus rasgos de continuidad, al poder ver en la dedicación a la Filosofía el deseo de establecer un campo de conocimiento total, que ha de responder al dominio de la realidad por el pensamiento hispánico y, por consiguiente, a la fundamentación de un nuevo y destacado lugar de la nación en el orbe. El cambio se produjo, en todo caso, en su más nítida orientación hacia un activismo que le hizo denunciar posiciones habituadas a escindir teoría y práctica. Esa labor había de corresponder a las juventudes enfrentadas a un periodo de cambio, que nunca podían ser calificadas de «impresionistas», en el sentido de una ingenua servidumbre a la moda, sino de «actuales», como portadoras de una madurez que les permitía desbordar las herencias recibidas en los momentos en que estas hubieran agotado su poder creador. Su interés por la misión de la universidad, no solo orteguiana, sino propio de toda una generación en la que habría de formarse el fascismo español y lo más numeroso de su primera militancia, se unía a su fascinación por aquellas épocas en las que la voluntad política se había impuesto a las condiciones de estabilidad resignada, como el Renacimiento.[58]
Sin embargo, junto a esta exigencia de renovación que permita lo fundamental —la independencia del pensamiento español y su influencia en Europa—, Ledesma Ramos moverá otros asuntos muy significativos para mostrar la atención a lo tradicional que siempre se capta en los movimientos cuyo afán de modernización es una actualización sin impostaciones. El Ledesma Ramos que asume una misión generacional en La Conquista del Estado rompe con algunas cuestiones fundamentales —especialmente en su relación política con unos intelectuales ahora volcados a favor de la República y poco dados a seguir sus invocaciones fascistas—, pero en sus artículos han podido observarse ya elementos de respeto profundo por los defensores de un pensamiento tradicional y, lo que es aún más significativo, por quienes han sabido comprender el papel integrador del catolicismo como institución y como doctrina. Junto a la admiración por los esfuerzos de construcción de una filosofía de la historia de d’Ors, que pronto acabarán en constantes reprobaciones por lo que no duda en calificar de deshonestidad intelectual de Xenius,[59] se encuentra su entusiasmo por los trabajos del agustino Bruno Ibeas o del tomista Gómez Izquierdo, destacando la necesidad de evitar una contaminación neoescolástica de las nuevas corrientes de la filosofía y, sin que resulte contradictorio, asumiendo la imposibilidad de dejar de contar con la teología, siempre que esta se plantee su actualización.[60] El elogio de Charles Maurras tendrá un sentido político más claro, al considerar precisamente la relación del nacionalista francés con el catolicismo: «Lo que en el fondo ha llevado a Maurras a esa admiración incondicional es que estaba convencido de que no era posible el éxito tal de Organización sin que la Iglesia estuviese en el secreto de las claves supremas».[61] La afirmación católica de Maurras como lealtad a una organización y a un dogma que establecen, en tiempos de «soberanía de la inteligencia», el cauce para pulsar una tradición y asegurar los vínculos de la comunidad, no parece poder traerse a la revista como resultado de una observación rutinaria.
Que no lo es se demuestra en la última de las colaboraciones importantes de Ledesma en La Gaceta Literaria, referida a la integración de lo católico y la época de una modernidad técnica, que ha superado ya la etapa de dominio de la Ciencia con mayúscula. En una nueva fase en la que los hombres pasarán a una participación más importante en la construcción de sus sociedades, gracias precisamente a la superación del elitismo de unos pocos intelectuales dotados de un grado excelso de conocimiento distinto al quehacer técnico, no tiene sentido mantener un proyecto científico o intelectual que deba romper con el catolicismo, siendo este modelo y cómplice, ya no adversario del progreso y de la actualidad. Por el contrario, las condiciones de cambio cultural harán que la Iglesia y el sentido católico de la vida cobren un nuevo valor, que les permita permanecer en un futuro congruente con sus afirmaciones: «La Iglesia católica, frente a la vida actual, tiene capacidad de convivencia. Ya encierra esto un interés supremo. A la vez esta época nuestra va a realizar su destino, se lanza a la captura de su vida más auténtica sin que vea en la Iglesia católica una seria dificultad para conseguirlo».[62] El catolicismo como institución ordenadora, como tradición actualizada. El catolicismo como vinculación al verdadero clasicismo. El catolicismo como dogma que cimienta una augusta organización en el mundo, respetuosa con el orden jerárquico y la integración en una entidad armoniosa de la sociedad. El catolicismo que ya no es obstáculo para el progreso o para la innovación, sino conveniente y quizás indispensable compañía. Lejos están estas afirmaciones de una defensa de la teología política. Pero ¿pueden considerarse como propios de un pensador laico, alguien para el que el futuro tenga tan poco que ver con el catolicismo que pueda, sencillamente, prescindir de él?
* * *
La formación intelectual del primer fascismo español no aparece, de este modo, como resultado de la vanguardia, sino como reacción ante su agotamiento, algo en lo que coincide con lo que ha ocurrido con otras experiencias europeas. La fascinación por el futurismo y, en particular, por Marinetti, además de no ser exclusiva del fascismo de Giménez Caballero, se verá rápidamente compensada por la coincidencia con Malaparte en su crítica al protestantismo, responsable de la decadencia de los países latinos, y la búsqueda de una auténtica modernidad radicada en la tradición católica e imperial. El rechazo de lo que se considera fatuidad del vanguardismo literario tendrá su sustituto en una exigencia de proyección política sobre el presente. Por ello, será fácil comprender cómo el desprecio por los intelectuales habrá de suceder a esa obsesión de Ledesma por demandarles un rigor filosófico que permitiera que España proyectara un sistema de pensamiento sobre Europa. Pero más que de una renuncia a lo intelectual, de lo que se tratará, desde antes de la aparición de La Conquista del Estado, es de un rechazo del intelectualismo, que se resumió en una de las consignas más célebres del grupo: «frente a los liberales, somos actuales. Frente a los intelectuales, somos imperiales». La actualidad, en la visión de Ledesma y sus compañeros de La Conquista del Estado, no puede entenderse como el presentismo que ya había sido denunciado en las derivaciones autistas de la vanguardia, sino como empresa política constructora del futuro, como voluntad de dominación. Ser actual no era una especie de carpe diem sacrificado a la intensidad de un romanticismo que sumergiera la experiencia individual en un instante eterno, no era salir de la historia, sino tener la disposición de controlarla, preparar a unos cuantos españoles para asumir los retos que los próximos años iban no solo a plantear, sino también a hacer posible como solución.
No creo que, tampoco en este aspecto, corresponda a España una especificidad de la que habrá de derivarse la peculiar posición del fascismo en nuestro país: es decir, su marginalidad y su instrumentalización posterior. La tesis de una distinción entre una España en la que el fascismo se prepara con vigor teórico expresándose solo más tarde en un débil experimento organizativo no parece poder resistir un contraste con los hechos. Tampoco me parece adecuada la visión de una «vía estética» que defina el curioso carácter de un fascismo que ya pareció empezar con mal pie, al ser asunto que emergía de una vocación literaria. Una tesis tan insatisfactoria ha dado mucho juego para la habitual exaltación de un falangismo depurado de propuestas sociales concretas, reducido a un estilo y, en buena medida, a una frustración.[63] Creo que el concepto de estetización de la política en el fascismo resulta más fructífero que la consideración de una vía estética alfascismo. No se trata solo de la utilización de recursos de propaganda de masas, sino de la conversión de la política misma en una exhibición de la comunidad nacional, lo que permite que los antagonismos sociales se resuelvan en la apariencia de un organismo que desarrolla plásticamente su vitalidad y que se construye y se visibiliza armoniosamente, como forma de la nación. En lo que se refiere a la relación entre formulaciones teóricas y programas políticos, esta distinción podría proponerse para los antecedentes de cualquier movimiento fascista europeo, en caso de que ver las cosas de este modo respondiera a cómo se articularon las actividades culturales y los movimientos políticos en la extrema derecha europea en el proceso de fascistización. Basta con examinar lo que han estudiado los historiadores de las ideas en casos tan claros como el de Francia o Italia para poder comprender hasta qué punto esta sucesión rígida de periodos de idealización y fases de realización de la doctrina fascista nada tiene que ver con la forma que adquieren la fundación y despliegue de su proyecto.[64]
La tesis que distingue entre un fascismo español nacido de la reflexión ideológica minoritaria y un fascismo italiano nacido de la práctica social de masas está lastrada por dos inconvenientes de método, que afectan a la reflexión general sobre el fascismo. El primero, la consideración, en cada uno de los países, de un solo fascismo auténtico, al que son ajenas las tradiciones doctrinales que se integrarán en los años treinta en un solo proyecto político —algo que debería resultar importante para quienes desean establecer tan claramente dónde se encuentra el discurso y dónde se encuentra el movimiento—. El segundo, la relación, tan poco fiel a los procesos históricos experimentados, entre la construcción de un discurso y la práctica social en la que la teoría se vierte, una vez ha sido perfectamente elaborada. Lo que se ha planteado sobre el malestar y la conciencia de un cambio generacional, en torno a 1930, nos permite la periodización de un proceso que es a la vez cultural y político en toda Europa. Lo que no nos autoriza es a señalar la distinción entre ambas esferas ni, mucho menos, su sucesión. Es cierto que el discurso fascista hubo de cambiar, en todas partes, formulaciones fundacionales, como resultado de las transformaciones sufridas en su proceso constituyente. Pero tales modificaciones no pueden verse más que de un modo: como se dieron en la realidad. Es decir, más como un trayecto complejo de integración que como una simple cadena de renuncias coyunturales que acabaron por crear un fascismo pragmático a expensas de un pretendido fascismo ideal o, más bien, idealizado, en fases posteriores y con propósitos muy variados. Entre tales propósitos se encuentran la reivindicación de los «fascistas puros» o la percepción del pragmatismo político como «renuncia» a la integridad del proyecto fascista originario. En ambos casos, los intereses de quienes formulan así las cosas habiendo sido parte interesada en el proyecto parecen bien a la vista: la reclamación suntuaria de una revolución pendiente o la desfascistización retroactiva del movimiento unitario.[65]
En el caso de España, lo que parece más provechoso es establecer precisamente los factores de esa progresiva convergencia, en lugar de acentuar los elementos que se consideran identificativos de una permanente distinción que permita justificar, después, el carácter acabado y exclusivo del fascismo en el partido fundacional y, por tanto, el mantenimiento de esas condiciones de permanencia y sectarismo en un componente del movimiento del 18 de Julio. Por ello es tan importante subrayar que lo que nos interesa no es solo lo que ocurre en el desarrollo de los grupos fascistas originarios o en el partido que unificó a falangistas y jonsistas en 1934. Esta visión suele determinar la crónica de una frustración política, vagamente compensada por la constitución de un Partido único, FET y de las JONS no equiparable a los partidos fascistas europeos, y que, al paso que vamos, corre el riesgo de dejar de ser considerado una espléndida oportunidad política, para acabar siendo visto como un mal menor o una entrada en el fascismo por la puerta de servicio. El mayor riesgo, en estos planteamientos, no es dejar de entender lo que pasa con el partido, cuyas vicisitudes pueden ser narradas convincentemente, sino no llegar a comprender lo que ocurre con el fascismo.[66] Pues ante lo que estamos no es ante una organización dotada de un programa y una doctrina, sobre cuyos límites teóricos y orgánicos se establecen las fronteras del fascismo, sino ante un espacio social, formado por muy diversas maneras de intervención en el terreno público, de crear lazos de reconocimiento mutuo y ritmos distintos de integración en un movimiento que tiende a la unidad, partiendo de ella misma como principio ideológico. Si el mantenimiento de una organización política que va ganando adeptos y conquista el poder se presenta como paradigma, ya hemos podido observar lo insatisfactorio de esta apreciación en otras experiencias europeas. Lo curioso para las frecuentes objeciones al despliegue con éxito del fascismo español, es que en España sí existió una organización fascista que llegó a realizar lo que resultaba más congruente con la falta de sintonía entre espacio y partido: la refundación unificadora que, entre otras cosas, tuvo la misión de hacer del partido la representación de la totalidad del espacio. Ninguna otra experiencia europea fue capaz de hacerlo, no por un defecto del caso español, sino porque ninguna tuvo circunstancias tan favorables como la posibilidad de reunir en un solo objetivo la conquista del poder y la construcción del Estado, y de hacerlo en un marco de movilización unificadora, de delimitación de campos y de creación de una identidad común como la del combate en una guerra civil. Y de muy poca ayuda parece ser que, en lugar de ser visto como el momento verdaderamente constitutivo del partido fascista de masas, el decreto de abril de 1937 se contemple como el de su liquidación.
El fascismo se realiza como representante del conjunto de la contrarrevolución. Esto no supone entrar en un proceso en el que el fascismo carezca de entidad propia, apreciación que supondría que el resto de sectores contrarrevolucionarios también carecen de ella, y que la exposición de doctrinas propias y la organización de agrupaciones específicas son hechos artificiales, fenómenos que ocultan una realidad unitaria profunda, a expensas de la propia conciencia de los contemporáneos. Pero, por ese mismo motivo, no podemos considerar que los vínculos que se establecieron en el campo de la contrarrevolución fueron malentendidos de quienes carecían de la perspectiva necesaria. Lo que importa no es detectar las simpatías por las experiencias fascistas, sino medir el grado de un sentimiento de pertenencia a un movimiento común de mayor envergadura. Lo que interesa, precisamente para indicar que el fascismo no es una pieza más, intercambiable, en el seno de la extrema derecha europea de los años de entreguerras, es apreciar cómo fue su cultura política, evolucionando en las condiciones de las diversas crisis nacionales, la que dio lugar al proceso de fascistización, no de simple radicalización de la derecha. Y esta distinción ya indica que el fascismo, solo el fascismo, pudo ser aquel nacionalismo capaz de construir la única contrarrevolución dispuesta a fusionar sus diversas facetas. La única contrarrevolución que podía presentarse como otra revolución, aquella que rompía con el viejo orden mientras se expresaba como síntesis de modernidad y tradición, de cambio y de restauración, de elitismo y de movilización de masas, de defensa del orden y llamamiento a la justicia social, de afanes universales y nacionalismo muchas veces casticista, de visión orgánica de la sociedad y de fascinación por la tecnocracia, de convocatoria del pueblo y de sumisión al liderazgo carismático. Todos estos factores fueron los que entregaron al fascismo algo más que una función social, permitiéndole desplegar un paradigma en el que el caudillismo, la organización, la doctrina y la acción social pasaban a ofrecer soluciones para una crisis nacional irreversible. De este modo, el estudio del fascismo debe considerar esa vocación de salir al encuentro de una tarea histórica de incorporación. Incluyendo a aquellas afirmaciones que, deseando marcar un perfil propio, deben comprenderse en la lógica de competencia interna feroz que, no tan paradójicamente como pudiera creerse, caracterizó el proceso de convergencia, que llamamos fascistización por la cultura política que consiguió no imponerse, sino integrar a las demás.
UN FASCISMO PREMATURO. EL NACIONALISMO REVOLUCIONARIO COMO ESPACIO DE PROPAGANDA (1931)
Era, realmente, un producto elaborado por una peña de intelectuales, inclinados hacia las soluciones político-sociales del fascismo. […] La diferencia era táctica, pues el fascismo desarrollaba la táctica de la violencia y de la lucha contra el comunismo, como medio de conquistar el Poder burgués, mientras que «La Conquista del Estado», órgano de los fascistas platónicos, no hacía sino prometer actuar con iguales procedimientos, sin realizar la menor acción. De todas maneras, es digno de citarse aquel ensayo fascista, realizado por unos jóvenes de talento, para que se vea el formidable poder mimético de este régimen, que tales entusiasmos despierta entre los medios financieros e intelectuales neta y específicamente burgueses.
SANTIAGO MONTERO, El fascismo (1932).
«¡Paso a la juventud!». Nación, imperio y violencia en La Conquista del Estado
Es más que discutible el prestigio vanguardista, fundamentalmente revolucionario, de «auténtico» fascismo de primera hora, que tiene el grupo reunido en torno a Ramiro Ledesma. Estos factores son los que, con la complicidad del propio Ledesma en los dos libros publicados en 1935, puede considerarse una fase sansepulcrista del nacionalsindicalismo español, equiparándolo a los momentos fundacionales del fascismo italiano. La lectura del manifiesto de febrero y de los artículos publicados en el semanario pueden compararse con las formulaciones del movimiento mussoliniano entre la reunión del 23 de marzo en la Plaza del Santo Sepulcro de Milán y la edición del Manifiesto de los Fasci di Combattimento el 6 de junio, para poder considerar las diferencias extremas entre ambas propuestas.[67] A la altura de la primavera de 1931, pocas dudas podía tener cualquier persona atenta a la actualidad —y esa era la principal obsesión del grupo de Ledesma— en lo que se refería al régimen fascista, e incluso a lo que ya estaba representando el nacionalsocialismo alemán antes de su llegada al poder. Por entonces, las experiencias europeas de este signo ya tenían claramente expuesto un objetivo político dirigido a las clases medias, cuyo fundamento se encontraba en el rechazo del liberalismo, el repudio de las revoluciones democráticas y la agresividad ante la amenaza del movimiento obrero socialista, compensado con la promesa alternativa de reconstruir una nación en decadencia, nacionalizando —en el doble sentido de incorporación a la nación y de asunción de un discurso nacionalista— a unas masas sin las que tal tarea resultaba quimérica. Había sido esa capacidad del fascismo para unir a las fuerzas nacionales lo que se presentó como perfil más seductor para quienes lo analizaron con interés sin llegar a formularlo como una propuesta propia, pero también para quienes intentaron crear organizaciones similares. Recordemos que uno de los más lúcidos y ejemplares dirigentes de esta corriente, Georges Valois, que llegó al fascismo tras una larga trayectoria de combate político y elaboración teórica en el monarquismo, decidió dar por clausurada su experiencia de Le Faisceau por algo muy distinto a su decepción ante lo que estaba ocurriendo en Italia: precisamente, por la incapacidad de las clases medias francesas para constituirse en la base social de un movimiento que integrara armónicamente a los «productores» —por no mencionar su frustración ante la deserción de algunos empresarios que se habían mostrado dispuestos a su financiación—.[68] Algo que puede darnos un dato esencial de Ledesma Ramos, permitiéndonos comprender la actitud del nacionalsindicalismo: la de un hombre a la espera, que no solo aguarda a que sus principios sean acogidos pasivamente por las masas, sino que irá planteando la necesidad de convertir su posición marginal en parte indispensable de un proyecto más amplio, de un verdadero frente nacional.[69] El manifiesto del grupo salió a mediados del mes de febrero, unas semanas antes de la salida del semanario. De hecho, solo la línea de continuidad que la trayectoria de algunos de los firmantes establecería, así como la renovación del lenguaje político y la conciencia de un cambio generacional en Ledesma nos permiten distinguir la pequeña agrupación de algunos episodios contemporáneos, el Partido Nacionalista Español —«la gesticulación reaccionaria de Albiñana»—,[70] o la frenética campaña de la Unión Monárquica Nacional.[71] Constituidos en 1930, han sido muy escasos los análisis que han llevado a establecer una continuidad ideológica con los momentos fundacionales del fascismo español, aun cuando los motivos para no hacerlo se basan en una convención acerca del desarrollo lineal de Falange Española de las JONS, más que en la realidad que ambos podían expresar, destacando un espacio cuyo monarquismo se basaba precisamente en la superación del régimen liberal.[72] En efecto, lo más decisivo en los dos casos fue vincular su fe monárquica a la defensa de la dictadura que, en la dinámica propagandística de los últimos diez meses del régimen, acabó convirtiéndose en la propuesta de la continuidad de los horizontes ideológicos y políticos planteados por el primorriverismo. El simple reforzamiento del poder ejecutivo que aparecía en el documento fundacional de la UMN pasó a percibirse, tanto en los discursos de José Antonio Primo de Rivera como en los de algunos personajes que pasarían de la Unión Patriótica a Acción Española, como la superación definitiva del régimen liberal. El hijo del dictador no solo trataba de defender la memoria de su padre —la más habitual forma de explicar su entrada en la política y su frustrada participación en las elecciones de otoño de 1931—, sino que había asumido un discurso en el que empezaban a condensarse ideas que resultan muy familiares al leer los textos iniciales de Falange Española. La defensa de la obra de la dictadura se planteaba en todas estas campañas como agitación a favor de lo que se consideraba irrevocable tras esta experiencia, y a la luz de lo que estaba sucediendo en toda Europa: la definición monárquica como equivalente al nacionalismo antiliberal, aunque asentado aún en los márgenes de una política elitista que corresponde a las condiciones previas a la proclamación de la República. En las palabras del fundador de Falange, aparecía la idea de una nueva derecha que descansara en un discurso nacionalista, diferente del patriotismo clásico liberal; opuesto a la democracia parlamentaria, pero distinto a las consideraciones de una dictadura provisional; social, entendiendo el concepto en un sentido paternalista, pero comprendiendo la necesidad de contar con el control político de las masas; y cristiano, aunque ajeno al clericalismo, para plantearse como recuperación de la concepción tomista del Estado y de la sociedad: «No hay más que dos caminos en estos momentos trascendentales: o la revolución o la contrarrevolución. […] Santo Tomás prefiere la Monarquía, no por razones dogmáticas, sino porque entiende que la unidad de mando es favorable para el bien común».[73] A José Antonio no le resultan extrañas ni siquiera las graves acusaciones contra el mundo universitario o los intelectuales liberales, el hálito de violencia como recurso supremo ante la revolución o el lenguaje ya dañado por la efusión lírica que parece preceder a los cánticos por los héroes caídos: «mientras los primeros caerán cara a cara, con el goce del que cumple con su deber, los tibios, los tímidos, caerán heridos por la espalda, llevando el estigma de los cobardes».[74]
El Partido Nacionalista Español asumió esa actitud miliciana y de elogio de la violencia como elemento central de su actividad, en la línea de un nuevo concepto de ese recurso que no puede separarse de las condiciones políticas que se están dando en toda Europa. La concepción del partido como fuerza política y, al mismo tiempo, instrumento armado de la contrarrevolución, resultaba mucho menos anecdótica y marginal en la tendencia general que iba a tomar la extrema derecha española en los años siguientes y, desde luego, en una relación con el fascismo que no puede seguir considerándose tan tenue. Albiñana pudo manifestar abiertamente sus discrepancias con el fascismo, al considerarlo un modelo de importación y, al mismo tiempo, referirse a un fenómeno general en el que toda la contrarrevolución, de uno u otro modo, podía sentirse implicada. En febrero de 1934, realizó una conferencia titulada «Nacionalismo español y fascismo extranjero», en la que reprochó a José Antonio no seguir el camino de su padre. Pudo elogiar la salida de Ansaldo y el marqués de la Eliseda de Falange unos meses después, al considerarla el camino lógico de católicos monárquicos. Pero, a comienzos de 1933, cuando se producía la más sonora convergencia hacia ese terreno, había expresado sin tapujos su voluntad de encabezar el triunfo de un fascismo a la española: «El Partido Nacionalista Español, surgido un año antes de la república […] es de franca ideología fascista».[75] La contradicción solo adquiere relevancia en los esfuerzos por situar el campo de la contrarrevolución española en un marco de dura competencia, cuando los esfuerzos de integración en el Bloque Nacional habían coincidido con el vaivén de una militancia que recorría el camino de ida —o el de ida y vuelta— a Falange, que permaneció al margen del Bloque. Al señalar de los riesgos de «lanzar fascismos en España», la revista JONS advertía, en mayo de 1933, de que «no vale hablar de imperio y de universalidad. Todo esto desde aquí, desde España, como centro del imperio y de la universalidad», mientras se dejaba a personas de «fácil facilidad pintoresca», como Albiñana, recurrir a esos atavíos.[76] Estos datos pueden mostrar la dificultad de tratar de identificar los espacios políticos con el único sustento del discurso. Pero, sobre todo, nos alertan acerca de la fluidez del proceso de convergencia que, necesariamente, demandaba una acentuación de la propia identidad en el marco de un mismo territorio contrarrevolucionario. Unos años antes, en los momentos últimos de la monarquía o en los iniciales del nuevo régimen, las opciones de una nueva derecha nacionalista ofrecían más perspectivas que las que pueden limitarse a la genealogía consagrada de Falange Española de las JONS. En este sentido, a pesar de mis discrepancias con una hipertrofia del análisis discursivo, no creo que Manuel Pastor estuviera muy alejado de los hechos al ver en el PNE la vía de unión del fascismo español a «un marco contrarrevolucionario más amplio».[77]
* * *
En las primeras líneas del manifiesto de La Conquista del Estado se encontraban contenidos elementos centrales que permitían distinguir a Ledesma, Giménez Caballero y sus nueve compañeros de las operaciones políticas realizadas por estos partidos y personalidades, destinados a converger en el movimiento contrarrevolucionario del 18 de Julio.[78] «Un grupo compacto de españoles jóvenes se dispone hoy a intervenir en la acción política de un modo intenso y eficaz».[79] Del «grupo compacto» quedarían pocos representantes unas semanas más tarde, incluyendo en la desbandada al cofundador Giménez Caballero. Pero lo que interesaba era la voluntad expresa de construir una vanguardia política, integrada por jóvenes españoles, orientados por un sentido de intensidad y eficacia en sus actividades. Seis conceptos cruciales que el manifiesto apuntará y que serán progresivamente perfilados en la propaganda nacionalsindicalista de los dos años siguientes. Naturalmente, se trata de elementos que no definen una estrategia, pero sí una actitud que, en sí misma, aleja al pequeño núcleo de quienes han aparecido en los estertores del régimen monárquico defendiendo la continuidad con el nacionalismo de cuño primorriverista. Las palabras adquieren su pleno sentido por voluntad de contraste con los viejos formularios, pero también por las claras diferencias con cualquier actitud transversal, situacionista, rebelde de amplio espectro, emparejada con el fugaz intervencionismo fascista milanés de comienzos de 1919. El Gran Acontecimiento aglutinador no es ya la experiencia de la guerra, sino la inminencia de un cambio de época general en Europa que se anuncia, con especial virulencia y expresividad, en el cambio inminente de régimen que va a producirse en España, y que coincide con la noción de cambio de ciclo que hemos venido reiterando.
Quienes escriben se consideran «la voz de estos tiempos», asimilan una tarea generacional como no han dejado de hacer sus coetáneos del extranjero. Y la nueva era anunciada se presenta como una crisis nacional, contemplada desde posiciones nacionalistas. Cualquier otra cuestión queda en segundo plano. La crisis de España es resultado de una pérdida de «pulso universal», de una «autonegación» que ha conducido a perder los elementos propios de una conciencia colectiva en un largo proceso de decadencia, identificado con la instauración del liberalismo burgués y, en especial, de un Estado ineficaz y en nada representativo de la comunidad nacional. Ante esta circunstancia de extrema gravedad, se plantea la urgencia de esa acción política eficaz, intensa, juvenil, que justifica el manifiesto y la constitución de un grupo de vanguardia, inspirador de las líneas generales de la reconstrucción. Los tres ejes fundamentales de la propuesta habrán de ir interpretándose en el proceso de constitución del fascismo español, pero quedan ya apuntados en un orden que, posiblemente, expresa ya algunas discrepancias que habrán de resolverse en el futuro. En primer lugar, y dando cumplida respuesta al nombre del semanario anunciado, la creación de un nuevo Estado, «único intérprete de cuanto hay de esencias universales en un pueblo», realización suprema de la nación al que deben subordinarse todos los intereses individuales o de grupo. Junto a ello, la afirmación de España, la plena asunción de su trayectoria en el pasado y de su voluntad imperial actualizada: «nada puede hacer un pueblo sin una previa y radical exaltación de sí mismo como excelencia histórica». Por último, los «recursos técnicos» a los que se había hecho referencia para plantear la resolución de los problemas de una sociedad industrial de masas. Una cuestión de justicia, pero también de pragmatismo, exigía la construcción de una sociedad armónicamente enlazada por una trama sindical inspirada y controlada, como cualquier otra cuestión, por la autoridad del nuevo Estado: «frente a la sociedad y el Estado comunista oponemos los valores jerárquicos, la idea nacional y la eficacia económica». La defensa de la autonomía municipal tradicional española se proponía como alternativa al centralismo o al separatismo liberales, mientras se manifestaba una voluntad de exaltación universitaria, arraigada en la propia condición de los firmantes y en los cauces centrales del discurso regeneracionista.
Ledesma y sus compañeros pasaron a definir una oposición al 14 de abril que recogía, sin embargo, su carácter tan inevitable como custodio de posibilidades abiertas a una reconstrucción del nacionalismo español, desdeñando los lugares comunes que absorbieron la mayor parte de las energías de la derecha durante los siguientes meses. Este alejamiento temático, sin embargo, que contribuía a hacer de La Conquista del Estado una propuesta situada aparentemente por encima de las cuestiones de táctica política, presentaba los fundamentos de una estrategia, empeñada en destacar cuáles habían de ser los recursos con los que contara un proyecto que diera a la contrarrevolución española el discurso, la organización y el proyecto político de una revolución alternativa. Su evolución no solo permitió pulsar aspectos básicos sobre los que se construiría el nacionalsindicalismo en su etapa de unificación de 1934, sino que también mostraba aquellos problemas y actitudes que iban a enmarcar la radicalización de sectores muy importantes de la derecha española en proceso de fascistización y los que habrían de incorporarse a la plataforma del movimiento del 18 de Julio. En los planteamientos de La Conquista del Estado y las primeras JONS no hubo una exclusiva voluntad de marcar diferencias y acuñar una identidad. Lo que nos interesa es observar cómo estos propósitos se engarzaron en una visión muy pragmática —muy «eficaz», si quiere decirse con la palabra que aparecería con más frecuencia en las páginas del semanario— que supo ver en el fascismo el resultado de una convergencia del conjunto de la derecha nacionalista radical española. Hasta la llegada del proceso de radicalización más amplio y contundente, en 1933, el nacionalsindicalismo expresó ya la tensión entre identidad y encuentro, entre espacio propio y constitución de un movimiento unificador, al plantear no solo cuáles eran los problemas centrales de la contrarrevolución, sino también los métodos y objetivos que habrían de dar forma política y base de masas al fascismo español en la guerra civil. El mismo Ledesma Ramos habría de destacar ese escenario cuando estaba a punto de producirse: «la trayectoria que siguen las fuerzas disgregadoras es algo que no puede ser vencido ni detenido sino a través de una guerra, es decir, a través de una revolución».[80]
En la primavera de 1931, La Conquista del Estado planteó estos temas esenciales como resultado mismo de una revolución democrática que solo podía ser vencida mediante una modernización del discurso y la acción del nacionalismo. A diferencia de las otras experiencias fascistas europeas, no se consiguió convertir los llamamientos de aparente transversalidad en un crecimiento en diversas direcciones y, en especial, no se logró alcanzar audiencia alguna en el espacio de la izquierda ni en la base social más popular de sectores de opinión conservadora. Cuando se habla de la llegada tardía del fascismo español, que encuentra sus posibilidades de crecimiento anuladas por la lealtad ya existente a fuerzas de la extrema derecha, debería tenerse en cuenta que, a lo largo del primer bienio republicano, es más que dudosa la existencia de una extrema derecha abiertamente enfrentada con el régimen y con una base de masas captada ya antes de que una organización fascista pudiera hacerse con ella. En el verano de 1931, cuando el semanario de Ledesma tenía crecientes dificultades para salir adelante, la capacidad de convocatoria de los sectores católicos populistas, monárquicos y tradicionalistas era tan limitada como pueden demostrarlo sus resultados electorales y el esfuerzo por agrupar en una sola candidatura a todos aquellos que representaran, de un modo u otro, la resistencia al nuevo régimen o la falta de complicidad con su llegada. Los más de cien mil votos de diferencia obtenidos por Lerroux frente a Herrera o Goicoechea en Madrid son una buena prueba del estado de cosas a finales del mes de junio. Y poco habían de mejorar a comienzos de otoño, cuando la candidatura de Primo de Rivera, a pesar de la abstención masiva que se produjo en las elecciones complementarias de octubre, que perjudicó al candidato republicano, solo consiguió superar en mil votos lo logrado por el creador de Acción Nacional el 28 de junio.[81] Naturalmente, las cosas podían variar, y variaron, a una velocidad considerable, tanto en lo que afectaba a la consistencia del bloque gubernamental, del que pronto se desgajaría la derecha republicana, como por el impulso que la campaña revisionista de la constitución iba a dar al crecimiento del populismo católico. Cambió también en la agrupación de los sectores que empezaban a levantar un proyecto ideológico como el de Acción Española, en la reconciliación de las diversas ramas del tradicionalismo y en la disposición a la abierta colaboración de alfonsinos y carlistas para crear un ámbito de afirmación monárquica. Pero, en su conjunto, esta primera etapa no puede explicar la marginación del fascismo por la existencia de alternativas políticas en la derecha, sino por la descomposición de todo un espacio que solo habría de recuperar su capacidad de movilización y sus expectativas electorales en 1933. Si el fascismo solo puede ser el resultado del proceso de fascistización, y no su causa, las condiciones de 1931 no podían ofrecer perspectivas favorables por la aparición de un grupo decidido a impulsar los aspectos fundamentales de esta doctrina, si no se producía una movilización paralela de los sectores de la extrema derecha tradicional que permitiera ir generando tanto una aproximación social como una progresiva síntesis de elementos doctrinales.
Por tanto, la carencia de éxito del partido nunca debe contemplarse como el fracaso de su propaganda, atribuible a sus propias deficiencias organizativas o a un presunto sectarismo o excesos radicales de su discurso, sino a la ausencia de este marco general de movilización nacionalista que desbordara los límites de estructura y de objetivos políticos que habían caracterizado a las posiciones de la derecha tradicional. Dado que el fascismo acabó teniendo una base de masas en España, lo que encontramos en nuestro país no es un partido fascista tardío, sino todo lo contrario: una organización precoz, unos planteamientos prematuros, frustrados en su desarrollo inicial por la falta de fascistización indispensable en la sociedad para que el proyecto fascista pueda convertirse en el fundamento del proyecto unitario de la contrarrevolución. No se asistió al fracaso del fascismo, sino a una vía especial de constitución y conquista del poder, que debió fabricarse sobre la compensación de esta precocidad con una evolución de la extrema derecha, dispuesta a asumir una profunda violencia en su ruptura con el sistema parlamentario. Si consideramos el caso del nacionalsocialismo alemán, podemos observar cómo el fascismo fundacional se produjo no solo en el seno del DAP y su continuador, el NSDAP, sino en otras organizaciones políticas y, sobre todo, en la existencia de una multitud de asociaciones patrióticas cuyos adheridos podían pasar de una a otra organización o, incluso, militar en más de una al mismo tiempo. Existía, por tanto, un amplio espacio de oposición a la República de Weimar que se hallaba disperso, pero que había creado un importante campo de sociabilidad, de intervención pública, de elaboración inicial de consignas en las que la voluntad de posiciones de inconformismo social de la clase media o trabajadores especializados resultaba posible por el cambio de régimen, la derrota militar y la revolución democrática obrera iniciada en noviembre de 1918. Aun cuando el NSDAP hubo de consolidarse más tarde sobre un territorio distinto, basado en la pequeña burguesía rural nacionalista y las clases medias urbanas, disponía de una base previa, una tradición de hostilidad abierta y organizada contra el régimen, que se había ido depositando en organizaciones indispensables para flanquear el crecimiento del nazismo y poder ser espacios de complicidad social, de movilización conjunta y, finalmente, de trasvase de votos y militancia, en el periodo 1929-1932. En España se careció de esas condiciones favorables de inicio, siendo inexistente un nivel de agrupación social y política de sectores que se identificaran por su abierta hostilidad a la República, incluyendo a quienes, como no dejó de expresarse en las páginas de La Conquista del Estado, reprochaban al gobierno su timidez y su anulación de las profundas expectativas de cambio que encarnaba la juventud española. Por ello puede plantearse que el fascismo español no llegó de forma tardía, cuando su espacio natural estaba ya ocupado, sino que lanzó su publicación y su primera organización política en momentos en que no existía un ecosistema contrarrevolucionario que, además de normalizar inmediatamente consignas antigubernamentales, contuviera elementos de renovación, llamadas a una revolución nacional, esfuerzos por agrupar a la juventud contra la democracia, convocatoria de un frente antimarxista y anticonservador al mismo tiempo, o cualquiera de los elementos de que sí se dispuso en Italia y, de un modo mucho más disperso, en Alemania.
Cabe subrayar, por ello, el evidente error político de Ledesma, al no percibir que, junto a las circunstancias de desorden de las diversas opciones monárquicas, la consistencia inicial del régimen se basó en su capacidad de presentarse como una opción revolucionaria que colmó, en diversos niveles, las aspiraciones al cambio político y social presentes en aquella coyuntura, especialmente las que podían afectar a las clases medias y a los sectores más moderados del movimiento obrero. El viraje hacia el republicanismo de buena parte de los dirigentes monárquicos liberales y la expansión obtenida por el lerrouxismo, como opción más moderada del republicanismo histórico, eliminaron el riesgo de un apoyo importante de las clases medias a las opciones antirrepublicanas. Estos sectores prefirieron el reformismo de orden al conservadurismo resignado y defensivo que se expresaba en las opciones de tibieza accidentalista o de resuelta hostilidad a la República. Las demandas de ruptura manifestadas en el discurso de La Conquista del Estado difícilmente podían encontrar un espacio propio y, desde luego, tampoco podían esperar el encuentro de un espacio de colaboración con quienes, no solo de forma más tardía, empezaron a organizar vigorosamente la contrarrevolución en España. En los artículos publicados durante aquella primavera y verano por Ramiro de Maeztu, convertido en notario de las frustraciones y expectativas de la extrema derecha española alfonsina, puede seguirse el lúcido análisis de una crisis de la monarquía que se había acompañado de la desorganización y silencio del área contrarrevolucionaria. «Ahora entra España en un proceso purgativo […], pero estoy todavía seguro de que en este espíritu nacionalista y de resurrección de nuestros anhelos está la salvación de nuestra habla».[82] Estas circunstancias habrían de encontrar un panorama más favorable en los siguientes dos años, pero habiendo centrado la principal movilización conservadora en torno a un tema en el que Ledesma Ramos no creía que pudiera encontrarse un elemento simbólico de movilización: la defensa del catolicismo, que no era solo la de los intereses de la Iglesia y sus servicios educativos y sociales, sino también la de una concepción del orden social referente a los derechos a los que podían ser más sensibles las clases medias urbanas y campesinas. Precisamente este asunto fue el que permitió vincular el nacimiento de Falange Española a un patriotismo mucho más identificado con el catolicismo desde el primer momento. Resulta curioso que un Ledesma tan atento a la capacidad del catolicismo de congregar fuerzas sociales, de representar impresiones de pertenencia a la comunidad, de ejercer de salvaguardia de un orden nacional y de ser símbolo de una tradición, como lo había demostrado en los artículos ya comentados en La Gaceta Literaria, no resaltara estas cuestiones en su campaña nacionalista, sin darse cuenta de que sus defensas exaltadas de la idea de un Imperio español a recuperar no podían identificarse de forma automática con la defensa tanto de los intereses de la Iglesia como, sobre todo, con los planteamientos de la doctrina social que esta propugnaba. No era otro el terreno sobre el que podía levantarse el nacionalismo español, por lo menos el que quisiera justificarse en una síntesis entre la tradición y el proyecto imperial que siempre habían estado vinculados —y bien que se había visto al comentar Giménez Caballero el libro de Malaparte— precisamente a la actualización constante de la Contrarreforma.
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La campaña del grupo en los primeros meses —antes de que se interrumpiera la publicación a fines de julio y se iniciara una nueva etapa con la formación de las JONS en otoño— se basó en el llamamiento a la juventud, sujeto de una revolución nacional planteada sobre las bases nuevas de la superación del Estado liberal y del marxismo. La crítica a la democracia parlamentaria se asoció sistemáticamente a una corrupción de las expectativas de esa revolución hispánica, que se hurtaba a los jóvenes para preservar los privilegios de una generación cuyas propuestas ideológicas habían caducado. «A un lado, la vieja España liberal, agotada y setentona, leguleya y miope. Enfrente, la España joven, nacida ya en el siglo XX […] fiel a su época».[83] «Vamos contra las viejas deserciones de una generación vieja y caduca. […] La generación maldita que nos antecede ha cultivado los valores antiheroicos y derrotistas».[84] «La juventud española no es demoliberal, como pudiera creerse ante el equívoco que plantean los viejos rencorosos».[85] «Celebramos sinceramente el triunfo de algún sector joven, aun destacando su opuesta significación a lo que nosotros somos y representamos. Ya nos hemos de encontrar en alguna parte».[86] «Hagan lo que hagan y quieran lo que quieran, hay que dejar paso a las juventudes […]. ¡Paso a los jóvenes quiere decir paso al combate, al heroísmo, y al sacrificio de la guerra!»[87] Las citas pueden repetirse hasta el infinito, y no es casual que Ramiro Ledesma tratara de regresar a la política, tras su salida de FE de las JONS a comienzos de 1935, con un notable ensayo en el que teorizaba, precisamente, la aparición de la juventud como sujeto histórico de una revolución europea que iba a hacerse no solo al margen de los viejos sectores revolucionarios, sino en contra de ellos.[88] Quizá por ello la campaña resultaba tan agresiva, al reprochar a la clase dirigente española haber perdido la gran ocasión histórica de la guerra mundial, evitando así que se constituyera una generación del frente que hubiera protagonizado las transformaciones revolucionarias que reclamaba la actualidad iniciada en aquella fecha. La queja por la falta de una juventud propicia resultaba un tanto forzada pasada más de una década, cuando quienes reclamaban entrar en la responsabilidad fundamental eran quienes se llamaban «nacidos con el siglo XX» y, por tanto, necesariamente ajenos a aquella generación que participó directamente en el conflicto bélico, algo que, como se ha reiterado, responde a lo que está sucediendo en esos mismos inicios de la década de los treinta en Europa. Pero se trataba más de un ejercicio de frustración que de la voluntad de convocatoria de una juventud de clase media, que poco tenía que ver con la de 1914 o la de 1918, y que encontraba sus propios motivos de una muy activa movilización en las áreas próximas al nuevo poder.
La conciencia de este compromiso de la juventud —y, en especial, de los sectores universitarios bien conocidos por los editores— con la II República llevaba al semanario a insistir en un perfil que no les hiciera aparecer como cómplice de la hostilidad de la derecha más reaccionaria, sino como portavoz de una generación cuya propuesta transformadora era mucho más eficaz y auténtica que la inercia decimonónica representada por el republicanismo liberal y la socialdemocracia, constantemente atacados por su vinculación a la vieja elite dirigente y a los métodos políticos ya superados. El ciclo de la modernidad burguesa, iniciada en el siglo XVI, había caducado con la Gran Guerra, precisándose la instauración de un Estado eficaz y de autoridad incontestable, integrador de la comunidad, generador de la potencia económica y garantía de la justicia social. En definitiva, un Estado capaz de atender el proceso de nacionalización de masas que solicitaba el siglo XX. «La España joven que hará la Revolución no exigirá el Estado liberal, sino que se la enrole en una tarea colectiva, genial y grandiosa, que garantice la eficacia histórica de nuestro pueblo». La grandeza de la nación, la obtención del imperio, solo podía realizarse a través de un Estado en el que todos los españoles pudieran sentirse presentes, un Estado imperial capaz de disponer de los recursos técnicos y de la autoridad absoluta para imponer la unidad y la justicia.[89]
El imperio, por tanto, como organizador de la unidad, como mecanismo de nacionalización de masas. Pero también como respuesta peculiar del fascismo español a los nacionalismos alternativos. El desafío catalán o vasco a la unidad de la patria, habría de resolverse a través de esa empresa superior. La España imperial no era solo la que podía proyectarse universalmente, sino también la que establecía la disciplina necesaria para el proyecto de una comunidad organizada en torno a un vigoroso Estado misional. La única diversidad aceptable era la que podía resolverse a través del aglutinante del imperio, consigna cuyos distintos significados permitían referirse al heroísmo actual, a una tradición a modernizar, a una visión voluntarista de fabricación de un nuevo Estado, a una juventud que se reconocía en la instancia vinculante suprema de la nación. Una vez conseguida la agrupación en torno a una empresa común, España podría cumplir su designio universal, que no era el cumplimiento del imperio, sino el resultado de su obtención previa en la creación de un vínculo indisoluble entre todos los españoles, la nación reorganizada por un Estado totalitario.[90] La propuesta nacionalista revolucionaria respondía, de este modo, al problema del escaso patriotismo de los españoles al que habrá de referirse en 1935 el propio Ledesma, factor con la que se explica tanto su fracaso político inicial como la legitimidad de su llamamiento en 1931.[91]
La cuestión de Cataluña fue la que se exhibió con mayor agresividad en el semanario, hasta el punto de que los problemas que tuvo para su difusión, e incluso el encarcelamiento de su director en julio de 1931, se debieron a su campaña contra las posiciones del gobierno de la Generalitat, cuya virulencia y carácter abiertamente amenazador serán extremos.[92] Ya en el segundo número del semanario, antes de la proclamación de la República, se señalaba el riesgo de que Cataluña llegara a «desentenderse de los destinos nacionales», en un momento en que resultaba indispensable la formación de naciones fuertes y animadas por un espíritu común.[93] Desde entonces, no hubo ejemplar que no analizara, de modo cada vez más alarmante, la situación creada por las reivindicaciones del nacionalismo catalán. No faltaron las alusiones nada veladas a la violencia y el derecho de la nación española a tomar las medidas necesarias contra quienes eran calificados de traidores. Si, en un primer momento, podía «citarse» al catalanismo para que actuara en la línea de los tiempos, que demandaban la integración de una gran nación hispana,[94] pronto se defendería la existencia, en el gobierno mismo, de la «autoridad que se requiere para las acciones heroicas» o una «política interventora cerca del seno rebelde y minoritario de Cataluña».[95] Se acusaba, con mayúsculas, al gobierno catalán de ALTA TRAICIÓN, de no representar al pueblo catalán y, en especial, al proletariado, y de querer esgrimir derechos históricos que la actualidad había hecho prescribir.[96] Se denunciaba la pasividad de los intelectuales de la capital ante los propagandistas del separatismo.[97] Se indicaba que Macià y sus seguidores eran un anacronismo pintoresco, alejado de las juventudes que en Cataluña deseaban seguir criterios actuales y eficaces.[98] Se señalaba al «fusilable» Macià como responsable de la persecución del semanario en Cataluña.[99] Si el proyecto de Estatuto de Galicia se consideraba «en cierto modo, discreto» y el de Euskadi «de ingenuidad primitiva e intemperante», se presentaba el de Cataluña como «rencoroso, audaz y provisto de todos los gérmenes desmembradores».[100] El congreso de la CNT en junio se aprovechaba para publicar las opiniones de algunos delegados relevantes contra el nacionalismo catalán, aunque no tardarán en acusar a la propia CNT de ser responsable de la victoria de Esquerra Republicana en las constituyentes.[101] Se solicitaba la intervención del pueblo ante la cobardía del Estado republicano, sordo a la solicitud de «una urgente intervención revolucionaria que no se detuviera ni ante los posibles cuadros de fusilamiento».[102] En el último número publicado antes de la interrupción del verano y el giro hacia la unidad con el grupo vallisoletano de Libertad, se proclamaba una situación de emergencia nacional que solo podía ser respondida mediante las armas. «Falta esa prueba a los nacionalistas catalanes: la del heroísmo. Carecen de ejecutorias guerreras, y por eso el resto de España debe obligarles a batirse».[103] Todo ello, mientras el semanario elogiaba la actitud «antiseparatista» de Andalucía, que nunca había orientado sus frustraciones y su marginación económica contra la unidad de España: «Sus políticos han sido siempre los políticos de la unidad nacional. Habrán pecado de centralismo, quizá; pero de separatismo, nunca».[104] O mientras, a la espera de que llegara el regionalismo castellanista del grupo de Onésimo Redondo, se denunciaba el carácter del proyecto de Estatuto regional gallego, «mezquino con el Imperio hispánico y mezquino con Galicia. Y, además de mezquino, anacrónico; política y socialmente».[105]
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La revolución hispánica de La Conquista del Estado se afirmó también, aunque con menos intensidad, frecuencia y matices, en su respuesta a las condiciones sociales creadas por el liberalismo. Si no era el capitalismo lo que debía superarse, lo era una sociedad entregada a valores burgueses atenazados por el individualismo, el egoísmo social, la fragmentación de la comunidad, el interés privado e incluso la entrega de las riquezas de la nación a intereses extranjeros. Las transformaciones realizadas por la revolución bolchevique se contemplaban con comprensión y sumo interés, haciéndolas fruto de una época y, cada vez más, de las necesidades particulares del pueblo ruso. Pero, de forma cada vez más contundente, este elogio a los rasgos de novedad y antiliberalismo que se compartían fue limitado por la advertencia de que cualquier intento de realizar una revolución comunista en España encontraría a los nacionalistas revolucionarios como sus más resueltos enemigos. En todo caso, lo que se reprochaba a la sociedad burguesa, entre otros factores de su debilidad y anacronismo, era su ineficiencia para enfrentarse a este peligro de disolución de la civilización, que solo podía afrontarse a través de la imposición de un orden nuevo. Las propuestas alternativas —sindicalismo nacional, corporativismo, socialismo nacional—, siempre fueron terreno de encuentro y, a la vez, un campo de identidades en conflicto. Al fascismo no correspondió de forma exclusiva una impugnación del orden económico burgués liberal, ni siquiera las diversas propuestas que divulgaron un vaporoso anticapitalismo en aquel ciclo político. Lo que caracterizó al fascismo fue la capacidad de integrar un orden productivo disciplinado, jerárquico y organicista en una propuesta de conjunto que realizaba estos principios gracias a un esfuerzo de movilización, integración y control de masas.
El discurso de la revolución hispánica sustentado por Ramiro Ledesma y sus compañeros parecía basado en la exaltación de lo nuevo. Sin embargo, la verdadera fascinación brotaba de esa imagen de movilización y control absoluto de la nación, que no respondía a la exigencia de un reformismo social destinado a proporcionar paliativos, sino a la vertebración de un Estado totalitario. De ahí que los proyectos socialdemócratas no fueran distinguidos de lo que ya estaba haciendo el sistema liberal, adjudicándose al conjunto del PSOE las inercias decimonónicas y el conformismo reformista.[106] De ahí, también, que se manifestara un interés por lo que eran signos de una época que, en el caso de España, solo cabía interpretar y aplicar a la doctrina nacionalista revolucionaria del semanario. Los comentarios a libros sobre el Plan Quinquenal en la URSS, las solicitudes reiteradas del reconocimiento diplomático de los soviets, e incluso la atención prestada a la polémica interna del comunismo español, prestando especial simpatía a las posiciones de Maurín,[107] deben contemplarse como algo distinto a la propuesta de un frente transversal, para adquirir su verdadero perfil de una legitimación de las posiciones de La Conquista del Estado. El comunismo podía ser elogiado, como impulso juvenil y como proyecto nacional ruso, pero los artículos dedicados a plantear su caracterización mostraron que, para los fascistas españoles, se trataba de presentar la única alternativa eficaz frente al marxismo en dos campos: el uso de la violencia y la organización de una economía disciplinada. El nacionalismo revolucionario podía ofrecer la destrucción sin remilgos del orden liberal y, al mismo tiempo, proporcionar eficacia productiva y adaptación a los valores del pueblo español «Frente al comunismo […] colocamos una idea nacional que él no acepta, y que representa para nosotros el origen de toda empresa humana de rango airoso».[108]
Aun cuando pudiera reiterarse una estética preferencia por la vibración vitalista y el impulso actual del comunismo, las amenazas proferidas contra el peligro que representaba para la civilización, así como la disposición a ponerse en la primera línea de la defensa nacional, solo indican la permanente afirmación del fascismo como vanguardia de una contrarrevolución eficaz, auténtica ruptura con toda concesión al orden liberal y a las condiciones de desorganización social e injusticia que habían permitido el avance del marxismo. El comunismo, frente al que nada pueden hacer las viejas fórmulas políticas, «es nuestro enemigo. Destruye la idea nacional […]. Destruye la eficacia económica […]. Destruye los valores eminentes del hombre».[109] Aunque el comunismo pudiera ser la excusa para que la burguesía española se refugiara en su negativa a acometer la tarea de una revolución nacional, agitando el espantajo de una subversión imaginaria,[110] se veía como territorio óptimo de combate el que estableciera un dilema fundamental, fascismo o comunismo.[111] Porque al fascismo correspondía, precisamente, la tarea de ofrecer su actualidad y eficacia, su capacidad de integración de todos los sectores que desearan acabar con el régimen liberal a través de la instauración del nuevo Estado. A sus hombres correspondería impedir «por las armas que la Revolución española se hunda en el pozo negro comunista, que hundiría la firmeza revolucionaria, antieuropea, de nuestro pueblo».[112]
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Las propuestas sociales de La Conquista del Estado no llegaron nunca a detallarse, limitándose a la afirmación genérica de una revolución hispánica que rechazaba modelos extranjeros, y de una propuesta imperial como símbolo y consigna de la comunidad unitaria, disciplinada y jerarquizada por un Estado al servicio de cuyas tareas revolucionarias habían de ponerse los españoles. El desarrollo más extenso de la organización económica de la revolución se realizó, en el marco de una denuncia del proceso electoral de la República, señalando la necesidad de una disciplina productiva a través de los sindicatos y corporaciones sometidos a la autoridad del Estado. El viejo concepto de propiedad y de interés privado carecía de sentido, hasta el punto de que llegará a hablarse de una etapa de «colectivismo».[113] Sin embargo, la visión de modernidad, vanguardismo, transversalidad y discurso antiburgués del semanario puede ser mejor matizada, e incluida en lo que permitirá construir el primer partido fascista español, las JONS, observando algunas actitudes que ni siquiera tuvieron que esperar a la clara rectificación política asumida en la fusión con el grupo vallisoletano de Onésimo Redondo.
Las referencias a la reforma agraria en forma de breves consignas se referían con insistencia a la expropiación y nacionalización de la tierra. Sin embargo, las reflexiones de más calado se basaban en una concepción de la revolución campesina muy alejada de la que pudiera tener la izquierda española. Manuel Souto Vilas, dirigente gallego y futuro colaborador de Legaz Lacambra en la definición del sindicalismo vertical, planteó uno de los aspectos más llamativos de un grupo que se acostumbra a contemplar como opción puramente urbana, joven y moderna, al defender un perfil del nacionalismo que se identificará con la realidad y la mística del mundo rural y del campesino, arquetipo a levantar frente al concepto de ciudadano: «Retadoramente hay que enfrentar el campo a la ciudad […]. El hombre del campo, el paisano, [es un] tipo de humanidad superior».[114] Esta imaginería agrarista, que no solo recuerda lo que otros proyectos europeos plantean como corriente interna del fascismo, sino lo que habrá de ser un mito fundamental en la movilización de 1936, se reiteró en otros textos, como una pintoresca exaltación de los pueblos españoles, que guardaban «un hondísimo sentido de justicia y de salud colectiva, que de una manera inequívoca entran en el área de los hechos auténticamente rebeldes».[115] Las propuestas sobre reforma agraria en Andalucía merecieron una larga serie de artículos del militante de Acción Nacional y futuro diputado de la CEDA Antonio Bermúdez Cañete —que seguirá colaborando, siendo miembro de las JAP, con la revista JONS—,[116] quien defenderá una entrega de la tierra en usufructo a los trabajadores, mediante la indispensable y justa indemnización a los propietarios.[117] También se prestó atención a las condiciones de los campesinos castellanos, publicando Teófilo Velasco declaraciones de apoyo a los pequeños propietarios y arrendatarios, mientras se reconocía la imposibilidad de resolver la situación del pequeño porcentaje de jornaleros existentes en la región.[118] El Bloque Social Campesino fue la única propuesta del grupo inicial de Ledesma para organizar a un sector concreto de la población, algo ya relevante en sí mismo. La fantasiosa noticia de una incorporación al Bloque de «miles de campesinos entusiastas» en Galicia, a lo que se sumaba el anuncio de una campaña de proselitismo en Andalucía encabezada por Ledesma y Bermúdez Cañete, se acompañó de nuevas afirmaciones acerca de la reserva espiritual que representaba el campesinado para dar carácter y base de masas al nacionalismo revolucionario.[119]
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Junto a la defensa de la unidad de España y una nacionalización de las masas que pronto se orientó hacia el ruralismo, el discurso de Ledesma y sus compañeros consistía en la propuesta de un nuevo Estado que superara el régimen liberal. El totalitarismo, como se ha visto, no era una mera técnica de gobierno absoluto, sino un moderno paradigma de control social sobre el que se elaboraba el proyecto político del fascismo, destinado a aunar todos los segmentos de la contrarrevolución. Las críticas a la ceguera de los intelectuales tradicionales o la exaltación de personajes que, como Unamuno o Salaverría, podían representar a un nuevo estilo de pensamiento español; la denuncia de la debilidad de la clase media liberal o del reformismo obrero; la referencia a una nueva fase de la historia que se caracterizaría por el impulso de los valores colectivos y la abolición del concepto burgués de individuo; todo ello estaba relacionado con la defensa de un Estado imperial cuyo perfil no llegó a aclararse en esta fase de enunciados grandilocuentes, aun cuando aparecieran referencias salteadas al corporativismo o al sindicalismo revolucionario. Lo que importaba era manifestar en este tema lo que era fundamental: la abolición de la democracia parlamentaria y la fabricación de una eficaz maquinaria de movilización, integración y disciplina social. La militarización de la política y la reflexión sobre un nuevo sentido de la violencia, que Ledesma convertiría en una de las características universales del fascismo cuatro años después, centraba algo más que un «estilo» e incluso mucho más que una táctica, para convertirse en una reflexión sobre el sentido profundo de la violencia política, que debía distinguirse de los recursos tradicionales de la represión. Lo que empezó siendo constatación del carácter de una época,[120] pasó a definir el lugar congruente de la violencia en su papel de representación y de transformación del mundo actual. La violencia era legítima en una estrategia contra el viejo Estado, pero se trataba de algo más. Lo que se defendía era ya no la oportunidad táctica, sino la necesidad ideológica de una violencia que expresara la voluntad y el vigor de la nación: es decir, que representara su verdadero ser, poniendo en marcha el impulso de una comunidad dirigida por una vanguardia de individuos audaces.[121] Al español «hay que dotarle de ambición imperial, de señorío y de dominio».[122] Del mismo modo que se escribía «¡abajo el somatén!», para plantear la necesidad de asumir una nueva función de la violencia que no se limitara a la movilización de guardias cívicas de orden, se defendía la convocatoria de «capacidades heroicas que vibren de fervor nacional e identifiquen el hecho violento con una gigantesca afirmación de hispanidad». La toma del poder no era solo la culminación de un proceso estratégico, sino que era también conquista del Estado en cuya labor se fuera moldeando una nueva moral nacional, que asegurara la fortaleza del régimen construido por tales métodos. «El primer deber es hoy, por tanto, un deber de guerra. Las plañideras pacifistas tienen que retirarse y admirar el empuje de los héroes. […] Hay que lanzar sobre España el culto a la fuerza y al vigor».[123]
Se trataba de hacer que la suerte histórica de España fuera ejercicio de voluntad, congruente con las transformaciones que los sectores más avanzados habían propuesto como nueva cultura política, en la que la violencia tenía una posición sustancial. Violencia no teorizada en sus aspectos políticos más elementales, nunca planteada en sus caracteres tácticos y en la necesaria organización que debía proponerse puesta al servicio exclusivo de esta nueva forma de acción. Violencia no solo estética, como manifestación del ser, sino ontológica, como su naturaleza. Lejos se encontraba esta actitud del diseño de una estrategia de confrontación en la que necesariamente debían definirse los adversarios y los aliados, así como una técnica de conquista del poder. Lo que se había afirmado era el carácter fundacional de la violencia, su capacidad de generar realidades, siendo no solo instrumento de la revolución, sino la revolución misma. La violencia no solo señalaba el lugar del nacionalista hispánico: además, lo forjaba en la dureza y la tenacidad de su combate. La vinculación de violencia y fascismo en la primera formulación realizada en España adquiere, de este modo, y a diferencia de lo que se propondrá en una etapa más madura, el carácter más próximo a la cultura de los combatientes en la Gran Guerra.[124]
«Tradición y renovación». Libertad y la propaganda por un fascismo ruralista y cristiano
El nacionalismo revolucionario de Ledesma y sus compañeros iba a encontrar una primera y exclusiva posibilidad de crecimiento en la convergencia con el grupo reunido en torno al semanario Libertad, que el joven abogado Onésimo Redondo Ortega había empezado a publicar en Valladolid el 13 de junio.[125] Las posiciones del semanario mostraron, desde el principio, el deseo de constituir la resistencia resuelta al avance de la desnacionalización de España. Iniciada cuatro meses más tarde de la edición del manifiesto del grupo de Ledesma, la publicación del periódico vallisoletano daba muestras de la vinculación con la derecha que se había organizado inmediatamente después de proclamarse la República, en especial en torno a Acción Nacional, con la que colaboró Onésimo Redondo, sin que llegaran a romperse los lazos con la organización católica en el primer bienio republicano.[126] Su elogio a las actuaciones de la derecha castellana fue frecuente, iniciándose en el primer número de Libertad, cuando se señaló que, a pesar de las diferencias políticas existentes con Acción Nacional —en especial en lo que se refería a su «finalidad transitoria»—, se aplaudía el entusiasmo de «nuestros bravos compañeros».[127] Tras las elecciones del 28 de junio, se denunció el esfuerzo realizado por las autoridades para evitar el éxito del Bloque Agrario.[128] Y, coincidiendo con las protestas del conjunto de la derecha española, llegó a condenarse el redactado laico de la constitución y la expulsión del cardenal Segura, además de manifestar la preocupación por la formación de los hijos de los trabajadores fuera del espíritu católico.[129]
La propuesta ideológica de Redondo estableció una fusión entre el nacionalismo revolucionario y la concepción católico-social de la existencia, incluyendo la defensa del campesinado, la misión españolizadora de Castilla y la oposición radical a la democracia republicana y a la amenaza del marxismo. Nos encontramos, pues, ante la posibilidad de establecer cuál es el discurso del nacionalismo fascista español observando dos movimientos contemporáneos. Atentos el uno al otro desde sus primeros pasos, confluirán por la necesidad de optimizar sus recursos y por el proceso de síntesis doctrinal que siempre va realizándose en la formación del fascismo, aun cuando puedan mantenerse actitudes heterogéneas en el seno del partido. En agosto de 1931, cuando Libertad llevaba ya dos meses publicándose, se constituyeron las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica, que no consiguieron ver aprobados unos estatutos que afirmaban la ideología nacionalista, imperial, regionalista y defensora de la justicia social de las Juntas, por lo que la organización apenas tuvo importancia y siguió siendo, a la manera de La Conquista del Estado, el grupo difusor de un semanario nacionalista.[130]
Antes de que se produjera la fusión de dos los grupos en las JONS, en octubre de 1931, Onésimo Redondo había conseguido crear un grupo más importante que el de Ledesma, aunque reducido a las condiciones de una ciudad de provincias y, sobre todo, careciendo de la potencia teórica que había mostrado el joven zamorano. Sin embargo, la fusión habría de realizarse mucho más en el campo ideológico que se había desarrollado en Valladolid, entre otras cosas porque, llegados a este punto, la posición del semanario madrileño había dado un giro apreciable hacia posiciones mucho más abiertas al conjunto de la derecha, manteniendo un mejor equilibrio entre la autonomía del proyecto fascista y su voluntad de abrirse hacia un sector determinado de la opinión, que era el nacionalismo reaccionario. El fascismo de Onésimo Redondo representaba, desde sus orígenes, una actitud mucho más propicia a esta permeabilidad, aun cuando se señalara la misma voluntad de creación de un Estado que superara las opciones en que deseaban aún organizarse las derechas españolas, de las que Redondo se consideraba parte: «Somos de derecha porque proclamamos la grandeza de la espiritualidad católica», salvando a Occidente de su hundimiento «en una anacrónica barbarie amarilla al dictado del judaísmo».[131] El periódico se había presentado, en primer lugar, como un espacio de respuesta a la labor desmoralizadora que estaban llevando adelante los manipuladores de la opinión pública, pagados desde la masonería y el judaísmo para envilecer el alma de los españoles. Desde su inicial «saludo a la prensa», había manifestado su deseo hacer frente a la «barbarie forjada en las rotativas»,[132] a la «carcomida mentalidad demócrataliberal que el judaísmo internacional suministra mediante su Prensa a las naciones decadentes»,[133] a la corrupción de «nuestra subsistencia racial», en la que el judaísmo se repartía la tarea de atizar el odio político y pervertir con sus publicaciones pornográficas a la juventud.[134] La «prostibularia desfachatez de los periodistas traidores» obligaría a rectificar la deformación de sus lectores mediante una dura lección, aplicándoles «la experiencia del dolor».[135]
La defensa de los valores de la nación española y, por tanto, la definición del proyecto nacionalista que se planteaba, eran respuesta a una repugnante infiltración, minuciosa y pacientemente realizada por centros conspiradores destinados a acabar con la cultura de la patria. Las acusaciones a la masonería y al judaísmo, como las que se realizaban contra las internacionales obreras, correspondían a la más terca tradición reaccionaria, incapaz de comprender lo que sucedía al margen de la malevolencia de unos y la estupidez de otros, algo que conduce a considerar que, para Onésimo Redondo y sus compañeros, la unidad nacional no era el proyecto inédito de la revolución, sino aquello que había sido destruido y había de devolverse a los españoles en una estrategia de contrarrevolución. La movilización había de realizarse en defensa de una nación católica. Lo cual no significaba asumir la defensa de la religión ni de la Iglesia —aunque no dejarían de hacerlo los militantes del nacionalsindicalismo ya ahora y en el desarrollo posterior de su espacio político—, sino que implicaba una ambición más alta: la reconstrucción de la patria de acuerdo con sus valores tradicionales actualizados, el equilibrio entre herencia y proyecto, entre reserva y renovación. El proyecto no era católico por ser clerical, ni deseaba asumir diferencias entre los españoles que editaran de nuevo las discrepancias decimonónicas entre clericalismo y anticlericalismo. En la nueva etapa, la revolución hispánica debía hacerse convirtiendo la cultura española en base de la unidad nacional, y la concepción católica de la existencia individual y de la sociedad se alojaba en el centro mismo de esa cultura. La falta de clericalismo o del deseo de ser exclusivamente un partido destinado a la defensa de los intereses de la Iglesia no constituyeron una opción laica, sino una posición cuya afirmación nacionalista nunca podrá escapar a la identificación entre patria y catolicismo fijada en el pensamiento de la derecha.[136]
La afirmación de no confesionalidad del partido, expresada de un modo peculiar —«no somos un periódico religioso»—, se estableció siempre realizando una distinción importante en el periodo previo a la guerra: el nacionalsindicalismo no era el partido de los católicos, sino el movimiento que había de preservar una tradición nacional que no podía escindirse de su carácter cristiano y contrarreformista, ya que ello significaría renunciar a la parte de la historia de España en la que esta había hallado su plenitud. La nacionalización de las masas debía realizarse a través de una moral nacional, pero el catolicismo no habría de ser considerado, en el desarrollo del nacionalismo fascista español, una cuestión que se dejaba al libre albedrío de las personas —lo que resultaba del todo ajeno a un pensamiento con la voluntad socializadora del fascismo—, sino una base de civilización, de forma de contemplar la condición del hombre, la constitución de España y la edificación de la justicia social. El fascismo no era el partido de los católicos en la forma en que podían serlo Acción Popular o la Comunión Tradicionalista, pero era el partido resuelto a que, en el caso de España, la revolución nacional se realizara de acuerdo con la idea de una patria orgánica, jerarquizada, habitada por individuos libres que aceptaban un destino común, de acuerdo con los principios que inspiraban una sociedad cristiana. Sin ser el partido de los católicos, era el movimiento destinado a construir un orden inseparable del catolicismo y justificado precisamente por la fusión entre España y la Contrarreforma. La visión nacional del catolicismo se asociaba a la justificación de los aspectos sociales de la revolución que se propugnaba, y que habían de inspirarse en la doctrina de la Iglesia. Al comentar el proyecto de participación de los trabajadores en la gestión industrial de Largo Caballero, Onésimo Redondo no dudaba en considerar el proyecto a la luz exclusiva del pensamiento social católico: «los avances de la Democracia Social son no solo mirados benévolamente, sino favorecidos y alentados por la Sociología católica». Los modelos por seguir eran los que habían tratado de implantarse en Europa, como lo habían hecho «los patronos católicos del norte de Francia y gran parte de la industria belga […] con espíritu religioso y no obedeciendo a sentimientos revanchistas, como ocurrió en Alemania». Para el análisis de estas cuestiones «bastaría para nosotros, aparte de los documentos pontificios, el nombre de Leon Harmel, el insigne católico francés».[137]
La publicación de una serie de artículos defendiendo un nacionalismo no confesional, en febrero-marzo de 1932, mantenían la negativa a hacer del partido fascista un movimiento exclusivamente destinado a los católicos, a sabiendas de la perplejidad que tal afirmación podría causar en quienes vinculaban las dos adscripciones. El fascismo español no podía ser neutro, sino respetuoso y defensor de la religión católica, aunque no pudiera presentarse identificado con ella de un modo similar a como lo hacían otras fuerzas de la derecha.[138] La posición quedaba clarificada desde el punto de vista táctico al presentar la cuestión de la confesionalidad no como un elemento que había reforzado la posición de la derecha, sino como un instrumento mitificado por «masones, judíos y marxistas» para hacer de esta cuestión un «colosal aliciente en la lucha político-religiosa». El anticlericalismo, convertido en una forma demagógica de las políticas anticristianas, había desviado la atención de los problemas centrales de la sociedad moderna y, en especial, de la española. Por tanto, era lógico que se formaran partidos cuya función exclusiva fuera la defensa de los intereses y derechos de la Iglesia. Pero al nacionalismo le correspondía ir más allá, eliminando «el motivo religioso de las luchas políticas» mediante una política joven, hispánica y totalitaria.[139] Las afirmaciones de Redondo causaron gran perplejidad en los sectores próximos al semanario, lo cual indica la imagen que se habían hecho de la ideología jonsista. A esas conciencias «de cristal delicado» les recomendaba Redondo la lectura de las encíclicas, de las pastorales e incluso de algunos textos de teología moral. Los católicos estaban demasiado acostumbrados a la hipocresía de los textos presuntamente aconfesionales. Lo que se defendía era que no todos los católicos españoles debían llevar la consigna religiosa como la primera cuestión de su batalla política, una actitud para la que el líder vallisoletano no guardaba más que elogios. El problema era que, en aras de la eficacia política, debía tenerse en cuenta que una mayoría de las clases medias españolas no se encontraban dispuestas a militar en una organización confesional. Y abandonarlos, supondría precisamente «entregarlos en manos de los partidos antiespañoles y anticristianos, únicos que existen al lado o enfrente de los confesionales». Ignorarlo suponía un escrúpulo peligroso, que solo conducía a reforzar a los adversarios de la tradición histórica española.[140]
Lo que se planteaba era una necesidad estratégica, en la que el fascismo no se presentó nunca como una fuerza laica en sentido estricto, sino como un movimiento que no deseaba afirmar la confesionalidad entendida como entrega exclusiva o prioritaria a la defensa de los intereses de la Iglesia. Difícilmente podía ser de otro modo en quienes se habían dirigido a la opinión pública con los textos que ya se han comentado, y que aún habría de seguir haciéndolo del mismo modo. Con ocasión de la semana santa, se publicaba un extenso artículo estableciendo el paralelismo entre la condena de la nación española a la revolución y el suplicio padecido por Jesús: el pueblo estaba otra vez en peligro de entrar en horas de tiniebla, porque los fariseos deseaban «como sus padres, los judíos de hace 1900 años, retirar de él la Luz […]. Cristo está preso y entregado en manos de los enemigos […]».[141] La indolencia de cierta burguesía y de ciertos católicos había permitido la situación, al no decidirse a exterminar las causas de una decadencia que amenazaba seriamente con destruir la comunidad: «España y Cristo continúan, mientras tanto, postergados en el entendimiento de las muchedumbres, porque no hay quien les lleve ante ellas venciendo».[142] La Universidad, tras haber abandonado los principios formativos que educaban a los españoles en la estimación de su cultura cristiana, debía regenerarse mediante el enlace que de «la cultura tradicional hispana con las realidades presentes supo hacer Menéndez Pelayo. Genuinamente española, nacional y totalitaria».[143] La crisis de la civilización no era solo el fracaso de un sistema político, sino el abandono de las creencias sobre las que se había sustentado la tradición occidental. En virtud del racionalismo se había abandonado el « Soberano de todas las Edades, la Verdad de siempre que no se muda con el Progreso».[144] Y, muy poco antes de la sanjurjada, el conflicto al que se enfrentaba todo Occidente se interpretaba como el resultado de la pérdida de valores religiosos por el proletariado, debiendo el nacionalismo asumir la tarea de la defensa de la civilización contra el marxismo. El caso de Alemania era presentado como la elevación de un baluarte de catorce millones de votos nacionalsocialistas que representaban a « la Alemania cristiana contra el marxismo; el cristianismo frente al bolchevismo».[145]
A la luz de lo expuesto, no parece que estemos refiriéndonos a un movimiento que pueda caracterizarse por el laicismo, ni de un partido cuya relación con el catolicismo sea de mero respeto a los creyentes y de reducción del tema a un asunto privado. La no confesionalidad del fascismo español responde, mucho antes de que la guerra civil introduzca una radicalización en este tema, a la necesidad de distinguirse tácticamente de quienes plantean como exclusiva identidad la militancia cristiana y quieren convertirse en portavoces sociales y políticos de la Iglesia. La politique d’abord del nacionalismo integral francés podía observarse, sin embargo, en las advertencias realizadas desde algunos sectores del tradicionalismo, que contemplaban el problema de la lucha entre clericalismo y anticlericalismo de un modo similar a como podía plantearlo Onésimo Redondo, y no demasiado lejos de un Ledesma para el que el anticlericalismo era una farsa republicana destinada a escapar de los problemas importantes del país. Así, Eusebio Zuloaga podía escribir por aquellas mismas fechas, en Acción Española, un texto en el que se planteaba la inexistencia de la «cuestión religiosa» en España, algo que había paralizado a los tradicionalistas en una defensa exclusiva de los derechos de la Iglesia, en lugar de permitirles actualizar un combate por la totalidad de la patria española, por su tradición renovada a través de una lucha política, alejada de falsos debates intelectuales propios de las querellas del siglo XIX, dando por sentada la existencia de un cauce cultural en la que era legible la historia de la nación.[146] En el juego de competencia y de proceso de encuentro en el que hallamos a la contrarrevolución española en los años de la República, para unos y otros se trata de preservar un espacio, nunca de separar lo que resultaba inseparable del proyecto fascista español y que, en el proceso de su consolidación sería aún más irrevocable: su identidad católica.
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Libertad procedía, de este modo, a señalar cuál era uno de los aspectos cruciales de convergencia de la contrarrevolución española, que se presentaba en sus páginas en ese tono de reacción frente a la República, sin las concesiones a un acontecimiento esperanzador que hemos observado en el semanario de Ledesma. En las inmediaciones de las jornadas electorales para Cortes constituyentes, el discurso de los vallisoletanos resultaba menos turbio, aun cuando no dejara de llamarse a una generación dispuesta a luchar por la nueva España, utilizando el recurso de presentar a los jóvenes como el objeto más codiciado de su propaganda, al margen de lo que pudiera ser «la mayoría borreguil junto a las urnas» o «el concurso de las multitudes embriagadas y en desorden por las calles».[147] La revolución hispánica no podía proceder de un episodio electoral, que solo reproducía la ineficacia dolorosa del enfrentamiento entre dos Españas, en la que era particularmente penoso el deslizamiento hacia un espíritu anticristiano de los trabajadores de los grandes núcleos urbanos. El verdadero proceso constituyente solo podría proceder de un movimiento que lograra restaurar la unidad de los españoles.[148] Nada podía esperarse de un parlamento liberal clásico, donde las palabras de los líderes de las facciones políticas nada tenían que ver con el sufrimiento diario del pueblo.[149] Nada importaba la lucha de facciones, sino «purificar radical e históricamente el estadio político con un gesto de honradez hispana, llegando a extirpar cruelmente, si hace falta, a los eternos merodeadores de la farsa trágica, profesionales del negocio de la Libertad».[150] La revolución pendiente correspondía a una juventud dispuesta a esquivar la fascinación de la democracia liberal e «inflamada del anhelo de engrandecer a España, dispuesta a morir por restituir a la Nación a su honor ancestral».[151] Aunque a esta juventud y a estas circunstancias les faltaran los hombres capaces de dirigir el curso de los acontecimientos: las fórmulas políticas tradicionales habían fracasado, y España se encontraba sin hombres que se pusieran a su frente, sin maestros que formaran a las nuevas generaciones.[152] Faltaban hombres, sobre todo, para realizar el proyecto sustancial que planteaban las Juntas como revolución nacional: el Imperio. Negado abiertamente en su sola acepción de conquista territorial, se identificaba con la unidad de los españoles en torno a un objetivo unitario. « No es una empresa exterior».[153]
La revolución social debía hacerse como respuesta a una amenaza, ya que solo esta reacción había sido el origen de la llamada a los jóvenes. Libertad se declaraba enemiga del orden burgués, aunque no necesitara refugiarse en los ataques realizados por el marxismo contra este orden no por burgués, sino por cristiano. Era la cercanía del peligro comunista lo que descartaba la capacidad de la burguesía para defender la civilización y demandaba el concurso de una casta de jóvenes dispuestos a hacer la revolución hispánica: «Tierra a los campesinos, sí; pero no con asaltos a las órdenes de Stalin; revolución social, sí; pero respetando la familia y la producción legítima».[154] El semanario no se mordía la lengua al proclamar que «somos entusiastas de la revolución social. […] Y estamos enamorados de cierta saludable violencia», pero la idea de justicia social no podía limitarse a sustituir el dominio de una clase por otra y, sobre todo, había de estar presidida por «un superior anhelo hispánico, una idea nacional de unidad», que garantizase que España no sería víctima de fuerzas ocultas internacionales.[155] La realización de la justicia social debía ir precedida de la persecución por las fuerzas del orden de los sectores entregados a las internacionales obreras, y de la unidad de los obreros y los campesinos no contaminados por este morbo, dispuestos, si era preciso, a ponerse «en pie de guerra».[156] La amenaza del comunismo significaba buscar la movilización del pueblo, del verdadero pueblo español no contaminado por su propaganda, en una guerra por la independencia de España para «aplastar no a los restos de la España tradicional, sino a los enemigos de la nación que trabajan su ruina».[157] Ese pueblo sano, esos trabajadores a salvo de la propaganda antinacional, eran convocados para sublevarse contra sus jefes, al convencerse de que la República no les proporcionaba liberación alguna, sino ataques tan graves como el derecho a educar a los hijos en la fe católica: «Ningún hombre puede obligar a otro a aborrecer a Cristo».[158] La democracia liberal alimentaba «en su seno la serpiente comunista, negándose a reconocer el peligro para no temblar», y a los jóvenes correspondía luchar contra la revolución del único modo posible: a través de una «política genuinamente hispánica, un radical antagonismo contra el secreto de los grandes capitalistas judaicos».[159]