En agosto de 1940, Antonio Tovar escribía que los estudiantes de filología clásica española, formados en la asunción de los principios de la Contrarreforma, estaban en condiciones mucho más favorables que las de sus colegas protestantes para comprender la mezcla de racionalismo y de fe religiosa con la que podía entenderse la cultura griega: «Sócrates pudo ser considerado como una posición católica en cuanto pretende combinar elementos racionales con elementos irracionales, aspira a hacer ética racional y a la vez practica los ritos, intenta hacer algo que tiene un remoto paralelo con la teología de la Contrarreforma».[1] Una actitud católica reavivada en la guerra civil había permitido comprender la importancia de los escenarios simbólicos, del poder de la liturgia y de la función de cohesión comunitaria que tenían las creencias religiosas en momentos en que una civilización se hallaba en peligro. Solo dos años más tarde, Francisco Javier Conde señalaba que la crisis del Estado liberal no había encontrado una respuesta satisfactoria en los encomiables esfuerzos del totalitarismo europeo, y que la solución solo podía albergarse en la doctrina que inspiró el Estado imperial español, capaz de enfrentar el pensamiento católico moderno a la torcida evolución política de la Europa protestante: «El español de hoy cuenta entre sus posibilidades con una que desde hace siglos ha perdido el europeo: la de ser movilizado desde la raíz por lo religioso». Y añadía: «¿No estará España llamada a pronunciar la primera voz ordenadora del tiempo futuro?».[2] Aplicándose a disciplinas tan distintas como la filología y la ciencia política, dos de los intelectuales más destacados del nacionalsindicalismo hacían de la singularidad española, convenientemente situada en su espíritu religioso, las claves para que el resultado de la revolución nacional y de la guerra civil pudiera adquirir un significado universal.
Estas afirmaciones podrían reforzar la idea, tan extendida en nuestra historiografía, de que el proyecto político del 18 de Julio debe entenderse como una experiencia única, cuyas pretensiones de independencia ideológica se elevaron a las condescendientes actitudes de la ejemplaridad. Sin embargo, en esa misma vocación, se encontraba la superación de una peripecia puramente española y la conciencia de formar parte de un movimiento que, realizado en todo el continente, solo había alcanzado su perfección en España, gracias a la ajustada sincronización de los más importantes elementos de movilización social en la crisis general de los años treinta: la tradición católica, el nacionalismo palingenésico, la sublevación de un bloque contrarrevolucionario, la dilatada experiencia de una guerra civil en la que la comunidad adquiría conciencia de su destino y la constitución de un Nuevo Estado y un nuevo Partido, en cuya jefatura simultánea se situaba un líder carismático que recibía su autoridad del pueblo consciente, origen de soberanía como nación en armas. La singularidad se refería, por tanto, a la radicalidad con la que el proyecto falangista había realizado los propósitos del nacionalsindicalismo, desarrollándolos en las afortunadas circunstancias de una guerra civil que, lejos de actuar como suplencia del proyecto fascista español, había sido el escenario más propicio para su realización. Estos dos jerarcas e intérpretes del régimen no se referían a la excepcionalidad española como un signo de diferencia, sino como una prueba de distinción. España había logrado consumar plenamente los objetivos de la movilización contrarrevolucionaria europea en el periodo de entreguerras.
La exclusión española del fascismo europeo puede relacionarse con uno de los recursos más potentes y transversales del pensamiento español, originado en el regeneracionismo y prolongado, por lo menos, hasta la transición política a la democracia. Es este la convicción de una extrañeza sustancial de España con respecto a Europa, no explicándose el desarrollo histórico propio más que como el de una nación cuyos problemas y propuestas de solución siempre eran ajenos a los conflictos y procedimientos que se habían experimentado en el continente. Tal perspectiva podía servir para alimentar el desaliento de un determinado pesimismo liberal, democrático y socialista ante las duras pruebas de los años centrales del siglo XX, pero también podía confirmar la materia intelectual con la que se construyó la ideología del franquismo. Lo que se asumió en la formación de varias generaciones de españoles nacidos en la posguerra fue la indudable eficacia de ese discurso para afrontar —aunque no para explicar— la frustración de un proyecto nacional, cuya más pintoresca y penosa consumación fue la prolongada estancia de un régimen político nacionalista. La radical disconformidad con este planteamiento, afortunadamente hegemónica, ha permitido pensar la historia española en el marco internacional que la hace comprensible. Sin embargo, este análisis, con diversas y solventes diferencias, ha continuado caracterizando la radicalización de la derecha española durante la República, el desarrollo de la guerra civil y la formación del régimen de Franco como episodios de carácter distinto al fascismo, que obedecen casi exclusivamente a una evolución interna del país y, sobre todo, a un proceso diferente. Una diferencia planteada como oposición, al subrayarse que todos estos episodios no solo fueron diferentes a la versión española del fascismo, sino que pudieron formarse como la alternativa reaccionaria a este proyecto.
De este modo, la excepcionalidad española, que ahora parte de la comparación y no de la ignorancia de lo que ocurre en Europa, pasa a formar parte de experiencias que podemos calificar de «secundarias» o «periféricas» en relación con el movimiento central de la contrarrevolución europea. Naturalmente, en estos casos no suele plantearse el examen de un desarrollo histórico defectuoso —el franquismo— con respecto a una situación ideal —el fascismo—, pero sí encontramos en ellos la aceptación de unas experiencias históricas que son aceptadas como fascistas solo en relación necesaria con las que no lo son. Aunque este método no indica un juicio de valor acerca de la pureza modélica de un régimen, supone una asignación de categorías que habrán de considerarse en aquel campo que más interesa al historiador: la evolución de las fuerzas políticas y el contexto en el que se elaboran y se socializan los discursos. Creo que este mismo interés por realizar una historia comparada debe descartar el simple contraste de conceptos y examinar los procesos históricos en los que se constituyeron los distintos episodios del fascismo europeo. Esta labor, que ya va abriéndose paso en el trabajo de algunos destacados historiadores españoles y, lo que es más importante, en jóvenes investigadores en los inicios de su carrera, permitirá obtener resultados más convincentes, en la medida en que pueda disponerse del conocimiento de las sociedades, los sistemas y los movimientos políticos a los que se alude. El conocimiento de los procesos políticos europeos, considerados en su conjunto, y la aproximación al modo en que el fascismo se constituye en relación con el resto de opciones nacionalistas contrarrevolucionarias de cada país, es lo que podrá proporcionarnos una mejor disposición no solo para una historia comparada, sino para integrar el desarrollo político español en un ciclo europeo y definir, así, aquello en lo que conquista una singularidad que no es nunca mera variable.
Creo que el caso de España, si tiene algo de excepcional, es la forma en que pudo realizar de una manera más completa su proceso de fascistización, realizado en un escenario como el de la sublevación armada y la guerra civil, cuyas condiciones permitieron llevar a cabo la conquista del poder de un modo que, a la postre, resultó mucho menos provisional que el logrado en otras experiencias. La debilidad organizativa del fascismo español, que en realidad se comparte en un grado mayor de lo que acostumbra a pensarse con fascismos de masas en vísperas de su rápido crecimiento al iniciarse la década de los treinta, no fue obstáculo para que llegara a imponer su capacidad de integración social, su enérgico activismo y su habilidad de síntesis de distintas tradicionales ideológicas en la construcción de un gran proyecto contrarrevolucionario que homogeneizó con sus propuestas doctrinales y con su mística militarizada. Este libro examina, por tanto, el proceso de fascistización en España. En otros lugares he señalado por qué motivo me parece que esta perspectiva resulta más prometedora que un análisis de lo que, de un modo que, a casi todos nos parece insatisfactorio, ha venido llamándose la «naturaleza» del fascismo.[3] Hoy no resulta ya original señalar que lo que nos interesa, porque es la única manera de comprender no solo la historia del fascismo, sino la del conjunto de la derecha radical, es la dinámica de su constitución, una sucesión de circunstancias políticas y sociales determinadas, en las que toma forma un discurso que tiene que ir elaborándose. Sin embargo, el punto más claro de discrepancia es el modo en que se caracteriza el proceso de fascistización. Ver si, ante lo que estamos en España o fuera de ella, es ante la capacidad de absorción de fuerzas más o menos afines de un partido y una doctrina claramente establecidas en su momento fundacional, siendo el fascismo el origen del proceso de una fascistización que no tiene por qué concluir en el fascismo, sino que puede concluir en unas condiciones de permanente negociación entre sectores fascistas y sectores que se encuentran en el mismo campo ideológico, sin poderse identificar plenamente con el fascismo. Considerándose tan influyente como para no poder prescindir ni siquiera de su alusión nominal, tales fuerzas y tales regímenes pasan a definirse como para-fascistas o fascistizados, en reconocimiento a la función primordial que el fascismo desarrolla como cultura política dominante o punto de referencia político indispensable. Sin embargo, lo que importa aquí, al señalar esta similitud, es destacar el límite, la frontera conceptual, los distintos territorios culturales, los diferentes proyectos nacionales. La aproximación que he venido proponiendo es diferente. La fascistización no es el crecimiento de un partido con ideología y proyecto político acabados, constituidos en el momento de su creación —estrictamente reservada a la primera posguerra europea—. Es el proceso por el que la contrarrevolución española —y europea— va sintetizando posiciones doctrinales y agrupando proyectos políticos, estableciendo un campo de influencias y correcciones mutuas, canalizando la fluidez de sus intercambios ideológicos, asentando sus compromisos estratégicos, en una permanente tensión entre la defensa de sus identidades parciales y la convicción de pertenencia a un mismo espacio cuya homogeneización es objetivo compartido. La complejidad de este proceso es, precisamente, lo que marca las diferencias entre distintas experiencias fascistas europeas, ninguna de las cuales pudo construirse sin esta dinámica, en la que la integración siempre fue acompañada de conflictos y siempre resultó un proyecto muy lejano a la unanimidad.
La ideología fascista no se encuentra dada en el momento fundacional del partido o los partidos fascistas nacionales. Habrá de desarrollarse en el seno de este espacio contrarrevolucionario, sobre la base de unos principios esenciales muy genéricos —el nacionalismo, el populismo, la idea de comunidad nacional organizada, el caudillismo—. El valor relativo de estos principios es distinto en diversas experiencias nacionales —como puede indicar el papel del catolicismo español, del racismo alemán o del republicanismo populista francés para definir el nacionalismo—, lo es en el seno de cada proyecto fascista fundacional —como puede indicarlo la muy distinta importancia que se da al «socialismo» en las distintas tendencias del fascismo alemán, o a las relaciones entre Estado y comunidad en distintas corrientes del falangismo republicano— y, desde luego, tales principios generales habrán de ser comprendidos de manera más diversa a medida que va ensanchándose el proceso de fascistización. Lo que resulta propio del fascismo es la manera en que es capaz de realizar la síntesis y modernización del discurso de la contrarrevolución. Lo que le dará potencia es su voluntad integradora, su singular energía para incluir en una misma mística militante consignas, evocaciones y símbolos que han sido expresados en innumerables ocasiones por otras fuerzas de la derecha radical. Lo que le caracteriza es una incansable actividad y una actitud trágica y entusiasta, capaz de ser congruente con la sensación de derrumbe de una sociedad y con el impulso de su renacimiento. Esa capacidad de integración y de reactivación, esa disciplina exhibicionista que escenifica la actitud conservadora de la patria en peligro y la proyección utópica de una nación en marcha es lo que el fascismo introduce para construir una nueva cultura contrarrevolucionaria: cultura política entendida como representación de expectativas sociales, como comunidad de pertenencia a un mismo proyecto, como conjunto de valores organizados, como aceptación de creencias y elementos simbólicos que dan coherencia a un movimiento social y a un proyecto nacional.
Analizando la cultura política del franquismo, este trabajo no podía estudiar solo el proceso de fascistización como espacio que hace comprensible la construcción del movimiento y el régimen en la guerra civil. Ya que no se considera que el régimen español fuera fascista más allá del periodo en que esta cultura fue dominante en el área de la contrarrevolución europea, había de plantearse el paso del sistema fascista al Estado católico, considerando que entre ambos no existe la simultaneidad de posiciones, con mayor influencia de unos u otros, sino una sucesión de capacidad representativa del conjunto del proyecto del 18 de Julio. Por tanto, el examen de la desfascistización plantea que el fascismo es revocable como resultado de esa pérdida de potencia integradora de la que dispuso en los años treinta y comienzos de la década siguiente. Desalojado del poder por la vía de la fuerza en otros lugares, en España se produjo una evolución que respondió a las posibilidades de la coyuntura internacional, pero también a la cohesión y resistencia de un régimen construido en circunstancias tan excepcionales como las de una guerra civil. El nacionalismo católico, un factor que había caracterizado al fascismo fundacional y al proceso de fascistización, como elemento común más consistente y mejor asentado en las diversas facetas del nacionalismo contrarrevolucionario español, fue el que pudo proporcionar las bases de un proyecto que pasó a destacar, ahora más que nunca, el carácter singular y excepcional con respecto a todas las respuestas a la crisis del liberalismo en Europa.
La justificación de esta propuesta se ha argumentado en este trabajo, cuya organización ya puede dar una idea de las orientaciones señaladas. La primera parte del texto examina el proceso de fascistización en España, y es la sección en la que más atención se ha prestado al desarrollo de las fuerzas políticas, a su constitución, estrategia y relaciones, siempre considerando aquellos factores que permiten establecer la existencia de un espacio contrarrevolucionario en el que el falangismo tenía sus expectativas de crecimiento y donde irá madurando su propuesta doctrinal. La porosidad de este espacio, la transversalidad de posiciones doctrinales, el esfuerzo para obtener una identidad en competencia con fuerzas muy similares, nos ofrecen un claro ejemplo de lo que significa la constitución de un campo de influencias mutuas, en el que la identidad de cada grupo tiene tanta importancia competitiva como el impulso unitario basado en aquellos valores que son comunes al conjunto de la contrarrevolución.
La segunda y tercera partes examinan el discurso franquista en dos momentos claramente diferenciados: el de la afirmación del movimiento y el régimen en una época en que el fascismo aparece, a escala continental y a escala española, como proyecto capaz de integrar en sus aspectos más extremos al conjunto de la derecha radical; y el del paso a una etapa de desfascistización, en la que la cultura política del franquismo habrá de desplegarse en un etapa en la que el fascismo ha dejado de tener capacidad de representar y simbolizar toda una época de la contrarrevolución. Lo que evita la solución de continuidad entre estas dos etapas es que fascismo tiene carácter revocable, y puede ser dejado como una etapa política y doctrinal superada, más que repudiada, por un sistema que nunca deja de disponer de una misma legitimidad: la de la sublevación, la guerra civil y la victoria, escenarios básicos de integración de los diversos ingredientes doctrinales de la contrarrevolución. A esta primera etapa corresponde el análisis de conceptos fundamentales como el de la militarización de la sociedad, la esencia católica del fascismo español, el nacionalismo como unidad de destino e idea imperial, las primeras elaboraciones doctrinales del totalitarismo, los primeros esbozos de una legitimación histórica de la sublevación y el Fuero del Trabajo como norma básica con voluntad constituyente de la comunidad nacional de productores.
La tercera sección analiza la defensa de la singularidad y vocación de permanencia del régimen en lo que he llamado «vía fascista al Estado católico», por entender que el resultado era improbable sin la movilización previa de masas, exterminio del adversario y creación de un poder discrecional que solo el fascismo podía proporcionar. Lo que se ha examinado es lo que Conde denominó el «despliegue» del régimen y de su doctrina, estableciendo la línea de continuidad entre las condiciones de excepción revolucionarias que hicieron posible la constitución del Nuevo Estado y la afirmación del «régimen político español». Junto a la nueva definición del lugar político y doctrinal de la España franquista en el mundo en el que concluye la experiencia fascista, he dedicado una especial atención a tres temas que me parecen cruciales: el paso consciente y activo de Falange «de revolución a sistema» —para utilizar la expresión de Bartolomé Mostaza—; el considerable esfuerzo realizado por la elite académica para definir una teoría del derecho y del Estado basada en la recuperación y actualización del pensamiento político tradicional y católico español; y la construcción de una historia de España acorde con las necesidades de legitimación del discurso nacionalista de la nueva etapa. Finalmente, he creído oportuno concluir con un epílogo en el que se plantea esta misma tarea de reconstrucción histórica de España atenida a la inmediata genealogía del régimen y a la búsqueda de referentes en el nacionalismo del 98, en el pensamiento tradicionalista o en ambos al mismo tiempo, en lo que ha sido habitualmente divulgado como el conflicto entre la España como problema de Laín Entralgo y la España, sin problema de Calvo Serer.
Este trabajo forma parte del proyecto de investigación HAR-2011-25749: «Las alternativas a la quiebra liberal en Europa: socialismo, democracia, fascismo y comunismo (1914-1991)». Debo manifestar, al llegar a este punto, mi reconocimiento de algunas deudas que nunca, en los ya numerosos textos que he publicado, ha tenido un sentido ritual. Mucho menos ahora, cuando la larga elaboración de este trabajo ha debido contar con el aliento y el consejo de algunas personas generosas, inteligentes e imprescindibles. En primer lugar los profesores Francisco Morente, Javier Rodrigo, Miguel Ángel Ruiz Carnicer y José-Carlos Mainer, a quienes me he permitido atosigar con la lectura de fragmentos de este libro. Los profesores Morente y Rodrigo, que me honran con una amistad que creo irrevocable, han sido, además, permanentes interlocutores desde antes de que empezara a redactar el texto, ofreciéndome siempre su acotación, su comentario y un permanente Dasein en los abundantes momentos de fervor excesivo o desaliento compensatorio que todo libro de estas características contiene. Alejandro Andreassi, José Luis Martín Ramos y Josep Puigsech son compañeros del proyecto de investigación y, lo que es más importante, otros entrañables cómplices de una travesía intelectual que trata de entender el siglo XX a través del fascismo y el antifascismo. Debo agradecer a mi editor, Manuel Fernández-Cuesta, la paciencia infinita que tuvo con este libro, paciencia de la que abusé del modo implacable que él supo encajar con su habitual elegancia. A él le debo, por otro lado, haber escrito algunas de las cosas por las que siento más respeto. Hace treinta años, puse el nombre de Carmen Bas en la dedicatoria de mi primer libro, que nada tenía que ver con mi profesión de historiador. Creo que, después de todo este tiempo, y a diferencia de tantas cosas que han cambiado en España desde aquel excitante 1983, los motivos para volver a hacerlo tienen la sólida consistencia de la certidumbre sin haber perdido la calidad tenue de las ilusiones.
Sant Just Desvern (Barcelona)
Marzo de 2013